Tumgik
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40. El pulpo
Esa noche no pude dormir. Pensaba que Belén estaba cerca, cruzando la habitación. Eva estaba a demasiadas cuadras de distancia. Mis sábanas estaban sucias, el cubre colchón estaba sucio. Belén era mi hermana, tenía que tenerlo bien aprendido. Ya tendría que estar escrito por todas las paredes de mi habitación. En cada rincón de mi cráneo. En cada puto lugar de mi vida. Sino, Papá se iba a encargar de escribirlo con un cinto o con los puños. Eva era mi novia ¡Era mi novia hacia solo unos días! Lo había dicho ante sus padres, lo había dicho a sus hermanos y era buena y me quería y me gustaba ¿Qué me pasaba? ¿Qué carajo estaba mal en mí?
Pensé en faltar al colegio pero deseché esa idea rápidamente. Belén todavía no se había cambiado de colegio y hasta el año que viene estaría sin clases, sin amigos, rondando mi casa a toda hora. No. No faltaría y estaría en casa lo menos posible, despreciaba el trato amistoso de Papá. Odiaba que Belén me haya usurpado todo y me quisiera convertir en… un monstruo. Odiaba la ausencia del silencio en mi hogar. Ya no era mi casa. Era un lugar ajeno, hostil y extraño.
Si antes evitaba la casa, después del asunto de la caja la evité con ganas. Porque sabía que lo que había ahí era responsable de lo que me pasaba y esas heridas de deseo adolescente y heridas de culpa desde lo más profundo de mi inmenso quilombo. Y había solo dos formas de curar esas heridas, de cerrarlas, si pudiera, para siempre.
— ¿Por qué no nos juntamos nunca en tu casa, Deo, está todo mal? — me preguntó Emilio, mientras jugábamos al pool, con el Minnesota Fats de Sega, en su casa.
— No… no sé ¿Por qué me preguntas ahora?
— No sé ¿No te puedo preguntar? O sea… ya lo pensaba antes, pero ahora…
— Ahora te lo preguntó Melina — le respondí.
— No, me lo preguntó Evangelina.
— Claro… mira Emi — le dije y me detuve.
— Si no me querés contar no hay problema. Yo estoy medio podrido de juntarnos siempre acá, pero no me quejo, eh, bueno un poco me quejo, pero igual.
— Besé a una chica.
— Si, ya sé.
— No, besé a una chica el año pasado — Expliqué.
— Bueno, bien, te felicito. ¿Querés un premio?
— Y esa chica vino a vivir con nosotros.
— ¿Qué? — dijo Emilio, confundido — ¿La súper dotada? ¿Belén?
Asentí avergonzado.
— Con razón le mirabas tanto los ojos, que heavy.
— Mi Papá la adoptó y me dejó muy en claro que somos hermanos. Hermano de la chica que besé y que él, claro, no sabe nada.
— Guau.
— Sí. Y no termina ahí. ¿No vas a decir nada, no?
— Me extraña, araña ¿No somos amigos?
— La piba, Belén, mi hermana…
— Si, igual no es tu hermana — dijo, seguro.
— Belén, MI HERMANA… me sigue, es decir, anda atrás mío.
— Ah — dijo Emilio — ¿Y?
— ¿Cómo y? — respondí ofendido.
— Y… tenés una piba que anda atrás tuyo, viviendo en tu casa. Es como esa gente que tiene una heladería y vive atrás del local.
— ¡Es mi hermana, pelotudo! — me enojé.
— ¡No es tu hermana, boludo! ¡Es una piba que adoptó tu viejo! A lo sumo… es tu hermanastra… y ni ahí.
— Vos lo decís porque no estás en el medio.
— ¿Y le vas a decir a Eva? — me preguntó.
Lo miré sin decir palabra y entendió la obviedad. El peso de mi espalda se aligeró un poco pero la preocupación seguía ahí, abriéndose camino como un minero hacia el centro de mi corazón.
Sentía un ansia que por un tiempo creí saciar con mis propias manos, pero ya no era suficiente y lo sabía. Trataba de visualizarla, darle una imagen clara que pudiera identificar, moldear, controlar, dominar, pero no lo lograba por más que lo intentara. Adentro mío, en las profundidades mismas, en la oscuridad entre mis vísceras, se extendían los tentáculos de un pulpo monstruoso que me constreñían y llevaban hasta el fondo del mar de los impulsos. Ese pulpo representaba todo aquello que no podía manejar: mi hambre físico, la necesidad del contacto de los cuerpos, mis explosiones de violencia, mi culpa tan tortuosa: el pulpo era todo lo malo y a veces alzaba sus ominosas extremidades y me arrastraba con él. A veces me dejaba en paz, pero el pulpo siempre estaba ahí. Siempre presente.
Y temía que mi vida entera estuviera configurando poco a poco el ecosistema perfecto para que el pulpo emergiera, se alimentara hasta crecer monstruosamente y se alzara sobre mí, tomando control completo de mi vida.
Papá, Belén, Emilio, el Status Quo, los fantasmas, era como si todos me expulsaran hacia el mar, donde ese horror de ojos inmensos y húmedos, de múltiples látigos cartilaginosos y tinta negra que hundiría en tinieblas todo lo que me rodeara, me atraparía finalmente.
Una tarde, salí de la escuela y me volví solo para casa. En el camino paré enfrente de una ferretería a la que había visitado muchos años atrás y me compré un aerosol verde.
¿Ya les dije que tengo un pulpo tatuado en un brazo?
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39. La caja
Una noche después de ese beso, Evangelina y yo nos pusimos de novios. O al menos nos presentamos como tales, frente a sus padres y su hermana. Me habían invitado a cenar y después avisé en casa que también me iba a quedar a ver una película.
— ¿Querés que le pregunte yo a tu papá, Deo? — me preguntó Alma, la madre, pero le dije que no hacía falta. Si quería jugar a ser padre, ya tenía a Belén. Así que llamé yo y obviamente, no hubo problema alguno.
Vimos Matrix y recuerdo que para el final me había cebado tanto que quería darle un beso en la boca a Eva, salir corriendo y volver a casa dando saltos entre edificios. En lugar de eso, comenté la película con Héctor, tan emocionado como yo. Parecía que en la casa de los funebreros había más vida que en la mía.
Papá pasó a buscarme en el auto. Cuando abrí la puerta, con Eva al lado mío, me encontré con él. No estaba solo.
Hay un lenguaje oculto entre las cosas invisibles y un lenguaje oculto entre las mujeres, del que nosotros solo podemos imaginar comprender. Porque las miradas de Eva y Belén se juntaron por un muy breve momento y en ese instante en que las dos miradas más frías que había visto hasta ese momento se encontraron, volví a reconocer a aquella Eva de niña, con la bandeja de café en el velatorio de Mamá, robótica y alejada de la gente y a Belén, la de los ojos clavados en el suelo cuando su padre le hablaba, antes de matarse y dejarla sola.
— Hola Eva, soy Octavio, el papá de Amadeo — y se acercó a Belén con un gesto gentil — ella es la hermana.
— Soy Belén — respondió ella.
Eva, fuera del hechizo, les dio un beso en la mejilla a los dos y cuando me lo dio a mi, me sonrió y dijo: “Nos vemos mañana en la escuela” y luego miró a Belén y le dedicó una sonrisa mas grande.
Belén no dijo nada hasta que subimos al auto, los dos sentados en el asiento de atrás, mientras Papá, abstraído, hablaba por handy con El Tucán, el mecánico de la empresa.
— Así que son novios — dijo Belén, casi como un susurro, sin mover la mirada de la ventanilla — mira vos.
— Si, somos novios. La quiero mucho.
— Me alegro — dijo sin mirarme.
— Que bueno — respondí.
No nos dijimos nada más. Cuando llegamos a casa, unos minutos antes de las doce, Papá acostó a Belén, le dio un beso de buenas noches y luego se despidió de mí.
— Es linda, Amadeo — me dijo — y parece simpática.
— Si, Papá, la quiero mucho.
Papá suspiró y ese suspiro se mezcló con una sonrisa, pero no fue una de las sonrisas que le dan los padres a los hijos. No seque quiso decir con ese gesto, pensé que era otro de los lenguajes desconocidos, pero no se sintió bien. Dejó la puerta abierta y escuché el ruido de la suya cerrándose. Dejó como siempre, la radio prendida hasta la hora que se levantase a trabajar.
Quise dormir pero no pude. Mi cuerpo estaba desvelado. Sentía los ojos pesados pero la ansiedad me mordía los músculos y no podía conciliar el sueño. Era ese beso que no había podido darle a Eva. Era eso y era más, mucho más.
Me levanté de la cama, cerré la puerta de la pieza y volví, me tapé hasta el pecho con las sabanas y bajé mis calzoncillos.
Podía pensar en tanto, tantas cosas. Pensaba en Eva y sus besos, largos, íntimos y en sus manos tocándome el rostro y la presión de sus dedos y mis manos alrededor de su cintura y lo que comenzaba a sentir y nunca me animaría a decir y mis deseos y las manos bajaban y los besos que comenzaban a poblar mi cuello y dejaban su marca y esa marca ardía y me atravesaba la piel y bajaba a través de mi carne, hasta cocinarme los huesos y meterse más profundo y yo me tocaba más fuerte, sentía su lengua adentro de mi boca, moviéndose enloquecida y mi cuerpo ardía de una fiebre del alma, del deseo y esa Eva que habitaba en mis fantasías se desataba y su boca descendía y sus caricias también y las sábanas saltaban y se alzaban y yo apretaba los dientes y la transpiración caía de mi frente hasta la almohada y yo jalaba cada vez más fuerte y más rápido y sonaban las teclas de un piano lejano tocando una canción desconocida y me atravesaba de lado a lado y mi corazón me golpeaba contra el pecho como un preso enloquecido contra los barrotes y mis dientes se hundían en mis labios y los músculos de mi rostro se agarrotaban y tendría que cambiar las sábanas y contenía la respiración y la voz de Eva, puente sobre aguas turbulentas y estaba a salvo, a salvo sobre mi puente y quería estar a salvo sobre Eva y tendría que cambiar las sábanas y apretaba los dientes y ya nada me importaba y me arrebaté en el olvido y solté un suspiro eterno y me fui… me fui… y cerré los ojos por un rato y mi cuerpo dio unas sacudidas, pequeños espasmos, ecos del orgasmo que ahora recorría cada centímetro de mi cuerpo, brusco y eléctrico y sentí el líquido blanco bajando por mi mano y suspiré y se me manchaba la piel y suspiré y busqué aire y abrí los ojos y vi los ojos de Belén clavados en los míos, mientras ella corría las sabanas sucias y me dejaba al descubierto y yo seguía en shock, paralizado, incapaz de moverme.
— Mira que lindo — dijo — ¿Mucho amor, no?
No supe que decir, intenté pronunciar su nombre pero me salió un murmullo inentendible.
Belén me miró de arriba a abajo y aunque intenté cubrirme con mis manos sucias, me siguió mirando.
Yo me hundía en el frío del más allá del placer, congelado frente a ella e intente nadar lejos de esas aguas heladas para poder salvar lo que me quedaba de dignidad.
— Belén, ándate — le dije, recuperando la voz como podía — salí de mi pieza.
— No — dijo firme — no me voy a ir.
— Belén — me cubrí la cosa con mis sábanas y limpié mis manos con el cubre colchón. Me sentí repugnante, una escoria, lo más bajo de la humanidad — andate de mí pieza, sos mi hermana, se va a levantar mi papá, me va a cagar a palos.
— Vos abriste la caja, Amadeo, vos tenés la culpa.
— ¿Qué caja, de que estas hablando?
— La de todo esto. El día que me besaste.
— ¡Yo te besé, ya lo sé! — murmuré enfadado — ¡¿Cuánto tiempo más me lo vas a tener que recriminar?! ¡¿Cuántas veces tengo que pedirte disculpas?!
Belén me sonrió y se puso de rodillas, a la altura de mi cabeza. La miré con miedo pero solo me susurró al oído.
— Yo fui la primera vez y voy a ser la primera siempre — dijo.
Y sentí su respiración en mi oído y no pude hacer nada, me quedé petrificado. No pude hacer nada ni decirle nada.
Se incorporó y se fue de la habitación, sin decir una sola palabra. No hacía falta. Había entendido todo. La caja estaba abierta.
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38. El lenguaje de los invisibles
Nunca creí que fuera a visitar la esquina de los Hassan otra vez después de aquella madrugada nefasta en la que mi Mamá se convirtió en una muñeca de porcelana. Mucho menos hubiera pensado que en el caso de hacerlo iba a ser para tomar la merienda.
Conocer a alguien es remover un cristal sucio tras otro hasta encontrar la verdadera forma que se esconde detrás. Ir removiendo preconceptos ¿Había sido Evangelina alguna vez el robot que creía reconocer en mis recuerdos? ¿Era real ese frío que pensé haber sentido en el pasado? Ahora se me presentaba con una madurez difícil de encontrar entre nosotros, mucho menos hostil que la de Belén, con una calma que vislumbraba sabiduría futura. Y era algo más que la forma en la que hablaba y pensaba. Era como sentía. No éramos noviecitos ni lo considerábamos pero no podíamos negarnos el hecho de que nos teníamos mucho cariño. Y era un afecto real, que nacía desde las profundidades de cosas que aún no conocíamos, pero que estaban ahí, muy presentes, muy activas, muy vivas.
Los padres de Evan: Héctor y Alma, estaban muy presentes en su vida y en su hogar. Trabajaban en la planta baja, administrando la casa de sepelios, pero cada 15 minutos subían, siempre con una excusa. Yo pensaba que nos espiaban, pero siempre nos trataban con amabilidad y sin incomodarnos para nada. Evan decía que se comportaban como los espías de las películas, siempre sonrientes pero siempre con los ojos bien abiertos. No había mucho para espiar, la verdad. Solo éramos nosotros dos y dos vasos de chocolatada, un plato con galletitas y un televisor sintonizado en el Magic Kids donde mirábamos los Samurai Pizza Cats.
De la cocina pasábamos al living donde desempolvábamos los juegos de mesa que Eva heredó de su hermana, de épocas donde había más tiempo para sentarse a jugar al Juego de la Vida.
En el living había un piano antiguo, con un banquito de cedro que hacía juego y un paño de seda sobre las teclas. Yo siempre lo miraba con mucha atención, principalmente por una fascinación que tuve toda la vida con los instrumentos musicales debido a mi amor por el bolero. Pero lo que mas me llamaba la atención era pensar quien lo tocaba.
Fue una tarde en la que nos juntamos con Melina y Emilio, que me animé a preguntarle. No sabía por qué no lo había hecho antes, pero el piano parecía irradiar cierta magia, cierto poder que tienen los objetos inamovibles, por los que las casas se vuelven hogares. Ese piano era así de importante en su hogar, podía intuirlo y me negaba a tomarlo a la ligera. Entonces, una vez que se fue Melina y nos quedamos los tres, esperando que el Abuelo nos viniera a buscar al Negro y a mi, hice la pregunta de rigor.
— Evan… ¿De quién es ese piano?
Evangelina me miró con una mezcla de timidez y ansiedad, como si el piano fuera un fantasma, algo oculto, que al mismo tiempo, ella había esperado mucho para enseñárselo a alguien.
— Era el piano de mi abuela Hilda, la mamá de mi mamá, y ella heredó ese gusto también. Así se conoció con Papá, tocando el piano. Y bueno, acá estoy.
— Bastante enamorada tuvo que estar — añadió Emilio — digo, casarse con un funebrero.
Los tres nos reímos.
— Muy, mucho. Todavía lo están. Tienen como 20 años de casados y todavía van a ver bandas, vuelven todos chivados…
— Unos pendeviejos — dije.
— No… creo que nunca dejaron de ser pendejos, al menos no en lo que importa. Y la música los mantiene así. Digo, el estudio de Papá está lleno de discos, parece más la oficina de un rockstar que la de un funebrero. Creo que nunca dejó que eso lo defina.
Mientras hablaba, Evangelina se acercaba, levantaba la tapa, corría el paño y se acomodaba en el banquito. Posaba las manos sobre el teclado, preparando los dedos con suavidad, con una gracia muy sutil.
— La música — añadió — te define.
Y comenzó a tocar los acordes de una canción que no conocía. Golpeó las teclas con fuerza, pero al mismo tiempo, le dio una serenidad que fue mezclando con esa potencia, generando un clima imponente y conmovedor.
Ahora, soy un esclavo a los pianos y los teclados. Me producen algo que ningún otro instrumento. Algo que reverbera en mi yo más adentro, en el más íntimo. Y el eco de sus notas resuena por completo en mi interior y lo sacude y lo despierta. No sé si Evan tuvo algo que ver con eso, creo que sí. Lo que estoy seguro es que fue suya la primera voz que me conmovió en persona. Porque esta no era una grabación de los cincuenta o los setenta con una cantante inmortalizada en el tiempo, en toda la perfección de un estudio de grabación, de un talento brotado en la gloria. No, la primera vez que escuché cantar a Evangelina fue algo más grande que todo lo que había oído antes. Algo vivo, presente, imperfecto y real. Algo que latía y como las teclas del piano, reverberaban adentro mío y agitaban mis tripas, mi sangre y mi alma.
“When you’re weary, feeling small
When tears are in your eyes, I’ll dry them all (all)
I’m on your side, oh, when times get rough
And friends just can’t be found
Like a bridge over troubled water
I will lay me down”
Y sentí como mi cuerpo, por afuera, mi piel y los movimientos, mis gestos, lo que mostraba ante el mundo, se petrificaba, se endurecía hasta quedar paralizado. Y adentro mío, mi mundo interior, que guardaba solo para mis propios ojos, estaba… conmovido. Profundamente conmovido. Había un gran “OH”, una boca abierta como un cero, tatuada en la superficie de mi alma. Tatuada en el corazón.
Y yo no sabía inglés y jamás había escuchado hablar ni de Simon o Garfunkel, no sabía que ese tema se traducía como “Puente sobre aguas turbulentas”, que era exactamente lo que sentí que Evangelina tendió frente a mí en ese momento. Cuando estés triste, cuando estés mal, cuando la vida te pegue y te pegue y te siga pegando, yo voy a estar ahí. ¿Ves toda esa mierda que te tira la vida? ¿Ese caos, esa tormenta que te asola alrededor? Bueno, voy a echarme sobre ella. Me va a importar un carajo. Vení, subite arriba mío, que estoy apoyada en tierra firme, que te puedo rescatar. Vení, yo no le tengo miedo a las aguas turbulentas.
Y Evangelina no sabía que pasaba adentro mío… o sí. Y ese puente se tendía por eso, porque me entendía sin tener que explicar nada, porque todo había sido explicado antes que tener que decir una sola palabra. Y Emilio, que no sabía, podía o quería disimular y la miraba azorado, perdido, con su cuerpo solo como un adorno, un souvenir de que estaba ahí.
Y ella cantaba los versos finales y nosotros no sabíamos cuánto tiempo habíamos estado ahí, extraviados, rescatados sobre su puente, a salvo de la tormenta.
“Oh, if you need a friend
I’m sailing right behind
Like a bridge over troubled water
I will ease your mind”
Y cuando finalizó, dejó las manos apoyadas sobre las teclas y sonrió al piano, como si le hubiera dicho algo que solo ella podía escuchar y me miró y me preguntó si me había gustado y yo asentí sin decir más que eso, aunque ella parecía haberlo entendido, sin haberlo pronunciado. Emilio, mucho más capaz que yo, dijo todo lo que había querido expresar y más:
— Wow, sos re grosa.
Prometí nunca romper la barrera de quien pueda llegar a leer esto, pero es imposible en casos como el de Evangelina. Sabiendo en la forma en la que se desarrolló su vida, uno podría pensar que lo nuestro fue un raro privilegio, poder verla tocando antes de que sea quien es. Pero nunca lo pensé así. Siempre guardé su recuerdo como el de alguien que pocos pudimos conocer realmente, sea a donde sea que la haya puesto el mundo.
— Por esto mismo creo que Mamá no lo pensó dos veces cuando él le dijo de qué vivía mi familia paterna, porque fue tocando esta canción que Mamá se enamoró de él. Fue escuchándolo hablar el mismo idioma que ella.
— ¿Qué idioma? — pregunté.
— La música, el lenguaje de los invisibles.
En algún momento, imperceptible como en todos los procesos largos, esas cosas ocultas dentro nuestro comenzaron a comunicarse entre sí en el idioma de los invisibles. Y tal vez fuera la música o algo escondido entre líneas, pero antes de darnos cuenta, nos acercamos bien cerca del otro. Y un día, fuera del colegio, cuando la acompañé a la parada del micro, Evangelina Hassan, la misma chica misteriosa y robótica que había conocido años atrás, en el peor momento de mi vida, me tomó de las manos y me miró como nunca me habían mirado antes. Con una confianza que desconocía, la misma que emplea un paracaidista que se arroja al vacío. Y siendo ella mi puente o yo el de ella, me apretó fuerte las manos y las colocó sobre su pecho.
— Estoy enamorada de vos.
Y yo no dije nada. No pude. No tenía palabras dignas para contestar eso. Entonces la rodeé con mis brazos y apoyé mi cabeza sobre su hombro. Sus manos acariciaron mi pelo con suavidad mientras apoyaba su otra mano en mi espalda. Se hundió conmigo en un brazo y sentí lo que no había sentido hace mucho tiempo: el silencio acogedor de la casa. Como si el espíritu de ese mundo mudo donde buscaba refugio, se hubiese trasladado de esa vieja casona al cuerpo de Evan Hassan, me sentí de nuevo en mi hogar.
Cuando Evangelina me soltó, la miré y sentí que algo adentro mío se derrumbaba. Un muro, un tempano, un acorazado, algo se vino abajo, fue demolido, se hundió para siempre y estuvo bien. Estuvo muy bien.
— Te amo — le dije y nos besamos y el beso fue de amor, de confianza, de compañeros, de amigos, de novios, pero más que nada fue de silencio, de algo comprendido pero nunca pronunciado, de verdades mudas, de corazones silentes.
El lenguaje de los invisibles.
Y estuvo bien. Estuvo muy bien.
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37. Los que arrastran fantasmas
Necesitaba hablar con alguien sobre Belén pero no podía hacerlo. No podía contarle a Emilio, algo adentro mío lo impedía. Obviamente no podía contarle a Evangelina. Mi primo seguía siendo muy chico para servir de consejero y en un momento pensé en mis abuelos pero tuve miedo de su reacción. Si había alguien con quien temiera caer en desgracia eran ellos.
Yo, que antes era uno con la casa, busqué evitarla el mayor tiempo posible. Pasé a sentir una gran satisfacción por estar en la escuela, por las clases y los recreos, por las reuniones del pequeño grupo que formamos con Emilio, Melina, Alonso y Evangelina. Incluso disfrutaba la enemistad con el Status Quo Jr que se iba generando de a poco. Ya no me invitaban a jugar, no volvieron a pisar mi casa y nos evitábamos mutuamente, pero era mucho mejor que lo que tenía que enfrentar en mi hogar derrotado. Y a pesar de que la tensión crecía entre ellos y nosotros, prefería que todo explote en el instituto, conmigo adentro, antes que tener que enfrentar el clima asfixiante en ese lugar que ya no era mi lugar.
La tarde después a que me desquitara contra la pared de mi pieza, Emilio nos invitó a todos a la orilla del rio frente a su casa. Bajo un cálido sol de otoño, compramos gaseosa y alfajores y nos sentamos en el borde irregular, a cinco o seis metros del río crecido, repleto de camalotes de un verde muy vivo y gran tamaño, que eran muy vistosos a pesar de transportar a todo tipo de alimañas desde la isla Bambino hasta nuestra ciudad. Allá, entre los árboles que bordeaban la calle de tierra que cortaba el río, charlábamos, reíamos, pasábamos el rato mientras tirábamos piedras a los pequeños islotes esperando ver alguna rata o una serpiente.
— ¿Están seguros de que no va a aparecer una rata, no? — preguntó Alonso.
— A menos que nos haya seguido Axel, no creo — dije — somos muchos, las asustamos.
— … hablando de eso, ¿Cuándo le vamos a dar el pingui pingui que le falta a ese guacho? — preguntó El Negro.
— ¿Ustedes realmente piensan ensuciarse las manos con ese infeliz? — preguntó Melina, que no era muy partidaria del piñas van, piñas vienen.
— Yo creo que algún día alguien va a tener que dársela — dijo Alonso — conmigo va zafando porque si lo agarro me bajan de la bandera.
— ¿Y es tan importante la bandera? — preguntó Emilio.
— Para mi vieja si — respondió Alonso, seguro.
— ¿Ustedes pensaron en el quilombo que pueden armar los padres de Axel si uno de ustedes le pega? — preguntó Evangelina.
— Se lo merece — respondí — por tu primo.
Evangelina no dijo más nada y se quedó mirando fijamente a los botes que pasaban en dirección a la isla, cuando uno nos cruzó marcando el rastro en una onda mínima que chocó contra las piedras a nuestros pies. Evan se levantó y caminó por la orilla, alejándose de nosotros. Me levanté y la seguí mientras los chicos nos miraban.
— Evan ¿Qué te pasa?
— Eso me pasa — dijo señalando mis manos — ¿Eso querés hacerle a Axel?
Miré mis nudillos y vi las cascaras de las heridas que me había hecho el día anterior. Bufé y me rasqué la cabeza. Los chicos seguían mirándonos. Eva los congeló con la mirada y volvieron a dedicarse a lo suyo.
— ¿Eso te lo hiciste por Axel? — me preguntó.
— No, me lo hice por la pared.
— Tonto… ¿Seguís arrastrando fantasmas?
— Evan, vos sos la única persona que conozco que dice cosas así.
— Y vos sos el único que conozco que las piensa.
Le sonreí. No estábamos hablando de algo lindo, ni me sentía feliz, ni compartíamos una simpatía, no. Le sonreí porque nos unía algo oscuro, la misma perdida de la inocencia.
— Mi abuelo dice que los Hassan maduramos antes de tiempo. Mucho muerto, mucho entierro. Es difícil mantener la inocencia cuando velan a todos los muertos de la ciudad abajo de tu casa.
— Conocemos la muerte desde chicos — pensé en voz alta.
Ella me miró, como advirtiendo algo de lo que no me había dado cuenta hasta que le vi la cara.
— Perdón, Amadeo, me había olvidado que…
— No pasa nada — le dije. En verdad no pasaba nada — mejor compartir eso que nada.
Evangelina Hassan tenía unos inmensos ojos negros, profundos, absolutos y en el fondo de esos abismos yacía una oscuridad que me era familiar, un silencio que había sido mío por mucho tiempo, en los ojos de Evangelina podía ver de lejos a mi casa silenciosa, la misma que Belén me arrebató.
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36. La casa derrotada
Esa fue la segunda semana en la que Belén permaneció encerrada en su habitación. Luego de decirme eso, no volvió a salir hasta el otro lunes. En el colegio comenzamos a juntarnos con los del grupo de folklore, no volvimos a bailar nunca más, pero en solo cinco días nos habíamos vuelto mas cercanos que en mucho tiempo. Claro que Emilio y Evangelina eran las razones más importantes por las que Melina y yo pudiéramos juntarnos, pero terminó cayéndome bien. Era una traga, pero bastante divertida y la trastienda del almacén de sus padres se volvió nuestro lugar usual de reunión. Mariana, muy a pesar de Alonso, no se juntaba con nosotros, aunque estaba todo bien con el grupo, no podía abandonar a las Princesas. Sin embargo, verla pasar y saludarnos, les resultaba raro a los demás.
Alonso seguía con los Rezagados de siempre: El Gordo Néstor, el Mono Quique (Su apodo era casi literal), Matías (Igual de gnomo que el Mono Quique pero no tan feo) y Piedrita (O sea: Pedro Montag, pero no tenía hasta ese entonces ninguna característica remarcable más que su afición por patear piedritas en el suelo)
Alonso, tan cerca y tan lejos de Mariana, se sentía completamente ajeno a cualquier chica y esto, para los Rezagados era algo muy serio.
Imaginen ver a los chicos de tu clase que ya se dieron un primer beso, que ya tuvieron su primera novia, que compartieron un baile o una brazo intimo con alguien y lo único que tiene uno, es la añoranza de poder vivir algo así. Es una mierda, sentir que te ponen la torta en la cara todo el tiempo pero no podes darle un mordisco. Así se sentía ser impopular. Las chicas se reían de tus chistes, te felicitaban por tus logros, bailabas en alguna fiestita, un cumpleaños o un malón, pero siempre un tema movidito, nada muy cercano a los cuerpos, por eso nunca dejabas de ser “un amigo”, ese chico que al querer relacionarlo con ellos, respondían un “Iuuuuj!” a las demás.
Yo era un bicho raro, a algunas chicas les gustaba, lo sabía, pero después de lo de Mamá me había retirado de todo el grupo solo para juntarme cada tanto con Axel y Hernán hasta que me pudrí de verlos. Así que andaba medio entre dos mundos, el de los que pueden y el de los que creen que nunca van a poder. Y tenía mucho miedo de ser el único que pisaba entre las dos tierras.
La frase de Belén me puso contra las cuerdas. Ella me intimidaba para que no me olvide de lo que habíamos hablado esa noche, de lo que habíamos hecho. Yo pensaba que eran mis deseos los únicos equivocados ¡Pero Belén los compartía! ¡Estaba tan equivocada como yo! No podíamos ser otra cosa más que hermanos ¡Hermanos!
No podía estar en esa casa, en su silencio me susurraba cosas que nunca podría hacer. Papá ya no se quedaba mirando la casa en la oscuridad desde el auto, sino que apenas llegaba, pasaba el rato con Belén. Esas dos primeras semanas desde su llegada en las que se negó a salir de su habitación, cenó cada noche con ella, mientras yo comía solo en la planta baja frente al televisor. Después bajaba como si nada, como si fuera algo que hubiésemos hecho toda la vida, preparaba dos tazas de café y se sentaba conmigo.
“Hola, hijo ¿Cómo estuvo tu día hoy?” me preguntaba y yo, a mí mismo, me hacía la pregunta “¿Esto es verdad?” “¿Ya puedo decir que soy tu hijo?” y después de tantos años de silencio y momentos incómodos, forzados, injertados, yo no podía encontrar las respuestas o la voluntad para contestar y asentía automáticamente como si estuviera propagando.
No quería hablarle de mis nuevos amigos, de cómo no soportaba más a Axel, a Hernán y a todos los pelotudos que manejaban la división, de Evangelina y ese beso que había sacudido los cimientos de mi corta vida o ese beso prohibido que había compartido con… no, no quería hablarle de nada.
La incomodidad duró poco, porque después de que bailamos la chacarera de la revolución, Belén abandonó poco a poco su reclusión para compartir la casa con nosotros. Yo creía que otro era el verbo para describir esto. Ella no comenzó a compartir la casa, comenzó a combatirla, a ganarle desde su alienación hasta volver suya, a triunfar sobre el silencio que me había cobijado durante tanto tiempo y cambiar el núcleo de la casa desde esa tierra oscura y fría de la que venía.
Así fue el nacimiento de otra incomodidad, porque Belén aparecía en todo momento y no daba tregua. Si yo estaba lavando los platos, a veces sentía un sudor frío bajando por mi columna y sabía que estaba atrás mío, clavándome sus dardos helados, parada como una estatua centinela. La encontraba sentada del otro lado de la puerta de mi habitación, como si estuviese montando guardia o custodiando que algo no entrara o que yo no pudiera salir y no podía confrontarla porque me derrotaba, me vencía con facilidad, parecía tener un movimiento preparado, una palabra que contrarrestaba y doblegaba cualquier cosa que saliera de mi boca.
El segundo día de su tercera semana en casa, cuando volví de la escuela, me saqué la mochila y el guardapolvos y me tiré en el sillón grande del comedor a mirar televisión. El sillón tenía varios años con nosotros y era lo suficientemente mullido para que uno se hundiera con el. Recordé las tardes en que nos echábamos con Mamá a ver películas de terror, sus favoritas, mientras el sillón me absorbía plácidamente.
Debí haberme quedado dormido porque me desperté sobresaltado, con Belén sentada en el hueco que quedaba del sillón.
— ¡Ah! — grité
— ¿Tanto miedo te voy a dar? — me reprochó
— Me debo haber dormido muy profundo
— Seguro estabas soñando algo muy lindo y yo te desperté — se lamentó, irónica — ¿Estabas soñando con tu novia?
— Basta, Belén — me enojé — no sé qué problema tenés con ella. Y no es mi novia.
— Todavía no es tu novia. Se besan mucho para ser amiguitos nada mas — respondió sorpresivamente.
Me volví a enojar, más que antes. No me había dado cuenta de que podía haberme visto.
— ¡¿Qué sabés vos de besar?! — le respondí enfurecido.
— Todo lo que me enseñaste vos.
Algo en mi garganta se atascó o se enredó y no supe que decir. Me puse rojo, violeta, sentí que me ahogaba y que la casa se volvía en contra mío, que se abalanzaba sobre mi y Belén, al lado mío. Me había alejado de ella pero se acercó más y más, hasta que me levanté del sillón de un salto, con la culpa reventándome contra el pecho. Tenía los ojos llorosos, era demasiada la presión. Odiaba a Papá por su mandato, a Belén por cercarme y a mí, a mí mas que nadie, por haber cometido semejante cagada. A ella no se le movió un pelo, no reaccionó ni siquiera cuando me vio llorando.
— ¡Somos hermanos! — le grité — ¡Hermanos! — y me di media vuelta y me fui hasta las escaleras.
— Amadeo — me dijo y me frené para mirarla directo a esos ojos incapaces de sentir culpa — no somos hermanos — sentenció y volví a darle la espalda solo para escucharla gritarme — ¡Somos otra cosa!
Esa noche me encerré en mi habitación, enfurecido, odiando a la casa y a mi Papá, esa jaula que había construido junto al fantasma de Mamá, junto a los fantasmas de los Brizuela y ahora estaba atrapado en mi hogar, que se convertía en una boa constrictora que me envolvía, sofocándome con las palabras de Belén o la súbita amistad de mi padre. Y rabioso, indignado, frustrado, hundí mi puño en la pared de la casa derrotada, una y otra vez, hasta que los nudillos me empezaron a sangrar.
Y en cada golpe, repetía entre dientes una frase ahogada en saliva: “¡Somos hermanos! ¡Somos hermanos! ¡Somos hermanos!”
Pero Belén tenía razón.
No éramos hermanos, éramos algo muy diferente.
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35. ¿Te acordas del cielo?
Alonso, vaya a saber uno por qué razón, se movió con una seguridad desconocida para nosotros, quizás por la atención del público o por la mirada de Mariana, que lo acompañaba en su súbito despliegue. Los padres de Alonso aplaudían, orgullosos de su hijo, como siempre. Tenían razones para hacerlo. Mientras intentaba seguir los pasos de mis compañeros, veía a Evangelina, que no bajaba la cabeza, cumpliendo su promesa. Dimos una vuelta mientras nos preparábamos para el zapateo. Ella se sacó de encima el fantasma de la incomodidad y la timidez y comenzó a zarandear con gracia y alegría. ¡Que linda que estaba! Después me contó que sus padres no la habían visto así de contenta desde que pudo tocar su primera canción en el piano. Yo trataba de zapatear con el mismo ritmo y velocidad que Emilio pero me contenté con no equivocarme. Estábamos saliendo bastante airosos de eso, cuando me percaté que aún no había visto a mis familiares y mientras trataba de bailar y buscarlos en las gradas al mismo tiempo, vi a Papá, a los Abuelos… y a Belén.
Belén.
Belén era mi hermana.
Yo era Bart Simpson escribiendo en las paredes de mi cráneo el dogma, la letanía, el mandato paterno, casi divino, que me separaba de ella.
Belén.
Belén era mi hermana, carajo.
Yo era un Bart Simpson enfermo.
Belén.
Belén.
Me enredé en mis propias piernas y caía de trompa al suelo ¿Vieron eso que dicen de ver tu vida pasar delante de tus ojos antes de morir? Bueno, al caerte bailando una chacarera delante de todo el colegio pasa algo parecido, pero en vez de ver tu vida, los demás pasan a verte por el resto de tu vida como un boludo.
Belén paso a ser “Que boludo”
Que boludo.
Que boludo.
El pibe amarillo escribía frenéticamente en el pizarrón imaginario.
“No quedar como un boludo enfrente de todos”
“No quedar como un boludo enfrente de todos”
Los chicos siguieron bailando y yo me incorporé como pude, frenando con un gesto a Evan que venía a auxiliarme.
— ¡Sigue, sigue! — le dije a Evan a los gritos y como pudimos, volvimos tras los pasos de los demás.
Por alguna razón, la gente empezó a aplaudir. A vitorear. ¡Clap, clap, clap! ¿A quién aplaudían? ¿A mí? ¿Al boludo que se cayó? ¡Sí, a mí! Los aplausos siguieron y volví a mirar a mi familia. Mis abuelos aplaudían, con una sonrisa enorme que también lucía Papá. Belén lo miró, aplaudiendo, sonrió y se sumó a los aplausos.
Miré al resto de mis compañeros en las gradas y hacían lo mismo. Hasta Axel y Hernán aplaudían, aunque el estúpido de Axel gritaba:
“¡Bien, boludo, bien! ¡Un aplauso para el pelotudo!”
Sí, siempre fuiste un pelotudo, Axel.
Así que aplaudían de onda. Y la cosa se animó bastante gracias a mi cagada. Si, si alguna vez me sentí un héroe fue por accidente.
Una última mirada, media vuelta sobre el mismo lugar y nos quedamos mirando el uno con el otro. Alonso se puso colorado, Mariana sonrió y Alonso se puso el doble de colorado. Emilio le guiño un ojo a Melina, que cerró los ojos con timidez. Con Evangelina nos sonreímos. Todo lo que podríamos habernos dicho, lo dijimos en el silencio.
El acto terminó después del agradecimiento de la directora y de nuevo, un aplauso y ya salida de la bandera patria de la que Alonso era abanderado.
Salimos con mis compañeros junto a la Señorita Micaela y nos recibieron los padres de cada uno, felicitándonos.
— Muy bien, Amadeo, hiciste como que no pasó nada — dijo el padre de Evangelina, Hector Hassan, el funebrero.
Lo miré y por un segundo pensé en que había sido el mismo hombre que había maquillado el cadáver de Mamá, el hombre que conocía el rincón más privado de nosotros, lo que yacía debajo del luto.
Pero Papá me rescató sin querer de mis cavilaciones, despeinándome y felicitando mi actitud de seguir adelante. Los Abuelos me abrazaron, siempre con palabras de aliento. Belén apareció desde atrás de Giovanni y con tono amable dijo:
— Muy bien, Amadeo — y cruzó miradas con mi padre. Remarcó levemente las comisuras con una sonrisa y se corrigió — muy bien, hermano.
Mi abuela la escuchó y se emocionó, mi abuelo me palmeó la espalda con cariño y yo traté de sonreír pero no pude, mostré los dientes como si estuviera sufriendo un ataque.
“Hermano”
Mi hermana: Belén
— Ella es Evangelina — dije para salir del momento — es mi amiga.
— Y yo soy Emilio, que tal — dijo Emi, dándole la mano a todos — a usted le doy un abrazo porque ya somos amigos — le dijo el chanta a mi abuelo.
Los padres se fueron. Nosotros volvimos al aula a buscar los útiles y Papá, mis abuelos y… y Belén me esperaron afuera del colegio. Le pregunté a Emilio si quería venir con nosotros y me dijo que iba a visitar a la abuela para contarle del acto. Saludé al resto de los chicos, incluyendo a Evangelina, a quien le di un timido beso en la mejilla.
Cuando estaba por cruzar el parque del colegio hacia la salida, escuché pasos agiles viniendo detrás de mí, me di vuelta y Evan me tomó del rostro con ambas manos para plantarme un beso tan fuerte que me hizo reclinar la cabeza. Sentí un calor en la boca que se extendió por el resto de mi cuerpo.
— Así, así está mejor — dijo Evan, que se limpió la saliva sobre su boca con cuidado, satisfecha.
Y se fue, supongo que ocultando su alegría, mientras mi evidente sonrisa abarcaba toda mi cara.
El abuelo me esperaba al lado de la puerta abierta del auto de Papá.
— ¿Todo listo, Señorito Díaz?
En el viaje de regreso a casa, con Belén, no nos miramos en ningún momento. Yo estaba perdido en otras tierras y ella esperó pacientemente para buscarme. Cuando volvimos a casa, cada uno subió a su habitación. Terminé de cambiarme y cuando crucé su puerta, descubrí que estaba abierta. No había música y ella estaba sentada en la cama, esperando que aparezca.
— Recién le estuve prestando mucha atención al cielo — me dijo. Fueron las primeras palabras que me dijo dentro de la casa.
— ¿Ah, sí? — me hice el desentendido.
— Si ¿Y sabes que descubrí? Que podés jugar al novio todo lo que quieras, pero el cielo solo es de nosotros dos.
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34. El prócer
Después de cinco días de ensayo, llegó el acto por el aniversario del 25 de mayo. Los padres, el alumnado, profesores y directivos, todos llenaron el gimnasio del instituto San Juan. Comenzaron con el himno nacional, una versión por Charly García. Más tarde, nos enteramos que fue una idea de Micaela que a la directora no le gustó nada y fue la única vez que sonó en un acto. En los próximos seguiría la grabación de toda la vida por una banda militar anónima que nos dormía a todos.
Ana, una de las profesoras, licenciada en historia, habló sobre la importancia de la revolución en la actualidad y la necesidad de mantener fuertes los valores de nuestros próceres para construir un frente latinoamericano en común y citó algún escritor que no recuerdo y seguro habló de la actualidad del país y se quejó por algo y la aplaudieron y listo, a ver a los nenes actuar que para eso vinieron todos, señora.
Primero, los chicos de primero y segundo grado, cantaron la marcha “Mi bandera” mientras nosotros, vestidos de gaucho, con facas, sombrero, botas, bombachas y chalecos, acompañábamos a las hermosas chinas con sus vestidos tradicionales y sus colitas atadas con cintas celeste y blanca, esperábamos nuestro turno para actuar.
“Aquí está la bandera idolatrada
La enseña que Belgrano nos legó…”
Con Emilio nos estábamos riendo de vaya uno a saber que pelotudez cuando Micaela vino y nos cagó a pedos.
— ¡Chicos! ¡Un poco más de respeto por Belgrano! — reprochó y siguió prestando atención a los nenes que estaban cantando.
— Respete a nuestro próceres, Zurloni — le dije a Emilio, haciéndome el policía — piense en Susvin que se sacrificó por nuestra patria.
— ¿Susvin? — Preguntó Emilio — ¿Quién carajo es Susvin?
— El de la canción: “Susvin culos rompió”
Emilio empezó a soltar una risa muy finita, seguida por una carcajada, doblándose sobre si mismo hasta que empezó a llorar y recibió una cagada a pedos de la señorita Micaela que ya se había calentado bastante, mientras se recitaban coplas y se leían composiciones sobre que significaba la patria. Los padres aplaudían con la misma intensidad para cada acto. Se veían los flashes de alguna cámara (Algunos ya andaban con cámaras digitales, la novedad) y se escuchaba algún gritito cuando una madre veía a su hijo en el centro del gimnasio, nuestro escenario improvisado. Y mientras se escuchaba un “¡Mira, Abuela, es el nene!” Emilio seguía riendo y Melina negaba con la cabeza, reprobándolo, mientras Alonso tenía los ojos clavados en Mariana y Evangelina miraba el piso, más nerviosa que hermética.
— Evan — le dije al oído.
— Deo — levantó la mirada, sonriendo, nerviosa.
La tomé de la mano y vi como sus nervios se iban desenredando de a poco.
— Mirame a los ojos — le dije y ella sostuvo la mirada por un ratito. Después miró al otro lado y se puso colorada.
— Bueno, algo es algo — dijo entrecortada.
— Todo va a salir bien — le dije y no la solté hasta que fue nuestro turno de actuar.
“Y ahora los alumnos de 7mo grado van a bailar una chacarera titulada “Chacarera de la Revolución”
Llegamos al centro del gimnasio y nos miramos entre nosotros. Todos igual de nerviosos, no importaba el nivel de confianza que nos tuviéramos. Excepto Emilio, que seguía riendo y sonriéndose para adentro luego de que descubriera la identidad del misterioso prócer.
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33. Melancolía de repartir sablazos
Los ensayos para el acto continuaron. El mundo no se detenía. La señorita Micaela nos felicitó a Evan y a mi por los progresos que habíamos logrado.
“Están mas sueltos” nos decía simpática mientras Emilio y Melina se reían por la espalda.
Parecía que a Melina también se le había escapado algo sobre Evangelina y yo, porque el idiota de Axel se empezaba a reír y a hacernos caritas cada vez que nos íbamos a ensayar. Hernán también arengaba esta boludez, pero lo de él era más por otra cosa: ya me había dicho Emilio que cada tanto lo enganchaba mirando embobado a Evangelina, pero nunca se animaría a admitir que estaba como loco por una de Las Invisibles. Yo sabía que los iba a tener que aguantar a ambos por unos días más y cuando terminara el acto y ellos se quedaran sin mierda para tirar desde lo alto de sus palmeras, se iban a olvidar de que existíamos. Mejor para Evan, mejor para mi, mejor para todos.
— Y si no se calma habría que calmarlo, un buen pinguipingui y listo — resolvía Emilio.
Pingui — Pingui era una forma de denominar el proceso de “Arruinarlo”, “Llenarle la cara de dedos” o “Cagarlo bien a bollos” y yo, que extrañaba los golpes a monstruos invisibles que me hinchaban el pecho de orgullo, estaba bastante ansioso de repartir sablazos. También me comía la culpa de haber usado mi fuerza solo contra un pobre pibe por razones totalmente erradas. Pero la idea de que alguien del colegio me viera golpeándolo o que Axel fuera tan cagón de ir a e a los padres que un chico que iba a bailar la danza del gaucho puto lo había trompeado, me frenaba bastante.
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32. La frase en el pizarrón
La noche después del accidente, el mundo, como (no) había pasado antes, no se detuvo, ni el cielo se cayó sobre nosotros, ni la tierra se abrió bajo nuestros pies. Los Biglione enterraron a los Brizuela y el tiempo siguió su curso. Durante el entierro, el primer entierro en mi vida, no me atreví a poner mis ojos sobre Belén. No sé si hubiera podido, las alas de mi Papá la cubrieron durante esos tiempos.
¿Es necesario decir que Belén no derramó una lagrima por sus padres? No digo que no sintiera su perdida, había un límite para la frialdad de Belén, pero su tristeza estaba reflejada en el encierro, creo que ahí fue cuando Belén hizo su duelo, lejos de la mirada de los demás, de los dolientes, de los que bebían el luto ajeno, esos que nos habían rodeado cuando despedimos a Mamá. El duelo de Belén solo fue juzgado por ella misma.
Yo ya había hecho un duelo, mucho tiempo atrás y me había dispuesto a continuar mi vida cueste lo que cueste.
Cuando volvimos del entierro, pedí permiso para irme un rato a lo de Emilio. Necesitaba desahogarme, contarle todo lo que había pasado. El no comprendía la gravedad de la situación, mitad porque aún estaba omnubilado por lo que había pasado con Melina, mitad porque no le había contado nada del año nuevo de 1999, mas allá de que el mundo tendría que haberse detenido y se olvidó de hacerlo.
— Pero… ¿Es copada la pibita? — preguntaba — ¿Cuántos años tiene?
— Tres años menos que yo — le dije — y no, no es copada.
— Bueno, 10 años, tan grave no puede ser.
— Eso es porque no la conoces. Esos años no te dicen nada, siempre parece que está un paso adelante de los demás — le dije.
— Como esos pibitos súper dotados.
— Como esos pibitos súper raros.
— Bueno, Fernando Bravo, tiene 10 años y me decís que se porta como un pibe de 20, obvio que va a ser medio extraterrestre.
— Y… un poco alien es, tiene unos ojos raros.
— Bueno — tiró — no le mires mucho los ojos ahora que es tu hermana.
Me quedé callado, entre comiéndome las ganas de mandarlo a la mierda o darle la razón.
Yo era como Bart Simpson.
Yo era como el pizarrón lleno de frases de Bart Simpson, repetidas una y otra vez.
Pero no podía dejar que ese beso marcara mi futuro ¡Quería que la vida me sorprendiera! ¡Quería que la vida me maravillara! Belén iba a estar en casa hasta que ambos creciéramos, hasta que abandonáramos el nido, todavía silencioso, en busca de nuestras propias vidas. No iba a dejar que un beso me condenara.
La frase en el pizarrón se repetía una y otra vez: Belén era mi hermana.
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31. El dogma de Belén
Hacía una semana que según la reconstrucción de los hechos que establecieron los peritos de la policía científica, Máximo Brizuela se subió a su auto junto a su esposa Gabriela, que llevaba en brazos a Titán, el Bichón Frisé de su hija. Belén se quedó en casa de una amiga de la madre, estaba ahí desde la tarde y se iba a quedar a dormir hasta el otro día.
Los testigos afirman que los Brizuela discutieron intensamente, que se escucharon portazos, golpes contra la pared y platos rotos. Según los vecinos, solían discutir pero nunca a ese nivel. Yo recordaba haberlos visto esa noche de año nuevo, Gabriela tirada en el pasto del Jardín Abuelo, abatida, hecha un trapo de piso sobre la tierra caliente y a Máximo convertido en una cosa monstruosa, furiosa e histérica. Si esas eran las discusiones usuales, esa noche se transformaron en una abominación. Una abominación mucho antes de que todo lo otro suceda.
Recorrieron tres kilómetros a una velocidad considerable, pero no fue la velocidad la culpable. Si el nivel de tensión que había en la casa se trasladó al auto, es comprensible que Máximo no viera el camión que venía de frente. El volantazo arrojó el auto fuera del camino, por una bajada en dirección al árbol que puso fin a la vida del matrimonio y su mascota.
Papá se enteró al instante. Tenía amigos en la policía y esos amigos conocían a Máximo. La llamada fue inmediata e inmediata fue su llegada. Era un cuadro monstruoso. Máximo Brizuela tenía el volante hundido en el pecho. Las costillas se habían colapsado hacía adentro, perforando gravemente los pulmones como una mandíbula bestial. Murió en cuestión de segundos, pero fueron los segundos más dolorosos que vivió en este mundo. Gabriela salió despedida por el parabrisas como una catapulta. Su cuerpo estaba lleno de magulladuras, laceraciones, los huesos totalmente rotos en el impacto. Sus dos brazos quebrados intentando cubrirse inútilmente del golpe fatal. Una pierna completamente torcida. La muerte había sido instantánea pero absolutamente cruel y grotesca. Junto a ella había quedado Titán, que sobrevivió al impacto pero solo a duras penas. No podían moverlo sin que aullara lastimosamente y tuvieron que sacrificarlo.
Cuando fui mucho más grande, el Abuelo me contó que apenas llegó Papá a la escena del accidente, intentó abalanzarse sobre los cuerpos de sus amigos pero fue detenido por un policía al que bajó de un trompazo. Cuando el milico se la quiso devolver, el milico le pegó un grito y ambos se calmaron. Papá estuvo llorando en su patrullero hasta que se tranquilizó y el comisario lo dejó acercarse a los cuerpos luego del peritaje. Se quedó una hora ahí, en silencio y fue a buscar a Belén a la casa de la amiga de Gabriela.
No conozco los pormenores de la adopción pero se los detalles que me contó el Abuelo, sumado a los que mucho más tarde reveló Belén. Papá no hablaba sobre eso, parecía que su deseo era hacerme creer que a Belén la habían traído los Reyes Magos o que estaba en casa desde siempre. Nada más lejos de la realidad, la casa sabía que Belén era una extranjera.
Sus abuelos, de los que me había hablado aquella noche, eran sus “abuelos” Un matrimonio de ancianos que habían tomado cariño por ella y a veces la cuidaban. Los padres de Máximo y Gabriela habían muerto hacía mucho ya.
El primero era hijo único y Gabriela tenía una hermana viviendo en Bogotá, de la que Belén sabía poco y nada y otra viviendo en un hospital psiquiátrico. No, no hubo mucha resistencia a que Belén viva con nosotros, mucho menos de parte de ella, que no sólo admiraba a Papá sino que a veces parecía querer convertirse en él.
Los Brizuela murieron en mayo del 2001. El mismo mes que Belén vino a vivir con nosotros. Ocupó la habitación del Abuelo donde remodelaron y reubicaron todos sus muebles y pertenencias.
Los primeros días de Belén entre nosotros fueron difíciles. Una vez que mudamos sus cosas, permaneció encerrada durante varios días donde sólo salía para ir al baño. Almorzaba en la habitación, merendaba ahí y cenaba entre sus cuatro paredes.
La casa silenciosa murió como tal en 2001 porque la habitación de Belén escupía música todo el tiempo y ella, extranjera a esta casa y a la gente en general, de cierta forma, era similar a mi, porque todos los discos que tenía los había heredado de su madre y se pasaba los días enteros escuchándolos. Tenía una cantidad numerosa de cd’s, la mayoría de rock internacional y pasar por su pieza era escuchar nada más que el equipo de música tocando canciones en inglés de los 80’s y los 90’s. No sonaban las Spice Girls porque era lo que ella escuchaba y ahora, bien lo sabía yo, tenía que beber el recuerdo musical de los que ya no estaban. Entonces uno escuchaba del otro lado de la puerta al Jefe cantando:
“You can’t start a fire, you can’t start a fire without a spark
This gun’s for hire even if we’re just dancing in the dark”
Solo bajaba el volumen cuando Papá, único valiente dispuesto a atravesar la bruma entre Belén y el mundo, se internaba en esa tierra hostil. Y podían pasar varias horas ahí, charlando, camuflados por las canciones de Genesis, Inxs, de Scorpions o The Human League. A veces recordaba el dolor por el que debería estar pasando Belén y como lo mitigaba con discos y soledad, pero escuchaba que de fondo sonaba “The Safety Dance”, aquella ridícula canción de MenWithoutHats y recordaba lo extraña y absurda que podía ser esta vida.
Papá pasaba largos ratos con Belén, a veces con la puerta abierta, a veces encerrados. Durante un tiempo creí que no saldría nunca de esa habitación. Mis abuelos también se habían sentado a hablar con ella, mi Tía Esther, hasta Nancy, la novia del Tío Roberto, que la veía poco así que nunca le dije Tía, ella duró poco adentro de la habitación pero también tuvo su Tiempo-Belén.
Yo me rehusaba a cruzarla. Papá pensaba que eran los celos típicos de alguien a quien le han usurpado su lugar bajo el ala de sus padres. Pero Papá no me conocía para nada y poco me importaba que lo haga. A pesar de la presencia de Belén, las horas que pasaba en la casa no las pasaba conmigo más que viéndome como un anexo a la nueva vida que parecía haberse planteado. Algo que ya venía con la casa. Parecía que recién se había mudado o bien regresado a un lugar del que había estado ausente desde hacía mucho más que la muerte de Mamá.
Papá no me conocía. Nunca se había molestado en hacerlo. Por eso jamás hubiese intuido lo que había pasado en Año Nuevo.
Ese beso era el que me provocaba rechazo por Belén. No eran celos, no era saber que mi propio padre no pasó conmigo ni la mitad del tiempo que pasó con Belén cuando Mamá se fue de nuestras vidas. Rechazaba el mandato paterno de que esa chica, de ahora en más, iba a ser mi hermana. No podía verla con los mismos ojos de antes sin sentir la temible idea de que me iba a tirar adentro de un internado para depravados o algo aún peor. Incluso sentía la sombra del dios terrorífico del que cantaban en la iglesia, acusándome con sus lenguas de fuego, sentenciándome al más vergonzoso de los infiernos.
Belén era mi hermana.
Belén era mi hermana.
Lo escribía todos los días en las paredes de mi cerebro como si fuera el pizarrón de Bart Simpson al comienzo de cada capítulo. Belén era mi hermana, era un mandato paterno, era un mandato divino, era un hecho innegable, algo escrito en piedra, como los mandamientos. Como los dogmas.
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30. Algo invade el silencio
El sol comenzaba a ocultarse y Emilio me obligó a que llamara al Abuelo para avisarle donde estaba.
— ¡Amigo! —exclamó exagerado — ¿No te deshidrataste? — me rodeó con un brazo, todavía le duraba la excitación de hace un rato — ¡Mirá si le tenía que decir al abuelo que te habíamos internado por falta de saliva!
— ¿Y vos? — le dije, fingiendo indignarme — ¿No eras vos el que estaba a puro lengüetazo por quince minutos?
— ¡Maaaaal! —gritó y me dio una palmada bien fuerte en la espalda — ¡Parecía una pulseada…
— …china! — completé y nos cagamos de risa por un buen rato.
Nos reímos y nos tiramos dos o tres piñas entre carcajada y carcajada. Esa necesidad masculina de teñir todo momento de intimidad con violencia, como si la comunión de pensamiento, de sentir exactamente lo mismo nos hiciera sentir menos hombres. Pero era una violencia infantil y tierna y a pesar de que cualquiera que nos viera de afuera pensara que éramos dos pelotudos, estábamos conectados por una complicidad que fue creciendo con el paso del tiempo y las risas y las piñas.
— Yo… — dijo agitado y se inmutó por un momento. Su arrojo y despreocupación se disolvieron por un instante y pareció superado por la situación —…yo nunca pensé que mi primer beso iba a ser así.
¿Quién lo hubiera pensado, no? El que parecía más osado de nosotros era tal vez el más inocente ¿Pero se perdía la inocencia por un beso? Volví a mi beso, al primer beso, allá en el jardín, en el mundo que se ocultaba entre los árboles, con esa criatura que extendía sus tentáculos y los metía por mis oídos hasta llegar a mi cerebro, depositando algo ahí que me acechaba y no podía identificar. La semilla de algo que me terminaría cambiando para siempre. No, el acto de besar no te robaba la inocencia. El sexo tampoco. Siempre es alguien. El primero, el segundo, el último, siempre hay alguien que te roba la inocencia, que te roba todo. Siempre hay un ladrón.
Pero en aquel momento no parecía tan grave, aún estaba perdido en Evangelina y las posibilidades frente a los pies de alguien que todavía no había ni un paso.
Y así, caminamos con Emilio en dirección contraria a las chicas, cruzando enfrente al Instituto, ya desierto donde solo quedaba un preceptor o un portero y seguimos hacia el barrio, ya de noche, a través de las calles iluminadas del barrio de la escuela, luego por una de las avenidas principales y el centro de la ciudad. Compramos dos Coca Colas y continuamos hablando, con toda la excitación encima, de Melina y Evangelina. “Meli” le decía Emilio, lo había sorprendido. Quería una excusa para dejarme solo con Eva y sin embargo, se terminó abalanzando sobre él, interpretando que el negro había decidido expresar lo que ambos sentían. “Si, a mí me pasa lo mismo” dijo Melina sin que el dijera nada.
Pero evidentemente a Emilio algo le pasaba y sea a través de telepatía, intuición o un tipo demasiado evidente enfrente suyo, Melina había hecho, según se lo decía el resultado, la apuesta correcta. El negro me preguntó cómo habíamos terminado así con Eva.
— Pero ustedes no se habían tirado ningún palo ¿No? — preguntó.
— Si lo hicimos nunca me di cuenta. Fui a hablarle para ver como podíamos corregir lo de las vueltas en el baile, para que deje de tener vergüenza cuando bailáramos y…
— ¡Y PUM! — dijo, golpeando su palma contra un puño cerrado.
— Y pum — respondí, asintiendo con la cabeza — como si… no sé, tuviera la llave a una puerta que no sabía que existía.
— ¡Buena, María Marta, que poeta! ¡Quedaste del todo!
Quedé del todo, aturdido, embobado, alunado, eso y mucho más. Estaba intrigado en lo que aparecía frente a mí, con qué cosas me sorprendería la vida si seguía hurgando en el misterio de Evangelina.
Quizás el silencio de mi casa comenzara a menguar y las sombras que vivían a nuestro alrededor y adentro mío pudieran ceder ante la inesperada estructura del futuro. Quizás el futuro echara luz sobre esa penumbra, quizás el silencio se detuviera.
… pero dejé de pensar en todo eso, de buscar una respuesta en el futuro, porque las luces de unos patrulleros iluminaban la entrada de mi casa. Los rostros de los lobos que custodiaban el portón, bañadas de azul y el rojo policial. Dos autos de servicio estacionados en el sendero que llevaba a casa junto a los coches de Papá y el Abuelo.
Corrí, dejando atrás a Emilio, que quedó paralizado en la esquina. Corrí a través del sendero oscuro donde Papá pasaba sus momentos de soledad fumando entre tinieblas. Corrí por el mismo sendero donde mi Abuelo me prometió que nadie me iba a dejar solo. Corrí, sabiendo que además del silencio me esperaba la tragedia.
“El Abuelo no” pensaba “Por favor, el Abuelo no” y en algún lugar del universo alguien respiró aliviado y vi al Abuelo parado en la entrada de la casa, pipa en mano, hablando con un policía. Se sobresaltó al verme corriendo y se interpuso entre la casa silenciosa y yo, tratando de atajarme. Lo tomé de ambos brazos, desesperado.
— ¡Abuelo! —grité— ¿Estás bien?
— Tranquilo, Deo — me dijo — no me pasó nada — me calmaba ante la mirada fría de un oficial entrado en años.
— ¿Qué pasó, Abuelo? —pregunté y recordé al hombre de las luciérnagas de fuego — ¿Papá está bien?
— Estamos bien todos, no nos pasó nada — se detuvo y miró al piso para regresar la vista hacia mí —… pero pasó algo.
Me tomó de la mano y entramos juntos a la casa sin decir una palabra. La casa, tan silenciosa como antes, tan acogedora en sus fantasmas, su quietud y mi soledad, ahora parecía ajena y amenazadora. Y no era yo el que había cambiado… era ella. Era su espíritu, su atmósfera, el aire que parecía respirar desde su infinito misterio. La casa seguía siendo silenciosa… pero era otro silencio.
Llegamos al comedor y encontramos a una oficial parada al lado del sillón más grande donde estaba sentado mi Papá y sobre su regazo, con la cabeza apoyada en las piernas y los ojos abiertos de par en par mirando la nada, estaba Belén Brizuela.
Me acerqué con la cautela del que se sabe en la cueva de un oso. Alrededor de mi Papá y Belén, el aire se fracturaba y algo te expulsaba, una sensación de peligro y miedo.
Belén levantó la cabeza y Papá reparó en mí, parecía apesadumbrado pero sumamente tranquilo, como alguien que ha aceptado la peor de las derrotas, sedado por la frustración.
— Amadeo — me dijo —vení, sentate al lado nuestro.
Belén se incorporó y se sentó sobre una de las piernas de Papá, mirándome fijamente. Ella era la mitad de la chica detrás del muro de hielo y aquella que había besado hace tanto tiempo ya. Pero sus ojos, ese portal terrible de donde salían cosas que me atravesaban el alma, seguían teniendo el mismo efecto en mí que antes. Parecía que al estar cerca suyo, todo lo que me había sucedido hasta ahora había sido una excusa, algo secundario, tiempo perdido, vacío y sin substancia. Mi tiempo solo era tiempo cuando estaba con ella.
— Pasó algo… algo terrible, Amadeo… Belén va a venir a vivir con nosotros — dijo entrecortado, mientras mi mundo ya no se detenía, sino que comenzaba a derrumbarse sobre mí — de ahora en más, nosotros vamos a tratar de ser… no, tratar no… nosotros vamos a ser una familia — me miró a los ojos y pude sentir la lanza atravesándome el pecho y extendiendo una mano hacia mí, sentenció —vení, dale un beso a Belén. Desde ahora tienen que empezar a estar juntos como hermanos.
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29. Las máquinas perfectas
No era una boca a la que me acercaba como un intruso. Era una boca que me recibía gustosamente, que me ansiaba y yo ansiaba al mismo tiempo. A quien veía como un extraño androide ajeno a los humanos ahora me extendía una mano diciendo que éramos similares. Ansiaba su conocimiento, esas verdades que decía con tanta tranquilidad, sin saber que por un instante, me había rescatado de mí mismo. La sombra de Evangelina Hassan me envolvía como un perfume de otra tierra, ese mundo donde el dolor había madurado, cosechado entre los cerámicos negros de una funeraria. Su mundo de lágrimas y tacitas de café y maquillaje para los muertos y silencio. Un silencio que no era el mismo que el silencio de mi casa. Un silencio que no llevaba el peso de mis fantasmas.
La lengua de Evangelina acarició la mía y la presionó como hacíamos con los dedos cuando jugábamos a la pulseada china.
Cocido, cocido, cocido.
Sus manos se deslizaron con gracia hacia mi nuca, entrelazándose y me sometí arqueándome contra un paredón. Se apoyó contra mí y fui yo el que entrelacé mis manos en su cintura.
Conocí a alguien que me dijo una vez que dos cuerpos que se deseaban tenían el poder de convertirse en una máquina perfecta. Si lo hubiera sabido en ese entonces, tendría una forma de poder describir lo que sentí esa tarde.
Dos cuerpos que se desean pueden construir una maquina con la que las viejas revistas de Mecánica Popular en mi galpón solo podían soñar. Una pieza de ingeniería de apariencia simple que a través de una serie de procesos complejos, presuntamente invisibles para el ojo humano, convertía un montón de químicos en la insuperable sensación de estar en paz con el mundo, de vivir en caos con el universo, de tener todas las respuestas, de ser un imbécil, del paraíso del que cantan en el góspel, del infierno asfixiante del blues, de extenderte infinitamente hasta el límite del universo y de retrotraerte hasta convertirte en el organismo microscópico más tímido jamás creado. Era sentirte vivo hasta que te doliera. Existir, finalmente, todo el tiempo.
En medio de un beso, el tiempo se comprime, se alarga, se ensancha y retuerce, vuelve sobre sus propios pasos y da zancadas a años luz de donde estaba por primera vez. En medio de un beso, el tiempo se intoxica, se pierde, se desespera y cuando vuelve en sí, aparece todo despeinado, con cara de trasnochado, te toca el hombro y te dice “Wow”. Solo “Wow”. El mejor viaje de tu vida.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, extraviados en los engranajes de esa máquina orgánica, cuando escuché un grito familiar y lo próximo que vi fue a Emilio y Melina parados enfrente nuestro. Quizás haya procesos más extensos que otros. Alguien soltó una risita nerviosa pero nadie dijo nada más. Nos miramos, se miraron, sin la noción de que las cosas no volverían a ser iguales, porque aún atrapados en las fauces voraces de nuestra temprana adolescencia, cercenados por sus trampas químicas y sus sentimientos potenciados, creíamos que todo seguiría igual y que el tiempo permanecería confundido como en la realidad de un beso, como en el corazón de las construcciones ominosas que forjábamos con el tímido calor de nuestros cuerpos.
Emilio y Melina intercambiaron alguna simpatía más y con Eva solo nos transmitimos más silencio, un silencio narcotizado aún por esa máquina perfecta que formaban aquellos que se deseaban
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28. La hija del funebrero
Esa tarde ensayamos en el colegio con la profe de baile. Clap, clap, clap, Micaela decía que habíamos mejorado mucho. Bueno, que Emilio bailaba muy bien desde la primera vez, que Mariana, nuestra “líder” espiritual cuando faltaba la profesora, lo seguía muy de cerca, que Melina había mejorado mucho y que Alonso había alcanzado un nivel bastante aceptable. El problema éramos Evangelina y yo y la causa del problema, era eso mismo, Evangelina… y yo.
Según Emilio, a Evangelina le pasaba “algo” conmigo y esa era la razón de nuestros problemas, de que no me miraba a la cara ¿Le gustaba? No lo sabía. El asunto era que al no mirarme se confundía y eso hacía que yo también me confundiera. Entonces, la profe se resentía en silencio y daba tres golpecitos para llamarnos la atención.
A mí no me gustaba fallar. No era por cuestión de orgullo y mucho menos por perfeccionista, sino porque no soportaba tener la atención de alguien encima, especialmente de alguien que me estuviera corrigiendo. Te analizaban de pies a cabeza y sacaban conclusiones por cada cosa que hacías y dejabas de hacer. Y ese tipo de atención me hacía calentar. De la mala calentura. Si Evangelina no superaba lo que sea que le pasaba conmigo, tenía miedo de que me tocaran el nervio que evitaba exponer demasiado.
Luego, ya había llamado por teléfono a Papá desde el público que había en el kiosco de la escuela, para avisarle que me iba a merendar de Emilio. Era mentira, él me dijo que llamara al Abuelo porque estaba muy ocupado y no me podía pasar a buscar. Probablemente, eso fuera mentira también, pero a mí ya ni me molestaba. Llamé al Abuelo y le pedí que no fuera al colegio, que iba a lo de Emi. Hizo un ruido gutural como si asintiera y me pidió hablar con él.
Emilio tomó el teléfono extrañado cuando le dije que mi abuelo quería hablarle.
— ¿Conmigo? — preguntó.
— “Pasame con el negro chanta” — le respondí — ¿Cuántos ves por acá?
“¿Hola?” comenzó a hablar. No podía escuchar la voz del viejo del otro lado, pero Emilio asentía y soltaba alguna risita cómplice.
— Si, es petisa… ¿Ah, sí? ¿Usted también? — y reía mientras me miraba con los ojos achinados — no, no se haga problema ¡Quédese tranquilo que yo lo cuido!
Colgó el teléfono y me miró con su evidente cara de chanta.
—Quedate tranquilo que estas cubierto.
— “¿Cubierto?” ¿Qué fue eso de la petisa?
— ¡Que vago que era tu abuelo de chico! — respondió mientras nos alejábamos del kiosco.
No entendí nada. Cuando salimos del colegio y encaramos hacia donde se iban Melina y Evangelina, esquivando padres y compañeros, Axel nos salió al cruce con Hernán y el boludo de Martín Blanche.
— Ay, los novios se van juntos — se burló — ¿Van a ensayar el bailecito maricón?
— Si, tendrías que ver como el maricón de Alonso se le está arrimando a Mariana, amigo, te encantaría.
Nos fuimos y llegué a ver como Axel mascaba la bronca ante la idea de que Alonso, “El Cara de Ojete” le estuviera soplando a la chica que tanto le gustaba. Después de una cuadra, vimos a las chicas que iban a paso ligero-ligero hacia la parada del colectivo.
— ¡Eh, chicas! — gritó Emilio y se dieron vuelta, mientras él agitaba el brazo. Melina pareció decirle algo a Evangelina que sonrió por lo bajo.
— ¿Te quedaste con ganas de bailar, Emilio? — preguntó Melina, con el sol de la tarde refractándose en sus anteojos de aumento.
— No sé ¿Vos? — le retrucó Emilio, sin decir nada y diciéndolo todo.
— Yo tengo ganas de llegar a casa y sacarme esta mochila — dijo Evangelina, con la cabeza gacha y ambos la miraron, no era frecuente escucharla hablar.
— Yo te puedo acompañar — respondí — y las miradas de ambas chicas se centraron en mi — digo, parece que ellos tienen para rato.
— Vení — le dijo Melina a su amiga, apartándola a un costado donde no podíamos escucharlas.
Melina hacía gestos como si estuviera explicándole algo y Evangelina adoptó su clásica postura de asentir mirando el suelo mientras los autos y los colectivos pasaban a nuestra derecha.
Emilio me apoyó una mano en el hombro mientras yo las miraba atentamente, como estudiándolas y me dijo al oído con malicia:
— Cocinadísimo.
Melina volvió y Evangelina se quedó en su lugar con la mochila al hombro. Me miraba atentamente por primera vez desde aquel día en la casa velatoria. En sus ojos no vi un océano donde perderme sino otra cosa, algo indescriptible o un conjunto de cosas inexplicables pero que traían calma y tranquilidad. ¿Qué era eso? ¿De dónde venía? Ojos de androide, de foso profundo, abismo insondable, una garganta sin fin en un mar negro. Su silencio, su incomodidad y la sensación de que había algo entre los dos que nos separaba, se hizo a un lado un segundo, así que giré hacia ella y la seguí sin decir una sola palabra. Era la segunda vez que seguía ciegamente a una chica.
Les sacamos casi media cuadra de distancia y luego fuimos a marcha lenta, como esperando por algo.
— Es la primera vez que me levantas la mirada —dije finalmente, como un reproche.
— No me llevo bien con los chicos — respondió, sin mirarme.
— Pero conmigo vas a tener que hacerlo, por lo menos hasta el día del acto.
— Me parece una boludez todo esto del baile.
— Que boquita — reí para romper el hielo — te recordaba más educada.
— Eso es cuando estoy trabajando — aclaró, todavía sin mirarme — que sea educada no quita que esto sea una boludez ¿A vos te gusta?
— No, pero lo hago para hacer calentar a Axel. Tampoco me quejo, igual ¿Vos por qué lo haces?
— Porque Melina fue la primera que me habló cuando entré. Pensé que nadie iba a hacerlo. No me va muy bien con la gente.
Se me escapó una sonrisa.
— A mí tampoco me va bien con la gente — le dije.
Pero ella no captó la simpatía, es más, me miró confundida.
— Que raro, la gente como vos siempre necesita de otro para sentirse superior.
Eso había sido gratuito. También era la primera vez que alguien me malinterpretaba por completo. Una sensación asquerosa me subió por la garganta y no pude decir nada más profundo que:
— Cualquiera.
“Cualquiera” no era la palabra que definía mi sensación. Estaba inmensamente ofendido, de repente, como si me hubieran dicho algo horrendo como un monstruo, privado como un detective y lacerante como una Gillette ¿Era porque me vinculaba con esos amigos que ya no quería volver a tener cerca? ¿Podía ver algo en mí que me era imposible a mí mismo? Trataba de no pensar en Belén pero ahora se repetía, los ojos que me atravesaban y leían. Emilio había hecho lo mismo ¿Era eso lo que se veía adentro mío?
— Yo no soy así — me justifiqué.
Dimos unos pasos más y recién cuando pude descifrar mi silencio, me corregí.
— Ya no soy así.
Seguimos caminando y la vi barajando diferentes cosas para decirme. Cuando terminó de examinar sus opciones, eligió la sutileza de un martillo.
— Eso no te va a disculpar por lo de mi primo.
¿El primo? Me frente y siguió caminando hasta que se dio cuenta que me había quedado en medio de la vereda.
— Vos sos prima de Maxi Fernández — concluí. Ahora todo empezaba a tener más sentido.
— Si me cuesta mirar a los demás a los ojos, imagínate mirar al que le pegó y humilló a mi primo.
El rostro lastimoso de Maxi, al que había olvidado hace tiempo, regresó a mi como si fuera una foto ampliada. Sus mofletes rojizos y su frente inmensa y siempre sudorosa. Junto a su cara desdichada podía escucharme claramente mientras parecía oler la pizza que había desayunado saliendo de su boca quejosa y grasienta. Me escuchaba gritándole, amenazándolo “Si te movés, la próxima va a los dientes” ¿Le hubiera roto toda la boca de una patada? ¿Hubiera sido capaz? Me acordaba de sentirme justificado, que cada golpe había sido excusado por el dolor que venía cosechando hacía rato. Impulsados por la soledad y el silencio, tan dulce como abrumador.
Ahora era yo el que adoptaba la posición usual de Evangelina Hassan, agachando la cabeza, avergonzado. Me había olvidado de Maxi, que no era culpable de nada más que estar en el lugar equivocado con gente de mierda. Y esa gente éramos Axel, Hernán, el imbécil de Martin Blanche y yo. El Status Quo. A Axel le encantaba su lugar arriba de la palmera y se mantenía ahí echando mierda sobre los demás. Y cada burla, cada mentira, cada humillación que escupía sobre los demás, lo mantenía allá arriba, lejos de su propia mierda, porque tenía mierda escondida como todos, algo que lo hiciera ver tan imperfecto, tan débil, tan común, tan humano como el resto de nosotros. Pero hasta que alguien la descubriera iba a pasar mucho tiempo. Iba a seguir ejerciendo ese poder infantil y cruel.
— Esa noche le pegó una paliza por no defenderse. Por no cuidar el uniforme que tanto le había costado — dijo Evangelina — “Para que aprenda el valor de las cosas” le dijo a mi Papá. Nunca me voy a olvidar de eso — terminó.
Yo tenía la cara paralizada, la boca era de piedra y no la podía mover. Cuando finalmente lo logré, pronuncie las palabras que hilaban una pregunta que nunca había podido responder.
— ¿Por qué nadie hizo nada? ¿Por qué no nos suspendieron? ¿Por qué no nos echaron del colegio?
Eva me dedicó una sonrisa triste y austera.
— Porque nunca los nombró a ustedes. Nunca dijo quien le había pegado. Solo rogó y rogó porque lo cambiáramos de escuela. Los padres sospecharon que eran los mismos que lo habían cargado en el colegio, pero si él no decía nada, no podían ir a la escuela. Así de fácil les salió, Amadeo.
Me frené y no pude seguir caminando. No pude mirarla a los ojos.
— No hace falta que me hagas acordar lo sorete que fui. Ya no me junto con ellos. Ya no soy así.
— Puede ser. Yo no creo que la gente cambie, pero a veces fingen ser personas que no son ¿Ese fue el que le pegó a mi primo? ¿Un vos que no eras vos?
Me quedé mirándola absorto ¿Quién habla así? ¿Quién se interesa tanto por navegar las oscurísimas aguas de aquel que no conoce? ¿Quién es tan humano? ¿Quién está tan loco?
— Me acuerdo de vos, Amadeo — dijo y me sorprendí — tenemos velorios casi todos los días pero son pocos los nenes que se quedan toda la noche.
— Vos también eras chica — le dije — yo también me acuerdo.
— Pero para mí, la muerte es algo muy común, una tradición familiar. Papá nos familiarizó con ella desde muy chicas, para algunos es un horror, pero es la única vida que conozco — dijo con mucha naturalidad.
— La primera vez que te vi pensé que eras un androide. Caminabas con una frialdad mientras todos estaban llorando, vos con tu bandejita de café. Me acuerdo que te miré a los ojos y pensé que… que me hundía.
— Eso me parece bastante romántico. Hundirse en alguien.
— De verdad te lo digo, caminabas como si no hubiera nadie ahí. ¿Cómo se pueden dedicar a eso?
— Amadeo, ¿Qué pasaría si no estuviéramos? ¿Quién se encargaría de todo eso? ¿La familia que esta apenada, hecha pedazos? ¿Haciendo tramites entre lágrimas y mocos? ¿Alguna vez pensaste en el que viste a un muerto, el que lo maquilla y lo vuelve presentable? Nosotros le devolvemos la dignidad.
Me quedé callado y asentí con la cabeza.
— Tenés razón. Pero yo no me puedo familiarizar con la muerte así.
— Tu Mamá se fue y no va a volver más — dijo sorpresivamente, sin perder una nota de tranquilidad. Yo la miré extrañado ¿Me estaba atacando? ¿Seguía vengándose por el primo? ¿Era necesario mencionar a Mamá? Me escapé de esos pensamientos cuando sentí su mano tomándome de un brazo y apretando suavemente — vos seguís acá, Amadeo y seguro que vas a estar acá por mucho tiempo — dijo
— ¿Y eso que tiene que ver? — pregunté por lo bajo, con la voz temblorosa.
— Mi abuelo me dijo una vez que los fantasmas son demasiado pesados para los hombros de la gente. No quiero que te jorobes — dijo y me sonrió, con sus labios finos, abandonando la solemnidad robótica que creí haber visto antes, mostrando sus dientes perfectos y sus encías rosas, relucientes — además, sos lindo — dijo y sentí mi piel adquiriendo el mismo color que sus encías — no te juntes más con esos tarados, Amadeo — y luego hizo una pausa, como quien estudia los riesgos de una apuesta y concluyó —sos más lindo cuando haces las cosas para caerles mal.
Me sonreí, me sentía lejos de casa, de esa casa inmensa y callada, llena de fantasmas. Nunca me había dado cuenta del peso que sentía en el cuerpo. El peso de mis padres, el de querer encajar, el de estar solo, el peso de la ausencia de Belén que había aparecido solo para llevarse un pedazo de mí y no volver jamás.
— Bueno, parece que Melina también piensa que su compañero de baile es lindo — dijo Eva y me di vuelta para encontrar a Emilio y Melina fundidos en un abrazo, metiéndose lengua como si ninguno de nosotros, el resto de los seres humanos, estuviéramos ahí.
“Cocinadísimo” pensé. Claro que sí. Y yo también estaba cocido. Listo. En paz.
— ¿Ahora si vamos a poder mirarnos a la cara? —le pregunté — no quiero escuchar de nuevo a la Señorita Micaela diciéndome como tengo que hacer las cosas.
La tímida pero honesta sonrisa de Evangelina Hassan, un rostro oculto bajo un rostro, la magia imposible de repetir de dos chicos de catorce años. Cocido, cocido.
— ¿Para eso querías hablarme, no? ¿Por qué me equivoco en los giros? Quedate tranquilo, no te voy a hacer quedar mal enfrente de todos — me dijo y de pronto volvieron los ojos de androide, de abismo. Y quizás había sido así desde el principio, pero ya no estaba pisando el mismo suelo que antes. No. Bajo la tierra, los temblores del volcán, cada vez más inmenso e intimidante, sacudían el mundo y de las grietas surgían, reptando desde el núcleo mismo, nuevos apetitos, nuevas ansias, sensaciones que nunca había experimentado. Cocido, cocido, cocido.
Di un paso adelante y le rocé el rostro con cariño. Un hoyuelo se formó sobre su mejilla sonriendo con toda la cara mientras cerraba los ojos, conociendo el futuro inmediato, aquel en el que ambos nos perderíamos en la misma ausencia en la que se habían extraviado nuestros amigos. Y así, nos hundimos.
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27. Los mantenidos
Emilio vivía frente al río, en una casita al fondo de un pasillo, atrás de la casa de dos viejos que tenían muchas figuras de santos y velas prendidas. Tenía un patio grande por donde corría el fresquito que traía el agua y que llevaba a una pieza chiquita que hacía de cocina, comedor. Una piecita sin puerta hacía de quincho, donde guardaban el lavarropas y cosas en desuso y otra puerta, también sobre el patio, que llevaba a la pieza grande, la habitación donde Emilio, su hermanito Nahuel y el padre, el único tipo que vi en mi vida que se llamara Argentino, pasaban la mayor parte del tiempo.
Esa pieza era la casa entera, porque los chicos comían en la cama, miraban tele, jugaban a los jueguitos, dibujaban y pasaban sus mañanas, tardes y noches. Era una casa chiquita, muy austera, sin embargo no parecía molestarles, es más, ni siquiera se daban cuenta de ello. Esa noche que lo llevamos con el Abuelo, Emilio me invitó a comer al otro día para ir juntos a la escuela. Llegué antes de que tuviera la comida lista. Abrí la reja media venida debajo de la entrada y escuché un tango que es escapaba por una ventana abierta en la casa de los viejos, un tango recurrente que aprendí de pasar tantas veces por ahí.
“Besos brujos…
Yo no quiero que mi boca maldecida
Traiga más desesperanzas
En mi alma… en mi vida”
Pero ese mediodía, otra música tapaba la de los viejos, porque Emilio escuchaba música fuerte… pero FUERTE, eh. Era un estruendo ensordecedor que venía de atrás como un monstruo. Timbre no había y si hubiera habido no lo hubiera escuchado y si pensabas aplaudir para ver si estaba, olvídate. La única que te quedaba era mandarte, meterte como un intruso, sumergirte en el estruendo. Y ahí no había tango ni tampoco bolero, sino un disco de Limp Bizkit, el “Significant Other” y un beat hiphopero con el sello oriental del Wu-Tang Clan, donde Fred Durst y MethodMan cantaban “N 2 GetherNow” y los bajos retumbaban contra el techo de chapa de la vieja Sara. Y mientras tanto:
“Murder is tremendous
Crime is endless
Same shit different day
Father forgive us”
Pero los viejos no escuchaban nada porque estaban sordos como una tapia.
Las puertas de la casa de Emilio, abiertas de par en par, la que daba a la habitación era la que escupía música al palo. A través de la ventana abierta de la cocina, se lo veía a Emilio, en cuero, con un pantalón Adidas corto y en ojotas, revolviendo fervorosamente.
— ¡Eh, Amadeo! —me saludó — estoy haciendo arroz, si queréssentate en la puerta porque hace un calor de cagarse acá — dijo señalando a la puerta con un cucharón de madera.
Le agradecí y luego me senté, mirándolo atentamente.
— Che, Emilio…
— Decime Emi.
— Emi… ¿Así que cocinás? — me replanteé — bueno, o sea, obviamente, que sabés cocinar… aunque no me lo imaginaba.
— ¿Vos no cocinas? — me dijo mientras se secaba la frente, donde se formaban perlas de transpiración.
— No, pensé que los pibes de nuestra edad no cocinaban.
Se rió y me apuntó, acusador, con el cucharón.
— ¡Que mantenido! ¡Seguro te cocina mamita! — me dijo entre risas.
Lo miré con ojos de piedra, sin poder decir nada y bajé la cabeza, apretando los labios. Emilio se dio cuenta rápido y cerró los ojos, advirtiendo lo que había dicho.
— No, Amadeo, discúlpame, soy un pelotudo, no me acordé.
— No, está bien, no tenés por qué saberlo y mucho menos acordarte… a veces pienso que flota un cartel arriba mío que dice “Acordate que se le murió la madre” — respondí, sacudiendo la cabeza — la verdad es que… ni con la muerte de Mamá aprendí a cocinar.
Emilio se rió y me di cuenta que había hecho un chiste relacionado con el único tema que todavía me costaba tratar y empecé a reírme. Solo me había costado 5 años poder hacerlo.
— Todavía me tenés que enseñar a levantar — le dije cuando recuperé el aire — ¿Qué onda con Melina?
— ¿Melina González?
— ¡Melina Melina!
— Que linda que es Melina, eh — respondió sonriendo — pero me parece que es re difícil, como Mariana.
— ¿Vos estás seguro de que hablamos de la misma Melina? ¿Melina, anteojos de aumento culo de botella, dientes de castor? — pregunté confundido.
— Mirá, Amadeo, como dice mi viejo: “Algún secretito tiene que tener” — sonrió — además, de verdad, eso me lo puedo esperar de un pelotudo como Axel o Hernán, pero no de vos — cerró desilusionado.
Lo pensé un rato y decidí que no, que ya no me iba a meter en la misma bolsa que ellos y que tampoco iba a seguir juzgando a los demás con la misma vara.
— No… que se yo, abajo de los lentes, un poco linda es.
— ¡Ah, viste! Yo sabía que no eras ningún boludo.
— Y… algún secretito tiene que tener — reí.
— ¡Aprende rápido el pibe! Y claro, así era obvio que te ibas a dejar de hablar con esos nabos. ¿Qué pasó? ¿No te los bancaste más?
— Que se yo — pensé, mientras miraba por la puerta abierta al patio de la casa. Lo habían baldeado recientemente — me parece que somos muy diferentes.
— Claro que son diferentes, por ejemplo: ellos son unos pelotudos y vos no. Todo el día haciéndose los capos, los malos, los chistosos, jodiendo a Alonso y a los demás ¿Hablaste con ellos alguna vez?
— Con Alonso hace poco, con Los Rezagados poco y nada.
— ¿Los Rezagados? ¿Así les dicen?
— No, así les digo yo nada más. Para adentro, digo, nadie sabe que los llamo así — dije un poco avergonzado.
— ¿Y vos no sos Rezagado? A veces parece que estas en otra, en otro mundo — me dijo sin sacar los ojos de la olla humeante.
Me hubiera gustado que solo fuese una vez, un caso aislado, algo que se pierda en el tiempo, pero solo fue una delas muchas veces que Emilio me leyó como si no tuviera un solo secreto. Revolvió el agua de la olla, blanca como la leche por el almidón, por última vez. Cucharón en mano, me señaló la mesa para que me acerque y mientras acomodaba la silla, sirvió tres platos de arroz con queso mantecoso. Dos veces llamó a Nahuel, su hermano y no hubo respuesta, seguía durmiendo. Nos terminamos comiendo su plato también. Mientras guardábamos todo y lo ayudaba a lavar los platos, sonriéndome con su inmensa dentadura blanca que no había visto un día sin usar hilo dental, rodeados de sus labios gruesos y me dijo:
“¿Y vos qué onda con Evangelina?”
¿Evangelina? ¿Yo? ¿Qué onda?
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26. Cosas que uno recuerda en un casamiento
Dos pasos para adelante, dos pasos hacia atrás, chas, chas, chas, con los dedos extendidos para arriba y por sobre las cabezas. Cuatro compases, dos pasos hacia adelante, giro, vuelta entera, sin dejar de mirarnos las caras, zapateo y zarandeo, donde el mejor de nosotros zapateaba y el peor parecía convulsionar en un brote espástico a cuerpo entero o provocando un genocidio de hormigas y las chicas, siempre lindas, siempre gráciles, sosteniendo la falda como un abanico invertido.
Emilio disfrutaba realmente de todo esto y bailaba mucho mejor que el resto. Melina también bailaba muy bien. Detrás de los cristales de sus anteojos inmensos, se veía la muy evidente verdad que ocultaba de su compañero de clase. Alonso era un poco menos de madera que yo, pero bastante vegetal para el baile. No se notaba mucho su experiencia para bailar en cada acto. Lo de Mariana era extraño porque no importaba si bailaba bien o mal, ella brillaba igual. En cuanto a mí… bueno, hacía lo que podía. Solo participaba porque a Axel le caía mal. No era el ideal más elevado, pero che, era una ideal. En cuanto a Evangelina… seguía pareciendo un androide, pocas veces levantaba la mirada e incluso se reía por lo bajo cuando Melina le decía algo. Estaba ahí porque Melina no quería estar sola.
Bailar era raro, la expresión corporal me parecía demasiado evidente y reveladora, aunque lleváramos puestos nuestros guardapolvos grises, pero los movimientos parecían decir más de lo que pensábamos. No era un baile sensual, mucho menos íntimo, no estábamos todavía en los malones, ni bailando una de Montaner, no, para nada. Se escuchaba la voz de un gaucho pregrabado que gritaba “¡Ahuuuuuuura!” o “¡Se va!” a través de los parlantes gastados de un radiograbador escolar. No tenía nada de sensual. Pero ahí, en el mundo privado que se creaba cuando nuestras miradas se cruzaban, cuando nos encontrábamos cara a cara, se reflejaba el espejo turbio de aguas que todavía no habíamos tocado.
Teníamos una semana para prepararnos y aunque los actos ya no eran los de antes-no-tan-antaño, el Instituto mantenía cierto prestigio. El lugar de reunión era el gimnasio, donde evadíamos alguna clase y nos dejaban ensayar con la Señorita Micaela.
El primer día de ensayo nos encargamos más de perder la vergüenza que de aprender los movimientos. La timidez no era solo evidente en el baile frente a compañeros y docentes, sino también sus formas más sutiles, como vernos lejos de una clase, en un ámbito mucho más humano, con gente con la que no solíamos socializar mucho. Alonso me caía mucho mejor de lo que pensaba. Si, era un Chico 10, un traga, frecuentemente abanderado y con excelente conducta, no era ni mucho menos un chico que se desviviera por caer bien.
— Ah, pensé que vos no hablabas con gente como yo — dijo Alonso — y mucho menos que bailabas… ¿No es de maricón eso?
Estábamos sentados en las gradas mientras Micaela le mostraba a Evangelina como hacer bien el zarandeo con ayuda de Melina.
— No me gusta bailar, pero mucho menos me gusta hacerle caso a Axel — respondí.
— ¿Cómo? Pensé que eran culo y calzón — dijo sorprendido — ¿No fueron ustedes los que le pegaron a Maxi el año pasado?
Yo hice silencio y no quise agregar nada. Alonso soltó un soplido y se levantó.
— No te preocupes — dijo — yo también me lo tuve que bancar de más chico. Axel es un boludo desde los tres años — me miró y me extendió una mano — no los boludees más a los chicos ¿Está bien?
Asentí con una sonrisa y comprendí esa particularidad que tenía Alonso: era inteligente pero también era noble y uno se sentía a salvo por él. Aunque quizás la palabra era “Amparado” y es que los descastados se sentían amparados bajo su ala. Y yo me iba avivando de haber estado en el grupo incorrecto desde primer grado.
Así que medio bailábamos, medio entrábamos en confianza y Emilio bailaba también con Melina otro tipo de baile y Alonso con Mariana y Evangelina y yo bailábamos uno muy distinto. Podría parecer un acto inocente y escolar pero los mecanismos de la inocencia ya comenzaban a marcar un ritmo muy diferente.
El segundo ensayo fue en casa de Melina, detrás del almacén de los padres, entre cajas de galletitas y cajones de vacíos de cerveza. Con un grabador bailábamos “Digo La Telesita” de Peteco Carabajal. Bailamos una hora entera siguiendo los pasos que nos había enseñado Micaela, pero ahora era Mariana la que había tomado la posta como la cabeza del conjunto. Y aunque Melina era la que bailaba mejor, ella era la que nos ordenaba y corregía. Pero era Emilio el que siempre tenía la última palabra, viendo como bailaba, nadie le podía llevar la contra.
“Telesita huarmi sumaj
Mai pitay yana flor
Con carita de horizonte
De lluvia tu corazón”
— Un poco de puto es — me dijo Emilio cuando terminamos la primera hora de ensayo — pero hay que poner cara de gaucho resentido para disimular — cerró con una risa.
Y así, poníamos cara de gaucho resentido que en lugar de batirse a facazo limpio en una pulpería, levantaba las manos haciendo montoncito y bailaba. Y bailábamos los seis y la madre de Melina venía y nos servía jugo de naranja en sobrecito y ella se quejaba de que la madre era una amarreta y abría una Coca Cola a escondidas y parábamos un poco para refrescarnos y mientras sentía las cosquillas del gas bajando por la garganta de un gaucho muy poco tradicional, la madre de Melina avisó que estaba lista la cena y que era hora de terminar. Emilio se me acercó y me preguntó en que me iba. Le dije que me pasaba a buscar mi abuelo porque Papá estaba trabajando.
— Mi viejo también, así que me voy en colectivo.
— ¿Solo? — pregunté y puso cara de confundido.
— Si, como siempre ¿Cuál hay? — respondió.
— Si querés podes venir con nosotros ¿Dónde vivís? — pregunté.
— Entre Azarillo y Brigadier Peralta, enfrente al canal.
— ¡Eso es a tres cuadras de casa! ¿vivís enfrente del río? — pregunté, visualizando el canal que llamábamos “Río” y los pescadores de mojarritas sobre la orilla — ¡Somos vecinos!
— ¿Posta? ¿Dónde vivís vos? — preguntó con infantil entusiasmo mientras nos poníamos las mochilas.
— En la esquina de Garcé, entre Azarillo y Valdéz.
— ¿En la casona? —preguntó interesado — ¿La que tiene el jardín gigante? ¡Es como un bosque! ¡Me tenés que invitar!
— ¡Cuando quieras! —respondí contento — ¿Te llevamos? ¡Estas de pasada!
Emilio asintió y subimos al Torino blanco del Abuelo, al que elogió, para agrado del viejo. Era la primera vez que conocía a un amigo que no viniera en grupo, que llegara de a uno, que pareciera mas mi amigo que mi compañero. El Abuelo prendió el motor y le preguntó a mi compañero (por ahora) que música escuchaba.
— Y… en casa se escucha mucho bolero — respondió.
Muchos años mas tarde, chocando las copas en un casamiento, recordaríamos ese momento y como nos habíamos mantenido unidos mientras todo alrededor se hacía pedazos.
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25. Las revoluciones de mayo
Este caldo de cambio que se había formado en el aula empezó a hervir para abril. Nosotros estábamos acostumbrados a mantener una estructura que ya era conocida por todos y aunque muchos recelaban de su rol como yo, los cumplíamos con creces. Pero no contábamos con los nuevos elementos en nuestra gran ecuación y como nos terminarían afectando a todos.
Axel estaba interesado en Emilio. Lo gastaba por atrás pero se intrigaba por cualquiera que no le prestara atención de inmediato como me había pasado a mi cuando entré en primer grado. Pero con Emilio fue diferente, el no solo lo ignoraba: lo evitaba completamente, no le daba pelota. Y las pocas veces que Axel fue a buscarlo, Zurloni lo dejó de garpe. Mucho peor fue cuando Emilio empezó a hablarse con las chicas ¿Cómo iba a hacerse el lindo con Mariana si todos sabíamos que ERA de Axel? No. No podía ser. Y sino, iba con Las Invisibles y les daba charla, las hacía reír y ahí fue cuando yo compartí la intriga de Axel, no porque quisiera un seguidor, un complice más, sino porque tenía algo que yo ansiaba ver más allá de mis pensamientos y el límite de los deseos: un rebelde.
El paso del tiempo no solo había resquebrajado nuestras relaciones, sino que había hecho mella en el mundo que nos rodeaba: los ominosos actos escolares. Cuando tiraron abajo el salón de actos para construir dos nuevas divisiones, las mudaron al gimnasio de la escuela, un gigante de cemento en las instalaciones del secundario. Con tristes tribunas de material que nunca pintaron y el piso, un verde odioso que odiaba tanto como había empezado a odiar las clases de Educación Física.
¿Pero por qué las odiaba tanto? Creía que el beso que habíamos compartido con Belén me había robado el alma y ahora veía todo al revés. Antes me encantaba jugar al volley, la gracia con la que recibíamos la pelota, la potencia del remate, el momento de liderazgo que sentíamos en el saque, pero ahora me parecía todo una mierda. Pero no era Belén, su beso había erosionado otros muros. Estos se estaban derrumbando desde antes de conocerla.
Fue para mayo, en vísperas de otro aniversario de la Revolución del 25, que eligieron a mi división para bailar una chacarera en honor a nuestros valores patrios. Nosotros, con 13 años, ya no éramos tan adorables como los chiquitos de primer grado. Las chicas se empezaban a desarrollar y en nosotros se desarrollaba el acné, minando nuestro rostro, a veces un poco, a veces por completo, un asco. Así que pretendían que bailemos una chacarera bien elaborada y para eso teníamos que reunirnos a ensayar. Axel dejó bien en claro que no les parecía una idea muy masculina:
— Es de puto  — dijo, provocando la risa entre los demás. No, el no bailaría. También quería decir que el resto no lo haría.
Bueno, no el resto. Los Rezagados de Alonso eran los que siempre se ofrecían. Primero porque no les daba vergüenza, estaban acostumbrados a que cualquier cosa que hagan fuera objeto de burla, todo el tiempo. Lejos de importarles, seguían adelante. Alonso, que era Rezagado pero también era el ropero del grado, de metro setenta y el que ostentaba mejores calificaciones de la división, así que se ofreció primero. Yo sabía que no era por vocación en las danzas sino por la segunda razón por que a los Rezagados les encantaba bailar y actuar en las fiestas: siempre les tocaba la compañía de alguna de las chicas que les gustaban. Y Mariana, nuestra princesa, nuestra sangre azul, fue la segunda en levantar la mano. A ella le encantaba ser el objeto de atención escolar y brillar bajo los focos del alumnado y como ya saben, a Axel le encantaba Mariana, pero más se encantaba a si mismo y no daría un paso atrás en su decisión. Punto para Alonso.
Melina y sus anteojos enormes, cabeza de Las Invisibles, fue la tercera que se ofreció para el baile patrio. Supongo que fue para tener un sobresaliente en danza, porque iba cabeza a cabeza con Alonso para ser la abanderada de la escuela. Emilio fue el cuarto, ante la mirada sorpresiva de Axel, que pronto se convirtió en decepción, como si lo hubiera desobedecido. Emilio lo miró, sin que Axel abriera la boca.
— Bailar es de guapos  — cortó en seco.
Hernán cuchicheó con Axel y supe que ahí era el momento de despegarme totalmente, llevara donde me llevara la gravedad.
— Yo también  — dije y Emilio me miró sonriente  — yo también pienso que es de guapos.
La Señorita Micaela, profesora de Danzas, asintió sorprendida. Clara, nuestra maestra titular hizo lo mismo.
— Bueno, eso si que no me lo esperaba. Me alegra contar con vos, Amadeo  — dijo y levantó la cabeza para ver detrás de mí  — ¿Si? ¿Allá? ¿También?
Me di vuelta y vi a Evangelina Hassan levantando la mano, pero era Melina la que le sostenía el brazo.
— ¿Hassan, verdad? — preguntó la maestra.
— Hassan  — respondió fríamente  — Evangelina.
— Bien, Evangelina, entonces ya tengo las tres parejitas  — terminó la maestra  — el que quiera sumarse, pide permiso a la maestra y viene mañana al salón de actos — dijo, mientras la Señorita Clara la saludaba.
Éramos chicos, no teníamos idea de muchas cosas en la vida, mucho menos de las chispas que inician una revolución, pero ese mes, serían dos las revoluciones que nos marcarían en el futuro.
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24. Geografía de la división
Luego de la llegada de año nuevo y las vacaciones de verano, las mañanas de sol, sentado en el pasto de verde vivo del Jardín Abuelo, al resguardo del calor, compartiendo un tereré con Ámbar o la soledad de aquellos días en los que me reconocían la madurez suficiente como para cuidar de mí mismo. A veces almorzaba solo, mis abuelos me dejaban la comida preparada el día anterior y me sentaba en la mesa del comedor, con las Aventuras del Zorro cubriendo el silencio que imponía la casa o mirando algún programa de juegos, de esos que ya no existen y fueron reemplazados por la persecución y el estudio de la vida de aquellos que nadan por las pantanosas aguas de la ciénaga televisiva.
Era por la tarde, cuando me acostaba a dormir la siesta, cansado de mis juegos matinales, en la completa sombra de mi habitación, que el recuerdo temprano de Belén acudía a mi, más como un mensaje en una botella que como un fantasma tortuoso. Bajo el ventilador andando y el equipo tocando las colecciones de Mamá, pensaba en aquella mirada, tan distinta a cualquiera que haya cruzado antes. En sus ojos se ocultaban semillas de alguna extraña planta que había logrado infiltrar cerca de mi corazón, mi alma o la energía que sea que haga que uno es quien es. Alteró mi personalidad por completo y me dejó en jaque. Allí, tan pequeño yo y tan pequeña ella, pero quizás no tanto, como si fuera la insospechada vasija de un espíritu muy antiguo y muy alejado de nuetra humanidad. Esa planta que crecía bajo mi piel, comenzaba a rodear los aspectos que me hacían quien era, enzarzando mis hábitos y pensamientos, ocupándolo todo, como una plaga a la que le abría las puertas de mi ciudad. Es extraño pensar que alguna vez la vi como una plaga, como un enjambre de criaturas voladoras, repletas de ojos y aguijones, que se abatían sobre mi y me acribillaban hasta matarme. Pero allí, en mi infancia, fue eso, una oscura nube en el horizonte… pero mierda, como añoraba esas nubes negras.
Papá, como siempre, volvía por las noches después de pasar el día entero en la empresa. A veces, ni siquiera regresaba y alguien hacía las veces de él. No parecía molestarle mucho que los Abuelos o los Tíos lo suplanten. Ya comenzaba a ser algo cada vez más común, un papel que a nadie le molestaba y todos se sentían cómodos en cumplir. A veces pensaba que mis familiares lo venían cumpliendo mucho antes de que Mamá muriera.
A veces, durante el verano, veía a Axel, Hernán y a veces a Blanche, que venía con alguno de los dos, pero solo cuando eran ellos los que venían a buscarme. Las máscaras comenzaban a resquebrajarse o tal vez llevaban haciéndolo durante mucho tiempo. No era que me causaran rechazo pero tampoco me producían la más extasiante felicidad con su compañía ¿Aunque no es así toda la infancia? Un suave empujón que dura un par de años donde hacíamos las cosas porque si, por el mero hecho de vivirlas y después sí, comenzábamos a elegir, a encantarnos y repelernos visceralmente, que vení a tomar un helado, que hay un picadito en tal lado, que las chicas están jugando al volley en tal otro, o que vamos a jugar a Echelon que nos dieron 5 pesos y son como 25 fichas.
Yo nunca fui a jugar al fútbol ni a tirar cuetes en verano. Una porque era de madera y la otra porque le hacía caso a lo que decía el Tío Martín. Bastante mal la había pasado para tener que volverme el manco de la familia.
El verano se pasó rápido y fue ameno, agradable, y ese suave empujón fue el que me hizo olvidar por un tiempo al fantasma aún hiriente de Mamá y la ausencia tan presente de Octavio, que estaba y no estaba, como Belén Brizuela y sus ojos que no eran de este mundo.
Cuando llegó marzo y volví al colegio, la clase recibió a dos nuevos estudiantes: una era Evangelina Hassan, la hija de los funebreros, que venía de una escuela pública donde supuestamente la habían echado por problemas de conducta ¿Problemas? ¡Si la chica era prácticamente un robot! Me recordaba a ese cuento de Elsa Bornemann donde una nena se enamora de un chico que es un robot programado para explotar su escuela. Pero Evangelina no estaba armada de explosivos. No en ese entonces, al menos. El otro era Emilio Zurloni, un flaquito morochón con cejas tupidas y cara de pocos amigos que llegó el primer día y se sentó solo, sin hablar con nadie hasta que nos fuimos.
Esa tarde estuvimos en la casa de Axel jugando a los jueguitos. Los Reyes le habían traído una Playstation y todos estábamos como locos con esa máquina nueva que tenía CD’s en lugar de cartuchos y esos gráficos que parecían del futuro. Y mientras jugábamos a uno de autos que en lugar de correr hasta la meta se hacían mierda entre ellos, escuché a Axel hablando de este pibe nuevo, Emilio, que apenas había entrado no había hablado con nadie, que quien se creía, que tenía las cejas como manubrios y los labios muy gruesos. Blanche lo apodó “Zulú” y todos se rieron. Y a mi no me dio risa. Me dio igual. Me aburrió. Porque era mas de lo mismo y ya me estaba cansando de la rutina de las cosas.
… y para esta época, a mis trece años, fue que me di cuenta que el suave empujón de la infancia perdía potencia y ya nos costaba un poco más ser tan ingenuos. ¿Es increíble, no? ¿Cómo cambian las cosas tan de repente? Para el otoño no éramos los mismos que aquel verano tan infantil, como si nuestros relojes se hubieran sincronizado y adentro estábamos un poco más cavernícolas, más quilomberos, menos simpáticos y conformistas. A veces pensaba que esa espesa cosa oscura que sentía cada vez más presente era lo que reinaba en los adultos a mi alrededor, que más o menos, se convertían en gente de vísceras negras, como Papá o los Brizuela.
Pero otros seguían igual, nunca habían enfrentado una resistencia frente a su forma de ser, nunca frenaron un momento para cuestionarse quienes eran o en que se estaban convirtiendo. Y yo vivía en ese silencio, en ese mundo lleno de preguntas, hurgando constantemente en un pozo lleno de respuestas ¿Pero saben qué? Yo los envidiaba: porque no podía ser como ellos, porque ese pozo era también una gran llaga en la que hurgaba y hurgaba y descubría y aprendía y sufría. Porque no hay lección más duradera que la que aprendemos en el dolor. Y en ese dolor me alejaba, no solo de mis amigos, sino también de mí mismo y empezaba a ver las cosas como desde afuera de mi cuerpo.
Veía como la geografía de la división comenzaba a gestarse. El 5ºA era una división, pero como aula, también se separaba. Por un lado, el Status Quo: Axel, Hernán y por ahora, yo. Los Rezagados nos temían, especialmente después de lo de Maxi y las chicas que todos adoraban, como Mariana y el sequito de princesas y Las Invisibles conducidas por Melina, se derretían por nosotros. Y yo, paso a paso, cada vez mas atrás, ya no como un deseo, sino como una pronta realidad.
Evangelina y Emilio llegaron en una época bastante particular. El nuevo milenio trajo consigo la realidad de que el mundo no se había acabado en ningún final apocalíptico. Por el contrario, todo seguía bastante igual.
Para los chinos era el Año del Dragón, para los cristianos, un nuevo Jubileo. Como muchos otros chicos de mi edad que lo hacen antes o después, yo caí lentamente en la influencia que canales como MTV ejercían sobre nuestra generación. Principalmente porque no existían las redes sociales, porque no todos teníamos Internet y de todas formas no era la misma red de ahora, porque los celulares eran una cosa prehistórica y porque la interconexión era un sueño muy lejano. Por eso eramos tan susceptibles a su influencia, porque no había mucho para elegir. Aunque creo también que la música era complice en el deseo de sentirse único o alejarse del resto tanto como lo había sido para cualquier otra generación. Pero en ese momento, para mi fue un descubrimiento asombroso que creía totalmente involuntario. Ahora lo recuerdo y siento que fue la época perfecta, el equilibrio entre el desconocimiento y la sobrecarga de información, el comienzo en que nuestros años se fueron alterando y de repente abandonábamos la inocencia antes de tiempo, sabiéndonos perdedores y cayendo de rodillas ante la nube de datos que llegaba de todos lados.
Nuestro trece se sintieron quince mucho antes de que las chicas comenzaran el desfile de cumpleaños y vals y antes de que nuestros padres supieran siquiera que era, cantábamos cuantas veces Fred Durst podía decir “Fuck you” en una canción o viendo correr en pelotas a los Blink 182. Era sentirse rebelde escuchando The Offspring, emocional con Linkin Park o Evanescense o cool como “Lady” de Modjo. No sé dónde mierda estarán ahora, pero por aquel entonces era como si se fueran a comer el mundo con esa canción ¿Se acuerdan?
“Lady / I just feel like
I won’t get you / Out of my mind
I feel loved / For the first time
And I know that it’s true / I can tell by the look in your eyes”
Lo irreverente comenzaba a imponerse en la moda y como pasaría muchos años después, la mala conducta del rock de los 80’s y el grunge del descontento de los 90’s empezaba a masificarse, a volverse un producto en sí mismo y ahora era un negocio donde cada músico decía que había que enfiestarse hasta morir porque el mundo era una mierda. Y nosotros, que pensábamos que habíamos descubierto la pólvora, todo porque no sabíamos un carajo de los músicos que los habían precedido e influenciado, algunos con un agujero negro, insondable y abismal como alma. No, para nosotros eran el máximo exponente de todo lo que nos podía pasar alguna vez en la vida.
Ya no encontraba el mismo consuelo en el bolero y era que tal vez no buscaba consuelo en absoluto, sino complicidad. Complicidad que ocultábamos de nuestros padres, entre nosotros y a veces, de nosotros mismos. Y esos temblores imperceptibles creaban grietas cada vez mas evidentes, que se extendían hasta los demás y comenzaban a separarnos de quienes creíamos inseparables, porque al final, nada era inseparable, mucho menos las personas. Pero no sabíamos el valor de esa fragilidad y cómo a veces las cosas se separan pero eso no implica que queden solas.
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