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Sin mesías, sin semidioses... con Messi
Crecí con una concepción de fútbol mesiánica por formación cultural y contexto histórico, necesitando siempre en mi equipo –quizás en mi vida- a un mesías, a un semidiós capaz de desafiar a gigantes, preparado para vencer leyes gravitatorias con su físico y entendido para aplicar física cuántica en balones.
Esa fue mi realidad, mi existencia. Desde que mi memoria funciona esto siempre fue así. No concebí jamás que algo no encuadrara dentro de esta matriz que siempre fue mi manera de vivir, de sentir, de sufrir y de disfrutar al fútbol.
Alguna vez me convencí de que todo era un error, mucha angustia, mucho dolor, mucho que jamás pude poner en palabras se apoderó de mi pecho y me llevó a asegurar que jamás habría otro como el Pelusa de Fiorito. Un esquema rígido que marcaba mi respirar y cada latido del bobo comenzaba a romperse desencantando mi romántica percepción del fútbol y de la vida. No habría otro como mi semidiós –nunca- y, con el tiempo en contra, empezaba a bajarlo del altar volviéndolo cada día más humano y miserable como yo.
Ya sin mesías y acostumbrando mi cabeza a que jamás volvería a existir uno, me tocó vivir sin brújula, haciéndome cargo. Intentando crecer, sin posibilidad de andar sabiendo que él andaría por ahí forjando una nueva ilusión que ayudara a encontrar algún sentido.
En lo personal, de una manera o de otra, hallé respuestas a preguntas que jamás había formulado. Elegí una carrera, formé una familia y me volqué a otra clase de placeres terrenales. Hice lo necesario, lo que me salió, lo que pude a partir del vacío que quedó cuando el semidiós se desvaneció.
Hoy es distinto. Los semidioses jamás volverán, no para mí. A quienes encontraron a otro puedo comprenderlos pero no acompañarlos. Cómo no caer en la tentación de enarbolar las banderas de un Messi- Messias cuando sin buscarlo se erige como el más grande de su Tiempo, quizás como el mejor de la Historia. ¿Cómo no exigir resultados y títulos a ese hombrecito que puede pintarte la cara en cualquier jugada y, antes de terminarla, lavártela y volvértela a pintar?
No los acompaño. Yo elijo ser su admirador, su ferviente fan, yo decido disfrutarlo, acompañarlo en su propia travesía, le deseo que nunca deje de crecer, que no deje de levantarse nunca como hace en la cancha cada vez que cae, que su espíritu se libere de todos los fantasmas que lo merodeen, que siga creyendo en él. ¡Que crea!
Yo amo a ese tipo que me llena de instantes de felicidad, que me permite soñar despierto, que me acompaña –siempre- sin saberlo, sin elegirlo. Yo le deseo lo mejor, yo anhelo verlo en lo más alto de sus sueños. Lanzo desde casa cada haz de energía positiva hacia su figura porque creo en él, porque disfruto verlo bien, triunfando, sintiéndolo realizado.
Yo quiero que la selección gane todo, siempre, no importa cuando lo leas. Y si hay un deseo más fuerte que ese… sí, lo tengo. Pero paradójicamente no puedo dejar de ser egoísta, quiero que Messi siga jugando en la selección y que gane el próximo mundial. Quiero disfrutar de eso, lo quiero ver feliz y bien arriba. Es más, no me importan tanto los resultados como sí verlo triunfando a él.
Gracias Messi por todo, no importa qué suceda o qué decidas, vos pensá en vos, pensá en tu familia. No tenés por qué cargar con los deseos de todos nosotros, olvidanos –sé que es difícil-, pensá qué necesitás vos y qué es lo mejor para vos.
Sé feliz, de todo corazón.
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Los Errabundos
Hoy… algo cambió. Todo bien, pero… ¡no!
Caminaba rumbo al trabajo como todos los días antes de que amanezca cuando crucé como todos los lunes al grupo de pibes “haciendo esquina” con algunas cervezas en sus manos, con dos o tres cigarros y con un porrillo que giraba cual pipa de la Paz. Todo bien, todo normal, son buenos pibes, no molestan, incluso, acostumbran practicar el ejercicio de no abandonar los buenos modales, te tiran un “buen día”, se corren liberando el paso cuando quienes necesitan pasar sienten obstrucción en su trayecto; tristemente, comprenden de prejuicios y evitan exponerse con libertad cuando quienes pasan podrían horrorizarse. Todo bien, pero definitivamente, hoy… algo cambió.
Estando de ellos a menos de quince metros escucho algo desgarrador, de uno de sus celulares muy modernos –seguramente costosísimos- sonaba de manera temeraria algo que intenté procesar con estupefacto pavor hasta comprender de qué se trataba: una pegadiza ¿melodía? que invitaba a “tumbar la casa” a una “mami”.
¡Oh, Dioses del Rock, hagan algo!
Sí, los pibes del barrio escuchaban reggaetón. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho el barrio para merecer esto? ¿No les hemos dado suficiente amor? ¿Acaso se trata de una rebeldía gratuita que, como en todo adolescente, busca oponerse sin sentido a quienes los han criado?
“Tenemos que hacer algo” me dije con la desesperación de quien quiere dar vuelta el partido cuando ya le echaron a tres. “No podemos resignarnos y nada más” pensé. Hay que intentar persuadir a esa juventud descarriada sobre las bondades de nuestro Rock, hay que salir a predicar sobre nuestros Dioses con la templanza que lo hacen los Testigo de Jehová, no podemos permitir que el mal triunfe. Esto es serio. Esto no es joda.
Por la noche, antes de llegar a casa me fui para lo del Peluca, estaba angustiadísimo, le pedí un par de envases y me fui a comprar unas frescas a los chinos de la esquina. Volví y entre trago y trago, le conté todo, con angustia, con vergüenza y con algo de esperanza también. Con el Peluca, hacía algo más de diez años que habíamos disuelto a Los Errabundos, nuestra banda tributo a Callejeros con la que tocábamos todos los fines de semana en alguna de las casas del barrio, a veces en algún cumpleaños, otras para algún casamiento, y otras sin excusa, sólo tocábamos.
Yo le prometí al Peluca que Los Errabundos jamás íbamos a volver a tocar, yo le pedí que de ningún modo volviéramos a hacerlo. Yo era un muchacho de veintitantos cuando Nachín quedó, como tantos otros, tirado en el piso de Cromañón.
Les juro: no podíamos -no debíamos- tocar sin él. Los Errabundos murieron con él ese 30 de Diciembre fatídico, pero a la vez, Los Errabundos son una herida profunda que frente a esta realidad estoy dispuesto a salar.
-Sí Peluca, creeme. Los pibes escuchaban reggaetón, no escuché mal. Vos sabés que hasta que no tomo el bondi no me pongo los auriculares porque prefiero ir atento.
-Bue, bue, bue, ponele que sí, ¿Y?
-Cómo que “¿Y?” ¿Vos sos boludo Peluca? ¿A vos no te importa nada la Concha de Tu Madre? ¿Vos no tenés memoria?
-Cortala, ya me vas a volver a salir con mi pasado cumbianchero. Te conozco, no me rompas los huevos, es tarde, y mañana laburo, dale… cortala. Apuremos el trago y nos vemos.
-¡Cortala un carajo! ¿Cómo podés lavarte las manos así? Te cagás en los pibes, te cagás en Nachín, te…
-Te estás yendo al carajo, ¡no metas a Nachín en esto!
-¿Cómo querés que no lo meta? ¿Qué me vas a pedir... que lo olvide? ¿Qué haga de cuenta que nunca existió?
En el preciso momento que me levanté y que decidí irme después de los infinitos minutos que permanecimos en silencio, el Peluca me agarró de un brazo bien fuerte, me miró con unos ojos que jamás volveré a ver en nadie –ni siquiera en él- y, después de un instante que guardaré por siempre entre esos momentos eternos que te permiten ver, sentir y conocer La Verdad sobre todas las cosas que aún no nos hemos preguntado, me dijo: Será por los pibes, será por Nachín, pero Los Errabundos no vuelven, vamos a tener que llamarnos de otra manera.
Hacía casi un par de décadas que el Peluca y yo fuimos esos mismos pibes que hoy escuchaban reggaetón, que ayer escuchábamos cumbia. Fue Nachín el que nos rescató aquella inolvidable tarde de sábado que se acercó a nuestra esquina con una viola en la mano para invitarnos a su casa a zapar un rato y para hablar de música. Todos conocíamos a Nachín del mismo barrio, él era más grande que nosotros y más chico que nuestros viejos, cuando estaba en su casa se pasaba todo el tiempo con la guitarra en la mano, cuando nosotros llegábamos se desvivía por hacernos escuchar algún tema de Pappo, de Pescado Rabioso o de Los Redondos.
Él fue único, era un alma libre y comprometida, era nuestro humilde gurú, un semidiós con guitarra eléctrica que por momentos fue nuestro padre, que a la distancia lo comprendimos hermano, que en nuestros corazones vive aún gigante, tanto como lo fue aquella noche que volvió a entrar a Cromañón para sacar gente hasta que ya no pudo.
En tres o cuatro meses con el Peluca atrapamos a todos los pibes del barrio, dos o tres días por semana nos juntamos a zapar en su casa o en la mía, hacemos Rock, nuevamente somos Rock.
Más temprano que tarde con los chicos formamos nueva banda para el barrio, somos una nueva revolución, ya no somos Los Errabundos, somos Don Nachín, somos Rock.
Dedicado a todos los pibes que hacen Rock y a todos nuestros Santos que desde hace más de diez años nos cuidan desde arriba.
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Mil Abrazos
¡Qué tristeza, cuánto dolor! ¿Viste cuando la angustia te toma el pecho y no podés hacer otra cosa más que sentir eso? Bueno, siento en él cada latido lento y apesadumbrado, percibo en cada inspiración un lento sufrir resignado que no puede olvidar qué está pasando, qué va a ocurrir, ni –mucho menos- todo lo que aquella noche del 30 de diciembre de 2004 sucedió.
Yo nunca fui un superfanático de Callejeros, me gusta el Rock, mucho. Admiro y disfruto de los Rituales, de cada una de las costumbres inherentes a esta música que vertebra de principio a fin mi existencia. Soy de los que no concibe vivir sin Rock, por momentos juego a ser un fundamentalista de este género y me ensaño despectivamente con los de otras tribus, con cumbiancheros y reggaetoneros especialmente.
Acabo de escribir con un gran esfuerzo “género” como si fuera cierto que íntimamente entendiese que toda la música convive en el mismo firmamento y se halla subdividida bajo tales rótulos, lo hago por respeto a terceros y a sus gustos, en mi alma la Música es Rock, no hay más que ello: Rock.
Me gustaba Callejeros. Me gusta Callejeros. Me gusta el Rock.
Soy de los que pueden resignarse a que la ¿justicia? existe y es meramente subjetiva como todo lo que el hombre puede definir, como lo es también el mismo ser humano, ni más ni menos que una construcción social, cultural, compuesta de subjetividades, en muchos casos en base a viejos consensos mayoritarios no compartidos por mí. No creo del todo en la ¿justicia? pero elijo respetarla. Intento ser ¿civilizado?
No creo –definitivamente- en los castigos, no concibo que una pena pueda “moldear” a una persona, hacerla deponer su actitud o “enderezarla” a gusto de la sociedad. En algún caso puedo conceder que por miedo funcione, que por temor a un castigo –o pena- alguien modifique su accionar. Pasa que soy de los que consideran que nada bueno puedo edificarse sobre las bases del temor, siento que nadie puede desarrollarse positivamente cuando el motor que lo impulse sea el miedo al castigo, el sufrimiento o la congoja.
Paradójicamente, sí creo en que todos podemos cambiar, mejorar o, sencillamente, comprender que hemos cometido errores y elegir no volver a incurrir en ellos. También creo que eso puede lograrse desde lugares luminosos, desde ambientes positivos, a partir de un trabajo social que acompañe a quien lo necesite. Lejos estoy de creer que un sistema carcelario sea génesis de cualquier cambio que valga la pena.
Tal vez, deba aclarar que por más equivocado que aparente estar viviendo, no me da temor profesar que no creo en las penas como “castigo”. No me interesa el “ojo por ojo”, pienso que el sufrimiento como moneda de pago por los errores que hayamos cometido son un sinsentido. Acepto críticas sobre este y todos los puntos que, las más de las veces, me para en la vereda de enfrente de casi todos; pero así pienso.
Insisto, nuestra sociedad jamás podrá hacer cambios radicales castigando o atemorizando a las personas que se equivoquen.
¿Cómo podrá lograrlos? Deberíamos ponerlo sobre la mesa para dialogar –no hoy-.
Hoy la angustia sigue creciendo. Más allá de las Banderas y del Aguante incondicional que una parcialidad hace a los Artistas de Callejeros, cuando en algún medio o red social veo a los ojos de cada uno de ellos, sólo puedo percibir dolor que imagino ya que, probablemente, nunca llegaré a sentir en su total magnitud tal como ellos. En esos ojos con miradas de Rock se reflejan sentires que sólo esos Músicos pueden vivenciar, da tanta pena saber que mil abrazos no podrán contra eso. ¡Da tanta impotencia saber que ni mil recitales curarán sus heridas!
Yo no quiero ni podría olvidar a los que desde aquella noche ya no están. Sólo que… ya no están. Y no intento minimizar tan trágico hecho, pasa que la torpeza de las palabras me juegan una mala pasada, sabemos que sí están: en los que sobrevivieron, en sus familias, en el inconsciente colectivo del Rock, y aunque sólo importe a pocos, sobre todo permanecen en las miradas de cada uno de los Músicos de Callejeros.
¿Cómo creen ustedes que ellos viven el día a día? Yo no lo sé, no estoy seguro, ni siquiera puedo intentar ponerme en sus zapatos. Sí sé que sigo sintiendo que es una aberración el hecho de que tengan condena firme.
Si me permito una vez más creer en la subjetividad de la ¿justicia? y ¿acepto? la culpabilidad de sus actos, definitivamente no puedo aceptar que ir a la cárcel algunos años sea un hecho que socialmente pueda considerarse -por alguna razón- positivo para todos, mucho menos para ellos.
Toda la tristeza y el dolor que viene ahogándome me lleva a escribir estas líneas que entiendo que aunque pueda enojar a muchos, a la vez, deben representar a miles.
Quisiera creer que el poder sanador del Rock bastará para ver en esta vida que el dolor de esos ojos algún día se extinguirá, que sus fantasmas se harán Música y que nuestras almas poguearán en secreto sacudiéndose todas las penas hasta alcanzar la Paz
¡Cuánto siento que mil abrazos no basten!
@PhilConnors2F

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