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Ultramarinos Fidel
Si atraviesas la calle González de la Vega, justo al final, antes de doblar la esquina, puedes encontrarte de bruces con la tienda de Ultramarinos Fidel. Así figura en el letrero que gobierna la entrada: ULTRAMARINOS FIDEL. Así, desde tiempo inmemorial. Puedo recordarlo perfectamente desde que era un niño. El establecimiento de Fidel se situaba frente al bar “Real Madrid”, el cual aún hoy a duras penas sobrevive; aún puedo visualizar su alargada barra de latón, su sombría y esporádica clientela y sus banderines conmemorativos de viejas hazañas deportivas.
Fidel ya por entonces tenía aspecto de anciano. Gastaba un poblado bigote gris acabado en puntas amarillentas, lo que delataba su avanzado tabaquismo. Lo recuerdo siempre enfundado en su sempiterna bata blanca de facultativo, salpicada de aleatorios churretones color pardusco. Si a uno le diese hoy por acercarse a aquella calle, tendría la oportunidad de ver con sus propios ojos exactamente lo mismo. Lo mismo que en el año 87, que en el 98 o en el 2021. El mismo mostrador de madera sin barnizar, los mismos productos con sus precios marcados en rudimentarios carteles escritos a mano, el mismo olor a alcanfor, a mueble de caoba, a meado de gato viejo.
Hace algún tiempo tuve noticia de que había sufrió un atraco. Rondaban las cinco de la tarde cuando dos encapuchados (aprovechando que Fidel se encontraba elevando la persiana) se le aproximaron cobardemente por la espalda, asestándole un golpe seco con la culata de una pistola en la base del cráneo. Este impacto lo dejó, según contaban las crónicas locales, gravemente herido. A pesar de lo espectacular del acontecimiento era de esperar que aquel no iba a ser ni mucho menos su final. Tuvo una recuperación lenta pero estable. En cuanto al botín fue más bien escaso: apenas un par de billetes y un puñado de monedas. No sé si esperaban dar el golpe de su vida, pero estadísticamente habría sido más fácil que hubiesen contraído una extinta enfermedad terminal que un suculento botín.
Fidel, una vez recuperado, volvió a sus quehaceres cotidianos como si nada hubiese pasado. Si decidieses, paseante, acercarte cualquier día de la semana a una hora indeterminada, de seguro que podrás encontrarlo allí en pie, incorruptible, tras el mostrador o apoyado en el marco de la puerta, firme, como el centinela de una ciudad sitiada.
Un poco más allá, a la vuelta de la esquina, sobrepasando la tienda de Fidel, se encuentra un pequeño local de materiales electrónicos. Alguien de mi familia contaba que mi bisabuelo (el cual se dedicaba al contrabando de tabaco importado desde Gibraltar) paraba a diario en una tasca que alrededor de los años 20 ocupaba ese mismo lugar. Poseía un desvencijado carromato tirado por un burro con el que se dedicaba, día sí, día también, a repartir por diferentes partes de la ciudad todo tipo de mercancías. La casa en la que vivía no quedaba lejos. Era esta, por lo tanto, su penúnltima, como homenaje a sí mismo largándose al gaznate un merecido último trago de licor. Cuentan que el burro realizaba una paraba en cada bar que interrumpía el trayecto de vuelta tras aquellas duras jornadas, sin que mi bisabuelo tuviese que darle instrucción alguna. Incluso se daba la circunstancia de que si salía con tal cogorza que lo incapacitaba para tomar las riendas de su rudimentario vehículo, aquel fantástico animal, por propia inciativa, se encargaba de conducirlo a casa sano y a salvo.
Es posible que Fidel y mi bisabuelo llegaran a conocerse. Todo es posible. Las capas superpuestas de la historia, lo que sobrevive, lo que ya murió, sigue de alguna manera vivo. Así al menos a mí me lo parece cada vez que paso por aquella calle que alguna vez fue.
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Infinitos y olvidados cuadros
Cuando vivía en Granada, a falta de mejores cosas que hacer, me echaba a la calle a eso de las seis o siete de la tarde a pasear por las animadas calles del centro llenas de consumidores ávidos de mercancía, desviándome decidido en aquellas intrincadas vías paralelas donde el comercio brillaba por su ausencia. Ese desvío de alguna manera me situaba en una dirección distinta o contraria a la que la mayoritaria masa ciudadana decidía tomar. Pensaba yo con este gesto grandilocuente que me situaba en un nivel metafísico superior; pajas mentales de un estudiante atiborrado de malas lecturas. Pero la sensación, el sentimiento, era aquel, y como me lo creía, real me parecía. Así, iba encontrando por el camino viejos bares con rótulos desvencijados, seguramente más vivos en décadas anteriores, antes de que el consumo desviase la circulación por la calle principal. Momentos en los que de seguro tendrían una nutrida clientela, ignorantes de que años después todo aquello se vendría abajo. El motivo por el cual todo ese mundo seguía en pie lo desconocía. No llegaba a comprender como semejantes antros de perdición podían seguir haciendo caja siquiera para pagar la factura de la luz y ya, no digamos, la del alquiler. Me maravillaba esa estoicidad en el anonimato, ese heroísmo conocido apenas por cuatro calaveras que seguían religiosamente yendo a volcar cervezas, quien sabe si desde finales de los ochenta, como último reducto de un desgastado batallón en lo alto de una colina asediada. Pensaba yo mientras me mimetizaba con aquellos seres de otro tiempo, ante una recién servida cerveza, que mi tarea de debía ser la de registrar datos sobre aquel mundo perdido. Nadie, me repetía, se ha percatado de que aquí hay una gran historia por contar. Sin embargo, y pasado ya el tiempo, nunca llegaría yo a escribir esas crónicas. Hoy recuerdo aquella misión que me impuse y en la que tanto creía. Aquella titánica tarea de escribir el Gran Relato, ese que reuniese los infinitos y olvidados cuadros de mi ciudad a parte.
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Madrid
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Madrid. He pasado un fin de semana en la capital para asistir al concierto de la banda de post-punk Fontaines D.C. Después de dos fechas suspendidas a causa de la pandemia, los irlandeses han podido iniciar su gira de presentación del disco A Hero´s Death, publicado en 2020, superpuesto al inminente lanzamiento de su nuevo EP, Skinty Fia. El recital se celebró el domingo 20 de marzo de 2022 en la Sala Riviera; entre el río Manzanares y la catedral de la Almudena. Puedo asegurar que viví una hora y media de descarnada y etérea elevación espiritual. Después de tres meses sin salir de Ceuta, sin salir del salón de mi casa; aburrido, abatido, indolente... he podido sufrir en mis propias carnes la tensión de un astronauta despegando en una nave desde Cabo Cañaveral. Estar ante la deslumbrante presencia del cantante Grian Chatten—como la reencarnación de un Ian Curtis postmoderno—comiéndose a dentelladas el escenario, sudando sangre irlandesa, declamando cada palabra con una violencia inusual en estos tiempos de estático conformismo y alarmante falta de creatividad... ha sido como rozar el contorno de una revelación divina. Desde el potente inicio a cargo de A Hero´s Death, pasando por la coreada Sha Sha Sha, junto a la despiadada Too Real, la tensa Hurricane Laughter o ese himno emancipatorio que representa Boys in the Better Land...; hasta las partes más líricas y melódicas, como I love You, romántica pero en ningún caso empalagosa, o la más popera y accesible Jackie Down the Line... todo sin excepción, de principio a fin, ha sido un viaje colectivo que va a resultar difícil de olvidar. Me siento un privilegiado por haber estado en el lugar indicado, en el momento justo, presenciando la actuación de la que, con toda probabilidad, sea la mejor banda de rock del planeta (aunque la gran mayoría del mundo aún no lo sepa). Toda la vida envidiando a aquellos que en años pasados habían estado en el concierto de este o aquel grupo—cuando se hacía buena música, la de verdad—para, por fin, vivir la sensación en riguroso directo del nacimiento de una leyenda. Uno de esos conciertos de los que se dirán: “yo estuve allí”. A veces la vida merece la pena ser vivida. Cuando la música recupera músculo, cuando golpea, cuando invita a la acción... nos está anunciando el despertar del alma de una época.
Algo se está moviendo, nuestros tiempos se están agitando; para bien o para mal. Cuando todo parece encaminarse a la destrucción—material y espiritual—el ser humano parece no poder evitar revelarse, no dejando de gritar hasta el último aliento antes del definitivo hundimiento. Algo ha despertado. Algunos, después de varias décadas de decadencia, aún tienen algo importante que decir:
Life ain´t always empty... life ain´t always empty... Don´t get stuck in the past...
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Madrid. Recién salido de un after situado en algún lugar del barrio de Lavapiés. Son las ocho de la mañana y el cielo empieza a clarear. Hace un buen rato que he perdido a Marta dentro del local. Estuve dando vueltas sin sentido, de acá para allá, borracho, dándole la mano a unos negros muy amables. Les decía que también era africano, pero blanco. Al contrario de lo que se podía esperar, por alguna razón, parecía agradarles.
Estoy vagando por calles que se entrecruzan sin poder distinguir unas de otras. De puro milagro consigo parar un taxi. Una vez dentro, me doy cuenta de que el móvil ha agotado su batería. También me cerciono de que la dirección a la que tengo que volver la tengo apuntada en el bloc de notas del mismo. Tras unos segundos con la mente en blanco, un nombre se hace presente con fuerza en mi pensamiento. Calle Evangelios. Se lo comunico al conductor y nos ponemos rumbo al barrio de Usera.
Nada más llegar el taxista me pregunta si es allí donde vivo. Le digo que sí, incapaz de dar más explicaciones. Pago y me apeo. El vehículo arranca y se pierde al doblar la esquina de un edificio. Miro a mi alrededor. Definitivamente, pienso, esta no era la dirección. No reconozco nada. Edificios y más edificios; a un lado y al otro de la calle. El instinto de supervivencia me dicta que tengo al menos que moverme; avanzar. Camino unos minutos de calle en calle, de forma azarosa, sin rumbo fijo. A lo lejos, muy a lo lejos, veo un bar con un mural enorme cubriendo la fachada. Su nombre: La Barca del Placer. Mis pupilas se dilatan de puro asombro. Al fin algo que consigo reconocer; un bar latino que al llegar al barrio la noche anterior me llamó poderosamente la atención por su extensa amalgama de colores.
Tomo la calle, ahora sí, donde se encuentra el local, y continúo decidido. Unos cien metros más adelante veo, casi sin querer, el número de un portal: 66. ¡Ese número! Ese número, sí. Saco las llaves y rezo porque se produzca el característico chasquido metálico de apertura. Y, bendito dios, así es. Empujo con placer la pesada puerta y subo en ascensor hasta el cuarto piso. Entro, me dirijo a la cama y no tardo en caer dormido; con la ropa puesta.
He estado a punto de dormir en la calle y, quién sabe, si a punto de morir en ella; en esta ciudad inmensa, borracho perdido y con el sol ya a una altura considerable. He conseguido sobrevivir, contra todo pronóstico. El taxista preguntó si vivía allí... y por las dotes que he demostrado como ciudadano de la gran ciudad y que aquí he relatado con detalle, casi consigue el cabrón acertar.
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Madrid. Antonio y yo hemos ido a dar un paseo por el barrio de Usera. Quiere enseñarme el local donde trabaja sus cuadros, para más tarde pasarnos por el centro cultural del barrio donde este mes expone su obra. El local es un espacio amplio dividido en secciones. Se trata de un co-working, ideado para poder ser explotado por el módico precio de 150,00 euros semanales por sección. Allí se expone, se presentan libros, se realizan perfomances... todas esas cosas impensables de ver en la ciudad en la que vivo; al menos a nivel underground, fuera del circuito institucional. El espacio de Antonio se sitúa en el piso superior. Allí, en su pequeño rincón, pueden verse desperdigadas sus herramientas de trabajo y algunos lienzos de diferentes formatos apoyado sobre la pared. Sobre el caballete, la obra en la que está trabajando. Es un lienzo de un tamaño considerable. Se vislumbra un rostro en primerísimo plano; una cara arrugada con los dedos de la mano apoyados en la barbilla en ademan reflexivo. Me enseña la foto original. Es una anciana atestada de arrugas, en blanco y negro. Él lo ha trasladado a su estilo, con su característica pincelada fina y precisa, y la ha dotado de sugerentes relieves y colores vivos sobre un fondo opaco. Me sorprendo al ver como ha perfeccionado su técnica a lo largo de los años, fruto del trabajo diario.
De aquí nos trasladamos a la exposición. Hacemos un recorrido por cada uno de los cuadros. Una de las series se compone de viñetas urbanas de la ciudad de Madrid. Escenas de tráfico rodado en las carreteras de acceso a la ciudad, con el skyline surgiendo a lejos de forma fantasmal; apenas perceptible. Le pido que me reserve uno de la serie. Se representa de nuevo el skyline, pero en este caso en primer plano. Los edificios están perfilados con diferentes tonos de grises y negros, coronado por un cielo azul grisáceo, como si el aire estuviese cargado por una violenta explosión nuclear. El resto de cuadros son producto de distinto concursos de pintura en vivo en los que ha participado a lo largo y ancho de la península; paisajes en su mayoría. En otra sala se exponen sus famosas Nobalinas. Me ha prometido regalarme una de ellas, lo que le agradezco de corazón. El último cuadro es un retrato de grandes dimensiones de Mónica, su pareja. Lo ha titulado Musa. Un hermoso cuadro ejecutado con la verdad que solo el amor sincero es capaz de aportar. Nos hacemos unas fotos para retratar el momento y nos marchamos en busca de un bar cercano. Encontramos sitio en la terraza y pedimos unas cervezas. Con nuestros vasos en alto brindamos; brindo por él. Por haber sabido vencer a esta monstruosa ciudad que hará unos diez años le recibió con los brazos cerrados. Y como si de un explorador de una selva impenetrable se tratase, se fue abriendo paso a machetazos hasta conseguir ser lo que él siempre quiso ser; cosa que el mundo, por lo común, suele negar.
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VEGETACIONES
Abro los ojos, todo está en calma. Mi colección de muñecos sigue en la repisa, todos perfectamente alineados formando un escuadrón, con sus posturas musculosas y sus armas reglamentarias al cinto; han estado toda la noche de guardia. El parking de cinco pisos y la gasolinera permanecen cerrados; todos los coches ocupan sus plazas. Barbie y Ken se encuentran recostados en su descapotable azul; no sé qué cosas habrán estado haciendo toda la noche, pero tienen los ojos bien abiertos clavados sobre la luna sin cristal. Me encuentro en la en la parte alta de la litera. Echo un vistazo por el borde y veo a mi hermana durmiendo plácidamente. Debe ser muy temprano, siempre que despierto ella ya está en pie. No sé como lo hace, a mi me encanta dormir. Bajo las escaleras y pongo pie en tierra. Salgo al pasillo. Todo está en calma, las únicas madrugadoras son las hormigas. Cientos de ellas desfilan por el filo de los rodapiés, cruzando de un lado a otro por las líneas de las losetas; ninguna adelanta a otra ni pierde el ritmo que marca el colectivo. Pongo el dedo en medio de la línea. Algunas bordean el obstáculo, otras escalan y continúan el camino, pero todas sin excepción regresan a la formación con una voluntad inquebrantable. Me encantan estos bichos; no muerden, no pican, solo quieren vivir tranquilas sin molestar ni ser molestadas. Dejo que sigan con su trabajo. El canario blanco permanece en equilibrio en el palo de su jaula hecho una pelota de plumas. Él también está durmiendo, apenas se le ve la cabecita; parece como si estuviera encogido de hombros. Miro el reloj de la cocina: las siete de la mañana. Entran pequeñas ráfagas de aire fresco por la ventana y una leve claridad asoma por el ojo de patio. Los vecinos duermen, todos duermen; el sueño es eterno, menos para las hormigas. Parece no importarle a nadie, pero hoy es mi cumpleaños. Estoy nervioso. Necesito que alguien me entregue mi regalo. Creo que cumplo uno, dos, tres... tres y uno, seis, no... ¡cuatro! ¡NO! ¡Cumplo cinco años! La puerta de la habitación de mis padres está entreabierta. Me asomo. Allí tumbados papá y mamá respiran profundamente. Ellos saben donde está mi regalo. Necesito que todo el mundo se despierte inmediatamente. Cojo el correpasillos y me lanzo de un lado a otro de la casa con suma velocidad, tomando con perfecta limpieza las curvas, haciendo el mismo recorrido una y otra vez. Siento unos pasos tras de mí. Detengo mi carro y me giro. Ahí está. Es ella, al fín.
-Nene, ¿qué haces tan temprano dando por culo?
- Humm.
- Vamos a vestirte, tenemos que ir al médico.
- Cinco, tengo cinco.
- Felicidades cariño.
- ¿Y mi regalo?.
- Esta tarde te lo doy, no te preocupes.
- Mierda-pienso.
Percibo la silueta de mi padre en el umbral de la puerta. Tiene los ojos pegados y algunos pelos del bigote clavados entre los dientes. Me felicita y se dirige a asearse. Antes de hacerlo saluda a mamá con un beso en la mejilla, mientras yo le dedico una mirada de odio que nadie por lo visto parece atisbar. Todos estamos listos. Vamos al médico, no sé el por qué; no estoy enfermo, no me duele nada, pero estoy decidido a hacer lo que me digan. Si me porto bien seguramente reciba un buen regalo.
Aparcamos el SEAT Ibiza justo frente a un enorme edificio blanco. Entramos por la puerta principal. Son las nueve de la mañana, el sitio está abarrotado. Puede que también sea el cumpleaños de toda esa gente que espera no se sabe qué sentada en una gran sala. Por algún motivo todos tienen las caras descompuestas. Yo estoy tranquilo. No todos los días se cumplen cinco años. Puede que aquella gente haya recibido ya sus regalos. Por sus caras parece como si no les hubiese agradado del todo. A mí no me pasará eso. Esperamos en aquella sala a alguien; yo, mientras, examino el lugar. Golpeo todos los asientos vacíos con ambas manos. Una señora muy vieja fija su mirada en mí. Parece que no le gusto. Busco a otra víctima, una chica más joven. Paro de golpear los asientos. Ella me sonríe.
- ¿Cuántos años tienes?
Intento buscar entre mis dedos la cifra exacta.
- ¿No lo sabes?
Me pongo nervioso por su impaciencia y me marcho junto a mamá.
- ¿Qué te ha dicho esa mujer?
- ¡Cinco!
- Vamos, están a punto de llamarnos.
Una señora vestida de blanco pronuncia mi nombre. ¿Cómo lo sabe? No lo puedo creer, increíble; no la conozco de nada. Este lugar es muy raro. Subimos en el ascensor. Las puertas se abren y me coloco a la vanguardia del grupo, junto a la enfermera. Vuelvo la mirada. Mamá no nos sigue.
- No te preocupes. Te espero abajo, cariño. Vete con la señora y haz lo que te diga.
Las puertas se cierran y quedo solo con aquella mujer vestida de blanco. Es la primera vez que algo así me ocurre. Mamá, mi mamá, mi madre, me ha dejado solo. Llegamos a una sala donde me reúno con cinco niños más. El saber que no soy el único me tranquiliza, pero sus caras no me dan confianza; están cagados de miedo. Ellos tampoco saben qué está ocurriendo. Volvemos todos al ascensor. Al llegar a uno de los pisos nos dividen; dos se bajan y marchan con su enfermera. El resto continuamos el viaje un par de pisos más. De nuevo las compuertas se abren. Salgo el primero y uno de los muchachos decide seguirme. Segundos después, la enfermera llama nuestra atención.
- ¡Niños! Por ahí no es. ¡Vamos! ¡Venid!
Los dos nos miramos perplejos; estamos desorientados. La chica que nos acompañaba coge el camino correcto; es obvio que ella sabe algo más que el resto. Nos pegamos a su culo. Es más alta que nosotros, al menos dos cabezas. Debe sacarnos algunos años; no parece tener miedo. Algo me dice que debo estar cerca de ella. Llegamos a una sala llena de aparatos. Montones de luces y cables por todos lados. Una sillita y un cubo que presiden el centro de la sala llama mi atención. La enfermera habla.
- Este chico va a ser el primero. Vosotros dos tenéis que esperar en esta habitación. Dentro de unos minutos saldrá el siguiente, ¿de acuerdo?
Ambos asentimos con la cabeza. Ese bicho trama algo. No podemos escapar, no hay manera. El primer turno es para el chico que nos acompaña. Veo como lo sientan en la silla frente al cubo antes de cerrarse la puerta. La habitación es muy pequeña. Está llena de libros de medicina, diccionarios de medicina, manuales de medicina... todo, por todas partes, libros; y allí, aquella chica y yo, solos en aquel cubículo. No me atrevo a mirarla a los ojos. No sé por qué, pero tengo algo de vergüenza. Siempre hablo con chicas en la escuela, pero esta es mayor que yo y además es muy guapa. Es rubia con el pelo ondulado, los ojos marrón oscuros y alta, muy alta. Miro por la pequeña ventana. Para mi sorpresa desde aquí puede verse el coche de papá. Desde aquí se ve muy pequeño, tanto, que casi siento pena de él. Me dirijo a la chica.
- Mira, ¿ves ese coche?
- ¿A ver? Sí, ¿el rojo?
- Ese es el coche de mi padre, es un SEAT.
- Es muy bonito. ¿Ves ese de ahí?
- ¿Cual? ¿El verde? ¿El negro?
- No, ese color blanco.
- ¡Oh sí! lo veo.
- Es el de mi padre, es un PEUGEOT.
- Es muy grande, me gusta. El de mi padre es más pequeño.
- ¿Cómo te llamas?
- Rubén. ¿Y tú?
- Yo me llamo Paula.
- ¿Cuántos años tienes?
- Seis.
- Hoy es mi cumple, tengo cinco.
- Eres muy pequeño.
- Y tu muy alta.
-Jaja.
Me sonrojo un poco, no sé qué más decir. Es preciosa y su voz es más dulce que la de mamá.
- ¿Tienes miedo?
- Un poco, no sé qué nos van a hacer.
- Nos van a operar de vegetaciones.
- ¿Cómo? ¿Qué es eso?
- No lo sé, creo que algo de la garganta.
- Mierda, a mí no me pasa nada.
- ¿Estás preocupado?
- Un poco, no sé que quieren hacer con ese cubo.
- Creo que es para escupir sangre.
- ¿Cómo? ¿Cómo sabes eso?
- A una amiga también la operaron.
- ¿Y no tienes miedo?
- No, ¿por qué iba a tenerlo?
De pronto comienza a escucharse tras la puerta unas sonoras arcadas, como si le estuviesen sacando las tripas a alguien. ¿Dónde está mi madre? Hoy es mi cumpleaños, esto no debería estar pasando. La mirada de la chica se cruza con la mía; permanecemos así durante unos minutos, simplemente observándonos, en silencio, con calma, sin hacer ningún ruido. Empiezo a sentirme mejor. El miedo va desapareciendo. Ella me sonríe despreocupada. Parece estar segura de sí misma. De alguna manera, consigue contagiarme su valentía. Si ella puede, yo también puedo; no soy una nenaza. Podría estar en esa habitación el día entero mirando a aquella personita tan agradable. No sé de donde habrá salido, ni por qué no la he conocido antes si somos del mismo país, pero todo eso da igual. Solo quiero estar con ella y con nadie más. De pronto la puerta se abre. Es otra vez la señora de blanco, con su antipatía de costumbre.
- ¿Quién de los dos quiere salir primero?
Los dos nos miramos sin decir nada.
Yo no quiero salir, pero tampoco quiero que ella lo haga. Paula tampoco sabe qué hacer. ¿Por qué demonios tiene que irse alguien? ¿Por qué no nos dejan tranquilos? ¡Malditos sean! ¿Por qué tenemos que hacer lo que ellos digan?
- Si no decís nada tendré que decidir yo. ¡A ver! ¡Tú, rubita! ¡Ven acá! Tú pareces más decidida.
La agarra por la muñeca y la arranca de mi lado. No dejamos de mirarnos mientras se la llevan. Ella está tranquila. No tiene miedo, pero no puede dejar de clavarme los ojos. ¿Por qué no pedí yo salir primero? Se cierra la puerta y me quedo solo. Miro otra vez por la ventana, pero ya no es lo mismo, ella ya no está. Si estuviese hablaríamos de coches y de tener o no tener miedo. Ahora estoy solo. ¿Qué le estarán haciendo a Paula? ¿Para qué quieren ese cubo? Necesito salir de aquí. ¡Malditos libros de medicina! ¿Dirán en ellos por qué quieren nuestra sangre? Ahora no sé qué van a hacer conmigo, no se si veré más a mamá o a Paula, o a la señora de blanco. Tengo mucho miedo, más que el que tenía cuando mamá desapareció.
Pego la oreja contra la puerta y me mantengo unos segundos petrificado. No se escucha nada. Todo está en silencio. Me tiemblan las rodillas, quiero que todo acabe. De pronto vuelven a oírse aquellas terribles arcadas. Intento girar el pomo de la puerta pero está cerrada por fuera. Quiero ayudar a Paula, pero solo tengo cinco años. Ellos tienen aparatos con luces y cables; no hay nada que pueda hacer. Se oyen los últimos estertores y todo queda en silencio. A mis ojos asoman unas lágrimas que se deslizan con rapidez por las mejillas, las cuales seco con el dorso de la mano. ¡No soy una nenaza! Me armo de valor y espero. Casi deseo que vengan a por mí. No les tengo ningún miedo a esos cabrones. Vuelve a abrirse la puerta. Ahí esta otra vez esa vieja bruja.
- Tu turno.
Me acompaña hasta la sillita que se encuentra en el centro de la sala. Ni rastro de Paula. La enfermera me abandona unos instantes. Frente a mí, aquel cubo del infierno. Cojo fuerzas y asomo la cabeza a su interior. Allá en el fondo, una fina capa de sangre flota inmóvil. Aparto rápidamente la vista. Es la sangre de Paula, no hay ninguna duda. Vuelve la enfermera. Retira el cubo, lo vacía en un recipiente más grande y vuelve a colocarlo ante mis narices. Un señor con gafas entra en la sala mirando unos papeles que lleva entre las manos.
- Hola, tú eres Rubén ¿verdad? - asiento con la cabeza-.
- Muy bien, ¿estás nervioso?
- No.
- ¡Vaya! que niño más valiente. Te va a doler un poco, pero pasa rápido. No te asustes.
- No lo haré.
Coge uno de los utensilios que hay encima de una pequeña mesa con ruedas. Se trata de una especie de cuchara sopera. Me agarra la cabeza y la inclina en dirección al cubo.
- Ahora aguanta un momento así y escupe.
Introduce el trozo de metal en mi boca. Lo hunde hasta la campanilla y hace palanca. Instantáneamente unas náuseas me suben desde el estómago y vomito un reguero de sangre que llena el fondo del cubo. Repite una vez más el mismo ritual. Esta vez casi consigo rozar el lleno. Jamás imaginé que pudiese haber tanta sangre dentro de mi cuerpo. A partir de ese día ellos tendrían la mitad. Un extraño sabor amargo invade mi boca. Un sabor horrible. Me arde la garganta; yo los odio. Tal como dijo el señor de gafas todo ha sido muy rápido. Me dan un trozo de papel para limpiarme los restos de sangre de la barbilla y un vaso de agua.
- Te has portado como un campeón, Rubén. Ya puedes irte.
Tomo con la enfermera el ascensor, bajamos tres o cuatro pisos y otra vez me encuentro en la sala de espera. Allí están mi madre y mi padre. Los dos sonríen. A mí no me hace ni puta gracia.
- Como estás nene, ¿te ha dolido?
- Quiero irme a casa.
- ¿Estás enfadado?
- ¿Dónde están los otros niños?
- ¿Qué otros niños?
- Quiero irme a casa.
Es ya por la tarde y la casa se llena de invitados. Vienen primos, tíos, abuelos, amigos de mis padres que no son mis amigos. Todos llegan con regalos, ninguno de ellos me importa. Estoy algo triste. La angustia de saber que no volveré a ver a Paula me entristece. No se si salió viva de allí. Mis padres no vieron a ningún niño. Quizás yo fui el único que se salvo. Quizás mi sangre no era buena y me dejaron ir. Todo es muy confuso. Llaman a la puerta; son mis abuelos. Mi abuelo es un señor regordete, calvo y con bigote. Es pastelero. Me gusta golpear su calva. El se ríe cuando lo hago. Es suave y tiene un sonido seco que también me hace reír. Con él trae un regalo. Es una batería. Sabe que me gusta golpear bien duro las cosas. Agarro las baquetas y obsequio a los invitados con un largo concierto. Todos aplauden airadamente. Tiro las baquetas y me siento en el sillón. Llaman de nuevo a la puerta. Es mi tía, con mis primos. Mi primo Victor entra corriendo sin saludar y se dirige directamente donde se encuentra mi hermana. La golpea en la cabeza y la tumba en el suelo. Mi hermana rompe a llorar. Él se muere de risa. Luego viene hacia mí. Él me quiere más que a ella. Nunca me pega. Le gusta hacerme reír. Coge una de mis manitas y la mete entera dentro de su boca. La mano desparece por unos momentos. Sorprendente. Luego vuelve a aparecer llena de babas. Los dos reímos. Es la primera vez que lo hago en todo el día. No me encuentro bien, quiero que todos se vayan. Todos ríen, lo pasan bien, hablan sin parar, me hacen carantoñas. Otros hacen estúpidos gestos para hacerme reír. Lo que no saben es que sus gilipolleces no me hacen gracia. Quizás a un bebé, a mí ya no. Poco a poco, todos comienzan a marcharse. Mis primos son los últimos en irse. Mi hermana hace rato que duerme. Tras el golpe que mi primo le propinó, no dejó de llorar en toda la tarde. Ya cansada, calló exhausta.
Ahora sí, todo en calma. Mamá me aúpa a su regazo y juntos comemos los restos de la tarta que mi abuelo preparó. Mi padre observa como acabamos con nuestras porciones desde el umbral de la puerta. No deja de sonreír. Supongo que está contento porque cuando yo duerma mamá será toda suya. Pero ya no me importa. Creo que empiezo a entender. A mí también me gustaría dormir con Paula. ¿Dónde estará? La echo de menos. Mamá me mira con dulzura. Entre sus brazos estoy a salvo, pero también algo inquieto. Una sensación nueva lleva persiguiéndome todo el día. ¿Y si un día tengo que abandonar a mamá? ¿Y si vuelven a por la sangre que no me han quitado? ¿Volveré a ver ese día a Paula?
Tengo cinco años, es hora de dormir.
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Correos
Me gusta ir a recoger cartas a correos. A recoger cartas de mi empresa, en nuestro buzón institucional. Esta habitación se encuentra a la derecha de la entrada. Al entrar, más en verano cuando el calor aprieta en la plaza, la bocanada de aire gélido que le golpea a uno en la cara resulta sanadora, como cruzar el umbral del inexistente Cielo.
Mirando alrededor solo pueden verse cientos de buzones metálicos rectangulares como nichos de un cementerio administrativo, con sus números serigrafiados y sus cerraduras color latón.
El de mi empresa es el 257. Me limito a abrirlo, recoger la abundante correspondencia que la institución recibe diariamente y cerrarlo con seguridad, tirando un par de veces de la pequeña puertecita para cercionarme de que nadie puede husmear en ella.
Es un lugar agradable, frío, pero revelador. No entiendo el por qué de semejante placer. También sé que cuando alguien más se encuentra dentro de la misma la experiencia no tiene el mismo efecto. El carácter repetitivo de esta acción a lo largo del año hace que todo de una sensación de cierto orden en el mundo. Los números, su disposición rectilínea, el silente aire acondicionado, el transcurso monótono de los días... se me antoja una especie de trasunto de la muerte en vida.
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Ultramarinos Fidel
Si atraviesas la calle González de la Vega, justo al final, antes de doblar la esquina, puedes encontrarte de bruces con la tienda de Ultramarinos Fidel. Así figura en el letrero que gobierna la entrada: ULTRAMARINOS FIDEL; así, desde tiempo inmemorial. Puedo recordarlo perfectamente desde que era un niño. El establecimiento de Fidel se situaba frente al bar “Real Madrid”, el cual aún hoy a duras penas sobrevive: puedo visualizar su alargada barra de latón, su escasa clientela, sus banderines conmemorativos de viejas hazañas deportivas y su dueño siempre ataviado con una camiseta Hummel de Butragueño con publicidad de Reny picot. Fidel ya por entonces tenía aspecto de anciano. Gastaba un poblado bigote gris acabado en puntas amarillentas, lo que delataba su tabaquismo. Lo recuerdo siempre enfundado en su sempiterna bata blanca de facultativo, salpicada de aleatorios churretones color pardusco. Si a uno le diese hoy por acercarse a aquella calle, tendría la oportunidad de ver con sus propios ojos exactamente lo mismo. Lo mismo que en el año 87, que en el 98 o en el 2021. El mismo mostrador de madera sin barnizar, los mismos productos con sus precios serigrafiados en rudimentarios carteles escritos a mano, el mismo olor a alcanfor, a mueble de caoba, a meado de gato viejo.
Hace algún tiempo tuve noticia de que había sufrió un atraco. Rondaban las cinco de la tarde cuando dos encapuchados (aprovechando que Fidel se encontraba elevando la persiana) se le aproximaron cobardemente por la espalda asestándole un golpe seco con la culata de una pistola en la base del cráneo. Este impacto lo dejó, según contaban las crónicas locales, gravemente herido. A pesar de lo espectacular del acontecimiento, era de esperar que aquel no iba a ser ni mucho menos su final. Tuvo una recuperación lenta pero estable. Al parecer el botín fue más bien escaso: apenas un par de billetes y un puñado de monedas. No sé si esperaban dar el golpe de su vida, pero estadísticamente habría sido más fácil que hubiesen contraído una extinta enfermedad terminal que la obtención de una suculenta renta en metálico.
Fidel, una vez ya recuperado, volvió a sus quehaceres cotidianos como si nada hubiese pasado. Si decidieses, paseante, pasar cualquier día de la semana a una hora indeterminada de seguro que lo puedes encontrar allí en pie, incorruptible, tras el mostrador o apoyado en el marco de la puerta, firme, como el centinela de una ciudad sitiada.
Un poco más allá, a la vuelta de la esquina, sobrepasando la tienda de Fidel, se encuentra un pequeño local de materiales electrónicos. Alguien de mi familia contaba que mi bisabuelo (el cual se dedicaba al contrabando de tabaco importado desde Gibraltar) paraba a diario en una tasca que alrededor de los años 20 ocupaba ese mismo lugar. Poseía un desvencijado carromato tirado por un burro con el que se dedicaba, día sí, día también, a repartir por diferentes partes de la ciudad todo tipo de mercancías. La casa en la que vivía no quedaba muy lejos de la señalada tienda. Era esta su última parada; al parecer se homenajeaba a sí mismo largándose al gaznate un merecido último trago de licor. Cuentan que el burro realizaba una paraba en cada bar que interrumpía el trayecto de vuelta tras aquellas duras jornadas, sin que mi bisabuelo tuviese que darle instrucción alguna. Incluso se daba la circunstancia de que, si salía de este último antro con tal cogorza que lo imposibilitaba para tomar las riendas de su rudimentario vehículo, aquel fantástico animal se encargaba por sí mismo de conducirlo a casa sano y a salvo.
Es posible que Fidel y mi bisabuelo llegaran a conocerse. Todo es posible. Las capas superpuestas de la historia, lo que sobrevive, lo que ya murió, sigue de alguna manera vivo. Así al menos a mí me lo parece cada vez que paso por aquella calle que alguna vez fue.
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La gorda del fondo
Durante una representación de danza infantil celebrada en el Auditoria Municipal a la que tuve que asistir por motivos que ahora no vienen al caso, tuve la ocasión de presenciar una pequeña muestra de la crueldad del mundo sobre las tablas de un escenario. Las edades de las participantes estaban comprendidas entre los siete y los nueve años. La distribución de las bailarinas en la escena estaba dispuesta de la siguiente manera: en la primera línea se situaban las crías más monas y vistosas: las muñequitas. En segundo término habían colocado a la gorda, la cual sacaba a las demás criaturas unos diez centímetros de altura. Permanecía en la penumbra, en la esquina posterior izquierda. Solo podía apreciarse su silueta ya que los focos apuntaban al circulo central del grupo delantero. Quizá, por buscarle alguna explicación lógica, la coreógrafa albergase la esperanza de que, en uno de los múltiples ejercicios que ejecutaba el grupo, aquel montón de quincalla fuese a dar con sus huesos entre bambalinas, para que el cuadro, ya sin el estorbo que suponía aquel bulto, alcanzase la perfección.
No pude por menos que retrotraerme a mi infancia cuando ingresé por primera vez en un equipo de fútbol y fui inmediatamente degradado de categoría en cuanto tuve la oportunidad de mostrar mis lamentables dotes para el juego. Descendí del alevín A al benjamín A y, de ahí, al benjamín B. Puedo asegurar que sufrí el peso del aparato represor que desde la infancia impone el rígido sistema educativo, basado en valores tales como la despiadada competitividad, indispensable para preparar a la juventud para un futuro posicionamiento en la escala social. La consigna era dejar bien claro que el lugar que a uno se le asignaba a tan temprana edad debía marcar la línea divisoria entre el éxito profesional o el no levantar cabeza el resto de la vida. En los Estados Unidos aquella misma situación podía originar consecuencias de diferente índole: épicos films con increíbles historias de superación personal que el preceptivo sueño americano proporcionaba a todo ciudadano por partida de nacimiento. Pero no era el caso, desde luego. Si algo tengo que agradecer a esta circunstancia es la de haberme enseñado desde el principio quienes eran los míos: mis compañeros de banquillo. Por lo general este solía componerse de un gordo que no se llegaba a los cordones de los zapatos, de un deficiente mental al que no se le conocía el timbre de su voz y de un ser famélico de piel cetrina que parecía sufrir algún tipo de enfermedad.
Siempre comenzábamos con altas expectativas; nos lo habíamos sudado en los entrenamientos. El entrenador aseguraba que el esfuerzo era el camino más corto para ganarse el derecho a jugar en el equipo titular los sábados. Por mucho que corrieses, te partieses la crisma tras el balón o bailases la marimorena, el sábado siempre jugaban los figuritas de turno, que se permitían incluso el lujo de no aparecer por los entrenamientos en toda la semana. La excusa la tenían muy bien ensayada: el rival siempre era superior, por lo que tenían que jugar los mejores. Ya llegaría nuestra oportunidad, decían. Transcurrido un buen trecho de la segunda parte comenzábamos a perder el interés por el juego y nos dedicábamos a contar chistes o hacerle cortes de manga a la espalda del entrenador cuando este pasaba ante nosotros. Ahí, partido tras partido, comenzaba a nacer una suerte de camaradería que iba en aumento conforme avanzaba el campeonato, convirtiéndose en una amistad indestructible a final de temporada.
Aquellos seres terminaron por ganarme el corazón. Al siguiente partido, cuando este estaba a punto de comenzar y todos pensaban que habían tirado la toalla, podías verlos aparecer trotando tras la verja, a los muy gilipollas, con las botas puestas y bien abrochadas y las calcetas subidas más allá de las rodillas, como si estuviesen a punto de ingresar al terreno de juego en cualquier momento. Aquel orgullo, sólido, a prueba de balas, hacía que los admirase. Me sorprendía que nadie más se percatase de que aquel grupo de marginados sociales llegaría con toda seguridad a gobernar el mundo algún día, o cuanto menos, el consistorio local o la comunidad de vecinos de su edificio. Tenían cojones para dar y regalar. Solo esperaban su momento, la oportunidad que se les negaba, para salir ahí y demostrar cuanto menos lo mal que lo podían hacer. Gran escuela aquella a la que aquellos arrogantes que gambeteaban con la pelota en la cancha creyéndose a pies juntillas que llegarían a la primera división, nunca tendrían la suerte de acudir.
Allí tomé con toda probabilidad mis primeras lecciones sobre la condición humana. Aunque tengo que confesar que yo no era del todo como ellos. La paciencia nunca fue lo mío. Las más de las veces, cuando llevaba calentando en la banda más de quince minutos y veía que nunca iba a llegar la señal que anunciaba mi ingreso en el campo, me quitaba la camiseta enfurecido y la arrojaba hecha una pelota contra el suelo. Me encaminaba entonces hacía los vestuarios con soberbia mientras el entrenador, al rebufo y pegándome voces en la oreja, me ordenaba recogerla y regresar inmediatamente. Yo contestaba con un escueto vete a tomarporculo, acompañado por las risas de mis adorables monstruos.
La función tocó a su fin. La gorda, contra todo pronóstico, había sobrevivido. Las muñequitas salían juntas cogidas de la mano por uno de los lados dándose besos y abrazos, llenas de felicidad, mientras por el otro extremo podía verse a aquel espécimen abandonar en soledad el escenario sin una mano a la que agarrarse, ignorante, al menos de momento, del enorme poder que llevaba sobre sus hombros.
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Batirse el Cobre
- Quiero un pack de 24 latas bien frías en la nevera para mi llegada.
Recibí un audio: Estoy echando unas carreritas por el borde del río Socio (jadeaba). En cuanto termine voy al super a comprar birra a cascoporro.
Era esta ya una vieja tradición. Mi llegada a Granada, las 24 latas, no darle tiempo al tiempo para follarnos las orejas en cuanto se escuchaba el primer chasquido de chapa.
Llamamos al porterillo, entramos y subimos al ascensor, Clara y yo. Cuando salimos del mismo, nos encontramos con la puerta de la casa abierta. Al fondo, aquel tipo de metro ochenta y cinco en zapatillas de paño permanecía clavado de pie en mitad del salón, con las manos a la espalda y porte serio. Tras él, la mesa llena de platos de sushi perfectamente alineados; con palillos, soja y servilletas.
- Decidle a Raqui que os he recibido como un buen anfitrión.
- Isabel Preysler no podría haberlo hecho mejor, dije.
Inmediatamente tenía una lata de Victoria en mis manos.
- Qué pena que Raqui no pueda estar.
- Le toca guardia, tiene que vigilar esta noche al “Descuartizador de Utrera”.
- ¿En serio?
- Allí está. Hace no mucho fingió que estaba enfermo y lo enviaron a la enfermería. Aquel día se fue la luz. Cuando volvieron para ver cómo estaba, había pintado pollas gigantes en las cuatro paredes a rotulador. Tengo entendido que sale del talego el mes que viene.
Le pregunté por el Oso. Me dijo que estaba bien. Que debería escribirle, que no hiciese como la última vez que, como un perro, no había tenido el detalle de avisar de que andaba por la ciudad.
Clara preguntó por el pueblo donde vivían él (Oso) y Encarni; si era un buen lugar donde comprar una casa, por si algún día nosotros decidíamos recalar en Granada.
¿La Zubia? Por supuesto. Es un pueblo que recomendaría a cualquiera que necesitase esconder un cadáver.
En nuestras conversaciones antes de la visita habíamos acordado cenar sushi en casa. Se me ocurrió que podría comprar un par de botellas de vino blanco para acompañar. Una cadena de errores que al final de la noche iba a tener sus consecuencias.
Acabamos la primera botella y a partir de ahí, todo se volvió un absoluto caos. Hablamos de política. Le anuncié que me estaba escorando a la derecha. No a la ideológica, pero si que abogaba por un despiadado capitalismo salvaje. En seguida me entendió y me habló del anarcocapitalismo. Le dije que por ahí iban los tiros; acababa yo de descubrir esa corriente de pensamiento. Le hice saber que me seducía enormemente. Contestó que estaba de acuerdo en algunos de sus postulados, pero que él se consideraba aún parte de aquella izquierda que se ducha. Durante la conversación falté varias veces a esa izquierda llamándoles progres. Amenazó con echarme de casa a la siguiente.
- No sé qué va a hacer esa izquierda a la que llamas progre desde que Iñaki Gabilondo se ha retirado. España se levantaba con su editorial y ese era el discurso a seguir. Ahora nos sentimos huérfanos.
Al fin, abrimos el melón que llevábamos meses queriendo abrir. El de su nuevo negocio. Se ha asociado con su hermano, considerado el broker más joven de Europa cuando contaba solo con 21 años. Había sufrido el Covid19 el pasado año, motivo por el cual estuvo a punto de irse al otro barrio. Aquello le afectó profundamente y decidió dejar Madrid para volver a su pueblo a empezar de cero. Tejada le expuso el proyecto que había ideado y su hermano se subió al barco. No estoy autorizado a dar detalles, en la última crónica que hice de uno de mis viajes a Granada expuse punto por punto sus planes respecto al periódico digital que dirige junto a su padre. Cuando le pasé el escrito para que me diese su opinión me hizo ver que no le había hecho ni puta gracia.
Aún así no podría dar detalles. A esas alturas estaba ya subyugado por el vino; no entendía ninguna de sus explicaciones sobre el producto financiero que tenían entre manos. Al parecer se le consideraba una rara avis en el mundo de la inversión a nivel familiar. Solo recuerdo que no atendían a nadie que no pusiese encima de la mesa más de 50.000,00 euros.
- Uno de los caciques de mi pueblo escuchó que estábamos manejando este producto. Apareció el muy gilipollas con la goma esparraguera llena de billetes rogándonos participar. Le dimos largas. Fue un gran día. Había estado minduneando a mi familia durante años. Lo pusimos en su sitio.
...esto se nos está yendo de las manos. No paramos de abrir melones. ¡Ponme otra copa de blanco...!
- No queda.
La segunda botella había desaparecido.
Clara intervino: tenías que haber comprado tres botellas.
Hablábamos de la NBA, de Asturias, de urbanismo, del sexo de los ángeles, de viejas anécdotas del pasado...
Clara había ido al servicio hacía algunos minutos. Tejada se percató.
- Oye tío, ¿tu chica está bien?
Recordé la última vez que la había visto; iba haciendo eses hacia el baño, cosa que en su momento me hizo esbozar una tierna sonrisa. Cuando fui a verla ya sabía lo que me iba a encontrar. Estaba con los tobillos apoyados en la taza del váter, tumbada sobre el suelo, pidiéndome que le echase agua del grifo en la cabeza. No me asusté. El verano anterior había caído en combate en un restaurante italiano en Marbella, siguiendo el mismo protocolo, solo que con los tobillos sobre el borde del inodoro, sin la asepsia de la tapa.
Le di un vaso de agua con azúcar. La levanté y la llevé al dormitorio. Fui a por una palangana a la cocina pero cuando volví ya era demasiado tarde. Había descargado por la borda. Pedí cubo y fregona y limpié todo el desaguisado. Estuve un rato con ella hasta que me aseguré de que estaba bien y volví a la cocina.
Abrimos un par de cervezas mientras nos recuperábamos del susto.
- ¿Está bien tu chica? -preguntó Tejada con aire de preocupación.
- Si, está estable. Ha sido el sushi.
- ¡Joder! ¡Tenía que haber pillado tres botellas!
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Una mañana
Es lunes y no he pensado mejor forma de afrontar el día que levantarme de un tirón, desayunar, ducharme y salir pitando a clase de Derecho del Trabajo. Tengo comprobado que el cumplir con mis obligaciones hace que luego el día me sepa mejor, me sienta más realizado. Me he llevado un libro de Hem, “Adiós a las Armas”, ambientado en la Primera Guerra Mundial. Mientras el tono peludo y el ritmo de carretilla que salía de la boca del profesor se perdía por la amplitud del aula, yo me encontraba inmerso en tierras italianas acompañando al teniente (Henry) y a su tres compañeros de ambulancia. Justo habían abatido a uno de ellos de un tiro que le atravesó la nuca y le salió por un ojo, cuando el profesor daba por terminada la sesión sobre los contratos de trabajo, citándonos para acometer al día siguiente con pasión el tema 4. Me calo las gafas y enfilo Gran Capitán. Voy a la sucursal de Caja Madrid. Me queda en saldo 65,80 euros. Le debo 50 a mi chica y 5 al Veterano. Me quedan 10 euros para tirar el resto de la semana hasta que recibiese la siguiente remesa. Saco 60 del cajero y, cuando me dispongo a marchar, pienso en que me es indispensable sacar los 5 euros restantes. Entro y espero mientras la cajera habla por teléfono. Tiene los ojos bonitos, esta, la cajera. No me importa esperar. Al fin cuelga y me da los 5 euros no sin antes lanzarme una miraba compasiva, como si tuviese ante si un cachorrito peludo. Callejeo hasta llegar a la Plaza de los Lobos donde especímenes de los ochenta chupan litros y discuten sobre la metadona. Una vez allí, cruzo otra calle hasta encontrarme en Plaza Trinidad. Los árboles están talados y el Sol primaveral da de lleno sobre los bancos de piedra. Me siento en uno de ellos. Saco un cigarrillo y vuelvo a abrir el libro. El teniente y sus soldados se encuentran en un puente de ferrocarril. Ya habían perdido a uno de ellos. Desde allí, avistaban algunos soldados alemanes; estaban cagados de miedo. El viejo Ernest las debió pasar canutas en aquella guerra, me da por pensar. Mientras leo, observo con el rabillo del ojo a un par de punkys-perros que se encuentran frente a mí. La chica toca la guitarra. Exactamente no toca nada en concreto, simplemente la raspa. Una chica morena, con grandes gafas de sol, parece esperar a alguien junto al kiosko de prensa. Una gitana en el banco contiguo, sacándome de mis ensoñaciones, me pide la hora. Miro el cielo. Despejado. El alto cielo de España, que dijera Hemingway. ¡Qué encontraría en este país que tanto le deslumbraba! El Sol. El Sol en este país cae duro. Suena el teléfono. Es Clara, mi chica. Que qué estoy haciendo. Leyendo en Plaza Trinidad, tomando el Sol, contesto. Que volviese cuando quisiera. No tengo ninguna prisa, la verdad. Quiero decirle que hace un día estupendo, que vayamos a beber una copita de vino. Pero un lunes, en fin. Sigo leyendo un poco más hasta que la testa me arde. Me levanto y me pongo la mochila. Desde que he vuelto a los estudios, uso mochila. Enfilo una callecita que conecta con la plaza del burro. A la derecha, las terrazas de los restaurantes están atestadas de británicos. A la izquierda, el zoco improvisado, con sus puestos de fruta, las dos panaderías y el fuerte olor a especias que el ligero viento arrastra desde los puestos de la pared lateral de la catedral. La gente en las terrazas, al sol, toma cervezas y ríe por nada. Le hace a uno dudar si realmente es lunes en esta ciudad mágica. Cuando meto las llaves en la cerradura del portón, recuerdo que en el mismo banco de piedra donde acabo de estar, hace tan solo dos años, en plena fiesta de la primavera, me encontraba sentado junto a mi amigo Francis, totalmente derrotado, convencido de que había algo muerto en mí. Sin ninguna esperanza, miraba de reojo a mi amigo con el convencimiento de que no teníamos salida a nuestra anodina batalla. Como el teniente, a mitad del libro. Estos aún tenían tiempo de encontrarla a lo largo de las 150 páginas que aún les quedaba. Mientras abro la puerta de casa, me pregunto en cual debo encontrarme yo a estas alturas.
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LUNES
Termino de comer sobre las cuatro y fumo un cigarrillo. En esta hora en la que el Sol roza apenas la ventana, me encuentro con la odiosa tarea de no saber qué coño hacer. Vuelvo dentro, de la habitación. Leo a Baudelaire y pienso en qué haría él en mi situación. Esto no Paris, eso desde luego. Aún así, la idea de encarnar al prototípico poeta maldito con su maldita aureola hace ya que dejó de seducirme. Enciendo otro cigarro, el cual me asquea la boca pero me entretiene las manos. Observo el trozo de cielo que me dejan ver los edificios y odio mi apatía y las pocas ganas de salir a la calle. De todas formas, pienso, fuera el cielo es aún más pequeño. Me da el nervio y decido barrer un poco. A eso de alargar la distracción retiro la cama para acceder al polvo acumulado de tres semanas. Me aseguro de dejar los bajos impecables. En uno de los palazos, descubro un objeto. Se trata de un brazalete de madera atravesado por unas líneas blancas que lo decora coquetamente. Me digo: “ ¡Vaya! ¡Cuánto tiempo llevará perdido!". Nadie lo ha reclamado hasta la fecha; es más, no tengo la menor idea de a quién puede pertenecer. Apuro el resto de la habitación y dejo el brazalete encima de la mesa. Vuelvo a la ventana. Han transcurrido dos horas y la temprana oscuridad del otoño empieza a hacerse notar. Las farolas comienzan a encenderse con sus luces naranjas que molestan tanto a los insectos. Pongo un poco de música para apaciguar el aburrimiento y recibir la noche con un poco de misterio. Al piano Ray Manzarek, al micrófono Jim Morrison y a la butaca yo y el intrigante brazalete. La tarde es agria como las piezas del limonera que me impiden la visión de los escotes de las muchachas. Es lunes y empiezo a hartarme de tanto sosiego. Pienso en comprar un par de botellas de vino: dos por 1,80. Ese Antonio de la tienda de comestibles es un santo. Comienza a hablarme alguien con una voz muy molesta, lo reconozco pero no soy yo, es un imbécil con voz maternal que corroe mi cabeza. Pero ¡qué haces! Es lunes, final de mes, pronto llegarán las Navidades, tendrás todo el derecho a emborracharte, será lo normal, hasta tú abuela no pondrá objeciones si vacías una botella de ron añejo durante la cena de nochevieja. Habrá anuncios en la tele de celebración y buenos deseos y todos reirán prometiendo cosas para los años venideros. ¡Vamos chaval! Déjalo, ¿estás loco? ¿Te crees un genio del XIX, un Baco del Gran Imperio, una Marilyn apunto de morir…? Déjalo, es lunes 27 de noviembre, la gente aún trabaja o estudia, roba, asesina, compra, se insulta, se abraza… un día laborable, no el descanso de un dios. Es cierto, debería sentirme mal, pero no lo siento. Debería avergonzarme pero lo único que siento es absoluta indiferencia. Debería intentar ser más normal en lugar de encarnar a un completo gilipollas.
Ha pasado otra hora más, el cielo es azul oscuro y no me decido sobre las botellas. El brazalete parece una pieza primitiva pulida por expertos artesanos. ¿Qué estaría haciendo aquella noche? Quizás fuese una princesa Etíope, o una bruja que encontré en alguna fiesta dionisiaca, tal vez una elegante y adinerada señorita de la Nueva York de los años 20. Tal vez, lo más seguro, se tratase de una beoda estudiante de farmacia, artes o traducción, sin ningún rasgo o cualidad singular que mereciese ocupar un solo milímetro de la memoria humana.
Un par de amigos se acercan doblando la esquina de la tienda de golosinas. Me lanzan guiños y aspavientos a lo que respondo con igual fogosidad:
- ¿Qué haces, chaval?
- Escribo. ¡Subid!
Discutimos sobre el tema de las botellas. Finalmente la idea parece gustarle a todo el mundo por lo que decidimos acabar con todo este asunto. Entramos en lo del Antonio. Se trata de una pequeña tienda con precios poco competitivos, no mucha variedad de productos, pero con la mejor oferta de vino de toda la comarca. Es extraño pero el olor de este lugar me trae confusos recuerdos, como si hubiese estado hace mucho tiempo, antes incluso de nacer. Tal vez se deba a que vine también ayer a lo mismo y el aburrimiento haya dilatado la existencia. Compramos un par de botellas, Don Simón Tempranillo y, para celebrar aquel gran acto de espontaneidad, decido echar a la cesta una más, esta algo más cara, 3 euros.¡ Qué cojones! Es un gran día.
- Este vino tiene 3 o 4 años. De crianza, de Huetor, muy rico, si señor.
- ¿De veras? Lo probaremos. Ya mañana te decimos que tal.
Después de conversar como auténticos expertos nos despedimos con un sincero gesto de agradecimiento y volvemos al piso. He de decir que somos buenos clientes, nuestras botellas de vino barato aguardan en la despensa, fuera del alcance del público. Privilegios del submundo.
La noche se cierra en vino. Vienen más amigos, conversamos, escuchamos música, fumamos como chimeneas, nos hundimos. Todo termina con la visita de una pareja de policías, nos advierten animándonos a respetar el sueño ajeno, poniéndonos en la piel de los que tienen que trabajar. En fin, sí, agentes, quiero a mi prójimo, mil disculpas. De todos modos ellos no tienen la culpa, habrá sido algún hijo de mala madre resentido que no suele beber con los amigos. Seamos cívicos: ellos tienen razón. Todos se marchan y a duras penas me enfundo en la cama. Todo me da vueltas; ya es Martes y todo me da vueltas.
Despierto sobre las 11:00 no muy resacoso a pesar de todo. El suelo está pringoso y algunos cristalitos rotos rodean la cama. Ha pasado un huracán, un jodido lunes, un asqueroso lunes. Y todo desde mi ventana, sin moverme apenas. Es increíble lo que puede ocurrir en unos cuantos metros cuadrados. Recojo un poco y paso la fregona, dando con mayor intensidad donde el pringue es más espeso. Abro la ventana para airear la habitación. Es un día esplendido igual que ayer y seguramente igual que mañana. Enciendo un cigarro y observo unos momentos. Vuelve a rondar mis pensamientos la misma pregunta, esa misma pregunta que se hace un asesino después de acabar con su víctima. ¿Qué coño voy a hacer? El brazalete sigue donde lo dejé con restos de ceniza y pequeñas manchas de tinto. Me había olvidado de aquella cosa. ¿De quién era? ¡Es martes, por Dios! ¿Qué importa un martes perdido en el calendario? ¿Qué importa un brazalete salido de la nada? ¿Qué me importan a mí todas esas cosas que se van para siempre?
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Encuentros literarios
Mis escarceos literarios hasta la fecha han sido más bien escasos, todos ellos, eso sí, tuvieron lugar en la ciudad de Granada. La primera vez que me arrimé al ambientillo fue con motivo de una especie de concurso-recital de poesía en La Barraca, el antiguo puti Constantinopla. Llegué allí a regañadientes, casi forzado por mi pareja para que perdiese un poco la vergüenza, el miedo escénico. Mi actuación rozó el patetismo; no levanté la vista en los tres o cuatro minutos que duró mi verborrea, clavados los ojos en el papel temblequeante, con un inaudito acento hispalense que salió de la nada para mayor bochorno. El resultado, al parecer, no fue del todo malo. Gané la convocatoria, premiada con la publicación de una plaquette. Días después recibí un e-mail del cabecilla de la editorial a eso de hablar sobre el asunto.
El encuentro transcurrió rayando en la estulticia. Yo aparecí borracho, hablando demasiado, atropelladamente. El menda era un tipejo enfermizo con sobrecarga de lecturas, insospechadamente prepotente a pesar de no albergar ningún conato de incipiente carisma. Me trató más ayá que pacá, casi llegando al desprecio. Al parecer su voto no había recaído en mi actuación. Se limitó a decir que lo que había escrito era diferente a lo presentado por el resto de participantes, pero que aún así olía demasiada peste a Bukowski. Habría dado en el clavo si su conocimiento de la poesía española de los noventa hubiese sido más amplio y hubiese mencionado al Bukowski español que, aun siendo parecido, no tenía nada que ver (Roger Wolfe). Total, el asunto me decepcionó, está claro. La noche transcurrió en circunstancias un tanto extrañas. La comitiva la formábamos un inglés de unos sesenta y cinco años, poeta, al parecer; una señora de unos cincuenta y cinco, holandesa, novia del editor (pareja que ponía los pelos de punta, pues el chavea no alcanzaba los treinta y cinco); y un notas que no bebía alcohol. Mi editor me dejó de lado, dedicándole toda la atención al bate anglosajón, que nos deleitó con una decente pieza al piano. Me dediqué a charlar con el que no bebía. Acabé dándole la brasa acribillándolo a preguntas sobre su incomprensible abstemia antes los tiempos que se avecinaban. Al final me quedé solo bebiendo chupitos de Southern Confort que mi camarera, una adorable puertorriqueña, tenía siempre la amabilidad de ofrecerme cuando no tenía un penique.
La plaquette salió finalmente y ahí quedó la cosa. El haber ganado me daba derecho a acceder a una especie de gran final, cuyo premio era la publicación de un poemario con la editorial organizadora. El recital transcurrió en La Fuente de las Batallas sobre un escenario y ante un público más heterogéneo e iletrado. No gané. No lo merecía, la verdad, para qué nos vamos a engañar. Los poemas hacían aguas por los cuatro costados. Pero el tipo que ganó tampoco. Sus poemas fueron recitados por un colega suyo alegando que el artista estaba internado en un psiquiátrico, motivo por el cual no podía honrarnos con su presencia. Los poemas, a pesar de ser mierda empanada, causaron honda impresión en el jurado. El premio incluía ciento cincuenta mil de las antiguas pesetas.
Desde entonces mi presencia en los escenarios se limitaron a cuatro o cinco apariciones más en los recitales de los lunes organizados por Letra Turbia, en La Tertulia, célebre por ser bastión de la poesía de la experiencia o de la otra sentimentalidad, Luis García Montero a la batuta.
Allí precisamente, una noche, se celebró el veinticinco aniversario del establecimiento. La cúpula de aquel movimiento literario casi al completo acudió a celebrar el acto, deleitándonos con una selección de algunos de sus poemas, ataviados con sus fulas y con sus melenas tintadas de negro petróleo, rememorando viejos tiempos. Animé a Fabyo, compañero en los abismos, para que me acompañase. Aunque opuso bastante resistencia, finalmente cedió. El garito estaba sobrecargado de humo y de aspirantes a poeta. Era una celebridad, este, el García Montero. El año anterior me había matriculado en una asignatura de libre configuración en la Facultad de Filosofía y Letras. Era sobre Lorca. Me concedieron el horario de mañana, lo que me jodió sobremanera. El motivo no era otro que el de estar las plazas de la tarde cubiertas. El profesor era el tal Montero. Entonces se daban en el auditorio, debido a la gran afluencia de público que se reunía para presenciar sus clases magistrales. Yo no tenía la menor idea de quien era el tal. Más tarde supe de su existencia cuando todas las semanas, en Canal 2 Andalucía, en el mítico y surrealista programa de Mike Rivers, aparecía en su sección de poesía entrevistando a algunos amigos. Aquella noche no estuvo del todo mal; se recitaron bellos fragmentos, la gente se tocaba, tímidamente, distraída. Otros gimoteaban, los más, bebían cerveza. Aquello me dio una idea de lo que era el mundillo en su realidad contante y sonante, cual los mecanismos y desarrollo de su intrincada pirotecnia… desde la entrada de la estrella en el bar, su saludo a los incondicionales, su copita de gin-tonic, su pequeño círculo de lameculos predispuestos a sonarle los mocos cuando se prestase la ocasión… También aquellos corrillos que se formaban antes de comenzar el espectáculo en el que todos querían participa para escuchar las genialidades del mito en vivo. Su poesía no me hacía tilín, la verdad. A pesar de ello, el evento no nos causó del todo mala impresión. Fabyo y yo salimos del lugar, cabizbajos, enfilando Pedro Antonio de Alarcón, sin saber muy bien en qué consistía aquello.
No mucho tiempo después, una tarde, recibí una llamada de Fabyo. «Corre» me decía «en media hora Leopoldo Mª Panero en el botánico de Derecho». Dejé lo que estaba haciendo y salí a toda pastilla. En la puerta me encontré con él y con el pintor Antonio Cano. Por lo visto, el andoba de mi editor se las había apañado para traer desde las Canarias a Leopoldo para presentar un libro en el que se incluían, además de poemas de Panero, otros tantos de los jugadores franquicia de la editorial. Allí lo tenían colocado en una silla como un muñeco de feria, con su proverbial botella de Coca-Cola de dos litros, fumando pitillos uno tras otro a medio consumir, riendo endiabladamente en el albor de la tarde. Recitaba fragmentos en francés, lanzaba piropos a las chicas, se cachondeaba de todo Cristo a su alrededor… Esto ya era otra cosa. Todos los babas que allí estábamos habíamos visto demasiadas veces "El Desencanto" y "Después de tantos años". Allí teníamos al considerado por todas las reseñas, todos los diarios, las semblanzas y demás zarandajas… el último “poeta maldito”. Y la verdad que el tipo le ponía empeño. Estaba como un puto avión. Las gentes que pasaban junto al jardín, atareadas con sus compras o lo que quiera que estuviesen haciendo, al oír aquellos estertores terribles, demoniacos, aquella risa transmundana, miraban de reojo espantados acelerando el paso presas de un extraño pavor, como si fuese una amenaza terrorista. Leopoldo estuvo genial. A los dos gilis que recitaron con él es que se les caían los cojones al suelo. Cada vez que uno comenzaba, compungido, a recitar su parte, Leopoldo les jodía la actuación pasando olímpicamente del protocolo; hacia comentarios incongruentes, lanzaba improperios en francés, se descojonaba vivo cada vez que oía un verso que pillaba casi sin querer, al vuelo… Pedía constantemente que se le sirviese más y más Coca-Cola. Yo es que me tronchaba vivo. Semanas después, el editor este, me comentó que cuando volvían de recogerlo en el aeropuerto en taxi, pasaron junto a Plaza de Toros, momento en el que Leopoldo preguntó si aquello era la Alhambra. Me lo comentaba fascinado, intrigado por si realmente se lo había dicho en serio o en realidad se estaba haciendo el loco. Se corría que daba gusto contándome sus anécdotas literarias.
Recuerdo que cuando terminó la presentación la gente se lanzó desbocada a comprar ejemplares del poemario. Se dedicaron a perseguirlo por el jardín, avasallándolo, para que les firmara. Leopoldo, el muy pillín, solo le hacía caso a las féminas. Los nenes pululaban por su alrededor como mosquitas muertas buscando el ansiado premio. De pronto, en un arrebato, casi guiado por una extraña sensación estúpida de estar perdiendo una oportunidad única, me lancé yo también a por un ejemplar y directo a darle la murga para que estampara su garabato. Empezó a esquivarme, de un lado a otro, hasta que pasamos junto a la silla donde había estado sentado toda la tarde. Allí derribé de una patada sin querer su amado vaso de cola. Al final conseguí comunicarme con él. «Leopoldo, una firmita, hombre» «¡No!». Esas fueron sus palabras, inmortales. Luego se puso echo una fiera cuando vio el vasito volcado, ordenando de inmediato a uno de sus acólitos que lo llenase hasta el borde. Al final se lo llevaron a exponerlo a algún otro sitio, con toda la caterva detrás.
Mi último contacto con el mundillo ocurrió de manera fortuita. Yo iba dando bandazos por las calles buscando algún sitio donde meterme, sin rumbo, como de costumbre, gilipollas perdido. Al pasar frente a La Barraca me encontré con toda la trupe, la misma que estuvo presente en el recital de Panero. Uno de ellos era un antiguo conocido mío. El colegí se dedicaba a vender sus versos por los bares a cambio de dinero o de una cerveza. Una noche, incluso, hicimos un ridículo poema a dos manos como si fuésemos dos representantes de la vanguardia parisina. Salía, como decía, empujando una silla de ruedas sobre la que llevaba un montón de basura entre la que se vislumbraba una chica con una pierna escayolada. «¿Qué, de compras?» dije. «No, tío… bueno, esto ¡sí!, lo he cogido en la puerta de un supermercado; está nuevo, tío, mira… y esto no está caducado…» «Me haces muy feliz» «Estamos alternando, tío, ¿te apuntas?» Y me apunté.
Fuimos a un par de bares. En uno de ellos hablé con un muchacho feo como el solo, alopécico, asexuado, blanquecino, pellejudo, cenizo… y un saco de descalificativos más. Decía que trabajaba en EL IDEAL, que aún no había publicado nada en formato papel… que aún estaba buscando su estilo… Decía tener una serie de preocupaciones formales a la hora de abordar la crítica periodística literaria y eso le impedía dar el salto. Yo me inclinaba más porque al chaval le hacía falta con urgencia un polvo de proporciones bíblicas.
Más tarde fuimos a un pequeño parque del cual no recuerdo el nombre donde nos juntamos con algunos chicos-erasmus. Todos hippies, con cantidades industriales de mandanga. Empezaron a rular unos porricos. Yo, a la chita callando, me encalomé de tres a cuatro canutos mientras charlaba con una canadiense que decía estar leyendo en aquellos momentos de su vida el Mahabharata. Decía también que le interesaba la poesía como expresión superior que permitía una comunicación más plena entre los seres humanos. Cuando se le acabaron los canutos me fui junto a otro grupo que bebía cerveza. Me alcanzaron una mientras escuchaba a mi colega, el vendedor de versos, exponer una serie de argumentos sobre la misión del artista en el mundo que le ha tocado vivir: «El artista tiene que comprometerse con su condición, por eso vivo en la calle, necesito respirar este aire, sentir mis pies descalzos, empaparme de todo lo que me rodea… Yo creo que la poesía es el único vehículo posible para cambiar las cosas de verdad, desde la raíz, la única herramienta capaz de transformar las consciencias, de sublimar la degradada realidad…» «Perdona-interrumpí-¿exactamente, qué hay que cambiar?» «¡A la gente, amigo! ¡La gente está dormida! ¡la gente no sabe lo que les está pasando! Necesitan que alguien les alumbre, les diga la verdad, ¡qué son esclavos! ¡qué tienen que oponer resistencia…!» «Ahh»-Respondí.
Dejé mi cerveza sobre el banco de madera y, escabulléndome entre el público, logré largarme de allí a toda hostia. Hasta ese momento no me había dado cuenta. Fue de repente, como un relámpago. Mientras regresaba a casa, un poco flotando sobre paraísos artificiales, lo supe. Tenía que evitar a toda costa, de ahí en adelante, volver a cruzarme con aquella gente.
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Patri
Aunque aún me interesaba el tema de las tías, en seguida nos repartimos el pastel. Francis había puesto sus ojos sobre la rubia. A mí me tenía loco la morena de ojos azules y pecas en la nariz. Pero no solo por sus ojos azules y sus pecas en la nariz. Patri era de un pueblo de Granada que lindaba con la provincia de Málaga, por lo que su acento tiraba más a aquellas tierras, dejándole un ceceo bajo la lengua que me moría de ganas por degustar.
Las chicas estaban encantadísimas de tenernos como vecinos. No tardamos en adoptarlas y en tratarlas como a hermanitas pequeñas. En mi caso, las trataba más como a primas, por mis funestas intenciones. Yo era un año menor que el resto de mis compañeros, por lo que se me permitían ciertas licencias. Las puertas de casa siempre estaban abiertas. Un corredor que nos conectaba las veinticuatro horas del día, creando un hermoso ambiente de patio de vecinos. La madre de Patri, desde luego, no era del todo ignorante de la situación. Estaba ojo avizor sobre nuestros planes; demasiada testosterona se acumulaba entre aquellas cuatro paredes, como para andar relajada. Hasta fuimos un día invitados a cenar, para recibir el visto bueno. Aquella noche Francis hizo todo el trabajo, con sus exquisitos modales de señorito de campo y su aspecto nada impío; un gran encantador de madres. Desde aquel día nos dio vía libre para tratar con sus chicas, por lo que podíamos vernos con ellas a distancias cortas y abandonar nuestros dificultosos contactos a través de las ventanas. Muchas veces, cuando volvían a su casa después de pasar la tarde entera en la nuestra, nos escribían mensajes para que acudiésemos a la ventana del ojo de patio y continuar allí con nuestros tonteos. Patri se había convertido para mí en un símbolo. Era mi adolescencia, la pureza que nunca tuve oportunidad de probar. Pensaba que, de tener su misma edad, ella jamás su habría fijado en mí. Sin embargo, el sello de estudiante universitario las hacía fantasear; un poder que nunca tuve y que ahora podía manejar a mi antojo.
Fue un día raro, el de mi definitivo encuentro con Patri. Lo pasé en la cafetería de mi Facultad, en la celebración de nuestro Santo, que no consistía en otra cosa que en beber todo lo que la economía de cada uno le permitiese y en buscarle la boca a la primera beoda que se cruzase. A la luz del día yo no era tan eficaz con las mujeres. Estaba con Sergio y Paqui y una amiga de Paqui de la que no recuerdo ni la primera letra de su nombre, apresado entre una gran masa de sudor y feromonas, cuando Sergio me golpeó con el codo y me llevó a un lado para decirme algo.
—Tío, ¿llevas condones?
—Sergio, a mí no me importa que lo hagamos a pelo.
—Calla. Paqui quiere que follemos en los servicios, ahora que está todo el mundo fuera. Le ha dado por ahí.
—Claro que tengo, ¿Cuántos quieres?
—Uno.
—Toma.
—Bueno, dame dos.
Me dio la espalda, la agarró del brazo y desaparecieron entre la multitud. Yo me quedé allí clavado, junto a aquel rostro que en mi memoria representa una masa amorfa indefinida que charlaba al mismo tiempo con una masa aún mayor de carne coloreada, y empecé a impacientarme. Miraba a todos lados y no veía nada con lo que me pudiera entretener. Sergio y Paqui seguían magreándose entre orines en los servicios, olvidados de mi presencia en la tierra. Comenzaba a preguntarme si los muy mamones no habían decidido largarse haciéndome la doble hurraca. No me gustaba ser actor secundario de su perfecta y fílmica historia de amor. Yo no era un dispensador de condones, yo era un ejecutor. Pensé en mis nuevos amigos y en qué estarían haciendo en esos momentos, y resolví que allí, en aquella fiesta de flujos seminales, no pintaba nada. Salí a empujones como pude de aquel barrizal y me puse en camino, Fuentenueva arriba, de vuelta a casa.
Ya de regreso, sobre las seis de la tarde, no se escuchaba un alma en el piso. Fui hasta mi habitación y me senté en el borde la cama. Me quedé así un par de minutos, analizando el tiempo, lleno de ira por algún motivo que me inflamaba el orgullo, cuando de pronto sonó el timbre y pegué un respingo. Corrí hacia la puerta y abrí. Era ella, Patri. Sonreía con la punta de la lengua metida entre los dientes, los cuales tenía ligeramente separados. Así, tras unos segundos de incertidumbre, y después de pegar un imperceptible saltito, empezó a hablar.
—¡Hola!
—Hola, Patri.
—He escuchado la puerta cerrarse y he pensado que habíais vuelto. Llevo toda la tarde sola y estoy aburrida.
—Pues nada pequeña, aquí está tu vecino para llenarte la tarde de aventuras inolvidables.
—¿No estabas en una fiesta?
—Sí, pero no me encontraba bien. Creo que ese ya no es mi sitio. Me aburre aquella gente. Estoy mejor aquí, con vosotros.
—Me alegra que hayas vuelto.
Permanecio apenas sin moverse, mirándome con los ojos entreabiertos y una sonrisa pícara. Yo me quedé embobado, sin saber muy bien qué decir ni qué hacer, sabiéndonos solos, allí en aquella situación, cuando de pronto sentí que algo líquido me golpeaba la cara y se me metía en los ojos.
—Hija de…
Había agarrado la botella de agua que había junto a mi cama y me la había rociado por todo lo alto. Eran frecuentes las batallas de agua en el piso. Siempre comenzaban sin motivo aparente, a cualquier hora, e hicieses lo que estuvieses haciendo, venía algún hijoputa y te ponía chorreando hasta los tobillos.
Me había pillado desprevenido. Salió corriendo por el pasillo mientras yo recargaba en el baño el cubo de la fregona. Fui en su busca y la encontré acurrucada tras la puerta de la cocina. Le volqué el cubo por lo alto, sin miramientos, mientras ella forcejaba agarrándome por las muñecas, hasta que de pronto me rodeó con los brazos el cuello y empezamos a besarnos. Yo no era del tipo sentimental, pero no pude por menos que pararme a pensar en que aquella imagen debía quedárseme grabada en la memoria como algo a lo que volver una y otra vez y otra hasta el día de mi muerte. Nunca más tendría rodeando con mis brazos de diecinueve años la pureza de una cintura de quince. Casi me dieron ganas de llorar. A pesar de todas las que me había pasado por la piedra el año anterior, aquel momento era un regalo del cielo. Podía oír tras de mi cerrarse con un golpe metálico la puerta de un pasado que no quería recordar, en el que la soledad y el desprecio casi había acabado con mis esperanzas. La llevé de la mano hasta mi habitación y nos sentamos. Seguimos besándonos y metiéndonos mano hasta que dos minutos después sonó el timbre. Patri se colocó la camiseta y me miró con los ojos desorbitados.
—Es mi madre.
—Mierda—dije, sin más.
Mi dio un último beso y me emplazó a volver a vernos a la noche. La vi desaparecer mientras volvía repentinamente aquel silencio que diez minutos antes reinaba en mi habitación. La vida podía dar giros inesperados, regalarnos un cuento de película y volver a bajarnos a la realidad de forma irracional. Todo ocurrió en muy poco tiempo, de la nada a la eternidad en un instante. Lo sentí tan pronto llegar como irse. Apenas pude disfrutar del éxtasis, de aquella bendición del cielo, sin duda, mí mayor momento de gloria y luminosidad. Cuando escuché la puerta cerrarse, sentí como si un espeso humo me envolviese. Aquello no tenía nada de principio. Todo, a partir de aquel momento, iba a ser un continuo alejarse de algo que no tenía tiempo de sopesar.
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Rojo Satén
Me estabas mirando y esto era cosa que jamás pensé que ocurriría. Aquí, en mi propia habitación. Tus dulces ojos sondeándome el alma, apuntando a los confines de la oscuridad. Y era ahora, en este preciso momento que, petrificado, no sabía qué hacer ni qué decir. Simplemente contemplarte colmaba mis sentidos. Al fin comprendía eso del sexo con amor. Pensaba, conforme mi excitación aumentaba, en la primera vez que te vi. Comprabas tampax y caramelos de menta en el supermercado, ¿recuerdas? Te faltaban cinco céntimos y allá fui yo, rápidamente, a hurgar en mis bolsillos, suplicando para mis adentros encontrar la pieza de cobre que compraría el placer de captar tu mirada. Sí, esa fue la primera vez. Sonreíste y desde entonces no lo pude olvidar. Esos ojos tenían que ser míos. Y henos aquí ahora, flotando en el mismo éter y embebidos por la misma embriaguez. También, aquella otra en la que hablamos. Fue en los pasillos de este edificio. Me acababa de mudar al barrio. ¡Qué cosas tiene la vida! Dos pisos más arriba, sobre mi corazón, se encontraba el tuyo. Hubiera dicho que Dios nos había bendecido con su gracia. El mundo parecía comprimirse alrededor de nosotros dejando al resto fuera, lejos de nuestro amor incomprendido, así como ahora, al oír los motores del camión de la basura, las máquinas debían estar haciendo con tu cuerpo, mientras tus ojos hieráticos y ennerviados se clavaban en los míos, solos, sobre el satén ensangrentado.
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En el 47 (microrelato)
Me encontraba en algún punto de la carretera que cruza North Platte. Estaba en la cuneta, dedo en alto, cuando una camioneta frenó violentamente y se detuvo a mi altura. Un grupo de hombres se hacinaban en la parte trasera del vehículo, vistos solo por la luz tintineante de sus sucios ojos. Me hice sitio y enseguida me pasaron una botella. La noche era clara y gigantesca. Di un trago y ofrecí el vidrio al tipo que estaba frente a mí. Tuve que llamarle la atención un par de veces. Parecía estar teniendo una visión, por lo concentrado que andaba en el paisaje. Su cara resplandecía, serena, como si de un momento a otro fuese a romper a llorar de emoción. Le pregunté cómo se llamaba. Jack, dijo. ¿Y a dónde vas, Jack? A Denver. Ohh a Denver, pensé. Así transcurrió el viaje, trago sobre trago, en silencio, solo roto de cuando en cuando por una tonadilla sureña cantada a capella por algún jornalero ebrio. Cuando ya despuntaba la mañana me apeé en mi destino, junto a otros que iban a trabajar las mismas tierras. El resto de la diligencia siguió adelante, con Jack acurrucado en la trasera mirando con fascinación el espectacular crepúsculo del Estado de Wyoming. Años más tarde lo vi en televisión, en una entrevista, visiblemente ebrio. Era él, sin duda, los mismos ojos, la misma mirada inteligente, el mismo semblante, pero más triste que entonces. ¡Ese es Jack! Le dije a mi hijo. Si papá, Sal Paradise. ¿Qué Sal Paradise? ¡Jack, Jack! Viajé con él. ¡Qué viajaste con Jack Kerouac! ¿Cuándo? En el 47, en el camino.
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EL HUESO
Tenía problemas. No de los gordos, solo problemas, cotidianos. Problemas con los pagos. Problemas con la familia, los típicos que te quitan el sueño por la cruel intervención del amor. Los tenía y pensaba en ellos. Pensaba en ellos de codos en el poyete (alfeizar, en literatura) fumando un cigarrillo nocturno desde mi ventana, un quinto, con imponentes vistas a la nada. La última calada fue a parar a un tejado contiguo tres metros más abajo, quedando prendido por una tenue luz naranja que se apagaba lentamente en mitad de la reinante oscuridad. Mientras observaba este fenómeno físico, a unos centímetros, brillando tímidamente, superponiéndose a lo oscuro, un objeto alargado, estrecho, más grueso en sus extremos, se vislumbraba con dificultad obligando al ojo a hacer ajustes en su objetivo. Una vez fijada toda la atención en dicho objeto, éste iba tomando un color más nítido dejando en lo borroso al resto de cosas que lo circundaban. Mi mente comenzó a elaborar un análisis distraído de la naturaleza del mismo. Más por aburrimiento que por cierto interés en el asunto, por más que me esforzaba, no lograba encontrar en el archivo de mi mente con qué otro objeto de los vistos por mis ojos hasta la fecha podía tener este parentesco o siquiera una lejana amistad. De pronto un hormigueo invadió la extensión de mi epidermis, un foco de calor se instaló en mi nuca y un silbido siniestro me invadió los oídos. Aquello, objeto solitario en un lugar inhóspito y ridículo como es por definición la techadura de un edificio, había ido a parar ante mi esa noche con toda su carga de sinsentido. Por mucho que me negara a ello parecía no haber lugar a la duda. Eso, aquello, tenía toda la pinta de ser un hueso. Y por su tamaño no había duda de que debía ser de alguien.
A pesar de ello, no tardé en desechar la idea y regresar al interior de mi habitación. Cosas de la noche, de seguro, a la mañana siguiente, la luz del sol lo dejaría desnudo arrebatándole todo su misterio, toda su presencia fantasmal que en aquellas horas de la madrugada había hecho que me cagara, en toda regla, de miedo.
A la mañana siguiente, efectivamente, y tras desperezarme y escupir mis entrañas en el vacío de la calle, mis ojos, ellos solos, fueron a parar al lugar donde se encontraba, y allí, como la noche anterior, seguía recortando su figura sobre el cemento. Pese a la claridad del amanecer, por una serie de circunstancias y coincidencias que a veces define el azar, la proyección de la voluminosa sombra del edificio saliente y una extraña posición del objeto, tumbado oblicuamente respecto del cielo, daba a este una extraña definición, uniéndose a esto que el color del mismo contribuía a dificultar su identificación al estar bañado por un inusual blanco ahuesado. El asunto tenía su miga. Parecía, eso sí, de todo menos algo por lo que preocuparse. Solo lo absurdo de su situación en ese lugar, el cómo, el por qué, a quién se le había ocurrido tirar eso ahí, desde dónde, si el edificio que proyectaba su sombra carecía en esta, su cara, de ventanas, siendo una pared blanca de los pies a la cabeza, sin azotea. También, por otro lado, más acá, en mi edificio, el del cuarto, Sebastían, señor de avanzada edad, al cual le quedaba la techadura a bastante distancia y, para más inri, afectado por el mal del Parkinson e incapacitado para la práctica del lanzamiento de estructura ósea sobre tejado. Tras diez largos minutos forzando la vista y rozando la ceguera por el deslumbramiento provocado por la claridad crepuscular, volví a mi habitación a terminar de prepararme para ir al trabajo.
Estando allí, en el trabajo, atendiendo mi ventanilla con la entrega que se espera de un funcionario de mi categoría, pensaba, a conciencia, por encima de los datos, sobre el hueso, porque aún lo era, a falta de una explicación mejor. Si lo era de verdad, podía tratarse, razonablemente, de un hueso de animal. Fui, uno a uno, elaborando una lista mental de los posibles candidatos: cerdos, perros, ovejas, vacas, ciervos… animales que, de una manera u otra, al estar al alcance de la adquisición humana, podían haber acabado allá arriba ayudado por la mano del hombre. También el portador podía ser un perro, quizás, echándole imaginación. Si bien, si se tratase de un can que con sus fauces lo hubiese transportado allí, éste debía de tener unas proporciones más bien menudas, las justas que le permitiesen saltar de una cornisa a otra sin dar con su crisma en el vacío. Sin embargo, el peso del hueso tenía pinta de ser demasiado para las mandíbulas del mayor de estos. Había algo que hacía pensar en la imposibilidad total de la opción animal, y este algo era la rectitud de su estructura, la perfecta proporción, al contrario de otros mamíferos, que presentan mayores curvaturas e imperfecciones necesarias por su condición de cuadrúpedos. Si era lo que parecía, hueso, femur, tibia… si lo era, debía pertenecer a un ser humano. Pero ¿cual ser humano? Hombre, mujer. Anciano, niño. Señor o señora de mediana edad. Una mujer a la que atendía me hablaba de no sé qué pensión de viudedad. La miré. Miré sus piernas. Tal vez fuera una pierna. Si, una pierna. De mujer. Alguien debía haberla cogido y haberla tirado allá arriba. Alguien debía haberla cortado para luego tirarla allá arriba. Alguien lo había hecho y yo lo sabía. A lo mejor él también lo sabía. Empecé a sudar. Me disculpé ante aquel viudo esqueleto y fui al servicio. Lo eché enterito. El desayuno.
Llegué a casa. Al fondo, la puerta de mi habitación. Una vez dentro tenía solo que abrir el ventanal y mirar, con el Sol en su cenit, su perfecta composición. Allí seguía, a todo lo largo, en la misma posición, y por ello, igualmente indefinible. Esta vez, el Sol, al darle de lleno, se reflejaba en la blancura ahuesada impidiendo su nítida visión, dando la impresión de fundirse con el cemento amarillento en que se posaba. Una vez más, como si poseyese un fascinante sentido del pudor, y como si portase una minúscula falda, coqueta ella, solo dejaba ver sus muslos sin atreverse a mostrar en todo su esplendor el secreto de su sexo. La noche se echaba encima y, con ella, toda una asfixiante atmósfera mortecina, en la que yo, el hueso y la luz de un miserable pitillo, éramos los únicos habitantes capaces de inquietar el sueño de lo irreal.
Más tranquilo, imaginando al asesino durmiendo a tan altas horas de la madrugada, con la frialdad característica del psicópata prototípico producto del mundo en decadencia en que habitamos, yo, con todo el peso del la tradición judeo-cristiana sobre el ancho de mis hombros, me debatía entre la vida y la muerte, vida, la de aquella mujer, asesinada, inocente y olvidada y muerte, la mía; aquel miedo, aquel hueso destilando su humeante olor a decrepitud, llegando hasta mi olfato en forma de perfume fúnebre, anunciándome la inminencia de su llamada, con la paciencia y tranquilidad de quien tiene experiencia en esto del arte de absorber almas. La mía, que ya se precipitaba sobre el tejado de enfrente, necesitaba hacer saber al mundo el crimen que se había cometido. Pero quien me creería. Quien, en su sano juicio, me acompañaría hasta el quinto piso, entraría en mi casa, se asomaría por la ventana y miraría, estupefacto, la porción de cadáver que una bestia despiadada había dejado sin aparente intención sobre la techadura de un edificio olvidado de la madre de dios de la periferia de una ciudad de 15.000 habitantes. Seguramente, nadie. Acabaría, lo más probable, yo, con el culo en un sanatorio, loco, solo y olvidado, como aquel miembro, sin que nadie pudiese llegar jamás a conocer el secreto, la impunidad de un crimen imperdonable por el cual nadie era consciente, ni siquiera los diarios. La responsabilidad me colmaba. Veía a la víctima observándome desde una de sus articulaciones, condenando mi cobardía y cargándome la culpa completa de la tragedia. Al menos el asesino era consciente de su crimen, lo aceptaba, era sincero consigo mismo. Por el contrario, yo, ciudadano de a pie, callaba, guardaba el secreto bajo llave, por miedo a dar publicidad a mi locura. Así transcurrió la noche en una espiral demencial que, de puro girar, debía terminar por salirse de su propio eje.
El sol me pilló dormido apoyado en la pared, con un hilillo baboso y blanquecino adornándome el rostro. Me incorporé y allí estaba. Al parecer, las diez de la mañana era la hora perfecta en la que todo se veía con claridad. Una pierna. Eso era. Una pierna ortopédica desvencijada. Sin pie ni cuerpo. Tonta como ella sola. Una locura. Mayor si cabe que si fuera real.
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La Fuga
Me despierto sobre las dos. Creo que anoche bebí demasiada cerveza, más de lo que hubiese querido, motivo por el cual me han invadido una serie interminable de pesadillas difíciles de recordar. Cuando la mente sigue funcionando, cuando uno se va a dormir en semejante estado, la mente centrifuga en una especie de creatividad macabra que, borracha, nos jode la cabeza.
No tengo nada en el frigorífico, por lo que no me queda otra que salir a la calle a jalar. Me doy una ducha rápida y me visto. Bajo a un bar cercano y pido una Coca-Cola. Definitivamente, hoy no es mi día. El bar presenta un panorama desolador propio de un domingo. Solo yo y una pareja que ocupa una mesa a unos metros ocupamos el solitario establecimiento. Rondan la cuarentena. Ella, cubierta por una belleza hundida bajo la piel que tapan unas lindas arrugas; tiene unos ojos grandes, experimentados y compasivos. Él, con un uniforme azul y un chaleco de múltiples bolsillos, ligeras entradas, barba grisácea de un par de días y una piel duramente tostada por el sol. Se mantienen en silencio. Él parece decaído. Ella, por el contrario, mantiene una ligera sonrisa que no termina nunca de estallar. Acabo con mi tapa y pido otra estúpida Coca-Cola. Sigo observando y empinando el oído para absorber todo los datos del drama que junto a mí se está desarrollando. Ella parece estar convenciéndole de algo, él, visiblemente hundido, niega con la cabeza una y otra vez, sin fuerzas para replicar. Mientras ella habla, cojo al vuelo fragmentos de diálogo:
- Ven a mi casa, yo lo pago todo, lo doy todo por ti, pídemelo. Solo tienes que decirlo...
Él agacha la cabeza unos instantes algo pensativo: parece un tanto humillado y otro tanto orgulloso. No soy el único, visto lo visto, que tiene un mal día. Me tomo la segunda tapa y doy pequeños sorbos a la Coca-Cola. Por un momento me he olvidado de mí mismo y me preocupo por ese tipo. Después de unos minutos en silencio, él se inclina para agarrar una servilleta y, en el trayecto, traza un beso en la mejilla de su compañera. Este gesto hace que sus arrugas se compriman en una tierna sonrisa. Después de esto, vuelve a su postura inicial, sin levantar la mirada. Parece un crío caprichoso al que le han negado unos caramelos. Ella se levanta y lo abraza, le propina un catálogo de tiernos besos y queda quieta rumiando algo que no tarda en expresar:
- ¿Nos vamos?
- Sí, hagámoslo, larguémonos de este maldito lugar.
Los dos recogen sus cosas y salen por la puerta. Acabo con el dichoso refresco, pago y vuelvo a casa enseguida. Ya en mi habitación, me tumbo sobre la cama y enciendo un cigarrillo mientras divago atolondrado mirando al techo... Odio a estas jodidas parejas. Que si sí, que si no. ¡Maldita sea! ¡Tú la quieres, ella te quiere! ¡Al carajo! ¡Marchaos! ¡Marchaos de aquí! ¡Marchaos de una puta vez adonde quiera que os podáis marchar!”.
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El Cuarto de las Ratas
. El cuarto de las ratas; Hablar de los servicios de los bares —del váter, para ser más exactos— me encoje el corazón. Los niveles más altos de conciencia los he alcanzado en aquellos lugares; sucios, desconchados, pintorrajeados. Recuerdo, a mis veintitrés años, cuando iba al Perro Andaluz, en la Avenida Pedro Antonio de Alarcón. Iba sobre las cuatro de la tarde, todos los días. En esos momentos el bar relucía y apestaba a lejía. La música empezaba a sonar, mientras la camarera se preparaba un café. Yo encendía el primer cigarrillo. El humo se esparcía por el aire contaminando las paredes, tapizadas estas con cientos de posters de bandas de Rock y Heavy Metal: Hendrix, Motorhead, Marley, Sociedad Alcohólica, Status Quo, Metállica, Iron Maiden, Blind Guardian…
A mí el heavy no me gustaba, ni los heavys. Pero era el único sitio de la ciudad donde podía estar tranquilo, arropado por mugrientas paredes acariciadas por el humo de tres décadas; con historia, con drogas, con vomitonas y cachondeo. Lo mejor de todo era que por las tardes no se radiaba heavy; el heavy era para la noche, para los heavys. Hasta entonces gozaba yo de eternas canciones de rock clásico: Pink Floyd, The Doors, Dire Straits, The Smiths, The Police… El bar entonces era mío; su tiempo y su espacio.
Lo mejor de todo, más que la música, era el precio de la birra: 1´50, medio litro de brillante y espumeante cerveza. Normalmente no bebía más de cinco. Sabía del peligro de aquella cerveza; era especial. Nadie se fiaba de la cerveza del perro, pero se bebía. Tardes las hubo que me las bebí hasta las ocho o nueve, pedo como el tío de la novia. Esto era un peligro. Cuando llegaba a tales niveles no tenía suficiente juicio para retirarme a tiempo, cuando el bar empezaba a llenarse. Entonces la pintaba de lo lindo; me arremolinaba entre canuteros, parejas de enamorados, jugadores de futbolín, metaleros, cocainómanos… hasta que acababa tirándole besos a la taza del váter.
Antes de las cinco, solo dos o tres personas se arriesgan a recalar en el garito. Algún amigo de la camarera o un par de nenas alternativas hablando de política ante un café con leche; poco más. Uno era fijo. Llegaba sobre la y media o las menos cuarto. Era viejo, calvo, gordo; de color oxidado. Llevaba siempre una camiseta de Led Zeppelin y una riñonera donde llevaba sus juguetitos. Pedía café, luego lanzaba sus artilugios sobre la barra dispuesto para sus manualidades. El viejales le daba para bien. Se fumaba un par de ellos, normalmente. Nunca alcohol. No podía dejar de pensar, cuando lo miraba, cuanto tiempo de vida debía quedarle. No era ningún chaval, el menda. No conseguía yo ponerle edad a aquel montón de quincalla. ¿Dónde trabajaría el gachón? A su manera había vencido. Era un héroe. Se la traía al pijo; su edad, la gente, el qué dirán. Extendía el papel, deshacía el tabaco, mezclaba la mandanga, la amasaba, lo liaba en espiral y lo petaba. ¡Qué humareada! Subía hasta el techo contra las narices de Hendrix, a remolinos, acunándose sobre Picture of you the The Cure. Era una maravilla oír el metal de las guitarras, los sintetizadores, cuando la tecnología era primaria y sonaba a cueva, a eco, a reverberación. De pronto los años empezaban a descender. Desde 2006 bajaba hasta el 94, alguien gritando en la calle “Yugoslavia” o “Bukowski a muerto”; luego más abajo, al 89, el ruido plomizo del cemento berlinés crujiendo contra el barro; al 84, yo llorando, abriendo los ojos al mundo, a la luz cegadora de la creación; al 83, Europa a Muerto rugiendo a través del cielo plomizo de Gijón, para definitivamente hundirme en los años en los que el mundo aún era mundo, cuando existía gente joven que aún quería ser joven, Another Brick in the Wall… un contenedor ardiendo en mitad de la calzada y más allá, muy al fondo, al corazón de los hombres, temblando y llorando de alegría, con ansias de destrucción.
Cierto que cuando me venían estas imágenes ya llevaba lo menos litro y medio de cerveza en la tripa. Era el momento en que el bar cubría medio aforo, sobre todo de gente tranquila, que charlaba y reía, a eso de las siete de la tarde. Entonces me encaminaba hacia el baño, cerraba el pestillo, me la sacaba y miraba la pared: «Estás aquí, ahora, y nunca más, veintitrés años ¡Dios mío! No me lo puedo creer… soy joven y estoy solo… podría morir entre estas cuatro mierdosas paredes y sería feliz… Ni hacia delante ni hacia atrás… EL AHORA; limpio, transparente, palpitante… aprensible. Lo puedo tocar, como una pompa de jabón expandiéndose peligrosamente… ¡Dejadme en paz! —repetía para mis adentros— ¡Dejadme en paz!»
El tiempo se detenía. Era mágico, no había nada que pudiese comparársele a ese momento íntimo. Sin amigos, sin familia, sin trabajo, sin dinero, sin sexo ni amor. Solo uno frente a su bella y aterradora consciencia. Y en la pared, eternos epitafios: Aquí estuvo JuanLu 12/03/87 – Marga y Luis 07-06-91 – Tonto el que lo lea, 97; también estuvo allí…
Y los quería a todos, sin excepción. Todos —en algún momento de unas vidas que jamás conoceré, que incluso ya podrían estar aniquiladas— dejaron su huella en el único lugar donde uno podía darse cuenta de estar vivo.
Luego empezaba a sonar heavy. Yo volvía a mi sitio. El lugar se llenaba de seres atolondrados, tías apestosas, cocainómanos y punkarras transnochados… era la hora de irse.
La eternidad se desvanecía. Volvía a casa; asustado, borracho, solo, perdiéndome entre callejuelas granadinas en las que nunca había estado, hasta que la tristeza caía sobre mí como un aguacero y el único consuelo que quedaba era volver, al día siguiente. Una vez más.
Recuerdo, de pequeño, en el colegio, cuando los profesores nos amenazaban con encerrarnos en el cuarto de las ratas. Era una puerta negra, fantasmal, que curiosamente se situaba frente a nuestra clase de parvularios.
¿¡Por qué me fascinaba tanto aquel lugar!? ¿¡Cómo podía entrar uno allí!? ¿¡Qué había que hacer!?
Existía, yo sabía que existía… El cielo: Un lugar lleno de ratas.
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