Artista. Un obrero autodidacta y salvaje. Un virginal universitario de lengua viperina.
Don't wanna be here? Send us removal request.
Text
El dulce roce de las letras
El mundillo literario, tertulia de medianías donde se traga más saliva ajena que alcohol barato, hiede a cloaca perfumada. Pues es propio de no pocos escritores moverse en ciertos cenáculos a fuerza de doblar la cerviz y aplicar los labios donde mejor convenga, entregándose al arte servil de la lisonja y al arribismo más desvergonzado. Tal gremio, a menudo, no es más que una secta cerrada y endogámica, un conciliábulo de buitres que se profesan mutuas reverencias mientras afilan, a escondidas, los puñales con los que se apuñalan al primer descuido. Aquí no hay versos ni prosa, sino favores. Cuerpos apretujados en las fiestas de moda, donde la miseria moral resuda un tufillo rancio, mezcla de semen seco y sardinas en lata.
Uno los ve en redes, con sus palabras almibaradas, sus fotos retocadas, sus «compañeros de letras» y su colegueo de papel cuché. Se ríen con la misma dentadura postiza con la que muerden al amigo ausente. Esta literatura de enchufe y estómago agradecido está más cerca del burdel que del Parnaso. No escriben, transaccionan. No crean, mendigan. Y mientras tanto, las editoriales regurgitan los libros de esta cofradía de peloteros, donde cada título pesa lo mismo que el ego vacío de su autor: ni un gramo más.
Caminamos entre ratas, queridos lectores, pero qué le vamos a hacer. Al fin y al cabo, hasta los basureros tienen su Academia.
0 notes
Text
El don de la ebriedad
John Barleycorn, el dios báquico de las tascas y las catedrales del hígado, no predica con sotana sino con vaso. Más que un amigo, es el tabernero de nuestra lucidez, el relator nocturno que desbroza la mentira y embellece la desgana. Beber es templar el hierro de lo cotidiano hasta convertirlo en espada o bisutería, según el bebedor. Porque están los lúcidos, que ven en el fondo de la copa un espejo: «La vida es esto, y qué le vamos a hacer». Y están los otros, los estúpidos, que tropiezan con las sillas y se creen Sócrates después del quinto trago.
Hay que saber despedir a Barleycorn antes del amanecer, como al amante inoportuno que amenaza con quedarse a desayunar. El arte está en el término medio aristotélico, esa región donde uno bebe lo suficiente para escribir versos o deshojar teorías sin manchar la corbata. Pero hoy vivimos en la era de los nutricionistas, donde todo lo que alegra, engorda, enferma o se prohíbe. Amarga virtud la de este siglo: se condena la bebida, de condición hispánica y mediterránea, pero se aplaude el puritanismo protestante que te endiña un agua mineral a cinco euros. Y es que a ninguno de estos curitas laicos se le ocurre levantar la voz contra otros males mucho más pertinaces y corrosivos, como el trabajo o las hipotecas, auténticos sumideros del cuerpo y la carne.
No hagan caso a la secta galénica, entre la abstinencia puritana y la borrachera patosa queda, señores, un territorio amable y soberano, donde el vino nos descubre el don de la ebriedad. Al fin y al cabo, ¿dónde está el problema si uno no sufre ni hace sufrir? Todos, al final, hemos de pagar a la vida en polvo o ceniza, y en ese último brindis ¿qué más da si John Barleycorn estuvo o no invitado? En el fondo, lo único que nos aguarda —a borrachos y sobrios— es una cita cierta, fría y de mármol, en la que no habrá salvación posible. Brindemos mientras tanto con ese licor mediterráneo.
0 notes
Text
La emocionante aventura de la ortodoxia
Hoy amar es un acto de resistencia numantina, una gesta moral contra la fiebre líquida de los tiempos zaínos. El enamoramiento juvenil, sofoco hormonal de pedrería follonera, que dura lo que un eclipse muerto en la negrura de un fulgor que nunca fue sol, se celebra con romero, fuego y marfil, pero ya nadie festeja los sonetos sobre la perseverancia quevediana del amor en las rutinas grises de la fronda. Olvidan los zagales, que se ama no por virtud, sino por voluntad; se permanece, que es el verbo perdido, con la disposición de construir donde otros derriban.
El matrimonio, esa institución tan denostada, es en realidad un alzamiento bizarro y valeroso, un poema ortodoxo que se planta de frente ante el ruido libertario del consumo pletórico. En una era que glorifica la elección infinita y la avidez del deseo, la fidelidad es un acto de provocación política. Pier Paolo Pasolini, con su colérico candor iconoclasta, lo entendió divinamente: la promiscuidad no es libertad, sino un peaje más en la autopista de la mercancía humana. La máscara opaca de una sociedad sin fe.
La monogamia, lejos de una etiqueta rancia y casposa, es un dulce refinamiento de la civilización. Es la armadura melodiosa que protege los hogares frente al saqueo del capricho, un pacto de lealtad y respeto que trasciende los fogosos chispazos del deseo. No se conserva la atracción toda la vida, cierto, pero ¿acaso la vida misma pide tal espejismo? Amar es compartir el trabajo silencioso de la construcción, con la épica contenida de lo cotidiano. Y eso, en tiempos de voracidad glutinosa, es la genuina transgresión.
0 notes
Text
De bueyes y bichejos
La dieta, querido lector, no es más que la gramática elemental de la supervivencia, y no hay verbo más conjugado que el del hambre. La humanidad no se sentó a la mesa a inventar el sushi por mero capricho poético, ni el bollo preñao nació de un arrebato bucólico en la campiña asturiana. Se come lo que se puede, no lo que se quiere, y quien tiene buey no mastica gusanos, salvo que le paguen por ello en un documental para la BBC.
Decimos «cultura» con boca grande, pero olvidamos que la verdadera madre de las costumbres es la economía, y el padre, la geografía. Japón, con su arrozal armiñado de reboño y su mar señero, engendró el endiablado «sushi» como un apaño marinero, no como una revelación divina. Igual el bollo preñao, humilde suma de pan y chorizo, nació no en el Parnaso, sino al calor de un horno pobre y campestre, bajo el zurriago de la necesidad. Lo que hoy adoramos como símbolo identitario fue, en su origen, pura necesidad.
Y ahora, en el gregarismo de la España tullida, que se zampa una hamburguesa de Lotus con palillos chinos, nos venden lo foráneo como sofisticado y lo propio como vulgar. No niego que la globalización tenga su encanto, pero hay que tener mala leche —y poco estómago— para preferir un sashimi insípido a un buen chorizo con su pimentón histórico, que sabe a mares cruzados y siglos cocidos de mestizaje. Porque, al fin y al cabo, un buey vale más que mil bichos, y nuestras tradiciones, con su pan, su vino y su humo pardusco, no tienen nada que envidiarle a la vajilla minimalista de Tokio.
0 notes