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La risa
Tengo un vestido blanco muy largo, muy bonito, muy de gitana, muy de vivir, muy como ella, en el que nunca me cupieron las tetas. "Es que nena, para eso te lo he regalado, para que enseñas las tetas y todo el mundo te las mire".
Así era María Asunción Pérez Cotarelo: muy bonita, muy gitana, muy de vivir, muy descarada. Un descaro de esos que a quienes no tenían el alma limpia les hacía mirar para otro lado. Un descaro flamenco, colchonero, del color del pintalabios que compartíamos antes de una de esas ruedas de prensa en las que nunca decía lo que se le había escrito; un descaro del color de su pecho: rojo pasión.
Con ella, con Jorge, con Juan, Nani y con gente que ya también ha taladrado nuestra pena con su ausencia es que viví una de las etapas más bonitas que me ha regalado esta ciudad de José Guerrero.
La conocí en un despacho de la Diputación de Granada, en ese edificio repleto de pasillos donde aprendí que la política son las personas, no las siglas, ni los intereses. Le hice una entrevista para La Opinión de Granada, ese periódico en el que he tenido la suerte de descubrir a varias de las personas más importantes de mi vida y que se llevó con su candado esa doble página y de paso mi fe en el periodismo.
Apenas dio tiempo a que ella encendiera un cigarro y yo la grabadora cuando ya la física, la química y todas las leyes del Universo actuaron sobre su risa y la mía. Y ya nunca dejamos de reír y seguir riendo.
Porque de Choni me vienen ahora decenas de recuerdos pero ninguno con la contundencia sanadora de la risa. Reímos hasta doler la barriga, que es el único dolor que cura. Reímos con Morente y sin él, dentro de un coche recorriendo la provincia y en la barra de un bar, que es donde la felicidad rellena los vasos y las ganas de seguir riendo, viviendo.
Reímos siendo sultanas en Marruecos, a soñar que éramos princesas en un palacio, el de los Condes de Gabia. Reímos jugando y jugamos a reír, como aquella vez en la que vimos a Joaquín Sabina mear en un cubo o aquella otra en la que me llevó a Madrid a conocer a Almudena Grandes de la mano de Francisco Ayala y acabamos en un hotel de la calle Alcalá demostrando - como una máxima de mi vida- que el amor, que la amistad, no entiende de distancias entre una fecha de nacimiento y la otra.
Reímos a criticar, a construir, a inventar, a contar chistes malos, a imitar, a ensayar cómo sería un pleno en el que sólo hubiese mujeres rojas, valientes, hermosas, como ella.
Ahora es fácil tropezar con esta maldita costumbre de ponerle rosas a quien ya no puede olerlas. Pero es que quienes tuvimos el placer de descubrir el significado del verbo reír en su boca, no podemos más que llorar con las yemas de los dedos escribiendo lo mucho que la echaremos de menos quienes no quisimos ni pudimos apartarla de nuestras vidas aunque ya no hubiese cargos, agendas, reuniones ni trabajo de por medio.
Choni, enseñaré las tetas con ese vestido tan blanco, tan gitano, tan descarado, tan de bailar, beber, reír, vivir, tan tú.
Gracias. (Y sí, si tengo fotos tuyas, mías, nuestras, pero es que ninguna que consiga emocionarme tanto como tu risa)
19 de Enero de 2017
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Carne de psiquiatra
He parado en un paso de peatones. No he hecho nada extraordinario. Era mi obligación. En cambio, la señora que ha pasado no estaba obligada a levantar la mano en señal de agradecimiento. Lo ha hecho. No sólo eso. Me ha buscado con la mirada y me ha sonreído. Me he sentido tímida, de pronto. Hacía tiempo que no se me coloreaban las mejillas con algo que no fuese un recuerdo. He seguido conduciendo. Me he visto desde fuera, ruborizada por un gesto amable.
Desde que me ha dado de nuevo por devorar libros, uno detrás de otro, por la madrugada, para no dormir, para no pensar, he vuelto a sentir esa extraña sensación de verme en tercera persona, de observarme como yo observo a los personajes de los libros, de la vida.
Siempre he dicho que uno de los pocos placeres que nos tiene reservada precisamente la vida sin pedir nada a cambio es el de sentarse a observar, a mirar con disimulo descaro a la gente, a la rutina, a ponerle formas, límites, sabores.
Pero cuando me veo a mi misma con otros ojos, los de observar, no siento que sea una actividad placentera. Es como si, a su vez, me quedase observando a quien me observa. Esperando una mueca en la voz, una mirada ceñuda, un síntoma de debilidad, de superioridad, o simplemente de indiferencia.
Eso me devuelve a mi yo, al tacto de lo que esté tocando en ese momento, a mi olor, el del cuello de mi camisa. Me disciplino para volver a verme en primera persona del singular, pero la turbación del que ha visto algo que no le agrada permanece.
Quizás es que sólo estamos preparados para hacernos selfies con un palo, pero no con el espejo, apretando el botón de la conciencia.
Mi madre resumiría todo esta parrafada en que tengo demasiadas letras metidas en la cabeza, y ninguna buena. Puede que tenga razón, como casi siempre cuando no se refiere a mí.
Yo le digo que soy carne de psiquiatra, pero no me cree y yo no hago por explicárselo. Es más fácil quererla tal como es, queriéndome como le gustaría que yo fuese.
En realidad puede que tema que me pregunte ‘y cómo eres’. Mi hijo de 8 años ya me lo ha preguntado en alguna ocasión y no he sabido qué decirle.
¿A vosotros os pasa?
A veces pienso que sí, que todos somos raros, únicos, especiales, diferentes, mezquinos y generosos a la vez, que todos somos capaces de sacar lo mejor y lo peor de nosotros en cualquier momento, adrede o sin darnos cuenta siquiera.
Pero otra veces pienso que no, que es imposible que todo el mundo se coma tanto la cabeza, se lo cuestione absolutamente todo, intente entender por qué siento esto o lo otro, qué origina las punzadas de dolor, los complejos, las inseguridades, las euforias contenidas y desbordadas.
Si fuese así todos estaríamos locos, ¿no? O ya lo estamos y nos limitamos a ignorar la locura individual para imponer una cordura general.
¿A vosotros se os pierde la mirada? No como a los locos, sino como intentando ver más allá, rascando a la realidad para ver si debajo de lo aparente, de la rutina, hay todavía emociones auténticas.
Me han dicho que lo que tengo en la cabeza es mucho ruido. Puede ser. Pero quizás me había empeñado en vivir con los oídos tapados y ahora de pronto siento que retumba en mi cabeza, como los tacones de la vecina de arriba, como los muebles que se arrastran de madrugada o la canica que rueda por el pasillo.
Vaya símiles. Sí, va a resultar que soy carne de psiquiatra.
(Disculpad la dispersión de argumentos. El que la lleva la entiende)
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Visita de barrio
Hoy me he asomado a la ventana de mi oficina y he visto a todos los que un día fueron mis colegas de profesión alrededor del alcalde en su visita de barrio.
No he envidiado tener el brazo extendido 20 minutos mientras las mismas frases de siempre brotan de la misma boca de siempre. Ni siquiera he envidiado que al final del brazo hubiese un micrófono o una grabadora. Ya no.
Pero, entonces, me pregunto por qué se me ha pegado la nariz y la yema de los dedos al cristal.
Y lo malo de preguntarse cosas es obtener respuestas que no nos agraden.
La conciencia, el subconsciente o como quiera que se llame eso que nos da los puñetazos en el estómago me ha dicho esto:
“Querida Miriam:
Pegas la nariz porque te crees que si estuvieses ahí ahora mismo, desenredando un cable, tomando notas apresuradas, preguntando cosas molestas, serías feliz. Y no, no lo serías, porque ya hiciste todo eso durante mucho tiempo y tampoco lo fuiste. Y no lo eres porque no sabes lo que quieres. Bueno sí, ser feliz, pero no sabes cómo ni te dejan con quién. Porque te cansas de todo, de ti lo primero. Porque lo más cercano a la felicidad que has conocido es el camino que te conduce hacia la meta, y no la propia meta”.
Ya enfangada en la autolesión he vuelto a preguntarme por qué me pasa eso.
“Pues mira chica, porque es imposible que todos los días la vida te pinte los labios de rojo. Tú quieres que todo te apasione, que todo se deje colorear. Y, encima, que los demás compartan contigo los lápices y las ganas. Eso es imposible. No hay hojas para todo el mundo. Cada uno debe saber escribir su propio papel. La felicidad de uno mismo nunca debe pasar por las sonrisas ajenas, por las palmas de las manos de otra persona. Porque cuando no estén, tendrán las tuyas vacías de haber dado tanto”.
Lo malo de la conciencia o cómo quiera que se llame eso que nos dice cosas al oído mientras juega con la palanca de cambio de la montaña rusa del ánimo, es que te escribe en la pizarra pero no te dice cómo borrarla y volver a empezar el cuento desde el principio para que las sonrisas hagan la fotosíntesis y la motivación fabrique su propio alimento.
Así es que he despegado la nariz y las manos del cristal y he bajado a plantarle dos besos a mi fotógrafo favorito.
No ha cambiado nada. Ni siquiera sé si cambiará. Pero me he vuelto a recordar que quiero que las cosas cambien. Que quiero cambiar si eso es lo que me hace ser mejor: más mejor madre, más mejor amiga, compañera. Más mejor Miriam. La Miriam de reír sola, de sorprenderse por casi todo, de tener ganas de volver a empezar todos los días.
“Si no tienes fuerza de voluntad, rubia.” Alguien debería tratarle la sinceridad a la conciencia. “No soy tu conciencia, soy tu autoestima”. Uf, la autoestima: esa cosa de plastilina en la que todos dejan sus dedos hundidos.
Pero no. Hoy no. Ya no más hurgar en caries, en heridas, en recuerdos sin cicatrizar. Y, entonces, me he obligado a escribir esto, a creerme que soy una de esas personas que han venido a este mundo a inventar las casas con huerto. No soy especial, ni diferente, ni brillante, pero soy yo y quiero seguir siéndolo.
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Por mí, sólo por mí.
No os quiero enamorar pero he quedado primera en Desenredar Auriculares en la Parada de Autobús de mi calle.
Y, sin embargo, el único premio que quiero es volver a sentir ilusión. No por nadie. No por nada. Sino por mí.
Debería haber tiendas de ilusiones. Y elegir cuarto y mitad del sabor que te diera la gana. Y envolverlas para llevar, o engullirlas al momento con los carrillos a reventar.
Sí, de mayor quiero ser ilusión. Eso es. Una bien rolliza, bien grande, como cuando creíamos que el patio del recreo era más ancho de lo que era, o como cuando la vida sólo iba de contar hasta 100 por todos mis compañeros pero por mí primero, de que tu madre te llamara por la ventana o de que las heridas se curaran con mercromina y rodilleras.
Estaría bien eso de quitarse los sugus del cielo de la boca con el dedo índice y colorear sin salirse. Que el columpio parezca que va a darse la vuelta y que la paz en el mundo sea gritarle al monstruo de debajo de la cama que no haga ruido al comer galletas.
Me pido también una ilusión que no se repita. Porque acaban convirtiéndose en un eructo de lo que fueron.
Claro. Eso quiero. Seguro que los 34 años me conceden ese regalo. ¿A que sí? Tampoco pido tanto. No creo que sea un abuso pedir una ilusión crujiente, recién hecha para mí, sólo para mí. ¿A que no?
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Como que no sangra
Cuando quieres tanto que todo te rima con dos apellidos, lo que acaba doliendo no es el pecho a la altura de los ojales desabrochados. Lo que de verdad duele es el cuello: de mirar atrás. Y la punta de los dedos: de agarrarte a un recuerdo resbaladizo. Y el rabillo del ojo: de apartar la vista. Si me apuras duelen hasta las piernas: de subir escalones imaginarios que conduzcan a algún beso, a un par de síes.
Menos mal que me tomo la pastilla de sonreír y ya puedo hacer como que no sangra.
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Querido Periodismo:

Difícilmente pueda tener una definición más hermosa de ti: tú como profesión promiscua que, sin embargo, rara vez le eres infiel a las ganas de contar historias.
Mi amigo Álvaro dice que se nace siendo, que el hacerse sólo es el aliño, no la cocción. Si eso es así, entonces, creo que nací periodista.
Pero siempre que llego a esa conclusión me asalta la misma pregunta. ¿Qué es ser periodista?
Dudo mucho que un médico, un informático o un camarero se pregunte lo mismo respecto a su profesión. Pero no me importa admitir que yo sí me la hago cada día desde que un 23 de junio de 2003 me dieron un trozo de cartulina en el que ponía que era Licenciada de Ti (sin tilde).
Querido Periodismo, ¿qué eres? ¿A qué juegas? ¿Por que te metes en la boca del estómago y la carcomes? ¿Por qué nos hiciste creer que se podía contar la verdad, que se podía vivir de hacerlo?
No es derrotismo. De verdad. Quienes me conocéis sabéis que procuro vivir instalada en la alegría. Que sin ser yo de comerme los lunes, lo cierto es que reír se me da francamente bien.
Pero es que no quisiera yo seguir diciendo que soy periodista sin que me digas de una vez por todas qué es serlo.
Yo creía que era saber escuchar aún cuando no te gustase lo que te contaban. Creía que era escribir con criterio, ganas, respeto y lo más cerquita posible de la parcialidad.
Yo creía que tú eras la piel de gallina al mancharte de tinta, al sintonizar la frecuencia modulada, al mirar a la cámara.
Creía que eras la carcajada de compañeros en rueda de prensa, la espera en los juzgados intercambiando pilas usadas de una grabadora,la pasión de un partido de fútbol escrito con letra de Segurola, la adrenalina de un suceso, el orgasmo de una exclusiva que no informara de entrepiernas. Por años creí que eras el gracias de quien no tienen dinero para pagar publicidad pero sí cosas importantes que decir.
Que eras la uve doble que contestaba los por qué, los dónde, los cuándo, los quién.
Por qué no decirlo, hasta creí que también eras el pescado que hay vender todas las mañanas desde un gabinete de prensa político aún a riesgo de que sepas que acabará oliendo. Pero hasta ese pescado vendí con plena honestidad. Con la frente levantada de quien se siente tranquilo por buscar siempre el género más fresco y sano.
Pero entonces llegó la crisis, y las redes sociales, y los móviles que hacen de todo a todas horas. Y tú, querido periodismo, pasaste de ser una profesión maltratada a un cadáver. Porque ya no es que todo el mundo sepa escribir y leer, es que, además, dispone de los altavoces para contarle a todo el mundo que sabe leer y escribir.
Yo ya sabía que te dejabas manosear por los políticos, por las empresas que facturan muchos ceros seguidos. Ya había aprendido que te metían mano por todos lados. Pero lo que no sabía es que para decir que soy de los tuyos había que escribir gratis, regalar el trabajo, poner la cara y agachar el culo.
Habrá quien a estas alturas de este coñazo en forma de letra (otro) me acuse de ingenua o idealista. Yo creo que no. Con idéntica franqueza con la que admito que se vive más a gusto en el hubiese que en el hay, es que admito que ya no hablo de sueños.
Mi inquietud no pasa por ilusiones amputadas de reporteros de guerra y reportajes de investigación. Mi desazón no está teñida con el blanco y negro de películas de Oscar Wilde.
Ojalá, porque eso significaría que aquí la única fracasada soy yo. Pero me temo que no es así.
A menos que me digas, querido Periodismo, que eres mucho más que añorar un sueldo digno, un horario que no se dé de hostias con la maternidad, un respeto hacia el criterio de quien sabe qué escribir y no sólo escribir.
En ese caso, me conformaré con saber que once años después de que me licenciaras sigo contando cosas, aunque sea en un muro virtual y con el pulgar levantado ansiando un me gusta, una estrella, un retuí en el mejor de los casos.
Si eres más que el bullicio de una redacción en hora límite. Si eres más que eso, entonces, me consolaré con saber que igual el periodismo es comunicar, crear, compartir.
Y si eres eso, querido, sí lo eres… Entonces yo sí soy de los tuyos. Pero escuece. Mucho. ¿Sabes por qué amigo? Porque cómo nos gusta vivir en el hubiese, aunque no exista.
Atentamente, Miriam.
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...

Nunca me han gustado los años impares. Sólo los besos. Y miro el reloj a las 22.22. Y todo lo realmente importante me ha pasado en días divisibles. Al final va a resultar que sí soy maniática. Yo, que siempre he huido de los moldes de galletas, que me creía versión original. Curioso. Va y la vida me toca insistentemente el hombro con el dedo índice un 2015.
Miriam, de qué vas, me dice todo el rato en el oído derecho, para más tocamiento de narices. Ahora también resulta que las cosas importantes suceden en el lado derecho de una cama. Yo, de izquierdas de toda la vida, de esa misma vida que me ha sentado en un taburete con ruedas para jugar conmigo a la gallinita ciega. Vueltas y vueltas. ¿Que qué se me ha perdido? Todo aquello que ya había escrito con tinta china. Ilusa. Lo había hecho en mi imaginación, en la Moleskine de los deseos pendientes, no en la piel. Ahí es cuando le das la bienvenida a las primeras veces. Porque tatuarse a uno mismo es muy complicado. Hace falta un ÉL.
…
Que no Miriam, de qué vas, que la vida no va de lo que uno quiere. La vida va, a secas, y tú sólo decides si quieres ponerte arnés o ir a pecho descubierto.
Opté por lo segundo. Porque, total, es año impar, y en los años impares no sucede nada importante, a mí no. Pero sí, claro que sucede. Sucede que el universo de pronto gira alrededor de unas caderas. Que la ley de la gravedad no va de manzanas caídas, sino de locuras atadas a los pies de una cama, de un banco entre pisos piloto y naranjas robadas.
…
No pretendo que me entendáis, ni yo misma lo hago. Esto no es una crítica de cine, ni siquiera un comentario de texto. Es una manta hecha con retales de recuerdos para intentar tener menos fríos los pies.
…
“La estrella que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo”. 2015 también va de unicornios de papel, de tomar conciencia de que algún día moriremos (memento mori), de que todo tiene fecha de caducidad, de que todo pasa, acaba. Porque el papel, al igual que las lágrimas, se moja con la lluvia. “He visto cosas que vosotros no creeríais…” (Suena Vangelis) Pero qué hermoso es haber visto, vivido, cosas inimaginables, que vosotros, que nadie creería…
…
Yo las he vivido. Siempre he sido una tipa con suerte. Muy curioso también. Para tener un cajón repleto de piedras tropezadas, lo cierto es que al final he acabado mirando cara a cara a la felicidad. Le he aguantado la mirada, todo el rato. No era un pulso, ni siquiera un desafío. Me tocaba. Y no pedí la vez. Fue la vida quien me coló hasta llegar a la ventanilla. (Suena Koop) Y allí estaba, tan alto, tan guapo, como el Felipe de un rap de Sabina. Me dijo: hola Rubia. Y a tomar por culo los libros de física, las probetas, y el Conocimiento del Medio, del miedo.
…
Me niego a convertir los hasta luego en adioses (Suena Metallica). Si yo ya tengo una casa con ruedas en la que siempre es verano. Que igual me lleva a un cerro de Málaga, que me despeña antes de llegar a Bailén. Y tengo un puñado de palabras raras. Melegís. Un, dos, tres, responda otra vez.
…
(Suena Norah Jones)
…
Tengo el maletero repleto de cervezas. Nunca se sabe si podrás volver al sitio donde has sido feliz. (Suena Extremoduro)
…
“Una mujer insatisfecha necesita lujos. Una mujer enamorada podría dormir sobre el suelo”. Me gusta robar frases. No pitan al salir, y siempre puedes ponerle un par de comillas simples para que no moleste la conciencia. Cojo el lápiz de la envidia y las subrayo. Me coso un par de alas y echo a volar un rato las ganas de no olvidar.
…
Tengo 1.75 euros por gastar (Suena Blue Train, de Coltrane), un anillo, un olor, un dibujo, una foto en blanco y negro de su abuelo, una nariz escondida en mi cuello, un pintor, un café, una primera cita, una puerta (de Alcalá), un traje gris, unas ganas enfermizas, una frustración que no me cabe en el cuerpo, un cuadro en Bilbao, un chuletón de Ávila, un ojalá, cinco minutos, una camisa blanca, un concierto por ir, un viaje por hacer.
…
(Suena Madness) Muevo la pierna debajo de la mesa. Reír se me da francamente bien. Precipitarme, también.
…
¿Quieres que compartamos algo?
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¿Papá?
Puedo contar con los dedos de mano y media las veces que he visto a mi padre.
Me duele reconocerme en sus ojos. En su sonrisa. Y río cuando mi madre me dice que soy igual de gastosa que él, que un poco más Millán y no nazco.
No guardo un buen recuerdo de ninguna de las veces que he tenido que verle por un motivo u otro en estos 33 años que llevo dando vueltas por la vida.
Quizás por eso me escueza admitir que a los dos nos brillan los ojos igual. Y no hablo del brillo del alcohol.
Nunca he creído en eso de que la sangre tira. Porque, al fin y al cabo, él sólo se dedicó a repartir semillas, sin antes abonar la tierra con caricias. Mucho menos regar a la planta del después.
Ahora es cuando podría tirar de refranero. Que si el roce hace el cariño y tal. Y es verdad. No digo yo que no.
Pero, entonces, no entiendo por qué se me anuda la boca del estómago cuando me reconozco en sus ojos. En su sonrisa. Cuando escucho a Camarón y se me ponen los pelos como escarpias. Cuando cuento un chiste y me dicen que los cuento como él.
Hoy me gustaría preguntarle por qué nunca me quiso. Por qué mató en vida a mi madre a base de moratones e insultos.
Hoy me gustaría preguntarle por qué jamás se le vio aparecer por la puerta del colegio, ni bajó la fiebre del termómetro a golpe de muñeca.
Hoy me gustaría sentarme con él en una terraza. Pedirle un chato de vino y obligarle a que me escuche.
Si así fuera, le diría que mi nombre termina en eme, aunque mi madre se la coma. Que me llamo así gracias a ella. Porque él no estaba cuando había que decidir cómo llamarme.
Le diría que me he enamorado de los cuadros de Zabaleta. Que me río mucho sola. Que tiene un nieto de 8 años al que también le encanta hacer regalos.
Quizás me atreviera a contarle aquella vez que pinché una rueda y supe cambiarla, pero que me dejé olvidado el triángulo en el arcén.
Quién sabe si sonreiría al saber que nunca consigo emparejar los calcetines a la primera. Y que me encanta desabrocharle el delantal a mi madre cuando tiene las manos manchadas de ALMÓNDIGAS y no puede defenderse de mis cosquillas.
No sé qué diría si le explicara que le leo a mi hijo por las noches. Que la paz interior huele a Nenuco.
Hoy me gustaría decirle que siempre he deseado tener un padre que me echara el brazo por encima y me presentara orgulloso a sus compañeros de trabajo.
Pero nada de eso es posible. Porque vive, pero no está. Nunca lo estuvo. Ni lo estará.
Por eso, es que hoy no entiendo más que nunca por qué me duele reconocerme en sus ojos. En su sonrisa.
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La poesía
Parece que la poesía está de moda. Está de moda vomitar los sentimientos y venderlos como si fuera un bombazo.
Yo siempre escribí poemas, unos más tontos que otros, hasta que sonaba la flauta y escribía un poemazo. Escribía poesía porque una de mis tías también lo hacía y a veces conseguía que alguno de sus poemas fuera publicado en libros junto con otros poemas de otras personas. A mi me parecía increíble y dejé de escribir tonterías hasta que encontré una oscuridad interior que me permitía contar cosas horribles de forma bonita. Los poemas, los relatos y los dibujos se volvieron tan oscuros que lo dejé. Ya está bien, hombre, que el papel no tiene la culpa. Encontré poemas conocidos y desconocidos que hablaban de otros dolores y otra oscuridad y a mi eso me encantaba, era como un tráfico del dolor.
La poesía siempre ha estado ahí y la hemos estudiado. Hemos estudiado y leído a los poetas más famosos de España y del extranjero. Y molesta leer que “Ahora se habla de poesía poco a poco”. Que no, que siempre se ha hablado, se ha leído, se ha recitado, se ha escrito y se ha regalado poesía. Ahora está de moda saltarse renglones a la torera, sin sentido, soltando un tropel de palabras dulces mezcladas con sexo que a estas alturas ni escandalizan ni enamoran.
Este poema lo escribí hace muchos años y por suerte aún lo conservo porque no hay amor desmedido, ni cursiladas, ni sexo mal escrito.
~~~~~~~~~~~~~~~~~
Oscuro, el carbón cubriendo mi alma, supuro.
Extraño, el amor siendo apuñalado por el engaño. La mentira aumentando haciéndote daño. La risa oxidada convertida en estaño.
Indiferencia, cruel medidor de la paciencia. Lúgubre orgullo en penitencia. Perfume volátil que pierde su esencia.
Vacío, como la sequía evaporando los ríos. Como el interior se va llenando de frío. La ilusión arropada por el hastío.
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Brindo...
Hoy quiero brindar con mi taza de café. Por todo aquello que es agridulce. Porque nos empeñamos en apretarle los mofletes a la felicidad, e igual la vida de lo que trata es de rellenar el vaso, en vez de medir los centilitros que restan por beber.
Y brindo por los minutos apretados. Querer con el reloj en la mano te hace masticar cada segundo hasta hacer pompas con el chicle de las ansias.
Brindo por la gente elegante. Esa que parece que no está, que no es, que no nada, y sin embargo ocupa todo el espacio al entrar. Luego, reinventa el silencio cada vez que apaga su voz.
Brindo por los cines vacíos, las barras de un bar, las gafas de sol que hacen que todo luzca mejor, los planes de fuga, las cosechas de abrazos, los sillones con vistas al mar, el punto kilométrico entre Almuradiel y Ocaña, las cremas de manos, los ojales desabrochados, los ojalases mecanografiados, los primeros cafés, las últimas fotos, los bancos de un parque, los pisos piloto, las frases de película, los lunes, la mensajería instantánea, los buenos días, las rubias, los sosos, los cogotes, el freno de mano, las sábanas blancas, las camisas remangadas, los trajes de consultor, las corbatas a punto de caer al suelo, el pescado crudo, la carne pasada de punto, los anillos invisibles, los ojos que lo ven todo, la tos, el insomnio, las ganas, la desgana, la euforia, la patada hacia delante, Milán, Metallica, y todo aquello que empiece y acabe en M.
También brindo por la música en directo, y la de los auriculares del trabajo. Por los besos de portal, por la sed, por las ganas de beber, por el primer trago de una cerveza, por el último sorbo de una copa apurada. Por las canciones raras, los conductores suicidas y las gasolineras de aún queda camino.
Brindo por los últimos cien metros antes de decir adiós, por el olor a alguien, por el cuándo me tocará a mí, por la ubicuidad, por el lado derecho de la cama, por los superpoderes, por las capas de héroe agujereados, por los pelucos, por los anillos de latón, por las alianzas que pesan y las diademas de princesas de saldo.
Brindo por las orquídeas que no se riegan, por los gatos a oscuras, por los pintores desconocidos, por los pueblos de la sierra, por el salitre de los malecones, por la punta de las barras de pan, por los zapatos limpios, por los jueves por la tarde, por los pensamientos de 1.75 euros, por las risas, las sonrisas y las carcajadas, por las vespas en las que fugarse, por las tarjetas en blanco y las visas en rojo.
Brindo por los cuadernos, los lápices y las virutas de después de borrar. Por el blanco y negro, por las fotos que provocan antes de enseñar. Por las escaleras, las pastillas para no dormir, para soñar.
Y por brindar, hasta brindo por las sorpresas, los planes, las gestiones, los cuadros de mando, el queso no muy curado, los castillos, los caballeros, los grises corporativos, las bodas sin cura, las cuerdas de una guitarra, los vinilos de jazz y las cafeterías de hotel.
Brindo por el artículo determinado masculino y sigular. Por ÉL.
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Cocoroqué...
¿Os habéis enamorado alguna vez de una idea? A mí me pasa con la frecuencia de a diario. Y está muy bien mientra dura. Pero no todas pueden ser el amor de tu vida. Para eso hay que golpear duro, que se te acelere el ritmo con sólo verla asomar. Si hablamos de lugares, con sus olores, sus paredes, sus risas enlatadas, sus besos robados, entonces, estás perdido. Da igual que arranques todas las hojas del calendario a la vez, va a doler igual.
Cocorocó cierra sus puertas. Se ve que este año va de primeras veces y de adioses a pecho descubierto.
Cocoroqué. Cocococó. El sitio que le puso la eme a mi nombre. O lo que es lo mismo. El sitio en el que descubrí que podía ser yo. Con mis sombras, con mis luces. Y no, no hablo de azotes ni corbatas grises.
Cocorocó es Rafa, es Mele, es Marcelo. Es todos y cada uno de los que hemos resucitado cada 24 horas. Sólo había que entrar por la puerta y volver a empezar. Porque las ilusiones no hacen contratos de más duración. Ni falta que hace. Los sueños son de plastilina. Y en eso reside toda la miseria y grandeza de la magia.
Cocorocó es desayunar en familia por las mañanas, es un eterno jueves con sabor a sábado noche. Es un puñado de cervezas frías en una nevera industrial y un puñado de tazas sucias en un lavabo que nos empeñábamos en llamar fregadero.
¿Cocoroqué? Cocorocó. La oficina que nunca lo fue, y quizás por eso cierra sus puertas aunque haya parido ganas hasta el último día.
Cocorocó siempre será la manta que liarse a la cabeza para hacerlo todo a lo grande, hasta las castañas contra el suelo de una ciudad que multiplica los lugares pero no sabe copiar el alma de quienes siempre hemos creído que hay otra forma de hacer las cosas.
En Cocorocó he sido muy feliz. Y sí, también he llorado en su baño. Lo he hecho en todos los sitios donde me he dejado la piel. Pero cuántas risas. Como ese día que emborrachamos a 30 mujeres con vino y sexo. O ese 'PECHACUCHA' que se nos fue de las manos y convertimos en un sueño hecho realidad. Otro más.
Y qué bien la sensación de haberlo intentado. De haber formado parte de algo con tanta vida, que huele a galletas pero no sabe a los tomates que jamás pudimos llegar a plantar en ese huerto vertical al que le faltaba sol, que no luz.
Ojalá se vaya al cielo de Cannelle. Ojalá. Creo que a ese cielo se puede llegar con una escalera bien alta.
Chicos, gracias. Dejé mucho de mí allí pero cuánto me he llevado en los bolsillos. Tanto, que todavía me quedan monedas de chocolate para seguir sonriendo por la calle a la gente que se deja contagiar por sonrisas.
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Lost in Translation
Cuando dos protagonistas de una película se van a la cama sólo pueden pasar dos cosas: sexo o mucho sexo. Si no pasa ninguna de esas dos cosas, entonces, es que igual estás viendo algo que realmente merece la pena. Si, además, ese algo te hace reír con la misma naturalidad con la que te emociona sin necesidad de llorar, entonces, estás perdido.
Porque será una de esas películas que siguen en tu cabeza, que no tienen botón de pause, que son duermevela, hasta que el tiempo hace bien su trabajo y anestesia los fotogramas, la banda sonora, haciéndote creer que nunca la has visto.
Ayer me pasó algo parecido. Y digo parecido porque no era la primera vez que veía ese película. Por lo que se supone que debía haberme pasado lo mismo aquella primera vez. Pero no fue así.
'Lost in Translation', por cierto.

A ver. Yo sé que la vi hace años. Claro que lo sé. Esas cosas se saben. Sé que la vi una madrugada de esas que Pablo se tiraba enganchado a mi teta, intentando sacar una leche que no había. Y me ponía a ver películas para no pensar, para no sentirme mala madre por desear estar durmiendo en vez de dando el pecho. Quizás por eso sé que me gustó. Porque aunque la vi con los ojos perdidos, como todo lo que hacía en esa época, me llamó mucho la atención la manera en la que Bob le define a Charlotte la paternidad.
“El día más aterrador de tu vida es el día que nace tu primer hijo. Tu vida, la que conoces, se acaba, y nunca volverá; pero luego aprenden a caminar y a hablar y quieres estar con ellos, y acaban convirtiéndose en las personas más deliciosas que conocerás en toda tu vida.”
En ese momento sólo me quedé con la primera parte de la frase. Pensé... joder, es verdad. Esto es aterrador. Quiero volver a ser yo, no la madre de nadie. Pero, claro, ese tipo de cosas se piensan pero no se dicen. Así es que enterré la película. Incluso llegué a pensar que era muy lenta, que tenía muchos silencios, que no pasaba nada durante demasiado tiempo. Argumentos esos que usamos para no rascarnos la conciencia. Porque eso de hacernos selfies emocionales y llamar a las cosas por su nombre no es divertido. Para qué admitir que también te sientes perdido, solo, hastiado, pudiendo ponerte el disfraz de valiente. Así lo hice. El precio a pagar fue no percibir, y mucho menos recordar, frases tan hermosas de esa película como “¿Me guardas un secreto? Estoy organizando una fuga de presos, y busco un cómplice. Primero hay que salir de este bar, luego del hotel, luego de la ciudad y luego del país. ¿Estás conmigo?”
El caso es que la vida da muchas vueltas. Y, a veces, decide montarte con ella en la noria. Y para cuando te das cuenta de que te estás mareando y le gritas 'para que quiero bajarme', ya es demasiado tarde.
Eso me pasa a mí conmigo. Que ya he llegado tarde a la opción de devolverme, a la fila de 'quién da la vez para ser de otra manera'. Y aquí estamos, gestionando estas ganas XXL de todo y nada al mismo tiempo.
Y como el hubiera no existe, y como los ojalases expulsan dióxido de carbono, pues para qué maquillarme la sonrisa, los ojos nublados, la cerveza, la risa, los miedos, las libretas sin acabar, los lápices mordidos por la punta, la incapacidad manifiesta de contestar con brevedad... si, total, me tengo que quedar conmigo.
Así es que ayer tarde me dije, Miriam, 'ven acá pacá', que vas a mirarte al espejo. Forniqué con la manta y me puse 'Lost in Traslation'.
Y aquí va mi primera crítica de cine. Porque para todo hay una primera vez. Y se ve que el 2015 va de eso: de primeras veces.
'Lost in Translation' es una expresión que intenta explicar lo que ocurre muchas veces cuando se traducen textos, frases o expresiones de un idioma a otro: una traducción literal no explica el objetivo real de la frase. Pero, coloquialmente, 'Lost in translation' tiene otro significado, sería algo así como: es lo que ocurre cuando alguien trata de explicar algo, pero no consigue que la persona comprenda claramente lo que quiere decir. Visto así, qué manera más grandiosa de elegir el título de una película. Porque va de esto: de intentar decir lo que sientes y al final quedarte en la mirada, en la sonrisa, en el silencio, o en el mejor de los casos, en el monosílabo. Porque cuántas veces no hemos sentido que hablamos en un idioma distinto, aún empleando con la otra persona las mismas letras.
El error que han cometido Bob y Charlotte no es casarse antes de conocerse, sino no haber sabido mantener la ilusión de sus vidas, haber dejado que todo perdiese su sentido. Si así hubiese sido, el hecho de conocerse no habría supuesto nada más que eso: conocerse. ¿Habrían perdido la oportunidad de vivir felices juntos? Sí, pero no les haría falta, porque ya serían felices.
"- Estoy perdida. ¿Eso tiene arreglo? - No. Sí. Ya se arreglará. - ¿De veras? Fíjate en ti. - Gracias. Cuánto más sabes quien eres y lo que quieres, menos te afectan las cosas. "
Me afecta todo mucho. Para bien, para mal. Un día estás arriba, eufórica, y al rato hundida. Y no me da la gana decir que estoy mal de los nervios. Soy muy fuerte. Mucho. Muchísimo. Pero igual es que todavía no sé quién soy y qué quiero. Escucharlo ayer me hizo volar sin necesidad de despegar del sofá. Eso es. Claro. Como no lo había entendido antes. Y nada cambia. Mi vida sigue. Elegiré el color de las moquetas. Olvidaré el cumpleaños de mi hijo. Me tildarán de snob. Me pondré las camisetas del revés. Todo seguirá igual. Pero, al menos, lo habré entendido.
"-Bienvenido a Tokio. Me llamo Kawasaki. -Ese nombre me suena. -¿Por qué les cuesta pronunciar la R? -Ah, no lo sé. Supongo que así se ríen un rato. Tienen que entretenerse solos, nosotros no les hacemos gracia". Pues eso, brillante. Para qué añadir más palabras cuando otra persona mas inteligente que tú ha sabido elegir las exactas, la justas, para hacerte reír sin estridencias.
"Todos queremos que nos encuentren". Yo creía que esto no pasaba. Es decir, sí el deseo de que te encuentren, de que te vean entre la multitud, de que reparen en ti en mitad de un ascensor, en la barra de un bar, de que sepan quién eres aunque no hayan preguntado siquiera tu nombre. Lo que no sabía es que podía pasar. Y pasa. Y el problema es que cuando te encuentran y no quieres dejarlo.
"No hay que regresar aquí nunca, porque nunca sería tan divertido" Nos empeñamos en repetir las cosas, en que todo salga igual que aquella vez que creímos explotar de felicidad. La primera vez que te dieron la mano, que volvieron la cabeza atrás para ver como te marchabas y tú hiciste lo mismo, la primera vez que clavó su aliento en tu cuello. Pero ya se sabe, al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Igual es que la vida de lo que trata es de no esperar nada, sólo disfrutar de aquello que, aún siendo segunda vez, volverá a ser distinto, único, irrepetible.
"Dormimos una tercera parte de nuestras vidas. Eso le resta inmediatamente ocho años a mi matrimonio. Así que quedan 16 y pico. Soy un adolescente en el matrimonio. Puedo manejarlo, pero hay accidentes de vez en cuando". Qué más se puede añadir a algo así. Porque el sentido del humor, la ironía, son las únicas herramientas que nos quedan cuando ni queremos, ni sabemos, ni podemos mandarlo todo a la mierda.
"- No quiero irme. - No te vayas. Quédate conmigo. Crearemos una banda de jazz". Hay muchas formas de decir te quiero. Es algo que cada vez comprendo mejor y llevo peor. Es curioso. Pero cierto. Yo soy de ese tipo de personas que necesitan decir te quiero, no para que la otra persona lo sepa, sino porque yo necesito expresarlo. Y, sin embargo, que alguien te diga 'crearemos una banda de jazz' sea probablemente mucho más que un te quiero.
Sentir la soledad al lado de tu pareja. Siendo culpa de ambos, no lo dudo, pero es duro. Mucho. Esa es la antesala de dejarte llevar, de elegir el color de la moqueta que sabes que le gustará a él, a ella, y no a ti, sencillamente porque a ti te la suda la moqueta.
Me gusta la escena en la que Charlotte apoya la cabeza sobre el hombro de Bob, y se quedan en silencio, simplemente estando juntos. A veces, es lo único que hace falta: estar, aún cuando no estés. Sé que no me explico, pero yo sí me entiendo. Y sonrío.
Sofia nos regala una conversación memorable de dos personas que no pueden dormir en una cama. Y, curiosamente, la única vez que logran dormirse lo hacen juntos. Y él toca levemente el pie de ella. Sólo unos segundos. Casi imperceptible. Pero qué hermosos son los detalles, los gestos aparentemente sin importancia, los roces que te curan las heridas del alma.
La película acaba de forma coherente, sin concesiones, sin perdices. Todo queda narrado con la misma naturalidad y elegancia que ha caracterizado al resto de la película, que yo diría que no es otra cosa que una sucesión de momentos. De toda la poderosa secuencia final me quedo con dos planos muy concretos: el primero, que me impacta de forma increíble, es la mirada que se le queda a Bob cuando se despide de Charlotte, cuando se da cuenta de que no hay marcha atrás, que la pierde para siempre; la segunda gran imagen es la de los ojos llorosos de la chica, abrazada a Bob, solos en medio de una ciudad atestada, escuchando una última frase que nosotros no podemos oír.

Y suena Madness, de Muse. Y vaya mierda de crítica que he hecho. Pero igual es que sólo hay que plantearse la vida como una prórroga de 24 horas. Como mucho, a tres días vista.
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Pues eso...
Las expectativas más difíciles de cumplir son las que nos creamos de nosotros mismos. Porque todos somos montadores de películas. Editamos aquí o allá. Y filtros, muchos filtros, para distorsionar la realidad y hacernos creer que era así, cuando en realidad era asao. Una buena banda sonora y a fornicar con la imaginación que son dos días.
Pero hasta las mejores películas, hasta esas que reproduciríamos sin cansarnos, hasta esas tienen un final. Nos convencemos de que no, de ahí que volvamos a darle al play antes de que aparezcan los créditos.
Pero es la misma película de siempre, aunque intentemos engañarnos. La historia no cambiará. Se darán el beso en el mismo minuto y se nos encogerá el estómago en la misma escena.
Yo soy muy peliculera. Prefiero llamarlo así, porque lo de ingenua está mal visto en un escenario, la vida, donde todos vamos disfrazados con armaduras. Y de escopetas cargadas hasta los dientes, de eso también.
A poco que nos dicen algo que no nos gusta... PUM, PUM, PUM. Que osadía esa de intentar contar tu película cuando el resto del mundo parece que trabaja de protagonista en otra bien distinta.
Sé que estáis pensando que los tres primeros párrafos no tienen nada ver con los dos restantes, por mucho que me afane en crear campos semánticos con la filmografía.
Pero es que últimamente nada de lo que hago o digo tiene mucho sentido. Yo creía que sí, que era ser yo. Pero no. Porque no puede estar equivocado todo el mundo. Si dejas de reconocer a quienes te rodean, a quienes amas, si de pronto todos te parecen extraños, y se te pone una capa borrosa en la vista y no es una mota de polvo, entonces, es que el problema es de uno mismo.
El mío es ser yo. Qué curioso todo. Vuelvo así al principio del párrafo anterior. Pero el significado es el mismo. Porque estoy enredando mucho a las palabras cuando, en realidad, sólo quiero venir a decir que estoy cansada.
De mí, de mis expectativas, de mi manera de colorear el mundo, de empeñarme en que no sea blanco y negro, forzando sentimientos ajenos, creando decorados que igual nadie quiere utilizar porque su película está en otro set de rodaje.
Cansada de estas gafas con las que veo en 3D, creyendo casi alcanzar los objetos, los deseos, pero sólo casi, porque son humo, no tienen carne, ni sexo.
Cansada de llevarme las manos vacías a los bolsillos, creyendo que es lo correcto, lo oportuno y necesario. Qué ilusa. Resulta que nadie me había pedido que fuese yo.
Cansada de ir con la lengua fuera, persiguiendo trenes que sólo emiten billetes de ida. Claro, así pasa lo que pasa. Acabas tirada en alguna estación de la que no sabes regresar.
Cansada de repetirme las mismas reglas del cinco y no sé qué de culo y de rimas. Para qué, si luego hago añicos las plusmarcas mundiales de natación sincronizada en charcos de barro, de mierda.
Y ná, pues eso. Que estoy cansada de sentirme culpable por lo que hecho, podría haber hecho, dejé de hacer y no sé si haré. Vamos, por todo. Hasta por aquello en lo que nadie me dijo que me metiera y creo que no llegue a meterme. Pero creo, ve tú a saber, que igual lo hice y no me di cuenta porque estaba con la cámara en REC, grabando lo que quería que se viera en la película, en vez de ceñirme al guión que había escrito otro.
Me acabo de sentar en mitad del salón. Le he dicho a Pablo que tengo que terminar una cosa de trabajo. No es verdad. Estoy escribiendo esto. Qué miserable, verdad. Pero es la verdad. La honestidad es otra cosa que debería mirarme.
El psicólogo al nunca he ido me ha dicho en la película esta que produzco con decepciones propias e ilusiones ajenas (o al revés) que empiece de cero. Yo le contesto que cómo se hace eso. Pero no sé si es porque es un psicólogo de clase B, si porque no quepo en el diván, o porque la película es de bajo presupuesto, que el caso es que se corta ahí esa escena y nunca termina de aclararse quién era el malo, si yo, si el monstruo de debajo de mi cama, o la vida, así, en general, por hacerlo trailer.
Creo que también estoy cansada de dejarme llevar, mezclándolo con primeros planos de resignación, complacencia, victimismo y hastío. Y a esta sinopsis la llamaré 'Melodramas. El musical'.
Pero hay otros ratos donde me vuelvo a leer de cabo a rabo el libro que inspiró el film. Leo con interés. Mucho. Y pienso: joder, pues tampoco soy tan mala. Si yo sólo quiero querer, dibujarme con su yema de los dedos tipografías del siglo XVII. Que a ver, que no creo que sea tan malo soñar con una cocina repleta de cacharros mientras suena Radiohead. Con una cama deshecha después de un día de locos rodeado de locos.
Pero se ve que la vida no va de lo que uno quiere.
¿Os dais cuenta? Media hora escribiendo chorradas para al final acabar con una frase tan brillante como copiada.
Pues eso.
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Cannelle
No son los lugares, son las personas. Eso dicen. Pero hay tabiques con tantas capas de vida que ya no son cemento, son hogar. Y son tantos los recuerdos, las caras manchadas de risa, la ropa de pintura, y el alma de café, que esos lugares, esas personas, dejan de serlo para ser algo más. Como esos besos que das con la cabeza cuando dejas de ver la boca. Eso es Cannelle. Un puñado de paredes que peina los brazos y alimenta las ganas. La mesa del rincón que disfraza las segundas oportunidades de primera vez. La barra de una cafetería que no huele a Granada pese a bombear ilusiones desde el corazón de la ciudad. Curioso. Cannelle es un lugar donde el pasado se rebobina, pero no se borra. Donde el beber te llama y Murphy ni está, se le espera. Donde hacemos zumo de tu media naranja y coleccionamos tornillos que faltan. Cannelle es la capacidad de ver más allá, de dibujar ventanas de luz donde antes había mugre. Y no hablo de suciedad. Es el sueño de unos locos con fe, mucha fe, pero fe de la de resucitar sueños muertos, no la de matar sueños. Unos locos que creían que en esta ciudad que huele a alcanfor y azufaifas se podía hacer las cosas de otra manera. Reciclando emociones, alargando la vida de los libros, sembrando ideas. Y lo lograron. Lo logramos. Con una pistola de silicona, un par de sillones escondite de zarigüeyas y un almacén de rotuladores negros, tan chinos, tan malos. Pero se ve que vivimos en un lugar donde las ilusiones tienen fecha de caducidad y la creatividad, el esfuerzo y la honestidad sólo tienen confeti en los bolsillos, no billetes. Y pasa lo que pasa. Que vienen los de siempre, los del dinero, los de póngame usted cuarto y mitad de edificio y a tomar por culo la bicicleta. Cannelle cierra sus puertas, sus macetas, sus libros, su inodoro el próximo domingo. Que dé empleo, que besayune los días, que caliente los pies al sin techo de al lado no importa. Para qué sirven los chascarrillos, los versos, los cuadros falsos de Picasso, cantar con las ventanillas del coche bajadas, echarle una siesta al chico que te gusta, decirle a la vida 'no ni ná', pudiendo haber alguna tienda de alguna marca de alguna empresa, que aún pudiendo oler a canela, jamás tendrá las entrañas dulces, confortables, como unan tortita recién hecha. Y, sin embargo, sonrío. Porque Cannelle es Álvaro. Es mi hermano, mi cómplice, mi cierra bocas y moja pestañas. Es la demostración de que todos podemos ser mejores de lo que somos. De que las manos abiertas abarcan más que los puños cerrados. Cannelle es el sonido de una carcajada, los asientos de un coche echados ‘pa’tras’ en busca de objetos que ya nadie quería, que nosotros sí. Cannelle es el café de intentarlo todos los días, de mojar el pan en la salsa, de los chistes malos, de merecer la alegría, no la pena. Es todo lo que te llevarías a una isla desierta, hasta naufragar en el mar de las oportunidades. Y por todo eso y por mucho más que se queda entre una oficina de medio metro y yo: gracias. Entre tanto: no olvidéis ser feliz.
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Entre tanto
Querido Pablo (dos puntos)
La abuela me acaba de mandar un mensaje de audio por Whatsapp para ti. Que si eres un hombrecito, que si te adora, que si cumplas muchos más. Ya lo escucharás, ahora tengo tanta agua en los ojos que no atino a llamarte sin que me salga un gallo.
Si lo hiciera, además, me preguntarías que por qué lloro, que qué me duele. Y yo te volvería a contestar 'la barriga, Pablo, la barriga', cuando, en realidad, los dos sabemos que no me duele la barriga.
Y mira que eres un chico listo, pero igual tú, que consigues meter los USB a la primera y que sabes lo que es un cable HDMI, no alcances a entender lo que acaba de hacer la abuela María. Y no me refiero a recordar dónde dejó las gafas de cerca y aún así alejarse metro y medio el móvil para ver los números. Tampoco hablo de que haya tardado 7 minutos en desbloquearlo aunque le hayamos explicado un trillón de veces que sólo tiene que deslizar la yema del dedo índice. Y, por supuesto, no hablo de que seguro se le ha vuelto a olvidar dejar pulsado mientras graba y habrá tenido que repetir 20 veces la misma frase.
Lo que quizás te cueste todavía entender es que la abuela tiene 74 años, que el abuelo jamás le cogió de la mano para pasear, que nunca tuvo amigas del cole porque jamás fue al cole y que le salen tan ricas las 'cocretas' porque las cocina desde que con 12 años se fue a servir a una casa tan grande como lejos estaba de la suya.
E igual tú, que sabes buscar antes un archivo en el Ipad que unos calzoncillos en tu cajón de los calzoncillos, no logras entender que lo que ha hecho la abuela María es un acto de amor, de fe, de ganas, de no rendirse, de querer ser mejor aunque pierda los nervios y amenace con estampar el teléfono después de pedirme que le vuelva a escribir en un papelito los pasos que tiene que seguir para lograr entrar en el Whatsapp en menos rato de lo que tarda en arrancar a hervir el puchero.
Pues eso Pablo, que algún día entenderás qué grande se hace todo cuando tienes miedo a lo desconocido, a lo que nunca has hecho, a lo que jamás has sentido, a lo que no tiene etiqueta, ni código de barras, ni precio siquiera. Y, entonces, sonreirás con esa sonrisa de canalla baja bragas que perfeccionas sin saberlo cada día, y me llamarás ve tú a saber desde qué dispositivo raro para decirme 'mamá, voy a ser padre'.
Pero entre tanto Pablo te quedan muchas cosas por descubrir, por vivir, por reír. Y habrá veces en las que se te quede la piel pequeña de alegría vivida, y otras muchas en las que, sin saberlo, harás lo mismo que yo: esconderte debajo de una sábana blanca contando hasta 1.022 para olvidar aquello que te hace sentir mal.
Pero entre tanto Pablo, pues eso, que me ayudes a ayudarte a ser de ese tipo de personas que han venido a este mundo para hacer feliz, no sólo para serlo.
Que seas de ese tipo de personas que le pega alas a otras sin que se den cuenta y cuando te pregunten cómo lo has hecho le contestes: en I de Magia aprendí a mover las manos mú deprisa.
Y que sí, que seas bueno en matemáticas y no te ayudes de los dedos para sumar como hago yo, pero que seas capaz de envolver regalos con las palabras, de tener todos los días algo que meter en la caja de las pequeñas cosas importantes que no se ven, que tengas paciencia para escuchar y generosidad para contestar.
Que seas de ese tipo de personas que desempolvan a diario el disfraz de discípulo y, sin embargo, se pasan el día enseñando a otras. Igual que hago yo a diario con el disfraz de valiente.
Y que no olvides gastar bromas cuando la cosa se ponga seria, por favor. Y subrayar con lápiz las frases de los libros que te erizan. Eso, tampoco. Y que te pares una vez al día a respirar, no sólo a coger y soltar aire por la nariz. Que levantes la cara cuando te digan que no seas así. Que no regales los oídos, ni des palmaditas en la espalda, pero si tiendas la mano y des tu brazo a torcer cuando no lleves la razón.
Porque, Pablo, yo lo que quiero es que seas ese tipo de personas que no olvida cantar en el coche, cerrar los ojos cuando le cae el agua por la cabeza, que se lleva la mano a la nariz para saber a qué huelen las cosas, que lo intenta antes de caerse, que responde con amabilidad a los insultos, que se excita con una sonrisa, que no renuncia a encontrar un ELLA, un ÉL, con quien compartir silencios y miradas perdidas antes y después de haber compartido sábanas arrugadas.
Pues eso Pablo, que hoy cumples 8 años y un 26 de diciembre más me recuerdo todo eso que debería haber hecho mejor desde el último, desde el primero que te enganchaste a mis pezones como si no hubiese un mañana.
Pero cuando pienso en todas esas palomitas que no debimos comernos juntos en el sofá antes de cenar, en esos cuentos de Gerónimo que hemos leído a horas en las que se supone que debías dormir, o en cuando invité a tus amigos a merendar y acabamos haciéndonos un selfie y tuiteándolo en vez de preguntarle a sus mamás si querían café, entonces, me doy cuenta, que puedo ser mejor madre, y que quiero serlo, pero que, sobre todo, quiero que seas una de esas personas.
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¿No?
Admiro mucho la valentía de silencios. Porque igual es que nos empeñamos en hablar todo el rato por miedo a escucharnos. Y ojalá ese te quiero, te extraño, te odio, te deseo, se hubiese quedado en el calabozo de las intenciones. No es arrepentimiento. Lo dicho, hecho está. Y ni siquiera siempre son sincericidios. Tampoco vamos a flagelar todas las franquezas de la lengua.
Pero qué bien el equilibrio. Cuánto admiro a esas personas cuya fuerza de voluntad tiene tan buen pulso que nunca se les derraman las ganas. Elegancia, creo que le llaman. Que igual dicen un sí condescendiente que un no consentido. Que te quitan la ropa con las pestañas, que titilan como velas perfumadas dentro de un cristal siempre caliente pero nunca a punto de explotar.
Rubias de medio fuego. Lunares que hablen por si solos. Eso también lo admiro. Y a quien sabe por dónde y cuándo se llega a la calle del estar. No a la del estuve o debería haber estado. Que las cosas sucedan cuando tengan que suceder. Sin llegar tarde. O no llegar. Que no sé si me explico. Probablemente no. Porque a mí esto de madurar sólo se me nota en el contorno de ojos, pero no la en la mirada.
Sigo asomándome al balcón con ojos de primera vez, con ganas de que el frío me parta la cara, me haga sentir tan viva como cuando se me pierde la mirada en las castañas que se desnudan la piel al calor de alguna chimenea.
Y ojalá sólo fuese eso. Pero es que son tantas las veces, los sitios, en los que se me pierde la mirada sin hacer nada por ir a buscarla.
Me pasa con los horizontes, con las ventanillas de tren, con los huecos que hacen las sábanas cuando te escondes debajo de ellas. Por no hablar del agua hirviendo sobre la cabeza, del vaho en lunas de cuatro ruedas. Y qué curioso todo, que se me pierda la mirada cuando, en realidad, lo que quiero es perderme de vista.
Igual si consigo subir la guardia, dejar de dar las gracias, de inventarme cuentos, de pisar charcos, de caerme de los bordillos antes de dormir, de soñar. Que igual si no cruzo a ciegas por las avenidas de su recuerdo, o me quito el disfraz de pirata, de bésame mucho, de hago trenzas de piernas y lenguas, de romperme en mil pedazos cuando el reloj me da la espalda y el calendario no arranca las hojas.
Igual sea eso. Y, entonces, quién sabe, no haría falta admirar a nadie, ni apartarle los ojos al espejo, ni desear la serenidad del que logró que la chapa le diera a la otra, sin quedarse corto, ni pasar de largo.
Sí, eso es. Voy a renunciar a ver mis iniciales en la palma de sus manos. Borraré del diccionario las frases hechas de y a mí cuándo me toca o yo quiero eso para mí.
Estoy convencida de que eso será suficiente para tener paz. Porque yo no soy malvada. De eso estoy segura. Segurísima. Porque tener los bolsillos llenos de ganas y la Moleskine repleta de intenciones y que todos los pronombres sean la segunda del singular... eso no es malo. ¿No?
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La personalidad...
Esta mañana Pablo me ha preguntado desayunando qué es la personalidad.
- Pues cariño, la forma de ser que cada uno tiene. Por ejemplo, tú no eres un niño tímido. Eres divertido, inquieto, curioso. Esa es tu personalidad. A medida que crezcas y sientas, aprendas y vivas muchas cosas, esa personalidad se moldeará hasta ser como realmente quieres ser.
- ¿Sí? ¿Y tú ya eres como querías ser?
Le he sonreído. Le he dado un beso. Pero no he dicho nada. No le he dado una respuesta. He agarrado la taza con ambas manos. Se me ha perdido la mirada durante unos segundos pero enseguida he reaccionado. ¿Por qué no buscas un libro y lees un rato Pablo? Vale, me ha contestado.
Y a partir de ahí ha empezado otro domingo para mí. He hecho todo lo que tenía previsto hacer hoy. Lo que se esperaba de mí. Pero la pregunta de mi hijo de 7 años ha jugado al pájaro carpintero ya no sólo en mi cabeza.
He pasado por 349 estados de ánimo diferentes a lo largo del día. Y si bien es justo que admita que me suele pasar con la frecuencia de a diario, la cifra de hoy ha sido sensiblemente elevada. Por encima de la media que registra eso que mi madre llama 'estás loca', los libros 'desequilibrio mental' y mis tripas 'ganas de vivir'.
349 estados de ánimo repletos de matices, de extremos, de casi sé lo que me pasa pero sólo casi. A algunos sí sabría ponerles nombre: mosqueo, mosqueo que te cagas, supermosqueo, pellizcos, angustia, nervios, frustración, ilusión, empatía, resignación. Otros, en cambio, siguen huérfanos de nombre.
Pero todos me conducían a la voz de Pablo preguntándome si mi personalidad ya es cómo yo quería que fuese. Y en cada uno de esos estados de ánimo intentaba verme en tercera persona. Con otros ojos. Desde otro rostro. Como si eso me garantizara la honestidad de admitir quién soy y, sobre todo, si soy lo que quiero ser.
He anotado en una libreta varias palabras. Frases enteras. Flechas. Tachones. Círculos. He arrancado las páginas. Las he dejado en blanco para luego volverlas a profanar. Así mucho rato.
Luego, a mediodía, en mitad de mucha gente, en mitad de un baño público, me he quedado mirando al espejo mientras el agua fría recordaba a mis manos el dolor de estar vivo.
Y he visto los ojos de Míriam. Por un momento, me he reconocido. Hasta el punto de que he sonreído. Y me he vuelto a reconocer. Mucho más. Porque era una sonrisa para mí. No para nadie. Porque quienes llevamos a cuesta la mochila repleta de etiquetas (qué simpática, qué risueña, qué divertida, que de PM eres, que de guay, que de nada) necesitamos, a veces, sonreírnos a nosotros mismos, no para nadie.
Eso me ha hecho sentirme más tranquila. Como con más entereza para que esta noche, después de inventarle a Pablo algún cuento tremendamente novelesco para dormir, decirle: Cariño, todavía no sé si soy cómo quiero ser, pero sí sé cómo no quiero ser.
Y no quiero ser muchas cosas. No quiero ser vulgar, mediocre, indiferente. No quiero ser una línea recta comprendida entre dos puntos. No quiero apartar la vista cuando algo me desagrade. No quiero huir. No quiero renunciar a sentir que todo es posible cuando suena el despertador por las mañanas aunque sepa de antemano que Murphy va a estar dándome collejas. No quiero arrojar la toalla. No quiero dejar de sentir miedo.
Y he seguido con la lista de los no quiero. Y eran tantos, que al leerlos, una y otra vez, he acabado acercándome a los quiero ser. Y de los quiero ser a los cómo soy. E igual no tenga valor suficiente para contárselo mañana a Pablo. Pero esta noche quisiera acostarme sintiendo que lo sé.
Sé que me emociono cuando leo a Cortázar, cuando memorizo versos de Salinas, cuando escucho una canción más mía que rara, cuando espero a que aparezca su recuerdo, cuando lo busco yo leyéndole, cuando cocino imaginando que me mira, cuando intento dibujar todos los tipos de besos que él ha definido antes, cuando la arena entierra los pies, el viento te parte la cara y el salitre te pica los dedos.
Sé que muevo mucho los brazos para salir a flote, que respiro más de la cuenta para cuando sienta que me ahogue, que me abrazo al monstruo de debajo de mi cama y le consuelo, que mis noes son tan pocos y escuálidos que acaban doblegando mi voluntad, que aún así soy fuerte, tanto que vuelvo a asustarme de mí.
Sé que hablo mucho, que soy caótica, que gesticulo demasiado al hablar, que en el tú a tú soy encantadora, que mi inseguridad se camufla tan bien que luego todos creen que arraso. Que soy plastilina. Eso también.
Pero, sobre todo, sé que quiero ser mejor. Que dejaré ser una de esas personas a las que todos admiran pero nunca eligen. Para ser el ELLA de alguien que me desnude primero, para quitarme la ropa después. Para ser el todo de alguien aunque no haya nada.
Y Pablo no sabrá de lo que hablo. Y volverá a repetirme aquello de que quiere una madre normal. Pero, entonces, crecerá, vivirá, y ojalá algún día me mire y me diga: mamá, gracias por no haberlo sido, por haberme leído a Cortázar. Ojalá.
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