Don't wanna be here? Send us removal request.
Text
Desaparecidos
Mi nombre es Lucía y tengo veintitres años, esto que voy a contar me sucedió hace unos años en mi ciudad natal. Tenía diecisiete años y todavía vivía en Bogotá, en un barrio de clase media-alta. Este barrio se llama Usaquén, en el que había crecido y en el que vivía mi familia desde hace muchos años. Nuestros vecinos se conocían todos entre sí, incluyéndonos a nosotros, que también los conocíamos a ellos. A tres casas de la mía, en la acera del frente, vivía Andrea y su familia. Andrea era menor que yo por dos años, pero era lo que en ese momento era mi mejor amiga. Medía un metro setenta, tenía la piel color caramelo, cabello negro y casi siempre tenía una sonrisa en la cara. También tenía una afición por el ocultismo, las historias de terror y se la pasaba leyendo libros y artículos de brujería. A veces solía irse en bicicleta a pasear por el cementerio de Usaquén que no quedaba tan lejos de nuestra cuadra. A mediados de marzo de mi último año del colegio, se hizo viral el caso de una serie de adolescentes que desparecían sin dejar rastro por los alrededores del barrio, alarmando a todos los padres, escuelas y policías del sector. Durante esa misma época, Andrea se obsesionó con un libro que encontró en una libreria sin nombre que quedaba en el centro de la ciudad, que es la parte colonial también. Este libro tenía tapa dura y morada, pero fue lo único que llegué a ver de él, ya que cada vez que intentaba echarle un vistazo, Andrea lo cerraba e inventaba una excusa para irse lo más rápido posible. Una tarde yo me cansé del juego del misterio que se traía con ese libro y se lo quité de las manos, abriéndolo en el momento. Símbolos crípticos, párrafos de cuatro centímetros de longitud en el que pude distinguir palabras como "culto", "ángel", "la última verdad" o "el caído del cielo". Andrea reaccionó como si hubiese cometido un sacrilegio y me acusó de haberle faltado el respeto a ella y a su familia, y como consecuencia de esto me gané un escarmiento de mis padres, ya que al parecer Andrea les inventó una historia de verdadera tragedia, con golpes y patadas incluídas. Me gané un castigo de un mes sin salir, solo ir y volver de la escuela, aunque tampoco tenía muchas ganas de salir para ese entonces por el escándalo de los desaparecidos. El mes pasó rapidamente ya que al parecer yo también me obsesioné con aquel libro, buscando en internet y haciendo maniobras para buscar una biblioteca sin nombre cerca de mi colegio, que convenientemente también quedaba cerca del centro, aunque fue una búsqueda sin frutos. Pasó un mes y no supe nada de Andrea, no se conectaba en sus redes sociales, no contestaba mis llamadas, nada de nada. Una noche en la que salía tarde del colegio, alrededor de las diez, las calles estaban especialmente solas y calladas. Se me hizo raro ya que era viernes y siempre solían salir los muchachos a irse de fiesta, pero no le di tanta importancia y lo atribuí a un asunto de la casualidad. Las calles tenían olor a sepulcro, esa clase de olor que vuela en el aire de todos los funerales y se queda impregnado pegajosamente en la ropa. Hacía más frío de lo normal y había una leve bruma que se ceñía al asfalto, dándote la sensación de estar caminando por las nubes, pero unas nubes subterráneas, unas nubes que te salvan de caer al oscuro abismo reclamando tu nombre. Al llegar a la calle que da con mi casa, vi salir a Andrea corriendo de su casa, viendo hacia atrás nerviosa, como si huyera de algo que estaba adentro de su casa. Le grité pero no me escuchó y eché a correr donde estaba ella a todo pulmón, preocupada por su salud. Se dirigía corriendo cegada por el miedo, y yo corriendo detrás de ella cegada por la preocupación. Sin embargo, ella ni me veía ni me escuchaba, solo corría como pollo sin cabeza, presa de su desasosiego. En algún determinado momento, la perdí de vista. Eran ya alrededor de las once de la noche y estábamos llegando al cementerio. Mi primer pensamiento fue que quizás ella vio en aquel cementerio una zona de comfort, así que entré sin medir las consecuencias. Vaya error. Ella solía visitar un panteón que quedaba bien adentrado el cementerio, de particular belleza ya que era custodiado por una estatua de ángel perfectamente esculpida. Emprendí mi búsqueda cuando caí en cuenta que podría estar ahí y después de caminar un poco más de la mitad del trayecto, fue que caí en cuenta de lo que estaba pasando. Una procesión de quizás unas treinta personas vestidas de negro, con las cabezas ocultas detrás de pesadas capuchas, escoltaban a otra persona más alta, también encapuchada pero vestida de rojo. Les pregunté si habían visto a mi amiga pero no me escuchaban, tampoco volteaban a mirarme. Cuando me acerqué a preguntarles de nuevo, me llevé con la sorpresa de que cada uno de los que estaban vestidos de negro eran aquellos adolescentes que habían desaparecido, ya que cada una de sus caras salían en los periódicos y canales de televisión nacional. Me quedé pálida al ver el último rostro de aquella fúnebre caravana: una chica de unos quince años, de piel color caramelo y cabello negro. Era Andrea. La figura vestida de rojo se acercó a mi, se quitó la capucha y vi un rostro demoníaco con dos ojos prendidos en fuego, mientras sostenía un libro con tapa dura morada. Caí desmayada al instante, como si esos ojos hubiesen envenenado mi alma y su reacción natural fuese perder el conocimiento para no seguir envenenándome con sus malévola mirada. Me desperté sola, en el mismo lugar, pero tres horas después. No volví a verla nunca más, un rostro más a la lista de desaparecidos.
0 notes