robbiestawarski
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Turning lovers into rubies
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It's like you tore a page out of the playbook and you've been trying to re-event the airplane, folding over and over, using the same piece, until there's a crease running in every direction and that shit won't fly.
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robbiestawarski · 3 years ago
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robbiestawarski · 3 years ago
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—Shane Koyczan, from Remember How We Forgot
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robbiestawarski · 3 years ago
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aleksandra waliszewska // yves olade // joy priest, horsepower // richard siken, wishbone
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robbiestawarski · 3 years ago
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i’m fine all day and then i remember Love, for you, is larger than the usual romantic love. It’s like a religion. It’s terrifying. No one will ever want to sleep with you
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robbiestawarski · 3 years ago
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robbiestawarski · 3 years ago
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robbiestawarski · 3 years ago
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Br0k3n h3art
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robbiestawarski · 3 years ago
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robbiestawarski · 3 years ago
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robbiestawarski · 3 years ago
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Robbie, the mortal
It's like you tore a page out of the playbook and you've been trying to re-event the airplane, folding over and over, using the same piece, until there's a crease running in every direction and that shit won't fly.
— Shane Koyczan
Robbie lleva un buen rato recorriendo las calles con el atardecer pisándole los talones.
De todas formas, la noche acabará pillando a la chica que camina muy despacio porque está cansada. Vuelve a lo que queda de su casa con las manos vacías. Ni tiene la droga ni tiene el dinero, lo que significa que su situación no ha cambiado. Se ha fumado medio paquete de tabaco en menos de una hora, pero sabe que eso no va a matarla. Robbie no puede irse, ¿verdad? Tiene dos hermanos pequeños de los que cuidar, un montón de facturas que pagar y una madre moribunda atada al cuello. Puede que por eso le pesen tanto los pies: arrastra demasiado peso.
No ha sido siempre así, piensa, con los ojos cerrados mientras dibuja un círculo de humo con los labios. Rara vez se permite pensar en esos días, pero hoy está cansada, cabreada y sus muros tiemblan. Se jura que puede oír los frenazos de las bicis, a Colton decir una gilipollez sobre princesas y espadas, el eco de un balón contra los graffitis del parque.
La pistola que guarda en el bolsillo derecho de la harrington negra se queja, la reprende por no haber apretado el gatillo. No hubiese servido de nada. Kevin tendría una bala en los sesos, pero su deuda no dejaría de multiplicarse como un puto banco de peces. Aunque le ha faltado poco y no sabe cómo se siente al respecto. ¿Sería capaz de convertirse en una asesina con tal de defender el castillo? Por qué no, ¿no? Ya lo ha apostado todo, no puede empezar a reducir la dosis de somníferos que le da a su conciencia solo porque el monstruo tiene dientes.
Encontrará otra manera. Siempre la encuentra.
Cuando llega al número doce, el sol ya se ha escondido. La chica se hace pequeña dentro de la ropa negra y se queda quieta a este lado de la verja como si no fuera bienvenida. Le devuelve la mirada a las calabazas que hay apostadas a los pies de la puerta. Gruñe y da una patada a la reja oxidada, que se abre, se cierra y vuelve a abrirse. Ha roto otra promesa, y eso significa que hay una madre muriéndose en casa y dos corazones rotos; tan rotos como rota está la bici plateada que se ha corroído en el jardín después de más de cuatro años sin que nadie haya vuelto a usarla.
Robbie se frota los ojos. Recuerda las súplicas de Kevin, la invitación a una fiesta que la espera en el escritorio y el dinero que le debe a un fantasma. Se recompone. Puede hacerlo. Se lo ha repetido tantas veces que un día empezó a creérselo, así que hoy también se lo cree. Más o menos.
Cruza la reja y recorre el camino empedrado mientras busca las llaves en el bolsillo de la chaqueta, donde también guarda el zippo que era de su padre, unas cuantas monedas y un porro. El recibidor huele a té recién hecho y a galletas de jengibre cuando entra en casa, por eso sonríe sin querer. Lanza las llaves al mueble de la entrada y luego se acuclilla para quitarse las vans negras. No puede evitar fijarse en los garabatos de pintura amarilla y rosa que decoran los laterales de la tela. ¿Cuántos años han pasado desde que sus amigas las pintaron?
Lanza el calzado como si le quemaran a los pies del mueble, junto a las botas para la lluvia y los zapatitos que parecen de cristal y que su hermana solo tiene permitido ponerse los viernes. Abre el cajón y guarda la pistola bajo un montón de cartas con sellos rojos y sin abrir. Se deshace de la chaqueta que después cuelga en el perchero y se encamina al salón.
—Es muy tarde —alza la voz—. ¿No deberíais estar esperando con los disfraces puestos y ya preparados para salir? ¿Se ha cancelado Halloween o qué? Sé que os dije que íbamos a preparar las calabazas esta tarde, pero he tenido que hacer horas extra en…
Robbie se detiene en el umbral del salón.
Nunca ha mirado a la muerte a los ojos, aunque estuvo muy cerca de ella alguna vez, como la noche de la sobredosis a los dieciséis o el golpe que se dio en la cabeza jugando a fútbol cuando tenía catorce años. Pero podría decirse que esas veces la muerte la miró a ella y no al revés.
Hoy, la muerte comparte mesa con Odette y Knox.
La parca, por supuesto, viste de negro y se ha presentado en su casa como un chico de veintitantos de sonrisa afable, pelo rubio desgarbado y ojos de un azul grisáceo. La muerte ha venido a cobrar y Robbie sabe que lo único que podría llevarse es lo poco que le queda. Eso explica que esté paralizada. Que antes de que pueda florecer la rabia se quede atrapada en ese capullo que está hecho del miedo más visceral.
Está pensando demasiado rápido y demasiadas cosas a la vez.
Pistola en el recibidor. Niños en la mesa. Té y jengibre. Un puzle de cien piezas.
—¡Robbie!
¿Cuántos segundos han pasado desde que ha entendido que ellos lo saben? Robbie parpadea y suelta el aire que ha estado conteniendo sin darse cuenta cuando ve que su hermana pequeña se baja de la silla. No puede protegerla, ¿verdad?
Aunque la salvara de la muerte, no podría salvarla de la violencia.
Esto es culpa suya.
Esto está pasando porque ha vuelto a casa sin la droga y sin el dinero.
Su hermana rodea la mesa y se acerca a ella con una galleta en la mano. Lleva un disfraz de bruja que le va muy grande y el pelo recogido en dos coletas. Robbie busca marcas en esos mofletes pintados de blanco; busca pruebas de que ha sentenciado a lo que más quiere del mundo. Pero Odette no está herida. Está contenta.
—¡Tu amigo de cuando ibas al cole nos ha traído un puzzle de Frozen! ¡Me encantaaaaaa!
Hijo de puta.
—Lo hago todo yo, Rob —dice Knox desde la mesa, con la boca sucia de chocolate—. Ode dice que me está ayudando pero solo canta todo el rato. Es una pesada. Let it go, let it go!!
—¡No soy una pesada! ¡Él se ha comido cuatro galletas, Robbie! ¡Cuatro!
El niño va disfrazado de Spiderman, como cada año. Da igual las veces que su tutora legal le haya dicho que eso no da nada de miedo, quiere ser el amigo y vecino Spiderman y va a seguir siéndolo. Lo cierto es que ni Knox ni Odette se parecen en nada a su hermana mayor. Robbie siempre ha pensado que es una bendición que los mellizos de nueve años sean igual de rubios y guapos que su padre, aunque tengan los ojos pardos de su madre.
La muerte vuelve a sonreír y le dice:
—Tienes unos hermanos maravillosos, Robbie. 
Robbie reacciona. Aparta la mirada, se acuclilla, hace la mejor impresión de una sonrisa mientras acaricia las dos coletas de su hermana con los dedos y le susurra:
—Es Halloween, bicho. Hoy puede comerse cuatro galletas si quiere.
—¡Pero…!
—¿Dónde está la señora Duncan?
—No sé. —Se encoge de hombros—. ¿En la cocina? ¿Vamos a hacer truco o trato, Robbie?
—Sí. Sí. Claro que sí, pero tenemos visita, ¿eh?
Robbie ve a la asistenta aparecer en el salón. La mujer que tiene más de sesenta años, un repertorio de insultos infinito y el corazón más grande de toda Escocia, entra sonriente y con una cajita metálica azul a rebosar de shortbread. Borra la sonrisa para poner el grito en el cielo.
—¡Niña! Mira las horas que son. Ibas a estar aquí a las cinco y… —Deja la caja sobre la mesa. No parece muy contenta—. Este pobre chico lleva esperándote una hora. ¡Una hora! Después tendremos que oírte decir que no tienes amigos, ¿no? ¡Claro! ¡Cómo vas a tenerlos!
—No se preocupe. —El amigo parece cómodo; demasiado cómodo—. Lo hemos pasado genial. ¿Verdad, Knox?
A Robbie le hierve la sangre cuando el chico le revuelve el pelo a su hermano.
—Tonterías, tonterías —rezonga la mujer—. Robbie es una buena chica, muy trabajadora, ¿sabes, hijo? Pero me da a mí que esas compañías suyas son como poco cuestionables. A ver si tú consigues que siente un poco la cabeza, que parece que tú tienes la tuya en el sitio.
—Amelia. —Robbie se endereza y esconde las manos tras la espalda. Se clava las uñas en las palmas y sonríe, o algo así—. Había olvidado por completo que Scott iba a venir. Sé que es mucho pedir, pero ¿podrías hacer un par de horas más y llevar a los niños al centro?
—¡No! —exclama Odette en su lugar—. Pero Robbie, ¡yo quiero ir contigo!
—¡Buuuuuuagh! —Knox deja caer la cabeza en la mesa, harto de la vida con solo nueve años.
—Iré después, ¿vale? —les promete ella—. De verdad.
La asistenta rezonga una vez más y empieza a quitarse el delantal, airada.
—Tengo el cielo ganado, Stawarski. ¡El cielo ganado! Venga, vosotros dos. A por los abrigos.
—Pero si no hace frío —protesta Odette—. ¡Las brujas no llevan abrigos, Amelia!
—Spiderman sí que no lleva abrigo —apostilla el niño—. ¿Por qué te has pintado la cara? Las brujas no tienen la cara blanca, tonta.
—¡Claro que sí! ¡Claro que sí!
En lo que los niños abandonan el salón entre riñas, la señora Duncan se planta delante de Robbie. No es su madre, pero Dios sabe que ha hecho más veces de una que la suya durante los últimos años. Siempre ha tenido la mirada más expresiva del mundo y, ahora mismo, Amelia la está mirando como si supiera que la mayor de los hermanos Stawarski ha hecho un pacto con el diablo y el diablo ha venido a cobrar su parte.
No, hay pocas cosas que Amelia Duncan pase por alto.
Esta no es una de ellas.
—Le di la última dosis de morfina a tu madre a las cuatro. Le toca dentro de una hora.
Robbie asiente, aparta la mirada y responde en voz baja:
—Gracias. Te llamaré para saber dónde estáis.
—Seguro que sí. —Luego alza la voz para decir—: Un placer conocerte, chico.
—Lo mismo digo, señora Duncan.
Ninguno de los dos se mueve. La muerte sigue en la mesa rodeada de té, galletas de mantequilla y un centenar de piezas de puzzle sin montar. En cuanto oye la última protesta de Knox seguida de un inconfundible portazo, Robbie le da la espalda a Scott y se dirige al mueble de dos puertas del salón. Saca una botella de whisky, dos vasos y vuelve sobre sus pasos para dejarlo todo en la mesa con los pocos modales que ha tenido los últimos cuatro años.
Scott no media palabra, pero insiste con la sonrisa torcida y no le quita los ojos de encima. Ella se deja caer en la silla que antes ocupaba su hermano, coge uno de los vasos y da un trago.
—Es una casa preciosa, Robbie —dice él al cabo de los segundos—. Muy acogedora.
Pero la casa no es suya, ¿verdad? Solo es otro elemento de la larga lista de cosas que son su responsabilidad desde que su madre enfermó. Si hay algo que Robbie sabe a ciencia cierta es que las ratas como Scott huelen el miedo. Serían capaces de percibir ese olor incluso en las profundidades de las alcantarillas. Y ella está asustada. Al fin y al cabo, tratar con sus proveedores exige muchísima más entereza que encararse con unos cuantos niños mimados de instituto.
—¿Tú crees? Te la vendo. Sé por qué has venido.
—Claro que no. Si lo supieras, si de verdad lo entendieras, yo no estaría aquí.
Scott coge el vaso y se lo acerca a la nariz sin apartar la mirada de la chica. Al final, prueba el whisky mientras ella se ajusta un poco la máscara de invulnerabilidad y le dice:
—La venta se ha complicado, pero conseguiré el dinero.
—No me gusta nada el tiempo verbal que has elegido.
—Me he retrasado con el pago un par de semanas. Siempre he sido puntual, y él lo sabe.
—¡Eso mismo ha dicho, sí! Es puntual, tío, ha dicho, una de las mejores. Dos años ha tardado en tener una red de clientes habituales donde otros han tardado cinco, ha dicho también. Le gustas.
El chico se levanta y Robbie, por impasible que aparente estar, aprieta los dedos en el vaso. 
—En fin. —Scott sonríe y empieza a rodear la mesa—. Que no estamos cabreados porque te hayas retrasado un par de semanas. De verdad que no. Lo entendemos. Menuda puta mierda de situación, Robbie. Tu madre a punto de estirar la pata, tus hermanitos que quieren las deportivas más caras como todos sus putos amiguitos del cole. Facturas, facturas, facturas. ¡Jo-der!
Robbie no se mueve. Atiende al eco de los pasos del matón y considera sus posibilidades. Sabe que ahora mismo está justo detrás de ella. Podría girarme y partirle el vaso en la cabeza. Podría hacerlo. Lo ha hecho antes, ¿no? Una vez. Fue una mala noche. El alcohol y esa melancolía que tiene nombre no son compatibles. Podría repetir. Lo único que se lo impide es saber que no servirá de nada. Scott es una pieza reemplazable, como ella. Hoy es él, mañana será otro.
La chica se tensa cuando el matón le respira en la oreja.
—No —susurra el rubio—. ¿Sabes lo que sí nos cabrea? Que nos mientas. —Le aparta un mechón de pelo de la cara y Robbie cierra los ojos—. ¿De verdad pensabas que no íbamos a enterarnos de que has perdido un-puto-kilo-de-coca? ¿Sabes cuánto dinero es eso?
Claro que lo sabe, porque es el dinero que Kevin le debe.
—Treinta mil libras.
—Treinta y cinco mil. No puedes olvidarte de la comisión
—He dicho que conseguiré el puto dinero.
Pero no sabe cómo, claro, ni cuándo. Scott no ve ninguno de esos interrogantes en los ojos de Robbie cuando ella se gira para mirarlo directamente. Solo es una máscara, pero es lo suficientemente creíble. Es tan creíble que, a veces, también la ve en el espejo.
Scott se muerde el labio y asiente.
Lo siguiente pasa muy deprisa. Robbie nota el peso de la mano de Scott en la parte posterior de la cabeza y lo siguiente que sabe es que ha roto el plato de las galletas con la cara.
Cuando era pequeña era la niña más alta del colegio y, según cómo se mirara, la más fuerte. Su madre le dijo una tarde que volvió a casa con el ojo morado que los chavales deberían tenerle miedo a ella y no al revés. Así que, y como Robbie tenía solo ocho años, se lo tomó al pie de la letra y al día siguiente se aseguró de que el culpable volviera a casa con el ojo morado también.
Pero hoy ya no es nadie. Ya no tiene un grupo de amigas a las que proteger ni puede protegerse a ella misma. Hoy, ser la más alta y la más fuerte de la clase no le sirve de nada, porque por mucho que se revuelva sigue teniendo la cara pegada a la mesa y pequeños trozos de cristal clavados en la mejilla. Cierra los ojos y vuelve a abrirlos, pero no despierta.
La pesadilla solo acaba de empezar.
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robbiestawarski · 3 years ago
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Maeve Wiley🖕🏻
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