Tumgik
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¿Traición?
No iba a tener la osadía de replicar. Más o menos se hacía una idea de lo que estaba pasando -de qué Ayato quería jugar-, pero aún así Thoma seguía estando en un escalón bastante más bajo en la jerarquía de la casa.
Pero, ¿traición?
— Milord —carraspeó para darse tan solo un par de segundos para pensar en sus palabras—, me debo al clan, me debo a mi señora y a mi señor.
Con Ayato sabía actuar acorde a la situación. Es consciente de que la confianza entre ambos a veces los hacía ver en público como una relación de pura e inocente amistad. Pero también podían actuar en consecuencia a su rango y posición. Aunque con un tinte de dulce complicidad, como si jugasen, como si hablasen conociendo ya la respuesta del otro.
El sirviente, dócil, se acercó frente a escritorio donde se posicionó con un seiza más o menos decente por las manos todavía atadas. Después las llevó hacia el suelo donde se inclinó, expresando el arrepentimiento de alguien que no dudaba en sus habilidades como para haber olvidado algo, pero que se sometería ante su señor si él mismo considera que no es perfecto.
— Mis más sinceras disculpas —dejó un silencio antes de cambiar al tono un poco más animado—, acepto el castigo sea cual sea. Si pudiera saber en qué he fallado esta vez, podré remediarlo en cuanto se... me dé permiso para desatarme.
Supo que eso último habría sonado arrogante. Notaba que el ambiente no era tenso y podía permitírselo.Tampoco es que unas cuerdas de fibra natural fuesen a funcionar con alguien con una visión de fuego.
Permaneció en su postura, arrepentido.
— ¿Es… esto realmente necesario, Milord?
Su sonrisa dejaba entrever el evidente nerviosismo de alguien que no comprendía la situación del todo. De rodillas y con las muñecas atadas delante de su cuerpo por dos confusos guardias del clan Kamisato minutos antes. Suspiró de alivio al darse cuenta de que por lo menos, fue apresado sin el calzado de salir al exterior puesto.
Sería una frustración ir ensuciando la hacienda.
🍅🍅🍅
Como cualquier mañana, salió de la habitación ya vestido acompañando a los primeros rayos de sol.
Como cualquier mañana, comió una versión sencilla del desayuno principal para comprobar que estaba al gusto del señor y la señorita de la casa.
Y como cualquier mañana, hizo los recados pertinentes por Ritou antes de volver a continuar con los quehaceres diarios.
La habitación de Lady Kamisato era siempre arreglada por sus doncellas. Al contrario que su hermano mayor, el cual prefería a Thoma para mantener limpia y perfumar cuando se sus dependencias se trataba.
El joven sirviente hizo todo esto sin olvidar, por supuesto, mover ficha en el tablero de shogi en el que jugaban Thoma y el señor de la casa cada vez que uno u otro entraba en la habitación. En ocasiones y durante semanas, el tablero queda inmóvil ya que uno de sus dos jugadores no regresaba. Las partidas podían durar incluso meses y, en la gran mayoría, el resultado siempre tenía un claro ganador.
Thoma podía pecar de iluso o de cabezota, pero disfrutaba con la idea de poder ganar a Ayato alguna vez.
El atardecer se abalanzó sobre Inazuma en un abrir y cerrar de ojos. Los colores del cielo de esas tierras eran algo que habían conseguido evocar en el pelirrojo una mezcla del sentimiento de añoranza por su tierra natal y melancolía por el hecho de tener que ir de visita en algún momento y dejar atrás tantos quehaceres. ¿En manos de quién? ¿Quién sería capaz de instruir a los nuevos aprendices? ¿Quién llevaría la agenda? ¿A quién debía encargar el riego de los hibizcos estrellados?
Pensaba todo esto sentado en uno de los pasillos exteriores, comiendo el segundo palito de dango -de tres- cuando la voz de uno de los guardias lo sorprendió. Se les notaba apenados y con cierto reparo al hablar, pero cuando reunieron el valor tras un breve titubeo, alzaron incluso la voz de forma un poco forzada:
— ¡L-Le informamos que por orden de Lord Kamisato, queda arrestado! —el segundo guardia repitió a destiempo estas mismas palabras. Thoma, terminando de tragar, preguntó el motivo pero ambos guardias se miraron sin saber qué decir salvo una disculpa por lo bajo y enseñaron sacaron una cuerda. Thoma ofreció el tercer palito de dango al guardia que tenía al menos una mano libre y alzó ambas muñecas, intentando repasar tarea por tarea, qué de todo había olvidado o hecho de forma incorrecta.
Lo que le hizo volver al mundo real fue sonido de una puerta cerrarse tras su espalda al ser abandonado por los guardias en la habitación de la cabeza del Clan.
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— ¿Es... esto realmente necesario, Milord?
Su sonrisa dejaba entrever el evidente nerviosismo de alguien que no comprendía la situación del todo. De rodillas y con las muñecas atadas delante de su cuerpo por dos confusos guardias del clan Kamisato minutos antes. Suspiró de alivio al darse cuenta de que por lo menos, fue apresado sin el calzado de salir al exterior puesto.
Sería una frustración ir ensuciando la hacienda.
🍅🍅🍅
Como cualquier mañana, salió de la habitación ya vestido acompañando a los primeros rayos de sol.
Como cualquier mañana, comió una versión sencilla del desayuno principal para comprobar que estaba al gusto del señor y la señorita de la casa.
Y como cualquier mañana, hizo los recados pertinentes por Ritou antes de volver a continuar con los quehaceres diarios.
La habitación de Lady Kamisato era siempre arreglada por sus doncellas. Al contrario que su hermano mayor, el cual prefería a Thoma para mantener limpia y perfumar cuando se sus dependencias se trataba.
El joven sirviente hizo todo esto sin olvidar, por supuesto, mover ficha en el tablero de shogi en el que jugaban Thoma y el señor de la casa cada vez que uno u otro entraba en la habitación. En ocasiones y durante semanas, el tablero queda inmóvil ya que uno de sus dos jugadores no regresaba. Las partidas podían durar incluso meses y, en la gran mayoría, el resultado siempre tenía un claro ganador.
Thoma podía pecar de iluso o de cabezota, pero disfrutaba con la idea de poder ganar a Ayato alguna vez.
El atardecer se abalanzó sobre Inazuma en un abrir y cerrar de ojos. Los colores del cielo de esas tierras eran algo que habían conseguido evocar en el pelirrojo una mezcla del sentimiento de añoranza por su tierra natal y melancolía por el hecho de tener que ir de visita en algún momento y dejar atrás tantos quehaceres. ¿En manos de quién? ¿Quién sería capaz de instruir a los nuevos aprendices? ¿Quién llevaría la agenda? ¿A quién debía encargar el riego de los hibizcos estrellados?
Pensaba todo esto sentado en uno de los pasillos exteriores, comiendo el segundo palito de dango -de tres- cuando la voz de uno de los guardias lo sorprendió. Se les notaba apenados y con cierto reparo al hablar, pero cuando reunieron el valor tras un breve titubeo, alzaron incluso la voz de forma un poco forzada:
— ¡L-Le informamos que por orden de Lord Kamisato, queda arrestado! —el segundo guardia repitió a destiempo estas mismas palabras. Thoma, terminando de tragar, preguntó el motivo pero ambos guardias se miraron sin saber qué decir salvo una disculpa por lo bajo y enseñaron sacaron una cuerda. Thoma ofreció el tercer palito de dango al guardia que tenía al menos una mano libre y alzó ambas muñecas, intentando repasar tarea por tarea, qué de todo había olvidado o hecho de forma incorrecta.
Lo que le hizo volver al mundo real fue sonido de una puerta cerrarse tras su espalda al ser abandonado por los guardias en la habitación de la cabeza del Clan.
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Por segunda vez le permitieron elegir un alma a su elección y, esta vez, prometió no influir tanto. Una promesa con dedos cruzados entre las mullidas colas de zorro que ocultaban sus manos, por supuesto. Pero es que cuanto más lo llamaba y más lo elevaba en volandas para escuchar su risa, se daba cuenta de que el plano mortal era muchísimo más entretenido de lo que su compañero decía. “¡U xia, U xia!”, reclamaba con una mano cerrada llena de tierra.   Wei Wuxian solo podía reír en calma, sentado con las piernas abiertas junto al pequeño. Aunque la alta figura que había emergido a su lado se empeñaba - como siempre - en mostrar desaprobación con un porte tan elegante que a las madres de su alrededor al parecer atraía, el zorro con forma humana se levantó y sacudió la tierra del trasero para enfrentarlo. — Lan Zhan, Lan Zhan, Lan Zhan... ¿No entiendes que los humanos se inmunizan ante las adversidades con estas cosas? Aprenderá, mira —señaló a Shizui que primero lamió la tierra y tosió—, ¿ves? —tras unos segundos en los que el pequeño consiguió calmarse, volvió a lamer la tierra— ¡EH! —. Rápidamente lo levantó por las axilas y cogió para dar palmadas en la espalda, encaminándose al carrito para marcharse— Ten cuidado, hombrecito... No queremos dar la razón a este vejestorio, ¿verdad?
Trabajar como canguro fue su idea magistral para estar más cerca del pequeñín. Lo de aparecerse en su forma semihumana y bendecir a las almas o acompañarlas durante cortos períodos había pasado de moda y tanto Lan Wangji como Wei Wuxian debían adaptarse. Quizás este segundo lo estaba llevando algo mejor.
Siempre había trabajado solo, y se enorgullecía de su capacidad para hacerlo de forma efectiva y eficiente, e incluso sin tener apenas que mediar personalmente en los asuntos de los humanos. Las máscaras y las tretas son para los espíritus maliciosos y los mentirosos; su gente siempre ha tenido métodos mucho más sutiles y efectivos para traer esa "suerte" a sus protegidos.
Y si bien su experiencia en mortales de más... corta edad era escasa (casi inexistente), sabía suficiente como para, podía asegurar, reconocer un trabajo mal hecho. O un grave error de burocracia celestial.
Por primera vez desde que la tarea le fue asignada (y habían pasado apenas unos meses), decidió personarse en el plano mortal, visto que a su desafortunado compañero tanto le gustaba. Todos los rasgos que lo señalaban como una criatura celestial ocultos, y un pulcro traje blanco (elegante y adecuadamente tradicional), frunció un poco el ceño al sentir la arena bajo sus pies. Dar pasos, en general, era algo a lo que no acostumbraba.
Se detuvo a su altura, con las manos cruzadas tras la espalda y sin dirigirle la mirada. Sus ojos, en cambio, estaban fijos en el pequeño, que en ese momento cogía un puñado de tierra para metérselo en la boca. Lan Wangji hizo una mueca.
— ¿Esto es lo que entiendes por protección? ¿Permitir que enferme?
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Usaba quizás más saliva de la necesaria y, al tener la boca abierta con la lengua masajeando la parte baja de la longitud, hilos húmedos caían o se pegaban a su propia barbilla. Lo introdujo por completo deseando escuchar su reacción, no pudiendo evitar que las puntas de los colmillos arañasen brevemente la base. Había aprendido de Bruno si tenía que ser completamente sincero, pero incluso para un dragón no parecía demasiado difícil aquello de brindar placer al prójimo en aras de sumar un par de puntos a su orgullo.
Cuando por fin se retiró, acariciaba el vientre, los costados, trasero, muslos... Esta vez con la misma delicadeza con la que apreciaba sus propios tesoros. Besaba su entrepierna, también la ingle, la zona más alta donde terminaba el vello oscuro y suave... todo, con tal de impregnarse de su olor al completo.
— Me perteneces —recalcó, sereno. Sus ojos aún así, lo miraban con fiereza, una que no se vio alterada incluso cuando se giró, peinó los cabellos con los dedos antes de apoyar ambos antebrazos sobre la tela y alzar las caderas. La cola podía ser un impedimento, pero también un arma o un apéndice más que introducir en el juego dependiendo de cómo se comportase su amante. Por el momento, acarició el mentón del chico con la punta, animándolo si se atrevía.
Hacía todo aquello solo por cumplir el deseo de alguien con sentencia de muerte, ¿verdad?
miaw-is-the-new-meow‌:
La imagen de un hombre desnudo se le hacía casi insustancial. Para un dragón como él, ese hecho no simbolizaba nada más que lo obvio. Era el orgullo de ser obedecido lo que le provocaba el verdadero placer, el hecho de saber que ejercía dominio hasta el punto en el que había viajado solo para morir entre sus fauces.
— Lo suficiente para que me sirvas un día más.
No tenía juicio para el físico humano, además. Todos le eran iguales; pequeños, débiles y sin ningún apéndice especial. Solo el intelecto, el valor y el honor podía sacar a un humano u otro del saco. Y Bruno Bucciarati podría considerarse digno de dirigirse a él. También debía admitir que era algo más bonito que la media, aunque nunca se lo diría abiertamente.
Así que atrajo por la cintura para que pisase donde cubría la tela y, con un chasquido de dedos, varios espejos se acercaron formando una pared discontinua y circular que rodearía lentamente para mantener un poco el calor de la hoguera.
Las cosas que hacía por un humano.
De rodillas accedió de motu proprio a lamer con fuerza desde la base el miembro semierecto del joven, tomándolo con la diestra después. En otras ocasiones fue advertido de retraer los colmillos o tener cuidado. A lo primero se negaba y con lo segundo… haría una excepción. Trabajó con movimientos suaves y seguros de lengua hasta conseguir la firmeza deseada, arrastrando las uñas de la menor libre en el bajo de su espalda.
El cabello se le antojaba molesto con los movimientos, pero no le apetecía preocuparse de ello. Continuaba besando, lamiendo y casi devorando su carne como si realmente lo hubiese echado de menos.
Quizás, la imagen que tenía desde su propia perspectiva no era tan distinta a la que el dragón tenía de él. Podía considerarlo un regalo: los ojos dorados fijos en él, y solamente en él, en una sala donde había más tesoros de los que él había visto en toda su corta vida. Azuzaba un ego que ya creía extinto (desde el momento en que había decidido que toda su existencia tenía, en realidad, más bien poco valor), ver al dragón con la mirada hambrienta. De rodillas, a sus pies.
La suave caricia sobre su cabello fue un ejercicio de autocontrol, cuando lo que verdaderamente deseaba era cerrar sobre ellos un puño. El calor de su aliento quería hacerle temblar las piernas, pero estaba lejos de ser suficiente (también olvidaba los colmillos a veces, a pesar de su aspecto evidentemente inhumano).
— Leone… —forzó sus dedos, tensos, a bajar más allá. Sobre la nuca y los hombros, donde la tentación de agarrarle fuese menos prominente. Ya jugaba suficiente con fuego.
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La imagen de un hombre desnudo se le hacía casi insustancial. Para un dragón como él, ese hecho no simbolizaba nada más que lo obvio. Era el orgullo de ser obedecido lo que le provocaba el verdadero placer, el hecho de saber que ejercía dominio hasta el punto en el que había viajado solo para morir entre sus fauces.
— Lo suficiente para que me sirvas un día más.
No tenía juicio para el físico humano, además. Todos le eran iguales; pequeños, débiles y sin ningún apéndice especial. Solo el intelecto, el valor y el honor podía sacar a un humano u otro del saco. Y Bruno Bucciarati podría considerarse digno de dirigirse a él. También debía admitir que era algo más bonito que la media, aunque nunca se lo diría abiertamente.
Así que atrajo por la cintura para que pisase donde cubría la tela y, con un chasquido de dedos, varios espejos se acercaron formando una pared discontinua y circular que rodearía lentamente para mantener un poco el calor de la hoguera.
Las cosas que hacía por un humano.
De rodillas accedió de motu proprio a lamer con fuerza desde la base el miembro semierecto del joven, tomándolo con la diestra después. En otras ocasiones fue advertido de retraer los colmillos o tener cuidado. A lo primero se negaba y con lo segundo... haría una excepción. Trabajó con movimientos suaves y seguros de lengua hasta conseguir la firmeza deseada, arrastrando las uñas de la menor libre en el bajo de su espalda.
El cabello se le antojaba molesto con los movimientos, pero no le apetecía preocuparse de ello. Continuaba besando, lamiendo y casi devorando su carne como si realmente lo hubiese echado de menos.
miaw-is-the-new-meow‌:
— ¿Nunca me llegaste a pedir permiso y lo haces ahora…? —retiró su rostro del cuello dando un tirón en el pelo. La lengua, ligeramente más larga que la de un humano se paseó desde el mentón hacia los labios, finalizando en un beso lo suficientemente violento como para que le sirviese de respuesta.
Soltó sus cabellos y se incorporó con el chico sentado todavía sobre él. La túnica que llevaba era sencilla y basta. Deschacer una lazada era suficiente como para delimitar en el suelo una zona de acción y dejar el cuerpo completamente expuesto. Pálido como la nieve, esculpido y con escamas en distintas zonas dependiendo del grado de transformación. En esa ocasión, solamente había en el bajo de la espalda hacia la cola que nacía y desde los muslos hacia las fuertes patas de monstruo para sobrepasar con creces la altura de Bruno.
— Deseo ver tu cuerpo —demandó cerca de su oído. Agregó con magia unas llamas al fuego. No necesitaban combustible alguno para seguir vivas y ayudarían a mantener una calidez decente para él.
— Intento cometer menos errores —prometió.
¿O estaba haciéndolo en ese mismo instante? Quién sabe. Igual no era mucho más digno que cualquier sirena atrayendo marineros a su ruina. Como mucho, quizás tenía más mérito.
Entrecerró los ojos con el deseo de mantener en mente el sabor que Leone había dejado en sus labios, tanto como fuera posible. También a sabiendas de que no tardaría mucho en volver a probarlo. Nunca se había considerado impetuoso, ni exigente, ni mentiroso, pero estaba visto que después de haber vendido su alma, no podía confiar siquiera en sí mismo.
Mas merecía la pena.
Sus manos fueron rápidas en palpar la piel que ahora se le mostraba. En comparación con aquel cuerpo que se mostraba ante sí por obra solamente de magia, le parecían indignas. Toscas, ásperas, llenas de callos rubricando el trabajo manual casi desde que era un niño; cicatrices, una por cada vez que el acero le había enseñado a tratarlo con más respeto y más cuidado, y una adicional, mustia y fea, que subía por su muñeca hasta el antebrazo.
Asintió en obediente silencio. Sus prendas eran más complicadas, destinadas a proteger del frío un cuerpo mucho más frágil. Mantuvo la mirada sobre él al ponerse en pie (la falta de su tacto casi de sobras compensada por la imagen de su cuerpo desnudo, expuesto ante él sin necesidad de más de un vistazo) para deshacer los nudos y hebillas de su cinturón. Solo entonces quedaba liberada una túnica que salía por sus brazos, y una última camisa con encaje a lo largo del cuello que se sacó por la cabeza. El costado que daba al fuego tenía una temperatura agradable, mientras que el otro le hizo estremecerse con un escalofrío.
No había mucho espectáculo, solo el metódico y preciso hacer de sus dedos. Se deshizo también de las botas, y pisó con los pies descalzos la fría piedra, y tras ellos sin más dilación los pantalones junto con la ropa interior. Ahora sí, estaban tan a la par como un hombre y un dragón podían llegar a estar.
— ¿Satisfecho?
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— ¿Nunca me llegaste a pedir permiso y lo haces ahora...? —retiró su rostro del cuello dando un tirón en el pelo. La lengua, ligeramente más larga que la de un humano se paseó desde el mentón hacia los labios, finalizando en un beso lo suficientemente violento como para que le sirviese de respuesta.
Soltó sus cabellos y se incorporó con el chico sentado todavía sobre él. La túnica que llevaba era sencilla y basta. Deschacer una lazada era suficiente como para delimitar en el suelo una zona de acción y dejar el cuerpo completamente expuesto. Pálido como la nieve, esculpido y con escamas en distintas zonas dependiendo del grado de transformación. En esa ocasión, solamente había en el bajo de la espalda hacia la cola que nacía y desde los muslos hacia las fuertes patas de monstruo para sobrepasar con creces la altura de Bruno.
— Deseo ver tu cuerpo —demandó cerca de su oído. Agregó con magia unas llamas al fuego. No necesitaban combustible alguno para seguir vivas y ayudarían a mantener una calidez decente para él.
miaw-is-the-new-meow‌:
Conversaban con acciones y se reprochaban con miradas. Apartaban así el pacto hasta un momento en el que sus labios no estuviesen ocupados demostrando necesidad. Ahora no le importaba nada más que hacerlo suspirar de nuevo, vivo, a su lado.
Gruñó cuando sus manos rozaron sus cuernos. Sabía cuánto lo odiaba y aún así… Sonrió. Su respuesta fue tomar con fuerza los cabellos de la nuca a modo de advertencia con la diestra y la opuesta, hacerla descender hasta el bajo de su espalda. Esa prenda de las piernas, sobraba. También su propia y estúpida túnica que aún mantenía desde que dejó su forma de dragón.
Alzó la cabeza, mirando el borde de la luna que se filtraba por el hueco superior.
— Me deseas —afirmó con orgullo sin necesidad de ello.
— Te has dado cuenta —no faltó el tono sardónico. La debilidad solía asustarle, la ocultaba, la rehuía, pero hacía tiempo ya que había decidido cavar su propia tumba, y se había familiarizado con ella. Poco daño podía hacerle ya revolcarse también en la tierra.
Se meció ligeramente, aliviando así la necesidad que crecía entre sus piernas. Besó con reverencia el ángulo de su rostro, bajando por su cuello siguiendo la línea de su pulso, lamiendo, mordiendo. Hasta la piel de un dragón podía enrojecer si sus dientes hacían la fricción correcta.
Hablaba tanto de devorarle, y eran sus labios sin embargo los que, famélicos, se deshacían en atenciones alrededor de su nuez.
— Dame permiso, Leone —suplicó sin aliento, deslizando las manos hasta sus caderas—. Dame permiso para hacerte mío otra vez.
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Conversaban con acciones y se reprochaban con miradas. Apartaban así el pacto hasta un momento en el que sus labios no estuviesen ocupados demostrando necesidad. Ahora no le importaba nada más que hacerlo suspirar de nuevo, vivo, a su lado.
Gruñó cuando sus manos rozaron sus cuernos. Sabía cuánto lo odiaba y aún así... Sonrió. Su respuesta fue tomar con fuerza los cabellos de la nuca a modo de advertencia con la diestra y la opuesta, hacerla descender hasta el bajo de su espalda. Esa prenda de las piernas, sobraba. También su propia y estúpida túnica que aún mantenía desde que dejó su forma de dragón.
Alzó la cabeza, mirando el borde de la luna que se filtraba por el hueco superior.
— Me deseas —afirmó con orgullo sin necesidad de ello.
miaw-is-the-new-meow‌:
— Y tú eres el más humano. Eres todo eso y más, por eso te detesto tanto... —hablaba solo para él con la voz ronca, como adormilado.
— Al contrario que a ti, mi madre sí me dejaba jugar con la comida — hacía tiempo que no sonreía y aún menos, bromeaba con alguien. Se permitió el lujo de abrazar por unos instantes a la pasión de tener un compañero. Ambos sabían lo que ocurría y ninguno quería detenerse, intercambiando besos por el pecho, el cuello, el rostro… y los labios.
El primer contacto fue cauteloso, con las manos del dragón en su cintura y una cortina de cabellos negros impidiendo el paso de la luz. Pero como la magia de la pura naturaleza, desencadenó una imperiosa necesidad de poseerlo, de tomar todo cuanto pudiera, besando sus labios en un arrebato de deseo.
Y ya no había vuelta atrás.
Exhaló un suspiro que debía llevar meses conteniendo. Dejó morir el aliento en los labios del dragón, percatándose sólo entonces de cómo sus rodillas habían encontrado sitio a cada uno de sus costados, y sentado en su regazo tenía la libertad de hundir ambas manos en su cabello.
No era delicado.
Tanto como respetaba (no, veneraba) a aquella hermosa criatura, tal como su padre le había enseñado desde niño (a mirar desde abajo y con humildad a las figuras que le sobrepasaban: a las montañas, a los dioses, a las tormentas que a veces riegan los campos y otras arrasan con ellos), era una cuestión de pasión violenta. Junto a la base de sus cuernos se enredaban sus dedos, tirando, pidiendo sin reparos (no podía decir que no le avisó).
Sediento, tomaba cuanto podía de su boca, mordía sus labios, trazó con precisión con el pulgar la ya conocida línea de su mandíbula hasta su mentón, obligando a que le fuera permitido el paso.
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— Y tú eres el más humano. Eres todo eso y más, por eso te detesto tanto... —hablaba solo para él con la voz ronca, como adormilado.
— Al contrario que a ti, mi madre sí me dejaba jugar con la comida — hacía tiempo que no sonreía y aún menos, bromeaba con alguien. Se permitió el lujo de abrazar por unos instantes a la pasión de tener un compañero. Ambos sabían lo que ocurría y ninguno quería detenerse, intercambiando besos por el pecho, el cuello, el rostro... y los labios.
El primer contacto fue cauteloso, con las manos del dragón en su cintura y una cortina de cabellos negros impidiendo el paso de la luz. Pero como la magia de la pura naturaleza, desencadenó una imperiosa necesidad de poseerlo, de tomar todo cuanto pudiera, besando sus labios en un arrebato de deseo.
Y ya no había vuelta atrás.
miaw-is-the-new-meow‌:
— Hazme esto un poco más difícil ¿quieres? Los cazadores disfrutamos del hecho de cazar. Si te pones en bandeja, no es divertido.
Con solo un breve impulso, lo atrajo cuanto pudo y giró, quedando él tumbado de espaldas en el suelo y Bruno sobre su cuerpo. El dragón podía aguantar el frío de la piedra sin problemas.
Lo abrazó con fuerza y dejó apresado contra su pecho. Recorría su espalda con las manos a sabiendas de que tendría que tomar una decisión.
Su olor no había cambiado y podía diferenciarlo a varias montañas de distancia con viento a favor. Aspiró el aroma de su pelo sin importarle parecer necesitado.
— Házmelo más difícil al menos…
— Eso no estaba en nuestro trato. ¿Esperas que entienda las sutilezas del lenguaje de un dragón? Solo soy un humano.
Su rostro encontró cobijo en el arco de su cuello, entregándose por un momento a sus atenciones. Sus dedos estaban inquietos, sin embargo. Cuánto lo había añorado, y cuán cerca lo tenía ahora, de nuevo al alcance de sus manos, a solas. Sentía el corazón martillearle en el pecho, la boca reseca. Deseo, eso era. Ansioso por suplir el contacto que su propia ropa (inconveniente como siempre) le negaba, paseaba sus yemas por su amplio pecho.
— Deberías saber ya cómo somos. Estúpidos, obstinados… No hacemos más que pedir y destruir —al hablar, sus labios rozaban la piel del dragón, y lo que primero eran caricias, empezaron a transformarse en besos—. Deshazte de mí antes de que sea tarde. Haznos un favor a ambos.
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— Hazme esto un poco más difícil ¿quieres? Los cazadores disfrutamos del hecho de cazar. Si te pones en bandeja, no es divertido.
Con solo un breve impulso, lo atrajo cuanto pudo y giró, quedando él tumbado de espaldas en el suelo y Bruno sobre su cuerpo. El dragón podía aguantar el frío de la piedra sin problemas.
Lo abrazó con fuerza y dejó apresado contra su pecho. Recorría su espalda con las manos a sabiendas de que tendría que tomar una decisión.
Su olor no había cambiado y podía diferenciarlo a varias montañas de distancia con viento a favor. Aspiró el aroma de su pelo sin importarle parecer necesitado.
— Házmelo más difícil al menos...
miaw-is-the-new-meow‌:
— ¿Y qué te dice que mi plan ahora no sea devorarte? —pasó el brazo del lado pegado al suelo por el hueco de su cuello, ofreciendo al chico así un lugar más cómodo donde apoyar la cabeza. — Podría empezar por las extremidades, así aguantarías tierno durante mucho más tiempo — Arañó con el índice y cierto cuidado la barbilla, dejando que el otro brazo se deslizara por la cintura para aferrarlo más a su propio cuerpo. — Aunque el miedo tensa los músculos y quizás sería mejor empezar por la cabeza. Pero durarías tan poco… ¿Tú qué prefieres?
Estaba enfadado, muy enfadado. Las últimas horas las había pasado pensando en qué hacer. Cómo deshacerse de él, cómo matarlo, cómo hacerlo escapar. ¿Cómo…? ¿Acaso se estaba fallando a sí mismo? ¿En qué momento había decidido dar el beneficio de la duda a un humano? Hasta había tomado la decisión de aparecer para morir. ¿Estaba loco?
Por ahora y desde hacía meses, se encontraba a gusto rodeando el cuerpo de Bruno, frágil y solo ligeramente cálido.
— Te odio, Bruno.
— Una corazonada.
En sus labios, fuera del campo visual del dragón, se dibujó una sonrisa. Osada, tranquila. Era difícil sentirse como una presa rodeado por sus brazos. Al contrario, no había lugar donde se sintiera más seguro, aun a sabiendas de que no había ya ningún encantamiento para protegerle, de que su palabra ya no era ley. Pero el dragón seguía atado (no estaba ciego), así como ahora también lo estaba él.
Una sensación agridulce. Era ya la segunda vez que había dejado todas sus deudas saldadas para enfrentarse a lo inevitable, y una vez más la muerte seguía eludiéndole.
— Te he visto comer animales enteros sin dejar ni restos, pero ¿tienes alguna preferencia? Asumo que las partes más tiernas están en el torso, pero quizás tus gustos sean distintos a los míos —si se trata o no de una respuesta seria, es difícil saberlo. A estas alturas, su sentido del humor no era inexistente, pero estaba más bien avinagrado—. Si tengo el privilegio de escoger, me gustaría por lo menos ser un buen manjar.
Sus manos fueron a posarse sobre las muñecas ajenas. Firme y resuelto, hizo presión sobre ellas, pidiendo de forma silenciosa que lo abrazara con más fuerza.
— Lo sé. No te quitaré ese derecho, Leone —pero seguía, egoísta, reclamando más de su atención y su tacto.
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— ¿Y qué te dice que mi plan ahora no sea devorarte? —pasó el brazo del lado pegado al suelo por el hueco de su cuello, ofreciendo al chico así un lugar más cómodo donde apoyar la cabeza. — Podría empezar por las extremidades, así aguantarías tierno durante mucho más tiempo — Arañó con el índice y cierto cuidado la barbilla, dejando que el otro brazo se deslizara por la cintura para aferrarlo más a su propio cuerpo. — Aunque el miedo tensa los músculos y quizás sería mejor empezar por la cabeza. Pero durarías tan poco... ¿Tú qué prefieres?
Estaba enfadado, muy enfadado. Las últimas horas las había pasado pensando en qué hacer. Cómo deshacerse de él, cómo matarlo, cómo hacerlo escapar. ¿Cómo...? ¿Acaso se estaba fallando a sí mismo? ¿En qué momento había decidido dar el beneficio de la duda a un humano? Hasta había tomado la decisión de aparecer para morir. ¿Estaba loco?
Por ahora y desde hacía meses, se encontraba a gusto rodeando el cuerpo de Bruno, frágil y solo ligeramente cálido.
— Te odio, Bruno.
miaw-is-the-new-meow‌:
El basto silencio dejaba espacio suficiente para escuchar con claridad el murmullo del viento en la entrada de la cueva. Leone solo podía mirar su rostro como el rey un castillo lo suficientemente poderoso como para no necesitar perder tiempo con asuntos triviales.
Deslizó el pulgar por el filo de la mandíbula y después por la barbilla. Relajó el gesto. Si había un ser humano que podía dejarlo sin habla, ese era Bruno.  Los cristales se fueron acomodando unos al lado de otros en la entrada, tratando de sellarla al frío cuanto le era posible y con un gesto de cierto desprecio, se deshizo de todo contacto con él, buscando alejarse al rincón más oculto de la cueva.
                                           *               *                *
Al parecer, había encendido un fuego y seguía ahí, acurrucado, pequeño y no por ello débil o indefenso. Hacía horas que había caído la noche y Leone no se había dignado a dirigir la palabra, aún menos a aparecer hasta que le vino en gana. Cuando la luna ya estaba en lo alto, creyó conveniente ir a revisar el cáliz, pero encontró que seguía el problema que lo había traído y debía encargarse de ello. Había sellado la entrada, pero no por ello suponía un impedimento para escapar o salir si era necesario. Con pasos tranquilos, se acercó sin importarle demasiado hacer ruido con las pequeñas monedas que pisaban sus patas. Aún mantenía las pezuñas con las que ganaba incluso más altura. Sin mediar palabra, se tumbó tras su cuerpo, cubriéndolo con el propio y ahí se quedó. 
Cuando los viejos hablaban de la naturaleza caprichosa de los dragones, de lo fácil que era encender su ira, de los héroes que con un poco de ingenio habían conseguido aplacarla, de su orgullo y hábito de jugar con la comida, nunca había esperado verse en la situación de comprobarlo por sí mismo.
Con el ceño todavía fruncido, observó al dragón soltarle y marcharse sin mediar palabra, dejándole completamente solo con una montaña de tesoros. Así que ese sería su rol ahora.
-  -  -
Aun así, un humano tenía que comer, de preferencia al menos dos veces al día. No pensaba escapar, así que caminó al exterior sin culpa. Recogió madera para cuando la noche cayera, cazó un conejo (toda su vida la había pasado en la ciudad, pero sus dos grandes viajes, en los que no siempre había tenido a mano un mercado, le habían enseñado un par de trucos sencillos de llevar a cabo con solo un poco de magia) y regresó al interior con calor y cena.
Aunque para cuando llegó el dragón solamente quedaban restos y una hoguera todavía encendida para suplir el cobijo que la gruesa pero demasiado corta capa no alcanzaba a darle.
Motivo de más para agradecer el calor de un segundo cuerpo a su lado.
Suspiró, echando hacia atrás su cabeza hasta ir a toparse con el amplio pecho del dragón.
— Si tenía que haber traído mantas y provisiones, podrías haberme avisado.
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El basto silencio dejaba espacio suficiente para escuchar con claridad el murmullo del viento en la entrada de la cueva. Leone solo podía mirar su rostro como el rey un castillo lo suficientemente poderoso como para no necesitar perder tiempo con asuntos triviales.
Deslizó el pulgar por el filo de la mandíbula y después por la barbilla. Relajó el gesto. Si había un ser humano que podía dejarlo sin habla, ese era Bruno.  Los cristales se fueron acomodando unos al lado de otros en la entrada, tratando de sellarla al frío cuanto le era posible y con un gesto de cierto desprecio, se deshizo de todo contacto con él, buscando alejarse al rincón más oculto de la cueva.
                                           *               *                *
Al parecer, había encendido un fuego y seguía ahí, acurrucado, pequeño y no por ello débil o indefenso. Hacía horas que había caído la noche y Leone no se había dignado a dirigir la palabra, aún menos a aparecer hasta que le vino en gana. Cuando la luna ya estaba en lo alto, creyó conveniente ir a revisar el cáliz, pero encontró que seguía el problema que lo había traído y debía encargarse de ello. Había sellado la entrada, pero no por ello suponía un impedimento para escapar o salir si era necesario. Con pasos tranquilos, se acercó sin importarle demasiado hacer ruido con las pequeñas monedas que pisaban sus patas. Aún mantenía las pezuñas con las que ganaba incluso más altura. Sin mediar palabra, se tumbó tras su cuerpo, cubriéndolo con el propio y ahí se quedó. 
miaw-is-the-new-meow‌:
— No necesitaste una daga la última vez —no podía fiarse. Gran parte de él ardía en deseos de destrozarlo. Otra, de abrazarlo. La confusión y los sentimientos se entremezclaban en un amasijo de duda, algo inconcebible para alguien de su estatus.
A pesar de tener una cantidad innumerable de riquezas, dejó el cáliz con cuidado en un recoveco cercano. Lo admiró durante unos segundos, incluso, aunque aquello no le impedía continuar con su cuestionario.
— ¿Entonces es cierto? ¿Has venido a morir, Bruno? —su tono fue frío y seco. Intentó no dejar ver ninguna de sus emociones.
Se acercó lentamente hacia él.
— ¿Porqué ahora imploras cobrar mi parte a cambio de un insignificante regalo? —si su corazón fuese normal, diría que estaba… emocionado, excitado por la situación, curioso, necesitado a la par que enfadado y frustrado. Pero no lo era—. No te comprendo. Eres un héroe e incluso aquí conocen tu historia y la de tus chicos —rió poniendo una mano en su cuello, agarrando sin hacer demasiada fuerza—. Ódiame, huye, sé una buena presa y concédeme el gusto de perseguirte durante años y años. Porqué me lo pones fácil, Bruno. Qué, ha, pasado.
Cuando se quiso dar cuenta, sus cuerpos estaban pegados de la fuerza con la que Leone lo había atraído agarrándolo.
Bruno… La de noches que había pasado admirando las estrellas pensando en lo estúpido que fue al permitirse ceder solo un poco en su encanto.
— Tampoco he traído a mis compañeros conmigo, debes haberte dado cuenta.
Y si no, debía creer su palabra, aunque no tuviera ninguna razón para hacerlo (qué había sido él, sino un embustero). Y a pesar de no tenerla, sentía esa pizca de malestar, que junto a la ansiedad revoloteaba en su pecho. ¿Ofensa? Cómo osaba siquiera. Su largo viaje hasta ahí no había sido más que una penitencia, no tenía derecho a pretender que le fuera agradecido, o por lo menos no menospreciado.
— No soy ningún héroe —escupió con amargura, serio el semblante. La mano alrededor en su cuello no le intimidaba (¿no era eso a por lo que había venido?)—. Mis chicos, como tú los llamas, lucharon y arriesgaron la piel por nuestra causa. Yo solo soy el hijo de un herrero que tomó prestado lo que no era suyo, y al que no le gusta dejar deudas.
¿Pero era eso todo? Cada día en la ciudad se hacía más largo y pesado que el anterior. La culpa se unía a la soledad. La casa en la que había crecido se le antojaba más una prisión: ventanas que no había vuelto a abrir, cuartos enteros que no había vuelto a tocar por temor a profanar los recuerdos que todavía los moraban.
Cada segundo desde que aquella marca había sido puesta en su mano había ido muriendo, y ahora que todo cuanto quedaba de ella era una cicatriz, todavía seguía haciéndolo.
Era insoportable.
— Nunca viniste —murmuró, casi como un lamento. Sentía el corazón encogérsele en el pecho solo de pensar en aquel anhelo, pero su mirada seguía firme, casi desafiante. Un sólido muro tras el que esconder sus emociones—. Y yo no huyo, Leone. Me conoces bien. Haz conmigo lo que desees; te pertenezco, como dijiste. Pero no me insultes.
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— No necesitaste una daga la última vez —no podía fiarse. Gran parte de él ardía en deseos de destrozarlo. Otra, de abrazarlo. La confusión y los sentimientos se entremezclaban en un amasijo de duda, algo inconcebible para alguien de su estatus.
A pesar de tener una cantidad innumerable de riquezas, dejó el cáliz con cuidado en un recoveco cercano. Lo admiró durante unos segundos, incluso, aunque aquello no le impedía continuar con su cuestionario.
— ¿Entonces es cierto? ¿Has venido a morir, Bruno? —su tono fue frío y seco. Intentó no dejar ver ninguna de sus emociones.
Se acercó lentamente hacia él.
— ¿Porqué ahora imploras cobrar mi parte a cambio de un insignificante regalo? —si su corazón fuese normal, diría que estaba... emocionado, excitado por la situación, curioso, necesitado a la par que enfadado y frustrado. Pero no lo era—. No te comprendo. Eres un héroe e incluso aquí conocen tu historia y la de tus chicos —rió poniendo una mano en su cuello, agarrando sin hacer demasiada fuerza—. Ódiame, huye, sé una buena presa y concédeme el gusto de perseguirte durante años y años. Porqué me lo pones fácil, Bruno. Qué, ha, pasado.
Cuando se quiso dar cuenta, sus cuerpos estaban pegados de la fuerza con la que Leone lo había atraído agarrándolo.
Bruno... La de noches que había pasado admirando las estrellas pensando en lo estúpido que fue al permitirse ceder solo un poco en su encanto.
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Sentía su cuerpo tenso, y aún más que tenso, entumecido, frío. Los músculos todavía cargados por el esfuerzo respondieron resistiéndose al frío. Agachó un poco la cabeza. ¿Tiritaba? ¿O temblaba? No le dio demasiada importancia; de todas formas, era ya irrelevante.
— Es lo que prometí —consiguió hablar, haciendo su mejor esfuerzo para que su voz sonase alta y firme. En sus últimos momentos, no iba a suplicar. Venía a enmendar su último pecado, cierto, y este empezaba en que pedir perdón no estaba entre sus planes. Había hecho lo que debía, y por el pacto que había elegido firmar, pagaba un precio. Eso es todo—. Mi vida te pertecene. Y también mi muerte.
En quizás la última oportunidad que tuviese (por suerte, lo tenía ya en sus manos), sacó de la bolsa un par de presentes, lo que había podido traer consigo. Un brillante cáliz de plata y marfil y algunas joyas de colores claros. Todo parte del botín que se habían llevado de la fortaleza, por supuesto; en su hogar nunca se habían visto tantos lujos.
Quizás una ofrenda tan pequeña era sencillamente insultante, no lo sabía. Pero era todo lo que tenía, y traía a su alma algo más de paz.
— Por las molestias.
“A pesar de lo que me hiciste, te prometo que será rápido” Su voz, su eco era lento y grave. La pata derecha lo apresó entre dos de sus garras de un brusco pisotón. No tocó apenas, pero dejaría más clara su intención; no podría escapar. De las comisuras de su boca, emergía una tenue humareda por el efecto del calor de su garganta y el frío de aquella cueva. Un siseo metálico anunciaba la llegada de una llamarada, el pecho, hinchándose y el cuello erguido iniciaban los preparativos para el ataque que el humano había visto más de una vez.
Segundos antes vio cómo sin reparo alguno, buscaba algo.  El dragón disparó. La llamarada duró varios segundo, sus preciados espejos se apartaron gracias a la magia y dejaron salir al exterior un torrente blanquecino y limpio con tonalidades azuladas. Por suerte, la criatura cambió la trayectoria a tan solo un metro por encima de la cabeza humana. ¿Qué sería… aquello? Lo que portaba entre sus manos el valiente ingrato parecía ser de su agrado. Retiró la zarpa y agachó la cabeza con curiosidad, a su altura, con los ojos abiertos como platos tratando de examinar todo aquello que traía como si fuera un minino. Con el ronroneo grave y sin mediar palabra, lo observó durante un largo período de tiempo. Olisqueó incluso. Bruno…  Como dragón, se volvía aún más terco de lo que ya podía ser. Creía poder olvidarlo todo, seguir con su vida ya que contaba con la ventaja de jugar con el tiempo más a su favor que los humanos. Pero cuánto se equivocaba. Se equivocaba tanto que no se paró a pensar en que ahí estaba él. Tan solo, tan pequeño, tan simple. ¿De verdad acabaría todo de una forma tan sencilla? Soltó aire por la nariz hacia el hombrecillo. Se retiró hacia la oscuridad sin dejar de mirarlo, pisó su montaña de tesoros e hizo que los espejos se recolocasen, flotaran y lo escondieran aún más. 
Desde lo profundo de la cueva, podían escucharse crujidos y gemidos de un dolor más o menos soportable. Dejó pasar varios minutos hasta que pudo caminar de vuelta a la luz rodeando su montaña. Se puso una especie de capa con mangas que lo cubría, tapando la desnudez que no le importaba mostrar. — ¿A qué has venido realmente? Sea cual sea la respuesta, me niego —aún así, cogió el cáliz, observando con detenimiento y muchísimo más interés del que pondría cualquier persona, rascando, analizando cada detalle. —  Corre con tus amigos y te dejaré huir, Bruno. Yo decidiré cuándo acabar contigo.
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Sentía su cuerpo tenso, y aún más que tenso, entumecido, frío. Los músculos todavía cargados por el esfuerzo respondieron resistiéndose al frío. Agachó un poco la cabeza. ¿Tiritaba? ¿O temblaba? No le dio demasiada importancia; de todas formas, era ya irrelevante.
— Es lo que prometí —consiguió hablar, haciendo su mejor esfuerzo para que su voz sonase alta y firme. En sus últimos momentos, no iba a suplicar. Venía a enmendar su último pecado, cierto, y este empezaba en que pedir perdón no estaba entre sus planes. Había hecho lo que debía, y por el pacto que había elegido firmar, pagaba un precio. Eso es todo—. Mi vida te pertecene. Y también mi muerte.
En quizás la última oportunidad que tuviese (por suerte, lo tenía ya en sus manos), sacó de la bolsa un par de presentes, lo que había podido traer consigo. Un brillante cáliz de plata y marfil y algunas joyas de colores claros. Todo parte del botín que se habían llevado de la fortaleza, por supuesto; en su hogar nunca se habían visto tantos lujos.
Quizás una ofrenda tan pequeña era sencillamente insultante, no lo sabía. Pero era todo lo que tenía, y traía a su alma algo más de paz.
— Por las molestias.
“A pesar de lo que me hiciste, te prometo que será rápido” Su voz, su eco era lento y grave. La pata derecha lo apresó entre dos de sus garras de un brusco pisotón. No tocó apenas, pero dejaría más clara su intención; no podría escapar. De las comisuras de su boca, emergía una tenue humareda por el efecto del calor de su garganta y el frío de aquella cueva. Un siseo metálico anunciaba la llegada de una llamarada, el pecho, hinchándose y el cuello erguido iniciaban los preparativos para el ataque que el humano había visto más de una vez.
Segundos antes vio cómo sin reparo alguno, buscaba algo.  El dragón disparó. La llamarada duró varios segundo, sus preciados espejos se apartaron gracias a la magia y dejaron salir al exterior un torrente blanquecino y limpio con tonalidades azuladas. Por suerte, la criatura cambió la trayectoria a tan solo un metro por encima de la cabeza humana. ¿Qué sería... aquello? Lo que portaba entre sus manos el valiente ingrato parecía ser de su agrado. Retiró la zarpa y agachó la cabeza con curiosidad, a su altura, con los ojos abiertos como platos tratando de examinar todo aquello que traía como si fuera un minino. Con el ronroneo grave y sin mediar palabra, lo observó durante un largo período de tiempo. Olisqueó incluso. Bruno...  Como dragón, se volvía aún más terco de lo que ya podía ser. Creía poder olvidarlo todo, seguir con su vida ya que contaba con la ventaja de jugar con el tiempo más a su favor que los humanos. Pero cuánto se equivocaba. Se equivocaba tanto que no se paró a pensar en que ahí estaba él. Tan solo, tan pequeño, tan simple. ¿De verdad acabaría todo de una forma tan sencilla? Soltó aire por la nariz hacia el hombrecillo. Se retiró hacia la oscuridad sin dejar de mirarlo, pisó su montaña de tesoros e hizo que los espejos se recolocasen, flotaran y lo escondieran aún más. 
Desde lo profundo de la cueva, podían escucharse crujidos y gemidos de un dolor más o menos soportable. Dejó pasar varios minutos hasta que pudo caminar de vuelta a la luz rodeando su montaña. Se puso una especie de capa con mangas que lo cubría, tapando la desnudez que no le importaba mostrar. — ¿A qué has venido realmente? Sea cual sea la respuesta, me niego —aún así, cogió el cáliz, observando con detenimiento y muchísimo más interés del que pondría cualquier persona, rascando, analizando cada detalle. —  Corre con tus amigos y te dejaré huir, Bruno. Yo decidiré cuándo acabar contigo.
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Como la descomunal criatura que era, fue levantándose poco a poco haciendo que las joyas comenzaran a esparcirse. Asestó un pisotón contra el suelo e hizo que el mar de tesoros temblase, creando una cortina de sonidos titilantes a su paso, esparciéndose aún más. A pesar de ser enorme, sus movimientos resultaban felinos al acercarse a ese insensato hombrecito. Con orgullo y fiereza, se irguió e inhaló desde su posición. En tan solo un segundo, abrió las fauces y agachó la cabeza con fuerza, exhalando un rugido atronador a tan solo un par de metros del pobre humano. Los pajaritos de la montaña y la criaturas más cercanas, huyeron. Probablemente los aldeanos estarían nerviosos también. Su intención de aterrorizar al otro seguía en pie. Los cuernos emitían un resplandor a través de sus grietas al igual que el interior de su garganta, preparado para liberar una ráfaga de fuego helado y acabar de una vez por todas con aquello. “¿Vienes a morir?” Tanto la voz que emitía a modo de eco como la especie de expresión del dragón parecían burlarse.
“¿Estás seguro de esto, joven?”
La voz del hombre le hace detenerse sobre sus pasos. El posadero todavía sostiene en sus manos la generosa propina que había dejado (su familia nunca había tenido mucho, pero donde se dirigía no iba a necesitarlo), pero no es eso sobre lo que pregunta.
Terminando de acomodar su abrigo y la bufanda con que se protege el cuello (habiéndose criado en una ciudad costera, debía cuidarse mucho de ese frío seco, punzante. Esa mañana había escarcha en la ventana), se da media vuelta para encarar al hombre.
— Me las arreglaré —la sonrisa cortés en sus labios claramente no acaba de convencerle. Hay algo que opaca el brillo en sus ojos, algo cansado, casi enfermizo—. Gracias por todo.
La actividad por la mañana es frenética. Nada más salir a la calle, llegan a sus oídos voces, el traqueteo de ruedas sobre el pavimento de piedra, risas de niños. Es un lugar lleno de vida, para ser un pueblo de montaña, y por un momento Bruno lamenta no poder quedarse unas horas más a pasear por sus calles y respirar aquella atmósfera.
Después de todo, es su última parada.
Pero el camino, según el tabernero, todavía le llevará un par de horas, y preferiría no tener que hacerlo cuando empezara a caer la noche. ¿Todo ese camino para acabar bajo las zarpas de un oso? Prefería que no.
Desde que partió, había estado siguiendo aquel impulso, una especie de corazonada. Le llegaba en los cruces de caminos, cuando sabía instintivamente qué dirección tomar, y la primera vez que, desembarcando en un puerto, había puesto los ojos sobre aquella cordillera. Parecía tan lejana hacía semanas, que casi le sorprendía haber llegado hasta allí, parte a pie, parte junto al par de caravanas mercantes a las que había podido arrimarse por el camino. Varias paradas por delante fue cuando por fin, por primera vez, escuchó sobre el dragón. Seis meses, decían. Se instaló en la montaña, y durante varias semanas nadie había osado poner un pie en el bosque, paralizando toda la actividad de caza. La cosa se había normalizado, pero habían tenido que multiplicar el ganado para alimentar a una boca adicional… mucho más grande, con tal de mantenerlo alejado del pueblo.
Seis meses. Las cuentas cuadraban.
La caminata fueron al menos cuatro horas, con una breve pausa para comer, y al menos dos de ellas alejado de cualquier camino, a través del bosque y luego cuesta arriba. Empezaba a estar acostumbrado, pero hasta sus rodillas se resentían.
Una última vez se sentó tras avistar la enorme oquedad en la pared de roca. Suficientemente grande para un dragón, pensó.
Tomó un profundo aliento. No había muchas cosas que no hubiera considerado ya a lo largo de su viaje. Se había despedido más o menos convenientemente de todas las personas que podrían echarle de menos, lo justo para que nadie se preocupara en exceso. Había pasado a visitar a los chicos (todos estaban bien, se quedaba más tranquilo), había hecho a Giorno partícipe de sus planes (detestaba dejarle al cargo de dar las malas noticias, pero ambos sabían que era la forma más sencilla), y hasta había dejado una nota en su antiguo hogar. Estaba bien. Nada de cuentas pendientes.
Sujetando la bolsa que llevaba al hombro (la mayoría de cosas que llevaba ahí no tendrían ya utilidad, pero unas pocas eran obsequios), se puso de nuevo en pie para caminar los últimos metros que le quedaban.
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"BASTA".
No podía vocalizar como los simples humanos, pero el atronador rugido se entendió claramente en las cabezas de todos. Miró a Bruno juzgándolo, y a la vez, suplicando.
Las cadenas mágicas que ahogaban su cuello lo dejaron respirar por primera vez en tanto tiempo.
Era libre y podía terminar con todo aquello. Tomó aire, abrió las alas y-...
Dormía. El gran dragón llevaba alrededor de una semana en reposo, emitiendo un ronroneo constante que las paredes de la cueva parecían elogiar con sus respectivos ecos. La vida allí transcurría tranquila y podía apañárselas con un solo pueblo que de vez en cuando se portaba bien con él. Las ofrendas eran de su agrado y el alimento, suficiente.
Quizás sería el hazmerreír de ciertas criaturas si supieran que el gran dragón blanco estaba regulando su temperatura corporal a una más fría con tal de no consumir recursos en exceso. Algunos pensarían que se había ablandado. Tan solo se recuperaba de batallas pasadas, volvería a la carga y atormentaría a los aldeanos en un par de años o tres.
Desde el aire, pudo observar que se encontraban vivos. Quizás algunos habían salido peor parados, pero... eso ya no era de su incumbencia. Miró al pelinegro cubierto de hollín, de heridas, de sangre. Agotado. 
Un par de aleteos y giró por completo partiendo al norte.
Abrió los ojos. Aún notaba ese minúsculo atisbo de magia, un susurro que entre ellos que desde hacía un par de semanas cosquilleaba en la base de los cuernos más grandes. No creyó que el muy insensato continuaría su búsqueda.
En su entrada, la cueva parecía lo que era; una cavidad enorme sin mucho más misterio. Pero a tan solo unos metros en sus oscuras entrañas comenzaban a verse superficies de varias formas y tamaños suspendidas en el aire, otras, reposaban sobre las paredes. 
Espejos. Cientos de espejos colocados en cualquier lugar y de forma estratégica reflejaban la luz que entraba desde un pequeño agujero en la parte superior de la cámara más cercana a la entrada , creando una curiosa iluminación al reflejarse. En la parte más profunda y oscura yacía sobre un enorme montón de piedras preciosas y lujos de tonalidades claras, un dragón albinos recogido sobre sí mismo.
Lo vio a través de uno de sus espejos que reflejaba en otro, que a su vez tomaba el reflejo de otro y conectaba con otra superficie enfocada en la entrada. Vio sus estúpidos piececitos medir con cuidado cada paso, su estúpido rostro semi cubierto para soportar la temperatura y las estúpidas ropas. El ligero movimiento de su cabeza para seguir los pasos del hombre hizo que los tesoros se mecieran, creando una melodía al caer. Sabía de su poder y, aunque no lo temía, desde luego que en sus planes no entraba ceder nuevamente. La cueva tampoco estaba pensada para tener más salidas ya que un dragón de su envergadura no necesitaba huir así que, decidió recogerse más sobre sí mismo para aquello de lo que los humanos llaman coloquialmente “fingir”, aunque su ronroneo ya no era gutural sino metálico.
"¿Estás seguro de esto, joven?"
La voz del hombre le hace detenerse sobre sus pasos. El posadero todavía sostiene en sus manos la generosa propina que había dejado (su familia nunca había tenido mucho, pero donde se dirigía no iba a necesitarlo), pero no es eso sobre lo que pregunta.
Terminando de acomodar su abrigo y la bufanda con que se protege el cuello (habiéndose criado en una ciudad costera, debía cuidarse mucho de ese frío seco, punzante. Esa mañana había escarcha en la ventana), se da media vuelta para encarar al hombre.
— Me las arreglaré —la sonrisa cortés en sus labios claramente no acaba de convencerle. Hay algo que opaca el brillo en sus ojos, algo cansado, casi enfermizo—. Gracias por todo.
La actividad por la mañana es frenética. Nada más salir a la calle, llegan a sus oídos voces, el traqueteo de ruedas sobre el pavimento de piedra, risas de niños. Es un lugar lleno de vida, para ser un pueblo de montaña, y por un momento Bruno lamenta no poder quedarse unas horas más a pasear por sus calles y respirar aquella atmósfera.
Después de todo, es su última parada.
Pero el camino, según el tabernero, todavía le llevará un par de horas, y preferiría no tener que hacerlo cuando empezara a caer la noche. ¿Todo ese camino para acabar bajo las zarpas de un oso? Prefería que no.
Desde que partió, había estado siguiendo aquel impulso, una especie de corazonada. Le llegaba en los cruces de caminos, cuando sabía instintivamente qué dirección tomar, y la primera vez que, desembarcando en un puerto, había puesto los ojos sobre aquella cordillera. Parecía tan lejana hacía semanas, que casi le sorprendía haber llegado hasta allí, parte a pie, parte junto al par de caravanas mercantes a las que había podido arrimarse por el camino. Varias paradas por delante fue cuando por fin, por primera vez, escuchó sobre el dragón. Seis meses, decían. Se instaló en la montaña, y durante varias semanas nadie había osado poner un pie en el bosque, paralizando toda la actividad de caza. La cosa se había normalizado, pero habían tenido que multiplicar el ganado para alimentar a una boca adicional... mucho más grande, con tal de mantenerlo alejado del pueblo.
Seis meses. Las cuentas cuadraban.
La caminata fueron al menos cuatro horas, con una breve pausa para comer, y al menos dos de ellas alejado de cualquier camino, a través del bosque y luego cuesta arriba. Empezaba a estar acostumbrado, pero hasta sus rodillas se resentían.
Una última vez se sentó tras avistar la enorme oquedad en la pared de roca. Suficientemente grande para un dragón, pensó.
Tomó un profundo aliento. No había muchas cosas que no hubiera considerado ya a lo largo de su viaje. Se había despedido más o menos convenientemente de todas las personas que podrían echarle de menos, lo justo para que nadie se preocupara en exceso. Había pasado a visitar a los chicos (todos estaban bien, se quedaba más tranquilo), había hecho a Giorno partícipe de sus planes (detestaba dejarle al cargo de dar las malas noticias, pero ambos sabían que era la forma más sencilla), y hasta había dejado una nota en su antiguo hogar. Estaba bien. Nada de cuentas pendientes.
Sujetando la bolsa que llevaba al hombro (la mayoría de cosas que llevaba ahí no tendrían ya utilidad, pero unas pocas eran obsequios), se puso de nuevo en pie para caminar los últimos metros que le quedaban.
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Star Platinum era... grande. Muy grande. Podía notarlo a través de la tela y en el hueco del trasero que estaba usando para menearse a gusto.
Se relamió al ver a Jotaro de esa forma, tan ansioso como para pasarle el dichoso lubricante con esa rapidez. Se quedó un rato mirando a los verdosos ojos de Jotaro, intentando adivinar su intención. Aflojó el agarre Hierophant sobre su cuello, manipulando también los que trabajaban en su erección para ir con más lentitud.
— ¿Con el grandullón o contigo? —rió — Ah, cierto, que no puedes hablar —así que echó una cantidad considerable en una mano y dicho brazo, retiró con cuidado la tela que cubría a Star sin dejar de mirar al pelinegro y... empezó. No quería perderse la expresión del mestizo mientras masturbaba a su stand con sumo cuidado, impregnando la longitud y preparando el terreno para hacerle sufrir un poco de necesidad. 
Arqueó más la espalda y se puso de puntillas para tratar de alinearse mejor, apoyó las manos en los hombros de Jotaro y comenzó a echarse para atrás. Contuvo la respiración, teniendo incluso que romper el contacto visual.
Por su salud, fue poco a poco, primero hacia delante, luego hacia detrás, todo sin recorrer mucho terreno. Estaba preparado, sí, pero no del todo para aquello.
Tesis
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Al pelirrojo le costó muy poco ir deshaciéndose de los zapatos, pantalones y ropa interior a la vez que disfrutaba de los placeres de su novio fantasma. Lo de retorcerse de placer era su especialidad, así que premió las atenciones con caricias en el cuello y tirones de pelo. Solo cuando notó la confusión, paró.
Chasqueó la lengua y agarró al stand de la mano, como quien lleva a un niño pequeño a buscar a su madre. Asomó la cabeza por el marco de la puerta, agradecido de ver a su novio en semejante situación y entró. Aún le quedaba la holgada camisa que solamente tapaba un poco por debajo de la parte más íntima. — Eres un cobarde —terminó por aclarar, yendo hacia él donde se inclinó para estar a la altura de su oído con una manos sobre el respaldo y la intención de ser... ¿intimidante?—. El camino en el tren es largo y hay mucha gente. He estado esperando esto toda la tarde... —esperó que con eso entendiera por dónde iba. Aún así y como premio por haber estudiado tanto, se permitió besar la frente, pero como seguía sin permitirle entrar a su boca, consideró que taparla con el tentáculo era lo mejor.
— No me mires así, JoJo —consiguió empujar un poco la silla para tener espacio y, de nuevo, condujo la mano de Platinum hacia donde lo habían dejado. Ahora estaba entre las piernas del chico malo con el mejor de los stands detrás, recibiendo otra vez las caricias que sus caderas proporcionaban a sus muslos. 
Tesis
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