Tumgik
selvadelasletras · 2 years
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Todo pegado a la ropa
Pasa en Milán las Navidades y quiere saber cómo era todo cuando era una chiquilla.       Dime, dice. Cuéntame cómo era todo cuando era pequeña. Bebe Strega a pequeños sorbos, espera, lo mira atentamente. Es una chica tranquila, delgada, atractiva, una superviviente de pies a cabeza.       Eso fue hace mucho tiempo. Fue hace veinte años, dice él.       Pero puedes recordarlo, dice ella. Continúa.       ¿Qué es lo que quieres saber?, dice él. ¿Qué más puedo contarte? Podría explicarte algo que sucedió cuando eras recién nacida. Es algo que te concierne. Pero sólo en un segundo plano.       Cuéntame, dice ella. Pero antes pon otras copas para que no tengas que interrumpirte en la mitad.        Él vuelve de la cocina con las bebidas, se acomoda en la silla y empieza.
       También ellos eran sólo unos chiquillos, pero estaban locamente enamorados. Él tenía dieciocho años y ella diecisiete cuando se casaron. Y poco después tuvieron una hija.       La niña nació a finales de noviembre, durante una racha de frío que coincidió con la temporada alta de las aves acuáticas. El chico era un apasionado de la caza, ya ves. Y esto tiene su importancia.       El chico y la chica, marido y mujer, padre y madre, vivían en un pequeño apartamento, debajo del consultorio de un dentista. Por la noche, y a cambio de la renta y los servicios del apartamento, limpiaban el consultorio del dentista. En verano debían cuidar del césped y las flores. En invierno el chico quitaba la nieve y echaba sal en los senderos. ¿Me sigues? ¿Te haces una idea del cuadro que te describo?       Me hago una idea.       Estupendo, prosigue él. Bien, pues un día, el dentista descubre que están usando su papel con membrete para su correspondencia personal. Pero ésa es otra historia.       Se levanta de la silla y se pone a mirar por la ventana. Ve los tejados y la nieve que cae sobre ellos con monotonía.        Cuenta la historia, dice ella.       Los dos chiquillos estaban enamorados de verdad. Y además de eso tenían grandes ambiciones. Siempre estaban hablando de las cosas que iban a hacer y de los sitios que visitarían.       Ahora el chico y la chica dormían en el dormitorio, y el bebé en el cuarto de estar. Digamos que el bebé tenía unos tres meses y que acababa de empezar a dormir toda la noche de un tirón.       Un sábado por la noche, después de limpiar el consultorio, el chico llamó desde allí a un viejo amigo de caza de su padre.       Carl, le anunció cuando el hombre descolgó el auricular, lo creas o no, soy padre.       Enhorabuena, contestó Carl. ¿Cómo está tu esposa?       Muy bien, Carl. Todos estamos bien.       Fantástico, exclamó Carl. Me alegra oírlo. Pero si Hamas para ir de caza, tengo algo que decirte. Los gansos pasan a millones. No he visto tantos en mi vida. Ayer cacé cinco. Vuelvo mañana por la mañana, así que, si quieres, ven conmigo.       Claro que quiero, dijo el chico.       El chico colgó el teléfono y bajó a contárselo a la chica. La chica vio cómo preparaba sus cosas: cazadora, morral, botas, calcetines, gorro, ropa interior larga, repetidora.       ¿A qué hora volverás?, dijo la chica.       Hacia el mediodía, probablemente, respondió el chico. Pero puede que no llegue hasta las seis. ¿Es demasiado tarde?       Está bien, aprobó ella. El bebé y yo nos arreglaremos perfectamente. Ve y diviértete. Cuando vuelvas, nos vestimos y vamos a ver a Sally.       El chico dijo: me parece una buena idea.       Sally era la hermana de la chica. Era deslumbrante. No sé si has visto fotos de ella. El chico estaba un poco enamorado de Sally, lo mismo que estaba un poco enamorado de Betsy, que era otra hermana de la chica. El chico solía decirle a la chica que, si no estuvieran casados, le haría la corte a Sally.       ¿Y qué me dices de Betsy?, solía preguntar la chica. Odio admitirlo, pero pienso que es más guapa que Sally y que yo. ¿Qué me dices de Betsy?       A Betsy también, solía responder el chico.
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      Después de cenar, el chico subió la intensidad de la estufa y ayudó a la chica a bañar a la niña. Volvió a maravillarse ante aquella criatura que tenía sus rasgos y los rasgos de ella al cincuenta por ciento. Le puso polvos a aquel cuerpo minúsculo. Le puso polvos entre los dedos de las manos y de los pies.       Vació el agua del baño y subió arriba a mirar el cielo. Estaba encapotado, y hacía frío. El césped, lo que quedaba de él, parecía lona, tenía un aspecto rígido y gris bajo la luz de la calle.       La nieve se amontonaba a la orilla del sendero. Pasó un coche. Oyó un sonido de arena bajo sus ruedas. Se puso a imaginar cómo sería el día siguiente, los gansos batiendo el aire sobre su cabeza, la culata hundiéndose en su hombro.       Cerró la puerta con llave y bajó al apartamento.       En la cama intentaron leer. Pero los dos se quedaron dormidos, ella primero; la revista se le deslizó de las manos y quedó encima de la colcha.
      Fue el llanto de la niña lo que le despertó.       La luz estaba encendida y la chica, de pie junto a la cuna, mecía a la niña en sus brazos. Luego la chica dejó al bebé, apagó la luz y volvió a meterse en la cama.       El chico oyó llorar a la niña. Esta vez la chica no se movió. La niña lloró a intervalos y acabó callándose. Él escuchó, luego dormitó. Pero el llanto del bebé volvió a despertarle. La luz de la salita estaba encendida. Se incorporó y encendió la lámpara.       No sé lo que le pasa, dijo la chica paseándose con el bebé en brazos. La he cambiado y le he dado de comer, pero sigue llorando. Estoy tan cansada que tengo miedo de que se me caiga.       Vuelve a la cama, dijo el chico. La tendré yo un rato. Se levantó y cogió a la niña. La chica volvió a acostarse.       Acúnala unos minutos, le dijo la chica desde el dormitorio. Puede que vuelva a dormirse.       El chico se sentó en el sofá con la niña en brazos. La meció sobre las piernas hasta que consiguió que cerrara los ojos, y al poco fueron cerrándose los suyos. Se levantó con cuidado y puso a la niña en la cuna.       Eran las cuatro menos cuarto: le quedaban cuarenta y cinco minutos. Se metió en la cama y se durmió. Pero transcurridos unos minutos la niña volvió a llorar, y esta vez se levantaron los dos.       El chico hizo algo terrible: soltó una maldición.       Por el amor de Dios ¿qué te pasa?, dijo la chica. Quizá esté enferma o algo así. Quizá no debíamos haberla bañado.       El chico cogió a la niña. La niña pataleó y sonrió.       Mira, dijo. No creo que le pase nada, sinceramente.       ¿Cómo lo sabes?, preguntó ella. Trae, déjame tenerla. Sé que tendría que darle algo, pero no sé qué.       La chica volvió a dejar a la niña en la cuna. Ambos se quedaron mirándola, y la niña empezó a llorar.       La chica la cogió. Niñita, niñita, dijo con lágrimas en los ojos.       Puede que le pase algo en el estómago, dijo el chico.       Ella no respondió. Siguió acunando a la niña sin hacerle al chico ningún caso.       El chico esperaba. Fue a la cocina y puso a hervir agua para el café. Se puso la prenda interior de lana encima del calzoncillo y la camiseta, la abotonó y empezó a ponerse la ropa.       ¿Qué estás haciendo?, dijo la chica.       Me voy a cazar, dijo el chico.       No creo que debas, dijo la chica. No quiero quedarme sola con ella en este estado.       Carl cuenta conmigo, dijo él. Lo habíamos planeado.       No me importan los planes de Carl y tuyos, dijo ella. Y tampoco me importa Carl. Ni siquiera lo conozco.       Conociste a Carl. Lo conoces, dijo el chico. ¿Qué quieres decir con que no lo conoces?       Esa no es la cuestión y tú lo sabes, dijo ella.       ¿Y cuál es la cuestión?, dijo el chico. La cuestión es que lo hemos planeado.       La chica dijo: soy tu mujer. Esta es tu hija. Está enferma, o algo le pasa. Mírala. ¿Por qué llora, si no?       Ya sé que eres mi mujer, dijo el chico.       La chica se echó a llorar. Volvió a dejar a la niña en la cuna. Pero la niña lloró otra vez. La chica se secó las lágrimas en la manga del camisón y la cogió en brazos.
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Carver fotografiado por Bob Adelman en 1984.       El chico se ató los cordones de las botas. Se puso la camisa, el suéter, la cazadora. Oyó el pitido del hervidor de agua en la cocina.       Vas a tener que escoger. Carl o nosotras. Lo digo en serio.       ¿Qué quieres decir?       Ya lo has oído, dijo la chica. Si quieres una familia, tendrás que elegir.       Se miraron fijamente. Al cabo el chico cogió su equipo de caza y salió del apartamento. Arrancó el carro. Se bajó y dio la vuelta al carro quitando a conciencia la nieve de las ventanillas.       Apagó el motor y se quedó un rato en el asiento. Luego se bajó y volvió a casa.       La luz del cuarto de estar permanecía encendida. La chica estaba dormida en la cama. La niña dormía a su lado.        Se quitó las botas. Luego se quitó lo demás. En calcetines y ropa interior de cuerpo entero, se sentó en el sofá y se puso a leer el periódico del domingo.       Ella y la niña seguían durmiendo. Al rato el chico fue a la cocina y empezó a freír bacon.       La chica se acercó en bata y rodeó al chico con los brazos.       Eh, dijo el chico.       Lo siento, dijo la chica.           No importa, dijo el chico.       No quería ser tan desagradable.           Ha sido culpa mía.       Tú quédate sentado, dijo ella. ¿Qué te parece un waffle con bacon?       Fantástico, dijo el chico.       La chica sacó el bacon de la sartén e hizo la masa para el waffle. Él se sentó a la mesa y miró cómo la chica se movía por la cocina.       La chica le puso un plato con el waffle y el bacon. El chico lo untó con mantequilla y echó sirope encima. Pero cuando empezó a cortarlo se le volcó el plato encima de los muslos.       Es increíble, dijo brincando de la mesa.  Si te vieras, dijo la chica.       El chico se miró, miró todo aquello pegado a su ropa interior de cuerpo entero.       Estaba muerto de hambre, dijo moviendo la cabeza.       Estabas muerto de hambre, dijo ella riendo.       El chico se quitó la prenda de lana y la tiró a la puerta del baño. Y abrió los brazos, y la chica se entregó a ellos.       No vamos a pelearnos más, dijo ella.        El chico dijo: no.       Se levanta de la silla y vuelve a llenar los vasos.        Ya está, dice. Fin de la historia. Admito que no es una gran historia.       Me ha interesado, dice ella.       Él se encoge de hombros y va hasta la ventana con su vaso. Ha oscurecido, pero sigue nevando.       Las cosas cambian, dice. No sé cómo. Pero cambian sin que uno se dé cuenta o lo desee.       Sí, es cierto, sólo que..., dice ella. Pero no termina lo que había empezado.       Y deja el tema. Él ve reflejado en el cristal cómo ella se estudia las uñas. Luego ella levanta la cabeza. Pregunta con viveza si le va a enseñar la ciudad, de todas formas.       Él asiente: ponte las botas y vámonos.       Pero se queda en la ventana, recordando. Habían reído. Se habían pegado el uno al otro y habían reído hasta que se les saltaron las lágrimas, mientras todo lo demás —el frío y el lugar adonde él iba a ir— quedaba fuera. Al menos durante cierto tiempo.  [1]
[1] En: Carver, Raymond: "De qué hablamos cuando hablamos de amor" (1981). Traducción de Jesús Zulaika. Anagrama. Barcelona.
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selvadelasletras · 2 years
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Catarata de regalias… @julio.an10
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selvadelasletras · 2 years
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Ama tu ritmo
Ama tu ritmo y ritma tus acciones bajo su ley, así como tus versos; eres un universo de universos y tu alma una fuente de canciones.
La celeste unidad que presupones hará brotar en ti mundos diversos, y al resonar tus números dispersos pitagoriza en tus constelaciones.
Escucha la retórica divina del pájaro del aire y la nocturna irradiación geométrica adivina;
mata la indiferencia taciturna y engarza perla y perla cristalina en donde la verdad vuelca su urna. [1]
[1]En: Rubén Darío: "Sonetos completos" (2010). Edición de Ricardo Llopesa. Visor de Poesía. Madrid.
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selvadelasletras · 2 years
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San Luis, Antioquia, Colombia
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selvadelasletras · 4 years
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Nosotros los dinosaurios
nacidos así para esto sonríen las caras dibujadas con tiza se ríe la Sra. Muerte los ascensores se averían los escenarios políticos se disuelven el mozo del supermercado recibe un título universitario los peces oleosos escupen sus oleosas presas el sol se esconde tras una máscara
nacemos así para esto para estas guerras cuidadosamente insensatas para contemplar las ventanas rotas de la fábrica de la vaciedad para los bares donde la gente ya no se habla para las peleas a puñetazos que acaban en tiroteos y cuchilladas
nacidos para esto para hospitales tan caros que resulta más barato morirse para abogados que cobran tanto que resulta más barato declararse culpable para un país donde las cárceles están llenas y los manicomios cerrados para un lugar donde las masas elevan a los imbéciles a la categoría de heroes y millonarios
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nacidos para esto andando y viviendo en esto muriendo por esto enmudecidos por esto castrados corrompidos desheredados por esto
engañados por esto utilizados por esto meados por esto enloquecidos y enfermados por esto convertidos en violentos en inhumanos por esto
el corazón se ennegrece los dedos apuntan al cuello al arma al cuchillo a la bomba los dedos imploran a un dios que no contesta
los dedos apuntan a la botella a la pastilla al polvo
nacemos a esta lastimosa devastación nacemos bajo un gobierno que lleva endeudado 60 años y que pronto ni siquiera podrá pagar el interés de esa deuda y los bancos arderán el dinero no servirá para nada se producirán asesinatos por la calle, a la vista de todos, que quedarán impunes habrá armas y revueltas por todas partes la tierra no servirá para nada disminuirá la producción de alimentos el control del poder nuclear estará en muchas manos las explosiones sacudirán sin cesar la Tierra hombres robot afectados por las radiaciones se cazarán unos a otros los ricos y los elegidos lo observarán todo desde plataformas espaciales el Infierno de Dante parecerá un juego de niños comparado con esto
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(fotograma tomado del documental Born into This (2003), el genio camina por las calles de L.A)
no se verá el sol y siempre será de noche los árboles se morirán desaparecerá la vegetación hombres afectados por las radiaciones devorarán la carne de otros hombres afectados por las radiaciones el mar estará contaminado los lagos y ríos se volatilizarán la lluvia será el nuevo oro
un viento oscuro esparcirá el hedor de los cuerpos putrefactos de hombres y animales
nuevas y espantosas enfermedades asediarán a los últimos y escasos supervivientes y las plataformas espaciales desaparecerán por consunción por el agotamiento de las provisiones por efecto de la decadencia general
y entonces reinará el silencio más hermoso que
se haya oído nunca.
con el sol todavía oculto
a la espera del siguiente capítulo.[1]
[1]En: Bukowski, Charles: "Poemas de la última noche de la Tierra" (1992). Traducción y prólogo de Eduardo Moga. Visor Libros. Madrid.
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selvadelasletras · 4 years
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An Urban Jungle, Taipei, Taiwan. Captured by Andreas Mass.
Source: https://www.instagram.com/p/CAe29YtnbjL/
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selvadelasletras · 4 years
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Cervantes recibe consejo sobre musas (e hijos célebres que aquellas le darían)
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante. Y, así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, que ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice, que «debajo de mi manto, al rey mato», todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y obligación, y, así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.
Solo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa, y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.
—Porque ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? Pues ¿qué, cuando citan la Divina Escritura? No dirán sino que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia, guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado destraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del abecé, comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoílo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos; aunque si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo sé que me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más nombre en nuestra España. En fin, señor y amigo mío —proseguí—, yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan, porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la suspensión y elevamiento, amigo, enque me hallastes, bastante causa para ponerme en ella la que de mí habéis oído.
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(Imagen: Cervantes durante la Batalla de Lepanto en 1571, cuadro de Augusto Ferrer-Dalmau (2016))
Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en una carga de risa, me dijo:
—Por Dios, hermano, que agora me acabo de desengañar de un engaño en que he estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto y prudente en todas vuestras aciones. Pero agora veo que estáis tan lejos de serlo como lo está el cielo de la tierra. ¿Cómo que es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de remediar puedan tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme atento y veréis cómo en un abrir y cerrar de ojos confundo todas vuestras dificultades y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.
—Decid —le repliqué yo, oyendo lo que me decía—, ¿de qué modo pensáis llenar el vacío de mi temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?
A lo cual él dijo:
—Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís, porque, ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes. En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer de manera que venga a pelo algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o a lo menos que os cuesten poco trabajo el buscalle, como será poner, tratando de libertad y cautiverio:
Non bene pro toto libertas venditur auro.
Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con
Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas   Regumque turres.
Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: «Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros». Si tratáredes de malos pensamientos, acudid con el Evangelio: «De corde exeunt cogitationes malae». Si de la instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:
Donec eris felix, multos numerabis amicos.  Tempora si fuerint nubila, solus eris.
Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy. En lo que toca al poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer desta manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacelde que sea el gigante Golías, y con solo esto, que os costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: «El gigante Golías, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada, en el valle de Terebinto, según se cuenta en el libro de los Reyes...», en el capítulo que vos halláredes que se escribe. Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo como en vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación, poniendo: «El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar Océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa, y es opinión que tiene las arenas de oro», etc. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a Calipso y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras estrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro. 
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(Cervantes durante uno de sus varios presidios; cuadro de Mariano de la Roca y Delgado (1858))
Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada, y quizá alguno habrá tan simple que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón, ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología, ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica, ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Solo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. 
Y pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando en todo lo que alcanzáredes y fuere posible vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que, si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron en mí sus razones, que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo, en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero; pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas. Y con esto Dios te dé salud y a mí no olvide. Vale. [1]
  [1]  Prólogo a: De Cervantes, Miguel: "Don Quijote de la Mancha". Tomo I. 1605.
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selvadelasletras · 4 years
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Bali, Indonesia by Ines Alvarez Fdez
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selvadelasletras · 5 years
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Muerte en el lugar más lejano a la selva
Las etapas de la marcha son cada vez más pequeñas, pues la costra de nieve aquí se deshace. Ya no pueden avanzar con los trineos, sino que tienen que empujarlos. El duro hielo corta los patines. Los pies se llenan de heridas al avanzar por la inconsistente arena de hielo. Pero no se doblegan. El 30 de diciembre han alcanzado los 87 grados de latitud, el máximo punto al que llegó Shackleton. Aquí la última sección ha de regresar. Solo cinco elegidos pueden seguir hasta el Polo. Scott escoge a su gente. No se atreven a protestar, aunque les pesa el corazón por tener que volverse estando tan cerca de la meta y dejar a los compañeros por la gloria de ser los primeros en ver el Polo. Pero la suerte está echada. Una vez más se dan la mano, esforzándose por ocultar su emoción con un empeño viril. Después el grupo se separa. Parten dos comitivas pequeñas, minúsculas. La una, en dirección hacia el sur, rumbo a lo desconocido. La otra hacia el norte, de regreso a la patria. Constantemente vuelven la vista, para percibir por última vez la presencia de un amigo, de un ser humano. Pronto desaparece la última figura. Solos, los cinco escogidos para esta hazaña —Scott, Bowers, Oates, Wilson y Evans—avanzan rumbo a lo desconocido. 
EL POLO SUR
Las anotaciones de estos últimos días son cada vez más intranquilas. Como la aguja azul de la brújula, al acercarse al Polo empiezan a vibrar. “¡Qué interminable se nos hace, hasta que las sombras se arrastran lentamente a nuestro alrededor, avanzando desde nuestra derecha hacia adelante, para de allí deslizarse hacia la izquierda!”. Pero, entre tanto, la esperanza resplandece cada vez más claramente. Scott anota las distancias recorridas con una pasión que va en aumento. “Sólo quedan 150 kilómetros para llegar al Polo. Si esto sigue así, no lo resistiremos”. Ahí se manifiesta aún la fatiga. Dos días después: “Quedan 137 kilómetros hasta el Polo, que nos resultarán amargamente difíciles”. Y de pronto un tono nuevo, victorioso: “¡Solo 94 kilómetros! Si no lo alcanzamos, nos quedaremos endemoniadamente cerca!”. El 14 de enero la esperanza se convierte en certeza: “Solo 70 kilómetros. ¡La meta está ante nosotros!”. Y al día siguiente los apuntes arden ya con un intenso júbilo, casi con hilaridad: “Solo unos mezquinos 50 kilómetros. ¡Tenemos que llegar, cueste lo que cueste!”. En esas líneas, que parecen cobrar alas, el corazón percibe hasta qué punto sus tendones están tirantes por la esperanza, cómo sus nervios se estremecen con la expectación y la impaciencia. El botín está próximo. Y ya extienden la mano para apoderarse del último secreto de la Tierra. Un último esfuerzo, y habrán alcanzado el objetivo. 
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EL 16 DE ENERO
“Se elevan los ánimos, consigna el diario. Esa mañana reanudan la marcha más temprano que otras veces. La impaciencia por contemplar antes el secreto, terrible y hermoso, los arrastra fuera de los sacos de dormir. Hasta el mediodía esos cinco hombres, inmutables, recorren catorce kilómetros. Alegres, avanzan a través de ese desierto blanco, sin un alma. Ahora no pueden fracasar. La hazaña decisiva para la humanidad casi está realizada. De pronto, uno de ellos, Bowers, se inquieta. Su mirada arde al clavarse en un pequeño punto oscuro en medio del inmenso campo de nieve. No se atreve a expresar sus sospechas, pero a todos les tiembla el corazón con un único y espantoso pensamiento. La idea de que la mano de otro hombre haya podido levantar ahí una señal. Tratan de calmarse recurriendo a cualquier artificio. Se dicen —como Robinson cuando descubre en la isla una huella ajena y en vano pretende reconocer en ella la suya propia— que tal vez se trate de una grieta en el hielo o de un espejismo. Se aproximan con los nervios de punta y siguen intentando engañarse unos a otros. aun cuando todos saben ya la verdad: que el noruego, Amundsen, ha llegado antes. 
Pronto se quiebra la última duda ante el hecho incontrovertible de una bandera negra que, en un trineo colocado como poste, se alza sobre las huellas de un campamento desconocido y abandonado. Son las huellas de los patines de los trineos y la impresión de muchas patas de perro. Amundsen ha acampado aquí. Lo grandioso, lo que era inconcebible para la humanidad, ha sucedido. El Polo, inanimado desde hace milenios, jamás contemplado por la mirada humana desde hace miles y miles de años, tal vez incluso desde el comienzo de los tiempos, ha sido descubierto dos veces en el transcurso de una molécula de tiempo, en quince días. Y ellos son los segundos, tan solo por un mes de diferencia en un periodo de millones de meses. Los segundos ante una humanidad para la que el primero lo es todo y el segundo nada. Vano resulta, por tanto, todo el esfuerzo. Ridículas, todas las privaciones. De locos, todas las esperanzas alentadas durante semanas, durante meses, durante años. “Todo el trabajo, todas las privaciones, toda la angustia, ¿para qué?”, escribe Scott en su diario. “Nada más que por un sueño que ahora se ha derrumbado”. Las lágrimas acuden a sus ojos. A pesar del excesivo cansancio, esa noche no pueden conciliar el sueño. Tristes, sin esperanza ninguna, como condenados, emprenden la última marcha hacia el Polo, que estaban convencidos de que iban a tomar por asalto. Ninguno trata de consolar a los demás. Sin decir una palabra, siguen arrastrándose. El 18 de enero, el capitán Scott, junto con sus cuatro compañeros, llega al Polo. Y como el hecho de ser el primero ya no le ciega, contempla la tristeza del paisaje con abúlica mirada. “Aquí no hay nada que ver. Nada que se diferencia de la atroz monotonía de los últimos días”. Es toda la descripción que Robert F. Scott hace del Polo Sur. La única particularidad que descubren allí no ha sido creada por la naturaleza, sino por la mano enemiga de un hombre: la tienda de Amundsen con la bandera noruega, que arrogante y victoriosa ondea sobre el expugnado baluarte de la humanidad. Una carta del conquistador espera al desconocido que sea el segundo en pisar ese lugar, rogándole que la haga llegar al rey Hakon de Noruega. Scott se encarga de cumplir fielmente ese penoso deber: ser testigo ante el mundo de una proeza ajena, a la que él mismo ha aspirado fervientemente.
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Tristes, junto al trofeo de Amundsen, clavan la bandera inglesa, la “Union Jack”, que ha llegado demasiado tarde. Después, perseguidos por un viento glacial, abandonan el “traicionero paraje de sus ambiciones”. Y con un recelo profético, Scott escribe en su diario: “Me espanta el regreso”.
EL DESCALABRO
En el camino de vuelta los peligros se multiplican por diez. En la marcha hacia el Polo les guió la brújula. Ahora tienen que prestar atención y no perder sus propias huellas, durante semanas no perderlas ni una sola vez para no desviarse de los depósitos, en los que se encuentran sus ropas de repuesto y el calor concentrado en un par de galones de petróleo. Por eso se inquietan con cada paso cuando los torbellinos de nieve les cubren la vista, pues cualquier error conduce a una muerte segura. Además, a sus cuerpos les falta la frescura de las primeras marchas, cuando aún disponían del calor que les proporcionaban las calorías de una alimentación más rica y el cálido alojamiento de su casa en el Antártico.
Además, en sus corazones se ha aflojado el resorte de una voluntad de acero. Al marchar hacia allí les mantuvo en pie la sobrenatural ilusión de personificar la curiosidad y el anhelo de toda la humanidad, de representar heroicamente todas sus energías. La convicción de estar realizando una hazaña inmortal les confirió una fuerza sobrehumana. Ahora no luchan por nada más que por salvar su pellejo, por su existencia corporal, de seres mortales, por una vuelta sin gloria a la patria, algo que su más íntima voluntad antes teme que añora. 
La lectura de las notas de aquellos días resulta atroz. El tiempo se vuelve cada vez más desapacible. El invierno se presenta más pronto que nunca. Y la nieve blanda forma una espesa costra bajo sus botas, convirtiéndose en un cepo en el que sus pies quedan atrapados. El frío agota sus cuerpos rendidos. Alcanzar alguno de los depósitos, tras errar y vacilar durante días y días, supone siempre un pequeño júbilo. Entonces en sus palabras vuelve a ondear la bandera fugaz de la confianza. Nada demuestra de modo tan grandioso el heroísmo espiritual de esos pocos hombres en medio de una soledad inmensa, que el hecho de que Wilson, el hombre de ciencia, incluso aquí, a un paso de la muerte, prosiga con sus investigaciones y que en su trineo, además de toda la carga necesaria, arrastre también dieciséis kilos de piedras raras. 
Pero poco a poco el valor humano sucumbe al predominio de la naturaleza que, implacable y con una fuerza endurecida a lo largo de siglos, conjura contra esos cinco temerarios todas las potencias del ocaso: el frío, las heladas, la nieve y el viento. Hace mucho que tienen los pies en carne viva, y los cuerpos, insuficientemente caldeados y debilitados por una única comida caliente, empiezan a fallar. Con horror reconocen un día que Evans, el más fuerte entre todos ellos, se comporta de pronto de un modo extraño. Se queda atrás, se queja sin parar de dolores reales e imaginarios. Estremecidos, concluyen por su extraño parloteo que el infeliz ha enloquecido a causa de algún golpe o por las tremendas angustias. ¿Qué hacer con él? ¿Abandonarle en ese desierto de hielo? Por otro lado, tienen que alcanzar el depósito sin demora. De lo contrario... Scott aún no se atreve a escribir la palabra. A la una de la mañana, el 17 de febrero, el desdichado oficial muere, justo a un día de marcha del “matadero”, en el que por primera vez encontrarán una comida más nutritiva gracias a la masacre de póneys de hace unos meses.
Los cuatro restantes emprenden la marcha, pero —¡maldición!— el siguiente depósito trae nuevos sinsabores. El aceite que contiene es demasiado escaso, lo que significa que tendrán que apañarse con lo imprescindible. Ahorrar combustible, lo único que les defiende contra el frío. Tras una noche glacial, sacudida por la tempestad, y un despertar desalentador, apenas tienen fuerzas para ponerse las botas de fieltro. Pero siguen arrastrándose. Uno de ellos, Oates, con los dedos de los pies congelados. El viento sopla con más fuerza que nunca. Y en el siguiente depósito, el 2 de marzo, la terrible decepción se repite. Una vez más, el combustible es demasiado escaso. 
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Ahora el miedo se apodera incluso de las palabras. Se percibe cómo Scott se esfuerza por contener el horror, pero una y otra vez un grito de desesperación tras otro horada su falsa tranquilidad. “Así no podemos seguir”. O bien: “El juego terminará mal”. Y por fin la terrible intuición: “¡Que Dios nos asista! De los hombres ya nada podemos esperar”. Pero siguen arrastrándose, avanzando, siempre adelante, sin esperanza, apretando los dientes. Oates camina cada vez con más dificultad. Para sus amigos, representa más una carga que una ayuda. A una temperatura de 42 grados bajo cero al mediodía tienen que desistir de la marcha, y el desventurado se da cuenta y está convencido de que será la perdición de sus compañeros. Ya se preparan para lo peor. Hacen que Wilson, el investigador, suministre a cada uno diez tabletas de morfina, para apresurar el fin en caso necesario. Aún tratan de avanzar una jornada más con el enfermo. Después, el propio infeliz exige que le dejen en un saco de dormir y le abandonen a su suerte. Aunque rechazan la propuesta con energía, tienen claro que para ellos sería un alivio. El enfermo, con las piernas congeladas, aún se tambalea unos cuantos kilómetros en dirección al refugio nocturno. Duerme con sus compañeros hasta la mañana siguiente. Entonces ven que fuera se ha desencadenado un huracán. 
De pronto Oates se incorpora. “Quiero salir un poco”, dice a sus amigos. “Tal vez me quede un rato ahí fuera”. Los demás tiemblan. Todos saben lo que ese paseo significa. Pero ninguno se atreve a decir una palabra para detenerle. Ninguno se atreve a ofrecerle la mano para despedirle. Todos perciben con respeto que el capitán de caballería Lawrence J. E. Oates, del cuerpo de dragones de Inniskilling, va como un héroe al encuentro de la muerte. 
Tres hombres medio dormidos, extenuados, se arrastran por el interminable desierto de férreo hielo, agotados, sin esperanza. Solo el sordo instinto de conservación estira sus tendones para mantener un paso vacilante. El tiempo es cada vez peor. Y en cada depósito les espera la burla de una nueva decepción. Siempre demasiado poco aceite, demasiado poco calor. El 21 de marzo se encuentran a tan solo 20 kilómetros de un nuevo depósito, pero el viento sopla con una fuerza tan mortífera que no pueden ni abandonar la tienda. Cada noche esperan que a la mañana siguiente alcanzarán la meta, pero entre tanto desaparecen los víveres y con ellos la última esperanza. El combustible se les ha acabado, y el termómetro marca 40 grados bajo cero. No queda ninguna esperanza. Solo escoger entre la muerte por hambre o por frío. Durante ocho días, esos tres hombres cobijados en una pequeña tienda en medio de un mundo primitivo y blanco luchan contra el inevitable final. El 29 de marzo saben ya que ningún milagro puede salvarlos. Resuelven no dar un solo paso más para evitar la fatalidad y afrontar con orgullo la muerte como cualquier otra desgracia. Se acurrucan en sus sacos y de sus últimos sufrimientos ni una queja ha trascendido al mundo...[1]
  [1]  "La lucha por el Polo Sur. El Capitán Scott, 90 grados de latitud". En Zweig, Stefan: "Momentos Estelares de la Humanidad". Acantilado. Barcelona. 2002.
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selvadelasletras · 5 years
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La anti-selva
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Herbert G. Ponting - The Great White Silence (1924)
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selvadelasletras · 8 years
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LA REVOLUCIÓN NO ES UN JUEGO
“Joven amigo: ¿Se siente revolucionario? ¿Cree que la hora se acerca para nuestros pueblos?
En ese caso proceda CON SERIEDAD. La revolución no es un juego. Cese de reir. NO SUEÑE. Sobre todo NO SUEÑE. Soñar no conduce a nada, sólo la reflexión y la seriedad confieren la ponderación necesaria para las acciones duraderas. Niéguese al delirio, a los ideales, a lo imposible. Nadie baja de una sierra con diez machetes locos para acabar con un ejército bien armado: no se deje engañar por informaciones tergiversadas, no le haga caso a Lenin. La revolución será fruto de estudios documentados y de una larga paciencia. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS.” 
Un clasificado que leyó Cortázar en algún rincón de Saignon. 
En Cortázar, Julio: “Último Round”. Siglo XXI Editores. México, 2009. 
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selvadelasletras · 11 years
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selvadelasletras · 11 years
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Duke va a la selva para huir de la burocracia
Repasé las diversas acusaciones... pero, en esencia, en puro lenguaje legal, no parecían tan graves. 
¿Violación? Eso sin duda podríamos eliminarlo. Yo jamás había deseado a aquella condenada chica, y desde luego no le había puesto una mano encima siquiera. ¿Fraude? ¿Robo? Siempre podría proponer un "arreglo". Pagar. Decir que me había enviado allí el Sports Illustrated y arrastrar luego a los abogados del Time Inc., a un pleito de pesadilla. Tenerlos liados durante años con una ventisca de autos y apelaciones. Atacarlos en lugares como Juneau y Houston, luego hacer constantes solicitudes de traslado de jurisdicción, pasar a Quito, Nome, Aruba... mantener la cosa en movimiento, hacerles correr un círculo, obligarlos a entrar en conflicto con el departamento de contabilidad, etc...
NOMINA DE GASTOS POR ABNER H. DODGE
CONSEJERO JEFE
Asunto: 44.000, 12 dólares... Gastos especiales, a saber: Perseguimos al acusado, R. Duke, por todo el hemisferio occidental y conseguimos hacerle comparecer por fin a juicio en un pueblo de la costa norte de una isla llamada Culebra, en el mar Caribe, donde sus abogados obtuvieron un laudo según el cual todos los trámites posteriores deberían diligenciarse en lengua de la tribu caribe. Enviamos tres hombres a Berlitz para que aprendiesen dicho idioma, pero diecinueve horas antes de la fecha prevista para que se iniciase el proceso, el acusado huyó a Colombia, donde estableció su residencia en una región pesquera llamada Guajira, cerca de la frontera venezolana, donde el idioma oficial de la jurisprudencia es un oscuro dialecto llamado "guajiro". Después de varios meses, conseguimos trasladar el expediente allí, pero entonces el acusado había pasado a residir en un pueblo prácticamente inaccesible de las fuentes del Amazonas, donde estableció poderosas conexiones con una tribu de cazadores de cabezas llamados "jíbaros". Se envió río arriba a nuestro corresponsal en Manaos, para localizar y contratar a un abogado nativo que supiese jíbaro, pero la búsqueda se ha visto obstaculizada por graves problemas de comunicación. Nuestra oficina de Rio manifiesta su preocupación por la posibilidad de que la viuda del mencionado corresponsal en Manaos acabase obteniendo una sentencia ruinosa (debido a la parcialidad de los tribunales locales), que ningún jurado de nuestro país consideraría en modo alguno razonable ni saludable siquiera. [1]
    [1]  En Thompson, Hunter S.: "Miedo y Asco en Las Vegas". Straight Arrow Publisher. San Francisco. 1971.
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selvadelasletras · 11 years
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La drogada deuda de un periodista en Las Vegas
NINGUNA SIMPATIA POR EL DIABLO.... ¿PERIODISTAS TORTURADOS?... FUGA HACIA LA LOCURA
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La decisión de huir llegó bruscamente. O puede que no. Puede que lo hubiese planeado todo... que esperase subconscientemente el momento adecuado. Creo que un factor fue la factura. Porque no tenía dinero para pagarla. Y no más tratos diabólicos tarjeta-crédito/reembolso. No después de tratar con Sidney Zion. Después de esa me agarraron mi tarjeta del American Express, y los cabrones me demandaron... junto con los del Diner`s Club y los de Hacienda...
Y además, la responsable legal era la revista. Mi abogado ya había pensado en eso. No firmamos nada. Salvo los recibos aquellos del servicio de habitaciones. No llegamos a saber el total, pero (justo antes de que nos fuésemos) mi abogado calculó que llevábamos una media de 29 a 36 dólares por hora, durante 48 horas seguidas. 
- Increíble- dije yo- ¿Cómo pudo pasar?
Pero cuando formulé esta pregunta, no había nadie al lado para contestarla. Mi abogado ya se había ido. 
Debió olerse el problema. El lunes por la noche encargó al servicio de habitaciones un equipo de maletas de cuero de la mejor calidad y luego me dijo que tenía reservas para el primer avión a Los Ángeles. Dijo que teníamos que darnos prisa. Y, camino del aeropuerto, me sacó 25 dólares prestados para el billete. 
Le vi marchar, luego volví a la tienda de souvenirs del aeropuerto y gasté lo que me quedaba en metálico en basura… mierdas absolutas, recuerdos de Las Vegas, encendedores Zippo de imitación, de plástico, con ruleta incorporada, por 6.95 dólares, sujetabilletes de medio dólar John Fitzgerald Kennedy a cinco dólares la pieza, monos de lata que tiraban dados por siete dólares y medio… cargué toda esta basura y luego la llevé al Gran Tiburón Rojo[1]  y la descargué en el asiento de atrás… y luego me puse al volante muy dignamente (la capota blanca bajada, como siempre), me acomodé allí, puse la radio y empecé a pensar.
¿Cómo resolvería Horatio Alger esta situación? Una calada sobre la marcha, Dios… una calada sobre marcha.
Pánico. Me treparon por la columna lo que parecían las primeras vibraciones que provoca el frenesí del ácido. Todas aquellas horribles realidades empezaron a aflorar en mí: allí estaba, completamente solo en Las Vegas con aquel maldito coche, un coche increíblemente caro, absolutamente pasadísimo, sin abogado, sin dinero, sin reportaje para la revista… y por si fuese poco, además tenía que enfrentarme a una gigantesca factura de hotel. Habíamos pedido desde aquella habitación todo lo que podían transportar manos humanas… incluyendo unas 600 pastillas de jabón Neutrogena translúcido.
Tenía todo el coche lleno de él: el suelo, los asientos, la guantera. Mi abogado había establecido una especie de acuerdo con las doncellas mestizas de nuestra planta para que nos entregaran aquel jabón (600 pastillas de esa extraña mierda transparente), y ahora era todo mío.
Junto con aquella cartera de plástico que vi de pronto allí a mi lado en el asiento delantero. Alcé ese chisme y supe de inmediato lo que contenía. Ningún abogado samoano en su sano juicio se arriesga a cruzar las puertas de una compañía aérea comercial, provistas de un detector de metales, con una Magnum 357 gorda y negra sobre su persona…
Así que me la había dejado a mí, para que se la llevara…si conseguía volver a Los Angeles. En caso contrario… bueno, ya me oía hablando con la Patrulla de Autopistas de California:
¿Qué? ¿Esta arma? ¿Esta Magnum 357 cargada, sin licencia, oculta y quizá caliente? ¿Que qué hago con ella? Bueno, verá, oficial, yo salí de la carretera cerca de Arroyo Mescal (por consejo de mi abogado, que posteriormente desapareció) y de pronto, estaba yo daño vueltas por aquella charca desierta, yo solo, sin ningún objetivo concreto, cuando se me apareció delante aquel tipejo de barba, fue como si surgiera de la nada, y llevaba aquel horrible cuchillo de linóleo en una mano y esa inmensa pistola negra en la otra… y me propuso grabarme una gran X en la frente en memoria del teniente Calley… pero cuando le dije que era doctor en periodismo, cambió radicalmente de actitud. Sí,  usted probablemente no lo crea, oficial, pero de pronto tiró aquel cuchillo en las salobres aguas mescalinosas, allí a nuestros pies, y luego me dio este revolver. Sí, sí, eso es, me lo puso en la mano, dándomelo por la culata, y luego salió corriendo y desapareció en la oscuridad.
Por eso tengo esta arma, oficial ¿Puede usted creerlo?
No
De cualquier modo yo no estaba dispuesto a tirar aquel trasto. Una buena 357 es una cosa difícil de conseguir, en estos tiempos.
Así que pensé, bueno, si logro pasar este trasto a Malibú, para mí. Si corro el riesgo, me quedo con la pistola: era muy razonable. Y si aquel cerdo samoano quería jaleo, si quería venir a armar escándalo a mi casa, le daría una prueba de aquel chisme de la mitad para arriba del fémur. Sin bromas. 158 metros por segundo, significan más o menos 20 kilos de hamburguesa samoana, mezclada con esquirlas de hueso. ¿Por qué no?
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Locura, locura.. y, entretanto, completamente solo allí con el Gran Tiburón Rojo en el aparcamiento del aeropuerto de Las Vegas. Al diablo este pánico. Contrólate. Aguanta. Durante las próximas 24 horas, esto del control personal será decisivo.
Aquí estoy sentado, solo en este jodido desierto, en este nido de locos armados, con un peligrosísimo cargamento de alto riesgo, horrores y responsabilidades que debía llevar de vuelta a Los Angeles, porque si me enganchaban allí estaba perdido. Jodido del todo. De eso no había duda. Dirigir el semanario de la jaula del estado no era ningún futuro para un doctor en periodismo. Mejor salir zumbando de aquel estado atávico a toda pastilla. Inmediatamente. Pero primero… había que volver al Hotel Mint y hacer efectivo un cheque de 50 dólares, luego subir a la habitación y pedir por teléfono dos bocadillos, dos cuartos de leche, una jarra de café y un quinto de Bacardí añejo.
El ron será absolutamente necesario para pasar esta noche; para poner en claro estas notas, este diario vergonzoso… mantener la grabadora aullando toda la noche al máximo volumen: “Permítanme que me presente… soy un hombre rico y de buen gusto”.
¿Simpatía?
Para mí no.
En Las Vegas no hay piedad para un delincuente drogado. Este lugar es como el Ejército: prevalece la moral del tiburón, la de devorar a los heridos. En una sociedad cerrada en la que todo el mundo es culpable, el único delito es que te cojan. En un mundo de ladrones, el único gran pecado es la estupidez.
Es una sensación rara la de estar sentado en un hotel de Las Vegas a las 4 am con un cuaderno y una grabadora, en un suite de 75 dólares al día y con una fantástica factura del servicio de habitaciones, acumulada en 48 horas de locura absoluta, sabiendo que en cuanto amanezca tendrás que huir sin pagar ni un mísero centavo… tendrás que cruzar el vestíbulo de estampida y pedir en el garaje tu descapotable rojo y estar esperándolo con una maleta llena de marihuana y armas ilegales… intentando fingir tranquilidad y despreocupación, mientras hojeas la primera edición matutina del Sun de Las Vegas.
Esta era la última etapa. Había sacado todo el pomelo y el resto del equipaje del coche unas horas antes. Ahora todo era cuestión de apretar el lazo: sí una actitud de lo más despreocupada, los ojos alucinados ocultos tras esas gafas de sol de espejo Saigón… esperando que llegara el Tiburón. ¿Dónde está? Le di a ese bribón del aparcamiento cinco dólares, una inversión de primera magnitud, en este momento.
Calma, sigue leyendo el periódico. El primer reportaje era un titular de un azul chillón que iba de lado a lado de la primera página:
LA POLICIA VUELVE A DETENER AL TRIO SOSPECHOSO EN EL CASO DE LA MUERTE DE LA REINA DE LA BELLEZA
Sobredosis de heroína fue la causa oficial que se facilitó de la muerte de la bella Diane Hamby, de 19 años, cuyo cadáver fue hallado embutido en una nevera la semana pasada según la oficina del forense del condado de Clark. Los investigadores del equipo de homicidios del sheriff que fueron a detener a los sospechosos dijeron que uno de ellos, una mujer de 24 años, intentó precipitarse por las puertas de cristal de su remolque pero que se lo impidió la policía. Según los funcionarios, estaba, al parecer, histérica y gritaba: “Jamás me cogerán viva”. Pero los policías la esposaron y, según parece, no sufrió daño alguno…
SUPUESTAS MUERTES DE INFANTES DE MARINA POR DROGA
Washington (AP) – Un informe de un subcomité del Congreso dice que han muerto por uso de drogas ilegales 160 infantes de Marina norteamericanos el último año, cuarenta de ellos en Vietnam… Se sospecha que la droga fue también causa, dice el informe, de otras cincuenta y seis muertes de militares en Asia y la región del Pacifico… el informe dice también que aumenta la gravedad del problema de la heroína en Vietnam, sobre todo por los laboratorios de procesado que hay en Laos, Tailandia y Hong Kong. “La represión de la droga en Vietnam es casi completamente nula”, dice el informe, “en parte por la ineficacia de la policía local, y en parte porque están involucrados en el tráfico de drogas algunos funcionarios corruptos no identificados hasta el momento, que ocupan cargos públicos”.
A la izquierda de esta lúgubre noticia, había una foto en la página central a cuatro columnas de la ciudad de Washington, con policías luchando contra “jóvenes manifestantes contrarios a la guerra” que organizaron una sentada y bloquearon el acceso a las Oficinas Centrales del Servicio de Reclutamiento”.
Y junto a la foto, había un gran titular en letras negras: SE HABLA DE TORTURA EN LAS AUDIENCIAS SOBRE LA GUERRA.
WASHINGTON – Testigos voluntarios dieron cuenta a un equipo no oficial del Congreso ayer de que, mientras servían como interrogadores militares, solían utilizar clavijas telefónicas eléctricas para torturar a prisioneros vietnamitas, a los que tiraban desde helicópteros para matarlos. Un especialista del servicio secreto del Ejército dijo que la muerte de un tiro de pistola de su intérprete china fue justificada por un superior que dijo: “En realidad no era más que un bicho amarillo”, queriendo decir que era asiática…
Justo debajo de esta noticia, había un titular que decía: CINCO HERIDOS JUNTO A UN BLOQUE DE VIVIENDAS EN NUEVA YORK…por un pistolero no identificado que disparaba desde el tejado de un edificio, sin ningún motivo visible. Esto estaba justo encima de un titular que decía: FARMACEUTICO DETENIDO BAJO INVESTIGACIÓN… “resultado”, explicaba el artículo, “de una investigación preliminar (de una farmacia de Las Vegas) que indicaba la falta de unas 100.000 píldoras consideradas drogas peligrosas…
Leer la primera página me hizo sentirme muchísimo mejor. Frente a aquellas cosas nefandas, mis delitos eran pálidos e insignificantes. Yo era un ciudadano relativamente respetable… un delincuente múltiple quizá, pero desde luego no peligroso. Y cuando el Gran Apuntador fuese a anotar contra mi nombre, esto tenía que reflejarse, sin duda.
¿O no? Pasé a la página de deportes y vi un pequeño suelto sobre Muhammad Ali; su caso estaba ante el Tribunal Supremo, la última apelación. Había sido condenado a cinco años de cárcel por negarse a matar “amarillos”.
-Yo no tengo nada contra esos vietcongs- dijo.
Cinco años.[2]
  [1]  Cadillac Coup de Ville 1963, convertible.
[2]En Thompson, Hunter S.: “Miedo y asco en Las Vegas”.Straight Arrow Publisher. San Francisco. 1971.
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selvadelasletras · 11 years
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EZLN by Pedro J. Saavedra on Flickr.
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selvadelasletras · 11 years
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selvadelasletras · 11 years
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Mala muerte
"Además, en esta sabana caben muchísimas sepulturas; el cuidado está en conseguir que otros hagan de muertos y nosotros de enterradores". Así dijo sonriente; pero recibió sobresaltado la noticia de que los vaqueros querían dejarnos solos. "De seguro se irán, porque todos tienen cuentas pendientes con la justicia, porque todos roban ganado". 
- ¿Y a qué hora seguirá la cogienda? -averigüéle, devorando el almuerzo de carne tostada, que cortaba yo mismo de la costilla chirriante al rescoldo. 
- Sólo esperábamos la madrina. Fue un error yevarla al Guanapalo, sabiendo que por ahí ganadean los indios y que los rodeos se enmontan por eyo. Pero en este banco hay dos mil cachones a cuál más mejor. Los cabayos resisten todavía dos carreras, o sean treinta toros cogidos, porque el jinete que pierde lazo paga multa. 
- Y los enviados de Barrera, ¿dónde se hallan?
- Míralos: en aqueyos mogotes amanecieron. Esa gente no es del oficio, a excepción de Miyán, que es una lanza[1] para el coleo. Ya les notifiqué personalmente que si el perraje me alborotaba la vaquería se encomendaran al diablo y le llevaran saludes nuestras, porque los mandaríamos al infierno. 
Entre tanto, los de la madrina encaminábanla llanura abajo, y la dejaron en un estero, pastoreada por varios rapaces. Al límite opuesto de un morichal veíanse puntas de toros, pastando al descuido. Avanzamos abiertos en arco para caerles como turbión, cuando oyéramos el grito de los caporales[2]; pero las reses nos ventearon y corrieron hacia los montes, quedando sólo algún macho desafiador que empinaba la cornamenta para amedrentar a la cabalgata.
Entonces lanzáronse los caballos sobre el desbande, por encima de jarales y comejeneras[3], con vertiginosa celeridad, y los fugitivos se fatigaron bajo el zumbido de las lazadas, que abiertas cruzaban el viento para caerles en los cachos. Y cada vaquero enlazó su toro, desviándose a la izquierda, para que saltara lejos de la montura el resto de la soga enrollada y el potro resistiera el tirón de la cola, sin enredarse ni flaquear. 
Brincaba en los matorrales la fiera indómita al sentirse cogida, y se aguijaba tras del jinete ladeando su medialuna de puñales. Con frecuencia le empitonaba el rocín,  que se enloquecía corcoveando para derribar al cabalgador sobre las astas enemigas. Entonces el bayetón prestaba ayuda: o caía extendido para que el toro lo corneara mientras el potro se contenía, o en manos del desmontado vaquero coloreaba como un capote, en suertes desconcertantes, sin espectadores ni aplausos, hasta que la res, coleada, cayera. Diestramente la maneaba, le hendía la nariz con el cuchillo y por ahí le pasaba la soga, anudando las puntas a la crin trasera del potrajón, para que el vacuno quedara sujeto por la ternilla en el vibrante seno de la cuerda doble. Así era conducido a la madrina, y cuando en ella se incorporaba, volvíase al jinete sobre la grupa, soltaba un cabo del rejo brutal y lo hacía salir a tirones por la nariz atormentada y sangrante. 
Montaba yo, alegremente, un caballito coral, apasionado por las distancias, que al ver a sus compañeros abalanzarse sobre la grey, disparóse a rienda tendida tras de ellos, con tan ágil violencia, que en un instante le pasó la llanura bajo los cascos. Adiestrado por la costumbre, diose a perseguir a un toro barcino, y era de verse con qué pujanza le hacía sonar el freno sobre los lomos. Tiraba yo el lazo una y otra vez, con mano inexperta; mas, de repente, el bicho, revolviéndose contra mí, le hundió a la cabalgadura ambos cuernos en la verija[4]. El jaco, desfondado, me descargó con rabioso golpe y huyó enredándose en las entrañas, hasta que el cornúpeto embravecido lo ultimó a pitonazos contra la tierra. 
Advertidos del trance en que me veía, desbocáronse dos jinetes en mi demanda. Fugóse el animal por los terronales. Correa me dio su potro, y al salir desalado tras de Franco, vi que Millán, con emulador aceleramiento tendía su caballo sobre la res; mas ésta, al inclinarse el hombre para colearla, lo enganchó con un cuerno por el oído, de parte a parte, desgajólo de la montura, y llevándolo en alto como a un pelele, abría con los muslos del infeliz una trocha profunda en el pajonal. Sorda la bestia a nuestro clamor, trotaba con el muerto de rastra, pero en horrible instante, pisándolo, le arrancó la cabeza de un golpe, y, aventándola lejos, empezó a defender el mútilo tronco a pezuña y a cuerno, hasta que el winchester de Fidel, con doble balazo, le perforó la homicida testa. 
Gritamos auxilio, y nadie venía; corrí a todas partes con la noticia y a nadie encontraba. Al fin topé unos vaqueros que tenían unidos caballo y toro a los extremos de cada soga. Al verme, las cortaron con sus cuchillos para acudir a mi llamamiento. Y corríamos más pálidos que el cadáver. 
Cuando llegamos al sitio de la tragedia, llevaban hacia el monte los despojos del victimado, en la hamaquilla de un bayetón sostenido por las cuatro puntas. Franco tenía la camisa llena de sangre y desfogaba a voces su agitación entre el grupo de peones silenciosos, El muerto yacía de espaldas sobre un moriche caído, y lo tenían cubierto con su propia ruana, en espera de la rigidez. 
Entonces fuimos a buscar los restos de la cabeza entre las matujas atropelladas, Y en parte ninguna los hallamos. Los perros alrededor del toro yaciente, le lamían la cornamenta. 
A pleno sol regresamos al montezuelo. Correa, con una rama, le espantaba al muerto las moscas. Franco, en un esterito próximo, se limpiaba los cuajarones[5]. Los compañeros de Millán hacían proyectos para bailar el velorio. 
- Lo que es yo -rezongaba uno- tuviera agradecío si dende ayer se hubieran descogotao en nuestra presencia. Pero esto de decir que lo mató el toro, cuando oímos claramente los tiros, poco me suena. No había pa que arrastrarlo y descabezarlo. Esa crueldá si ofende a Dios.
[1] Ser un lanza: ser muy hábil.
[2] Caporal: Capataz.
[3] Comejenera: Lugar donde se cría el comején, terme u hormiga blanca.
[4] Verija: Región de las partes pudendas.
[5] Cuajarones: Coágulos.
En: Rivera, José Eustasio: La Vorágine. Alianza Editorial. Madrid. 1981. 
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