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TASK 04 ; HICIERON SU MALETA COMO QUIEN HUYE, NO COMO QUIEN VUELVE. @losavntos (post original)
At last, when all of the world is asleep You take in the blackness of air The likes of a darkness so deep That God, at the start, couldn't bear But, still, the mind, rejecting this new empty space Fills it with something or someone No closer could I be to God Or why he would do what he's done
Ni siquiera las estrellas son visibles desde ahí. El avión estaba envuelto en oscuridad y silencio, no solo porque es técnicamente de madrugada, sino porque la noticia sobre la confesión de Vesper Tate-Hayes cuelga de ellos como soga en cuello de condenado a la horca. Mantiene su vista clavada en la ventana, si pone atención puede notar su reflejo viéndolo de regreso y esa persona es casi un extraño. No pensó que la revelación del asesino de Otis le fuera a causar tal impacto, el pobre fue víctima de terribles circunstancias y al final del día jamás fue un mártir a pesar de que él mismo lo pintó así durante su militancia escolar. Piensa también en Aura, y con eso se da cuenta que está guardando luto por dos personas que jamás conoció.
Se mantiene al margen en cuanto el avión pisa la llamada tierra de la libertad. Se llevan a Vesper, a todos sus amigos y solo puede pensar en la ironía al verlos ser escoltados. Son asesinos, piensa, pero hay algo que no le termina de convencer, una pieza que no quiere encajar, al igual que el resto del rompecabezas que rodea a los de Atenea.
Su estancia en Dover es corta, principalmente porque desde que se enteró de que debía viajar a los Estados Unidos decidió llenar su agenda de trabajo, el suficiente para alejar de su mente ambos círculos, pero como ya sabe, uno no puede deslindarse por completo de la mano de Atenea.
La última semana de Octubre la recibe en Nueva York con su agenda a reventar de apariciones en Podcast como How to Save a Planet y The Ezra Klein Show. Lo más tedioso termina siendo una sesión con Vogue para la siguiente entrega de líderes, en entrevistas como esa es cuando debe colocarse la máscara de mesías y fingir que tiene más control sobre lo que habla de lo que aparenta.
Termina agotado, además de que debe subir a redes sociales una felicitación de cumpleaños para Kai la cual se siente impersonal, elaborada con pinzas y palabras elegidas de manera meticulosa. La fotografía es de ellos juntos,una de prensa, nada que pueda dañar la imagen de ninguno de los dos. Es tarde, básicamente el día siguiente cuando por fin tiene tiempo de hacer una llamada, breve, pero una que tiene muchísimo más significado que la pantalla que existe para ojos externos.
Cuando por fin va a acostarse a dormir le llega una notificación que destaca sobre todas las demás: Einar Christie había compartido en instagram una publicación sobre la iniciativa Sybil.
Entiende que es una rama de olivo, tal vez no una ofrenda de paz pero al menos una tregua. Einar no es alguien a quien se le pueda agradecer de frente, uno debe caminar de puntillas a su alrededor, y la única manera en la que sabe no saldrá huyendo es colocándose la misma máscara que el contrario carga.
AmbroseM-M: te hackearon la cuenta de Instagram? [image attached] echristie: me dieron tristeza tus 3 followers. AmbroseM-M: aww si tienes corazón
La siguiente semana regresa a Boston a dar una conferencia en Harvard Kennedy School junto con Jamie Margolin.
echristie: ya veo que subirlo a mis stories sirvió. trata de no espantar tus nuevos seguidores hablando tantas tonterías frente a cámara. AmbroseM-M: Me honra que estés tan al pendiente echristie: disfrútalo, no vuelve a pasar AmbroseM-M: 💚
Al día siguiente de eso aparece en Your Undivided Attention, y gracias a las burlas de Einar sobre su corbata, se da cuenta que es daltónico.
AmbroseM-M: ok, tuve que buscar un test de daltonismo Es broma y aquí no hay ningún número verdad? [attached image] echristie: me estás tomando el pelo no? AmbroseM-M: esto no es broma estoy teniendo una crisis mi vida entera es una mentira
Le manda el mismo mensaje a Kai, quien le marca solo para reírse de él por al menos quince minutos y no para de repetir la ironía sobre que el ambientalista no puede distinguir el color verde.
Su siguiente parada es en Seattle, así que toma un vuelo comercial donde le carcome la ansiedad y un niño patea su asiento la mitad del camino. En momentos como ese le encantaría no tener conciencia y usar el jet privado de su familia.
echristie: que clase de relación tienen con la realeza o que AmbroseM-M: realeza, dios, no seas británico somos rama directa del clan Menzies, una de las familias más antiguas de todo Escocia, de las tierras altas … los montrose si son británicos, tristemente. Mi madre tiene título de nobleza y todo echristie: lo sabía los ingleses son inconfundibles. AmbroseM-M: dime inglés a la cara y te dejaré el otro ojo morado echristie: de qué color lo ves? [imagen attached]
En la universidad de Seattle participa en un conversatorio con alumnos becados además de dar un taller sobre ecología y su intersección con la lucha de clases. Cosa que le hacen recordar a Otis y Aura, y al recordarlos a ellos su mente viaja a aquella tarde en el lago Ness, donde prometió a María Magdalena que encontraría una forma de honrar a Aura, cuya familia ha permanecido en silencio y no se ha hablado más sobre el tema de su fallecimiento, como si nunca hubiera existido.
Tal vez es por eso que en Portland se une a la marcha juvenil de Friday for Future USA donde casi lo arrestan por lo que vendría siendo más o menos la séptima vez en su vida. Al menos eso vuelve más interesante su plática en el podcast Weird Ecologies.
Regresa a Nueva York, y para su sorpresa, las siguientes dos semanas tiene pláticas esporádicas con Einar donde mantienen un balance entre la amenidad y la burla. Pero todo lo relacionado con él es dar un paso al frente y dos hacia atrás.
AmbroseM-M: hay varias mentiras en todo lo que has escrito, pero solo hay una que siento vale la pena aclarar: si me agradas podré yo no a ti tal vez, si aún con todo lo que hemos hablado estas últimas semanas sigues pensando que soy un idiota que vive en las nubes está bien, se lo difícil que es cambiar la percepción de alguien más, en especial cuando la tienes tan arraigada Pero tú no puedes decidir lo que yo siento y pienso respecto a ti, y a pesar de lo arisco que eres, creo no eres tan insoportable como aparentas ser pero de acuerdo, desapareceré, cuando pase tu crisis puedes venir a buscarme gracias por enseñarme lo que es el color amarillo [BLOCKED]
La última de sus actividades programadas es la gala de Winter Wonderwall en el jardín botánico de Nueva York, donde le dan la oportunidad de presentar la iniciativa Sybil y su propuesta de expandir a los Estados Unidos. Hay diversos filántropos interesados, y pasa la noche hablando con figuras importantes, nuevamente usando su practicada máscara de mesías. Sus palabras con finas, sus gestos elegantes y procura que en ningún momento vean en el reflejo de sus ojos que su mente está en otro lado; en Aura Pizarro, en una promesa que no ha cumplido; en Einar, quien cada que le extiende la mano le da la espalda; en Kai, quien cada vez le preocupa más cómo se excluye él mismo más y más de la sociedad; o en el mismo, que está viviendo la vida que Sybil debió haber tenido.
Usa sus últimos días para descansar, pero más que nada, para reflexionar. A pesar de que lleva más de un mes de gira por el norte de Estados Unidos no siente que realmente haya hecho nada ¿de qué sirve hablar en podcasts que nadie escucha o dar pláticas en universidades donde la mayoría de los alumnos se quedan dormidos al oírlo hablar? Si él fuera quien debió haber sido, como Otis, como Aura, tal vez su voz sonaría con más fuerza, la gente solo le sigue por su apellido, no por su lucha, y el sentimiento es tan frustrante que le ocasiona migraña.
Recuerda de nuevo lo que dijo Magdalena “un control de daño no es desaparecer la noticia, invisibilizar la muerte... eso es volver a matarla.” así que toma una decisión.
Publicado por @AmbroseMenziesM. Silenciar una historia no es fácil, pero lo que sí es fácil es reescribir la narrativa a conveniencia. Las voces pueden desaparecer hasta convertirse en simples susurros, pequeños ecos que solo aquellos que conocen la verdad escuchan; la mayoría las ignora, el cargo de conciencia no pesa para quienes están en la cima de la escalera del poder. Sin embargo están quienes no podemos ignorar los ecos, y es nuestro trabajo hacer que retumben con la fuerza necesaria para que no sean olvidados. Aura Pizarro. La justicia no es silenciosa.
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TASK 04 › hicieron su maleta como quien huye, no como quien vuelve.
⤷ post original, @losavntos.
my love, i've lost my faith in everything tell me you love me anyway
Otoño del 2025, en un rincón remoto de Rhode Island.
Sus días comienzan junto al mar.
Antígona va al frente, con sus orejas largas, cubiertas de sal y granos de arena, agitándose al ritmo de sus pasos mientras olfatea la orilla. Detrás de ella camina descalzo y con los pantalones doblados hasta las rodillas, aún si hace frío. Siempre deja su teléfono en la casa; a veces lleva consigo un libro maltratado, pero más frecuentemente, su libreta de tapas negras abierta en una mano, su estilográfica en la otra.
Se detiene de vez en cuando para inmortalizar un pensamiento: etimologías a explorar, recordatorios, citas evocadas por el color del mar, comienzos de ensayos que podrían convertirse en futuros libros. Cada página es una amalgama de idiomas y alfabetos que incluso llegan a fundirse en una misma frase, según cómo la idea surge en su cabeza; aunque el griego se repite más que otras lenguas, más que su lengua materna.
La playa suele estar vacía a esas horas; solo Antígona y él, y el graznido lejano de alguna gaviota madrugadora, y la respiración de las olas al romper contra la costa.
Tras uno de esos amaneceres, bajo un cielo coral, estudia a Antígona corriendo a las gaviotas. Cada vez que una alza el vuelo estropeando sus planes, ella no se decepciona, ni se enfurece, ni se inquieta; simplemente persigue a la siguiente, y luego a otra, y otra más, hasta que todas huyen de su alcance. Entonces olfatea de nuevo la arena, como si nada hubiera pasado.
Como una verdadera estoica.
Peter garabatea en su libreta:
Εἰπὲ Μαλήνα· ἡ Ἀντιγόνη Ἑλληνικωτέρα ἐμοῦ ἐστίν, ἀλλ’ ἔτι φιλοῦμεν αὐτήν.
(“Dile a Malena: Antígona es más griega que yo, pero igual la amamos.”)
Como tantas veces durante esas caminatas solitarias por la playa, Peter piensa en Zacarías Almaguer y algo en su interior se contrae, la sonrisa en sus ojos se apaga. Lo invade una mezcla espesa de ira y tristeza, como dos polos de un mismo espectro oscilando de un extremo a otro, a veces intercambiando su lugar en cuestión de segundos.
Algunas mañanas, ante la serenidad del océano, decide que exageró. Que debería disculparse por cosas que le dijo, que no se puede enterrar una amistad de años por un solo error.
Escribe en su cabeza el mensaje que planea enviarle cuando regrese a casa y, a veces, lo anota en su libreta. Pero para entonces la ira es la emoción predominante, y la única forma de calmarse es imaginar maneras de arruinarle la vida. Escenarios crueles que nunca llevará a cabo, pero que le sirven como válvula de escape.
Otras mañanas, la misma calma del mar lo arrastra a una conclusión distinta: que está mejor sin él. Esas mañanas son sus favoritas.
Sus segundas favoritas. Porque ciertas mañanas, Malena se suma a las caminatas. Los tres parten juntos hacia la playa al final de una noche sin sueños, o bien ella emerge más tarde entre los médanos, envuelta en un abrigo demasiado grande para su cuerpo, porque primero fue de él.
La mirada de Peter se ilumina en cuanto la ve; de verdad se ilumina, como si una luz se expandiera dentro suyo y fuera visible a través de sus ojos, que esbozan arrugas en los bordes cuando sonríe amplio. De inmediato abre los brazos para recibirla, y la estrecha con la intensidad de un reencuentro que sugiere años sin verse.
Esas mañanas les gusta desayunar en una pequeña cafetería cerca del muelle, la única con vista al océano que permanece abierta todo el año. Eligen la mesa junto al ventanal y observan los cascos oxidados de los barcos que aguardan el verano. Antígona se acomoda en una de las sillas vacías, o bajo la mesa, y se queda dormida.
De regreso a casa, Peter la lleva en brazos como a un bebé; percibe su aliento cálido y sus latidos mientras ella reposa el hocico en su hombro, soñando con olas y gaviotas.
Por lo general son solo ellos tres: Malena, Antígona y él. Pero hacia finales de octubre los visita Seth, y en Halloween, Peter y él hacen una maratón de películas de terror.
Otras veces es él quien viaja a Nueva York, siempre en compañía de Antígona, porque desde su regreso de Edimburgo se niega a pasar un solo día separado de ella.
En uno de esos viajes, se encarga de mostrar el departamento de Malena a un grupo de compradores interesados; ella ha decidido venderlo. Cuando vuelve a pisar ese espacio, solo por un minuto se permite recordar con cierta nostalgia los primeros días de su relación, cuando la ciudad los vio fundirse el uno en el otro. Luego aparta ese sentimentalismo como se sacude una pelusa de los hombros.
Aprovecha el viaje para visitar su editorial. Habla con ellos sobre la posible publicación de un libro nuevo. Les cuenta la idea, les dice que terminó el manuscrito hace unos meses y que desde entonces ha estado sumido en las correcciones. Va preparado para lo peor, para que quieran desligarse de él, sobre todo tras las acusaciones de que chantajeó a un editor. Le menciona esa inquietud a su agente, y este le responde, con una sonrisa:
«Podrías ser Ted Bundy y no te dejarían ir, Landry. Eres la gallina de los huevos de oro.»
Siempre regresa a su casa en Rhode Island, y sin esfuerzo retoma la rutina de caminatas por la playa, visitas al pueblo; la misma vida doméstica.
Su casa se alza con discreción en medio del paisaje, como si temiera imponerse y prefiriera, en cambio, mantenerse al margen, observando con una timidez casi humana a todo aquel que ose acercarse.
Cuando él la conoció, tenía el aire melancólico de los lugares que han convivido demasiado tiempo con el silencio. No era más que un espacio deshabitado, helado por dentro. Los suelos crujían con una insistencia insegura, como si quisieran hablar pero hubieran olvidado el idioma.
Sin embargo, él la trató con la reverencia que se reserva para los santuarios abandonados. Esperó a que se revelara ante él, y la casa, gradualmente, comenzó a ofrecerle su calidez. Se entregó con un fuego tenue, pero constante.
Entonces llegó Malena.
En su primera visita, ella tocó las paredes adormecidas y estas respondieron a su tacto. El pulso de la casa, apenas perceptible durante los años que Peter llevaba habitándola, se aceleró. Fue como si se hubiera enamorado a primera vista.
Malena asumió la misión de devolverle su antiguo esplendor. Empezó a vestirla según su mirada; sustituyó muebles gastados por nuevos; rompió la paleta neutra con toques de color, y poco a poco, convirtió la casa en un reflejo de sí misma.
Aquel primer día en que Malena cruzó el umbral, Peter comprendió que esa casa no era suya. Que nunca lo había sido, sino que siempre había estado allí, en ese rincón escondido, esperando paciente por ella.
Y desde entonces, ama su casa aún más, porque ahora volver a ella es caer dentro de un abrazo de Malena; impregnarse de su aroma, de su forma única de habitar el mundo.
De vez en cuando, mientras recorren las tiendas del pueblo, Malena sostiene dos lámparas o dos juegos de toallas, y lo mira con urgencia; otras veces, mientras él prepara el almuerzo, ella se le acerca con el teléfono en alto, mostrándole dos sofás. La pregunta siempre es la misma.
«¿Cuál te gusta más?»
Y él, con una sonrisa enamorada, ofrece siempre la misma respuesta.
«El que te guste más a ti.»
La única excepción a la regla es su biblioteca. Malena se pasa horas organizando los libros en orden alfabético, y a Peter le toma un par de días deshacer ese trabajo. Aun así, ella sabe que lo hace sin mala intención, que en ese desorden él encuentra un sistema propio.
Una tarde, mientras la tormenta los retiene dentro de casa, Peter se sienta en el suelo y saca todos los libros de los estantes para reorganizarlos. Malena y Antígona descansan abrazadas en el sofá, Malena sumida en su propia lectura.
Peter se detiene de tanto en tanto para abrir un volumen. Libros que ha leído una y otra vez, con márgenes cubiertos de reflexiones ilegibles hasta para él, garabateadas con urgencia. Ahora es como si los leyera con otros ojos. Descubre significados que antes le habían pasado de largo. O tal vez no es que no los comprendiera, sino que no les había prestado verdadera atención.
En el silencio de la sala, roto nada más que por la lluvia contra las ventanas y el suave crujido de las páginas, Peter lee un pasaje en voz alta, sin aviso. Primero lo lee en su idioma original, luego lo traduce, sin evitar que una sonrisa escape con las palabras.
«Me parece un igual a los dioses el hombre que frente a ti se sienta y de cerca escucha cuando hablas dulcemente»
Malena alza la mirada, buscando la suya con los ojos encendidos y la misma sonrisa dibujada en los labios. Se miran con un entendimiento silencioso y cada uno regresa a lo suyo. Peter sigue pasando las páginas, y cuando llega a “Eros, el que afloja los miembros,” se detiene en esa oración perfecta que funde el deseo y la muerte.
El verso permanece con él mientras hacen el amor esa noche. Contempla la piel de Malena y tiembla, su aliento le desordena las ideas; los engranajes de la mente se separan y se vuelven a reunir en la carne.
Antes creía que el placer era una trampa para el intelecto. Ahora lo entiende como otra forma de sabiduría, la sabiduría del cuerpo. Cada noche de fuego se disuelve en sus labios, se estremece por el calor entre sus muslos.
Sócrates reprendió a Alcibíades por su deseo, pero él, que no es Sócrates, muere cada noche como Penteo en el delirio, y solo entonces encuentra descanso con su cabeza sobre el pecho de Malena. Y de nuevo en la hora matinal, guarda silencio mientras la observa dormir. Bajo el sol que entra por la ventana y le besa los hombros desnudos, Malena parece una escultura blanca y divina.
En El Banquete de Platón, Aristófanes dice que los humanos fueron antes criaturas esféricas, con cuatro brazos, cuatro piernas y dos caras, hasta que fueron divididos por Zeus. El amor entonces es la nostalgia de la mitad perdida. Cuando se recuesta así con Malena, lo cree de verdad.
Por eso en noviembre, cuando pisa Dover por segunda vez desde Edimburgo para visitar a Seth, y asegurarse de que la casa de allá esté en orden, recupera la caja con el anillo que había comprado meses atrás, durante esa semana en la que Malena y él discutieron y no se hablaban. Aún a pesar de ello, él ya había decidido que quería pasar el resto de su vida con ella.
El anillo permaneció en un cajón desde entonces, acumulando polvo. Había planeado proponerle matrimonio al volver de Edimburgo, pero todo se complicó mientras estaban ahí, y el peso de ese viaje lo cargaron de regreso en las maletas. Sabe que Malena aún siente culpa por el aborto, y teme que hablarle de matrimonio se vuelva una carga más. Siempre parece haber algo ocurriendo a su alrededor que hace que esperar parezca lo más sensato. A su vez también piensa que no hay tiempo que desperdiciar, que el futuro es incierto y deben amarse ahora.
Sin embargo, Malena se marcha por un tiempo indefinido a Nueva York. Y una vez más, la propuesta se posterga.
Algunas veces, cuando por accidente vislumbra un noticiero, a los cuales usualmente rehúye, o cuando en la fila del supermercado, su mirada se posa sobre el puesto de revistas, Peter piensa en Vesper Tate-Hayes. En Otis Melbourne. En Gideon Buchanan.
Y al pensar en ellos, inevitablemente piensa también en Alfred Buchanan. En su rostro minutos antes de morir.
Siempre supo que habían dos cabos sueltos en el encubrimiento de su muerte, y esos eran Amelia y Otis Melbourne. Ahora que la verdad de Otis salió a la luz, Peter no puede evitar pensar que es cuestión de tiempo hasta que todo lo demás acerca de esa noche empiece a desentramarse.
Nunca le interesó quién había matado a Otis; sabía que le convenía más si eso no se descubría y, por lo tanto, incluso él prefería no saberlo. Cree que lo que hizo Gideon fue un error, que lo único que consiguió exponiendo a Vesper fue abrir un pozo en el que todos caerán tarde o temprano, porque sabe con certeza que no hay nadie entre ellos, la generación del diecinueve, que no tenga algo que ocultar.
Piensa que la necesidad de justicia no es más que una debilidad del hombre, sobre todo cuando nada bueno surge de ella. Lo que muchos quieren no es justicia, no en el sentido verdadero. La justicia real es impersonal, nace de la necesidad de restaurar el orden. Por algo los antiguos la representaban como hija de Temis, no de Ares.
Lo que la mayoría de sus compañeros quieren no es justicia, es la satisfacción de creerse del lado correcto de una guerra que perdió el sentido hace años. Ninguno de ellos podría estar jamás de ningún lado correcto.
Pero como Casandra, se siente condenado a una lucidez inútil, capaz de ver lo que se avecina y aún así incapaz de impedirlo. Por eso se esfuerza en apartar los pensamientos sobre el futuro. Intenta concentrarse en lo inmediato. Cualquier mención del Círculo es una ráfaga helada que se cuela entre las rendijas de las persianas, estropeando la calidez de su hogar.
En ese ambiente vive el tiempo que Malena visita a Carmy. Es como si la casa se apagara de nuevo ante su ausencia, regresando al estado soñoliento que él conocía, donde las sombras se alargan, los colores pierden vivacidad, las habitaciones adquieren una frialdad espectral.
Junto a la casa, él también vuelve a una versión anterior de sí mismo, más huraña y cerebral. Por las noches, ni siquiera intenta ganar la batalla contra el insomnio. Sigue trabajando en las correcciones de su libro o persiguiendo algún hilo en sus lecturas. A veces, cuando la mente le pesa demasiado, sale a caminar por la playa bajo la luz de la luna, dejando a Antígona en casa.
Solo en esas noches de completa soledad, cuando ni un alma lo rodea a kilómetros, Peter se permite pensar en Boris Bleichman.
No ha vuelto a llorar por él, o en general. No cree que su cuerpo sea ya capaz de convocar una lágrima en lo que le queda de vida. Pero el dolor sigue ahí, como una astilla. Es un dolor más profundo que el que le provoca pensar en Zacarías. En silencio, reconstruye cada conversación desde que lo conoció, cada enseñanza dentro o fuera de un aula. A veces sonríe para sí mismo; luego piensa en Malena, y la sonrisa se esfuma.
Se pregunta si su decisión de matar a Boris lo vuelve como Vesper. Igual de frágil. Pero sabe que no. Matar a Boris es también justicia, la restauración de un orden. Además, él no cometerá el error vulgar de permitir que lo descubran, ni actuará con la torpeza de la pasión. Será preciso.
Una de esas noches, mientras por puro ocio trabaja en una traducción al sánscrito de un fragmento de Hipócrates, sabe con exactitud cómo deben hacerlo.
En diciembre, por fin le propone matrimonio a Malena. No hay grandes gestos de teatralidad. La propuesta surge con la misma naturalidad con la que sus conversaciones, sin querer, desembocan siempre en confesiones de amor. Se dicen cuánto se aman, cuánto significan el uno para el otro, cómo desean compartir juntos el resto de sus vidas. Entonces Peter no puede esperar más y le entrega el anillo.
«Sí.»
¿Cómo puede una palabra tan simple abrir un kosmos? Así como el verbo genésthai (“devenir”), en el arché dio origen a todo, ahora este sí se transforma en verbo y engendra un nuevo mundo. La palabra “gámos” deriva de la raíz gam-, del verbo gameō, que significa “tomar por esposa”. ¿Y qué es el hombre en el matrimonio? ¿Quién es él cuando deja de vivir solo para sí mismo y comienza a vivir también para alguien más? De algún modo, sabe que se sentirá igual que ahora.
El día después de la propuesta, Peter piensa en Aura Pizarro.
Ella siempre había apoyado su relación con Malena, desde el primer momento actuando como un puente entre ambos, cuando ellos aún no sabían cómo encontrarse. Sabe por qué lo hacía, por qué se aferraba con tanto empeño a que lucharan por ese amor, y es porque ella había perdido a Otis. Nunca pudo casarse con quien consideraba el amor de su vida, como ahora Peter va a casarse con el suyo. Sonríe con cierta tristeza al imaginarse contándole la noticia, si aún estuviera viva. Está seguro de que habría sido la primera persona en saberlo, incluso antes que Seth. Ella lo habría adivinado. Tenía esa forma de sonsacarle la verdad aunque él se esforzara en ocultarla.
No cree en la vida después de la muerte, nunca lo ha hecho, pero desde que está con Malena, sí cree en un amor que lo transciende todo; y por eso le gusta pensar, aunque no lo diga en voz alta, que tal vez Aura se haya reunido con Otis en algún lugar. Que al fin están juntos.
A medida que los días se vuelven más fríos, le da pereza salir a caminar por la playa, pero todavía lo hace cada mañana, guiado por una rutina disciplinada de la que nunca se desvía. Antígona lo acompaña como siempre, aunque ahora le pone un abrigo antes de salir. Ella trota alegre sobre la arena húmeda mientras el viento le revuelve el pelaje castaño y blanco. Sin embargo, las caminatas se acortan. Regresa rápido a casa donde lo esperan sus libros y Homero, el cachorro que Malena rescató un día sin previo aviso. Simplemente lo llevó a casa, y Peter se enamoró de él al instante.
Nunca ha celebrado la Navidad con entusiasmo; a lo sumo, cuando la pasaba en casa de los Bleichman. Pero en soledad, los diciembres transcurren sin que piense en las festividades, salvo cuando lo sorprende un villancico en alguna tienda.
Ahora que Malena está con él, decide hacer un esfuerzo. Una mañana le dice que se prepare para tomar el autobús, sin explicarle a dónde van hasta bajarse frente a una granja de árboles de Navidad. Eligen uno y también compran decoraciones nuevas. Pasan esa tarde en casa decorando el árbol, con los perros corriendo entre cajas con cintas y luces cálidas.
Lo que la vida debería ser siempre. No Dover, no el Círculo. Solo la sonrisa de Malena, dos perros felices y una casa que se siente como un hogar.
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* 𓍢・ TASK 04. HICIERON SU MALETA COMO QUIEN HUYE, NO COMO QUIEN VUELVE.
tw: ataques de pánico.
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── grace is just weakness, or so i've been told i've been cold, i've been merciless but the blood on my hands scares me to death maybe i'm waking up today.
@losavntos
regresar de edimburgo había sido un tormento al que se había negado a ceder, se aferraba con los dientes y uñas al poco control que todavía podía mantener ; ese que le permitía mantenerse con la cara en alto incluso cuando sentía miradas encima, cuando había juicio quemándole las espaldas. no necesita el juicio ni el castigo divino, sabe que lo tiene prometido pero ahora mismo no se permite analizarlo ; tiene que resolver el desastre ahora que finalmente se les había ido encima.
por primera vez, en sus pensamientos no están aquellos a los que juró lealtad y protección años atrás, motivo principal por el cual terminó enredada en todo esto. se pregunta si alfred también le habría dado la espalda. se centra en la traición, en la comparación y en lo que más quema, el sacrificio que ahora se sentía con sabor a nada. puede que haya sido arrogante al actuar por cuenta propia, era la maldición que corría en sus venas, pero jamás lo había hecho con una segunda intención. sus métodos no fueron lo más ortodoxos ni encontraba protección en decirse a sí misma que estaba haciendo lo correcto.
debía tanto y eso la bloqueaba. claro que el control sólo era una ilusión. un escudo que cae. el oro se termina por oxidar en agrietada imagen. esa que se presentó como infalible. que se llamó a sí misma intachable. que se percibió por tanto tiempo como divina.
cuando dylan la llama, el mundo se le termina por derrumbar. no cuestiona, no dice mucho. sólo asegura su presencia ahí lo más pronto posible y parte sin pensarlo mucho en dirección al hospital. estando en el auto de camino, es automático ( pese a la falta de contacto, pese a la falta de sensibilidad ) llamar a gavril borsuk. sólo le indica a dónde se dirige y el motivo, patriarca no la cuestiona inmediatamente, le asegura que estará ahí lo antes posible y ahí muere la llamada.
la culpa la acompañaba como una sombra constante, misma que crece cuando la imagen que tiene frente a ella la desarma, la quema y la perseguirá hasta el final de sus días. lo siente cuando vuelve a cruzar mirada con dylan, el cómo el silencio parece una guerra fría entre ambos ; pese a que miradas digan mucho más. no la abraza, no se disculpa, sólo avanza en automático con un pensamiento constante en mente:
le había fallado al punto que estuvo a punto de perderla.
los días transcurren en silencio sepulcral, se da como tarea diaria dejarle flores en la habitación pese a que ya esté consciente. hay crudeza en las bromas que maneja la británica y dentro de todo, le da algo de alivio sentirla otra vez. hay días que sólo es rápida con la entrega, no habla mucho porque siente que el corazón se le saldrá del pecho. hay un día en específico que prácticamente huye después de dar unos buenos días del que no espera respuesta.
el pasillo se le hace eterno. el ruido del hospital —carritos de medicinas, voces lejanas, teléfonos— le golpea los nervios como un eco punzante. llega al baño sin siquiera pensarlo, empuja la puerta y apenas se cierra el pestillo, el aire deja de entrar.
no puede respirar.
el control ( ese que juró mantener, ese oro oxidado al que todavía se aferra ) se le escapa entre los dedos como agua. se apoya contra el lavamanos, pero sus manos tiemblan tanto que apenas puede sostenerse. los espejos son crueles: su reflejo le devuelve una imagen que no reconoce. las ojeras marcadas. los nudillos rojos de tanto apretar los puños. La mandíbula tensa hasta dolerle.
el primer sollozo le sale como un ruido seco, ahogado. no es llanto todavía; es rabia contenida. golpea el borde del lavamanos con la palma, una, dos veces, hasta que la piel se le enrojece.
se odia por esto. por no poder detenerlo. por no haber sido suficiente para evitar que vesper terminará aquí.
se encierra en la sensación hasta que siente que el pecho va a estallar. el aire se corta en jadeos cortos, ásperos, y termina apoyando la frente contra el espejo frío, buscando algo que la ancle a la realidad. se repite en voz baja:
“control, herae. control…”
pero no lo hay. sólo el temblor en sus manos, la opresión en el pecho y esa náusea familiar que sube cuando la culpa se vuelve insoportable. no sabe cuánto tiempo pasa ahí, apenas unos minutos o quizás media hora, hasta que consigue lavar su rostro con agua helada, obligando a su reflejo a recomponerse.
cuando sale, nadie lo nota. nadie, salvo dylan, que está en el pasillo con una taza de café en mano. no dice nada; sólo la mira. herae no aguanta esa mirada, así que desvía los ojos y sigue caminando.
y dylan… no la detiene.
otro día se hace de una pertenencia vieja que guardó con tanto cariño años atrás, esa que había guardado entre sus pertenencias cuando volvió al hospital para verla. el que esté dormida facilita la tarea cuando extiende la manta que, le quedaba un poco pequeña, pero que simbolizaba su infancia, con intención de cubrirla del frío.
“no voy a ir a ningún lado.” es lo último que recita antes de quedarse dormida cómo puede en el espacio sobrante de cama que no le pertenece. como si otra vez fueran las mismas chiquillas.
gavril llega para verlas por el divisor de la habitación, corazón que se juraba endurecido completamente blando por la imagen que ahora visualiza. es ahí cuando sabe que tiene que sacarlas de ahí apenas tenga la posibilidad, por lo que siguiente accionar del abogado es ir en busca de october hayes para mencionarle idea.
california se presenta a sí mismo como refugio momentáneo, recordatorio que impunidad era limitada y que debido a eso, se debían al exilio que napa estaba otorgando en ese momento. al inicio de sintió desintoxicante, eventualmente las miradas que intercambiaban con dylan ya no eran tan ásperas, se turnaban por acompañar a vesper cuando las dos no podían estar al mismo tiempo. no había mucho qué decir, sólo quedaba agradecer por cada risa recuperada, calidez encontrada en lo efímero de presencia.
la mayoría de noches duerme muy poco. piensa en carmine a veces, la última mirada que recibió de él y el cómo a veces se planteaba a sí misma cómo pudieron haber sido las cosas si hubiera sido honesta con él años atrás. no había mucho espacio para eso porque cada escenario en su cabeza, termina peor. se pregunta si theseus siempre lo supo, si esa vez que le pidió que se abriera con ella, sabía todo al igual que ella ; no lo culpa por no ceder. no lo culpa por lo que hizo gideon, pero si por presionar el momento equivocado.
gideon le sigue como una constante a la par de isabel. no había odio guardado para ninguno de ellos, jamás podría incluso cuando era más sencillo desearlo. pero estaba herida, la traición se sentía cuán puñal directo al pecho. no los justifica, no los comprendía y evitaba darle más espacio a esos pensamientos porque temía lastimarlos, porque aunque tuviera que marchitar sentimientos, no sabía cómo hacerlo.
otras veces el que llegaba sin mencionarlo era román. se torturaba por la forma en la que últimamente la miraba, pese a que siempre se recordaba que se merecía esa brutalidad ; no dejaba de doler. una noche en específico, de esas en las que se quedaba al lado de vesper conversando hasta que cualquiera de las dos fuera presa del sueño, se despierta en lágrimas.
soñó con lo que pudo ser y eso la agrieto más.
nunca le contó a vesper qué soñó exactamente, pero agradece que en el silencio encontró consuelo, comodidad. esa noche, durmió abrazada a ella y no comentaron mucho al día siguiente, más allá de las bromas que usualmente las rodeaban por confianza, por años de compañía. su corazón siempre había estado conectado al de la británica.
también hay mucho que atesora cuando vuelve hacía dylan, el cómo confianza hacía ella seguía intacta incluso con aspereza de por medio. se olía que algo no estaba del todo bien, la conocía lo suficiente, pero esta vez, decidió no meterse tanto en espera de que ella fuera en busca de su apoyo.
cuando se anuncia la llegada de dimitri e irina borsuk, gavril le pide a herae que se muevan del viñedo hayes al hogar propio dentro de napa ; herae apenas ponía un pie ahí por lo mismo que evitaba quedarse a solas con gavril. una vez ahí, ve a irina borsuk luciendo impecable como siempre ; abrigo negro, labios rojos, esmeraldas más claros que los propios y hasta más incisivos. al lado de ella se encontraba dimitri borsuk, elegante, pulcro ; le avergonzaba estar bajo su mirada pese a que en cerúleos jamás detectó juicio.
estando en el despacho, irina es quien corta el silencio. “esto es un desastre.” soltó, quitándose los guantes de cuero a la par.
“gracias por tu aguda observación.” añadió gavril con ironía.
“no estoy para pelear aquí contigo. estoy aquí porque herae nos necesita.” pudo añadir más, pero se detuvo.
“imaginate lo sencillo que habría sido arreglar esto si alguien no hubiese tenido una crisis moral hace treinta y tres años.” mellizo suelta con desgano, ignoran por completo la presencia de herae que se limita a mirarlos ahora.
con respuesta en la punta de sinhueso, dimitri es quien alza ambas manos con intención de silenciar al par, posándose en medio. “lo que necesitamos es un plan. uno rápido.” inicia dimitri, entonces siendo él quién se sienta primero en espera de que lo sigan.
entonces, gavril decidió añadir. “lo que hizo albertina solanas no estuvo tan mal.” inicia, ahí llevándose la atención de los presentes. “podrías desaparecer de la forma correcta, sin volver y empezar desde cero.”
irina añade después: “aurora blade todavía nos debe un favor, podríamos hacerlo funcion—.”
“no.” corta rápidamente herae.
“milenka.” inicio gavril, severidad asomándose en mirar pese a que dimitri le sujeta disimuladamente del brazo.
“no soy una cobarde.” escupió con desgano, presencia se hizo mucho más grande.
gavril clavó los ojos en ella, mandíbula notoriamente tensa. irina sólo suspiro. dimitri, en cambio, asintió. como si hubiera esperado exactamente esa respuesta por parte de ella.
“entonces habrá que buscar otra manera.” inicio el mayor, mirada paseándose entre los presentes. “pero entiendan esto: no tenemos margen para errores.”
y por primera vez en todo ese tiempo, herae sintió que no la miraban como un soldado errático ; sino como una igual. dimitri no dudaba de ella. había compasión en la mirada de irina, quien temía acercarse mucho porque veía las mismas paredes en ella que en gavril. pero gavril borsuk, él sólo se limitó a servirse whisky y a darle una mirada de advertencia a herae, una que funcionaba como recordatorio para la posterioridad. era temor bañado en supuesta severidad.
las noches siguiente a eso, tenía algo más de calma, el sueño no era tan difícil de conciliar pero la empujó al otro extremo: al de pasar días enteros dentro de habitación designada, comiendo lo necesario, aprovechando ausencia de dylan o vesper. hasta que la de dylan se hizo más marcada con su despedida después de aquella noche ; tenía que dejarla ir y seguir velándola en silencio.
adopta como rutina escribirle periódicamente a seth, a veces sólo le mandaba una foto de cerbero ; lo que fuera para recordarle que estaba ahí, que no tenía que preocuparse. pero también se castigaba con todas las decisiones erradas que tomó en relación a él. un momento en específico regresa como constante a ella cuando morfeo no se apiada de su alma, cuando no sabe cómo dejar de maquinar. y como siempre, su mente volvía al aeropuerto de edimburgo.
recordaba cómo seth la había sacado de todo el caos cuando petición apenas se coló entre rosáceos, sin preguntar ni dudar. la llevó a un rincón apartado, a salvo de las miradas. ella terminó, sin pensarlo, desarmándose encima de él. refugiándose en su torso como si todavía tuviera derecho a hacerlo. había soltado todo: el miedo de no poder arreglar nada, la culpa de haberlo arrastrado al desastre ; se le escapa la confesión de cuánto lo había extrañado. pese a que en la actualidad se reprocha a sí misma por lo dicho, le recordó que lo quería. le soltó esa bomba sin pensarlo.
y seth… seth simplemente se quedó. no la apartó. no la juzgó. solo la sostuvo, como siempre.
había días que se sentía asfixiaba en propio exilio, momentos dónde se quedaba a solas con patriarca y no había mucho que decir porque, dentro de todo, la comunicación nunca había sido un fuerte para ellos. gavril y herae estaban cortados por la misma tijera, en las peores partes como dijo gia santino alguna vez; pero así mismo se comprenden. hubieron tardes que compartieron vodka, sin hablar mucho, una que otra idea relacionada a lo que podrían hacer si vesper va a juicio. otras veces eran gavril hablando de lo emocionado que estaba cuando la llevó a su primera clase de karate, en el mismo dojo que alguna vez estuvo él. jamás la llamaba por su primer nombre, sólo milenka, firme recordatorio que dentro de todo, era su pequeña.
a veces miraba la entrada principal del hogar con la ilusión que gia santino apareciera con artem de la mano, con una disculpa que anhelaba tanto. quería que su madre la mirase con ternura y le mintiera diciéndole que todo saldría bien ; pero eso nunca llega. no un mensaje, no una llamada, gia nunca hace acto de presencia ni abandona italia en ningún momento. artem a veces la llamaba, sin entender mucho porque seguía siendo sólo un niño de diez años que desconocía porque a la mejor amiga de su hermana la llamaban asesina, por qué la señalaban a ella como una criminal.
cuando eros se encuentra en napa, la mayoría del tiempo la dinámica entre ambos se mantiene intacta, como si el tiempo nunca hubiese pasado, como si todo lo que estuviera ocurriendo afuera de ese hogar fuera irreal. hay un día en específico, que irina vuelve a sumarse a la ecuación, tocando la puerta de la habitación que tenía todo el día sin abandonar. no sabe si fue idea de su hermano mayor que blonda subiera o si fue decisión de la misma simplemente ir en busca de ella, mirarla con compasión pese a que herae no la notaba. en irina, veía el linaje maduro que no conocía la fragilidad, que se encontraba impecable de pies a cabeza como si pudiera manejar todo a su alrededor. se pregunta si ella alguna vez se veía a sí de compuesta.
“pensé que bajarías a desayunar.” inicia irina, quedándose apoyada en el marco de la puerta.
“no tengo apetito.” herae se reincorpora pero no se mueve mucho de su lugar, sólo se acomoda el cabello para lucir un poco menos rota frente a los ojos de ella. hay un silencio largo, miradas se intercambian nada más.
“eres idéntica a tu padre.” comenta irina, avanzando hacía ella sin permiso. “tan orgullosa y testaruda, no saben pedir ayuda.” señala lo obvio.
“no necesitas hacer esto.” la corta de pronto, girándose por completo para encararla. “mira, es muy tierno que eros te vea como una mamá, pero yo no soy él. no necesito tu piedad, no necesito tu cuidado, no necesito est—.” herae iba a hablando sin pensar, defendiéndose cuán gato callejero.
irina sólo avanzaba mientras asentía, falso interés hasta que logra rodearla con sus brazos con fuerza, un movimiento tan natural que heló a herae por completo. por un segundo, la quiso empujar, morder, huir, lo que fuera para apartarla, pero no lo hizo. el contacto fue firme, protector, y más maternal de lo que jamás había recibido de gia.
y entonces… se quebró. recuerda que irina le dijo que era un lugar seguro, que en la privacidad de ese hogar, nadie la vería así.
es idea de eros salir de napa por un par de días, siendo el destino los angeles (para mantenerse cerca). terminan en el antiguo hogar de los mijáilovich, mansión que vio crecer a su abuela y en algún punto, a su padre también. la misma estaba completamente sola, había personal que se encargaba de mantener todo pulcro, perfectamente cuidado aunque su bisabuelo ya no estuviera presente.
eros estaba decidido a no dejarla caer. la obligaba a salir de la cama, a desayunar con él, a caminar por los jardines y recorrer los pasillos que apenas conocían, porque esa mansión no pertenecía a su tiempo sino a una historia que les precedía. entre ambos compartían silencios cómodos, pequeñas rutinas que empezaban a parecer un salvavidas.
pero la serenidad de esos días es superficial.
una noche, mientras eros se encontraba en la biblioteca revisando la colección del difunto dominic mijáilovich, herae estaba concentrada en su móvil hasta que termina cayendo inevitablemente en las noticias. aquellas que, cuando no tenían el nombre de vesper, tenían el suyo. sintió cómo el mundo se le cerraba encima. fue repentino: el pecho le ardía, el aire se le escapaba y el eco de su propia culpa se volvió insoportable. en silencio se encerró en el baño contiguo, intentando no hacer ruido, pero el mayor notó su ausencia demasiado pronto.
eros golpeó la puerta una sola vez, con voz firme pero contenida.
“herae.”
no hubo respuesta. ahí, sin pensar en límites o lo demás, la abre para encontrarse con la imagen de hera hecha un ovillo junto al lavamanos temblando. esmeraldas estaban vacíos, las ojeras se marcaban mucho más y se veía atrapada. eros, sin pensarlo mucho, se puso de rodilla frente a ella y la sujetó de los hombro, obligándola a que esmeraldas se encontrarán con záfiros.
“respira conmigo.” timbre era firme, pero no severo como el de gavril. no iba a discutir para tener la razón.
quiso protestar, gritarle que se fuera e igual ninguna palabra salió. así que se dejó guiar. eros contó en voz baja, una y otra vez, hasta que el aire empezó a entrar de nuevo, áspero pero real. la presión en el pecho cedió lo suficiente para que el llanto finalmente escapara, silencioso y desbordante.
esa noche, confesó por primera en voz alta que tenía meses lidiando con los ataques de pánico. específicamente, desde que se reabrieron los casos. todo mientras eros la apretaba con intención de recordarle que estaba ahí, como cuando eran niños. le hizo prometer que buscaría ayuda profesional para manejar aquello sin contenerlo ni ignorarlo por más tiempo.
las semanas siguientes se movieron con una calma forzada. entre los angeles y napa, se aferraba a un horario. reuniones rápidas con gavril, salidas espontáneas con eros cuando se encontraba disponible, tardes en silencio con vesper, y en medio de todo eso, visitas discretas a la oficina de su terapeuta cuando no se quedaba más rato en napa.
el consultorio era un refugio extraño. ni lujoso ni solemne, sólo sobrio, con paredes claras y una mujer de mirada tranquila que jamás pronunciaba su nombre completo, solo ‘hera’. La terapeuta, la doctora celeste ardan, no preguntaba más de lo necesario; sabía leer los silencios tanto como las palabras.
las primeras sesiones fueron casi inútiles: herae no hablaba, solo se sentaba recta, los dedos entrelazados, facciones en una máscara de control pulido, pero la doctora no cedió. no la presionó. la dejó llegar por su propio peso.
hasta que, una tarde, entre un análisis de sus ataques de pánico y el eco de palabras que no quería decir en voz alta, herae terminó admitiendo:
“no sé cómo ceder” expresó, apenas audible. “si suelto todo—tengo miedo de no saber quién voy a ser después.”
celeste solo asintió, con esa calma imperturbable que desarmaba cualquier resistencia.
“entonces no vamos a soltarlo todo” resolvió. “vamos a aprender a sostener lo justo para no ahogarte.”
y, contra todo pronóstico, esas palabras se quedaron grabadas.
no regresa a napa por un par de noches más, se queda en la soledad del hogar mijáilovich en compañía de cerbero. se le hacía sorprendente, como dentro de todo, can que tenía comportamiento de huracán ; se limitaba a sólo estar pegado a su costado, siempre durmiendo a sus pies, atento a cualquier movimiento inusual que viniera por parte de la italorusa. recuerda haber visto que el reloj marcaba las 03:07, otra vez no podía dormir. tomó el celular sin pensarlo mucho y le marcó a seth harbolt, quien respondió al tercer timbrazo. no lo cuestiona por la hora, pese a la diferencia de horario entre new york y los angeles, sabía que él y ella tenían en común la rutina: bueno, al menos cuando ella todavía la sostenía. inicialmente no habla mucho hasta que el actor rompe el hielo con una broma que inevitablemente, le arranca una risita.
no sabe por cuánto rato hablan banalidades ni cuándo finalmente desliza la excusa barata que cerbero lo extraña. eso los lleva a planificar encontrarse, no en los angeles, pero al mismo en un lugar cercano a la ciudad. son bastante cuidadosos con los arreglos necesario, acordando llegar por separado.
cuando finaliza la llamada, la culpa vuelve a instalarse en su pecho. sentía que era injusta con él por seguir buscándolo. por pedirle que se diera por vencido con ella, como lo hizo semanas atrás. y sin embargo, no puede evitarlo: seth siempre termina siendo el único lugar donde herae puede dejar de fingir que no está llena de grietas, oro oxidado, probablemente maldito.
esa verdad, aunque la alivie, también la quiebra un poco más.
adelanta su cita de la semana para no tener que tomarla por llamada, por ahora, cuida bastante ese espacio que se hizo en consultorio ; no lo cuenta ni lo comparte con nadie, no por vergüenza sino por preservación. empaca ligero, se disculpa por millonésima vez con cerbero por cargarlo para arriba y para abajo con ella, pese a que can parece no reprocharle nunca porque sólo le observa con curiosidad ; con amor. irónicamente piensa lo mucho que ha manejado las últimas semanas y que, de cierta forma, encontraba bastante agradable el silencio, lo normal. pese a que tenía un largo camino por delante hacía sacramento, no lo pensó mucho y se fue apenas el día marcó.
ese fin de semana, pese a que haya naturalidad en dinámica con seth, en comodidad que encuentra a su alrededor y en conversaciones triviales, el fantasma sigue muy presente entre ellos. es demasiado cautelosa esta vez, no menciona ni de casualidad el elefante en la habitación ; se las arregla incluso cuando la imagen que tiene, emana derrota, debilidad, vulnerabilidad. definitivamente no era la misma herae que se encontró esa vez en pomona cuando se volvieron a ver por primera vez en años.
la abrazaba sin cuestionar, a veces le dejaba un beso en la frente cuando hera lo miraba mucho tiempo como esperando algo más, pero nunca lo pedía. hay calma, hay familiaridad entre palabras que no se comunican pero que miradas sí. ríe honestamente, duerme en paz las dos noches pese a que se siente como una carga bastante pesada para él. no hay espacio para cuestionarlo, por primera vez no lo hace, sólo agradeció en silencio, con actos de servicio como si fuera una realidad alterna a la que debían volver una vez el domingo llegará a su fin.
se va un poco más compuesta pese a que el tiempo con él, siempre era robado, no podía darle más significado sin que fuera letal para ambos. tiene presente vínculo con albertina solanas y esa es la mayor motivación que no le permite decirle absolutamente nada: ni siquiera a dónde se iba a encaminar después de sacramento.
boston estaba cubierto de nieve, y el frío se le metía en los huesos a herae aunque llevara el abrigo cerrado hasta el cuello. la ciudad nunca le había parecido tan imponente, tan silenciosa. quizá porque sabía que esa conversación no podía posponerse más.
el hogar de vera alcázar-hastings se alzaba sólida, con esa elegancia que parecía intocable. herae se detuvo frente a la puerta, respiró hondo, y golpeó.
la puerta se abrió al segundo intento. “herae.” dijo vera, sin sorpresa, pero tampoco sin distancia.
blonda se inclinó la cabeza apenas. “¿puedo pasar…?
vera simplemente se hizo a un lado, dejando que entrara. el olor familiar a té negro la envolvió. se quitó el abrigo con manos nerviosas, siguiendo a vera hasta la sala.
allí, con la chimenea encendida y dos tazas de té sobre la mesa, el silencio fue casi insoportable. finalmente, herae se atrevió a hablar:
“no vine a pedirte nada.” comenzó, la voz baja, pero firme. “sólo quería decirte que voy a hacerme cargo de esto por mi cuenta. como debí hacerlo siempre.” rosáceo tiembla, disculpa asomándose. “ya te causé los suficientes problemas, no puedo seguir a—.”
vera observó de reojo, sin parpadear, antes de apoyar la taza en el platillo. “no.”
herae parpadeó. “¿qué?”
“no.” repitió vera con calma. “no voy a dejarte sola en esto, herae. aunque quieras. aunque insistas.”
“pero es que no puedo comprometerte más, vera. no después de todo lo que ha pasado.” entonces vuelve a pensar en román, se agrieta más. “n-no es justo para tu familia.”
vera no supo responder al instante. su orgullo como abogada y madre chocaba con su conciencia. sabía que su hijo sentía que ella había elegido el lado equivocado.
“estoy hasta el final, herae.” entonces, encuentra otra vez esa seguridad en mirada que la hela por completo. que le hace desear que gia la mire así. otra vez se descompone. se maldice a sí misma por la exposición, por la vulnerabilidad que parece superarla bajo la mirada de alcázar-hastings ; se siente tan patética.
“no intentes echarme otra vez, niña, sabes que no va a funcionar.” la abogada la sorprende con un abrazo que siente que no se merece, pero que igual recibe, al que sus manos se aferran por varios segundos.
“lo sé.” concedió, sorbiendo apenas. “gracias.”
y por un instante, todo no se sintió tan perdido.
el camino de regreso a napa no fue una fuga esta vez ; fue una marcha deliberada. herae ya no se sentía arrastrada por el desastre, sino empujada por una resolución que le ardía en el pecho. boston, vera y aquella conversación la habían dejado con una claridad incómoda pero firme: el juicio estaba cada vez más cerca y ella no pensaba enfrentarlo a ciegas. pese a que no haya una guerra declarada a puertas a abiertas, tenían que prepararse para lo peor.
cruzó las colinas cuando el sol comenzaba a bajar, tiñendo los viñedos de tonos dorados y rojizos. cerbero, en el asiento trasero, apenas se movió, grandes ojos azabaches siempre fijos en herae mientras llegaban al hogar. cerbero prácticamente sale disparado cuando le abre la puerta, adentrándose. nahla es quien la recibe con un cálido abrazo, llegando gavril segundos después mismo que sólo dedica una mirada de bienvenida, no hay tanta tensión pese a la ausencia de herae que no justificó mucho.
herae les pide que se reúnan que la esperen en la sala principal ; visualiza a vesper a lo lejos, pero todavía no se acerca a saludarla. pasados los minutos, esmeraldas cruzan a gavril, vesper, october y nahla ; es ahí cuando tira sobre la mesa de en medio un par de carpetas. esmeraldas se fijan sólo en vesper, percibe la sombra de una sonrisa, casi indicando un te habías tardado.
“esto es lo que haremos.”
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⸻ # task 03 : juraron que no sabían nada, pero el viento no sabre guardar secretos.
𝗅𝖾𝖺𝗏𝗂𝗇𝗀 𝗍𝗁𝖾𝗆 𝖿𝖾𝖾𝗅𝗂𝗇𝗀 𝖻𝖾𝗍𝗋𝖺𝗒𝖾𝖽 𝖻𝗋𝖾𝖺𝗄𝗂𝗇𝗀 𝗍𝗁𝖾 𝖻𝗈𝗇𝖽𝗌 𝗍𝗁𝖺𝗍 𝗒𝗈𝗎'𝗏𝖾 𝗆𝖺𝖽𝖾 (𝗂'𝗆 𝗌𝗈 𝗌𝗈𝗋𝗋𝗒) 𝗍𝗁𝖾𝗋𝖾 𝗂𝗌 𝗇𝗈 𝗉𝗋𝗂𝖼𝖾 𝗐𝖾 𝗐𝗈𝗇'𝗍 𝗉𝖺𝗒 (𝖿𝗈𝗋𝗀𝗂𝗏𝖾 𝗆𝖾) 𝗐𝖾 𝖻𝗈𝗍𝗁 𝗄𝗇𝗈𝗐 𝗐𝗁𝖺𝗍 𝗂𝗍 𝗍𝖺𝗄𝖾𝗌 𝗍𝗈 𝗌𝗎𝗋𝗏𝗂𝗏𝖾
post original ━ @losavntos
La transmisión es ruidosa. Su alrededor también lo es.
Lo intuye, en realidad, más que escucharlo, porque en sentido auditivo lo único que percibe es un zumbido. Fuerte, agudo; va en compás de corazón golpeando con fuerza en el pecho al entender las implicaciones de las palabras de Vesper.
Ella mató a Otis.
Cuando vio a Carmine aquella noche, seguido por Herae, pensó que había sido él. Lo resintió por años. Fue incapaz de acercarse a él hasta que película tuvo lugar y tuvo la oportunidad de conocerlo genuinamente.
Vio a Hera con las manos llenas de barro y pensó tantas cosas. Se convenció a sí mismo de una imagen que nunca ocurrió, de que quizá intentó ayudar a Otis, sin que el resto la viera. O que quizá— se obliga a sí mismo a detenerse. Se cegó a sí mismo por amor, por preocupación, porque no la creyó capaz de cruzar un límite. Se siente estúpido, ridículo, porque la respuesta siempre estuvo frente a sí y él nunca intentó averiguarlo. Nunca le preguntó. Fue el fantasma en la habitación durante el transcurso de su relación que nunca se atrevió a confrontar.
Porque hacerlo significaba mucho más de lo que él estaba preparado para sobrellevar entonces.
Piensa en Carmine, en la charla que tuvieron durante los interrogatorios, donde admitió que no recordaba lo que ocurrió y Seth le preguntó de vuelta si de verdad no lo sabía. Porque él lo recordaba, con nauseabunda claridad, pero al final del día, también estuvo equivocado.
Hay una revolución que ocurre entre las costillas. Piensa en Otis, en esa noche, en las anteriores, en vínculo que nunca tuvo sentido en su mente y se pregunta qué habría ocurrido de haberse tomado la valentía de meterse, de actuar por cuenta propia en lugar de buscar ayuda por otro lado. Estómago se cierra, empuja náuseas, quiere arrancarse la mano que no tiene en el cuello pero que la siente todos los días.
No se justifica. Haber sido un joven con demasiado miedo, con todo para perder, no es excusa. Ni la usa como una.
Reacciona cuando escucha a Albertina. Se acuerda que está a su lado y que necesita estar para ella, incluso si él no se merece la oportunidad de estar a su lado.
Llama su nombre un par de veces, quiere alcanzarla pero no puede. Aunque estén limpias, siente las manos sucias.
Albertina explota y él lo toma por completo. La escucha sin juzgar, sin criticar. No le importa que le grite, que alce la voz; se queda ahí como un fuerte y lo recibe todo sin quejarse. Es lo mínimo que puede hacer por ella.
Lágrimas corren por rostro femenino y no puede evitar ser egoísta. Las limpia, con cuidado, pulgares que recorren piel en un gesto tan suave que parece apenas la sugerencia de un roce. La abraza con fuerza, la sostiene. Ofrece lo único que tiene por el momento: Un lugar seguro para drenar, desahogarse. Sin pena ni miedo. Si quiere gritar, la escucharía. Si quiere golpearlo, lo aceptaría.
—Estoy aquí para ti —Dice tras una ligera inhalación. Suena a una promesa. Lo es.
Piensa, también, que tiene razón. No habrá castigo cuando siempre ha sabido que personas así siempre ganan. Lo vio incontables veces con sus abuelos, con sus padres. Cómo el trabajar duro no es recompensa suficiente. El cómo esforzarse día a día palidecía en comparación con quiénes tienen el verdadero poder de hacer y deshacer a gusto. La justicia nunca fue justa, por eso se toma con las propias manos.
Hay que hacer lo que se necesite hacer para sobrevivir. Eso lo sabe bien. Ridículamente bien. Después de todo, se había vendido a sí mismo en favor de proteger a alguien más.
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─── ⋆.˚ 𝐭𝐚𝐬𝐤 #𝟎𝟑 ; juraron que no sabían nada, pero el viento no sabe guardar secretos.
⤷ post original ⋆⭒˚.⋆ @losavntos
tw: mención de autolesiones, violencia y vesperfobia (?)
Al principio, no entiende del todo lo que está oyendo.
O tal vez sí. Tal vez lo entiende con demasiada claridad, pero su mente se niega a registrar la magnitud de lo que está ocurriendo.
¿Por qué ahora?
Observa la transmisión en silencio, con el rostro impasible. Solo los dedos tamborileando contra su rodilla revelan la tensión que hierve bajo la superficie. No espera nada. No puede.
Otra pista falsa que no llevará a ninguna parte, piensa. Otro espejismo. Otra provocación de las Moiras para empujarlos a enfrentarse entre ellos, a destrozarse los unos a los otros, y así facilitarle el trabajo a aquellos que están peldaños más arriba. A los que mueven los hilos y nunca se ensucian las manos.
Quizá se volvió pesimista. O quizá, simplemente aprendió. Hace años que dejó de esperar respuestas. Ya no alimenta esperanzas de saber lo que ocurrió aquella noche.
No hubo respuestas. No hubo culpables. No hubo justicia.
El mundo sigue girando, indiferente. El tiempo pasó. Y Otis— Otis sigue seis metros bajo tierra. Silenciado para siempre. Amelia no está.
Escuchar al “grupito de oro”, como una espectadora invisible, le hace rodar los ojos. Le revuelve el estómago. Finge no escuchar la voz de Herae. Era fácil olvidar de qué lado estaba cuando estaban solas, cuando la distancia entre ambas se llenaba de silencios cómodos y gestos suaves. Pero ahora, oyéndole entre los demás, entre ese grupo, ya no puede seguir fingiendo. Ya no puede desentenderse. Su voz, entrelazada con las otras, suena distinta.
Todo suena tan cansado. Tan trillado. ¿Acaso se escuchan a sí mismos? Son un agujero negro que gira sobre su propio eje, devorándolo todo a su alrededor, siempre hambriento, siempre insatisfecho. Porque nunca enfrentan las consecuencias de sus actos. Esa es la bendición —y la maldición— del círculo. Ninguno de ellos se salva de la podredumbre.
Seis años. ¿Por qué ahora?
Quiere preguntar. Quiere gritar. Pero sabe que no obtendrá respuestas.
Ya no reza.
No necesita saber lo que pasó esa noche. No quiere saberlo. O eso se repite, una y otra vez, hasta que la mentira se transforma en una especie de verdad. Cómoda. Asfixiante.
Su resignación. Su obediencia. Su silencio cómplice. Siente vergüenza de sí misma. Siente rabia. La siente como una sustancia negra y espesa que la va corroyendo por dentro, de forma lenta y metódica, matándola de a poco. Y cuando cae la noche, cuando el mundo se calla, sólo queda ella y sus pensamientos. Y esa culpa que no grita, pero la aprieta. La ahoga.
No puede mirarse en el espejo sin sentir el deseo punzante de arrancarse la piel a tiras con las uñas. De borrarse. De desaparecer por completo, como si nunca hubiese existido. Porque, en el fondo, ya lo sabe. Sabe quién mató a Otis. Puede ver su rostro cada vez que parpadea frente al vidrio. Puede verlo en el reflejo.
¿Serviría de algo saber quién le dio el golpe gracia? ¿Cambiaría algo? ¿Acaso le devolvería todo lo que perdió?
Prefiere no saberlo. Prefiere no afrontar las cosas de frente. Siempre fue así. Y sin embargo, a pesar de todo, no puede evitar pensar en Otis. En Aura, que decidió no callarse más. ¿Sabía que pagaría por eso con su vida? Debió saberlo. Y aun así— Lo hizo. Se arriesgo para que la verdad pudiese salir a la luz.
Quizá ella sólo era una cobarde. Una que huyó. Y que sigue huyendo. No puede parar ahora. No sabría qué hacer si supiera la verdad. No habría podido manejarlo entonces—y mucho menos ahora.
Por eso dejó que otros tomaran las riendas de su vida. Porque no sabía qué hacer con sí misma. Nunca lo supo. Era más fácil obedecer. Dejarse llevar.
Pero, en el fondo, sabe que su impasibilidad, su silencio también fue parte del crimen.
Otis no se habría quedado callado. Y eso fue lo que selló su destino.
Entonces, ¿por qué se calló ella? ¿Qué ganó?
Cada vez que cierra los ojos, ve el cuerpo flotando en el lago. El rostro destrozado.
El cuerpo. No Otis.
Porque Otis estaba en su dormitorio, charlando con Aura por el móvil. Otis estaba en la biblioteca, dormido sobre un libro abierto. Otis estaba en todas partes, menos ahí.
Sus recuerdos de esa noche son difusos, borrosos, como una película vieja, vista en la infancia y recordada a medias. Pero a veces regresan con una nitidez cruel, como un destello de luz en la oscuridad. Le cuesta sostenerlos: se escurren entre sus dedos como agua helada. A veces, se pregunta si es porque simplemente se rehúsa a recordar.
“Tenemos que sacarlo de ahí. ¡Tengo que ayudarlo—! ¡Todavía está vivo! Por favor. Por favor.”
La voz en su memoria suena distante, ajena, como si le perteneciera a otra persona. Una chica. Joven. Suplicando entre lágrimas. ¿Era ella?
No recuerda haber hablado. No recuerda haber gritado. No recuerda haber llorado. No recuerda haber hecho nada.
¿Por qué se quedó callada tanto tiempo?
Su vida no era algo de lo que se sintiera orgullosa.
Vivía como si ya estuviera muerta.
Y, en el fondo, ya lo estaba. Medio viva. Medio ausente. Un pie adentro y el otro afuera.
Un fantasma que no sabe que es un fantasma.
Vagando sin rumbo, sin nombre, sin un lugar en el mundo.
Está a punto de cerrar la transmisión. No quiere seguir escuchando.
Y entonces, ocurre. Aquello que temía. Aquello que, en silencio, estaba esperando desde hace mucho tiempo.
“N-no sé… Qué fue lo que hice exactamente, yo—— no recuerdo… No recuerdo cómo… Vi cómo tomé una piedra y lo golpeé en la cabeza.”
Y de pronto, todos sus peores temores se hacen carne. No hay alivio. No hay respuestas. Ni siquiera una explicación. Solo más violencia sin sentido.
Es como recibir una bofetada con la mano abierta. La respiración se le atasca en la garganta. El cuerpo entero se le paraliza, igual que aquella noche. La transmisión continúa: sollozos, susurros, gritos ahogados, un forcejeo. Pero ya no registra nada.
Sus manos tiemblan sin control. El móvil se desliza hasta caer al suelo con un golpe seco.
De todas las cosas que imaginó. De todas las teorías. De todas las personas posibles—
¿Vesper Tate-Hayes?
Se esfuerza por recordar si alguna vez intercambió una palabra con ella. Nada. No lo entiende. No tiene sentido. ¿Por qué?
No conoce a Vesper Tate-Hayes, pero la odia. La odia con una intensidad que le da miedo. La odia como nunca ha odiado a nadie.
Quiere gritarle. Quiere sacudirla. Quiere arrancarle el cabello dorado a mechones. Hacerla sangrar. Quiere mirarla a los ojos y exigirle una explicación.
“¿Por qué lo mataste? ¿Lo conocías siquiera? ¿Alguna vez hablaste con él? ¿Por qué? ¿Por qué?
Aprieta los dientes con fuerza, intentando contener el temblor que atraviesa su cuerpo. Pero no puede. Las lágrimas empiezan a brotar, tibias y traicioneras. Un sollozo se escapa, quebrado, antes de que logre sofocarlo, y debe llevarse una mano a la boca para no hacer más ruido, para no romperse del todo. Pero no puede. No puede. Y entonces llora. Llora como si se abriera una grieta dentro de ella, como si algo antiguo y contenido, esa pena rancia y enmohecida, se liberara de golpe. Llora como una niña que se ha completamente quedado sola. Como un cuerpo que recuerda de pronto que está vivo, y duele. Y teme, con un pánico silencioso, no poder detenerse jamás.
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𓂃 ⋆ . ˚ task cuatro: hicieron su maleta como quien huye, no como quien vuelve.
@losavntos , post original.
La verdad sacude a absolutamente todos los presentes, la confesión todavía reverberando en sus cabezas después de escucharla. Ella lo observa todo desde su lugar en la audiencia, alcanzado la catarsis junto al resto de espectadores. Toma un paso atrás y se oculta entre las sombras, permitiéndole al resto su merecido espacio para procesar. Se sube al avión sin renovada protesta, mantiene la mirada al frente cuando todos a su alrededor pierden la cordura de a poco. Se muerde la lengua cuando los vuelven a liberar a su suerte, maldiciendo la falta de planificación que la obligó a viajar al continente americano cuando sólo un par de horas después tendría permitido volver a su hogar. Lo recibe todo con templanza y después se retira, agradecida del espacio entre ella y los atenienses.
No tiene ningún sentido volver a Edimburgo de inmediato y por lo mismo no lo hace. Consigue un Airbnb en Nueva York y le extiende la invitación a Sugar e Isolde, sin ofenderse cuando no la toman. Entiende que es muy temprano para comunicarse con el círculo de Atenea y mantiene su distancia, enfocándose en cambio en aprovechar al máximo su viaje a la Gran Manzana. Se comunica con su entrenadora y juntas consiguen un lugar donde puede entrenar todas las mañanas, en la tarde se dedica a hacer contenido para sus redes sociales y asistir a eventos con marcas que no tardan en extender invitación cuando se enteran de dónde está. Escucha a Isolde cuando le habla de Sebastien, incluso si cada vocablo se siente como una puñalada en el estómago. Las respuestas son mordaces, sus observaciones carecen de amabilidad alguna. Todo se amarga en su boca. Hay ciertas cosas que dice que no cree realmente, otras que sí. Cuando menciona que piensa que están moviéndose muy rápido hay ápices de genuina preocupación que se cuelan en sus vocablos, por un momento habla como amiga preocupada y no desde la envidia que le provoca toda la relación. Cuando critica lo hace sin pensarlo, cegada por la seguridad que siempre ha existido en su amistad. Quizás por eso le sorprende tanto cuando Isolde responde, cuando el enfado ajeno se convierte en discusión y luego en enojo prolongado. Es más cruel de lo necesario con ella, porque a través de años de amistad nunca existió nadie que significase lo suficiente para Isolde como para considerar defenderlo y el hecho de que Sebastien sí lo haga le aterra. El miedo se traduce en ira, en crueldad desmedida.
Después de la pelea le envía un mensaje a Jesaiah. Le comenta que está quedándose en Nueva York y que le encantaría verla. No hace mención de Vesper ni el vínculo que comparten, ni de nada que tenga relación al escándalo. Poppy entiende que representa un escape para ella, un paréntesis de todo lo que se desmoronaba a su alrededor. No puede tomárselo personalmente cuando Jesaiah representa un vínculo sin compromiso alguno, cuando entiende que para ambas la relación es completamente transaccional. Cuando la contraria responde, Poppy la invita a su residencia temporal y no espera más que un par de segundos antes de tenerla presionada contra la puerta, sin necesidad de sostener pretensiones de cordialidad. No ve la necesidad de ofrecerle un té o un tour por el Airbnb cuando ambas saben para qué están ahí, cuando existe certeza de que Jesaiah tiene la cabeza lo suficientemente ocupada. Se ha enterado lo suficiente para saberlo.
Sin darse cuenta, continúa extendiendo tiempo en Nueva York. Le redacta un par de mensajes a Isolde y termina eliminando todos, cada vez que siente el impulso de hacerlo termina hablándole a Jesaiah en cambio. Sus mensajes no siempre terminan en un encuentro, pero siempre tienen el mismo tono sugestivo. No deja nada a la interpretación. Se mantiene completamente alejada de todo lo que tenga que ver con su ex-novia, con lo sucedido con Otis Melbourne. A veces encuentra destellos de la tragedia tras su mirada y se empeña en ignorarlos, sin saber qué podría hacer al respecto.
Jesaiah no es la única persona a quién le escribe. A María Magdalena Almaguer le envía un par de mensajes, más que nada sobre artículos que le recuerdan a ella y alguno que otro vídeo. Es un intento de comunicarle que ha pensado en ella, incluso si no existe la confianza para decírselo de frente. A Sugar también le escribe, expresándole lo mucho que siente lo que está sucediendo con su marca y maldiciendo a todos los que se atreven a hablar contra ella. Cuando publica su carta de disculpas, no tarda en darle me gusta a la publicación y expresar su apoyo incondicional en los comentarios. Puede que no sea la decisión más estratégica, pero Poppy entiende la necesidad de unidad en el grupo. Ha visto lo que sucede cuando no hay armonía y no le gustaría que el círculo de Minerva repita la historia. Es aquel pensamiento que la obliga a volver a pensar en Isolde, y también en Sebastien. Es la pérdida de amiga la que le duele más, porque su presencia siempre había sido un constante en su vida, a diferencia de masculino que no era más que un capricho que estaba acostumbrada a no tener. Su orgullo es demasiado como para considerar disculparse, y por lo mismo no lo hace. Secretamente está confiando en que Sebastien cometerá algún error, un paso en falso que será el empujón necesario para volver a tener a Isolde en su vida. No tiene ni la menor idea cuándo volvería a ver a ambos, pero el plan comienza a fabricarse en su cabeza, de a poco va tomando forma.
Y mientras tanto, tenía lo suficiente para mantenerse entretenida.
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TASK 4 ✦ hicieron su maleta como quien huye, no como quien vuelve. @losavntos // post original
paso por dover es solo para recoger algunas pertenencias que podría extrañar en algún momento, viajando de inmediato a boston para quedarse en el hogar de su hermano. tiene muchas cosas en las que pensar y la soledad de su departamento en chicago no le ayudará. no se inmuta ante la noticia de lo sucedido con vesper, no le ve el sentido a sentir pena por una asesina, de eso se encargarían sus cercanos, solo se cuestiona los motivos que la llevarían a tal decisión, ¿culpa? ¿cobardía? ¿una mezcla de ambos? no lo aprueba ni rechaza, pero sí tiene ciertas opiniones, y agradece que no esté compartiendo espacio con la gente de pomona, porque duda que sus palabras tengan un buen recibimiento, no cuando el círculo está plagado de gente que encontrarían la forma de defender manos manchadas con sangre ajena.
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es inevitable tener que contar lo sucedido con su ex novio a jeremy, y a pesar de que intenta relatar historia como si no le afectara, su hermano es capaz de ver lo alicaída que está, así que sin avisarle planifica que su otro hermano, adam, viaje hasta ellos y tengan una pequeña reunión familiar de hermanos. encargan una variedad de comida a domicilio y ponen música de fondo mientras traen a colación recuerdos de la infancia, historias vergonzosas y felices, es capaz de reír a gusto hasta que en cierto punto de la noche le cuesta un poco sonreír, sus hermanos dirigen a conversación a tema delicado, ya no puede contener más su corazón y suelta todo lo que piensa, lo que siente, lágrimas vienen primero que el sollozo, unos brazos la reconfortan y unas manos acarician su cabello. en ese momento llorando por desamor y recibiendo consuelo lleva a su mente al pasado, cuando llegaba de clases llorando porque unos niños le habían dicho palabras ofensivas, y sus hermanos se encargaban de consolarla y prometer que se encargarían de eso, nunca queriendo explicar a qué se referían, pero ahora están demasiado grandes para eso, tendrá que afrontarlo sola.
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eventualmente regresa a chicago y ahí se dedica a cambiar algunos muebles, comprar decoraciones y salir con amigos de la ciudad, es agradable compartir tiempo con gente que no estuviera relacionada a todo el drama que nace en dover, permitía dejar recuerdos dentro de un baúl bajo un candado que desconocidos no pueden abrir. a las semanas es invitada a una típica fiesta de personas con su nivel socioeconómico, un evento que podría ser tanto entretenido como aburrido, dependiendo de quienes asistían. el tiempo libre abunda en sus manos, así que a los días está compartiendo unas copas con otras chicas, hablan de moda y otras cosas sin importancia, banalidades que disfruta porque no requieren demasiadas neuronas en funcionamiento.
primero escucha su voz antes que sus pasos, sangre se congela pero aun así levanta su cabeza y ve un rostro demasiado conocido, alguien que la conocía demasiado bien y estuvo cerca de convertirse en un padre si no fuera por las acciones de este mismo. se integra con seguridad y saluda a todos, manteniendo su mirada sobre ella por más tiempo del necesario. era como si el fantasma de unas manos rodearan su garganta con la intención de bloquear su vía respiratoria, pero sus yemas solo detectan el collar que adorna su cuello, y ese simple gesto le calma levemente. no tiene más opción que mantener una conversación con pequeño círculo que se ha formado. palabras vacías y sonrisas falsas se le dan con facilidad, su mirada va por turno entre pares, evitando aquellos ojos lo más posible. se disculpa para ir al baño, y con una habilidad entrenada afirma su propio cabello mientras el contenido de su estómago es vaciado, se siente miserable pero aun así se preocupa de que su cabello no se manche ni su vestido se arruine, porque sabe que tendrá que volver a salir y actuar con naturalidad, y ni siquiera se queja, ha crecido rodeada de privilegios, así que asume que tiene que pagarlos de alguna manera. agua del lavabo es tibia mientras comprueba su apariencia en el espejo, cree verse un poco pálida pero no tiene mucho que hacer.
intenta decidir entre variedad de aperitivos, algo que no le provoque nauseas, cuando lo vuelve a divisar. intenta alejarse pero no llega muy lejos cuando palma ajena en su hombro la detiene, una mano capaz de ejercer tanta violencia no debería ser cálida, pero lamentablemente lo es.
— “la próxima semana habrá una cena en la casa de mis padres, ven para que conversemos, tengo muchas historias que contarte que sé que te gustarán”
sonrisa engreída adorna facciones masculinas, él sabe perfectamente cómo atraparla y no tiene vergüenza alguna de hacerlo. ella misma no se considera alguien con tendencias autodestructivas, pero debe aceptar que estar dispuesta a sacrificar un pedazo de su psique solo para saciar su curiosidad debía caer en tal área. labios se quedan mudos y solo se limita a asentir, logrando que la dejara libre.
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semana después está sentada a su lado en un amplio sofá, él habla un montón con la intención de ponerse al día por los años que no se han visto. en un momento la deja sola para ir a buscar algo, el silencio es más cómodo ahora que no está él, agarra su celular y juguetea con la idea de escribirle a jules, contarle en lo que se está metiendo y esperar que la haga entrar en razón, pero no lo considera justo para él, ya no son nada, no le debe nada, sería cruel pedirle que sea su salvador. recuerda cuando en edimburgo dijo que ella merecía algo mejor, y de verdad lo creía en ese momento, ¿pero ahora? ya no estaba segura, quizás nunca mereció alguien bueno, quizás siempre estuvo destinada a algo más siniestro.
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♡. ⠀ ۪ ⠀ task 04 ; 𝑻𝑰𝑴𝑬 𝑺𝑲𝑰𝑷.⠀ ⠀ 𓂃⋆.˚ ──────- HICIERON SU MALETA COMO QUIEN HUYE, NO COMO QUIEN VUELVE.
⤿ ˓ post original ✩ @losavntos ✩ tw. menciones de aborto, culpa religiosa, autolesión y alcoholismo.
“ I have done it again. One year in every ten I manage it — ”
⋆。° 𝒐𝒄𝒕𝒖𝒃𝒓𝒆 — 𝒆𝒍 𝒄𝒐𝒓𝒅𝒆𝒓𝒐 𝒔𝒊𝒏 𝒂𝒍𝒕𝒂𝒓.
Tiene la capacidad, finalmente, de sentirse como sí fuese una virgen de yeso: quieta, inmaculada, vacía por dentro. Un cascarón qué abandonó los restos qué todavía no había perdido en una habitación en Edimburgo, en una esterilidad íntima, en retazos de sangre prendados al mármol de una tina que no volvió a tocar; El recuerdo de sangre, espesa, caliente, viscosa entre dactilares, llega en el momento inmediato qué escucha la voz de Vesper confesar y sabe lo qué acarrearía después, la justificación del pecado.
Sangre derramada se siente similar a la que empapa las piernas cuando decisión de interrupción de fruto del vientre, se arriesga, amoratada y adolorida, a presionar las costillas mancilladas, a pinchar la piel endeble, se deja envolver por la sensación de traición que se clava cuál puñal contra la espalda, porque Gideon le hace ver la claridad de un terror acarreado desde la declaración de un amor platónico cincelado entre tragedias: Dejó de pertenecer al no poder comprender.
Durante el vuelo presiona el rosario entre las palmas hasta mancillar, hasta entintar las perlas con resquicios de carmín, la culpa es cuerpo y el cuerpo sangra para purgarse a sí mismo, que cada marca en la piel sea un sacramento de arrepentimiento, está, de todas maneras, cubierta en ellos, senderos y curvas, intrincadas líneas conocidas únicamente por Peter, surcos cicatrizados en el pecado del momento, sabe que su apertura es inevitable, lo sabe desde qué desaparece quince minutos en el diminuto baño del avión y los sollozos solamente se ahogan por la turbulencia, por la crueldad del des tiempo, llora por sí misma, por Otis, por Aura y sobre todo porque es la primera vez que sus amigos se vuelven desconocidos.
Llora hasta que las costillas arden y el corazón se cae al suelo, llora frente al espejo y posteriormente arregla el maquillaje, delinea el moretón del pómulo y empapa los labios de carmín hasta que no hay rastro alguno de violencia, la tristeza se vuelve meritocracia y decide no sentirla.
Se esfuerza por no sentir nada en lo absoluto cuando busca la mano de Peter, entrelaza los dedos y parece qué se adentra en el voto de silencio, porque tiene miedo de qué si comienza a hablar con él, no va a detenerse, va a sentir la sensación de la pérdida, de la falta, se aferra a propio vientre, lo siente más vacío, pareciese un castigo.
‘Magdalena fue perdonada por besar los pies del Hijo. ¿Pero quién perdona a las que deciden no dar a luz?’ Es frase escrita una y otra vez en su diario, la utiliza hasta el desgaste, la emplea en un intrincado movimiento, en una puntuación cuidadosa, cargada de temores que no se acostumbra a tener por debajo de la piel.
No tengo un hijo, no tengo hija. No tengo nombre para lo que perdí
No quiere volver a Dover, tampoco quiere volver a Nueva York, ambas ciudades le han quitado parte del alma, son fauces abiertas que toman, devoran, desmiembran y regurgitan el resto en un intento de recomponer todo lo que se ha perdido, Saturno devora a sus hijos y ella expulsa a los propios.
Existe un día qué llora con Antígona en brazos, que le pide perdón, por abandonarla, por olvidarse de ella, la responsabilidad se vuelve un terror y el miedo está impreso en las costillas que apenas sanan, después se vuelve un ovillo en brazos de Peter y también le suplica que la perdone.
Pensaba en la higuera y sus frutos. Que cada higo era una vida posible, una versión de ella que no había sido, piensa en que su duelo no tiene cadáver sino una fruta descompuesta, un cuerpo que recuerda lo que no fue.
“Mi higuera dio fruto demasiado pronto. Tomé uno, tibio aún de sol. Los demás, aún colgados, me miraron secarse.”
Promete, en voz baja, en las penumbras de un sueño ligero, casi inexistente, en una delicadeza sacra que compartimentar su vida es salvavidas, que felicidad es idílica, está en Rhode Island, está con Peter Landry, pero la tristeza, la culpa, las heridas punzantes están en Nueva York, con sus padres.
Son las cuatro de la mañana cuando marca el número de Ezequiel Almaguer, sabe que él responderá, como lo hace siempre que ella lo necesita. Se confiesa en oído de su padre omitiendo los pecados más reales.
— Me da culpa ser feliz en medio de la tormenta —. — Mi niña, mi María, siempre fuiste un cordero sin altar —.
No vuelve a llorar, no recuerda la conversación con claridad, le aterra la posibilidad de enunciar sus pecados, de evocar las penitencias de su padre.
Se despierta al alba y comienza a ordenar los libros de Peter en cajas, las apila una tras otra con cuidado, no reconoce sus propios libros en los estantes, ¿Es quién era antes de todo? ¿Es acaso un vestigio de lo que debía ser y no terminó de gestar?
Vuelve a pensar en los higos, en la fruta que se pudre en las entrañas, piensa, por un brevísimo instante en Vesper y en ellos, considera llamarles, pero no lo hace, porque la soledad sería terrible sí no existiese amor, porque recuerda con quién habita.
Se pregunta si Peter lo sabe, qué hay un abismo, que él es el único que está deteniendo su entrada, que no le ha permitido echar raíces, la podredumbre está marcada entre la columna vertebral, se enraíza con las heridas del cilicio, de esa devoción ciega e histérica de la adolescencia, ha encontrado formas más sutiles de penitencia, aunque siempre hay delicada añoranza de su retorno, pero no solo ella habita su cuerpo, senderos no son privados, si no compartidos y decide que no hay una decisión genuina en autodestrucción cuando heridas infligidas se vuelven duales.
⋆。° 𝒏𝒐𝒗𝒊𝒆𝒎𝒃𝒓𝒆 — 𝒆𝒍 𝒃𝒆𝒔𝒐 𝒅𝒆 𝒋𝒖𝒅𝒂𝒔.
El comienzo es paulatino, dos copas al hilo, posteriormente cuatro, la escala es vertiginosa hasta que llega a la botella, a el ansia voraz de entumecer el ruido de propia psique, de la tortura constante, Carmine se encuentra en rehabilitación, está demasiado cansada para insistir con quien no le insiste a ella.
La pérdida es dolorosa, se siente hasta los huesos, llora en silencio mientras el oasis es su relación, estar enamorada es salvación y bálsamo, vierte las horas en soledad a hacerse un hogar, a familiarizarse con rutina de filólogo, a encontrar el tempo silencioso en el que ladridos son único acompañante, se siente invasora y al mismo tiempo jamás había conocido un hogar hasta ese momento, tiene miedo de perderlo y cuando es aquel terror mezclado entre las entrañas bebe, besa el pico de la botella con la premura de la búsqueda del parcial silencio y se pierde en la dulzona ambrosía.
‘Me gusta beber sola. Es como rezar sin esperar respuesta.’
No hay una consciencia real si es que Peter lo sabe o lo ignora, porque la felicidad es genuina, la dicha, la prolongación de la luna de miel, sensación idílica de que merece aquello que los demás le han arrancado, que prevalece y pertenece, bebe y no puede dejar de beber, sin embargo es anestesia, ansiolítico y bálsamo. Murmura sus disculpas a la boca de botella que engulle con delicadeza, con la propiedad de quien ha visto a su madre hacer aquello durante toda una vida, porque la felicidad a veces está entremezclada con la melancolía; Está próxima a cumplir los veintiséis y su vida se ha empapado de las pérdidas, por supuesto que se pierde en la sensación de desesperanza en las noches que pareja está fuera por motivos laborales.
Ella renuncia, no recuerda la última vez que sintió algo por su trabajo, así que decide ya no perseguirlo, se enfoca en subirse a sí misma leyendo fragmentos de su diario, reflexiones acompañadas de video diarios que hace para sí misma, cartas de amor a propia melancolía, a esos vestigios de sí misma que se niega a perder, porque se ha perdido demasiado.
Vuelve a recordar el higo, sus frutos, las vidas paralelas contenidas en las semillas y decide, en ese momento, que puede comenzar con una en ese mismo parpadeo, en ese instante en el cual se encuentra únicamente con la mirada de Antígona a través del pasillo, con un ruego silencioso.
Se posiciona frente a la cámara, lleva uno de los suéteres de Peter, ese que todavía tiene la loción impregnada, que tiene las mangas ligeramente roídas, no tiene maquillaje, pero sí los lentes de lectura que se deslizan de cuando en cuando por el puente de la nariz y simplemente comienza a hablar, con voz cansina, con sonrisa tímida atesorada cuando escucha la puerta de entrada.
"Saber que me quieres me da fuerzas para enfrentar mis miedos, para abrir puertas que creí cerradas para siempre. Pero también me paraliza, porque a veces temo no ser suficiente para este amor."
La viralidad le aterra, llega en un parpadeo. Se ha acostumbrado a ser un físico, un ideal estético, jamás había sido ella misma, pero comienza a intentarlo, relata en fragmentos cortos su vida en Rhode Island, la dulzura de esta misma, la sonrisa de Peter en las mañanas que despiertan entrelazados en sábanas de una tienda de segunda mano que ha lavado siete veces en consecutivo antes de decidir usarlas. Graba la manera en la que le besa las mejillas y entrelaza las manos cuando no quiere caminar lejos de él, graba los instantes que pasan entre las risas y la melancolía.
Rhode Island es un sitio seguro, es el oasis que marca el olvido paulatino de las botellas de vino, olvida la necesidad de ahogar una pena que se gesta entre las costillas y en las entrañas. Sin embargo llega la llamada de Carmy, la rehabilitación, la responsabilidad y el recuerdo súbito de crímenes, de pecados ejecutados, de arrepentimientos inexistentes, de vergüenzas y deidades olvidadas; Aprovecha aquella noche de soledad para sacar el cilicio y anudarlo a la pierna derecha, duerme con él, siente la herida agrietar todas las demás, empaparse de un terror marcado, de una culpa, aleja a Antígona porque tolera su propia herida, pero jamás la de ella, la de Peter.
Deja una nota en la mesa de la noche y se va antes de que Peter vuelva. La explicación es breve, un tanto desdibujada, promete volver tan pronto como sea posible, siente que es algo que tiene que hacer sola, todavía siente que cineasta es su responsabilidad, simbiosis no es una qué añore romper aunque esté furioso por las otras pérdidas por lo que siente como demás traiciones. Sabe que la cólera es efervescente, es efímera y no tan sincera como le gustaría, porque tiene excepciones, odiará a Theseus y a Dylan, odiará por encima de todo a Vesper y en ocasiones les odiará a todos por querer cubrirla, pero con Carmine siempre es diferente, siempre va a ser diferente.
Toma el primer vuelo que tiene disponible y apaga el teléfono móvil, duda qué haya alguien que busque llamarle, duda qué sigan existiendo personas a las cuales les importe, considera llamar a Poppy, inferir sí se encuentra en la ciudad, observa su número de contacto y después desecha el pensamiento, es demasiado fugaz, porque ella no es quién cedería a caprichos, no es ella con quien puede develar cada pensamiento lúgubre, cada herida, no puede ser su peor versión. Es allí dónde marca el número de Niall.
El encuentro es extraño, desconectado, porque no se deshace del rencor que ha acarreado por lo que es traición más o menos obligada a superar, también acarrea con un estado de culpa porque es la mera idea de lastimar a Peter, de alimentar los celos, la posesión, aquellas inseguridades marcadas, se pregunta sí es que la debilidad que ve en ella es una proyección de aquello que jamás han conversado. Bebe a nombre de ello hasta el cansancio, ya no es vino sino whisky, arde en la garganta y se desliza empapando las fauces de realidades.
No recuerda la última vez que un llanto silencioso se sintió tan incómodo, no recuerda, tampoco, la última vez que pidió disculpas por sentirse vulnerable. Se despide del irlandés prometiendo mantener el contacto, un secreto entre ambos.
Recuerda los higos, la compartimentación de su propia vida.
Cuando visita a Carmine la pretensión de la felicidad está en las comisuras, las bromas son como antes, la sensación de normalidad recorre los huesos y por vez primera siente envidia. Todos parecen mejorar cuando ella se sigue pudriendo por dentro, recuerda cómo fue el trío qué consideraba inseparable quienes le abandonaron cuando los necesitaba, recuerda el mármol frío del cuarto de baño de aquel hotel.
Bloquea los contactos de Theseus y Dylan cuando sale del centro de rehabilitación, agradece que las visitas sean contadas por qué le cuesta trabajo mirar a Carmine a los ojos y no reclamarle el daño que siente le han hecho los tres. Le envía un mensaje a Peter diciéndole que le extraña, que no tolera estar en Nueva York, que no le deje volver sola, que se arrepiente porque aunque ama a Carmy, le recuerda todo lo demás, porque las alzas de sus amigos finalmente se han convertido en sus bajas.
Es demasiado cobarde para enviar el mensaje.
Vuelve a pensar en los higos. ¿Es que todos los que salen de su árbol son semillas que cargan la podredumbre entre ellas? Llega a su antiguo departamento, ahora habitado por su hermana y vuelve a beber, hasta el cansancio, hasta la pérdida de la razón, entre momentos de negrura sabe que ha enviado el mensaje.
Es demasiado cobarde para obtener respuesta alguna, no quiere pensar, no quiere saberse fracasada en otra de sus tareas.
Despierta con resaca y con dos botellas de vino a un costado, Ester no especifica sí aquello fue lo único o solamente el inicio. Sus hermanos siempre le han cuidado de la dureza de un mundo que se niega a perdonar a las personas como ella.
Aplaza el regreso a Rhode Island, a una vida idílica, porque merece la penitencia, el autocastigo. Se coloca el cilicio en herida sin cicatrizar y presiona de cuando en cuando en aquellos momentos que siente pertinentes, porque recuerda todo lo que tiene y como lo que pierde palidece, sin embargo ve fotografías viejas, recuerdos de lo que eran y no pueden volver a ser porque todo se ha podrido, se pasa la tarde bloqueando y desbloqueando a dos personas que lo fueron todo y ahora pareciese que son únicamente rostros de sus pesadillas.
“No es valentía lo que me mantiene en pie. Es miedo. Miedo a caer sin que nadie lo vea, miedo a desaparecer sin dejar huella.”
En cuanto vuelve a Rhode Island antes de encaminarse a casa de Peter pasa por un refugio de animales, es allí donde encuentra a un cachorro con ojos tristes y súplica de búsqueda de un cariño que reconoce en ella, firma el papeleo de adopción y lo lleva a casa. Deja que Peter decida el nombre porque cree que todavía tiene vino entre las venas y lo único qué busca es deshacerse en boca ajena, perderse en la dicha y en el idílico, le suplica que no la deje marcharse, que la próxima vez vayan juntos. Porque cuando Peter no va, sabe que volverá a beber hasta la pérdida, hasta el desconcierto y el desconocimiento.
Esa es la fruta del higo que no quiere cultivar, no de nuevo.
⋆。° 𝒅𝒊𝒄𝒊𝒆𝒎𝒃𝒓𝒆 — 𝒏𝒐𝒔 𝒃𝒂𝒔𝒕𝒂𝒎𝒐𝒔.
Todo es mejor cuando está en Rhode Island. Aprende aquello en el momento que prefiere enterrar los dedos en la arena y saborear la sensación de aire salado, cuando puede reconstruir una imagen en redes sociales y continuar una vida tranquila gracias a ello.
Le pide a Peter ayuda para grabar sus conversaciones, comienza como un pasatiempo, un diario íntimo, es allí donde comienza a revelarle secretos, de uno en uno, de la iglesia, de sus padres, de su conflicto con la fe, de los miedos que tiene al abandono, a la falta de correspondencia.
Es allí donde entiende qué lo ama no porque tenga que hacerlo sino porque a través de las raíces que echan en aquel sitio entiende que el amor no es sacrificio ni penitencia, que no tiene que desprenderse el corazón y ofrecerlo de tributo, que todo tiene más sentido cuando es cálido y tranquilo, porque no piensa en la muerte ni en las traiciones, no piensa en que tiene que encargarse de Boris, en los mensajes enviados en una preocupación pretendida, en la manera calculada que tienen de moverse con el tema como sí enunciarlo fuese a maldecirlo.
Tampoco piensa en la propuesta, en anillo que pesa entre falanges, en la ilusión que no comparte con nadie salvo con Peter, no piensa en qué eventualmente le enviará una invitación a Carmy para que le visite, que en todos los mensajes menciona muebles o decoraciones nuevas, no menciona las ganas que tiene de casarse, pero lo resguardado que lo tiene por miedo a apresurarse y perderlo todo.
Vuelve a pensar en los higos, en sus semillas y en sus ramas.
Porque hay noches de soledad que sigue bebiendo una botella de vino mientras busca entre sus diarios la respuesta y el inicio a los quiebres de su propia psique, porque sabe que hay partes de ella que están podridas, que se pueden ir extendiendo, que a veces las deja entrever cuando pelean, cuando hay disputas marcadas en la ira, en una cólera contenida.
Y el miedo sigue existiendo, porque nunca se va del todo, mucho menos cuando es diciembre y los números corren, no cuando es la vuelta completa al calendario una que se ha mancillado.
Piensa otra vez en los higos, se pregunta sí todas las ramas siempre van a estar torcidas.
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TASK O4 (@losavntos) (post original) -- HICIERON SU MALETA COMO QUIEN HUYE, NO COMO QUIEN VUELVE.
Las manecillas del reloj parecían estar allí con el propósito de sacar a la gente de sus casillas. Tal vez era un intento desesperado por mantener a la gente que se sienta en ese sillón al margen, recordándoles que su tiempo es pagado, que cualquier vínculo que se establezca entre las personas en un consultorio es irreal.
Los ojos de Patrick iban de arriba para abajo, evaluando todo el panorama, cada esquina de cada estante del librero, todas las líneas de las paredes pintadas de azul celeste. Otro ruido insoportable era el del lápiz contra las hojas rugosas de la libreta de la psicóloga. Se pasa una mano por el cabello rizado, y sin darse cuenta, los dígitos le tiemblan.
—¿Recuerdas en lo que te quedaste la vez pasada, Patrick?
—Sí. —Lo recuerda muy, muy bien. El sentimiento de cuando el cuerpo se despega de la mente. Que respiras tan rápido que tu mente casi no puede seguirle el ritmo. Cuando sientes que no existe salida a tus problemas. Raspas por oxígeno, pero no consigues el suficiente. Nunca había pasado por algo como eso, ni en los momentos más obscuros de su existencia, jamás había perdido el control. Pero la cita pasada finalmente había sucumbido a la incertidumbre de la categoría de las personas inestables. —No sé si pueda hacerlo.
—Claro que puedes. No hay nadie aquí más que tu y yo. Nadie te está escuchando, nadie te está viendo, nadie te va a juzgar. Es un lugar privado.
—No quiero hablar de eso. No puedo hablar de eso. De verdad, no.
Un silencio se presenta entre los dos. No sabe si la intención de la doctora North es darle su espacio, o si está activamente juzgándolo. Al final, se remueve en su asiento y asecha por otro ángulo.
—Lo haz hecho muy bien estos últimos dos meses, Patrick. Haz avanzado maravillosamente. Tienes que recordarte que no mucha gente se atreve a buscar ayuda, inclusive dentro de tus mismos ex compañeros, acudir por apoyo es difícil. Te aseguro que no eres el único que vive con miedo.
—Pues a veces lo parece.
Ella eleva ligeramente la comisura de sus labios. —Es muy fácil hablar por los demás, ¿no? —Golpetea la punta del bolígrafo contra su libreta. —Ese terror que sientes se va a ir, tienes que permitírtelo, el proceso de sanar. Es la única forma en que puedes obtener a lo que aspiras, a una vida tranquila, a un desapego del Círculo.
Ella no parecía estar entendiendo. No existe un desapego del Círculo.
Un pico de energía se hace presente en medio de su pecho. Cuando se lleva la mano a la frente, se da cuenta que el temblor es incontrolable. Exhala fuertemente, sin poder controlar la fuerza con la que respira, y sus ojos comienzan a nublarse. Está sucediendo de nuevo. Junta las rodillas, apretando su cuerpo con fuerza, tratando de contener una oleada que se veía inminente. Del otro lado, la doctora permanece quieta y observadora. Es casi como un aparato de tortura, presionar el tema hasta hacerlo quebrar para observarlo como cría de laboratorio. No lo puede evitar: se marea, y se da cuenta que la mano libre se agarraba con fuerza de la almohada de enseguida, encajando las uñas en la tela. Cuando menos se lo espera, le resbalan las lágrimas saladas por las mejillas. Navega entre la frustración y un espanto a algo que no descifra, que no tiene silueta pero que su amenaza es tan real como las otras.
A veces ese sueño tiene rostro. Varía entre distintos personajes de Pomona, a veces son los Melbourne, a veces es Alfred. Desde que regresaron de Edimburgo, a veces es Aura Pizarro. Desde que pisaron Dover, a veces es Vesper Tate-Hayes.
—Voltea a tu alrededor. —La voz le indica. Ya ni siquiera puede distinguir quién es quien le habla, ya ni siquiera se acuerda en dónde está sentado. —Activa tus sentidos. Huele, escucha. Enumera lo que sientes.
El olor a mentolados. Las manecillas del reloj. Los autos de afuera. El color dorado de los sillones.
La tela arrugada de los cojines.
—Vas bien Patrick. Pero cuando eleva los ojos, por un segundo jura ver a Melodía Buchanan.
Se pone de pie, severamente alterado, y la doctora se pone de pie junto con él. Pero habiendo dado ese paso, no sabe cuál es el siguiente paso a tomar y sólo se queda paralizado. Los músculos de los hombros están tan tensos que le arden, duros como piedra, y los dedos se entierran en la piel de las palmas de las manos.
—¡Estamos condenados! ¡Todos nosotros! —Escupe con impaciencia algo que considera nada más y nada menos que su realidad. —¡Todos somos parte de esto! Y nunca vamos a poder escapar. Lo vamos a perder todo. Todo. Nuestras casas, nuestros empleos: es sólo el inicio. —Su mirada, turbia, busca algo por cada rincón: una prueba de cordura, algo que lo devuelva al planeta Tierra. —Estamos pagando algo que no logramos comprender. Algo de otra vida, hemos heredado una maldición. No parará hasta arrancarnos lo que más amamos. Hasta destrozarnos desde la raíz. Ella se queda en silencio. Ambas miradas se cruzan, pero la de Patrick enteramente desconectada en lo que vuelve a la normalidad. —Háblalo, ahora es el momento.
Venir a Vancouver fue un error. Había pasado cada instante de su tiempo libre recostado abrazándose las rodillas en un cuarto de hotel repleto de páginas arrancadas de la Biblia y demasiadas tabletas de relajantes musculares. Le daba mucha vergüenza admitir que estaba perdiendo la cabeza. Todos los demás parecían estar tan bien conviviendo con el tema de que nunca estaban a salvo, que creía ser el único que temía por su vida. Sus compañeros de set ni siquiera le hablaban, de seguro creían que era un lunático, y Pat lo entiende a la perfección.
—No. —Toma una gran bocanada de aire y se lleva con furia las manos a las mejillas, limpiando el rastro de su llanto, adentrándose en un huracán de la nula razón. Se acerca a la puerta del consultorio y se pone el abrigo, la bufanda, el gorro, los guantes. —Solo va a seguir creciendo si no lo tratas, Patrick. No subestimes el poder que tiene el terror sobre la consciencia humana. —Él la ignora, se pierde en sus propios movimientos. No lo va a hacer hablar ahora ni nunca. —No dejes que gane ese monstruo y que te lleve por la obscuridad. Tienes que aprender a diferenciar los faros. —No hay faros. —Solo hay desesperanza. —Tengo que irme de este lugar. Tengo que volver a casa. Puede ser que sean nuestros últimos días con vida. —Habla el estrés post-traumático.
Ella suspira. —Necesitas ayuda, tenlo presente. No abandones lo que empezaste. Se termina de ajustar la bufanda antes de tomar la chapa de la puerta con las manos hirviendo. Estaba rechinando los dientes audiblemente. Cierra los ojos con ímpetu, frunciendo el ceño y los labios, como huyendo de su propio juicio. Estaba perdiendo el control de sí mismo. Sacude la cabeza de lado a lado, una batalla interna se estaba llevando a cabo en ese preciso momento, entre el raciocinio y la locura, un estado que más tarde lo dejaría catatónico en el hotel. Gira la manija tan fuerte que la afloja, y sale a pasos agigantados sin mirar atrás.
Algún día iba a pagar las consecuencias de haberse aislado del mundo. De haber perdido a todos sus amigos, a toda la gente de la que alguna vez se encariñó. Ese momento iba a llegar tarde o temprano. Lo que no sabía es que iba a comenzar a perder la cabeza en el proceso. El aire frío de Canadá golpea sus mejillas pero a pesar de ser un chico del desierto, siente que ya nada le molesta. El día de mañana iba a tomar el primer vuelo de regreso a California, iba a dejar su teléfono en el basurero del hotel y desear que jamás tenga que volver a pisar Dover, aunque sea solo un sueño más. Por ahora alza la mano para detener un taxi, uno que lo lleve a lo más recóndito de la ciudad, algún sitio que le haga olvidar de momento quién es y a donde estará atado durante la eternidad.
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── ❪ 🥀 ❫ TASK 04: hicieron su maleta como quien huye, no como quien vuelve.
post original ; @losavntos.
Propias necesidades pasaron a segundo plano desde el momento en el que puso un pie en el hospital. Nada más importaba, no podía darse el lujo de siquiera pensar en algo más que no fuera Vesper. Agradece haber sido capaz de pensar, de reaccionar lo suficientemente rápido para llamar al 911 cuando importó. Después, avisar a October y Nahla y luego a Herae. ¿Después? Después prácticamente su cuerpo entró en modo automático,incapaz de hacer algo más que cumplir con lo estrictamente esencial.
Incluso después de escuchar que Vesper estaba bien, nunca llegó el alivio que esperaba. En su lugar, el miedo se aferraba a ella, un terror paralizante ante la posibilidad de que volviera a lastimarse. A pesar de haber hecho todo lo posible por protegerla, la sensación de insuficiencia la consumía. Los días dejaban de tener sentido, apenas sabía qué hora era las noches y los días comenzaban a confundirse, en especial por la falta de sueño que la atormentaba.
El insomnio era, probablemente, el golpe más duro. Cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Vesper sin vida la perseguía. El agua teñida de rojo, el eco de su propio grito que sentía haber desgarrado su garganta. Luego venía el frío, ese vacío helado que la invadía, el pánico de no saber qué pasaría. Así que dejó de intentarlo. Solo dormía cuando el cansancio la vencía por completo. En un buen día, lograba conciliar una o dos, quizás tres horas, pero nunca más. Lo único que sabía con certeza era que cada mañana debía buscar en su interior la fuerza para levantarse, maquillarse lo justo para verse un poco mejor de lo que se sentía, y presentarse en el hospital.
Allí, frente a Vesper, era otra persona. Sonreía, aunque dudaba que Vesper alguna vez le creyera esa sonrisa; la conocía demasiado bien. Intentaba hablarle, incluso bromear, pero todo se sentía vacío. Día tras día, se sentía menos ella misma, como un fragmento roto que fingía funcionar, convenciéndose a sí misma de que si lograba pasar un día más, todo estaría bien.
Luego estaba en constante malestar de sobriedad forzada. Era difícil saber a qué atribuir ese malestar, cuando nada parecía encajar. Su cuerpo ya no le respondía, se sentía extraño, ajeno. Cada intento por moverse o actuar parecía un castigo, un recordatorio de sus malas decisiones. La tentación siempre estuvo ahí, latente, pero se había convencido de que era lo suficientemente fuerte para resistir.
Fue así hasta que Vesper salió del hospital.
Entonces, por fin, llegó el alivio que tanto había esperado. Ni siquiera recuerda cuánto lloró ese día, el primero desde el momento en que la encontró. Por un instante, sintió que podía dejar de fingir, que quizás todo iba a estar bien. Pero al mismo tiempo, nada estaba bien. Su mejor amiga había intentado quitarse la vida, su grupo de amigos estaba desaparecido (¿podía seguir llamándolos así?), y entre ella y Herae parecía una competencia silenciosa a ver quién mantenía el control, o al menos la ilusión de él.
Finalmente, perdió el control.
No podía seguir pretendiendo que todo estaba bien mientras sentía que por dentro se desmoronaba. Solo podía con una cosa a la vez. Se prometió que sería solo esa una vez, que nadie tendría por qué saberlo. Pero, como quien esconde una vergüenza profunda, alquiló una habitación en un hotel, a la que llegó solo después de haberse encontrado con uno de los camellos de Dover. Agradecía tener todavía esos contactos.
Compró varias cosas, pero esa primera noche, se prometió que sería algo tranquilo, solo para aliviar la niebla mental y, sobre todo, para poder dormir. Por primera vez en más de dos semanas, rompió su sobriedad y consumió ketamina. Se sentía desesperada por no pensar, por disociarse, por olvidar, aunque fuera por unas horas. Y por primera vez, pudo dormir sin pesadillas.
Pero ese fue solo el comienzo de uno de los momentos más bajos que ha vivido Dylan Copeland.
En los días que siguieron, el consumo aumentó sin control, como si intentara recuperar todo lo que no había hecho en semanas. No se permitía ni un instante de sobriedad, porque cada vez que lo hacía, el peso de la realidad la aplastaba. Pasó dos días sola en el hotel, ignorando todas las llamadas de Hera y de quienes intentaron contactarla. La mayor parte del tiempo la pasó dormida, y cuando despertaba, solo era para consumir otra dosis.
— Noviembre.
Estar en Napa, junto a Vesper y Herae, no era lo que había imaginado. Pero, a esas alturas, mucho en su vida se había salido completamente de control, y difícilmente mantenía alguna expectativa. Cuando surgió la oportunidad, no dudó en aceptarla. Quería estar con ellas, y si eso era lo que Vesper necesitaba, entonces ahí estaría. También había una pequeña parte de sí misma que sabía que ese cambio le haría bien, aunque nunca se lo admitiría. Porque lo último que haría sería revelar frente a dos de las personas que más amaba que había recaído. No lo necesitaban saber. No había razón para contarlo.
California se sentía bien, era lo más parecido a estar en casa que había sentido en mucho tiempo. Pero todo parecía suceder dentro de una caja de cristal. Se turnaban para cuidar a Vesper, sin necesidad de ponerlo en palabras; no hacía falta un acuerdo formal para entenderse, bastaba con mirarse para saber quién debía estar a su lado.
Sin embargo, también se sentía prisionera en aquella casa que, en teoría, era un refugio. Se escondía para consumir. La cocaína se había convertido en su veneno de elección. La vergüenza nunca la abandonaba, pero tampoco era lo suficientemente fuerte como para frenar sus impulsos. Más bien, era apenas un instante fugaz de culpa antes de que todo lo demás desapareciera. Porque luego… luego lo único que le importaba era la sensación que venía después: ese falso y efímero control.
— Sábado 8 de Noviembre.
Tocó la puerta de la habitación de Herae dos veces, no esperó respuesta antes de finalmente entrar. No sabía bien qué la había llevado hasta ese lugar; tal vez fue todo, y a la vez, nada. Era el cansancio, la vergüenza, el asco hacia sí misma por estar en un sitio donde buscaban ayudar a su mejor amiga, mientras ella día tras día solo consumía para ofrecer una versión disfrazada de sí misma. Ya no podía seguir así. Sobre todo, ya no quería.
Se sentó en el borde de la cama y le contó todo. Las lágrimas no dejaban de rodar por sus mejillas mientras explicaba el insomnio que la atormentaba, las imágenes de Vesper sin vida que no podía sacar de su mente, la recaída, y los días encerrada en ese hotel.
Sentía culpa.
Por cargar una vez más a Herae con todo el peso de sus problemas. Cada vez que pensaba en la amistad de Hera, sabía que no la merecía. Y aun así, de alguna manera, ahí estaba, sin importar lo que pasara. Sabía que le había contado todo con la intención de tomar responsabilidad, de cambiar de verdad. Ese día le dijo que volvería a rehabilitación. Que al día siguiente tomaría un vuelo de regreso a San Diego. Ya había avisado a la clínica. No sabía cuánto tiempo estaría.
En su habitación, todo estaba listo. Sus cosas empacadas, todo ordenado, como si nadie hubiera estado ahí. Sentía culpa de dejar a Vesper justo en ese momento. No podía decírselo, no podía confesarle lo que realmente había pasado, así que decidió dejarle una nota. Patético, pensó, pero era lo mejor que podía hacer.
“Ves, Me tuve que ir por un tiempo. Las cosas se me salieron de control otra vez y… dije que quería cambiar, y esta vez es en serio. Llamé a un centro de rehabilitación, me van a aceptar mañana, ya quedó todo listo. Te prometo que te buscaré en cuanto me den permiso o en cuanto salga. Por favor, no hagas ninguna estupidez, por favor. Te amo. Dylan.”
Y luego estaba ese mensaje en su celular, el que aún no se atrevía a enviar. El que no sabía si alguna vez enviaría.
“Hola, Sé que no hablamos hace tiempo. Quería contarte todo lo que ha pasado, y Theseus, no tienes idea de lo difícil que ha sido no buscarte en cada momento. Desde que pasó lo de Vesper, yo… solo quería que estuvieras ahí. Pero te dije que no te quería cerca y por alguna estúpida razón decidí mantenerme firme en eso. Era mentira, no te quiero lejos. ¿La verdad? Es lo último que quiero. Todo se me salió de las manos otra vez. Tienes razón, esto no es algo que pueda solucionar sola. Y si no hubieras hecho lo que hiciste en Edimburgo, quizás jamás me habría dado cuenta. Voy a volver a rehabilitación, no he estado bien, pero esta vez las cosas serán diferentes, porque tienen que serlo. No te voy a pedir que me esperes, tampoco estoy pidiendo tu amistad o algo más… ya ni siquiera sé si la merezco. Pero Theseus, me gustaría que pudiéramos hablar cuando esté fuera. Te quiero.”
El mensaje se quedó ahí, sin ser enviado, como una nota perdida en la pantalla, porque nunca tuvo el valor de presionar “enviar”. En vez de eso, decidió irse a rehabilitación, avisando solo a Herae y a Vesper.
— Semana uno en rehabilitación.
La primera semana la pasó entre consultas médicas interminables. Recibió evaluaciones tras evaluaciones, y luego llegó la peor parte: la abstinencia. La ansiedad, el insomnio, las náuseas la golpearon con fuerza, y casi se rindió cuando apareció esa versión de sí misma que más detestaba. Se volvió hostil con cualquiera que se le acercara.
La primera sesión de terapia fue un desastre; se negó a hablar de Otis, Alfred o Vesper. Era demasiado.
Al final de la semana, cuando los síntomas físicos comenzaron a ceder, empezó a asistir a las terapias de grupo. No participaba mucho, pero al menos estaba presente.
También comenzó un diario personal. La idea le parecía absurda, incapaz de escribir siquiera una línea. Pero para el último día de esa primera semana, logró escribir desde un lugar honesto.
— Semana dos en rehabilitación.
La segunda semana se sintió más como un retroceso que un avance. Comenzó a cooperar en las sesiones individuales, pero lo único que sentía era culpa, miedo a perder el control otra vez. En una sesión, no pudo ni hablar; solo lloró durante lo que pareció una eternidad. Su mente se volvió su peor enemiga.
Se volvió más observadora con los demás pacientes, aunque no estaba segura si era desde el juicio o la curiosidad.
En las terapias grupales comenzó a participar un poco más, aunque sus palabras eran siempre vagas, cuidadosas, como si no quisiera revelar demasiado.
— Semana tres en rehabilitación.
La tercera semana trajo consigo responsabilidad. Por primera vez aceptó que tenía un problema y empezó a identificar los detonantes que la llevaban a consumir, aunque la raíz estaba enterrada años atrás. Poco a poco, comenzó a confiar un poco más en su terapeuta.
Pero no todo fue fácil. Sufrió una recaída emocional que casi la hace abandonar el programa. El agotamiento mental fue intenso, pero logró superarlo.
Se expuso en terapia grupal y admitió, con voz temblorosa, que no sabía quién era sin las drogas.
— Semana cuatro en rehabilitación.
La cuarta semana fue un mar de emociones confusas. Trabajaron en un plan realista para prevenir recaídas: identificar señales de riesgo, establecer recursos de apoyo.
Dylan llegó a un punto donde abandonar el programa le daba miedo, porque no sabía qué pasaría cuando estuviera sola y sin todo bajo control.
En su diario escribió qué no quería repetir, quién era la persona que se negaba a volver a ser.
Las últimas sesiones de terapia fueron más amables, más cálidas, y le dieron un poco de cierre. La ayudaron a elegir un grupo de seguimiento y un terapeuta externo, buscando construir la mejor posibilidad de éxito para su recuperación.
— Segunda semana de Diciembre.
Cuando sale de rehabilitación, lo primero que hace es regresar a su departamento en San Diego. Se siente completamente perdida, como si no supiera qué viene después.
Al entrar, se rompe en llanto. No sabe exactamente por qué llora. Tal vez es por todo lo que vivió en las últimas cuatro semanas, o quizá por lo que arrastraba de meses atrás. Tal vez porque ese departamento, el lugar que alguna vez fue su refugio favorito, ahora le resulta extraño, ajeno. O tal vez porque todos los vínculos que había construido para mantenerse centrada, para darle sentido a lo vivido, se han roto por completo.
Había hecho tanto trabajo y, aun así, nada parecía estar bien.
Se sienta en la mesa, saca su diario, el mismo que le parecía completamente ridículo, y comienza a escribir:
Todavía no entiendo cuál es el propósito de todo esto. Solo sé que, después de hacerlo, me siento un poco mejor. Todo ha cambiado tanto en estos meses. Tengo que aceptar que tal vez nada volverá a ser igual, que la persona que era quizá ya no existe, y que eso está bien. Que lo que antes me daba seguridad y sentido de pertenencia ya no lo hace, y eso también está bien. Odio esta sensación, detesto sentirme una extraña en mi propia casa. Pero… las cosas tienen que mejorar.
Cierra el cuaderno y, por primera vez en meses, toma su celular y llama a su madre.
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TASK 03 › juraron que no sabían nada, pero el viento no sabe guardar secretos.
⤷ trigger warning. mención de suicidio y autolesiones; drogas. ⤷ post original, @losavntos.
No va a subir a ese avión sin Gideon. Es lo único que piensa mientras se abre paso entre la multitud del aeropuerto, escaneando rostros, buscándolo cada minuto con mayor urgencia. Entonces llega la notificación de su mejor amigo y la abre de inmediato. Le sorprende ver a Vesper en la pantalla, pero no tarda en entender lo que sucede. Ella misma lo dice, que tomó una piedra y lo golpeó en la cabeza.
A partir de ahí no escucha más nada.
La transmisión continúa, pero su mente está de nuevo en el lago, en esa noche que incluso mientras ocurría tenía la textura de un recuerdo difuso. Sabe que Helly estaba con él, aunque eso lo sabe porque ella se lo dijo después; una de esas memorias falsas, como cuando uno cree recordar un momento porque existe una fotografía.
Sin embargo, hay algo que nadie podría haberle relatado. Una imagen que es solo suya: Otis. Su rostro pálido, brillante, como el reflejo de la luna sobre el agua negra. El instante exacto en que lo vio y reaccionó sin pensar, arrancándose la ropa mientras el lago lo recibía como a una ofrenda.
Su corazón golpeaba con fuerza bruta, pero no sentía frío. Al contrario, el agua lo envolvió con una tibieza seductora, como si le susurrara al oído que se quede para siempre. Había consumido tanto que no era consciente de lo que hacía. Creía que Otis estaba vivo. Tenía que estarlo. De pronto, un grito rasgó el aire detrás de él.
«¡Hastings! ¿Qué demonios haces? ¡Sal de ahí!»
Era Savar Bamford, que no tardó en alcanzarlo. Lo sujetó y lo arrastró hacia la orilla. Leon se resistía con violencia, retorciéndose como un animal herido en el intento de zafarse, mientras el agua se agitaba a su alrededor creando espejos fracturados. Insultaba, lanzaba golpes, pero Savar mantenía la entereza frente a su rabia ciega.
Cuando el profesor al fin logró sacarlo del agua, aún lo sostenía con un brazo, como si temiera que, en cuanto aflojara el agarre, Leon se lanzara de nuevo. Con el brazo opuesto, en un gesto torpe y urgente intentaba quitarse el abrigo, que acomodó sobre su anatomía temblorosa. Solo más tarde Leon comprendió que Bamford lo había salvado de morirse de hipotermia, y lo resintió aún más por ello.
Recuerda a la perfección sus palabras cuando finalmente le rogó, desesperado, que lo dejara ayudar a Otis.
«Tus padres me matarían, Leon. Déjame ponerte a salvo, ¿sí?»
Tal vez se rindió del agotamiento, o de la pura desolación. Tal vez se desmayó. Esa parte permanece difusa. De algún modo, Savar logró llevarlo de vuelta a la casona de los Buchanan, y esa noche, Leon asimiló una verdad que en el fondo ya sabía, pero había estado demasiado resguardado por el velo de sus propios privilegios como para mirar de frente: que Otis no era nadie y, por lo tanto, su vida no valía nada. No para el resto del mundo.
En cambio la suya, enferma y corrompida, era preciosa nada más que por la familia en la que había nacido.
Deseó arrancarse la piel, desaparecer por completo. Era una sensación que conocía bien, pero esa noche se incrustó en su cuerpo y no lo abandonó nunca. Creció con él, porque jamás dejó de pensar en lo que podría haber hecho distinto. Si no hubiera estado drogado, habría nadado más rápido. Debió oponerse con más fuerza a Savar.
Incluso después de saber que una piedra lo había matado, su mente seguía fabricando versiones preferibles.
Fue un accidente. Otis cayó al lago y se ahogó. Él podría haberlo salvado si solo hubiera llegado a tiempo. Se culpó a sí mismo. Culpó a Savar —aún ahora, sabe que una parte suya nunca dejará de resentirlo—. Se repitió que Otis había estado en el lugar equivocado, en el momento equivocado, atrapado en medio de una disputa que no le pertenecía; porque nadie habría querido hacerle daño. No a él.
Ahora lo ve con una claridad menos piadosa. Otis ya estaba muerto. Pero no siente alivio. Ni siquiera odio, no todavía. Lo que primero se instala en su cuerpo es una culpa más honda que a la que está acostumbrado.
Si alguien pudo haber impedido su muerte, fue él. Conocía a Alfred mejor que Otis. Algunos de sus amigos eran también los suyos. Podría haber intervenido, haber mediado. Podría haber ido con Otis para interponerse entre él y la piedra. Durante años se imaginó muriendo en su lugar. Habría sido un desenlace más justo. Otis estuvo en sus peores momentos, y él no estuvo la última vez que su amigo lo necesitó.
Quiere burlarse de la idea de sobriedad a la que se aferró las últimas semanas. Se dijo que la fuerza de voluntad era suficiente, que un par de errores o más no invalidaban su progreso. La recaída es parte de la recuperación, eso le dicen siempre.
Pero ya no quiere estar sobrio. Quiere volver a Nueva York y destrozarse las venas bajo la luz fluorescente de un baño con olor a vómito y orina. Preparar una línea sobre el lavamanos mientras la música ruge como un monstruo atrapado en las paredes.
Nueva York. Piensa en lo que debe hacer cuando regrese, y la sola idea le cae pesada en el estómago. Mira la pantalla de su teléfono; la transmisión terminó hace rato. Abre la aplicación de mensajes y le escribe a su representante.
«Me bajo.» Tras unos segundos, anticipándose al reproche y el intento de negociación, envía otro mensaje. «Dile a mi papá que no pienso volver a pisar un escenario con Seth Harbolt.»
Pero lo que recibe en respuesta no es ningún reproche. En cambio, su representante le anuncia que la obra fue postergada. Tiene los próximos meses libres.
Se deja caer en un asiento apartado, lejos de todos. Apoya la maleta sobre sus piernas, y sus dedos fríos tamborilean nerviosos. Sigue escaneando el aeropuerto en busca de Gideon.
Entonces recuerda algo. Baja la maleta al suelo, se agacha para abrirla y empieza a revolver entre sus cosas. Laptop, auriculares, un suéter mal doblado, cargadores, su almohada de vuelo. Al fondo, encuentra un libro pequeño que lleva consigo en cada viaje, por miedo a perderlo: la Biblia.
La toma con cuidado, como si fuera a deshacerse entre sus dedos. Se sienta, y detrás de la tapa, busca la letra cursiva en tinta azul.
Leon, Sé que tendrás tiempo de sobra las próximas semanas, así que quiero darte un obsequio que es la luz que me guía cuando todo parece oscuro: la Palabra de Dios. Rezo para que al leer estas páginas sientas el amor y la paz de Aquel que nunca nos abandona. Dios te dio otra oportunidad porque tiene planes de bien para ti, incluso ahora. Confía en Él. Con fe y cariño, Otis
"No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia." Isaías 41:10
Siempre relee el versículo dos o tres veces. En su cabeza lo escucha con la voz de Otis, como si él fuera esa deidad que promete sustento.
La primera vez que leyó la dedicatoria en una cama de hospital, se rió a carcajadas. Encontró absurdo que su amigo aprovechara su intento de suicidio para convertirlo a su religión. Le hizo tanta gracia que no pudo enfadarse, aunque, en realidad, nunca se hubiera enfadado. Otis fue de los únicos que estuvo.
Se queda así un rato, hasta que anuncian la partida. Cierra la Biblia y la guarda con cuidado al fondo de su maleta.
Cuando al fin vuelve a ver a Gideon, camina hacia él sin dudar, y lo abraza con fuerza. No le pregunta cuánto tiempo lo supo, alberga en él una confianza ciega. Solo piensa que Gideon hizo lo correcto, lo que nadie más se atrevió a hacer, aún cuando significaba traicionar a sus amigos.
Y aunque el dolor sigue ahí, aunque la culpa se agazapa bajo su piel y la ira empieza a fermentar, amarga, porque Vesper y todos sus cómplices —su propia familia entre ellos— saldrán impunes legalmente, piensa que al menos Otis merecía que se conociera la verdad. Habrá tiempo después para pensar en otro tipo de justicia, una menos oficial; por ahora, se aferra a su mejor amigo.
«Gracias.»
En el avión, no puede dormir.
Piensa en casa. En sus padres. Todas las veces que le dijeron que la muerte de Otis fue un “terrible accidente”. Piensa en su desliz público durante la Fiesta de las Fieras, en volver a oír a su padre echarle en cara cada centavo desperdiciado en clínicas de rehabilitación. Piensa en sus hermanos que le tienen lástima, en las sonrisas falsas que deberá esbozar frente a sus sobrinos. En la mirada glacial de su madre si acaso se atreve a mencionar a Otis.
Porque nadie lo nombrará, y él tampoco tiene permitido hacerlo. No puede decir en voz alta que Otis existió, que fue importante. Tampoco lograría nada.
Lleva los dedos bajo su sudadera, al interior de su antebrazo izquierdo; un gesto automático cuando está ansioso. Sus yemas recorren la cicatriz de ese brazo: una línea vertical, recta, casi quirúrgica. Hecha por una mano que no tembló. En su otro brazo vive la cicatriz gemela, menos perfecta.
Sube la manga izquierda y lee el tatuaje que cubre la marca, en una caligrafía que conoce bien.
do not fear, for I am with you
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𓂃 ⋆ . ˚ task cuatro: hicieron su maleta como quien huye, no como quien vuelve.
@losavntos , post original.
Abandona Edimburgo dos días antes que los demás, en soledad, con el corazón en la garganta y las dudas en la boca del estómago. Era un plan arriesgado, se lo había comentado a Gideon casi con la esperanza de que él la convenciera de no llevarlo a cabo, de que estaba siendo irracional, idealista. En ningún momento pensó que lograría convencerlo, pero de alguna forma lo hizo, aceptó. Isabel entendió desde el inicio que su participación no tenía absolutamente nada que ver con ella, que si existía una motivación tras accionar masculino era la necesidad de justicia porque Otis Melbourne no fue la única víctima aquella noche.
Jeperson y Varela la están esperando en el aeropuerto de Boston, la escoltan a la comisaría de Dover donde finalmente hace entrega de la evidencia que Aura protegió por tanto tiempo. El alivio se queda atascado en la garganta porque aquello no era el final, sino el principio. Esa noche vuelve al departamento de Aura en Dover por primera vez desde su muerte y se rompe como no se había permitido hacerlo antes, se rodea de sus pertenencias, su esencia, y poco a poco comienza a soltarla.
Mantiene la cabeza en alto cuando se reencuentra con el resto de sus compañeros, se rehúsa a sentir algún tipo de remordimiento cuando nota lo destruida que se ve Vesper. No siente lástima por ella, tampoco interés por conocer sus motivaciones para hacer lo que hizo. Es Herae la única presencia que provoca una punzada de culpabilidad, porque entre todos los demás, puede empatizar con ella. Entiende que cruzó cada límite para proteger a su amiga, de la misma forma que Isabel lo estaba haciendo en ese momento. Sólo se permite unos segundos antes de que facciones vuelvan a endurecerse, porque al final ambas habían tomado las decisiones que creyeron necesarias y si eso las dejaba en lados opuestos de la balanza, no le quedaba más opción que aceptar la nueva realidad donde su amistad quedaba obsoleta.
Los detectives sueltan advertencia cuando finalmente divisa a Gideon, piernas se mueven incluso antes de que Jeperson termine la oración para encontrarse con él a mitad del camino y envolverlo en un abrazo. “ Gracias. “ susurra contra oído, y no le está agradeciendo por participación en el plan, sino por ser exactamente el tipo de hombre que ella creyó que era.
La siguiente que divisa es Ellen, y se aparta con una disculpa para abrazarla a ella también. Siente como la tensión va evaporándose de su cuerpo de a poco, porque de alguna forma lo habían conseguido, cumplieron con los deseos de Aura. No importaba lo que sucediera de ahí en adelante, cumplieron con su papel en todo aquel desastre.
Los siguientes días son un lío brumoso de sucesos, entre la declaración de Gideon, el funeral de Aura y las preparaciones para su siguiente viaje. Siente como que no toma un respiro hasta que se encuentra de vuelta en hogar de la infancia, paredes que por mucho tiempo sintió como una jaula y que ahora representan santuario. Los primeros días en Las Cruces los ocupa para volver a familiarizarse con aquel espacio que ya no se sentía propio, los disfruta junto a Gideon, se encarga de enseñarle los alrededores, de mostrarle cada lugar que alguna vez significó algo para ella y compartir pedazos de su infancia.
No puede continuar negando la realidad y por lo mismo un día se sienta frente a sus padres en la cocina, mismo lugar donde comenzó el inicio de su viaje al recibir aceptación a Pomona, y finalmente les confiesa todo. Habla de Alejandro y de su relación, de su embarazo, de Maude y de todo lo que sucedió después. Les cuenta sobre Aura, cuyo nombre reconocen por el verano compartido en esa misma casa, y les habla sobre Gideon y cómo todo sería distinto si no lo hubiera conocido. Sus padres, que siempre han sostenido su fe por sobre todo, encuentran la fuerza para perdonarla por todos los secretos y mentiras.
“ ¿Por qué no nos contaste, Chabelita? “ Es la única pregunta que tiene su padre, que utiliza el mismo apodo que por mucho tiempo la llenó de vergüenza y que ahora sólo le roba más lágrimas.
Ella niega en un inicio, sintiéndose incapaz de responder pero de todas formas lo intenta. “ Ustedes lo sacrificaron todo por mí, no quería… Nunca quise decepcionarlos. “
“ No lo has hecho. “ promete su madre. “ Todo lo que hacemos es por ti, Isabel. “
La conversación no es suficiente para perdonarse a sí misma. Es probable que nunca pueda hacerlo, porque actúo contra sus principios incluso sabiendo que estaba tomando la decisión equivocada. Aún así, hay un peso que se levanta de sus hombros, las respiraciones se vuelven más fáciles después.
Por mucho tiempo Isabel pensó que nunca tendría hijos. Era castigo autoimpuesto por lo sucedido durante la Universidad, no merecía formar una familia cuando no había luchado lo suficiente para proteger a primogénito. Ahora, cuando contempla a Gideon dormitando en su cama de la infancia junto a su gato, piensa que no sería lo peor del mundo formar una familia con él. No le molestaría un pequeño Gideon corriendo por los pasillos, destruyendo todo a su paso. Ya no le quedaban dudas al respecto, entendía por fin que quería pasar el resto de su vida con él a su lado. Porque Gideon Buchanan podría ser muchas cosas, impulsivo, mordaz, indolente en ocasiones, pero también era lo suficientemente valiente para actuar contra lo que consideraba injusto, se mantenía prudente y fiel a sus ideales a pesar de todo. Y ella lo amaba completamente, no a pesar de imperfecciones pero gracias a ellas también. Se sometería al infierno de Pomona y del círculo una y otra vez si aquello significaba terminar junto a él.
Un día a finales de octubre encuentra un diario viejo en uno de los cajones, lo lee recostada en la hamaca del patio trasero de su casa, revive sentimientos de soledad que siempre la atormentaron durante su infancia. El relato es inmaduro, pueril, cargado de una añoranza que no recordaba haber sentido con tanta pasión. En el mismo, una Isabel de doce años se cuestiona por qué parece ser la única en su clase que no tiene una mejor amiga, qué era exactamente sobre ella que la volvía tan repulsiva y cómo podía cambiarlo. Piensa en Albertina, en cómo nunca tuvo que cambiar nada de sí misma con ella. En que por años Albertina la quiso así, sin más. Recoge el teléfono sin pensarlo y lo marca, con el sollozo todavía atascado en la garganta. La conversación es larga, cargada de aflicción, pero termina con una invitación a Las Cruces para su cumpleaños. Los siguientes son Percy, Ellen, Pasífae y también Leon, a quien no conoce tanto todavía pero comparte su cariño por Gideon y eso para ella es más que suficiente.
La celebración se siente un tanto fuera de lugar pero disfruta de la compañía, de la calidez que inunda su hogar cuando todos sus seres queridos se encuentran bajo el mismo techo. Recorre la habitación con la mirada y se siente en paz, con la consciencia de que no importaba qué sucediera en el futuro, siempre tendría a esas personas a su lado y eso era todo lo que importaba al final del día.
Inicia sus veintisiete años en su hogar, con calma, pasando sus mañanas cocinando con su madre y sus tardes entre risas mientras sus padres intentan enseñarle español a Gideon sin mucho éxito. Se refugia en la rutina, en la cotidianidad, ignora por completo cualquier mención del círculo o Dover. Cuando escucha el nombre de Vesper o Herae en las noticias, apaga la televisión.
A inicios de Diciembre, finalmente se prepara para abandonar burbuja de ensueño. Sabe que no pueden seguir ignorando la realidad por siempre, y que es necesario volver a Nueva York para intentar retomar alguna ilusión de normalidad. Se despide de sus padres con un pesar que nunca antes había sentido al abandonar Las Cruces y la promesa de hacer todo en su poder para disfrutar las fiestas con ellos, y junto con Gideon vuelven a enfrentarse al mundo real.
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𝗍𝖺𝗌𝗄 𝖼𝗎𝖺𝗍𝗋𝗈 › hicieron su maleta como quien huye, no como quien vuelve. ( @losavntos )
you win, you lose, you sing the blues there's no point in buying concrete shoes, i'll refuse and i always wanna die... sometimes.
Despertó por el sonido de pasos iracundos, frustrados. Fue como si un interruptor hubiese encendido su cerebro, que estaba aletargado y confundido. Poco a poco, fue abriendo los ojos y el fulgor del sol lo encegueció momentáneamente. Tuvo que apretar los párpados para evitar la sensación de que sus retinas estaban quemándose. El cuerpo le pesaba como si sus músculos estuvieran compuestos por una tonelada de piedras. Amagó con levantarse, pero la cabeza le dio vueltas y se asió al respaldo del sofá en el que, aparentemente, se había quedado dormido. No supo cuándo fue que cayó rendido en los brazos de Morfeo, ni tampoco estaba al tanto de cuántas horas habían pasado desde la pérdida de la conciencia, aunque por el ritmo que recogieron los pasos, supuso que era pasado el mediodía, si no más tarde.
Con una lentitud tortuosa, se irguió para echar un vistazo a sus alrededores. Reconocía el lugar, lo visitaba con frecuencia, en especial ahora que se había establecido en Nueva York. Solo regresó a Londres para arreglar unas cuestiones laborales que, en cuanto fueron aceptadas, se volvieron el pasaje de regreso a la Gran Manzana. Lo cierto era que no quería estar lejos de Carmine, incluso si este estaba a una considerable distancia de él. Vivir bajo su techo era el consuelo frente a su ausencia, una que calaba con mucha más profundidad de lo que había hecho antaño, cuando su amistad se vio disuelta. Extrañarlo era parte de su rutina; le costaba concentrarse en el trabajo porque la mera acción de sentarse a ver una película le recordaba a su novio. Sin embargo, estaba al tanto de que la lejanía era extremadamente necesaria para la recuperación del neoyorquino. Aquel no era un asunto que fuera a rebatir ni del que renegara por más falta que le hiciera. Pues la costumbre de flotar en su órbita era difícil de sortear cuando no lo tenía a su lado.
Acomodó su cuerpo para quedar sentado y, en el proceso, pateó un par de botellas que causaron un estruendo musical al caer al suelo. Escuchó un gruñido cargado de hastío provenir de una de las habitaciones cercanas. Tragó en seco mientras se pasaba una mano por el rostro, como si de esa forma fuese a espabilar. La misma mano viajó hasta su cabello para acomodarlo en un fútil intento de verse recompuesto, puesto que no hacía falta percibir su reflejo en la mesa de vidrio para reconocer que su estado era paupérrimo. Permaneció en su posición, con los párpados pegados, durante unos instantes que empezaron a transformarse en un suplicio. No era que su entorno diera vueltas, era la carga de saberse expuesto la que le generó náuseas.
Porque no olvidaba.
Dos noches atrás había atravesado por un fiasco que había impuesto un silencio rotundo entre su mejor amigo y él. Alejandro logró terminar de derribar la muralla de cartón que había montado como escudo. La pelea estaba fresca en su mente; las recriminaciones, todas certeras y justificadas, reverberaban en su cráneo y en su pecho en forma de ansiedad. Una ansiedad acuciante que le robaba la respiración, aceleraba su pulso y generaba, a su vez, una opresión entre las costillas que solo podía entumecer con alcohol. El vicio, tan criticado por su amigo y su hermana, seguía presente, persistente. No iba a soltarlo. No podía soltarlo. Había cierto gusto en ver qué tan lejos era capaz de llegar con la autodestrucción. Lo único que parecía brindarle un atisbo de vida era pensar en un posible final prematuro. Y es que el desprecio por sí mismo era más fuerte que cualquier otra cosa; era un pensamiento constante y cruel, que se pegaba a sus huesos y que le generaba la sensación de estar pudriéndose por dentro. Alejandro y Erin atestiguaron su derrumbe: se odiaba, se odiaba como jamás podría odiar a nadie más. Él era su propio enemigo; él y su patetismo, él y sus fallas, él y su insuficiencia. No había otro culpable que él mismo, y lo hizo saber. Escupió las palabras con un veneno que lo había estado corroyendo por dentro con una quietud lacerante. Era una humillación, no lo ignoraba, mas estaba cansado, y ese cansancio, sumado a la bebida en sangre, acabó siendo una bomba de tiempo. No era nada que no supiera, no era nada novedoso. Se trataba de una deficiencia que acarreaba consigo desde muy chico, que estalló con la primera traba impuesta por el destino: el diagnóstico de su arritmia. Nunca le había prestado demasiada atención a la melancolía existencial prendida a su carne, no obstante, esta tenía una presencia marcada, que murmuraba por lo bajo en los momentos de mayor debilidad, y que había resurgido con una potencia inusitada con la vuelta a Dover.
La noche previa también había contribuido a su actual estado. Una cena con sus padres y su hermana. Una velada desagradable, plagada de tensión y miradas reprobatorias que iban endureciéndose copa tras copa. El refreno no existía; la ingesta era más que necesaria para tolerar la decepción que su progenitor no escondía y con la que disparaba en cada oportunidad. La desaprobación en los ojos de su madre dolía más que los dardos enviados por Eamon. Tenía el presentimiento de que Lilian lo desconocía, que no podía encontrar a su hijo en el hombre que bebía como si no hubiera un mañana. Incluso si se esforzaba por montar un espectáculo en el que era el Niall de siempre, atento, jocoso y encantador, era evidente que no daba resultado alguno. Ni Lilian ni Erin quisieron dejarlo irse por su cuenta, pero Niall insistió en que tenía planes con alguien y que estaba bien, que no se preocuparan. Nada le iba a pasar.
Erin estuvo pronta a lanzar un reproche. Su hermano ya había abandonado el recinto.
Cuando el viento neoyorquino le pegó en el rostro, sintió la miseria reptar por sus venas. Hizo caso omiso. Sacó su teléfono y le escribió a Sereia quien, en el último tiempo, se había vuelto un solaz. Gracias a ella sabía un poco más sobre el estado de Carmine y, a su vez, era gracias a ella que creía poseer un nimio control sobre las riendas de su vida. La compañía de la escocesa se había vuelto un hábito, fuera para hacerle de apoyo en los momentos de mayor trabajo, o fuera para aprovechar el tiempo con salidas en las que los excesos no escaseaban. Ninguno tenía que hablar, no hacía falta comunicarse para reconocer la angustia en el otro, y tampoco era necesario decir nada para posicionarse como el faro que estaría ahí sin importar qué. No obtuvo respuesta, así que decidió no molestar más, y emprendió su camino en búsqueda de algún sitio donde descargar el malestar que le hacía temblar las manos.
El sitio al que arribó era dudoso, al igual que la procedencia del alcohol que no dejó de consumir. De todos modos, disfrutó de la música que retumbaba en los muros por su cuenta. Una de las canciones que sonó trajo a Carmine a su mente —como si no habitara en la misma de forma permanente—-; pensó en lo mucho que lo extrañaba, en cuánto anhelaba besarlo, tocarlo, abrazarlo y tenerlo consigo. Era cierto lo que decían: la ausencia hace crecer el cariño. De lejos, el amor se acrecienta, y el temor también. Su corazón adoptó un ritmo raudo, víctima de los fantasmas que moldeaba con sus propios dedos. Aquello que quería acallar se manifestaba en síntomas físicos y le clamaba por una válvula de escape. Continuó bebiendo como si no tuviera un tope.
Los pasos se detuvieron frente suyo y él abrió, finalmente, los ojos. Ahí estaba Erin, con los brazos cruzados y una mirada penetrante que gritaba todo lo que sus labios callaban. Al menos por el momento.
—Erin, yo…
—Ni te gastes —lo detuvo automáticamente, alzando una mano para evitar que diera alguna pobre excusa—. Ya me cansaste. ¿Qué mierda te crees que estás haciendo? ¿Te parece agradable que sean las cuatro de la tarde y tú recién despertando porque estuviste fuera hasta Dios sabe qué hora? Eres un hombre adulto, Niall. La jugadita del chico triste y ebrio dejó de ser atractiva a los veinte. Y estoy siendo generosa.
Niall no contestó. Simplemente se quedó con los ojos puestos en la pequeña figura de su hermana menor. Para medir menos de un metro sesenta, de seguro tenía carácter. Era tan distinta a él: centrada, aguerrida, racional y un orgullo para cualquiera que se relacionara con ella. Parecía tenerlo todo bajo control a cada segundo; nada se escapaba de su poder, ni siquiera sus emociones. No que fuera fría ni distante, sino que contaba con las herramientas para medir su sensibilidad y dejarla salir por otros medios, unos mucho más sanos que los que él manejaba.
—Yo sé —Erin lo buscó con la vista, que él rehuyó por unos segundos, hasta que lo encontró—. Entiendo que— quiero decir, yo no lo siento, no me pasa, no estoy en tu piel, pero… No puedes hacer estas cosas. Es como si quisieras— es como si persiguieras un deseo de muerte.
Niall apretó los labios entre sí. Agachó la cabeza. Tampoco habló, aun a sabiendas de que callarse decía más que cualquier palabra. Tal vez era lo que necesitaba: dejar ver lo que la desesperación por mantener una fachada ocultaba.
Erin frunció el ceño. El labio inferior le tembló, y no le importó casi caerse de cara al suelo al intentar sortear las botellas que decoraban los alrededores de su hermano mayor para acercarse.
—Por Dios, Niall —el espanto se hizo patente en los escasos vocablos de la ojiazul, quien fue agachándose hasta quedar hincada a un lado. Colocó las manos en las rodillas del castaño—. ¿Por– por qué? ¿Qué pasó?
El muchacho abrió la boca para pronunciar algo. Intentó, pero lo que salió no fue más que un chirrido lastimero. Estaba perdido. No tenía cómo poner en palabras lo que lo aquejaba porque no tenía ningún sentido. El convencimiento de estar fingiendo, de estar exagerando sensaciones y emociones lo enmudeció. Negó con la cabeza, aun sin levantarla.
—No quiero. No es… —resopló frustrado por no encontrar la forma de expresarse. Sentía que carecía de razones, que el cuadro depresivo que en un punto tuvo sentido no había podido prolongarse. Contaba con padres presentes, con una vida más que cómoda, tenía trabajo, tenía amigos, tenía una relación y, aun así, el vacío primaba en su interior. Era un agujero negro que habitaba entre sus costillas y le quitaba la luminosidad a cada cosa buena que surgía en su camino. Inhaló una bocanada de aire. Apretó los párpados y la miró—. Estoy cansado, Erin. No sé cómo explicártelo.
—Pues intenta —animó la rubia con una ternura que generalmente no le regalaba—. No te voy a juzgar. Sé que parece que te detesto porque vivo regañándote, pero no es así. Eres mi hermano y te amo. No quiero… —allí pareció quebrarse, mas pronto carraspeó y atrapó su inferior con los incisivos en un gesto intranquilo. Era obvio que no sabía cómo navegar las aguas de la emocionalidad—. No quiero que te pase nada nunca. Quiero que seas feliz —buscó una de sus manos para entrelazar sus dedos—. Hay mucha gente que también quiere lo mismo para ti. Hay gente que te ama, Niall.
—Pero siempre lo arruino —rebatió entre dientes en un tono que rebalsaba abatimiento, resignación. Erin arrugó el ceño de nueva cuenta.
—¿A qué te refieres?
—Con Malena, yo… —emprendió, pero se vio interrumpido por su propio sollozo. Crispó en un puño la mano libre y sacudió la cabeza, enojado consigo mismo—. Lo arruiné. La amaba como nunca había amado a nadie y solo dejé que mi cobardía ganara. Me fui en vez de quedarme y decirle lo que sentía —tardó sus buenos años en hacerlo y todo había sido para peor, porque se transformó en una situación intrincada, en la que hubo destiempos y heridas. Incluso si ahora estaba tratando de enmendar sus errores, de prestarse como un oído para la española, de ser un amigo y apoyarla por sobre todas las cosas, la insuficiencia hacía acto de presencia.
—Eran muy chicos… —-fue todo lo que añadió Erin.
—No me importa. La lastimé y eso no voy a perdonármelo jamás —zanjó con la crudeza de quien está muy seguro de sus errores. Un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas sin poder frenarlas—. Luego… Lo arruiné con Albertina. También me fui antes de que pudiese quererla más de la cuenta. Ahora lo arruiné con Alejandro, porque soy patético y no quiero escuchar verdades —rió con amargura, recordando cómo su mejor amigo había dado en el clavo con cada palabra vociferada—. Y sé que tarde o temprano lo voy a arruinar con Carmy. Y eso— eso me da mucho miedo, Erin, porque lo amo. No pensé que— nunca me imaginé que iba a amarlo tanto, no después de Malena.
—Si piensas de ese modo, sí vas a terminar arruinándolo —razonó la menor con una templanza envidiable—. No puedes seguir así, bebiendo como si el alcohol fuese oxígeno. No es vida lo que llevas. Te mereces mejor.
—Ese es el problema —una vez más, carcajeó sin gracia alguna. Sus azules estaban repletos de lágrimas, tanto así que apenas podía ver las facciones de su hermana. Sorbió por la nariz—. No creo merecer mejor. Ni siquiera creo merecer lo que tengo.
—No seas ridículo —los cabellos de oro de Erin se mecieron acompañando la negativa. Le dio un apretón a la unión de sus manos—. Claro que lo mereces, Niall. Y los errores que cometiste son exactamente eso: errores. No son permanentes, no si aprendes de ellos para mejorar e intentar arreglar las cosas.
—Nunca va a ser suficiente.
—¿Según quién? ¿Según tú? —la rubia largó un sonido que se asemejó más a un resoplido que a una risa—. Por supuesto que no va a serlo si te pones la vara tan alta. Y estoy consciente de que lo haces porque quieres mostrar tus mejores partes, pero te estás dañando en el proceso. Y no sé cómo— no sé cómo vas a estar para tu novio, para tus amigos si ni siquiera puedes estar para ti mismo.
—Ellos sí me importan —resolvió con simpleza al encogerse de hombros—. Lo que yo haga conmigo… No es de incidencia.
—No estés tan seguro. Creo que Alejandro dejó bastante claro que lo que te pasa es importante y la forma en que no te cuidas nos preocupa y repercute en nosotros.
—No lo sé, Erin. Da igual —y no dejó mucho margen a que la contraria reaccionara cuando se levantó del sofá y rompió el contacto entre sus manos. Lo hizo con un poco de dificultad, mas logró manejarse para parecer entero.
Se palpó los bolsillos: tenía su celular, tenía su billetera, tenía las llaves del departamento de Carmy. Estaba listo para marcharse de ahí. Fue hacia el pasillo que conducía a la puerta y, detrás suyo, oyó la marcha terminante de Erin.
—Si no vas a tomar la decisión de hacer algo por ti mismo, ni te molestes en volver a venir —ahí estaba la Erin que conocía. La que le tiraba de las orejas por sus desaciertos, la que no tenía ni un gramo de clemencia a la hora de hacerle ver lo ridículo que era. La charla transcurrida se veía lejana, perteneciente a otra vida. No existía menos peso en su pecho, sino todo lo contrario: había una opresión que le quebraba las costillas.
—Adiós, Erin.
Salió del edificio y caminó un par de cuadras hasta la estación del metro. Carecía de un objetivo fijo; no quería regresar al departamento, no tan pronto, y no iba a incordiar a Sereia ni a Malena. Amagó con escribirle a Alejandro. Se arrepintió de inmediato. Todavía ignoraba cómo iba a enfrentarlo, si es que en algún momento se animaba a hacerlo.
Prefirió caminar.
No había rumbo. Era un mero espectador viendo la vida pasar.
La gente ajetreada corría por las calles de Nueva York.
El deseo de desaparecer estaba ahí, más latente que nunca, recordándole que no valía de mucho.
Observó a los extraños pasar, cuyos rostros fueron transformándose en los de sus seres queridos.
Horas después se encontró buscando el número de un terapeuta.
Decidió que si no podía sobrevivir, al menos lo intentaría.
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𓂃 ⋆ . ˚ task cuatro: hicieron su maleta como quien huye, no como quien vuelve.
@losavntos , post original.
No sabe cuánto tiempo lleva mirando el techo de la habitación, pero deduce que al menos un par de horas cuando escucha el suave golpeteo sobre la puerta y facciones familiares se asoman por la puerta. “ Ya me voy a la galería, Thes. ” Aquella voz anuncia, de la misma forma que lo ha hecho toda la semana. “ ¿Me acompañas? ”
“ No hoy. ” responde él, de la misma forma que lo ha hecho toda la semana.
Lleva exactamente una semana viviendo bajo el mismo techo que su hermano mayor y su mujer. Su hogar es agradable, muchísimo más cálido y acogedor que su mansión en Denver, también es más lujoso que la mayoría de sus habitaciones de hotel durante su tiempo en Europa. No tiene nada de lo que quejarse realmente. El único problema es que la mayoría de su tiempo ahí lo ha pasado de la misma forma, en la habitación de invitados que pronto debería convertirse en un cuarto para el nuevo integrante de la familia, observando el techo. Puede describir de memoria cada detalle del mismo, el color beige de la pared, los pequeños bultos y detalles de la pintura.
Si ha pasado casi cada minuto ahí, no es por decisión de sus anfitriones. Milo intenta hacerlo salir de la habitación cada vez que puede, y cuando está en el trabajo es June quien se empeña en desencantarlo de aquellas cuatro paredes. Y Theseus aprecia el esfuerzo, de verdad, pero no es capaz de deshacerse del castigo autoimpuesto todavía. Le sigue dando vueltas a su última declaración, a como Ruth, la abogada familiar, lo había pintado como una víctima de las consecuencias, un niño traumatizado que nunca debió tener que lidiar con una situación tan delicada. Era una perspectiva que no terminaba de hacer sentido, ¿no había participado voluntariamente de todo lo sucedido después? ¿No se había encargado de guardar el secreto por años y años?
El tiempo sigue pasando sin su permiso, los minutos se convierten en horas y las horas en días enteros. La falta de rutina se convierte en algo rutinario, cada mañana Milo lo invita a desayunar a la mesa y cada tarde June lo invita a su galería, y él siempre dice que no.
Un día en medio de Octubre, el sonido de las llaves entrando a la cerradura de la puerta lo despiertan de ensimismamiento y lo hacen darse cuenta de cuánto tiempo ha pasado. Deduce de inmediato que se trata de Milo y June volviendo a casa, al igual que días anteriores. Theseus suspira consciente de que aquello significa tener que levantarse porque todas las tardes los obligan a sentarse a la mesa y comer con ellos, único compromiso que está dispuesto a hacer. Se levanta y se dirige a la sala de estar donde espera encontrarse con la imagen de Milo y June quitándose chaquetas y alistándose para la cena, pero en cambio se encuentra con Percy en la entrada. Milo, como si pudiera leerle la mente, lo intercepta desde atrás y proporciona un par de palmaditas en su espalda. “ Tenemos visitas. “ anuncia con cierta ironía, como si lo mismo no fuese obvio.
“ No quiero hablar. “ Se encarga de advertir, pero Percy tampoco le pregunta nada. Supone que tampoco hay nada qué preguntar, no cuando toda la información ya está ahí afuera.
La cena es un poco incómoda, o tal vez él lo siente así porque es el único que se rehúsa a participar. Se siente como una regresión del tiempo, como cuando tenía diez años y se enfadaba con todos sus hermanos por no querer jugar a lo mismo que él, como el resentimiento lo perseguiría por semanas aunque sus hermanos nunca se percataron del mismo. Eventualmente no le quedaba más opción que desistir, no era divertido ser el único consciente de la guerra fría que sucedía exclusivamente en su cabeza.
Esa noche, antes de que Percy pueda retirarse, lo intercepta en la sala de estar. Milo y June han desaparecido misteriosamente, seguramente conscientes de que Theseus necesitaba el espacio. Lo único que sabe hacer es disculparse. “ Lo siento por no decírtelo. Lo de Otis. “ Podría culpar a Melodía, pero lo cierto es que siempre fue la propia cobardía el motivante principal. “ Quise hacerlo, pero simplemente… Nunca supe cómo. “ Era distinto en ese entonces, también. Ambos existían en planos distintos, grupos de amigos opuestos, se habían criado bajo el mismo techo pero hasta ahí era donde llegaban las similitudes.
Quiere preguntarle por Carmine y por Dylan, pero no se atreve. Piensa que sería injusto hacerlo.
La conversación con Percy no cambia mucho. Tiene un peso menos sobre sus hombros, eso es todo. Al menos eso piensa, hasta que unos días más tarde June se asoma y Theseus responde que sí a su pregunta. La respuesta los sorprende a ambos, claramente, pero de alguna forma pronto se encuentra a sí mismo paseando por las calles de Nueva York. La galería de arte de su cuñada es impresionante, se distrae observando obras de arte mientras ella se encarga de las cosas administrativas. No tiene intenciones de volverlo costumbre, pero de alguna forma termina acompañándola cada tarde, un par de veces incluso la ayuda moviendo algunas cosas. Hablando con algún cliente. De vuelta en casa, se une sin permiso al proyecto de su hermano mayor y comienza a ayudarlo con la habitación de invitados. Cuando Milo pierde la paciencia, es Theseus quien termina de armar la cuna. Voltea toda su atención a aquello, ocupa espacio mental porque así no tiene que pensar en todos los mensajes de texto y llamadas que no ha devuelto, que no piensa devolver.
Un día en noviembre, y sin decirle a nadie, se levanta temprano y se dirige al Central Park. Corre hasta que sus pies duelen y disfruta del frío que se siente como navaja contra su piel, corre tanto que vuelve a casa adolorido y también satisfecho. Se vuelve una rutina. No está reconstruyendo su vida, es posible que nunca siquiera haya tenido una. Sus años después de la universidad los gastó deambulando por Europa sin un destino claro. Los últimos meses los ha pasado sobreviviendo golpe tras golpe, reconstruyendo de a poco las relaciones que formó durante la universidad. Las últimas semanas se encargó de volver a destruir sus vínculos, y aunque la culpa lo carcome a veces, no es suficiente para obligarlo a tomar el teléfono. Al menos una cosa le queda clara: Las cosas estaban mejor así. Si Ruth tenía razón, entonces nunca debió tener un lugar en todo aquel desastre. Y si no, de cualquier forma el resto estaba muchísimo mejor sin tener que lidiar con él.
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TASK CUATRO › hicieron su maleta como quien huye, no como quien vuelve.
tw: depresión, ideación suicida, mención de drogas, violencia.
post original. @losavntos.
A la vuelta, desconectado de la realidad en el asiento de atrás de un auto, contempló cómo Los Ángeles se desvanecía ante sus ojos, en cámara lenta: decolorándose de a poco, mancillándose de su propia tristeza, volviéndose un sueño lejano y opaco. Nada parecía haber cambiado, y a su alrededor todos seguían igual que siempre, felizmente inconscientes. Todos excepto él, que veía la vida a través de los demás, ausente y petrificado.
De vez en cuando, caía en un abismo sin fin de amargura y pesadumbre, y su cuerpo no ponía ninguna resistencia, permitiéndole el paso a aquellos viejos conocidos a los que solía esconderles la cara cual criatura timorata, y que únicamente recibía cuando estaba insoportablemente lúcido. Insoportablemente sobrio. No se preguntaba cuánto tiempo duraría ese periodo de calma desolación; lo aceptaba, con la vana esperanza de que algún día, tarde o temprano, se hartaría y se iría. Pero nunca era así, y terminaba pensando que el que se hartaría y se iría sería él mismo, mas de su propio cuerpo.
El mes de octubre transcurrió de manera intrascendente, sin pena ni gloria. Estaba ahí físicamente, en el papel que le correspondía actuar: el de su propia piel. Mantenía contacto con el mundo, de una forma u otra, en contra de su voluntad. Pero lo hacía tan perfectamente bien que nadie jamás notaba que cuando hablaba, con un cierto aletargamiento, en realidad, quería desgañitarse a gritos; y que cuando miraba hacia arriba y respiraba el aire fresco, en realidad, quería fundirse con el sol. Quería borrar su existencia sin sentido del mapa, irse del mundo antes de que alguien percibiera su falta, recluirse en algún sitio oscuro hasta el fin de sus días, donde respirar no doliera. Solía tener esas fantasías de cómo terminar las cosas, pero nunca las llevaba a cabo, simplemente las soñaba despierto para aferrarse a algo.
—¿Crees que me extrañarían si me fuera? —le preguntó de la nada a Francis, su representante, en medio de una cena improvisada en su apartamento. Estaban celebrando su nuevo éxito: había conseguido otro papel secundario de entre decenas de aspirantes, igual o todavía más preparados que él para el rol. Si la suerte estaba a su favor, lograría conservar el trabajo.
—¿De qué hablas, Clyde? —retrucó al instante, con ese gesto pícaro y vivaracho que ponía cuando lo creía completamente ebrio o puesto. Sabía que, dijera lo que dijera, no iba a tomarlo del todo en serio.
—No lo sé, alguien —ese alguien era su padre, tal vez su hermana, pero no vio razón para decírselo. Porque a pesar que existía un vínculo casi de hermandad, era cruzar un límite que no debía, bajo ninguna circunstancia, ser vulnerado. —¿Nunca has pensado cómo sería si el día de mañana ya no estuvieras, Francis? Si desaparecieras de golpe y todos se preguntaran: ¿a dónde se fue? ¿Cómo puede ser, si estaba aquí hace un momento? Estaba riéndose con nosotros, ¿por qué ya no lo escuchamos? —se refería a Otis, por supuesto. Los Melbourne jamás habían salido de su mente. Ni un solo día, ni una sola noche. La culpa enfermiza lo carcomía vivo, aun si no era el asesino.
Francis guardó silencio por un rato, observándolo con un semblante un tanto adusto. El destello de humor que antes habitaba sus ojos, ahora titilaba. Daba la impresión que quería preguntarle algo pero no se atrevía a hacerlo. —¿Quién te rompió tanto el corazón, Clyde? Regresaste muy raro de Edimburgo —ahí estaba de nuevo, típico de él. Reírsele en plena cara cuando estaba siendo brutalmente honesto, como si lo hiciera a propósito, como si supiera que extirpándole aquellas ideas sería la única forma de mantenerlo con vida. Por un tiempo más, al menos. —No me vengas con otra de tus crisis existenciales, este no es el momento.
Nunca era el momento.
—Nadie, yo sólo... —se sentía tan patéticamente absurdo y ridículo que no podía hilar una oración completa, así que hizo lo que siempre hacía cuando cometía un error de principiante: asesinó lo real dentro suyo. Era lo mejor para todos, quiso convencerse, sosteniéndose fútilmente del vidrio húmedo de su botella de cerveza. —Sólo quería saber si también piensas en esas cosas, ya sabes. Fue una idea que se me ocurrió, no es nada.
—Más te vale que no sea nada, Clyde. No es la primera vez que me sales con algo así —esta vez sí sonó severo, pero ya era muy tarde. El crimen ya había sido perpetrado. La sonrisa que le enseñó fue ficticia. Plástica. Se rompería en pedazos si alguien rasguñaba con las uñas la superficie de su máscara. —No sé a quiénes te refieres, pero claro que te extrañarían. Dios, yo lo haría. Mierda, Clyde. Hasta mi madre lo haría —el sonido jocoso de su risa llenaba el espacio, reverberaba con tanta dicha que, por una fracción de segundo, sintió envidia. Envidia de las personas que vivían. No como él, que estaba muerto mas en vida.
Francis no entendía. No entendía cómo se podía morir, aun estando vivo. No entendía cómo un ser humano podía destruir y echar todo a perder, así fuera para sentir algo meramente mundano en el proceso. Lo que fuera: la frustración, la pérdida, la rabia y toda la soledad que vendría después, junto con el peor de los arrepentimientos. Supuso que era un tipo afortunado por no entender, por no haber probado muchos sinsabores, pero por sobre todas las cosas, por saber cómo vivir.
—Por cierto, piensas volver pronto, ¿no? Ni siquiera me has dicho qué irás a hacer allí de nuevo. Recuerdo que una vez dijiste que nunca volverías. ¿Qué cambió ahora? —era una buena pregunta. Lástima que no podía darle una respuesta sincera. ¿Qué iba a decirle, que formaba parte de un “círculo ateniense” lleno de elitistas prejuiciosos, que esperaba como un demente que su teléfono sonara a cualquier hora con algún mensaje, que la porquería de los Hastings y su padre eran escorias que no recibirían un escarmiento, y que una maldita le había arrebatado la vida a un joven inocente que de no haber dicho verdades inconvenientes ahora estaría vivo? No. Lo mandaría directo al psiquiátrico.
—Nada cambió. No quiero volver, de hecho —porque sabía que si realmente se atrevía a volver a la matriz, de donde nació torcido, no habría vuelta atrás. No tendría escapatoria. Pero contradictoriamente, algo en él le decía que debía regresar, a menos que quisiera pasar el resto de sus días conviviendo con fantasmas. —Tengo un asunto pendiente que resolver hace años, eso es todo, Francis. Te juro que no hay más.
—Pues resuélvelo y regresa cuanto antes, porque tenemos mucho por hacer —era casi una demostración de ánimo, pero la sintió como una condena mortal. —Te estaré esperando, así que llámame. No te pierdas.
Para Francis fue un hasta pronto, pero para Clyde fue una despedida. Porque tenía en claro que estaba a punto de firmar su sentencia de muerte. Si ponía un pie en la boca del lobo, la oscuridad lo engulliría entero.
Paradójicamente, sí tenía un asunto pendiente hacía mucho tiempo. O mejor dicho, cuentas pendientes. Nombres en la lista de espera. Supuso que el suyo también estaba en la lista de algunos, porque a mediados de noviembre, cuando regresó a Dover, como un perro con la cola entre las patas, un desconocido decidió darle la mejor de las bienvenidas con un puñetazo, directo a partirle la cara en dos, dejándolo tendido en el suelo y noqueado al instante. En el anonimato de un callejón vacío, a las afueras de un motel de mala muerte, lo amedrentó a golpes y le reprochó que, ahora que era más o menos conocido, sí tendría para pagarle la maldita cocaína, la heroína y todo el dinero prestado que le debía, con intereses incluidos. Maldición. En Dover abría una cloaca y salían otros diez desquiciados más. Entre ellos, su viejo amigo y camello de sus días universitarios: Nicky para los amigos de la casa, Nicola Coppola para el registro policial. Un hampón de lo peor, un renegado social.
Pero de alguna manera, la paliza de esa noche negra logró resetearle el cerebro. Porque parecía que aquella era la única forma de vida que concebía: a los golpes. Volvió con una facilidad innata a sus andanzas, como si nunca las hubiera dejado para empezar. Sobrevivía así, sumido en un espiral de decadencia, en un par de encuentros fugaces y secretos con algunos apellidos familiares, Cox siendo el más prominente o quizá el más memorable, y otros que ni siquiera se molestaba en recordar. Su conducta reprobable era el medio para un fin lamentable, pero cómo se regodeaba en la retroalimentación que recibía de sus desmanes, excesos insanos y de su violencia que haría ebullición cuando se reencontrara con el origen del mal.
Un buen día regresó a su vieja casa, pero en un estado deplorable; tenía una fiera magulladura en el pómulo derecho y aún sobresalían los moretones que le quedaron del derechazo en la nariz. Si se arrastró hasta allí, fue porque estaba corto de dinero y no conocía otro sitio, aun si ese fuera un pedazo de infierno en la tierra. Su padre le abrió la puerta, pero se saludaron con una fría cordialidad. Sin amor.
—¿En qué lío te metiste ahora, hijo? ¿Quisiste abogar por algún pobre diablo y te salió el tiro por la culata? —ambos sabían a quién se refería por pobre diablo: a Otis. Era la palabra clave de su padre, siempre despectivo. No tenía piedad ni con los muertos, mucho menos con los vivos.
—No lo sé, papá. Tú dime. ¿Con cuánta frecuencia escondes esqueletos de pobres diablos en el armario? ¿Recibes una buena recompensa de tus dueños si haces bien el truco y mueves tu cola cuando te lo ordenan? —el veneno se filtró, inevitablemente. La sangre los unía aunque lo aborreciera. Los dos eran dañinos y perjudiciales en proporciones iguales, los dos empezarían una batalla así solamente estuvieran armados de sus antiguos rencores.
—De una vez te aviso que no aceptaré tu porquería en casa, así que vete buscando un lugar para quedarte, Clyde. Aquí caminas derecho y sigues mis reglas, o te marchas.
Clyde no contestó, estaba acostumbrado a su trato dictatorial. Sencillamente lo miró con desdén, sin pronunciar una palabra, como si estuviera a punto de desafiarlo.
—¿Te vas a quedar callado? ¿No tienes ninguna confesión que hacer? —insistió tercamente, porque no podía dejar de preguntarse cuántas veces habría hecho algo semejante. Si la podredumbre también era hereditaria.
—Hablaremos cuando estés limpio, ¿entendiste? —limpio del todo, leyó entre líneas. No respondió otra vez, pegó la vuelta e hizo de cuenta que nada. Una vez que se adentró en el pasillo camino a su habitación de la adolescencia, la penumbra tragó su sombra por completo.
El campo ya estaba minado. El pacto ya estaba sellado. Para cuando llegara diciembre, ya tendría la faca entre los dientes, preparado para el ataque. Para morir, para vivir.
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₊˚ ☾ ⋆⁺₊ # TASK 04 : hicieron su maleta como quien huye, no como quien vuelve.
that's when he sees the littlest leaks down in the floorboards and he just knows he must bolt.
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estados unidos había sorprendido a su persona, no porque algo hubiese cambiado en su ausencia, ni porque la tercera oportunidad fuera la vencida, sino porque sus ojos parecían encenderse de otro modo al tocar tierra. regresar al país que jamás lo recibió con brazos abiertos, pero que ahora lo aceptaba sin cámaras, sin flashes, sin titulares, era una experiencia inédita, casi extraordinaria. sombra de lo ocurrido lo perseguía, pero nadie se daba cuenta, había cerrado solo un capitulo de la historia, una parte que lo tenía apático. veía a la gente llorar a su alrededor, sentirse traicionados, dolidos y horrorizados, kai jamás lo comprendió porque creía que la raíz de los peores males se encontraba en todos ellos, solo necesitaban ser empujados a las acciones que harían germinar aquella planta. no defendía a vesper, no tenía razón para hacerlo, pero no la veía como el monstruo que todos describían.
llegar a boston era como perseguir nubes oscuras sin paraguas ni abrigo, sin intención real de prepararse para la tormenta que esas nubes anunciaban con sigilo. había otoños que no exigían nostalgia, ni siquiera arrepentimientos, pero aun así arrastraban tragedias. así lo sintió al comenzar a ver los disturbios, las imágenes repetidas, todos sosteniendo el rostro de herae como si fuera emblema o advertencia. su mente comenzó a procesarlo todo en silencio, sin pronunciar palabra, preguntándose a sí mismo si era correcto sentir pena. la memoria le ardió como una herida vieja que no cierra del todo. le recordaba lo injusto que es ver caer a alguien que, siempre pareció más despierto que el resto. había pasado tanto tiempo viéndola como su competencia en los pasillos de la universidad que, en aquel instante, tras encuentros cada vez más neutrales, le daba vergüenza recordar que alguna vez la colocó en su mismo nivel intelectual. pensaba, con testarudez, que a él no se le habrían escapado tantos errores, que habría tenido todo bajo control. ahora quería tenderle una mano, aunque no supiera cómo.
había algo ceñido a su cuello, no era una bufanda, ni una cadena, sino una angustia oculta, del tipo que se arrastra sin hacerse notar. era la soledad, disfrazada de quietud. siempre le ocurría lo mismo cuando se acercaba el veinticuatro. no era miedo al tiempo, tampoco se sentía atascado en sus veinticinco como si esos años fueran una jaula dorada; lo que lo atormentaba era otra cosa. era esa sensación punzante de abandono, esa certeza persistente de no pertenecerle a nadie. en esa fecha, más que nunca, recordaba que no era hijo de nadie, que ni sus dueños habían memorizado que su propiedad tenía aniversarios. quizás nunca los había hecho sentir orgullosos como para celebrar su natalicio; quizás, simplemente, siempre fue eso: un objeto de campaña política, una figura sin hogar verdadero.
cuando llegó el día no esperó nada de nadie. el mundo no se quebró ni se reconfiguró en su honor. no hubo flores, ni fanfarrias, ni siquiera una notificación fuera de lugar. se despertó como cada mañana, como si el calendario no cargara con el peso simbólico de su existencia. los cigarrillos se consumieron uno tras otro antes de que siquiera pudiera enfocar la pantalla del celular, como si el humo supiera contener los minutos que aún no estaba listo para enfrentar. cumplió años sin anuncios, sin recuentos, sin ninguna ceremonia. recibió un par de mensajes formales, redactados con emojis estratégicos, como si fueran contratos disfrazados de afecto, conocidos, socios, vínculos que orbitaban su vida sin tocar realmente el centro. promesas sueltas de salir por un trago, respuestas que escribió con una cortesía exacta, esa que aprendió para que no se notara que no esperaba a nadie. porque no lo hacía, no quería parecer decepcionado, aunque lo estuviera. miró el techo por horas, inmóvil, imaginó universos alternativos, versiones suyas donde no había cometido tantos errores, donde no había corrido lejos de quienes lo querían. se preguntó si en alguna de esas otras vidas había alguien esperando a que abriera los ojos con una sonrisa auténtica, una voz suave que dijera ‘feliz cumpleaños’ sin que eso doliera. pensó en sus padres biológicos, en si recordaban la fecha, en si sentían un nudo en la garganta al ver el número en el almanaque, si la melancolía los tocaba de la misma forma que a él, o si no sentían nada en absoluto. si su único vínculo con él seguía siendo apenas un error genético archivado en el pasado. si eran más felices así: sin tener que gastar en él, sin la carga emocional que implicaba su existencia.
se quedó ahí, suspendido en esa duda que ya se le había vuelto carne ¿era realmente algo positivo para alguien en su vida? ¿había valido la pena que naciera? recuerdo de una charla con ambrose interrumpió su propio huracán, no recordaba la cantidad de oportunidades en las que su amigo había tenido que escuchar respecto de los túneles que creaba con sus pensamientos. podía escuchar claramente la típica respuesta del contrario, algo similar a "no seas tan idiota" y eso lo logro, sin saberlo, le había dado su primera sonrisa con veintiséis.
el tono de mensaje retumbó en el departamento, suponía que ya todos habían dedicado sus dos segundos a recordar que alguna vez cruzaron camino y que por eso mismo le debían a kai los modales de un saludo de cumpleaños. pero cuando la pregunta que iluminó la pantalla, hizo que sintiera su corazón en su estómago, lo quería escupir. invitación al departamento salió natural, algo que había hecho tantas veces en un pasado en donde su entrecejo no se fruncía con tanta rapidez, en donde era más sencillo ignorar los pensamientos que se colaban en su cabeza.
dóirín apareció en su puerta con aquella aura que la acompañaba a todos lados. creía que nunca la había visto sin ella, ni siquiera cuando él mismo la dejó atrás, arrastrado por ese impulso estúpido y primario de alejarse de todo lo que le hacía sentir demasiado. incluso en sus ausencias, ella había sido presencia. incluso cuando no la tocaba, la recordaba con la piel. la vio sosteniendo la caja como si fuera frágil, como si no supiera si tenía permiso de ofrecerla. era una imagen que no correspondía con ninguna idea rígida del pasado y le dolió, de esa forma que no arde pero deja marca. un dolor casi tierno. era una sensación a la que de a poco se estaba acostumbrando, la consecuencia de sus propias acciones, como sus relaciones cambiaron por su culpa. cuando los buenos deseos se hicieron presente, no hubo eco inmediato, se había olvidado de las formalidades, solo sintió que su garganta se tensaba, como si todas las palabras que sabía hubieran decidido esconderse en la médula. bajó la mirada al gesto, a la caja, y luego la devolvió a su rostro como quien se asegura de que lo real es real, y no solo un espejismo tejido por una parte rota de su memoria.
la invitó a pasar sin palabras, se hizo a un lado, el apartamento no había cambiado, no se había atrevido a mover un solo mueble, ni decoración, y sin embargo, en cuanto ella cruzó el umbral, algo se reordenó en el aire. no fue dramático, fue sutil. como si su olor, su sombra, su forma de mirar los rincones sin pretensiones, terminaran de encajar piezas que él no sabía que estaban torcidas. se preguntó si ella también sentía que todo estaba ligeramente descentrado, que lo reconocible se había desplazado apenas un centímetro a la izquierda, como un cuadro torcido que sólo se nota cuando alguien nuevo entra y lo ve con ojos frescos.
su cuerpo se encontraba tenso con la idea de acercarse demasiado, había aceptado desde la primera charla que solo reflejaría lo que contraria le ofreciera, cansado de romper con delicadezas del ambiente. a cambio, le preparó té como cuando el amor entre ellos era una conversación fluida entre cuerpos que no necesitaban traducirse. eligió cada elemento sin preguntar, porque algunas costumbres no se marchitan del todo, incluso cuando la persona se ha ido. cuando se volvió a acercar al sillón, depositó su taza sobre la mesa y a doirin le ofreció la que se encontraba confeccionada a la medida para ella, pero su enfoque se encontraba órlagh, primero ofreciendo su mano para que olfateara y luego poder acariciar su pelaje, extrañaba a propia minina. cuando charla iluminó la habitación, agradecía que fuera tan casual, era un alivio de no pensar, de no tener que pedir perdón, ni procesar cada acción que había realizado a sus alrededores.
la vela encendida sobre el cupcake se le hizo un nudo en la garganta. no había pastel, ni música, ni coro desafinado, pero había una llama viva, breve. no tuvo que cerrar los ojos ni hacer un deseo, porque ella ya estaba ahí, con esa forma suya de llenar el espacio sin ocuparlo, sin dejarlo solo en el peor día del año en su calendaria. " gracias " murmuró. no fue automático, fue como tragar el peso de muchas cosas y escoger una sola palabra para que no lo aplastaran. el retrato lo desarmó. lo sostuvo entre manos con más delicadeza de la que recordaba tener. no dijo nada, pero la imagen le dijo más de lo que cualquier carta habría podido. cuando subió la mirada había una versión más vulnerable de si mismo, pero antes de que pudiera decir algo con peso, el ambiente se rompió cuando decoración pastelera había terminado en su nariz. la carcajada que estalló cuando ella enterró la nariz de la gata en la crema lo hizo reír también. fue breve, inesperada y sin embargo, le dejó el pecho más liviano.
" gracias por querer venir " respondió. y luego, sin pensarlo demasiado, agregó " me alegra que no lo dejaras pasar " no era una invitación explícita a volver, pero era la grieta suficiente para que entrara el futuro. y cuando cerró la puerta, lo hizo despacio porque no quería existir en aquel tormento solo.
ella dejó una estela detrás, su perfume se mezclaba con el aire templado del departamento, como si la escena se negara a acabarse del todo. kai bajó la mirada un momento, sus dedos se deslizaron por el borde de su sweater, y por debajo, la cadena metálica rozó la yema de sus dedos. seguía ahí, como cada día, como cada vez que necesitaba recordarse que el pasado no había sido una invención. no hacía falta sacarla a la vista para saber que existía, pero esa noche deseó haberla tenido por fuera, como doirín. ella la llevaba colgando con sutileza desde su cuello, apenas visible con el movimiento de su ropa. no dijo nada al respecto, pero sus ojos la habían visto. el dije complementario, la misma idea. dos collares iguales, separados por decisiones distintas, pero aún en el cuerpo del otro.
cuando llegó halloween se dio cuenta de la ausencia de la estrella de aquel día, pero no había notado que en un momento sus propios mensajes eran completamente unilaterales y sin embargo los seguía enviando, era su fecha y él estaba planificando hacía días ponerse su abrigo más pesado e invitarla a tomar algo con la naturalidad de quien sabe que algunos afectos no requieren calendario, pero no hubo respuestas a pesar de sus intentos. kai sabía cuando no era requerido o querido, sabía que en aquel instante debía ser la primera. había una pequeña carga de ansiedad en su sistema que temía muchas cosas. porque esperaba muchas tonterías de parte de eleanora, incluso una respuesta que fuera una abreviatura, pero le sorprendía que mensaje ni siquiera se registrará como recibido.
octubre terminó sin piedad, arrastrando consigo los últimos vestigios de sol amable y dejando en su lugar ese gris que no era del cielo sino de las palabras que otros pronunciaban por él. el mensaje llegó temprano, como llegan las órdenes disfrazadas de preocupación: su padre no deseaba saber cómo estaba, solo le exigía que regresara. no hubo mención de cumpleaños, ni de los días ausentes, solo un tono seco que no dejaba espacio para réplica. por un instante, se permitió el silencio. leyó el mensaje una y otra vez como si entre las letras pudiera encontrar otra intención, una grieta, algo. solo dolía un poco más cuando coincidía con la memoria de un pastel que nunca se horneó y con la certeza de que nadie, allá, lo esperaba con los brazos abiertos. su país no era su hogar, era una promesa nunca cumplida.
envió entonces el comunicado a todos sus allegados con la calma que se aprende de la costumbre. sabía que no podía irse sin avisar, ya no.
"buenas tardes, espero que este mensaje te encuentre con buena salud. es enviado con la intención de informar que no me encontraré en el territorio de estados unidos, lamento decir que me ausentaré de forma indefinida por asuntos familiares, pero tengo intenciones de volver lo antes posible. saludos, kai neo."
cada palabra elegida con guantes, cada frase medida para sonar correcta, nadie debía saber que al escribirlo sentía alivio. y sin embargo, antes de hacer la maleta, antes de contar los cigarrillos que quedaban o de marcar vuelos posibles, se detuvo. en medio de la urgencia, le gustaba la idea de desaparecer sin desaparecer del todo, de dejar algo de él detrás, aunque fuera un par de collares. nadie más sabía que se complementaban y nadie más entendería que había algo de permanencia en ese gesto mínimo, dejó su propia cadena sobre su mesa de noche como una promesa muda de que parte de él seguiría perteneciendo a esta versión de su vida porque no se iba por completo, no todavía, y en secreto, quería volver.
el pasaje en primera clase a singapur lo compró sin ceremonia, ni preguntas, como si solo estuviera tachando una tarea más de una lista que nunca terminaba de escribir. no hubo despedidas, ni promesas, ni explicaciones extendidas. necesitaba estar allá, eso era cierto, lo esperaban papeles, reuniones, lo de siempre. pero también necesitaba no estar allí. necesitaba desaparecer del encuadre, necesitaba dejar de pensar en el significado de la soledad. el trayecto desde massachusetts hasta singapur era largo, lo suficiente como para borrar el nombre de la ciudad de origen del mapa de su cabeza. un día entero de viaje, una sucesión de horas diluidas en pasillos silenciosos, luces artificiales y asistentes que preguntaban si deseaba algo más. leyó unas páginas de un libro que había llevado sin pensar, algo que ya conocía, para no tener que prestar demasiada atención. lo demás fue dormitar, escuchar fragmentos de conversaciones ajenas, ordenar pensamientos con cierta resignación. en algún momento, mientras el mundo afuera era solo una extensión sin forma más allá de la ventanilla, miró su reflejo en el vidrio que era opaco, movedizo, poco fiel. se preguntó si dejar de responder mensajes contaba como un acto de autocuidado, o si simplemente estaba haciendo lo que siempre había hecho, huir en línea recta.
en singapur, la humedad le devolvió una versión suya más antigua. una que se deslizaba entre los días con movimientos precisos y respuestas medidas, menos suave, más eficiente. sus gestos volvían a estar donde debían, las sonrisas salían a tiempo, la voz no temblaba. desayunaba con su madre como quien cumple un rito heredado, escuchando las noticias sin opinar demasiado. asistía a reuniones, firmaba contratos con manos firmes, recordaba qué decir, cuándo asentir, cómo ser útil sin dejar que lo atraviesen. había más de un ajuste de cuentas que debía realizar en país natal, información que quería reforzar el triple desde su poder, no queriendo arriesgarse a más tonterías de extorsiones, de registros de acciones que no debían ser vistos por otras personas que no sea el mismo.
pero a veces, cuando el calor descendía y la casa dormía, se permitía abrir las ventanas y quedarse quieto. no buscaba nada en particular, solo escuchaba a los grillos como si fueran un idioma que aún no dominaba del todo. y en ese silencio húmedo, sin notificaciones ni compromisos, recordaba que dover seguiría ahí cuando regresara y que las cosas sin resolver, las conversaciones interrumpidas, los problemas que no había querido nombrar, no se evaporaban con los kilómetros. pero por ahora, necesitaba distancia. no por castigo, sino por memoria, necesitaba recordar cómo sonaba su voz cuando no estaba excusando de sus acciones, cuando no debía declarar frente a un jurado o ser interrogado por detectives que no sabían hacer su trabajo como gente competente.
a finales de noviembre, la fachada se resquebrajó con más fuerza de la que se atrevía a admitir en voz alta. no podía quedarse allí solo esperando, fingiendo que el deber bastaba para silenciar el resto. la casa era amplia, perfecta, silenciosa: un teatro de mármol donde cada pasillo repetía sus pasos y cada rincón parecía recordar lo que él intentaba olvidar. ni siquiera la compañía de kiki, su calico de patas blancas y mirada insistente, acompañante luego de su primer intento de escapar dover, era suficiente consuelo. pero aun así, verla acurrucada junto a su maleta fue el único gesto que no le pareció vacío en semanas.
el invierno en massachusetts prometía un frío más honesto. y eso bastaba. no fue una decisión planificada, no fue una huida dramática, ni un portazo. fue el cansancio acumulado de tantas semanas diciendo que sí. fue volverse lo que juraba nunca ser, veía la sombra de su padre en cada llamada, cada agenda marcada, cada frase dicha en nombre del bien común. fue la conciencia cruel de que no le dolía el trabajo, ni las tareas, sino la manera en que su forma de vivir se había ido apagando bajo la rutina como si nunca hubiese tenido luz propia.
esta vez volvería a voluntad propia, con una pequeña sonrisa en su rostro, con kiki en su jaula porque no podía creer que la hubiese dejado atrás, esperándolo, convencido de que solo serían unas semanas.
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، 𝗧𝗔𝗦𝗞 𝟬𝟰 : 𝐄𝐋 𝐄𝐍𝐓𝐑𝐄𝐓𝐈𝐄𝐌𝐏𝐎. 𝘩𝘪𝘤𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯 𝘴𝘶 𝘮𝘢𝘭𝘦𝘵𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘲𝘶𝘪𝘦𝘯 𝙝𝙪𝙮𝙚, 𝘯𝘰 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘲𝘶𝘪𝘦𝘯 𝙫𝙪𝙚𝙡𝙫𝙚.
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PROGRAMA DE REHABILITACIÓN: CAPÍTULO I. › 𝐜𝐮𝐚𝐫𝐭𝐚 𝐬𝐞𝐦𝐚𝐧𝐚 𝐝𝐞 𝐨𝐜𝐭𝐮𝐛𝐫𝐞, 𝟐𝟎𝟐𝟓.
La primera semana es, por lejos, la más difícil. De todos los males que trae la droga, la desintoxicación es el peor. Es un proceso duro, tedioso, sumamente inestable. Para alguien como él, además, también es un proceso interrumpido. No es inmediato, sino más bien gradual, poco lineal. Lo mantienen con suficientes narcóticos como para dormirlo durante sus peores ataques, y desayuna un cóctel con una dosis leve de sedantes en sus mejores días.
St. Morrow’s es un centro de rehabilitación situado en East Hampton, en las afueras de Nueva York. Originalmente una escuela episcopal del siglo XIX, se reconvierte en un «centro de recuperación y psiquiatría integrativa». Es decir: un centro de rehabilitación. A Carmy no le avergüenza decirlo. Si bien no lo anuncia públicamente, su círculo más cercano siempre está al tanto de que es ahí donde pasa las próximas cuatro semanas. Saben que no tiene acceso a ningún medio de comunicación y que las visitas están restringidas a las personas cuyos nombres él decide permitir en la institución, una lista que finalmente se reduce a uno solo: M. Magdalena Almaguer.
El lugar es todo lo que su nombre promete: edificios de piedra cubiertos de hiedra, vitrales, pisos de madera que crujen, rodeado de robles centenarios y una capilla abandonada. También es en extremo exclusivo. Solo hay otros ocho pacientes además de él, todos de alto perfil, todos con suites privadas y psicólogos individuales dispuestos a escucharlos hablar de sus insignificantes traumas durante veintiocho días seguidos.
Desde un principio, Carmy intenta facilitarle la situación a todo el mundo. No tiene sentido estar ahí si no es con el verdadero fin de mejorar, si no está dispuesto a cooperar con lo que los especialistas le piden.
Sin embargo, no dimensiona lo complicado que eso resulta.
Sobre todo durante la primera semana. Es la semana de la que menos recuerda, la semana en que más ansiolíticos ingresan a su cuerpo. Permanece dormido al menos tres días enteros y solo despierta para recibir una nueva dosis de medicación. Pero esto no lo vuelve menos difícil. Todo lo contrario: las pesadillas son incesantes, turbulentas. El sueño más recurrente es el cuerpo inerte de Otis Melbourne, cuya muerte reconstruye desde cero para situarse a sí mismo en el lugar del asesino, hasta que la imagen se desvanece poco a poco y da lugar a la de Vesper. Pero su rostro aparece borroso, poco claro, como si Carmy no pudiera aceptar todavía que esa es su realidad.
También sueña con Alfred, más de lo que se atreve a admitir en voz alta. Su rostro aparece cargado de culpa, siempre en medio de discusiones: algunas reales, otras distorsionadas, quizás completamente inventadas. A veces gritan hasta romperse la voz, otras veces solo se miran, inmóviles, como si ya no tuvieran nada más que decirse. En algunos sueños, Alfred lo acusa; en otros, simplemente se va. El dolor es el mismo. Carmy se despierta con el corazón acelerado, empapado en sudor, sintiendo que lo acaba de perder otra vez. Al final del tercer día, ya no distingue qué escenas pertenecen al recuerdo y cuáles son producto del agotamiento, del encierro, del miedo. Todo se superpone en su mente como una misma herida mal cerrada. Pero hay algo que sí sabe, con absoluta certeza: no puede soportarlo un minuto más.
Durante el cuarto día, realiza lo que se conoce como «trabajo somático»: lo obligan a caminar descalzo sobre piedras al amanecer y a hacer ejercicios de contención corporal. Por la tarde, además, tiene su primera cita con su terapeuta, Lucille Brandt. Y si bien parece dispuesto a poner de su parte, su cuerpo no responde de la misma manera.
Desde el momento en que se sienta frente a ella, adopta una postura evasiva, distante. Tiene cara de pocos amigos, y ella es rápida en señalárselo.
—¿Sabías que elegí personalmente tu caso? —¿Ah, sí? ¿Debería sentirme halagado porque te parezco más interesante que el resto de tus freaks multimillonarios, Lucille?
Ella, por supuesto, da batalla.
Carmine abandona el despacho de Lucille cuarenta y cinco minutos más tarde con poca esperanza y una tarea: escribir sobre un día que no recuerda. Se carcajea. Hay tantos, piensa.
PROGRAMA DE REHABILITACIÓN: CAPÍTULO II. › 𝐩𝐫𝐢𝐦𝐞𝐫𝐚 𝐬𝐞𝐦𝐚𝐧𝐚 𝐝𝐞 𝐧𝐨𝐯𝐢𝐞𝐦𝐛𝐫𝐞, 𝟐𝟎𝟐𝟓.
En la segunda semana, evadir la realidad se vuelve más difícil. Carmy está despierto, o por lo menos consciente. La medicación se reduce notoriamente, al mismo tiempo que le realizan estudios neurológicos para evaluar el estado actual de su cerebro y las consecuencias del consumo. La terapia individual pasa a tener frecuencia diaria. Y aunque Brandt le explica que el enfoque será la desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares, Carmy no presta demasiada atención... hasta que sucede. Entonces, es en lo único en lo que puede pensar.
Está nervioso, confundido. El método le resulta invasivo, difícil de ignorar durante las primeras sesiones. Se cierra por completo con la esperanza de que la terapia termine más rápido, pero eso solo le funciona la primera vez. En la segunda, lo obligan a enfrentarse con aquello que lo pone tan ansioso, aunque ya no sabe si es por los estímulos físicos o por las historias que Lucille lo lleva a revivir. Historias que ni siquiera sabía que existían, a las que accede únicamente en ese despacho, entre esas cuatro paredes, frente a ella.
En una ocasión, el impacto es tan evidente que siente como si tuviera una soga atada al cuello.
—Detente —le pide a Lucille—. Por favor. —No puedo hacer eso, Carmy —responde ella—. Toma un vaso de agua y habla conmigo.
Él sacude la cabeza. La hunde entre las manos, se tira de los mechones de pelo. Se obliga a cerrar los ojos.
—Habla conmigo —insiste ella—. La única forma de salir es atravesarlo.
Pero él se niega. Ni siquiera sabe identificar qué es lo que más ruido le hace en la cabeza, y al final del día eso no parece importar. Los monstruos gritan, gritan y ensordecen. Le hacen perder toda conexión con la realidad. Es un abismo continuo que no se detiene, por más que ella intente calmarlo. No hasta que una aguja se clava en su piel.
Horas más tarde, despierta en su habitación.
Al día siguiente, tiene terapia grupal. Es la primera desde su llegada. La consigna es: «la máscara que construiste». Carmy está visiblemente inquieto, quizá un poco ansioso por si se encuentra con alguien conocido. Para su pesar, no es el caso. Según le comenta otro de los pacientes, el centro parece haberse asegurado de aceptar solo a nueve personas que no se conocieran entre sí. Lo que sí nota es que está rodeado de personalidades de varios países, de distintos medios, de disciplinas diversas. Es, quizá, el mejor momento de su semana: saber que hay otros peores que él. De inmediato lo invade la culpa, pero es tan fugaz que ni siquiera la registra.
Antes de volver con Lucille, sus médicos le asignan un período de reflexión en silencio después del almuerzo. Es una lectura guiada, con una selección de autores curada específicamente para él. La otra tarea es el ejercicio de capilla: se acerca a ella y enciende una vela. Esta le devuelve una pregunta: «¿Qué sobreviviste que nadie sabe?»
No tiene una respuesta inmediata. Pero una imagen lo asalta sin pedir permiso: un lugar como ese, físicamente igual, once años atrás. El internado al que asistió de niño, Hoosac, se parecía demasiado a St. Morrow’s. Ambos episcopales, ambos con un perfil muy claro: chicos como él, de familias como la suya, todos cargando con algo que nadie se atrevía a nombrar. Se le hace un nudo en el estómago. Recuerda pasillos largos, disciplinados, el olor a madera encerada, el frío en las manos. Y una soledad que no sabía cómo explicar. Todos, quizá, igual de rotos entonces, igual de rotos ahora.
Se pregunta si fue ahí donde empezó la podredumbre. Si Hoosac fue la primera pincelada de lo que más tarde sería Pomona, el Círculo de Atenea, el resto de su vida.
El último día de la semana, se presenta en el despacho de Lucille dispuesto a hablar. A preguntárselo, tal vez.
—¿Estás disfrutando de la terapia grupal? —Más que leer a Rilke —responde él—. Esa es la verdadera tortura, no lo que sea que tengas funcionando aquí.
Ambos se ríen.
PROGRAMA DE REHABILITACIÓN: CAPÍTULO III. › 𝐬𝐞𝐠𝐮𝐧𝐝𝐚 𝐬𝐞𝐦𝐚𝐧𝐚 𝐝𝐞 𝐧𝐨𝐯𝐢𝐞𝐦𝐛𝐫𝐞, 𝟐𝟎𝟐𝟓.
La tercera semana se siente como lo más parecido a una paz casi idílica, algo que ni siquiera le parece propio, ni de sí mismo, ni de su entorno, ni de lo que conoce. No sabe bien qué es, pero termina siendo su favorita en todo el programa.
En ella enfrenta, por primera vez de forma directa, la fiesta de las fieras ocurrida seis años atrás. Lo hace de un modo que nunca habría imaginado: mediante la actuación. Poco acostumbrado a ser él mismo frente a una cámara, su terapeuta invita a una directora que, de hecho, reconoce, para que lo guíe en distintas recreaciones de lo ocurrido aquella noche: como testigo, como actor, como víctima.
Es en este último rol, cuando debe convertirse en el mismísimo Otis, donde finalmente se rompe.
El llanto lo atraviesa sin aviso, sin control. Primero es un temblor en la garganta, luego un grito seco, gutural, que deja a todos en silencio. Le tiemblan las manos, las piernas, los labios. Las lágrimas no son suaves: son violentas, caen con fuerza, como si llevaran años acumulándose en rincones del cuerpo que él ya no sabía que tenía. Llora con los dientes apretados, con la espalda encorvada, con los ojos cerrados y el pecho desbordado. No puede respirar bien. Le cuesta hablar. Le arden las mejillas, los párpados, los dedos. Intenta contenerse, pero es imposible. Llora hasta que se queda sin voz, hasta que las cuerdas vocales ceden y todo su cuerpo tiembla con cada exhalación. Durante más de media hora, no hay más que eso: su llanto, el recuerdo, el dolor. No solo por Otis, sino también por lo que no hizo, por lo que hizo mal, por todo lo que dejó pudrirse en el silencio. Es el avance que Lucille tanto esperaba, y el que él tanto temía.
Y, sin embargo, cuando por fin sucede, el peso abandona sus hombros con una sencillez que no creía posible. Por lo menos, no para él.
La escritura que demanda la semana prácticamente se escribe sola. Las palabras brotan, brotan, brotan como nunca antes. Se atropellan entre sí, como si compitieran por salir del escondite en el que habían permanecido tanto tiempo. Responden a una única pregunta: «¿y si Alfred hubiera vivido en lugar de ti?». Carmy escribe sin detenerse, sin pensar que lo está haciendo. No hay estructura, ni plan, ni propósito. No piensa en si esto será leído, ni en si podría consagrarlo como un verdadero artista, como aquello que los críticos alguna vez esperaron de él. No lo piensa, pero lo sabe. Y en ese saber silencioso, casi instintivo, encuentra algo parecido a una cura. Para las pesadillas, para el insomnio, para todos los males que lo habitan desde siempre.
La tarde siguiente, Carmy participa de una clase de yoga para principiantes, seguida por una sesión de artes marciales lentas, ambas guiadas por un entrenador. Los movimientos lo obligan a estar presente en su cuerpo, a prestar atención a cada músculo, a cada respiración. No se siente del todo cómodo, pero lo intenta. Almuerza como corresponde, sin náuseas, sin evasivas, y se prepara mentalmente para lo que sabe que será el momento más importante del día: la cena que va a compartir con su mejor amiga, Magdalena.
Cuando la española se presenta en St. Morrow’s, Carmy no sabe bien qué esperar. Una parte de él quiere que vea el progreso que ha hecho, como si pudiera reconocerlo apenas cruzar la puerta. Pero en el fondo sabe que ese progreso es silencioso, casi invisible, más interno que tangible. Así que, en algún nivel, lo único que desea es tenerla cerca, sentir su presencia firme, ese tipo de compañía que no exige explicaciones ni resultados. Se sientan juntos en el comedor grupal. Malena trae las peores hamburguesas que él ha probado, duras, frías, probablemente mal cocidas, pero no importa. Porque todo lo que necesita está frente a él: su voz, su risa, su mirada que lo ve sin pedirle nada a cambio.
Al hablar, mantienen cierto grado de normalidad. Como si estuvieran en un retiro de yoga, como si el lugar no fuera una clínica, sino un spa al que decidió ir por voluntad propia. Y él lo agradece. Más de lo que ella va a saberlo alguna vez. Malena también le entrega el objeto protagónico de su siguiente terapia grupal: el rollo revelado de una vieja cámara analógica.
La consigna del encuentro es sencilla: llevar un objeto con una carga simbólica. Para Carmy, ese rollo representa un día que, a simple vista, no tiene nada de especial. Es uno cualquiera de su tiempo en Pomona, un día de primavera tal vez, sin eventos memorables. Pero ahí está, retratado en una secuencia de fotos cotidianas. En ellas aparecen casi todos sus amigos de entonces: Alfred, Malena, Theseus, Dylan, Vesper, Hera y Gideon. Sonríen, caminan, hacen cosas triviales. Pero ahora, desde la distancia, hay algo casi poético en saber que ese día, justamente por ser tan simple, ya no volverá jamás. Ninguno de ellos volverá a estar ahí, juntos, despreocupados, sin saber lo que se avecinaba. Lo mundano se vuelve sagrado. Y eso, en sí mismo, lo conmueve más de lo esperado.
Para cerrar la semana, se le propone un ayuno terapéutico opcional, que él acepta. No lo vive como una privación, sino como una forma de hacer espacio. Al finalizar la jornada, recibe una última consigna: escribirle una carta a la versión de sí mismo que sobrevivió. Ni siquiera percibe el momento exacto en que empieza a escribir. Solo registra, con claridad absoluta, el instante en que termina.
PROGRAMA DE REHABILITACIÓN: CAPÍTULO IV. › 𝐭𝐞𝐫𝐜𝐞𝐫𝐚 𝐬𝐞𝐦𝐚𝐧𝐚 𝐝𝐞 𝐧𝐨𝐯𝐢𝐞𝐦𝐛𝐫𝐞, 𝟐𝟎𝟐𝟓.
Decir adiós a St. Morrow’s se vuelve incluso más difícil que su llegada. La cuarta semana no llega con prisa, sino con una resistencia lenta, densa, y una enorme sensación de duelo que se le instala en la espalda. No es una despedida simple; es un tránsito que no sabe nombrar.
No tiene del todo claro de qué se despide. A veces piensa que, en lugar de decir adiós, está saludando a una mejor versión de sí mismo. Mejor le sabe a mucho: más estable, quizá. Más atento. Lo cierto es que ya no es el mismo que cruza ese umbral cuatro semanas atrás, con la sobriedad todavía convertida en una idea ajena, abstracta, exclusiva de los no malditos. En aquel entonces, le parecía una realidad que no le pertenecía y que nunca podría habitar. Pero ahora, por primera vez, la siente un poco suya. No del todo, no aún, pero lo suficiente como para querer conservarla.
Lucille le propone una actividad final: construir juntos un altar preventivo de recaída. Debe reunir todo lo que represente el caos, el duelo, el deseo de no volver.
—A veces siento que dices mucha basura junta, Lucille —le dice. Ella sonríe con paciencia. —Funciona mejor con los angelinos, supongo. Él también sonríe. —Bueno, es que a esos podrías venderles cualquier cosa.
Y, sin embargo, lo hace. Acepta la propuesta. Se sienta con ella y empieza a construir el altar. Lo primero que deposita en él es su hogar. No solo la casa familiar, sino su propio departamento. Reconoce que no está preparado para recibirlo de vuelta: está cargado de detonantes, visibles e invisibles. No se trata solo de objetos, sino de lo que lo habita. De Niall. De sus relaciones personales. Sus amistades, su pareja, Percy, todos. Todos, de un modo u otro, han colaborado en sostener su adicción, en perpetuar el estado en el que ha vivido durante años.
Añade su teléfono, lleno de números de camellos, de mensajes a las cuatro de la mañana. Pomona. El Círculo. Alfred. Los Melbourne. Es un vómito contenido, una lista sin pausa de todo lo que lo arrastra hacia abajo, incluso lo que alguna vez consideró bueno. Porque lo bueno también duele. Porque lo bueno, en su vida, suele ser lo mismo que lo malo. Y aunque la lista lo desborda, por primera vez siente que puede mirarla entera sin bajar la vista. Como si nombrarla fuera, en parte, empezar a hacerle frente.
Relata algo similar en la terapia grupal, y luego se despide de sus compañeros. Los nueve son invitados a la capilla, donde deben dejar un objeto que represente su paso por el programa. Carmy deja una carta sellada, sin destinatario explícito. Tal vez un poco a sí mismo, pero a un yo que ya no reconoce, que se parece más a alguien que decide dejar atrás.
A la mañana siguiente, le ofrecen realizar dos llamadas. La primera es a su sponsor, Maxwell Kensington. El abogado decidió acompañarlo desde el momento en que Carmy le comentó que ingresaría a rehabilitación. De hecho, fue él quien le recomendó St. Morrow’s. Le dijo que había sido el lugar que lo enderezó, que no necesitó volver jamás a rehabilitación, y que esperaba que surtiera el mismo efecto en él. Carmy quiere creer que así será. Por teléfono, le informa que saldrá el día siguiente y que necesita quedarse en su casa. Un mes, le dice, como mucho. Y Maxwell le responde que se quede lo que necesite.
La segunda llamada es a sus padres. Tarda unos minutos en decidir si tomarla o no. La verdad es que todavía no sabe dónde ubicar a su familia en esta nueva versión de sí mismo. Reconoce que han sido parte de lo que lo empujó hacia las drogas. Pero también entiende que, de algún modo, son el motivo por el que sigue vivo, incluso cuando en más de una ocasión estuvo cerca de no estarlo. Sabe que el vínculo que los une no es claro, que está hecho de contradicciones, de heridas y de lealtades difusas. Y que no es culpa de sus padres, ni de sus hermanos, ni de él. A veces las cosas simplemente son así: complejas, imposibles de reducir a una sola emoción.
Finalmente, marca el número de su madre y deja correr el tono unos segundos. Una voz responde.
—Carmy —dice Victoria.
Y él cuelga.
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