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REFLEXIONES MARZO 2016
Había una vez un loro muy pelotudo que odiaba a los hombres. Les gritaba cosas, les cagaba todo. Los hombres, un buen día, lo mataron. Fin.
Había una vez una rosa que congregaba las miradas de todos los habitantes de un pequeño pueblecillo. El pueblecillo se llamaba GRAN CONQUEROR y sus carteles eran de color azul. Atención, dijo una vieja, y soltó un pedo. De nada, dijo el Rey de la India. Bueno, mi primo. Hola?
Quién es el dueño de la vida? Nadie. La vida está ahí sola para que vos vayas y la desgastes a placer. Todo el impulso vital consiste en perdurear a través de cada día, y otro día, y otro día y así sucesivamente. Nos afanamos bajo el sol para cumplir con nuestras atareas y de noche gemimos en sábanas húmedas de transpiración fría. Hubo un tiempo en que la soledad no era un problema. Por qué cuesta tanto volver a ella? Qué nos queda por hacer o sentir? Nuevas películas o mundos? Nuevas canciones? Qué es esta sobrevida jorrenda? Por qué tengo que ir a trabajar?
La secta olvidada es la infancia, entendés? La secta de tus amigos que ahora se diáspora por la faz de la rutina.
Quiero estar de panza sobre la cama abrazado a la almohada , quiero sentir el viento de ventiladorcito que compré en Easy y que es mi mejor amigo. Quiero olvidarme de mí y de mi estupidez irredimible, malgasté mi vida.
Sentimientos de autoodio. Todo lo que hago me parece pedorro y jorrible. No quiero escribir más, no quiero tocar más, me siento un pelotudo, un pelotudo, un pelotudo, si me abandonara ahora a mis instintos agarraría el teclado y lo haría mierda contra el escritorio, todo el tiempo que esté sin hacer eso seré una mentira asquerosa, una cagada humana.
Somos un coso de fermento, una levadura repugnante arrojada sobre una mesada sucia, somos una reacción química hypeada, somos Arcade Fire.
El único lenguaje que comunica es el del grito y el del cachetazo, nada más honesto y claro que el impulso de agredir a alguien.
Reflexiones de mierda, reflecciones de mierda
Una trompada en el centro de la frente, un cachetazo en la cara, sobre la boca, el odio como fuerza comunicativa del amor, despertate hijo de puta estás siendo un mogólico, dejá de ser un mogólico, cisandisist.
Por los recovecos de la historia asoma clara la faz de tu sargento inmolado por el caballo tuyo, General San Martín. Cabral de apellido, Gran de nombre, la canción es sobre él.
Belgrano era un abogado que un buen día se puso el uniforme y salió a guerrear gallegos con su cara de gordo puto. Nadie se le animaba porque todos tenían mierdo de ser cagados a trompadas por un gordo abogado y puto. Belgrano transpiraba de odio y los rulitos se le pegaban a la frente.
Laprida murió de sida.
Saavedra murió de Platense
Azcuénaga murió en Santa Fe
Larrea murió cagando
Moreno murió en alta mar tras una pelea por un truco que estaban jugando. Era bardero Moreno, y se la dieron después de cantar la Falta.
Paso era repillo y estuvo hasta en el segundo triunvirato. Nadie sabe por qué semejante logi caía siempre parado.
Anchorena era un forro atómico, todos murieron menos él. El de ahora es el mismo, pasa que no lo muestran porque es una momia horrible que bebe sangre y come fetos de 6 meses.
San Martín se estaba yendo de Argentina cuando cruzó los Andes: tenía los huevos llenos de los pelotudos de acá. Ellos estaban todo el día boludeando en Tucumán tomando vino y el chabón se tenía que poner a enseñarles a los mendocinos de qué lado del fusil salían las balas, porque los mendocinos eran tan estúpidos como ahora.
Los chilenos traicionaron a los españoles de puro garcas, la libertad les importaba tres carajos.
Sarmiento escribía bien porque siempre estaba al palo. Escribía para no tener que culearse a todo bicho caminara a su lado. Si pasaba un flaco así medio tiernito se lo bajaba sin decir agua va: tenía un tronco venudo que usaba para partir nueces.
Mitre era un garca tremendo. Le tenía miedo a todo pero se dejaba la barba para parecer valiente. Puto y amigo de los ingleses.
Urquiza tenía las pelotas llenas de todo al segundo día de arrancar la campaña contra Rosas. Básicamente era un entrerriano de mierda que quería culearse a todas las minas que pasaran cerca de su hamaca paraguaya. En Pavón vio que iba a tardar un montón en arrancar y fue directamente a rendirse y al toque se fue de joda con una chinita que ya había fichado de antes.
Rosas envidiaba a Urquiza porque también quería rascarse las pelotas. Rosas quería que todo quede igual para siempre, nada de progreso ni pelotudeces, vivir en el campo para siempre, en una quinta enorme con pileta, hacer asados y culearse pendejas.
Roca era tucumano y por lo tanto un hijo de mil putas. No le importaba nada.
El siglo 19 fue el mejor de la historia argentina, gente de verdad, gente de mierda, gente del orto, gente loca, gente hija de puta, pero gente.
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Por el camino de Origue
Lo primero que hacía cuando llegaba a Goya era ir caminando hasta lo de Origue. No. En realidad lo primero que hacía en territorio goyano era despertarse en el micro justo antes de entrar al San Ramón por la Piragine Niveyro, calle a la que todos llamaban Pirayini al punto tal que en algunas chapas estaba escrita así. Desde el micro se podía ver por arriba de las tapias y las casas parecían de juguete, las copas de los árboles raspaban las ventanillas y no había nadie en la calle todavía nocturna. El micro cruzaba la Rolón y seguía por la 25 de Mayo hasta la José Gómez y de ahí derecho hasta la terminal donde se dejaban ver los primeros seres vivos de dos o más patas. Apenas bajado del micro se acercaban los últimos representantes de la pronto extinta raza de taxistas goyanos, ninguno con vehículo posterior a 1977. En particular le llamaba la atención la persistencia del viejo ladrón hijo de mil putas del Siam Di Tella celeste y oxidado que lo desvalijara el año anterior cobrándole una tarifa neoyorquina por el viaje de 15 minutos hasta el Barrio Pando, aventura que le había servido de anécdota durante el resto de la estadía pero que no estaba dispuesto a repetir nunca más en su puta vida ya que no sólo había sido un robo sino que además el auto estaba en un estado de descomposición molecular idéntico al de un pescado podrido en la playa, incluido el olor. Así que eludió las ofertas pordioseras de los taxistas y caminó las dos cuadras hasta la remisería Lucero’s, al lado del hotel Alcaraz, donde tuvo que esperar 15 minutos porque no había móvil.
Mientras tanto se había hecho de día. Sentado en el banquito que estaba en la puerta de la remisería (cortesía que la gran mayoría de estos establecimientos no proveía) vio pasar en moto a un gordo achinado de pelo largo que venía de doblar a fondo desde la España: estaba entero pero totalmente lleno de tajos desde la punta de la cabeza hasta los brazos y la panza, la camisa le flameaba en flecos y la sangre tenía el color rosado brillante irreal de la sangre real, igual a la que había visto en las portadas de las Esto! que colgaban en los kioskos de Retiro. Después supo que a ese gordo lo habían tirado por la ventana del pool medio denso que estaba sobre España frente a la Plaza y así nomás se había subido a la moto. El tipo de la remisería justo había salido para avisarle que el móvil estaba viniendo y se interrumpió a mitad de la frase, desviando todas sus facultades mentales hacia el acto de aprehender la visión del gordo.
Así que lo primero que hacía después de llegar efectivamente a la casa que era cada vez menos suya y después de saludar y abrazar a sus padres y después de tirarse a dormir un rato en su cama de toda la vida, en la pieza que también perdía en cada retorno los rasgos que la habían hecho su pieza, apenas después entonces de almorzar algo caliente y rico enfilaba a pata para lo de Origue. Luego de sus primeros meses de cadete en Buenos Aires las distancias goyanas le parecían nimiedades que no justificaban ni la espera de un colectivo cuya infrecuencia era impredecible ni pagar por otro remis destartalado. Caminaba las treinta y pico de cuadras haciendo el recorrido que había hecho en su momento para ir a Inglés: Perón, Sarmiento, José Gomez, Angel Soto. A la altura de La Churrasquera, siempre en el mismo lugar, se ponía a pensar en lo increíble que resultaba haber estado caminando 24 horas antes por una ciudad completamente distinta, casi antípoda, y lo que en ese momento (24 horas antes) le había parecido lejano en tiempo y espacio ya estaba sucediendo como si el pasado nunca hubiera existido. Entre Buenos Aires y Goya había una noche de sueño agitado cuya distancia era más profunda que cualquier coordenada cronoespacial, daba lo mismo que fuera a bordo de un micro o de un avión o de un pod teletransportador: cuando era muy chico y vivía en Santiago del Estero creía que Buenos Aires quedaba en la Luna porque iban en avión y su cerebro de ahora encontraba lógica en esa confusión porque ¿cuál sería la diferencia real desde el punto de vista del presente? Hubiera sido ideal que el servicio del micro suministrara una dosis de cloroformo suficiente para todo el viaje. Aún mejor, esperar a que la dosis haga efecto antes de poner en marcha el micro, cosa de que el pasaje se quede dormido con el micro inmóvil y luego se despierte con el micro ya estacionado en la terminal, como si nunca hubiera rodado, redondeando así la ilusión exacta de la teletransportación, ilusión que por otro lado era más amable y plausible que el absurdo de recorrer 800 kilómetros de oscuridad en 10 horas. Desde el presente, concluía sin mayor rigor, todos los viajes pasados son instantáneos.
La 9 de julio todavía era de tierra cuando Origue vivía, por lo general le abría él mientras retaba al Argos. Saludaba a Juana, su mamá, y enseguida se iban a la pieza de Origue a mirar el mural de Cobain que había copiado él mismo (Origue) de un Sí. Alejo tenía por Origue y su facilidad por el dibujo un orgullo casi filial. En las tapas de los TDKs vírgenes que usaba para grabarse los CDs que le gustaban estaban replicadas a la perfección las tipografías de los originales, sin calcar ni nada, como si fuera la cosa más fácil del mundo. Origue tenía también el don de saber vestirse a pesar de usar siempre las mismas tres o cuatro prendas. Cualquier cosa que se pusiera le quedaba bien, por más rotosa que estuviese, haciéndolo caer justo del lado correcto en la frontera que separa tener estilo de ser un desharrapado. De lo de Origue se iban caminando hasta el local en el que Camilo imprimía y encuadernaba las guías de matemática que la madre les vendía a los alumnos de su clase. El sistema de encuadernación combinaba algunos aspectos del fordismo con otros de la construcción de pirámides: las páginas estaban dispuestas en distintas pilas, una para cada número de página, y el encuadernador caminaba en círculos por el local colocando las hojas en la tapa de una caja de resmas montada sobre el pecho, tal como si fuera la vendedora de cigarrillos de un cabaret. Se pasaban la tarde tomando cerveza mientras escuchaban y cantaban los mismos discos que a la noche escucharían y cantarían dando vueltas en el Renault 12 de Camilo, y si justo se encontraba mirando por la ventana que daba a la Plaza cuando empezaba a anochecer y sonaba Oktubre, Alejo sentía que no podría haber mejor momento que ahora, un ahora bastante parecido a las noches de verano del último año del secundario, 1994, su Arcadia. Iba por su segundo año en Buenos Aires y todavía no había podido acostumbrarse a verse con sus amigos sólo los fines de semana: tener que tomarse el 109 hasta lo de Diego o el subte y el 17 hasta lo de Cano no era tan diferente de subirse a un micro y viajar hasta Goya. Por eso aprovechaba cada fin de semana largo para volver a la comuna de cuatro personas -él, Origue, Camilo y a veces Eugenio- donde podía ser sin filtros la persona que había sido, la máscara en la que por fin había logrado sentirse cómodo. En Buenos Aires dedicaba la mayor parte del tiempo a ser nieto o estudiante o empleado, y le quedaba tan poco tiempo para ser él que a veces sentía que no era nadie.
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