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mauricioamster · 2 years
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PERDIDO EN EL PAÍS PERDIDO
Amster fue para mí, en una época –cada vez que venía desde Barcelona a Santiago de Chile durante los años ochenta– el hilo que comunicaba la atrocidad de la dictadura con el recuerdo aún vivo en mi corazón de ese otro Santiago perdido, republicano, la ciudad que había estallado en llamas y había perdido el alma como resultado de nuestras luchas.
Así es que, salido apenas del avión que aterrizaba pesadamente en mi tierra perdida atravesando el algodón brumoso de nubes de invierno que cubría la ciudad, recién  recuperado mi cuerpo del jet-lag, o sea días después, oloroso ya a familia materna y paterna, a marraqueta, a cazuela, a zapallitos italianos, me deslizaba invariablemente hacia la calle San Diego, donde estaban las librerías de viejo.
Yo no quería, en verdad, como me aconsejaban, visitar el Jumbo, triunfalmente instalado donde antes había estado el depósito de los trolleys en Bilbao con Latadía –tenemos un gran supermercado de estilo americano, decían con los ojos brillantes, y yo pensaba que si ese era el resultado de tanta muerte y humillación realmente la gesta no parecía haber valido la pena–, ni tampoco merodear por los así llamados Caracoles a fin de comprar cosas importadas de marcas internacionales en esas tienduchas en rampas de las que estaban todos tan orgullosos. El Metro me sumía en un estado de miedo, de inquietud ansiosa, con tanto silencio, todos esos seres, mis compatriotas, cuyos gestos me parecían anormales, era como si sólo pudieran desplegar el cuerpo en ángulos rectos. Me sentía rodeado de robots, de identidades devoradas por la amnesia, de seres dolientes o dañinos para los cuales la conexión natural entre el alma y el cuerpo era carecer de conexión. Y además todos gastaban mucha energía en simular que toda esa rareza no era rara, trataban de autoconvencerse de que eso era normal.
Los titulares de los periódicos, villanías casi siempre, ataques cobardes en contra de quienes no podían defender ni su integridad física ni su honor, se me clavaban como navajas en el estómago. La televisión me daba arcadas, la mía era una reacción literalmente física, ay esa satisfacción de los locutores, aquellas bocas convertidas en esfínteres, qué atroces esos concursos, los animadores que llevaban en la mano una libreta de ahorro o un tarro de alguna mierda soluble identificándose amablemente con los productos del caso, aquellos programas infantiles de cuando el color aún no acababa de ajustar del todo en unos televisores con caja de madera y botonera que sonaba mucho, oh tierra mía arrasada.
Con mucho esfuerzo me pagaba yo a mí mismo una vez al año esas antivacaciones para ir del verano al invierno, de la democracia a la tiranía, del desarrollo al subdesarrollo, para hundirme otra vez en un pasado de pesadilla, en un escenario de frialdad, error y ausencia de humanidad, y no era capaz de saber qué me llevaba, qué me traía. Algo de mi ser se había quedado enredado en tales malezas, y mi destino era ese, volver atrás, regresar eternamente al hielo, a la diarrea, a la tortura, a la hipocresía, al miedo, a la soberbia miserable.
Durante las noches afectadas por el toque de queda, al que se denominaba eufemísticamente restricción vehicular, mi cuerpo acalambrado me hacía sentir tan raro y vacilante, no sabía yo si el país se había enfermado gravemente, o si la enfermedad estaba creciendo dentro de mí, y fuera verdad una cosa u otra, o ambas, era evidente que algo muy insano y descompuesto se arrastraba como mala miel entre nosotros, entre todos nosotros, los vencedores y los vencidos, los conscientes y los inconscientes, al tiempo que lo socialmente correcto era siempre hablar de otra cosa, permanentemente y sin excepciones dejar sin mencionar lo atroz, no nombrar lo innombrable que por lo demás abarcaba a casi toda la realidad. De tal manera que mis lágrimas rodaban silenciosas, escasas y heladas después de haber sido invitado con tanto cariño por mis antiguos amigos y parientes a cenar, a tomar trago, a comer papayas al jugo, a conversar distanciada y educadamente. En esas noches heladas era yo un solo llanto incapaz de fluir con generosidad, y en ese llorar avaro me daba cuenta de que mi infancia y mi adolescencia y mi primera juventud no sólo habían pasado ya, irremediablemente, como pasan y desaparecen cada día, cada mes, cada década,  liquidados por la mano inmisericorde del tiempo, sino que además esas etapas aparecían como hundidas, desfiguradas, incapaces de generar otro recuerdo más que una desesperada nostalgia, eran épocas hermosas de mi vida atrapadas en el reino de lo irrecuperable, en la vagina cancerosa de un mundo absurdo que se disolvía sin dejar rastros.
Mis pasos me llevaban, pues, irremediablemente, como si no hubiese otro alivio posible, hacia los libreros de viejos, así les han dicho siempre en Santiago a los comerciantes de libros usados, de la calle San Diego. Yo atravesaba el denso smog invernal de la ciudad pensando en aquel otro verano distante, el de mi nueva ciudad, la para mí siempre extraña Barcelona, que con cada viaje a mi antigua tierra maltratada dejaba yo de disfrutar. ¿Por qué regresaba una y otra vez a esta fuente de dolores? ¿Qué densidad deshecha, qué color podrido me empapaban el sentimiento? No sé, era como si otro ser más primitivo, incompleto, me empujara desde dentro una y otra vez hacia el desastre, a lo que había detrás del desastre, al otro lado del muro, más allá de lo que nadie quería ver. A la papa, como sugirió, burlón y temblando de frío en su abrigo grisáceo, uno de los libreros a los que visité entonces. Era quizá mi amor, el amor a mí mismo, al niño o joven que había sido, al chileno democrático y republicano de otro tiempo, al colegial que durante diez años había sido crucificado de lunes a sábado por los miserables y resentidos y racistas y autoritarios y mentirosos y arbitrarios y crueles curas del Liceo Alemán, a ese joven, yo mismo, que pese a sus crucifixiones había logrado perseverar en su ser entre otras cosas gracias a la gloriosa Universidad de Chile, porque allí entré a un gran espacio de conversación sin amos, donde cada cual podía hacer de sí mismo lo que le pareciere.
Era quizá esa pasión, esa lealtad ciega y sin destino hacia mi propio yo pisoteado por las botas repulsivas de la historia, era esa nostalgia de lo destruido lo que me hacía retroceder durante esos inviernos hacia el centro, hacia la parte menos elegante de la Alameda, ahora denominada Avenida del Libertador Bernardo O’Higgins. A O’Higgins le habían construido nuestros gallardos militares un túmulo de mala piedra y una llama eterna para blanquear ellos sus atrocidades con la figura del que había sido Dictador Supremo, situación que me complicaba porque O’Higgins había significado siempre para mí algo muy importante, como la bandera, como el nombre del país, como la Alameda. Y ahora todos esos símbolos tan queridos, ese marco virtual de conceptos en los que me había formado, eran propiedad privada de otros, de los que se gozaban del dolor mío y del dolor de mi gente, de los que tomaban pisco sour y whisky mientras en los recintos de tortura gemían y morían los derrotados, los estropajos humanos de esa vuelta histórica. O’Higgins y la Alameda, nuestra historia y nuestra economía, nuestra tradiciones, el país entero, eran ahora propiedad de los abusadores.
Yo bordeaba los edificios amenazantes cuyas ventanas estaban cubiertas de unas películas donde uno se miraba como ante un espejo, al tiempo que desde dentro miles de ojillos sagaces me observaban, y por eso era importante caminar como robot, sin expresión el rostro, y desde la Avenida Bulnes buscaba nuevamente la calle San Diego, castigada por las micros ruidosas, por el comercio ambulante, por la miseria, por la indignidad ciudadana. Había unas nuevas señoritas, que me imaginaba yo novias o esposas, en este caso señoras, de tenientes o capitanes, damas erguidas, carnosas, pero sometidas a una vestimenta y un cuidadoso tratamiento capilar y de uñas que las identificaba como mujeres ya asignadas, aunque triunfantes. El país, proclamaban al andar, o así me lo parecía, se había librado del marxismo, de los extremistas, de la política, de la democracia, de los parlamentarios, de la libertad de prensa, del desorden, del chacoteo, de la alegría cotidiana, de la conversación, de la humanidad.
Pero yo, como un animal antiguo y tenaz, me deslizaba hacia mi calle San Diego, hacia esa zona incierta donde aún reinaban penumbrosamente los libreros de viejos, y caminaba por esos pasadizos en los cuales, durante mi primera adolescencia, había perseguido yo a través de libros prohibidos y de revistas europeas de segunda mano el temblor de la carne, tan escasa entonces a mi vista. Y regresaba yo a esos santos lugares, notándolos más modestos, más castigados, envejecidos, doblados en sí mismos, y pese a todo, como si de una película de realidad virtual se tratara, traspasaba la máquina del tiempo y me allegaba a las vitrinas donde podía ver de nuevo los libros que habían estado en la biblioteca de mi padre, los libros de mi infancia, las portadas de siempre, ese papel amarillento, las solapas cuarteadas, todo ello bajo la mirada alerta, acuosa de unos libreros entumidos que poco esperaban ya de la vida. Afuera seguía atronando el  ruido de los vehículos militares, mientras un ácido olor a kiwi empapaba a la cordillera tan blanca aunque invisible por la contaminación, pero dentro de cada una de esas minúsculas tiendas se desplegaba el paisaje tenue de un pasado que, sí, había ocurrido y respecto del cual yo, no, no estaba loco.
Cargado con dinero de Barcelona, repasaba con la yema de los dedos esas portadas de los libros que en otro tiempo habían sido míos, y es que al irme precipitadamente del país en 1973 decidí poner a la venta la biblioteca de mi padre, y allí se fueron las ediciones de Aguilar, esos tomos cuidadosamente encuadernados en cuero e impresos en papel biblia aunque en traducciones tan castizas que provocaban una somnolencia irremediable, libros, los hechos en España durante los años duros del franquismo, en los que nunca nadie jamás hacía acto alguno relacionado con la procreación, de tal manera que se imaginaba uno que los seres humanos nacían de la partición simple de alguno de los que figuraban, siempre vestidos, como progenitores. Las obras completas de Dickens, las de Oscar Wilde (una hazaña ibérica al tratarse de un apóstol pagano del amor efébico), de García Lorca (otra hazaña similar), de Shakespeare en una traducción sin versos y algo pesada, carente del incendio dialéctico que en cada pasaje feliz nos deja ver el autor, los mamotretos de Pirandello, los sufrimientos de Herman Hesse... Lo mejor venía, en verdad, de las ediciones argentinas, por ejemplo de El Ateneo tenía mi padre la Ilíada y la Odisea con ilustraciones de Flaxman, y también era argentina una Mitología Clásica muy bonita, llena de ilustraciones, traducida del alemán, y gracias a editoriales como Losada o Emecé había tenido acceso a Henry Miller, a Mauriac, a Sartre, a tantos otros que sí tenían esa cosa moderna, esa vibración de quienes están leyendo en la realidad aquello que aún no ha sido escrito.
Y estaba además en aquellas librerías penumbrosas pero aún dignas todo lo de Zig-Zag, de Nascimento, de Ercilla, de Editorial Universitaria, los modestos libros chilenos. En ellos seguía latiendo, lo sabía yo bien, el pulso firme de Mauricio Amster, su oficio aplicado y no siempre genial, aunque luminoso tantas veces. Amster había diseñado quizá la mitad, tal vez hasta el setenta por ciento de todos los libros chilenos publicados entre 1940 o 1980, año de su muerte, un amplio paisaje de décadas de cubiertas, lomos, solapas y portadillas con sus amables espacios en blanco, sus tipografías predilectas, las versalitas y capitulares, las viñetas, los ornamentos y recuadros, las ilustraciones, todo eso que finalmente alimenta la fábrica visual de los libros, ese mundo real y fantasmal a la vez donde al leer conversa uno con las mejores mentes de todos los tiempos y de todos los lugares del mundo. Amster era una máquina de diseñar, y haciendo aparecer a veces sí y a veces no su nombre en los créditos o en el colofón, había trabajado para Zig-Zag, para Ercilla, para Editorial Universitaria, para la Universidad de Chile, para Editorial del Pacífico, para la Sociedad de Bibliófilos, para Babel, para Cruz del Sur, para la muy católica y conservadora Editorial Difusión, para Neruda en persona, y en fin, para lo que se le pusiera por delante en esa época venturosa en la que Chile producía y exportaba gran cantidad de libros, cuando la gente en sus casas se afanaba por mostrar algo parecido a una biblioteca para presumir así de cultos, de informados, de ilustrados, de inteligentes, costumbre que más tarde cayó lentamente en desuso y que en los años negros de la dictadura se convirtió en prescindible cuando no en peligrosa. En lugar de libros era mejor presumir de ropa importada, de auto, de televisor, en vez de rodearse cada cual a su modo de lo que le pareciera más amable para el desarrollo de la propia personalidad, lo correcto era taponear el ser con los mismos chistes televisivos, las mismas noticias asquerosas, los mismos objetos de consumo.
Yo trataba de llorar sobre esos libros aspirando su olor antiguo, que me trasladaba a los felices sesenta. No había sabido de niño que habitaba una época feliz, y es que la felicidad se aparece a la vista sólo cuando cesa. Ahí estaban de nuevo, ante mis ojos, la tipografía Bodoni o Garamond que utilizaba con maestría, el delgado filo de algunas de sus ilustraciones, las gamas de color tenue. Cada semana compuso Amster durante cuarenta años  quizá cuatro, o diez, o veinte nuevos diseños de libros y revistas, utilizando en esa era predigital la regla de picas, la maqueta a lápiz, el encuadre de las imágenes con lápiz graso, y mucha visita a imprenta. Se desplegaba allí, en esas ruinas a la venta en aquellas librerías periféricas, esa inmovilización de la realidad que propone el libro, de la que Amster había sido el supremo cocinero, y que al poder ser de nuevo vista por mis ojos atravesados por nuestra tragedia histórica, me indicaban que lo vivido había sido tal cual lo había yo vivido, y no del modo cruel que ahora me lo querían contar, que mi pasado era algo y no la nada, que mis referentes seguían existiendo aunque fuese en aquellas desvencijadas librerías de aquella calle a la que no iba la gente exitosa. Amster significaba para mí la derrota de la infamia, el renacimiento glorioso de la realidad, el triunfo de la verdad sobre la mentira organizada, la persistencia de un relato dañado pero aún vivo.
Empecé, pues, a recomprar de a poco, en cada viaje un poco, la biblioteca perdida de mi padre, y con ella fui trayendo a presencia el pulso republicano del Chile que ya no era y en el que había sido criado. Volví a pasar las yema de los dedos por las obras completas de Manuel Rojas, por el Altazor de Vicente Huidobro editado por Cruz del Sur, por las colecciones de literatura chilena dirigidas por Alone e ilustradas con las acuarelas de don Gustavo Carrasco. Observaba temblando los libros juveniles iluminados por las genialidades de Coré, los de tapas amarillas, las revistas universitarias, dios mío qué dolor y qué alivio, ese paraíso perdido con olor a rancio, esa colección interminable de valores locales, de triunfos tristes.
Así es que venía yo a Chile, finalmente así me lo parecía, a ver a Amster, a pasar la nariz por el olor perdido de la república, a seguir la conversación infinita e ilustradar con mi padre y con los editores de su tiempo, a establecer nuevas estanterías para mi corazón destrozado. Tiempo perdido quizás, nostalgia inútil, sollozos que al final no me decían nada. Abracé, pues, la obra de Amster porque era la única vía de comunicación entre el paisaje de plantas carnívoras de Pinochet y la dulce patria de otro tiempo. Quise hacer de él el diseñador estrella de todos los tiempos porque había tenido que vivir él, también, como yo, aunque de manera mucho más dramática y a menudo en dirección muy distinta de la mía, los sucios enfrentamientos sociales y políticos del siglo, las ideologías implacables, la crueldad de los poderosos, la irresponsabilidad de los dirigentes populares, la desesperada fuga para salvar la vida de los que en esas epopeyas hacen finalmente de perdedores, de carne de cañón. Y es que tal como debió él con su esposa arrastrarse a la frontera francesa en Port Bou para no volver jamás a España, había tenido yo que afeitarme, lavar mi indumentaria y cruzar temblando los controles de policía y aduana de nuestro aeropuerto para dejar Chile sin fecha fija de retorno. Y tal como él había trabajado alegremente para los republicanos había yo dejado lo mejor de mi imaginación en el servicio de los allendistas. Y sin querer hacer comparaciones de calidad, me reflejaba yo en los ires y venires de Amster como en un agua oscura, y por eso fue, quizás, que algo mío interno se aferró a sus formas diluídas, porque nunca fue Amster una figura nítida o maciza, sino más bien un rastro apenas perceptible.
Ha sido un amor romántico el mío, quizás, una ilusión, un invento apenas, una pasión colocada sobre el objeto equivocado. Pero todo amor es eso, finalmente, un movimiento de atracción que nos lleva a fundirnos con quien será siempre, lo sabemos ya desde el inicio, un sucedáneo efímero de nuestro anhelo eterno de continuidad. Ese amor nuestro por la piel de los demás, por esas o aquellas pupilas misteriosas, por ese carácter arrebatador que nos deja sin habla, se proyecta eventualmente hacia la materia construida, encarnándose quizá en objetos o en espacios, en cosas, en rincones, que eso es la nostalgia o la pasión por las cosas, por los contornos de la ciudad que nos vio nacer, por la moda, por los libros, por la forma detallada del mundo en que vivimos. Y este amor por las cosas materiales convertidas en espejo de los amores caídos es lo que finalmente logra hacernos enhebrar un día con el que viene, gracias a ese amor panteísta conseguimos a veces salvar a la especie, huir del caos, encontrar continuidades y cargar de algún sentido, provisorio sin duda, a esa imposibilidad matemática que es el tiempo, a ese horror que es la desconsideración humana.
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