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L. es un neurótico. No soporta leer sin transcribir páginas enteras de lo leído. Esa manía no le permite abarcar todos los contenidos que quiere abarcar. Ni las horas del día ni las oras de la noche le alcanzan para rellenar todas las hojas vacías de sus cuadernos y de su mente. Siento una angustia que solo la marihuana calma, pero acentúa. Le asusta el deseo de los demás. Le asusta más saberse deseante. Le asusta el rechazo y por eso escribe. Quiere persuadirse de que hay algo en lo que es plenamente libre. Pero al escribir no es plenamente libre, es un preso del lenguaje. La intensidad con la que siente es ajena a la hostilidad de las palabras. Ese temor avasallante se encuentra en sus sueños. El inconsciente hace del lenguaje un laberinto pueril insoportable. No disfruta dormir y no disfruta desear: estár vivo.
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La oscuridad es nuestro origen y también es nuestro final. Toda la vida y todo conocimiento es una forma de brillar en este océano abisal. Mirar es aproximarse a la luz y saber que hay luz: el oído y la voz (una suma de fuerzas para articular un sonido y atrapar una palabra, y con ella una idea, una significación y un signo que se expulsa). Hablar es rugir. Pensar es una tormenta.
Cuando pienso en mis torpezas aparece la oscuridad, y aparece mi cuerpo como marioneta: una cuerda, encima de mi, obligándome a errar. De modo que no me comporto sino que me represento; soy la representación de un otro que no conozco. Estoy sujeto al movimiento, ilocalizable y brumoso. Cuando pienso, la cuerda desaparece y de pronto soy autónomo; pero luego vuelve con una fuerza —familiar, temporal, espacial— que me labra galbana de moverme por dar mis pasos, y me fatiga la expansión. Esa es mi mayor culpa, mi cruz: no soportar la vehemencia de mi deseo. Cuando intento perderme ya no hay éxito. Uno se pierde cuando no está sujeto a nada y no hay límites ni hay descanso. Las semanas en el nosocomio y el veneno lo rememoran: aún hay tiempo. ¡Tanta vida!
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El sueño está mezclado en mi memoria. Estoy besándome con un hombre con síndrome de down que entró a la fuerza al baño en el que yo estaba orinando sentado en la universidad. Huyo de él porque me iba a obligar a hacer cosas que yo no quería hacer. Al salir del cubículo vi a un hombre masturbándose en los orinales, ofreciéndome su cuerpo. Corriendo desaparecí de la universidad. Luego aparecí en mi casa, en ella estaba mi familia y un demonio. No sabíamos quién era el demonio pero pasaban muchas cosas desventajosas e inexplicables. En una escena había comido muchas almendras o nueces o pistachos que quedaron atrapados en los recovecos de mis brackets dentales. Afuera caía una gran tormenta. En el espejo del baño, mientras me cepillaba los dientes, sentí una presencia que no era la mía. Tuve que cepillarme los dientes muchas veces hasta que quedaran limpios, lo suficiente para ir a dormir sin mal aliento. Cuando me acosté en mi cama, que está al frente de las escaleras que unen el tercer piso con el segundo piso, diagonal a la habitación de mis padres y detrás de la corredera del patio, un peso extraño se posó sobre la frazada que cubría mi cuerpo. No me moví pues creía que era una ensoñación; pero luego el viento aumentó su fuerza y, aunque quisiera moverme, no podía hacerlo. Mis pies eran tirados hacia la puerta del balcón, la cuarta pared, la que da cara al exterior en donde la tormenta gobierna. De pronto me levanto y quiero ir a dormir con mi madre.
Una multitud de personas, hombres apuestos, adultos, mujeres, hasta niños y niñas, que veo desde la oscuridad de la mansarda, al través del balcón, van llenando el campo que nos separa de la hilera de casas del frente. Parecen borrachos y despreocupados del frío que hace, aunque la tormenta se haya detenido. Tal vez son satánicos y vinieron convocados por el demonio que hay en mi casa. De repente la familia de mi madre se une al ritual. Silenciosamente entran a mi casa, y mis primas suben a mi habitación, donde, aún inmóvil, estoy viendo la multitud. M. sube y me saluda, se sienta en mi cama, me pregunta que cómo voy. Le digo que mal y empiezo a buscar en mi closet, debajo de la cama y en el patio, una candela, una bolsa hermética y un estuche para gafas en la que había escondido mi dosis de marihuana. La bolsa está vacía, en el estuche solo hay cenizas y le digo a M. que mi hermana es un perra porque se me acabó la droga por su culpa. Otra prima, D., sube al tercer piso y me dice que ella también fuma un montón, que si quiere me consigue. No recuerdo en qué momento sucede, pero D. y yo aparecemos en un jardín hablando de nuestra inteligencia, de nuestra tristeza profunda y de nuestra adicción. Ella dice que no necesita consejos y se disipa.
Las hermanas N. y M. están mirando conmigo el balcón del vecino. La casa de mi vecino tiene dos balcones en dos niveles, los balcones de mi casa se encuentran con los suyos. Aquellos están llenos de personas, de amigos de mi vecino que presencian la ceremonia demoníaca desde las alturas. El residente contiguo me parece apuesto. Me he masturbado imaginando su sexo junto al mío. Con sus amigos empieza a fumar y a armar baretos frente a las hermanas y yo, sin saber que lo estamos espiando. Me da un ataque de ansiedad por el olor a marihuana; las hermanas lanzan una mirada incomprensible sobre mi rostro, a lo mejor burlesca pero también desaprobatoria. Amanece y ahora estamos en una finca todos los miembros de la familia de mi madre y yo. No conozco a muchas de las personas que están ora en un parque de juegos en el jardín trasero, ora en la cocina o ya en el comedor, ya en la sala jugando y bebiendo. D., la desaparecida, grita desde el último piso de la mansión familiar. Subo entusiasmado y mi madre está con mi tía y mi prima en su habitación hablando trivialidades. Pero hubo algo en el rostro de D. que me recordó el peso sobrenatural de la frazada, el jalón de los pies, la presencia invisible del espejo…
Mi hermana me invoca para hablarme de su confusión sobre los miembros de la familia, pues ella también los desconoce y ha sentido rarezas en su presencia. En seguida una algarabía nos hace salir al jardín, donde las personas se han reunido alrededor de una fogata para cocinar un sancocho. Me doy la vuelta y miro fijamente al quinto piso —que era quinto piso aun cuando en la casa solo habían tres niveles, otra rareza u otra alucinación provocada por el demonio—. Una mujer sin rostro, un holograma mortuorio, se alza y me escruta, su maldad sella mis dudas: estamos en el infierno. Toda la casa y todas las personas que en ella festejan son el portal pandemónico. Voces graves y guturales se apoderan de la atmósfera familiar y mis tías corren desesperadas por sus hijos. Como serpientes venenosas, las mujeres endemoniadas devoran las almas de los cuerpos que las contienen, junto con los sexos de mis primas y de mi madre y su hija. Pero de algún modo ese río de oscuridad se va acentuando hasta que el humo de la fogata que ahora se ha convertido en el incendio de la casa, inunda todo el paisaje y no queda más silueta que la de mi féretro en la tierra y mi cadáver ultrajado con la mortaja cubriendo sus manos: bienvenido a tu casa. Entre risas me despierto.
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