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misteracdc · 6 years
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Milo, diez locos y el sándwich de miga
Hay ciertos momentos en la vida en que me ocurren eventos inesperados que, no solo no tienen mucho sentido sino que también me convierten en un ser inseguro, indeciso e inmaduro, incluso aun más de lo que suelo ser habitualmente.
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Tengo una pila interminable de defectos, entre la que se destaca una cierta falta de confianza adobada con algo de falsa modestia, que podría definirse como un gran problema para un adulto promedio pero que en mi caso es parte de mi personalidad. Creo que logro manejarlo sin que muchos se den cuenta, e incluso me ha servido para conseguir muy buenas cosas: lindas relaciones de amistad, buenos trabajos y varias veladas en buena compañía que no hubiese podido conquistar sin este tipo de herramientas... y ahí es cuando se va al tacho la falsa modestia que te mencionaba en este mismo párrafo.
Me gusta escribir, es algo que me nace naturalmente pero que solo hago en momentos donde mi cabeza encuentra ese espacio entre todos los agobios naturales de un tipo de casi 40, casi casado y con casi dos niños (uno propio, otro del corazón).
Por ejemplo, si quisieras graficar mentalmente cómo es el espacio donde me encuentro escribiendo actualmente el cuento que estás leyendo, deberías imaginarte a un hombre solo y rodeado a la vez de desconocidos, que se encuentra sentado en el asiento de un avión pequeño, un Embraer 190 para los aficionados a las aeronaves, asiento 9B, del lado del pasillo y con algo de hambre porque aún no pasaron con la “cajita feliz” de un posible sándwich de miga, viajando por trabajo mientras su familia recién a esta hora se levanta para [trabajar / ir a la escuela / mirar BabyTV] según corresponda a cada integrante.
Y siendo consciente que debería aprovechar estos momentos en el aire para poder trabajar o dormir, cada tanto decido omitir estos dos puntos y dedicarme íntegramente a la escritura, como hoy, donde quisiera contarte como fue la primera vez que leí en público uno de los cuentos que más me gustó escribir y más me costó leer, para algo más de cincuenta y pico de personas.
Era un día de tarde, soleado, al aire libre, ambientado para la ocasión de un evento corporativo totalmente diferente a lo habitual y con un público expectante para aventurarse en las charlas de diez oradores que decidieron abrirse a un público que generalmente suele escucharlos hablar de trabajo pero que en esa tarde/noche decidieron exponer sus miedos, deseos, aventuras y experiencias, utilizando un sistema conocido como Pecha Kucha.
El sándwich aún no llega, pero el hambre permanece intacta.
Según cuentan, Pecha Kucha es originario de Japón y su nombre refiere al modo en que los japoneses denominan al susurro. El orador cuenta con 20 slides de 20 segundos por cada slide donde debe o puede contar la experiencia que desee. Slide o diapositiva, es lo mismo, ¡incluso algunos lo siguen llamando “filmina”! Me encanta la gente que aún las llama filmina...
En fin, ahí me tenías a mi, cerrando el evento leyendo el cuento que escribí la noche que nació Facundo, en presencia de su madre, quien había leído infinidades de veces ese mismo cuento pero que nunca lo había escuchado con mis palabras, menos aún con fotografías del nacimiento como fondo del escenario donde este loco se abría al público exponiendo el momento más importante de su vida. Ella, y un par de personas más me confesaron que “lagrimearon un poco” con el relato. Bien por mi, había logrado mi cometido.
Y entre esas cincuenta y pico de personas había un extraño en particular, que tenía la misión de tomar la posta de estas diez charlas y contar sus propias experiencias, en principio algo más interesantes que las nuestras, principalmente por tener la posibilidad de escuchar en primera persona como un simple desconocido oriundo del interior del país se convertiría en un reconocido artista plástico gracias a una gran suma de eventos inesperados que incluyen en un mismo relato a un hotel de mala muerte y a Francis Ford Coppola.
Al final del día, pude disfrutar de cada uno de los nueve relatos previos con el mismo grado de interés y satisfacción que disfrute de la charla de cierre, sería injusto que no lo reconociera o que ponderase en mayor grado al invitado especial, nunca les reconocí lo bueno, honesto y hermoso de cada uno de sus relatos, espero estar cumpliendo esa deuda en este cuento. Acá apareció la culpa, ese otro amigo que me acompañará para toda la vida como Diógenes al linyera.
Ah, por cierto, el sándwich sigue sin venir, sospecho que mis expectativas no van a ser satisfechas por la aerolínea, mejor sigo con mi experiencia de cómo conocí a Milo Lockett.
Habló durante algo más de media hora, incluso tuvimos un espacio de preguntas. En un principio me sorprendió su humildad y su modestia para hablar de su propia vida, aunque luego de planteármelo un poco más, incluso mientras escribo este texto, pienso en esa misma falsa modestia que mencionaba al principio del relato. Creo que es inadecuado sobrevalorar o subestimar a un extraño, conocer a la gente lleva tiempo y no hace falta caer una vez más en el error de “que tipazo!” o “este tipo es un boludo” si tenes una conversación que no dura más de 3 minutos. Eso si, me cayó muy bien, eso es fundamental a la hora de prejuzgar a una persona.
Todo el evento había terminado, estábamos charlando en pequeños grupos sobre cómo había sido la experiencia, momento en que veo qué pasa junto a nosotros, se acerca y me cuenta lo mucho que le había gustado mi cuento, que se había sentido identificado con el relato, que le había parecido muy emotivo, que me vaya un día hasta su bar en Palermo a charlar y tomar algo, en fin, una cantidad de elogios y delirios inesperadisimos que me dejaron sin palabras. Y se fue.
Obvio que en ese momento me dejé llevar por el asombro y la emoción, y me tomé el ejercicio de decirle lo que había pasado a quien me cruzaba por el camino, en parte como método de difusión de una sensación de inmensa alegria que quería compartir con los presentes, estén o no interesados en lo que fuera a decirles (eso no era lo importante) pero en parte también sentía inconscientemente la necesidad de manifestarle a esos que habían sido mis oyentes minutos atrás que un renombrado artista me había elogiado mi arte, creo que ese era quizás el reconocimiento más inesperado de esa noche.
Y finalmente llego al punto que quería mencionar en este cuento (si, así de retorcido soy, me gustan las introducciones largas), ¿hasta que punto consideramos realmente necesarias las devoluciones? Entiendo que son fundamentales para mejorar lo malo y reforzar lo bueno, pero ¿cuantas veces estamos preparados para recibir una devolución por parte de un cualquiera?
No voy a decir feedback, sabelo, hoy le voy a decir “devolución” como buen ejemplo de mi autoritarismo literario. Punto.
Tuve la suerte de tener la posibilidad de recibir una devolución positiva y eso me llenó de una felicidad extremadamente efímera, pero ¿que hubiese pasado si la devolución hubiese sido inversa? ¿Tendría en este momento la imagen del tipo humilde y sencillo de Milo Lockett si me hubiese defenestrado cara a cara el cuento que había escrito con tanto amor al primer día de vida de mi hijo?
Probablemente exista un universo paralelo donde eso realmente sucedió y al día de hoy sigo tratando de superar en terapia el trauma de aquella noche en donde luego de sus palabras se retiró en un andar relajado hacia la salida mientras mi mirada perpleja observaba cómo ese muchacho de reconocida fama artística me había destrozado el alma. Por suerte, entiendo que ese universo solo existe en la imaginación de este relato... creo.
No creo estar acostumbrado, y menos preparado, para recibir una devolución negativa de los cuentos que escribo. Tampoco han tenido demasiada difusión como para encontrar lectores de basta experiencia en cuentos urbanos como los míos que me puedan llegar a dar una crítica dura, tampoco creo que esas sean mis búsquedas: ni la fama ni la calidad literaria superlativa.
A veces me pasa con el asado, no soy tan buen asador y mis amigos siempre se van de casa con un “que buen asado, amigo!” pero yo se que ellos lo hacen de corazón, todos sabemos que esa tira estaba muy cocida o ese chorizo estaba muy seco, pero los amigos son incondicionales, incluso ante una porción de vacío medio quemada. Con el asado medio quemado no tengo problema, pero no se cómo podría manejar una crítica negativa sobre mis cuentos, son muy personales, son una parte muy íntima de mi que sale a flote cada tanto y no salen a flote lo suficiente como para que cualquiera pueda verlos. Por eso me da algo de miedo, porque son una parte importante de mi y porque solo los comparto con personas con quien quiero compartirlo.
Y ahí está el otro punto final del cuento: esa vez no fue así.
En Pecha Kucha no fue así, ahí me abrí a un público semidesconocido, sabiendo que me exponía en mi lado más vulnerable, entiendo que algo así experimentaron cada uno de los oradores y es por eso que los respeto tanto: porque ellos se expusieron tanto como yo a la inquisicion pública y bajaron del escenario aplaudidos. Somos apenas diez los locos que sabemos lo difícil que fue estar ahí arriba, somos apenas esos pocos los locos que sin saberlo nos enfrentamos a exponer nuestras emociones y compartir cada uno de nuestros relatos. Honestos y llenos de errores, pero con el coraje de enfrentar al público con sólo un micrófono y algunas palabras anotadas en borrador.
Tengo un gran recuerdo de esa noche, ojalá para ellos haya sido tan fuerte como para mi, honestamente no importa demasiado si la devolución venía por parte de Milo Lockett o del técnico que te ajustaba el micrófono, entiendo que lo más valorable de la experiencia fue el reconocimiento de nosotros mismos, de superar algunos miedos y mostrarnos esencialmente honestos al público, sin importar si no salía tan bien como en el ensayo o en lo que soñamos que pasaría al subir al escenario. Ojalá lo sepan, cada uno en su locura honesta y hermosa hizo de esa noche un excelente ejemplo de cómo enfrentar un miedo. Ojalá lo recuerden, seguramente no se lo olviden nunca.
Listo, llego al final, el sándwich nunca llegó, el avión aterrizó y este cuento lo finalice muchos meses despues de aquel vuelo en donde me mataron de hambre. Tampoco tome la cerveza con Milo Lockett, incluso me pasaron su email días después pero nunca lo contacte, algunos me preguntaron por qué no había ido y no entendían como no aprovechaba la oportunidad. No lo se, quizás por algo de vergüenza o por no creerme en la posición de sentarme par a par con un artista, nunca tuve la respuesta.
Y ahí vuelve otra vez la falsa modestia del principio. Este cuento es un loop infinitamente redundante, basta, ya es tarde para seguir con esto: así como el sándwich, quizás un buen final sea algo que la vida me tenga preparado para mi próximo cuento en un vuelo.
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misteracdc · 7 years
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El buzón olvidado
[10/05/2012. Unos de los pocos cuentos de ficción que he escrito en mi vida, encontrado en un disco portatil viejo! Espero les guste, y lo entiendan.]
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Hola, raro que arranque esta carta confesándote esto, pero es la verdad.
Se me llenaron los ojos de lágrimas… sentía un extraño dolor en ellos y no por llorar sino por entender que hacía mucho no lloraba por tus palabras, parecían haberlo olvidado.
Se me llenaron los ojos de lagrimas leyendo tus palabras que mostraban aquella respuesta que tantas veces esperé de tu mirada, pero me llenaban de un extraño misterio al no saber como podrías haberme escrito una carta después de tantos años de no estar más a mi lado, omitiendo paradójicamente el enigma de recibir una carta manuscrita por correo en pleno siglo veintiuno.
No tuve el valor de abrir el sobre en soledad, necesitaba un complice y llamé a ese amigo que tan poco te gustaba, a “ese otro vago como vos”, como solias decirle. Discutimos con Armando si era adecuado abrir el sobre antes o después del partido, “estas cosas te pueden cambiar drasticamente el humor”, me aseguró, “hay que estar entero mentalmente para bancarse esta semifinal de copa, papá”, reafirmó con sus dos palmadas características en mi hombro… y si, sigo siendo amigo de Armando a pesar de lo que me hizo.
Discutimos el por qué. Las especulaciones nos invadían la mente y surgían todo tipo de teorías conspirativas que justificasen la loca idea de entender como podías enviarme una carta a casa después de tantos años sin saber de vos. Aquella casa que en algún momento fue nuestro hogar, luego fue sólo un lugar lleno de espacios vacíos que alguna vez ocupaste y que se encontraba colmada de recuerdos que me estacaban inútilmente al pasado hasta el momento en que decidí baldear un poco el corazón… fuiste vos la autora intelectual de este crimen, los pintores tan sólo los sicarios.
Espero te guste el verde aceituna, el departamento parece un poco más oscuro pero tiene mi toque, debería dedicarme a la decoración de interiores, dicen que es buen negocio.
Luego de la tercer cerveza per cápita, seguíamos especulando con Armando en por que después de tanto tiempo habías decidido enviarme una carta que claramente habías escrito aquella navidad de 1998 cuando nunca más te vi, donde me mostrabas claramente por qué te ibas de casa y los motivos de tu misteriosa desaparición en mi vida. Si la habías escrito en ese momento, ¿por qué tardaste tantos años en enviarmela?
Pero claramente los detalles más asombrosos radicaban en el sobre, que manifestaba adherido en sí a un escudito del Barcelona con una leyenda de evidente tipografía infantil que decía “Messi campión!!”.
¿Desde cuando te gustaba el fútbol? Odiabas mis noches de domingo cenando mientras la tele mostraba otra velada junto a Macaya y Araujo.
¿Por qué usarías ese sobre (justo ese sobre) para manifestar claras adoraciones por el más grande de los equipos de fútbol de la historia?
¿Por qué después de tanto tiempo decidías enviarme ese sobre sin darme otro dato más que un intento de respuesta a tu falta de valor al irme sorpresivamente de mi vida?
¿Y por qué escribías campeón con i? ¿O era realmente la letra de un nene? ¿Tenías un hijo? ¿¿Tenía un hijo??
La cerveza se acababa y las teorías conspirativas de Armando también… sólo nos dedicamos a leerla y releerla en silencio hasta que el gol de tiro libre de Román acaparó toda la atención, para luego convertir el misterioso sobre en el posavasos de mi último chopp de Heineken de la noche. No te voy a mentir, el alcohol tiene esa misteriosa capacidad de desviarme la atención de las cosas importantes y enfocarme en aquellas trivialidades que te alegran un rato el alma o que te hacen bajar los escalones de un típico estado depresivo de domingo por la tarde/noche… y si, hacia esos escalones me iba una vez más.
Hoy me desperté con algo de resaca, claramente la Heineken de hoy ya no es lo que era. Y en ese intento de salir al pasillo a buscar el diario del vecino antes que se despierte, me encuentro con Antonia.
¿Te acordás de Antonia? ¿Que tendrá, veinte años administrando los “pehache”? No se… me habla tanto a la mañana que en la sumatoria creo haberla escuchado un dos porciento de las veces que me dijo cosas más allá de un escueto “buenos días”.
No sé que me hablaba… me pedía disculpas por no sé que cosa del nieto y un sticker, ¡casi se me pone a llorar! Que habia encontrado algo mío (creo), que nunca se había dado cuenta de revisar ahí, que sentía mucha vergüenza, que se yó… hasta me nombró algo de una llavecita de un buzón que había encontrado después de diez años! Entre mi resaca y mi falta de atención, reconozco que en mi cabeza esa charla fue una gran suma de incoherencias, la verdad es que nunca la escucho mucho… perdón, no se por qué te estoy contando esto.
Ya devolví el diario al vecino y creo que no se dio cuenta, espero que no vea la mancha de mate cocido en el suplemento deportivo. Ya sé que tendría que haber ojeado los clasificados también, siempre me lo dijiste, que no podía seguir viviendo de changas o de la jubilación de mi vieja. Te prometo que esta vez sí me pongo las pilas y busco laburo.
En fin, tu partida seguirá siendo un misterio en mi vida que espero algún día logre entender, sobretodo el por qué de enviarme esta carta después de tantos años… ¿te habras arrependido de algo?
Quien te dice, quizás ahora después de leer esta carta podamos juntarnos a charlar de nuestras vidas, disfrutar de una cerveza juntos y mirar la final de la Champions ahora que sé que te gusta el fútbol… creo que la juegan en junio.
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misteracdc · 7 years
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El jamón crudo que nunca me comí
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Jueves 22 de diciembre de 2016
Como te imaginarás no soy un experto en neurociencia, menos aún en piscologia, por lo tanto todo lo que sigue a continuación se sustenta en el mismo argumento con el que los niños creen en Papa Noel o Los Reyes Magos: la esperanza de que algo impensado o alguien que no existe pueda llegar a cumplirnos un sueño. Y paradójicamente ese sueño sucedió en las profundidades de un sueño, algo así como “un sueño hecho realidad en un sueño”, valga la redundancia.
Recuerdo que me había ido a dormir temprano, cerca de las 22 hs, un horario en donde aún solemos estar cenando o de sobremesa, raramente en la cama. Pero esa noche era algo diferente, ellos seguían allí, en la mesa, cenando o de sobremesa, nunca lo sabré… yo estaba solo, ahí, en la cama, sin cenar, cerca de las 22 hs. Todo muy raro.
En todas las casas ocurren esas escenas a las que llamo “rocanrol”. Las conversaciones en ocasiones cordonean la banquina, es inevitable, pero al igual que los hábitos de conducción vehicular segura, lo importante es no sólo aprender a evitar cordonear la banquina sino también aprender a conducir cuando la situación se presenta riesgosa… cuando mordemos la banquina y debemos volver en velocidad a la ruta sin volcar ni accidentarse. Y ahí estaba yo, solo, sin cenar y recostado en la cama antes de lo esperado, luego de morder la banquina y volcar en una conversación de familia que era totalmente evitable.
La frase “que al pedo todo este rocanrol” daba vueltas por mi cabeza en loop infinito, hasta que al fin logre conciliar el sueño, boca abajo, como rara vez suelo dormirme, sabiendo perfectamente que mi lectura corporal mostraba a un hombre que sentía vergüenza de lo que había dicho y que la única manera de dormirse era escapándose un rato de aquella conversación.
Pero dormirse temprano implica que existan muchas probabilidades de que pasen cosas que no suelen pasar… bah, en realidad me suceden todas las noches pero apenas las recuerdo, menos que menos durmiendo entre cinco y seis horas al día, obviamente.
Los sueños locos, los más vívidos, los que me ocurren excepcionalmente, suelen pasar en momentos como estos, donde mi cabeza tiene el tiempo suficiente de descansar, resetearse de los mambos del día y tomarse el trabajo extra de divertirse con mis recuerdos y armar escenas locas, increíbles, impensadas… pero esta escena fue una de las ideas más geniales que se me pudo haber ocurrido. Donaría todo el dinero que pudiese a aquellos equipos de investigación que pudiesen plasmar esta idea en una realidad. Pero por lo poco que entiendo del tema, es absolutamente imposible.
Allá vamos: el sueño.
Perdón, aún no.
En Buenos Aires, en el barrio de Villa Devoto, más exactamente en la intersección de las calles José Pedro Varela y Sanabria, se ubica uno de esos típicos bares porteños que han resistido el paso del tiempo y se conservan tal cual lo eran en sus años de esplendor.
El Cafe de García es uno de esos bares estilo asturiano que se decoran con banderines de futbol, pelotas de cuero, trofeos, una enorme barra de madera e, incluso, se observan mesas de billar en buen estado y uso. No sólo eso, sino que también hay muchísimas fotografías de sus clientes tomándose un café, una cerveza o jugando al billar… y si te fijas bien, justo ahí en la esquina derecha del bar, a media altura, vas a encontrar la foto de unos amigos jugando al billar: uno de esos es mi padrino. Lo sé porque aún sigo yendo cada tanto y parte de mi ritual es acercarme a ese córner a ver si aún se conserva la instantánea de su imagen de treintipico sosteniendo el taco con su mano derecha. Aún sigue ahí.
Ahora sí, allí vamos: el sueño.
Estaba ahí, en el Café de García, había gente desconocida, la cantidad suficiente como para que el bar tuviese una buena recaudación del día pero también la necesaria para que él y yo pudiésemos charlar un rato.
Era muy loco, después de más de diez años de que se fuese de gira, ahí estábamos mi viejo y yo, sentados en el café, creo que tomándonos una cerveza. Es interesante porque recuerdo claramente como la conversación era actual, no tenía que gastar un solo minuto en explicar cosas previas, estaba al tanto de todo, aunque la simple idea de saber que estaba al tanto de todo por un lado me relajaba porque no tenía que aclarar nada, pero por otra parte me daba miedo de saber que, en su caso, estar al tanto de todo implicaba estar al tanto de TODO, incluso esas cosas que no queres que nadie se entere… cuando caí en ese pensamiento me dio algo de miedo, pero luego entendí que si tuviese que elegir a alguien que supiese todo lo que me pasa, incluso esos secretos más íntimos, no dudaría ni un segundo en contarle todo y mucho más.
Era más canchero de lo que lo recordaba, me cagaba a pedos con altura, con palabras tipo “no seas calentón al pedo, no repitas mis errores, boludón”, me aconsejaba como si fuese un amigo más grande que yo y que hacía mucho tiempo no veía, nos hacíamos chistes o nos poníamos serios y reflexivos, todo en una misma charla.
Pasamos un rato hablando mientras el mozo nos acercaba una picada que nunca comimos… con lo rico que se veía ese jamón crudo, ¿¡cómo no lo probé!? Hablamos de la discusión que había tenido anoche, llegando a la conclusión que mi calentura era producto de otra cosa, que tenía que aprender a bajar las vueltas antes de llegar a casa, que ellos me quieren tanto o más de lo que yo mismo creía, que nada de toda esa discusión era cierto, que todo fue alimentado por un problema ajeno a ellos y por no poder canalizarlo a tiempo ellos fueron mi cable a tierra… “hiciste todo mal y lo sabes, por eso tenes hambre, porque no tuviste ni siquiera el valor de sentarte a la mesa y te fuiste a dormir sin comer, sabias que te la habías mandado”.
Ahí estábamos, mi viejo y yo, hablando de la discusión que había tenido antes de irme a dormir, debatiendo en lo que estaba bien, lo que estaba mal y de cómo enfrentar el tema al día siguiente. O al menos es lo que pienso que pasó.
La realidad es que no estoy seguro que el diálogo descripto sea fidedigno pero al menos fue la sensación que me dejo el sueño, la de charlar un rato con mi viejo de ese rocanrol estúpido que había armado antes de acostarme, de que me escuchó y me aconsejó.
Solo esa sensación me reconforta y me lleva a creer que todos deberíamos tener esa oportunidad, esporádica pero tangible, finita pero invaluable, de poder decidir gastar ese crédito que cada uno de nosotros debería tener para poder compartir un café, un whisky o una cerveza con ese alguien que ya no está, que necesitas, que a veces extrañas, en el lugar de tu imaginación que más te guste, para poder charlar de algo y reencontrarte cada tanto con esa sensación de saber en quién descansar un poco cuando la cosa se pone pesada y ya no sabes cómo seguir adelante.
Algo así como un punto de encuentro entre dos mundos con un ticket muy caro que solo usarías sabiendo que rara vez se pueda volver a repetir.
Un voucher, eso. Un voucher con tres tickets, con tres oportunidades únicas e irrepetibles, para encontrarte en un plano intermedio entre dos mundos y sacarte las ganas de hablarle a ese alguien que ya no está. Como una ouija, pero buena onda y sin ritual espiritista. Solo una charla de bar entre dos almas que se extrañan un poco.
En fin, ya me gaste un ticket, sé que valió la pena, ojalá que la próxima sea en poco tiempo, no tengo muy en claro cuando podrá pasar nuevamente. De hecho, tan solo tengo clara una sola cosa: la próxima vez no voy a irme de ese sueño sin probar al menos una feta de jamón crudo. No señor.
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misteracdc · 7 years
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"Los prejuicios de una tarea de escuela inconclusa" Jueves 3 de noviembre de 2016
No soy un lector compulsivo, creo que en general suelo leer entre dos y tres libros por año, y menos que menos soy un lector de literatura de culto: en general me gusta mucho más leer relatos que una obra maestra de Sabato, por ejemplo.
Pero al igual que las culpas, los libros me han acompañado en las mudanzas que he realizado en toda mi vida desde que me fui de la casa de mis viejos. Eso incluye, obviamente, libros que se han encargado únicamente de juntar polvo en el lomo esperando que algún día los empiece. Entre esa pila de ejemplares sin abrir se encontraba “El Túnel” de Ernesto Sabato.
La culpa no fue del libro, lo sé, la culpa fue la imposición de la formación secundaria y de una de esas profesoras de literatura que no han sabido “venderme” lo bueno que podía ser el libro. Lo cierto es que mi vieja, siempre fiel a las directivas del cuaderno de comunicaciones, me había comprado igualmente el libro, pero en mi caso desistí siquiera de abrirlo y me decidí por nuestra segunda opción que era “Relato de un náufrago” de García Márquez. Entiendo que la aventura y el drama de un flaco en el medio de la nada solo en su bote me debía resultar más atrapante a los quince años.
En fin, en mi última mudanza lo encontré nuevamente y recuerdo que ver la tapa me generaba el mismo recuerdo que tenía al momento de verlo en los ‘90: “este libro debe ser una porquería”. Un dibujo difuso de un ambiente azul oscuro y una mancha negra al fondo que daba la sensación de túnel, aunque parecía más un portal a una dimensión donde lo que estaba pasando no era nada bueno.
Seguramente el paso de los años me han permitido que ahora, a mis “treintilargos” que se acercan al cambio de década, pueda retomar algunas cuentas pendientes y darme la oportunidad de leer este tipo de libros. O por lo menos eso era lo que pensaba antes de empezarlo: “ok, leamos un poco de literatura sería”.
No voy a contar nada de la historia, no tiene ni sentido en este contexto, pero solo recuerdo que durante la lectura de “El Túnel” se me cruzaron pensamientos como no entender porque nunca había leído este libro que se leía con tanta fluidez y que era muy atrapante, o sorprenderme con lo actual que me resultaba la relación de pareja que cuenta la historia, tan oscura como retorcida, tan histérica como dramática, y donde lo que ocurre entre ellos no está nada bueno… así, al igual que la imagen que ilustraba la tapa del libro que se ocupó veinte años de juntar polvo en su lomo hasta que me digné a disfrutarlo.
Gracias Ernesto.
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misteracdc · 7 years
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“Relatos de una tragedia que te pasa por el costado, o no tanto”
Domingo 30 de Octubre de 2016
“Pocas veces he visto en el comportamiento de una persona, cómo una situación tristemente cotidiana podía convertirse instantáneamente en una tragedia. Sinceramente es una reacción inesperada para un adulto responsable” dijo nunca nadie.
Pero mejor enfoquémonos en el hecho que me inspira hoy, una de esas pequeñas cosas que (por pequeñas que sean) pueden cambiarte el humor por el resto del día.
Sin quitarle importancia a la ocurrencia del hecho que quiero contar, diría que puede tratarse de una exageración, aunque el contexto y el actor involucrado aumentan exponencialmente la gravedad.
La realidad es que, visto desde un tercer plano, una hemorragia producida por una lesión cortante de tres milímetros en una región tan castigada como la yema de un dedo meñique puede resultar algo insignificante para catalogarlo en la categoría “anécdota”, incluso podría agregar como agravante que una hemorragia en la yema de un dedo suele generar mayor sangrado que quizás en otra parte de la mano por la cantidad de capilares sanguíneos presentes y una gran suma de bla-bla que continúan el relato; ahora, ¿merece la pena la tragedia que puede parecerle esta nimiedad a una persona cuando accidentalmente le genera un corte de tres milímetros en la yema de un dedo meñique a otra persona?
Pocas cosas que vemos a diario miden tres milímetros. En realidad hay millones de cosas en este mundo que podrían medir tres milímetros, pero no las vemos, nos resultan insignificantes. En fin, todos estos estúpidos argumentos se desploman estrepitosamente cuando quién genera el corte y quién recibe la lesión es una madre y su hijo de dos meses, respectivamente.
Fue en una mañana de domingo de octubre, lo recuerdo como un día soleado de primavera, de esos que te invitan a transitarlo en ojotas y pantalón corto. Empezando por el final, recuerdo que el día ya había pasado, los niños estaban durmiendo, uno en su cama en altura acompañado por sus muñecos de peluche (cuatro, para ser más específico), mientras que el otro pequeño de dos meses nos acompañaba en su catre a los pies de la cama, armonizando la oscuridad de nuestra habitación con su leve ronquido de respiración nasal. Así estábamos, en medio de la noche, sabiendo que el día había terminado, que las puertas ya estaban cerradas, que las luces del patio quedaban encendidas, que los niños estaban durmiendo y que el check list de todas las tareas previas a acostarnos estaba completo y verificado. Pero ella seguía igual de apesadumbrada como al mediodía cuando, por una situación desafortunada, le cortó la yema del dedo a su bebe.
Intenté consolarla, explicarle que una situación como esta nos podía ocurrir a cualquiera de nosotros, que bajo ningún concepto un hijo podría dejar de querer a su madre por un daño tan leve a una edad tan temprana. O al menos eso es lo que podría imaginarme de un pequeño al que nos tomamos la molestia de cambiarle diariamente los pañales o ayudarlo a dormirse cuando a él se le antoja la gana, importándole sinceramente un demonio nuestra agenda del día.
“¿Todavía me querés?” le decía ella a su bebe mientras un aposito (mal llamado “curita”) infinitamente más grande que su dedo meñique era la prueba documental de la tragedia mencionada.
“Si mamá, todo bien, pero la verdad es que no sé en qué estabas pensando, tampoco hace falta tener un posgrado para cortarme las uñas, no? Por favor, que sea la última vez, estamos?” dijo nunca ese niño a la madre apesadumbrada.
La imagen real tan solo mostraba a una madre triste mirando a los ojos a un niño que al unísono chupaba su chupete y descansaba en sus brazos, durmiendo con una paz envidiable. En ese momento la madre le preguntaba si aún lo quería, mientras el silencio de los ojos cerrados de un bebe durmiendo placenteramente le demostraban que así era.
Pero ella necesitaba hacerlo, al igual que todos aquellos que alguna vez lastimamos a una persona que queremos / queríamos / amamos / amábamos, nuestro mayor miedo está en saber hasta qué punto está en juego el amor que siente la otra parte por nosotros. Es un pensamiento que, siendo algo detallistas, podría considerarse egoísta; como si la verdadera tragedia fuese que el amor de un hijo por su madre se pusiese en juego por el mal uso de un alicate de uñas. No digo que esto último sea cierto en este caso, pero aplicado a relaciones de pareja creería que es lamentablemente cierto.
Pero me estoy yendo por las ramas…
En fin, los días pasaron, las uñas finalmente fueron cortadas sin registro de incidentes durante el proceso y con resultado exitoso, no sólo por la felicidad de que tu hijo no te desgarrará los brazos con sus uñitas cuando intente dormirse, sino también por no apegarse al miedo y enfrentarlo lo antes posible. Cumplir con la tarea de cortarle las uñas a pesar de lo ocurrido: un detalle que demuestra el carácter de una madre para sobreponerse a cualquier adversidad por menor que sea.
La verdad es que luego hablamos del tema, en los días sucesivos, le comenté que ese domingo no era el momento para decírselo, pero que intentar cortarle las uñas a media luz mientras se cocinaba la salsa de los ravioles y mandaba a su otro hijo a lavarse las manos no era una idea muy acertada. Que no era necesario desafiar ese “multitasking” (que las mujeres muestran con tanto orgullo) con las uñas de un bebe de dos meses.
Finalmente, hoy estoy feliz por muchas cosas, principalmente porque mi hijo sigue con sus diez dedos intactos y porque doy fe de haber encontrado a la mejor mama para mi hijo. Pero también por saber que yo podría haber reaccionado con ella de otra maneja, culpándola por la “tragedia de haberle cortado el dedo a MI hijo” o decirle cosas mucho peores como las que he escuchado de muchas parejas en situaciones como estas, incluso de mis propios padres, en vez de simplemente ocuparme en curar la herida de Facu y luego hablarle a ella para que se quede tranquila.
“Sos la misma boluda de siempre”, “no ves que sos una pobre mina”, “dejame de romper los huevos” o la inmensa cantidad de gestos violentos que se me podrían ocurrir en este momento son la prueba que la violencia de género se encuentra presente en nuestra sociedad y nos cuesta mucho reconocerla. Al igual que el tabú del aborto, el problema de la violencia de género es que se vive puertas adentro, por eso dormimos tranquilos en nuestros pensamientos, porque creemos que siempre es un problema del vecino de al lado y no es nuestro también. Hasta que nos toca la puerta.
Saber que pude inconscientemente elegir enfocarme en detener la hemorragia y curarla, en vez de aprovechar el momento para denigrar a mi pareja y discutir inútilmente por un error, me da la pauta que pude aportar mi granito de arena para que campañas como #NiUnaMenos no sean sarasas que aparecen en la tele cada tanto sino que sean un cambio social del cual prefiero ser parte.
Esta última hemorragia de la que hablo no es la de Facu, la de él ya cicatrizó, esos tres milímetros cauterizaron en minutos. Esta hemorragia de la que hablo es la violencia natural con la que nos comunicamos con nuestras parejas, con nuestras compañeras de trabajo o con nuestras mujeres de la familia.
Esta tragedia no me pasa por el costado, me atraviesa en medio de mi, es por eso que asumir un rol masculino en una pareja no significa imponer a los gritos, denigrar o ningunear. Asumir un rol masculino implica respetar, escuchar y estar presente cuando ella me necesita.
Ahora sí, oficialmente me fui por las ramas… pero valió la pena la reflexión. Ojalá en muchos años este texto sea obsoleto, por lo pronto es una prueba de un pequeño cambio que me llena de orgullo, principalmente porque ella me inspira a ser con ella misma cada vez mejor y porque elegirla todos los días cuando suena la alarma de las 6:15 es la mejor decisión que he tomando en mi vida.
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misteracdc · 8 years
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“La resignación de la mentirosa” Miércoles 17 de agosto de 2016
Me miente, no con la lógica de la mala intención con la cual asociamos a la mentira, pero ella sabe que me miente. De hecho, se miente también a ella misma: porque me “relojea”.
Nunca tuve una bicicleta en mi casa, mi vieja era lo suficientemente miedosa (y toda su razón tenía) de que anduviera por Liniers en bicicleta, el barrio que me vio nacer y el que me enseñó que las verdaderas especias no se consiguen en la góndola de un hipermercado sino en las veredas de José León Suárez.
Liniers nunca ha sido un barrio de veredas con niños jugando y jubilados tomando mate en el umbral de la casa, más bien ha sido un barrio de veredas con manteros y puestos ambulantes adornados con restos de residuos sólidos urbanos, lamentablemente.
Por ese motivo nunca tuve una bicicleta en casa, pero desde chico me enseñaron a andar en bici porque siempre había una buena oportunidad en nuestra quinta de Moreno para manejar la de algún primo benevolente. No recuerdo muy bien quién o quiénes me han enseñado, pero recuerdo claramente una actitud que tuve durante mucho tiempo y que comparto con todos los principiantes a las dos ruedas: “te negocio que me saques las rueditas, pero porfa no me sueltes”.
Sabías que el riesgo era inminente y confiabas ciegamente en que aquel mismo adulto que había quitado las rueditas de apoyo minutos atrás, ahora te sostendría el sillín de la bici para que no te cayeras. Pero te mentías a vos mismo, sabias que no podrías confiar ciegamente en ese adulto, sabias que en el menor momento de descuido habrías pedaleado medía cuadra sin su ayuda y, cuando te dieras cuenta que tus chances de lijarte tus codos contra el pavimento eran muy altas, no volverías a confiar en él.
Pero te mentías a vos mismo nuevamente. Sabías que tus ganas de andar en bici eran más fuertes que tus miedos y volvías a confiar en él, pero esta vez lo “relojeabas” para asegurarte que no te soltara.
Qué lindo que es el lunfardo, que tan simple hace las cosas cuando los que queremos metaforizar la vida, podemos encontrar una palabra como “relojear”, que encierra tanto concepto en una sola palabra.
Pero el simple fin de la metáfora de la bicicleta me trae nuevamente a ella, a la mentirosa, a la que esta vez se quedó dormida, a la que esta vez se dejó vencer por el sueño, a esa mujer que si pudiese me seguiría “relojeando” pero el cansancio de haber sobrevivido al estrés del primer día de vida de su hijo pudo más que sus ganas de protegerlo… en algún punto tuvo que confiar en que mientras intenta nuevamente retomar esta bicicleta llamada “ser madre" tuvo que confiar en que alguien podría ayudarla, alguien podría tenerle el sillín de esta bicicleta llamada “descansa mi amor, yo lo cuido”.
Para eso me tiene a mí, el padre (o ese ser que corta el césped y reemplaza focos de luz quemados los fines de semana), cuidando la salud de un niño de apenas un día de vida, que vino para sopapear mis prioridades y entender que no importan las horas de sueño: nada es más importante que su bienestar, incluso por encima del nuestro.
Ahora la madre duerme, no profundamente, sino como un ser vencido por el sueño pero que dormita entrecortado, alerta al menor movimiento de una pieza de 3,855 Kg envuelta en un body de algodón que pide leche y mimos, que con apenas 52 cm de humanidad me mantiene despierto y alerta como nunca nadie lo pudo lograr en mis 37 años de inmadurez mental.
Podría cerrar este texto creyendo que algún día seré yo quien le enseñe a andar en bici y sea él quien me “relojee” atento a que no suelte su sillín, pero la verdad es que me siento yo el que tiene miedo de no caerse y siento que él es el que me esta enseñando a pedalear esta nueva bicicleta llamada “paternidad” a la que sarcásticamente te la entregan de fábrica sin rueditas de apoyo.
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Redactado a las 02 de la mañana del miércoles 17 de agosto de 2016, un día después del nacimiento de Facundo.
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misteracdc · 10 years
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El misterio de la birome y el café azucarado
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Recuerdo alguna vez leer que el azúcar es una especie de estimulante natural, algo así como el combustible necesario para que la felicidad individual se complemente con un buen momento y la imaginación se prepare con el propósito de dispararse al infinito si ante mi vista tengo un lápiz y un papel... en mi caso, una cuaderno cuadriculado espiralado y una birome que, sinceramente, pide más un recambio que una jornada extra de trabajo.
Generalmente me pasa los martes. No tengo sólidos fundamentos para avalar una afirmación como la que suscribo, pero los días martes me siento como el cartucho de esta birome.
Te la describo: mi birome de hoy es transparente, desde la carcasa plástica, pasando por el capuchón hasta llegar al mismísimo cartucho, todo está transparente.
Y la veo y no entiendo eh... no veo la tinta, y no entiendo por qué porque no veo la tinta, pero la birome sigue escribiendo... vos me entendés que no hay tinta y ésta cosa sigue escribiendo, no?
Sería fácil de entender pero, en mi retorcida idea de encontrarle respuestas a las preguntas más innecesarias de nuestra sociedad, me carcome el raro concepto de ver claramente que la birome no tiene tinta y sin embargo sigue escribiendo como el primer minuto.
No me lo vas a reconocer. A ninguno de nosotros nos gusta declarar abiertamente al mundo que somos una gran bolsa de trastornos obsesivos que anda por ahí jodiendo al vecino. Pero vos y yo sabemos bien que alguna vez te pusiste a pensar, al menos por un segundo, «¿cómo es que esta birome sigue escribiendo si no tiene mas tinta?»
Y acá estoy, supongo que algo inspirado por el café que me pedí. Generalmente lo tomo amargo, me gusta saborear el alma del café sin azúcar... pero nunca te confíes de un café torrado con algo de crema, probablemente esté bastante más azucarado que tu prejuicio de «este café seguro está amargo».
Se ve que tanta azúcar me dio algo de esa «tinta» que pensaba que ya no tenía hoy.
Y acá me despido, calculando la eternidad de tiempo pendiente a cumplir para que el viernes nos regale ese instante de felicidad conocido como fin de semana... medio cansado para ser un martes a la tarde noche, algo así como esta birome, casi sin tinta pero escribiendo.
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misteracdc · 11 years
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Hoy es una de esas noches que me recuerdan frases que a veces digo sin pensar, como ese inconsciente ejercicio de disparar letras y en cierto momento encontrarles sentido, pero a mitad de camino... y días después entender que quise decir. Digo, luego pienso: el gran dilema de estos tiempos. Hace unos días atrás le dije a un equis: "Mi prioridad es resolver lo importa, no lo urgente. Lo urgente puede esperar. Parece una falacia, pero a mi criterio es lo único que creo válido". Y se me quedó mirando sin entender...pero al segundo nos reímos a la vez y luego cerré mi concepto con un: "y bueno, a veces también digo estas incoherencias, perdón". Resulta que ahora se me viene a la mente esa frase y, entre las bellezas musicales que se descubren escuchando The Dark Side of the Moon junto con los pensamientos que rondan un domingo por la noche luego de charlar hasta el infinito con un amigo del alma, entiendo como todo hoy me termina de cerrar en un único concepto, una única idea: entender que cosas considero importantes. Mi familia, mis amigos, la buena compañía... nada de todo eso es realmente valioso si no existe una mínima empatía en los conceptos esenciales, en esos que considero importantes. Palabras como "gracias", "por favor" o "perdón" pueden llegar tanto a desarmar la pelea más violenta como ponderar exponencialmente un gesto que fue hecho con el más profundo sentimiento sin esperanza de devolución alguna. Por eso, a mis amigos, a los verdaderos amigos, esos que leen este texto y saben que hablo de ellos, les pido estas tres cosas: Decirles gracias por todo lo que son mi vida, soy algo parco para manifestarlo a los ojos pero en palabras me resulta algo más sincero. Saber decir gracias en el momento esperado puede corresponder a cualquier gesto, es todo un acto de grandeza que, en mi caso, me compra eternamente. Pedirles por favor que si algo que hago o hice no les gusta o les molesta, me lo digan: intento ser una mejor persona con quienes quiero. Y me guardo varios pares de "perdones" para los momentos que sean necesarios. Pedir perdón con entera sinceridad no es tarea fácil, pero considero quizás lo más importante de una amistad: saber pedir perdón y no lastimar al otro. Esta noche mi prioridad no es lo urgente... lo urgente puede esperar a mañana. Mi prioridad es agradecer lo importante, todo lo que mis amigos significan hoy en mi vida. Por eso les digo con la mayor sinceridad que puedan brindarle estas palabras: muchas gracias, perdón y gracias nuevamente.
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misteracdc · 11 years
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En su rostro, en sus palabras, en todo su discurso se observa una impensable sensación de indignación. Como quien jamás resigna sus ideas frente al menor escollo.
“No entiendo como el médico no viene más seguido, así nunca se me va a curar la pierna” y luego sus palabras se pierden junto con su mirada hacia un punto fijo cualquiera. Contemplando la pasividad de su nuevo hogar, me dice al oído: “gracias por venir”.
Soy una persona que valora mucho los pequeños gestos y quien guarda, sólo para quien realmente lo merece, mi cuota de admiración. Porque una gran parte de ella se la lleva él, este muchachito que se resigna a la erosión temporal que día a día la vida nos cobra con intereses.
Se sienta en su silla después de su ligera caminata diaria y en unos minutos me pide repetir el ejercicio, una demostración de voluntad que me mantiene en un estado de asombro que no logro decodificar… pensar que los viernes llego a casa “cansado del trabajo de toda la semana”.
Y luego de un rato me toca la mano, me mira y me dice: “vamos que se me hace tarde para la cena”. Increíble que siga pensando que se le hace tarde, increíble que siga valorando tanto el tiempo después de tanto tiempo.
Soy su fanático número uno, y deseo de todo corazón poder heredar al menos una porción de todo ese espíritu de superación que me muestra cada vez que lo veo.
Mi abuelo, ese muchachito que luego de 99 abriles se sigue indignando porque el médico no lo visita más seguido para curarlo y poder volver caminando a la casa de Don Pancho, su otro amigo de toda la vida.
Pensar que a veces me siento cansado por el trabajo de toda la semana…
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