paralelogramoapasitos
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Esa necesidad de olvidar su yo en la carne extraña, es lo que el hombre llama noblemente necesidad de amar.
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paralelogramoapasitos · 5 years ago
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Esto dentro de mí no es la muerte pero es igual de real como caseros quisquillosos haciendo redobles en mi puerta por un alquiler mastico nueces metido en la funda de mi soledad atento a tambores más importantes… Esto dentro de mí que se arrastra como una serpiente, aterrorizando mi amor por la vulgaridad, algunos lo llaman arte algunos lo llaman Poesía: no es la muerte, pero morir terminaría con su poder y cuando mis manos grises dejen caer un último lápiz desesperado en alguna habitación barata me encontrarán allí y nunca sabrán mi nombre, mi intención ni el tesoro de mi huida.
Charles Bukowski
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paralelogramoapasitos · 5 years ago
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El demonio se agita a mi lado sin cesar; flota a mi alrededor cual aire impalpable; lo respiro, siento cómo quema mi pulmón y lo llena de un deseo eterno y culpable.
A veces toma, conocedor de mi amor al arte, la forma de la más seductora mujer, y bajo especiales pretextos hipócritas acostumbra mi gusto a nefandos placeres.
Así me conduce, lejos de la mirada de Dios, jadeante y destrozado de fatiga, al centro de las llanuras del hastío, profundas y desiertas, y lanza a mis ojos, llenos de confusión, sucias vestiduras, heridas abiertas, ¡y el aderezo sangriento de la destrucción!"
Charles Baudelaire
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paralelogramoapasitos · 5 years ago
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Cada palabra tiene consecuencias. Cada silencio, también.
Jean Paul Sartre.
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paralelogramoapasitos · 5 years ago
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Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre del 1920)
Los pocillos
(Montevideanos, 1959)
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro.
“Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta.
Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
“El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana.
La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo.” Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.
La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscás?”, preguntó ella. “El encendedor.” “A tu derecha.” La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana.”
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado en encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.
Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.
“No.”
“¿Querés que te sea sincero?”
“Claro.”
“Me parece una idiotez de tu parte.”
“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.”
En la época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
“De todos modos debería ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez.”
“Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”
“¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano.”
“¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido —sinceramente, cariñosamente, piadosamente— protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue u temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
“Que otoño desgraciado”, dijo, “¿Te fijaste?” La pregunta era para ella.
“No”, respondió José Claudio. “Fijate vos por mí.”
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda.
Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio, “a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme.”
“También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte.”
“Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo.” La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.
“Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia.
Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo.”
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paralelogramoapasitos · 5 years ago
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Yo creo que la verdad es perfecta para las matemáticas, la química, la filosofía, pero no para la vida. En la vida, la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza cuentan más.
Ernesto Sábato.
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paralelogramoapasitos · 5 years ago
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“Hicimos cosas; con acierto o con fallos, hicimos cosas. Ahí quedaron escritas, editadas, memorias más o menos, todas con un poquito de alma, intentando ayudar a respirar.”
— Mario Benedetti. Número. Vivir adrede. (via el-jujeniodeletras)
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paralelogramoapasitos · 5 years ago
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“Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche.”
— Edgar Allan Poe. Eleonora. Cuentos completos. (via el-jujeniodeletras)
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paralelogramoapasitos · 5 years ago
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No quiero volver a saber de ti ni que tú sepas de mí, si de algo quiero tener el gusto antes de morir es de no volver a ver tu horrible y bastarda cara de malnacido rondar por mi jardín. Es todo, ya puedo ir a que me mochen en paz...
Frida Kahlo
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paralelogramoapasitos · 6 years ago
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- ¿Te irás en la mañana?
- No.
Pero claramente no hablaba de irse de la habitación… y a la mañana siguiente ya se había ido, ya no era ella.
Microcuento, Brenda Ramírez.
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paralelogramoapasitos · 7 years ago
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""Uno tiene que curarse primero. Te andan obligando a disfrutar el momento, a soltar lo que te hace mal, a dejarte fluir con las circunstancias y a entregarle todo al Universo para que suceda lo que convenga. Uno primero tiene que curarse. Dejen de mentirle a la gente rota que todos sabemos que a nadie deja de sangrarle la herida por poner las patas en el agua y acariciar al perro mientras se les agradece la existencia a las tostadas que comemos todas las mañanas. La gente pide magia para que no duela y entonces se lo cree, y después los ves por ahi sintiendo culpa por no tener los huevos necesarios para salir a bailar y reírse a carcajadas mientras acaba de enterrar en el medio del pecho al amor de su vida. Termínenla. La gente rota guarda pedazos de vida que necesita sanar. Necesitan abrazos que se acomoden como mantas capaces de apretarles bien los cuerpos hasta que dejen de supurar. Tienen que dejar de supurar. Tienen que sanar. Están lastimados, no son boludos. No necesitan escuchar lo que hace rato están tratando de hacer y no pueden. A veces no se puede viejo, no se puede. Es que la vida a veces duele. Duele. La pérdidas, los desengaños, los desencuentros, los abandonos, las decepciones, los sueños frustrados, las promesas incumplidas... Duele. Todo eso duele. Entonces antes de meter las patas en el agua y sacarse una selfie acariciando al perro, tienen que sanar. Y para sanar hay que saber frenar. Mirar lo que nos sacudió el cuerpo y el bocho y frenar. Frenar para ver, para entender, para reconstruir y también muchas veces para terminar de destruir. Cortenla con esas boludeces de que el que no se anima no es valiente, agitando esa pseudo libertad que se supone hay que poner en marcha porque mañana puede ser que se termine el cuento. Dejen de molestar a la gente que está haciendo su duelo, que se está encontrando con su pena con su soledad y sus vacíos. Respeten. No sean mentirosos. Todos sabemos que a veces simplemente no se puede. No se puede. Esa gente se está sanando. Se está enfrentando a sus fantasmas y a sus tormentas porque para poder salir a bailar con la música a todo lo que da, primero hay que saber curarse. Eso es la vida. Asumirlo es el paso necesario para poder pararse cuando se pueda y como se pueda. No apuren a la gente. Dejen que se curen, carajo, Y después quizá si. Con menos dolor, con la herida ya sanada y con el cuerpo mas liviano, que pongan las patas donde las quieran poner , que cumplan esa cuenta pendiente por hacer, que llamen a quien tengan que llamar, perdonar a quien no pudieron perdonar y que si se les canta el culo le agradezcan al Universo y a las tostadas por todo lo que les da. Pero dejen que la gente se sane . Dejen que se curen, carajo"
Lorena Pronsky.
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paralelogramoapasitos · 7 years ago
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“No se puede ir dos veces a un recuerdo y extrañar del mismo modo. La geografía de la memoria cambia cada vez que se visita.”
— @genrus  | Genrus
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paralelogramoapasitos · 7 years ago
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paralelogramoapasitos · 7 years ago
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“Uno olvida cómo aprender a perder cosas, por ejemplo, de niño pierdes, un juguete, lloras, luego los dientes de leche, la inocencia, la oportunidad de entrar al equipo de futbol, la virginidad, un amigo, una novia, luego lo olvidas, sigues, caminas, te das cuenta que sigue haciendo su movimiento el cosmos, siempre estamos perdiendo, el mundo está lleno de perdedores y lo más cabrón que cuando la gente crece le da miedo perder dinero, un trabajo, una relación, después de un rato la gente crece y acepta su conocimiento con temor a perder, pero la vida es perder, perder dientes, perder un sobrino, un primo, una abuela, un abuelo, un vuelo, un autobús, un trabajo, un billete, una tarjeta, perder condición física, perder cabello, perder fuerza, perder memoria, nadie gana tiempo, perder es aceptar que tenemos que seguir caminando y un día sentir que la galaxia se pierde en un beso o una mirada para que todo por lo que hemos pasado tenga un instante latente en la memoria de lo que hemos de transmitir.”
— El vuelo de un quetzal, Quetzal Noah.
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paralelogramoapasitos · 7 years ago
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“Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el subconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú le llamarás destino.”
Carl Jung
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paralelogramoapasitos · 7 years ago
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Over Optimist (Sur-optimiste), 2018
www.julienpacaud.com
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paralelogramoapasitos · 7 years ago
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paralelogramoapasitos · 7 years ago
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Si el tiempo no existe de forma lineal, porque nacemos, crecemos, envejecemos y morimos? Si no existen vidas pasadas y futuras, tampoco existe esta? Si el tiempo no existe tampoco el presente? cuando piensas en el ya no está... gracias. Un cálido abrazo.
El tiempo existe para la consciencia, las personas envejecen, enferman y mueren porque sus propias mentes así están programadas, el cuerpo siempre invariablemente obedecerá las órdenes que la propia mente le envía. Una creencia es una orden. Si crees que estás aquí para envejecer y morir esa creencia en realidad es un código que tu mente enviará como instrucciones a tu cuerpo y este acatará fielmente. Si tu creencia es de que puedes vivir más de 100 años y además completamente saludable, con seguridad los vivirás, pero no se trata de las creencias (que son información) que tengas en tu mente consciente sino de las que están en el inconsciente, esas son con las que trabaja el cuerpo y su mente, por lo tanto para cambiar una creencia se de cambiar la información almacenada en el inconsciente.
Efectivamente, cuando piensas en el tiempo, este ya no está, cuando deseas señalar el instante presente, por señalarlo ya se ha ido y ya es otro presente el cual también desaparece y así sucesivamente. por lo que en algunas enseñanzas en mecánica cuántica y en el budismo se dice que ni siquiera tenemos el presente. Te recomiendo dos maravillosas series acerca de mecánica cuántica: El tejido del Cosmos y Universo Elegante, ambas del físico Brian Greene, en ellas se habla mucho de la cuestión del Tiempo. Gracias y mucha luz.
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