Soy Paula. Media vagabunda, hincha del Rojo, madre de Sol. No me hablen del Delta.
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Última navidad en el Delta
Max carga la carretilla de ramas y troncos. Camina desde el segundo parque, entre un paisaje verde gelatinoso de lirios, arbustos floridos, plantas salvajes que crecen sin rumbo y perfuman el espacio. Los perros lo siguen como guardaespaldas, atentos a cualquier sonido o movimiento extraño en la paz de esta mañana en el Delta. A pesar del calor intenso, por momentos insoportable, lleva sombrero de tela, camisa de mangas largas, pantalones y unas botas tres números más grande que, al pisar, hacen un ruido parecido al de una sopapa destapando la rejilla. Cuando se acerca siento el olor del Off con que se rocía exageradamente, aunque los mosquitos lo sigan atacando sin piedad. Mientras corta a la mitad los troncos y los apila al costado de la parrilla, escuchamos el ruido conocido de un fogonazo eléctrico.
–¡Cortaron la luz, no lo puedo creer! ¿Y qué hacemos con toda la comida que hay en la heladera?
–No pasa nada, te apuesto lo que quieras a que vuelve en un par de horas.
Ayer, mientras el interior de la habitación se reflejaba sobre el río, sentí algo emocionante en el medio del pecho. Creo que entendí lo importante que es pasar las fiestas en familia, y con esa revelación me fui a acostar.
Es mediodía y en un rato llegan mis padres para pasar la Nochebuena. Hace cuatro años que vivimos en esta casona tradicional del Delta, a orillas del Río Luján, con una galería de madera que recorre todo el perímetro y techo de chapa pintado de rojo. Está a unos cuarenta minutos de la estación fluvial y es muy vistosa porque tiene un parque exultante con sus sauces, casuarinas y nogales, jazmines de diferentes especies, hortensias azules, magnolias blancas y dos liquidámbares que en otoño cambian al naranja intenso.
Los perros ladran entusiasmados atravesando los cien metros de parque en una carrera feroz hacia el muelle. Papá, parado sobre la popa de la lancha, saluda con la mano, mientras el marinero le hace señas al capitán para que arrime la vieja colectiva color caoba. Corro esquivando algunas raíces y llego para ayudar a bajar bolsos y una canasta de mimbre donde se ven los cuellos de un par de botellas de sidra y paquetes envueltos en papel de regalo. Cuando mamá aparece por el hueco de la lancha, el pánico se le revela en la cara. Yo estoy igual: es un desafío enorme que suba por esa escalera de quebracho en mal estado.
El río se agita en círculos. Max le da instrucciones sabiendo que es un momento de verdadero peligro, la tensión de una suicida a punto de saltar, y con voz pausada dice:
–Catalina, apoyá el pie en el tercer escalón que te sostengo de los hombros.
Aterrada por el sobrepeso y los mareos, mamá se da vuelta de golpe y se sienta tambaleante en uno de los escalones, mientras la lancha zarpa a toda velocidad, abandonando el lugar por el reclamo de los demás pasajeros.
Me saco las zapatillas por si tengo que saltar al río y al mismo tiempo puteo en voz alta a Dios y a mi viejo por insistir con esta reunión en el medio de la isla, con una mujer que tiene todos los problemas del mundo. El corazón me late a toda velocidad. Las manos de mamá aferradas como pinzas tratan de no resbalar por el musgo del escalón podrido, la mirada nublada de terror, la rigidez corporal derivada del cóctel de antidepresivos. De pronto Max la toma de las axilas y la ayudamos a levantarse como si el guinche de un barco sacara a un animal grande del fondo del mar. Al final pone un pie en la pasarela de tablones y camina hacia el parque. Nos abrazamos. Tiene un vestido de flores rosadas, sandalias de taco bajo y huele al perfume de siempre, dulce y pegajoso.
–Mamita hermosa, ¡tuve miedo de que te cayeras al río!
–¿Cómo me voy a caer en Navidad?
Vamos del brazo hablando de pavadas como si nada hubiera pasado, aunque la ansiedad me queda pegada al cuerpo por minutos. La casa huele a pan dulce y la electricidad ruge en el motor de la heladera, en el centellear de un juego de luces navideñas compradas en el continente. Volvió la energía. Mamá se para frente al espejo y saca de su cartera el lápiz labial y se aplica una capa de punta a punta de rojo carmín; se arregla con las manos el pelo prolijamente teñido. La observo y me doy cuenta de que, a pesar de sus problemas y su vida, ella se siente mujer, y es una de las tantas cosas por las que admirarla.
El clarinete de Sidney Bechet inaugura el clima festivo. Nos sentamos en la galería, debajo de unos lirios en flor, mientras las lanchas particulares y motos de agua pasan de un lado a otro. Sobre el mantel de muérdagos y guindas, una picada completa, botellas de Cinzano, vino tinto y soda. Una brisa nos alienta a hacer el primer brindis.
Es un mediodía precioso y celeste.
–¡Feliz Navidad, Paulita! Estamos muy contentos de estar acá –dice papá.
Y yo tengo que hacerme la tonta, la que busca una servilleta en el piso para no llorar de la emoción.
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Los Gatos

El primer recuerdo que tengo de Los Gatos, es haber escuchado un simple en la casa de mi tío Blás. Antropólogo, sociólogo un tipo tan especial, responsable de contagiar la duda hacia lo establecido, el gen de la libertad. Ir a su casa era entrar a un mundo fascinante lleno de libros, retratos de grandes intelectuales: Freud, Marx, Lévi-Strauss. Siempre una respuesta creíble y certera para las preguntas existenciales de la infancia, mi propio museo de historia y ciencias naturales. Rodeada de arcos y flechas de civilizaciones americanas, vasijas, fotos de Bosquimanos y Watusis, telares del norte argentino, una máquina de escribir, papeles. Un escritorio enorme atraviesa el living del departamento de dos ambientes de la avenida Córdoba y Sánchez de Bustamente, lo único que puede alquilar con su magro sueldo de profesor universitario.
Mi prima Andrea, diez años más grande que yo, pone el simple en el Winco. Mientras suena La Balsa en esa escenografía inolvidable y a medida que el tema desarrolla su trama, tío Blas observa si esa inyección de modernidad y nuevos ritmos, prende. Es inevitable comenzar a bailar, a expresar con el cuerpo lo que la musicalidad y una letra con ese estribillo genera. Fue tal el impacto que tuvieron que poner la canción diez veces más y cuando llegué a casa, excitada y feliz, le reclamé a papá que lo comprara inmediatamente en una de las disquerías de la avenida Cabildo.
Sin saber que La Balsa, junto a Drive My Car, serían para mi mucho más que simples canciones hermosas, unos días después, mientras caminaba con Andrea, por la Plaza Francia de 1972, rodeada de jóvenes de pelo largo y ropas de colores, encantada por el aroma de los inciensos, el canto de un grupo de Hare Krishnas vestidos de naranja y blanco, se acerca una chica que atiende un puesto de carteras artesanales, a la que seguramente le gustó mi aspecto y después de intercambiar precios y unas palabras con mi prima preguntó:
-Y vos? ¿Qué vas a ser cuando seas grande?
- Hippie, yo voy a ser hippie.
Esta anécdota giró por la familia durante un tiempo entre risas y algunas preocupaciones. Sé que mi tío estuvo orgulloso de la respuesta, sé que Los Gatos, junto a otros artistas y circunstancias marcaron el camino de muchos de nosotros. No es casualidad que este recuerdo se presentara hoy, el día del cumpleaños número 72 de Litto Nebbia al que estuve escuchando de manera aleatoria toda la tarde, igual de emocionada que a los ocho años, que siempre.
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Albert King - King Albert

Sé que Cachu es fana de Albert King, por lo que postea en su Facebook y porque varias veces nos enganchamos hablando de música. Sabe que trabajé con él cuando vino a tocar a Buenos Aires en 1992 porque lo conté varias veces. El sábado en la boletería de Teatro Vorterix nos entusiasmamos haciendo un ranking de sus mejores discos. En mi lista estaban I Wanna Get Funky, Albert King - King Albert, todos los del sello Stax y uno en particular que se llama New Orleans Heat, porque se puede apreciar su veta más funky y salvaje y además porque fue uno de los primeros LP que compré en Showco, una casa de importados que quedaba en Cabildo y Echeverría. Cuando dobló el colectivo por la esquina de Federico Lacroze trataba de sintonizar YouTube en mi celular. Por suerte conseguí asiento y entonces comencé a buscar los temas de Albert que más me gustaban. Descarté el terrible In Session que grabó junto a su fan número uno Stevie Ray Vaughan, porque no iba a aguantar el 4G de mi plan y además porque dura hora y media. Después de elegir entre tantos, encontré el indicado para cubrir el recorrido Colegiales – San Isidro y le di play.
En 1991 la manager de Durazno de Gala se llamaba Irene Sadak. Una mujer de cuarenta años, rubia, dentadura prominente. Se había asociado a Roberto el dueño de Oliverio Jazz & Blues, un sótano que quedaba en Paraná y Corrientes al que íbamos porque tocaban bandas nacionales y porque había zapadas larguísimas que duraban hasta la madrugada y eso nos divertía mucho. Una noche estábamos con Dafne, mi amiga y en ese momento mujer de Botafogo, en una de las mesas del bar, tomando cerveza, comiendo maníes de cáscara. En un momento Irene le comentó a Botafogo que pensaban traer a Albert King en mayo, los escuché perfectamente. Era la época del resurgimiento del blues. Unos meses antes BB King explotaba el Luna Park con un cartel de Sold Out. Nosotras habíamos estado ahí, en los camarines como invitadas. Y fue todo un acontecimiento. Aunque me gustaba BB King, para mí los grosos eran Albert y Freddie, muerto de una úlcera en 1976. -Haceme un favor. Andá y como quien no quiere la cosa averigua si es verdad que traen a Albert King. Dafne se paró enseguida. Encaró a Irene que estaba cerca, conversando, haciendo cuentas con una calculadora enorme.
-Ustedes traen a Albert King? Me di cuenta que era verdad porque se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja mientras se acercaba a la mesita inundada de cerveza, cáscaras de maníes y tres paquetes de puchos de distinta marca. A los dieciséis años soñaba con verlo y se lo pedía a Dios todas las noches. Miré a Dafne a los ojos y le dije seriamente: -Nosotras tenemos que estar ahí.
-Le pido entradas a Irene? -No, no entendés lo que te quiero decir. Nosotras tenemos que estar ahí en los camarines. -Y cómo vamos a hacer? -Decile que le hacemos el catering. A Dafne la idea le pareció genial. Entonces fundamos nuestra pequeña empresa: “Blues Lunch”. Cuando recibimos el fax con las exigencias de los músicos, no nos costó demasiado organizarnos porque trabajábamos duro. Invertimos plata en vajilla, copas, manteles. Nuestro servicio iba a ser personalizado. Pensamos en algo que nos diferenciara del resto - nada de plástico, nada artificial - y comprendimos que a los músicos les encanta estar “como en casa”. Entonces arrasamos los domicilios de nuestras familias y amigos. Nos llevábamos lámparas, alfombras, todo lo que diera ambiente.
Llegué temprano a la casa de Dafne el primer día de show. Las nenas dormían en el piso de arriba. Había cáscaras de frutas desparramas en la mesada de la cocina. Andrés, el hijo más grande que en ese momento tenía trece años y ya tocaba la batería, guardaba en su mochila una carpeta enorme. Me pidió que lo acompañara a la escuela y salimos en el Ford Falcon amarillo que Dafne manejaba a toda velocidad. Cuando llegamos a la ORT eran como las ocho de la mañana. Andrés nos saludó levantando su regla T, se perdió entre una multitud de adolescentes vestidos con jeans y zapatillas.
Paramos en un supermercado a comprar algunas cosas que hacían falta. Ya teníamos todo lo demás ordenado en el baúl. Cuando llegamos al Gran Rex estaban bajando los equipos. La avenida Corrientes lucía pálida ese viernes. No había estado muchas veces a esa hora por ahí y me sentí como una nena a la que llevan por primera vez al centro. Mientras miraba el horizonte asfixiado de edificios, bares y a los autos y colectivos que avanzaban juntos, vislumbré a Buenos Aires como una ciudad imponente. Levanté la vista hacia la marquesina del teatro. Un cartel enorme anunciaba que estaba “El Mejor Blues del Mundo” Albert King & Taj Mahal: 8, 9, y 10 de Mayo. Sentí miedo y alegría al mismo tiempo, un poco de angustia me encapsuló la garganta. Tardé unos segundos en darme cuenta que era una privilegiada y entré envalentonada con la credencial colgada sobre el pecho como una medalla de honor. El ordenanza nos mostró los camarines. El de Albert era el principal. Un espejo con bombitas de luces alrededor del marco colgaba de la pared. Olía a humedad y no había ventanas para abrir. Entonces pasamos Pinolux y comenzamos a transformar ese sucucho en un living, un lugar acogedor donde pasar los días de gira. Ubicamos a un costado la lámpara de pie Art Decó, la alfombra a los pies del sillón de cuero verde, el jarrón azul con flores blancas. Las tollas y toallones acomodados en el placard empotrado, las gaseosas y cervezas Budweiser en la heladera. Armamos platos de fiambres y frutas. Prendimos velitas con aroma a vainilla.
La gente de producción y los plomos estaban encantados con la ambientación. Es que nosotras éramos buenas amas de casa y además amantes de la música. Dimos los últimos retoques durante la tarde y nos vestimos en los camarines de arriba que eran incómodos. Cerca estaban los amigos de Memphis La Blusera, la banda nacional que abría los shows.
Los músicos de Albert y Taj Mahal fumaron porro nacional en la prueba de sonido. Eran unos negros muy capos. Tocaron como si nada un tema funky y se nos puso la piel de gallina. Mientras nosotras servíamos café, Coca Cola “regular” o le preparábamos esos típicos sándwiches norteamericanos de atún, ellos se reían a los gritos. Había conocido a Albert y a Taj en la conferencia de prensa organizada el día anterior por Fernando Basabru, un periodista de la revista Expreso Imaginario con el que inmediatamente pegué onda, pero igual estaba muy nerviosa. La gente comenzó a llenar el teatro. Es un ritual que eriza la piel. Los acomodadores entregaban el programa y nos dimos cuenta que figurábamos en los créditos. Las butacas eran de terciopelo, igual que los cortinados. Parecía el Titanic, madera lustrada desde planta baja hasta las dos bandejas de arriba. En nuestras credenciales figuraba el texto ALL ACCES, así que podíamos ir a cualquier parte. Recorrimos el Gran Rex como si estuviéramos buscando un fantasma.
Estaba todo preparado a las siete de la tarde. Las luces encendidas de los equipos titilaban como manchas difusas sobre el escenario. De pronto nos vinieron a buscar para decirnos que estaba llegando Albert. Nos paramos al costado del camarín. Me temblaban las piernas. Casi me desmayo cuando lo divisé entre la comitiva con su gorra de béisbol y un traje claro. Era muy alto, medía más de metro noventa. Después de unos minutos nos hicieron pasar. Encaró Dafne porque ella hablaba inglés perfectamente. Estaba muy elegante, sentado en el sillón verde de cuero. Tenía los pies apoyados en el butacón. Levantó la vista y su manager, una mujer blanca y rubia, que había sido la esposa de un mafioso de Las Vegas, una especie de Sally Conforte del blues, nos presentó y él sonrió amablemente. Mordía con el premolar de oro su pipa azul de lunares rojos. Lo envolvía un halo de humo y luz opaca. Sentí un sacudón en el cuerpo. Tuve miedo de desmayarme y apreté con fuerza mis muslos para contener la emoción. Cuando adelantó su mano para saludarme yo estaba volando. Un apretón sincero me devolvió al camarín, a ese sector del teatro. Minutos después salió con su guitarra Flying V color fuxia colgada al hombro. El cuello de la camisa sobresalía la solapa de su traje a rayas. El teatro se vino abajo con los primeros acordes de Born Under A Bad Sign.
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Desnudos sobre mi cama
Georgina trajo unas cacerolitas de aluminio que llenamos de piedras coloradas y barro imitando un guiso, espolvoreado con pedacitos de yuyos arrancados con fuerza. Sandra estacionó el cochecito cargado de peluches, y yo fui a buscar una muñeca. Antes de cruzar Mendoza, la única calle que separaba la plaza Noruega del departamento en el que vivíamos, grité con toda mi fuerza a Esther, la señora que nos cuidaba, para que apretara el portero eléctrico y abriera la puerta del edificio.
El departamento estaba en silencio, detenido por una tarde de calor de enero. Raulo, nuestro perro de pelaje color zanahoria rescatado de la calle, bostezó mostrando sus dientes blancos, emitió un gemido agudo y gracioso y siguió durmiendo enroscado en sí mismo. Había olor a cera, a productos de limpieza utilizados hacía pocas horas. Los muebles de roble brillaban, nadie se había sentado en los sillones. Tomé un poco de agua al pie de la heladera y fui directo a mí habitación pensando cual elegir: la rubia de ojos celestes o la chiquita de flequillo negro y vestido a lunares. La puerta estaba cerrada. Cuando bajé el picaporte y la luz tenue que entraba por los huecos de la persiana iluminó la escena, quedé paralizada por una imagen confusa que no pude interpretar. Dos pedazos de carne enredada dejaron de moverse cuando se dieron cuenta que los miraba. Eran papá y mamá desnudos sobre mi cama, entre los juguetes. Cerré la puerta de golpe. El corazón me latía fuerte apoyada sobre la pared del hall. Qué hacían ahí? Deben estar luchando como en Titanes en el Ring, pensé.
El murmullo de una pelea y ruidos de zapatos anticiparon la salida nerviosa de mamá que tenía la camisa mal abrochada, la cara colorada. De pronto me pegó un cachetazo al grito de – Cuantas veces te dije que antes de abrir una puerta hay que golpear! Estallé de furia y lloré con unas lágrimas pesadas. Porqué tendría que golpear la puerta de mi propia habitación? Minutos después salió papá con sus shorcitos cortos de estampado búlgaro, el pelo del pecho al descubierto mojado de sudor – Estás loca, como le vas a pegar a Paula por esto! Y me abrazó fuerte. Agarré la muñeca lo más rápido que pude, sin mirar la cama deshecha. Confusa pero recuperada por unas monedas que me dieron para comprar helado, bajé a la plaza. Georgina y Sandra me hicieron lugar en la ronda.
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Dada vuelta
Faltaban pocos días para el cumpleaños número dieciséis de Mariana. Era otoño y a pesar del viento suave, nos encantaba estar sentadas en el patio tomando café de filtro, comiendo Criollitas untadas con dulce de leche. Hicimos la lista de chicos a invitar mientras alternábamos pitadas de un porro. Al costado de cada nombre dibujamos una particularidad, una seña. Sobre Fabio Berra un par de anteojos, sobre su hermano Patricio rulos y sobre Jorgito garabateamos una nariz enorme.
La fiesta iba a ser en el PH de la calle Fragata Sarmiento. Algunas cervezas, empanadas y la torta de chocolate que preparaba cada vez que podía. A esa edad Mariana cocinaba como una experta y por eso le teníamos un respeto especial. Su mamá era escultora, de la generación del Di Tella y su tío Jorge Pistocchi fundador de la revista Expreso Imaginario. Ir a su casa era un viaje: bibliotecas, almohadones en el piso, obras de arte, olor a sándalo, hippies posta por todos lados.
Mariana tenía un cuerpazo y una cara exótica de ojos achinados y siempre delineados de negro, el flequillo le caía como una cinta de raso sobre la frente. Nos hicimos amigas una tarde en Plaza Belgrano cuando se acercó para manguear un pucho. Alguien le dio un 43/70 asqueroso y ella lo encendió como si fuera un Pall Mall en boquilla. Nos enganchamos hablando de Zeppelin porque las dos teníamos la carpeta del colegio adornada con fotos de la banda. Nos causó gracia la coincidencia, aunque increíblemente no fue la única, también compartíamos nombre y el mismo año y mes de nacimiento. Nunca más nos separamos. Disfrutábamos de las rateadas de invierno en el jardín botánico o de los veranos húmedos en la pileta del club Harrods, casi siempre mareadas por alguna sustancia. La tarde de su cumpleaños conseguimos dos recetas de Codril. Un jarabe para la tos con gusto a cereza, espeso, igual de rico que la granadina. Lo compramos en una farmacia de Paternal a un viejito que atendía y no sabía que lo usábamos de droga. Lo tomamos apuradas caminando por la calle lamiendo hasta la última gota de la tapa. Nos pegó inmediatamente. Un mambo hermoso y cálido, de esos en los que sentís que la vida es dulce, la amistad eterna. Le dije que la quería como diez veces y ella a mí.
La ayudé a preparar humita siguiendo sus instrucciones, picando cebolla, mezclando los granos de choclo cremoso. Por momentos quería agarrar la cuchara de madera y veía como se acercaba y alejaba, pero todo era por el efecto del jarabe y una cerveza que tomamos entre las dos mientras cantábamos el estribillo de Sister Morphine.
Tardamos unas cuantas horas en dejar todo listo. Juntamos los almohadones de la casa para concentrar la escena en el living, velas, luces bajas y unos globos que inflamos y colgamos en el vértice de los cuadros. Dibujé en una cartulina el símbolo de la paz y lo pegué en una de las paredes. Enterré varias varillas de sahumerio en macetas y esos hilos delgados de humo perfumaron el ambiente. Apilamos botellas de cerveza en la heladera y también otras de vino blanco. Las empanadas a punto de explotar, bañadas por una mezcla de huevo batido y agua que abrillantó al momento de servir. Los chicos estaban contentos y hablaban más de la cuenta. Principalmente porque nos veían arregladas con nuestros pantalones ajustados o polleras de bambula, tacos altos que casi nunca usábamos, los ojos pintados y porque la comida estaba riquísima.
Nos pasábamos el porro de mano en mano y también vasos cargados de vino, cerveza y una mezcla de Gancia con vodka que estaba muy de moda. La música sonaba a poco volumen porque los vecinos siempre alertas, esperaban cualquier reunión juvenil para llamar a la policía. Generalmente escuchábamos Dr. Feelgood, Humble Pie, o los Stones. Mientras Fabiana y Nico apretaban en una de las habitaciones, Octavio no me sacaba los ojos de encima y yo me hacía la distraída revisando libros. Era stone de la boca para afuera pero en el fondo tenía pánico a perder mi virginidad. En ese sentido Mariana era una adelantada. Una vez me contó que se había mirado la vagina con un espejo en el momento mismo de llegar al orgasmo. Me impresionó la confesión y también sentí que estaba años luz de esa cabeza plena de libertad.
A las tres de la mañana el living era un desorden de copas vacías, empanadas mordidas, servilletas de papel con restos de torta. Los chicos tiraban bocanadas de humo formando círculos recostados sobre el sofá grande o en el piso con sus jeans bombilla. Algunos hablaban de música, otros de fútbol. De pronto comenzó a sonar Happy de los Stones y salimos a bailar a la luz del velador que Patricio prendía y apagaba dando clima de boliche.
Un mareo me sacó de eje. Al principio no le di importancia y salí al patio. Transpiraba sin parar, me faltaba el aire al punto de sentir un dolor fuerte en los pulmones. Quise incorporarme para demostrar fortaleza pero di unos pasos y caí redonda al piso. El ruido se escuchó en toda la casa. Se acercó Nito, un flaco que adiestraba perros y me dio una seguidilla de chachetazos. Mariana dice que fueron fuertes. Yo no recuerdo nada. Algunos pensaron que había muerto y abrieron la puerta para irse.
Comencé a escuchar ruido a timbre gastado adentro de mí cabeza. Cuando abrí los ojos Nico me acercó agua en un frasco de mayonesa donde flotaban pequeños restos amarillentos de mezcla. Di un sorbo y el brebaje inmundo me sacó de ese estado catatónico que atribuí a la combinación de porro y alcohol. Sentí como la electricidad muscular movía mis piernas y brazos. Mariana me miraba fijo. Un poco de miedo y alegría por la resurrección se le notaba en su cara en primer plano. Y lloraba. Estiré el cuerpo sobre su cama. Me hundí en un colchón de diferente espesor. Jim Morrison me apuntaba con su dedo desde la foto gastada que había en la pared. Yo odiaba a The Doors, discutíamos como locas cada vez que ponía en el tocadiscos Light My Fire.
Al otro día desperté con la boca llena de saliva y deseosa de comer torta de chocolate. Por suerte había varias porciones adentro de la heladera. Después de llamar a mamá para darle el parte y mentirle acerca del cumpleaños y el festejo, de hablarle con voz enérgica y despejada, desayunamos debajo de la ventana de la cocina que daba al patio, con sus plantas soleadas y macetas y los sillones de hierro que servían de asiento para su gato manchado Colin y para otros que saltaban de casas vecinas.
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4 años
Uno de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia es el de la casa de Villa del Parque. Ahí vivía con mis padres, tíos y abuelos maternos y por eso era bastante grande. Cinco habitaciones, living, dos baños y una cocina pintada de amarillo claro. En el medio estaba el patio, donde trepaban hasta la medianera del vecino distintas especies de enredaderas. Tía Alba, muy parecida a Sofía Loren, con esos ojos rasgados y amarillos, era la encargada de mantener las plantas vigorosas. Gracias a su “mano verde” y los efectos benéficos del sol, las macetas de malvones, azaleas o begonias estaban siempre florecidas. Usaba una regadera de latón. Yo la ayudaba a cargar de agua abriendo la canilla. Me encantaba mojarme las manos con la excusa de colaborar un poco en las tareas de todos los días.
Ubicado en el garaje que no se utilizaba para guardar ningún auto, porque el Fiat 600 quedaba estacionado en la vereda, estaba el taller del abuelo Luis, inventor. Abarrotado de herramientas, máquinas, tornos, matrices y un tablero de dibujo con signos y figuras geométricas indescifrables. El antro donde plasmaba locuras futuristas bien distintas, como dar forma al primer candado 505, o al helicóptero qué el mismo diseñó y fabricó pieza por pieza y tenía la particularidad de plegarse para entrar por la puerta de cualquier edificio. Subirse en el asiento de esa aeronave de cabina acrílica transparente era adelantarse al tiempo mismo en que el Apolo XI pisó la luna. Un viaje espacial en el laboratorio del nono que olía a acero y solventes.
Una tarde estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, mamá, la abuela María y tío Blas que ya era antropólogo, de los primeros recibidos en argentina. Tomaban café en tacitas y hablaban de algo que no recuerdo. Sé que lo hacían acaloradamente porque la abuela levantó la voz y los retó en italiano. A mí me causaba risa escucharla hablar así. Era simpática con su pelo gris marcado por los ruleros, con esas ondas que usaban las mujeres del siglo pasado al costado de la cabeza. En verano tejía para toda la familia delante del ventilador, deshaciendo ovillos, entrecruzando las agujas. Ella y sus hermanas sabían leer y escribir y por la fecha de sus nacimientos, a partir de 1896 en Sicilia, eso era toda una rareza. Un símbolo de liberación femenina. Recitaban poesía, fumaban cigarritos en navidad y cuando llegaron al país y fueron a vivir a La Pampa, andaban arriba de sulkys con sus escopetas cargadas para cuidarse de forajidos y borrachos de pulperías. Una de ellas, María Rosa, se trenzó con un parroquiano y le dio tantos rebencazos que nunca más se les acercaron. Fue el principio de una cadena de casamientos endogámicos que finalizaron en nuestra generación de primos.
Esa tarde, mientras escuchaba la discusión en italiano que venía de la cocina, sentí unas ganas enormes de desnudarme. Un calor extraño invadió mi cuerpo como si un hormiguero me entrara por el ombligo. Entonces fui a la habitación que compartía con mi hermano Federico y mientras él dormía la siesta, me saqué el vestido. Lo hice despacio como lo hacía mamá cuando se ponía el camisón transparente a la noche, mientras jugábamos en su cama con una baraja de cartas con personajes de Disney. Lo dejé acomodado adentro de la casita de muñecas y escondí la bombacha en uno de los cajones del ropero. Estiré las piernas y los brazos hacia el techo, endurecí mis músculos y salí muy decidida. Yo y mi desnudez caminando con total desparpajo, dando vueltas a la mesa ratona, tomando té y charlando con amigas imaginarias sentada en el sillón del living.
Mamá y la abuela preparaban la comida de la noche separando las habas de sus vainas verdes. Las tiraban adentro de una olla de tapa azul que hervía a borbotones. El tío hablaba por teléfono y marcaba con lápiz negro las hojas de un libro. De pronto entré por la puerta dando saltos, haciendo muecas como un chimpancé enloquecido. Quedaron paralizados al verme sin ropa. En un segundo empecé a correr por la cocina, chocando el cuerpo contra sus panzas. Mamá se reía de los nervios y acomodaba la red que encerraba una torre de ruleros. No pudieron atraparme porque tío Blas me levantó de los pies con una sola mano. Entonces volé en cámara lenta. Mi cuerpo planeó por el efecto aeróbico de la subida y vi al revés el piso de mosaicos, la heladera, las piernas de todos. Cuando aterricé de golpe sobre la mesa, completé la actuación improvisando un baile de movimientos rítmicos como si fuera la hechicera de una tribu africana.
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Viaje a Mar del Plata
Es verano en Buenos Aires y sigo encerrada en casa trabajando el collage de Jessie Mae Hemphill. Una artista exponente del Mississippi Country Hill, que es ese blues montañoso. Me hipnotiza su estilo rítmico y contagioso cuando suena en los parlantes amplificados de la netbook que hay en el cuartito del fondo donde antes vivía Sol y transformé en guarida. Acá dibujo, pinto, escribo, leo y me instalo días enteros cuando nos peleamos con Max. En este lugar de tres metros por dos, pisos de baldosas y puerta color verde botella paso la mayor parte de mis vacaciones. Un poco porque son los meses que aprovecho para decorar - mi momento de gloria creativa - otro poco porque tengo fobia a viajar. Un miedo enorme a morir lejos que me inyectó mamá.
Con esa angustia que se instala y queda pegada en medio del pecho comencé la sesión de terapia. Es algo que trato hace más de veinte años. Una de esas cuestiones difíciles de sanar. Tuve que lidiar con problemas más duros y aunque hay traumas resueltos, esto es de las cosas más molestas de mi vida social de adulta. –Cómo que no viajas? Y no. No viajo porque siento pánico.
En unos días salgo de vacaciones con mi hija. Nos prestan un departamento en Mar del Plata.
Estiré la confirmación hasta dos días antes de sacar los pasajes porque tampoco me gustan demasiado esos micros de dos pisos que no tienen ni una sola ventana que abrir en caso de emergencia. Armé el bolso con bronca, como cuando te obligan a dormir en la casa de una tía en la adolescencia. A la noche no pude pegar un ojo.
Aunque mis pensamientos se pinten de negro, mi corazón y mi cuerpo saltan de emoción al ver la cara de felicidad con la que Sol me recibe en la terminal de Retiro cuando nos encontramos a la tarde. El calor es asfixiante. Después de darnos un abrazo, vamos al kiosco a comprar caramelos y galletitas para bancar el viaje de casi cinco horas. Tengo en la cartera tres revistas de Sopa de Letras, libros, y el mp3 cargado de música. Esta vez bajé un par de discos de Ravi Shankar, quizás ayude a superar el trance.
Todo se pone violeta minutos antes de partir. Las nubes chocan por el efecto narcótico de la temperatura. Miro hacia arriba y rezo un padre nuestro convincente y silencioso. Necesito demostrarle a mi única hija que los problemas se pueden vencer. Nos sacamos fotos registrando las primeras horas del viaje. Entonces me hago cargo de los trámites de embarque como un ejercicio de control mental y después de unos minutos nos ubicamos en nuestros asientos que están en la mitad del micro. Corro el cortinado de la ventanilla. El corazón me late de miedo. El motor arranca. La psicóloga me contacta por WhatsApp, me pregunta si estoy bien. A pesar de la tormenta, una cortina espesa de agua que no deja ver más allá de cincuenta centímetros, estoy entusiasmada. Salimos en esta mole de metal hacia la costa. Cada tanto miro como Sol mueve la cabeza de un lado a otro, canta arriba del sonido de sus auriculares un tema de Ron Wood. Antes de ayer le pasé por inbox del Facebook uno de sus discos más lindos: “Now Look”. Sabía que le iba a gustar porque sus elecciones musicales son más bien vintage. Cuando vivía en casa escuchaba a The Smiths, los Stones, o Virus a todo volumen.
El cielo se abre enorme al llegar a La Plata y parece otro lugar del mundo. Los rayos del sol del atardecer entran por la ventanilla. Los postes de electricidad quedan atrás, igual que otros autos y micros. Veo las primeras vacas. Ese paisaje rural de la argentina sin horizonte. Riachos y tranqueras, montes, campos sembrados de girasoles, maíz y mucha soja. Un caballo blanco pasta cerca de una casa de construcción sencilla. Cada tanto siento en el pecho un chispazo de angustia, pero lo descargo encerrando palabras en mi sopa de letras o leyendo.
Casi no se escuchan ruidos dentro del micro. Mientras algunos pasajeros duermen, nosotras hablamos en voz baja con un chico sentado en un asiento individual, compartimos con él nuestras galletitas porque no tiene nada para comer. Oscurece de a poco y en el cielo conviven el sol y la luna. Estamos a unos kilómetros. Al costado del camino comienzan a aparecer las primeras dunas de arena, los carteles de propagandas que recomiendan hoteles o naftas. Autos con el portaequipaje cargado de sombrillas y bicicletas desvían el rumbo hacia las primeras playas del partido de la costa.
Por el frío de la noche nos tapamos con la manta de viaje. Las luces se pierden sobre el asfalto de la ruta que en este sector es más angosta. Sol apoya la cabeza sobre mi pecho y habla entusiasmada de futuros paseos: el lobo marino de la rambla, la playa de los ingleses, los mariscos del puerto. Cada vez falta menos para llegar.
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Mariana está sentada en el sillón del living. Tiene en la mano una jeringa que presiona y hace saltar dos o tres gotas de un líquido espeso. Me mira, apunta y se ríe. Estoy en cuatro patas, en posición de banco porque no aguanto los dolores del parto inminente.
Hace días que voy al obstetra para hacerme chequeos de último momento. Tengo fecha para el diez de septiembre, aunque todos dicen que a las primerizas se les adelanta. Ya en el tramo final, estoy más ansiosa que nunca. No puedo respirar de noche, soy una morsa que da vueltas en la cama, José Luis no quiere tener sexo porque dice que le transmito ternura y yo estoy tan caliente que voy al kiosco de revistas a comprar La Cotorra y para disimular la Vivir, con sus consejos para padres, los primeros meses del bebé, alimentación o amamantamiento.
Para una de las pruebas tengo que comer azúcar y me instalo en la confitería que está cruzando el sanatorio, en diagonal a la avenida Pueyrredón. Pido una porción enorme de torta de chocolate y para acompañar un submarino con dos tabletas del Águila que tiene el envoltorio rosa y marrón. Devoro todo lo del plato, mientras la gente del lugar me mira: “La embarazada tiene antojo” y pensar que en todos estos meses jamás tuve uno.
El médico pasa el gel helado sobre mi panza y mira el monitor con cara de preocupación. Siento un frío bárbaro, una pesada incomodidad producida por mis kilos de más y por todo lo que acabo de comer. Va de un lado a otro buscando los latidos del corazón del bebé que espero, pero son sonidos tan frágiles que repite la prueba dos horas después y estoy asqueada de tanto dulce. Al final de la tarde, como a las siete, me limpio con unas servilletas de papel el enchastre, bajo de la camilla con su ayuda y me siento a esperar el veredicto en el consultorio adornado con fotos de recién nacidos, instrumental y estantes llenos de cajas de medicamentos.
- Aparentemente tu bebé tiene el corazón de un deportista.
-Y eso que quiere decir?
-El corazón le late a otro ritmo. Pero te voy a dar la posibilidad de tener un parto natural.
El doctor recetó una inyección para acelerar las cosas, y antes de irme dijo:
- Cualquier cosa te venís, voy a estar de guardia hasta la madrugada.
Mi obstetra está buenísimo. Se llama Ricardo Bermúdez y debe tener treinta y cinco años. Tiene bigotes a lo mexicano, el pelo de color castaño todo peinado para atrás, como engominado y un cuerpo esbelto y varonil. Usa un perfume muy delicado y cuando me saluda se me eriza la piel. Siempre hay una fila enorme de embarazadas que lo esperan. Me lo recomendó Sandra, una amiga con la que iba al Nuestra Señora del Rosario y tiempo después reencontré en la plaza. Ella ya tuvo a Nahuel, que ahora es un bebé de un año. Hace unas semanas me la crucé acá mismo.
El colectivo 41 aparece antes de que las primeras gotas de lluvia me mojen. El viaje es un infierno de dudas y miedos. LLoro desconsoladamente sin poder disimular la angustia. La señora que está al lado me pregunta, los demás pasajeros me miran. Qué puedo contestar? Ni yo misma sé que es lo que está pasando. El invierno se aleja, pero antes, según el calendario de fenómenos metereológicos nacionales, se avecina la tormenta de Santa Rosa.
Por suerte había arreglado con Mariana y a las ocho y media en punto está en casa, con su maletín de enfermera recién recibida, y el camisón que ella usó en el parto de Lucía envuelto en papel de regalo. Le sonreí. Enseguida se da cuenta que algo malo pasa. Cuando le conté lo que el médico había dicho, minimizó todo diciendo que en las prácticas del hospital había visto varios casos iguales al mío. La abracé y nos pusimos a llorar y a reír al mismo tiempo. Me desinflé a pesar de los catorce kilos de más y enseguida puso manos a la obra.
Raspó con un serruchito la ampolla del medicamento que tenía que inyectar y la aguja chupó todo ese líquido espeso y transparente que subió a la jeringa de un tirón. Me bajé el jardinero de corderoy azul heredado de mi prima Verónica, y me puse en posición de banco para que Mariana pueda trabajar con comodidad y porque también sentía un poco de dolor a causa de las primeras contracciones y esa era la única posición que me calmaba. Me pinchó con suavidad, casi ni me di cuenta. Yo de chica había adquirido una técnica fabulosa que era pensar en los reyes magos o en algo muy lindo para no sentir nada cada vez que nos vacunaban y esta vez también resultó, al visualizarme corriendo en una playa en cámara lenta como Bo Derek en La chica diez. Me apretó el algodón impregnado de alcohol y dijo: “Ahora solo es cuestión de horas”.
Sentí miedo, tomé conciencia en un segundo de que se venía encima el parto y recordé la frase magistral que tiró mi vieja, unas de las pocas veces que la pude ver en estado normal: “Paulita, cuántos seres humanos hay en el planeta? Todos nacieron después de un parto”. Yo la repetía como un mantra. También me tranquilizaba pensar que mis amigas eran todas madres. Dafne, Pato, Mariana, todas habían tenido hijos antes de los diecinueve años y estaban conmigo. Yo de ese grupo era la excepción, porque a los veintidós todavía no había tenido y por eso me traje un perro que regalaban en la veterinaria del barrio pensando que era la única descendencia que iba a dejar. Le puse Pancho. Era lanudo y creció tanto que parecía de esa raza de gigantes que hay en Escocia. Después de unos meses fue a parar a la casa de mi tía Ñata en Devoto.
A las diez de la noche los dolores eran cada vez más fuertes. Mientras Mariana me hacía masajes frotándome la espalda con un ungüento de olor a menta que invadía la casa, miraba fijo la cancha de River Plate. Iluminada parecía un ovni a punto de volar. El cielo estaba pesado. Caían unas gotas enormes, pegaban sobre la ventana del living anticipando la tormenta. De pronto llegó José Luis con una pizza, su uniforme de capataz tenía algunas manchas de grasa de auto. Era un tipo trabajador y responsable, lo superaba la ansiedad de ser padre primerizo. Preguntaba cada dos minutos si me sentía bien y yo le respondía que sí. Le daba ánimos, una buena técnica para ahuyentar fantasmas de mi mente. Ellos comieron juntos, yo misma puse la mesa con dos platos y los mantelitos individuales pintados a mano. Sonaba un poco fuerte Whipping Post, la versión que hacen los Allman Brothers y reclamé:
-No pueden poner un tema más tranquilo?
De repente sentí una puntada que me inmovilizó. Mariana tomó el tiempo de las contracciones con su reloj pulsera y dijo que me prepare, porque había llegado el momento de salir para el sanatorio. El bolso con la ropita estaba armado desde hacía un mes, tenía toda la documentación guardada en un sobre plástico. Por consejo de Mariana me fui a duchar. Antes me encerré en la habitación y saqué del primer cajón de la cómoda el diario del embarazo y con letra un poco desprolija escribí:
“Lunes 1° de Septiembre: Llegó el momento de ir al hospital. Voy a ser madre”
La lluvia caliente de la ducha me cayó sobre el cuerpo. Traté de relajarme y el bebé se movió con todo. Atrapé una articulación con mis dedos y la sostuve por unos segundos. Creo que era un codo. El baño no duró mucho. Me sequé rápido y unté una capa generosa de desodorante en barra. Le grité a Mariana desde el baño, mientras trataba de arreglar un mechón de pelo rebelde frente al espejo:
-Te parece que llegó el momento? Mirá que a las primerizas las mandan de vuelta…
- No seas cagona, vamos que va a nacer tu hijo.
Eran unos espasmos tremendos, como el dolor de diez menstruaciones juntas. Subimos a la camioneta, una combi Volkswagen bastante destartalada que manejaba José Luis en el trabajo y le habían prestado para la ocasión. Encaramos para el Sanatorio Anchorena, derecho por Libertador. La tormenta era densa. Una cortina de gotas golpeaba el techo del auto, como los piedrazos de una guerra de gomeras. Cada dos minutos le decía a José Luis que manejara más despacio. – Pero si vamos a 40!
Me moría en cada bache, en las calles empedradas y estos se mataban de risa. Mi panza se endurecía y se aflojaba como la respiración acelerada de una ballena varada en la playa. No daba más. Lloraba con una bronca bárbara. Cuando llegamos, fui a parar a un gabinete de la guardia. Me encontré con una compañera del curso de preparto. Era la que no había podido dejar de fumar en todo el embarazo. Tenía la barriga como un higo viejo, toda desinflada y flaquita. En cambio la mía era enorme. La miré y le pregunté en voz baja si ya le tocaba y ella con una sonrisa tibia levantó el pulgar en señal de afirmación.
El médico llegó con el delantal desarreglado, estaba salvaje el Doc. En la mano tenía una especie de corneta metálica que enseguida apoyó para escuchar los latidos. Se lo cambiaba de oreja derecha a oreja izquierda y ponía cara de preocupación. Yo le hacía señas, tenía mucho miedo.
–Y qué pasa doctor?
-Nada, solo que vas a tener cesárea. Hay que sacar al bebé ya.
La habitación era linda, por lo menos la sentí acogedora. La 302, individual, en el cuarto piso. Enseguida vino la enfermera y me tomó la presión. – Normal; le dijo a otra que apuntaba todo. Mientras, Mariana acomodaba mis pertenencias en un pequeño ropero de madera que estaba al lado de la ventana.
Vinieron a rasurarme dos chicas vestidas con guardapolvo azul y me la dejaron pelada en un instante. Sentí bastante frío con el camisolín verde. Me calzaron unas botas de tela y la cofia y me subieron a la camilla rumbo al quinto piso.
Estaba aterrada en ese quirófano lleno de luces, instrumental, y doctores que me miraban a través de sus barbijos. El anestesista se acercó y muy amablemente me sentó en la camilla. Preguntó si alguna vez me habían sacado una muela. Le contesté que sí. Era joven y buen mozo como mi médico y eso ayudó a que me portara un poco mejor. Mientras hablaba del día lluvioso, casi disimuladamente, me clavó una aguja en la espina dorsal o algo así. Salté, pero fue un quejido suave. Nada exagerado, aunque fue horrible el dolor del líquido frío entrando por la parte baja de la espalda. Unos segundos después estaba acostada sobre la camilla de metal. Esparcieron un líquido marrón sobre mi panza y me conectaron a unos monitores con pequeñas sopapas adheridas al pecho y la espalda. También inyectaron medicamentos en una de mis venas, a través de una cánula enganchada en el porta suero. Finalmente taparon todo con una especie de cortina y no vi más la parte de abajo de mi cuerpo.
Había un reloj enorme. Entre el murmullo de los médicos y el tic tac profundo, sucumbí. No sentía dolor, tampoco las piernas. Pero sí la molestia de todas esas manos trabajando adentro de mi panza. Los doctores se reían, cada tanto contaban chistes y me empecé a poner nerviosa porque tomé conciencia de que iba a nacer mi hijo de un momento a otro. Le agarré con furia la mano al anestesista. Le pedí que por favor me hablara. El sonido de un trueno se escuchó muy cerca y miré otra vez la hora, eran las dos de la madrugada. Comencé a rezar desesperadamente, le rogaba a Dios por la salud de mi bebé y para que me libere de ese lugar horrible. Hasta que de un manotazo brusco sacaron el cuerpo y un llanto alucinante, lleno de vigor despertó. La misión de ser madre, la emoción más grande de la vida.
–Es muy linda y está sanita. Dijo la partera. - Solo tenía el cordón corto y no podía salir…
Me latía fuerte el corazón cuando la pusieron frente a mis ojos, envuelta en una capa de cera blancuzca y gelatinosa, con algunos hilos de sangre sobre el cuerpo. Parecía un mini Buda con su boca enorme, los ojos apretados, la nariz ancha, la frente repleta de arrugas y el pelo negro y aceitoso pegado sobre su cabeza perfecta. La besé y la olí y la miré otra vez y sentí que ella también me miró. Fue amor a primera vista.
Cuando salí del quirófano, José Luis me felicitó. Me dio un abrazo fuerte, casi recostado sobre la camilla. Me acompañaron caminando cerca del tipo que me trasladaba por los pasillos del sanatorio, excitados, hablando del nacimiento de Sol. Yo temblaba como una hoja por el efecto de la anestesia.
-Tengo mucho frío
- Es por los medicamentos
-Mariana, la viste a Sol? -Sí, es hermosa!
Los truenos caían al ras de la ventana. La electricidad azul iluminaba el hocico de un osito de peluche apoyado sobre la silla.
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La mañana está calurosa. Las cotorras chillan trepadas a las ramas altas del ciruelo, los perros juegan en el parque. Algunas mariposas blancas van y vienen volando al ras del pasto recién cortado. Saludo a Max con un beso que amortigua por el espesor de su barba. Tiene en una mano la taza de té y en la otra cuatro o cinco compactos. Distingo entre todos el primero por la cara deforme del blusero, es el de James 'Son' Thomas.
- Qué tal dormiste?
- Bien, hasta que pusiste el lavarropas.
Retumba el Crawlin Kingsnake en toda la casa a volumen extremo. En este momento trabaja en “La vida de Bill Gaither”. Un collage enorme de varios paneles que incluye uno de guerra y no puede terminar de resolver, porque le falta descubrir la textura adecuada para hacer las llamas que explotan detrás de los soldados.
Comemos sentados alrededor de la mesa de la cocina. Max chupa los huesos del pollo y los acumula al costado del plato. Le cuento que voy a tomar sol desnuda y se pasa la servilleta varias veces por la boca. Me guiña el ojo y nos reímos. Saca dos o tres compactos del mueble que improvisó clavando unas maderas de muelle abandonado y baja con una barra de chocolate al taller.
-Podés venir? Necesito que mires algo.
Los perros descansan sobre el piso fresco. Mueven la cola cuando escuchan el ruido de la puerta al abrirse.
- Qué te parece el brazo de este blusero?
- Está muy alto el hombro. Tendrías que recortar el cartón.
Mira de reojo.- Bueno, habló la experta…
- Y para qué pedís opinión.
Pongo en la canasta de mimbre el bronceador, una botella de agua mineral, la esterilla y un broche para el pelo. Me envuelvo en el pareo batik azul y camino hacia el fondo de la isla. Abajo tengo puesta la bikini.
Faltan unos cuantos meses para que los nogales comiencen a dar fruto. Son árboles centenarios, altísimos, de troncos anchos y rugosos. La vegetación general está florecida. Los lirios amarillos siguen erguidos a pesar de la brisa que los sacude de noche, las hortensias cargadas de ramos rosas y celestes en el extremo de los tallos. Paso debajo de un rosal que es la entrada al predio del fondo, una puerta perfumada por la que se accede a la parte más salvaje del terreno.
Los rayos del sol calientan extensiones de barro seco que dibujan grietas. La luz se apaga sobre pequeños estancamientos de río, quien sabe que tipo de peces viven ahí abajo. Para acceder a esa zona, hay que franquear espinas de moras salvajes, caminar agachado. El paisaje oscuro parece no cambiar a metros y metros de distancia.
Arranco varias ciruelas y las lavo con un chorro de agua mineral. Muerdo una y el dulce explota dentro de mi boca. Me saco el pareo y la bikini, mirando hacia todos lados. Estoy desnuda y doy vueltas y vueltas, alzando los brazos hacia la brisa de la tarde. Gracias Dios por dejarme vivir en el paraíso.
Engancho los auriculares en mis oídos. Suenan los clásicos de Aspen en la voz impostada de un locutor. Cada tanto abro los ojos, pero el sol brillante me nubla la vista. Hace un calor tremendo acá atrás, aumentado por la lejanía de la costa y la ausencia del aire fresco que llega del río. Mi mente vuela.
De pronto escucho un ruido y me incorporo. Una sombra igual a una montaña camina hacia mí atravesando el enredo de ramas y arbustos. Quiero gritar pero emito un sonido ridículo, muy lejos de la fuerza estructural de mi voz. Un linyera que mide más de un metro ochenta se acerca. Atino a taparme, pero ya lo tengo encima mirándome de arriba abajo, respirando dificultosamente.
-Andate!
El tipo tiene una cabeza enorme, el pelo duro y sucio de muchos meses de no lavarse, las manos hinchadas terminan en unas uñas larguísimas, como las de una mujer pero cuadradas y totalmente infectadas. Se cubre con varias capas de ropa. Una frazada apolillada le cuelga como el manto de una virgen.
El fantasma de todos los linyeras emana un olor pestilente. Mezcla de meo, vino y mierda. Me mira con los ojos inyectados en sangre, perdidos, como si yo misma fuera una aparición.
Por suerte no puede correr por unos zapatos que parecen de payaso y le quedan gigantes. Entonces me adelanto. Salto el puentecito que separa las dos parcelas y grito el Max más enérgico de mi vida, totalmente desnuda. El corazón late con tanta fuerza que gana la carrera por varios cuerpos. Grito y grito hasta que la puerta del taller se abre y los perros enfurecidos corren hacia el fondo. Aúllan hasta llegar y rodean al tipo mostrándole los dientes, gruñendo a punto de comérselo vivo.
Subo a la habitación aterrada y saco algo del ropero. Me tiemblan las manos. Bajo en patas con el machete que hay detrás de la parrilla.
Cruzo nuevamente el parque con el teléfono inalámbrico apretando el número de policía de islas. Me comunico después de algunos intentos y les pido llorando que vengan a la casa.
Max tiene sentado al hombre en un tronco caído al que a veces vamos a tomar té y charlar. Así parece inofensivo. Me acerco muy despacio con el machete levantado a mitad del cuerpo, como Mamba Negra en una escena de Kill Bill. Escucho el llanto. Mira pidiendo disculpas como si Max fuera su amo. Cuando llega la policía les explico y los llevo al fondo. Son dos gordos panzones con el uniforme celeste de verano, bermudas y medias y sus pistolas reglamentarias colgando del cinturón. Tienen experiencia, en la isla se emborracha mucha gente. Le preguntan de donde viene y responde balbuceando en un idioma indescifrable. Lo único que entendemos es “Carapachay”. Los canas hacen la cuenta. –Por lo menos son tres días…
Después de veinte minutos de averiguaciones y primeros auxilios, lo ayudamos a subir al gomón policial que choca contra la empalizada por las olas del río atestado de lanchas. Le lleno un bolso con ciruelas, naranjas, nueces que tengo de la temporada pasada, y dos botellas de agua potable. Se le caen los mocos y las lágrimas y a mí también.
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La perfección de las manos

Portrait of an Old Man
Simon Kick, 1639
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Deep Purple
Estuve bajando música hasta la madrugada. Lo que escuchaba a los catorce años cuando Federico trajo a casa los primeros Long Plays de Deep Purple a cambio del Atari con el que jugábamos al tenis. Al principio me pareció un mal negocio, pero cuando puso Highway Star y la sangre me hirvió de ácido sulfúrico, lo abracé y y lo besé y pensé en la suerte que tenía de tener un hermano tan fana de la música.
Un tiempo antes papá había instalado el nuevo equipo. Un Sandringham completo con sintonizador, bandeja y unos bafles que raspaban el borde de la ventana del living. Eran de madera, entelados, con una potencia de sonido que causó varias quejas entre los vecinos del edificio.
Mis boletines eran un desastre, llenos de cruces y en el segundo bimestre una advertencia firmada en rojo por la directora que decía: No presta atención y molesta a sus compañeras. Fui muy popular entre las chicas del curso gracias a esa notificación de mala conducta. Ese grupito venía a casa con sus LP de música disco para ensayar las coreografías que hacíamos en los primeros bailes y porque estábamos solas hasta las cinco de la tarde. Aprovechando la excusa y para ver más seguido a Beatriz Kreimer, mi hermano traía a sus amigos y al final formamos un grupo de baile mixto con pocas aspiraciones coreográficas. Cuando terminaba la práctica los varones cansados de tanto contoneo ponían en la bandeja los discos de Black Sabbath, nos echaban, apagaban las luces y ahí empezaba su viaje oscuro y misterioso.
Acabábamos de ver en un cine del centro “Fiebre de Sábado por la noche”. Y como era normal, salimos locamente enamoradas de John Travolta, tarareando los temas de Bee Gees, tirando pasos entre la gente del público, suspirando.
Fue una excursión desopilante. Yo tenía unas sandalias de taco alto que me quedaban grandes porque todavía calzaba 35, un pantalón de raso azul eléctrico ajustado, una remera de Mickey con brillantina anudada al costado y los ojos pintados con sombra celeste y tanto rímel que mis pestañas parecían flecos de cartulina. Estaba atolondrada por la película y entonces rodé por las escaleras del cine aterrizando con el taco roto en la mano, rodeada de mis amigas y de otras vestidas como yo. Cuando llegué a casa y todos se fueron a dormir me masturbé por primera vez con la almohada, pensando en el baile sensual de Tony Manero, imaginando sus brazos y miradas, su tono de voz. Al día siguiente un rayo activó al pequeño animal dormido. Chicos, libertad, noche. Todo lo que deseaba en este mundo.
Recibí una invitación telefónica de Florencia, la más canchera del curso y fui a su casa. Siempre estaba a la moda, se destacaba entre el montón por sus ojos increíbles de color amarillo. Vivía sobre la calle Pampa, cerca de Plaza Belgrano en un dúplex enorme. Flor era una de las que mejor bailaba y por suerte también le gustaba el rock, por eso llevé Machine Head para escuchar. Me recibió con la toca armada en la cabeza y un esmalte nacarado a punto de usar. Nos sentamos en el sillón de pana del living en desnivel, mientras sonaba de fondo Baby I Love Your Way de Peter Frampton y ese tema navegó entre las olas turbulentas de mi corazón enamorado.
Flor fue a buscar algo de un mueble de madera oscura. Una botella de Anís 8 Hermanos. En mi casa también había. Empezamos a tomar de a poco en unas copitas de cristal tallado que trajo sobre una bandeja, enseguida me gustó porque era dulce. Al principio no sentí nada, ni un mareo. Pero a los quince minutos bailábamos al ritmo de la música, tomando del pico, descontroladas. Por un mal movimiento la botella de anís se cayó sobre la moquet de bucles apretadísimos. No sabíamos que hacer, no queríamos que su mamá viera eso. Entonces lamimos el licor tratando de limpiar, gateando como animalitos, apretando nuestras lenguas sobre el líquido viscoso. No podíamos coordinar ni un solo movimiento y terminamos agrandando la mancha de la alfombra, riéndonos a los gritos.
Estaba tan borracha que me costaba hacer foco. Flor aparecía y desaparecía de mi campo visual como una nube difusa. Se le desarmó el rulero de la toca y algunos mechones de pelo lacio cayeron sobre su cara. Parecía la perrita de la Dama y el Vagabundo.
Me preocupé cuando la vi agarrándose el estómago. Sus arcadas eran fuertes y además decía incoherencias. De golpe de la boca le brotaron las primeras gotas de saliva espesa y como un dragón furioso lanzó una llamarada que aterrizó dejando un lamparón en forma de laguna, rozando las borlas del sillón de pana y la mesa ratona repleta de revistas de moda. Levanté como pude la vista y divisé la puerta del baño. Tuve la intención de no descomponerme en una casa que no era la mía, entonces me agarré de las paredes y llegué. Todo lo mío se fue por el inodoro.
Desperté con dolor de cabeza, muy avergonzada y transpirada, a pesar del frío que hacía afuera. Me castigaron duramente prohibiéndome salir después del colegio y estaba deprimida. Federico entró a mi dormitorio. Creo que pensó que era un caso perdido porque no dejaba de mirarme. Sus ojos recorrían mi cuerpo y al mismo tiempo se mordía el labio inferior moviendo de un lado a otro la cabeza.
- Qué hambre que tenés…Ahora vas a ver como te curo!
Me agarró de los brazos, me tiró al piso y me arrastró por el parquet recién encerado. El perro enloquecido se subió encima ladrando, mordía suavemente mis talones haciéndome cosquillas y eso me sacó la primera sonrisa del día. Cuando llegamos al living escuché el brazo de la púa surcando un disco. El volumen estaba tan alto que vibraban las ventanas. De pronto nos pusimos a bailar como locos al ritmo de Humo sobre el agua.
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ESPECIES
Salir de casa no era una opción muy tentadora. Tirada en la cama sobre el acolchado hindú que olía a patchuli, la vista puesta en los pósters y la estufita prendida, pensaba en los chicos del barrio. Cada tanto me asomaba por la ventana rectangular y mínima del baño en suite trepada a la tabla del inodoro, mirando hacia la plaza, esquivando jacarandás, otros edificios, las medias del vecino, y no veía a nadie. Quién se queda un domingo en la casa?
Descolgué del ropero la campera de plumas que al principio odiaba porque era beige con codos de gamuza azul, me calcé los jeans bombillas, las topper rojas y las polainas de lana. Guardé en la carterita de cuero cuatro o cinco cigarrillos Jockey Club robados a mamá, algunos billetes de pocos pesos que juntaba durante la semana haciendo compras a la vecina del primer piso y salí.
Miré hacia todas las esquinas porque a veces nos sentábamos en unos pilotes de cemento rojo, miré también al sector juegos y especialmente las hamacas y no había nadie. Entonces atravesé la plaza vacía de gente y perros y llegué a Cabildo y Juramento. La tarde oscura aterrizaba lentamente sobre el techo de los edificios. Sentí alegría cuando vi a Pablo y a Nico en la esquina, estaban embobados por un par de chicas apoyadas sobre la vidriera de Churba, dos estatuas modernas en el decorado minimalista de un departamento de clase alta. Enseguida me mandaron a pedirle fuego a la rubia para sacarle el nombre y lo hice con una bronca bárbara.
– Se llama Joyce y es de New Jersey.
Nos sorprendimos al saber que era yankie. A pesar de eso hablaba muy bien el castellano. Joyce era alta y flaca, el pelo de seda le llegaba a la cintura, usaba unos Wrangler bien pegados al cuerpo, y tenía una campera con abrigo de corderito que era re country. Su amiga, Andrea, era morocha de ojos marrones y no tan alta. Las dos iban al Belgrano Day School.
Terminamos sentados en las escalinatas anchas de la iglesia redonda. Hablamos de la escuela, de música, de Estados Unidos. De repente Nico sacó de una bolsita un yuyo que desgranó con cuidado sobre papel de seda y lo enrolló. Sabía que era marihuana, pero nunca la había probado.
Prendieron el cigarrillo que era blanco y finito y lo empezaron a pasar. Quedamos atrapados en una nube de olor a pasto quemado. Joyce y su amiga fumaron bastante, se notaba que lo habían hecho antes. Cuando extendieron la mano no quise decir que no y también fumé. El corazón me latía aceleradamente. Aspiré con todo. Tragué un poco de polvo, además del humo caliente y se rieron por mi ataque de tos. De pronto sentí un lindo mareo. Mi cabeza se llenó de frases ocurrentes. Tuve una necesidad enorme de hablar y no paré. Coloqué migas de galletitas en las manos extendidas del Cristo de mármol que había en la entrada de la iglesia. Unas palomas grises y lilas revolotearon y se llevaron todo en un minuto. Fue un flash.
Le pedí a Nico que me regale un joint y armó uno más chiquito. Lo puse en el bolsillo de la campera. Lo cuidaba como a un pichoncito en su nido, lo llevé apretado por si se me caía adelante de alguien en la calle. Tenía miedo de ir presa para toda la vida.
Caminé esas cuadras como si estuviera adentro de la caminata lunar, con la sonrisa pintada en la cara. Cuando llegué estaba toda la familia en el living. Por suerte no tuve que pasar por el medio para llegar a mi cuarto y zafé de toda esa muchedumbre que cepillaba frenéticamente el pelo del perro recién bañado.
Sentí unas ganas enormes de comer el alfajor Jorgito de chocolate que había comprado en el kiosco, de tomar un Nesquick, todo al mismo tiempo y me di cuenta que no podía hacerlo con los guantes puestos. Acerqué el Magiclik a la hornalla y vi como estallaban esas pequeñas chispas eléctricas de luz azul, y eso me causó tanta gracia que me tenté llevando la bandeja a mi cuarto.
La habitación seguía calentita .Prendí el Winco y elegí Especies del Volúmen I de Pappo’s Blues. Me tembló el pulso hasta dar con el surco porque no era el primer tema, tampoco el segundo. Apoyé la púa sobre el disco y subí el volumen. La música sonó como nunca antes adentro de mi cabeza.
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La luz celeste del televisor ilumina el sillón donde papá se sienta a tomar la última ginebra con hielo de la noche. Sus ojos se ven más grises que azules, se le notan los pelos desprolijos de la barba sin afeitar. Le quedan unos pocos cigarrillos en el paquete que guarda en el bolsillo del pijama de tela que le regalamos para su cumpleaños número 50.
Tirados sobre la alfombra imitación persa no podemos dirigirle la palabra. Ni un murmullo. Mamá duerme profundamente, se levanta a las seis de la mañana para ir a la oficina y nosotros esperamos ansiosos como si esta serie fuera la única satisfacción de la vida. A veces los extraño tanto que me quedo a dormir a pesar de estar recién casada. Ellos me lo advirtieron – Estás segura de querer hacerlo a los 19 años?
Mi habitación sigue igual. El póster vertical donde a Janis le cuelgan un montón de pulseras y collares está aprisionado con chinches doradas en la puerta del ropero, el baúl antiguo, la lámpara turquesa, las sábanas bien extendidas de mi cama.
Siento sus latidos, la mirada hipnotizada delante del Zenith color 32 pulgadas que está sobre la mesita de madera y funciona también como bar. Ahoga con la palma de la mano el vaso de ginebra y derrite los cubitos de hielo. Comienzan Los Profesionales, la serie que dan en la trasnoche de Canal 9.
Después de unos minutos de trama un Ford Escort atraviesa la pantalla y estallan cientos de vidrios y ese efecto computarizado acentúa la acción. Sobre la música genial los protagonistas corren por un boulevard o una cornisa. Doyle con sus rulos, jeans y camperita, Body con saco y pantalón pata de elefante, muy al estilo Wilko Johnson. El jefe George Cowley, elegantísimo de traje y corbata cuelga el teléfono nervioso en el asiento trasero de un coche blindado. Son los encargados de cuidar jeques árabes, ministros, diplomáticos en problemas o a lores enamorados de adictas a la heroína. Son los policías secretos del CI5 (Criminal Intelligence Five).
Papá está compenetrado y mi hermano Federico también.
Los agentes disparan ametralladoras cortas, se comunican por walkie talki en medio del paisaje verde de la campiña inglesa, arrestan terroristas en Trafalgar Square, desactivan bombas a punto de explotar en el despacho de un embajador, corren por los techos de las fábricas de Manchester. Papá ama la cultura inglesa, sus trenes, sus autos, los corredores de Fórmula 1, a pesar de que lloró desconsoladamente por la guerra de Malvinas. Le atrae el idioma de pronunciación exagerada y las mujeres distinguidas de anteojos y polleras hasta la rodilla y pestañas largas que seducen contrabandistas.
Caliento café y lo sirvo en pocillos, es otro de los rituales de la noche. Se escucha el ruido de los últimos ascensores y también la descarga del inodoro del vecino del departamento B. En el corte publicitario papá nos relata entusiasmado los detalles del capítulo, retuerce su cuerpo en el sillón y hace ademanes, imita la voz del jefe Cowley, despierta al perro con una caricia nerviosa que no puede dominar.
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MI SOL
Recuerdo a Sol cuando era chiquita y no hace falta que cierre los ojos para verla. Me levantaba temprano y entraba en silencio a su cuarto. Ella dormía como un angelito en la cuna que mis primos , mi hermano, y yo habíamos usado. Era de madera y tirantes y se podía trasladar porque tenía ruedas grandes, aunque un poco ruidosas por el paso del tiempo.
Mi papá fue el encargado de restaurarla y lo hizo con entusiasmo y amor por la llegada de su primera nieta. Después de rasquetear con una espátula y sacar restos de pintura verde, la lijó con un fratacho al que le pegaba lijas de distintos grosores y frotaba por toda la superficie e incluso metía entre los huecos de los barrotes. La cuna quedó lisa, se veía el color de la madera clara y porosa. Papá era extremadamente prolijo y hacía todo con la precisión de un ingeniero y la pasión de un artesano y en pocos días quedó como nueva. La trajeron en agosto, un mes antes del nacimiento, atravesada por un moño lila y una tarjeta de bienvenida. Tía Sarita confeccionó las sábanas y también me regalaron una mantilla que abuela Graciana había bordado en Sicilia y era una reliquia de lino antiguo, salpicada de flores en color azul, vainillas y cintas de terciopelo que se pasaron las mujeres de mi familia de generación en generación.
Sol nació en medio de una gran tormenta de lluvia y rayos, la madrugada del martes 2 de septiembre de 1986. Cuando la vi por primera vez sentí que una ráfaga de emoción y amor entraba en mi corazón y cuerpo para siempre.
Yo tenía 22 años y experimentaba una felicidad única, la más importante y profunda de mi vida y al mismo tiempo sentía miedo y hoy pienso que es lo mejor que le puede pasar a una madre primeriza. No hablo del miedo que paraliza, sino del miedo que abre un gran signo de interrogación y lo cierra naturalmente a medida que pasa el tiempo.
Los primeros meses durmió en un moisés de mimbre que compré en el Tigre, al lado de mi cama en el departamento de dos ambientes que alquilábamos en el barrio de Nuñez, muy cerca de la cancha de River Plate. Le había decorado el dormitorio con muñecas de trapo que cosí antes de saber su sexo. Mis amigas decían: - Y qué vas a hacer si es varón? Y les respondía que si era varón se las iba a regalar a Dafne que un año antes había tenido a Laila, o a Mariana que tenía a Lucía.
La pasé a su habitación y fue directamente a dormir a la cuna. Mientras sus ojitos se perdían mirando los móviles de animales de colores que colgaban del techo, yo tiraba la cuerda de un sonajero musical con forma de conejo y ella agitaba sus pequeñas piernas y brazos explorando el cosmos que la rodeaba. Todos los días me regalaba una sonrisa o algo nuevo, como mantener erguida la cabeza, sentarse sola, gatear, los primeros logros del crecimiento. Más tarde las papillas. Le gustaba comer y yo me esmeraba haciéndole sopas, puré de zapallo y zanahoria o comidas sanas que veía en los programas de televisión o rescataba de revistas femeninas.
Jugaba con ella, leía cuentos, cantaba canciones y me quedaba dormida en una cama improvisada que había construido con un colchón para no moverme de su cuarto. Ya pasaron veintinueve años. Aún conservo en mi memoria el perfume de su piel, su sonrisa dulce y la ternura infinita de los primeros abrazos.
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Muerte de Perón
El linyera del barrio está trepado en el tobogán de la plaza y da un discurso. Murió Perón y nos quedamos paralizados escuchando sus palabras. Llora desconsolado, se repone y arriba, tocando el cielo ahumado de este julio que comienza, suelta una carcajada borracha que nos asusta y todo termina en un Viva Perón Carajo!
El Indio Fernández baja tambaleando. En una mano la botella de Resero blanco sanjuanino, en la otra una bolsa donde guarda un par de zapatillas rotas, un peine y una camisa apelmazada. Lo ayudamos y nos acaricia la cabeza en señal de agradecimiento. Tumba el aliento a vino que sale de su boca de escasos dientes. Tiene el pelo como Chirolita, duro y piojoso, las manos hinchadas y las uñas sucias.
Estamos mi hermano Federico y yo. La llovizna mancha de pecas el arenero y corremos hacia las hamacas. Hacemos fuerza con las piernas y la espalda. Saltamos y en la caída quedan marcadas las huellas del nuevo récord.
Los obreros de Entel dejan de trabajar, hay cables telefónicos desparramados por la calle Ciudad de la Paz, los negocios comienzan a bajar las persianas, los colectivos van despacio por el empedrado resbaladizo. La gente camina con la cabeza gacha. Unas horas antes papá me fue a buscar a la escuela y cuando llegó la bandera no estaba a media asta. Enfurecido entró a la dirección y se indignó cuando la secretaria le dijo que no habían recibido órdenes para hacerlo.
–Señorita se murió el Presidente de la Nación, haga el favor de respetar el dolor del pueblo!
Una llovizna persistente estampa la ciudad por varios días. Nunca vi tantas caras tristes. Isabelita con su rodete llora en blanco y negro desde el televisor enorme que compraron en Fravega con el último aguinaldo.
Ahora papá se viste para ir al Congreso. Se pone el traje tizado, la camisa blanca y la corbata. Lo ayudo a abrocharse el botón del sobretodo y lo acompaño hasta planta baja. El portero abre la puerta de calle y lo abraza: -Qué vamos a hacer sin el general?
Siento un miedo nuevo. Toda la gente lo siente. Ya no voy a ver la sonrisa de Perón pasando por Cabildo con su comitiva rumbo a la casa de gobierno, tampoco lo voy a saludar emocionada, agitando mi mano. Soy una pequeña peronista. Pero qué puedo hacer? Es lunes y no tenemos clases hasta el jueves, entonces saco mi álbum de figuritas de Cenicienta y la Plasticola y abro los sobres que me dejaron anoche sobre la mesita de luz.
No quiero moverme del televisor justo ahora que veo como todos cantan Perón Perón que grande sos y tiran flores encima del féretro que marcha despacio por las calles de la ciudad. Es una caravana interminable. Jóvenes con pantalones anchos y gamulanes alzan y agitan sus paraguas. Repiten una y otra vez las palabras lealtad, independencia, revolución y patria.
De pronto aparece un perro negro largando espuma por la boca. Es flaco como un alambre, los huesos le marcan el contorno del cuerpo sin grasa, aprieta el hocico, muestra las encías y gruñe. Tambalea de un lado a otro desconcertado, lo quieren linchar, pero escapa como puede. El primer plano de la cámara de Teleonce poncha sus ojos amarillos de diablo y el periodista dice que tiene rabia. La gente se abre a su paso. El perro encuentra un hueco que le permite escapar y corre con el último aliento hacia el abrigo de una vieja que se anima a acariciarlo.
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Bajo el agua
Sentados sobre un tronco a la orilla del río, en un picnic improvisado, nos divertimos contando historias de la niñez mientras tomamos té frío. Es un mediodía pegajoso del primer febrero que pasamos en la isla. Todavía brillan las hojas, las abejas escarban las glicinas y comparten el espacio con algunos colibríes que flotan agitando sus alas. Cada tanto me zambullo y le dedico a Max una vuelta carnero o la plancha y él mira contento mi bikini apoyado sobre la baranda del muelle.
Al atardecer salimos a caminar embadurnados de Off. Tengo una canasta de mimbre para juntar ciruelas, él un machete afilado para desmalezar senderos y su palo de pirata. Caminamos por el borde del arroyo Caraguatá y el Canal Ortiz serpenteando paisajes abarrotados de sauces y casuarinas, arbustos y juncos, pisando pasto grueso, perseguidos por perros sin dueño que no paran de ladrar. Cada tanto descubrimos en el parque de alguna casa centenaria un ceibo en flor o una palmera altísima.
Max pone a Smith Casey. Se sienta frente al cuadro que está pintando, lo mira y carga la paleta de óleo color ocre y azul talo y comienza a raspar la madera con un pincel de cerda dura. Transforma una mancha deforme en un cielo tormentoso y así se pone el cielo en la isla. El viento sopla fuerte y más fuerte y se desploma. Flamean hojas, pétalos y los pájaros se esconden en sus nidos. El olor de río que sube se mete por todos lados y el blusero que suena tiene una voz desgarradora. Que tristeza, llega la crecida.
Subimos las sillas, la garrafa sobre la mesada, desconectamos la heladera. Max amarra la mesa de algarrobo que está afuera al tronco de un árbol. Hay suficiente agua potable en los bidones? Acomodo como puedo las provisiones en el pasillo de la planta alta, monto una cocina y espero los cambios del paisaje mirando por el ventanal. El camino de piedra se inunda, los pilotes comienzan a desaparecer en el barro. Max alerta como un Capitán - Las velas! El farol de noche! - Pero que carajo pasa…nos vamos a quedar sin luz?
Estamos bajo el agua.
El río transporta sobre su cauce los desechos de la naturaleza enloquecida. Troncos perdidos, plantas que se ahogan, camalotes sin rumbo, peces muertos. Comemos a la misma hora de siempre sentados sobre la cama. Algunos minutos más tarde se corta la luz y está todo negro porque ni siquiera hay luna. El viento no para. Quiebra ramas, tira cables, suena tenebroso y entra por el filo de la ventana. Adentro las velas reflejan las siluetas de los árboles, se ven ondulantes y siniestros sobre las paredes blancas. Me aferro al piso de la habitación. Tengo miedo. Pero me da vergüenza demostrárselo a Max, porque él se siente vigoroso disfrutando la tormenta. ���W^�g
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