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Ellas también miran

El cuerpo observado no siempre es pasivo. También mira. También desea. Foto: Voyeur, de Andrei Copcea — Behance
Durante siglos, el deseo tuvo dueño. Se le dio un rostro barbudo, un ojo encendido y una mano en la bragueta. La historia de la mirada erótica fue contada como un acto unilateral: el hombre observa, la mujer es observada. El arte lo selló en mármol, el cine lo convirtió en travelling, la literatura en cláusula gramatical. La mirada masculina estructuró no solo el campo visual, sino también el imaginario: todo aquello que valía la pena mirar, lo era porque él lo deseaba. Pero una mujer también puede mirar. No con los ojos del amo, ni con los de la víctima. Mira desde otro lugar. Y ese lugar, por mucho tiempo, fue considerado irrelevante, íntimo, oscuro o simplemente indeseable.
La mujer que mira no copia la posición masculina: la subvierte. No necesita violar con la mirada ni rebajar lo que contempla. Observa como quien acaricia con los párpados, como quien descifra un poema sin necesidad de traducirlo. Su voyeurismo no se agota en la posesión del cuerpo ajeno: quiere demorarse en él, rodearlo con ojos pacientes, no para devorarlo sino para sostenerlo. Esa forma de mirar es más peligrosa porque es más fiel. No huye tras el clímax, no necesita conquista ni trofeo. Se queda. Mira de nuevo. Recuerda. Y a veces, en ese recordar, se excita.
Porque el deseo femenino también puede ser voraz, sin metáforas ni coartadas. Hay mujeres que miran para imaginarse encima, lamiendo la espalda del otro con la mirada, desnudando en su cabeza una escena sin argumento. El deseo, cuando es femenino, no es menos visual, ni menos directo. Solo ha sido menos legitimado. Menos dicho. Menos mostrado.
Hay momentos icónicos de la cultura visual donde el ojo femenino se cuela en una película sin estar escrita en el guion. Instinto básico, por ejemplo. Sharon Stone no solo es la mujer mirada: es la que controla el espectáculo. El cruce de piernas es un gesto de poder, no de sumisión. Su mirada —que nunca baja los ojos— se sostiene sobre el policía, sobre la cámara, sobre el espectador. El cuerpo que se ofrece no se entrega: desafía. Lo que produce deseo también produce miedo. Y ese miedo no es otra cosa que el reconocimiento: ella también mira, también desea, también manda.
La mujer voyeur no es una intrusa en el campo del deseo. Ha estado allí desde siempre, oculta en los márgenes del cuadro, detrás de la cámara, en el pliegue de un diario, en el reverso del espejo. Cuando Ada, la protagonista muda de El piano, pulsa las teclas del instrumento mientras un hombre la escucha desde la rendija, es ella quien observa. Y en su silencio hay más ruido que en todas las declaraciones amorosas del cine clásico. Cuando Adèle se queda sola después del sexo y fuma mirando por la ventana, no piensa en lo que han hecho: revive lo que ha visto. Y lo que ha visto es su propio cuerpo deseando. En la literatura, cuando Marguerite Duras escribe El amante, lo hace desde la vejez, no para recordar al hombre que la poseyó, sino para reescribir la escena en la que ella eligió mirarlo primero.
La mirada femenina no es contemplación pasiva. Es un acto narrativo. Organiza el mundo según el deseo, pero un deseo que no aspira a la clausura. Si la mirada masculina busca fijar la imagen —como se fija una mariposa muerta con un alfiler—, la femenina la deja respirar. La deja moverse, cambiar, salirse del encuadre. Por eso resulta incómoda. Porque no captura, no define, no termina. Y sin embargo, tampoco es inocente. No es pura ni virginal. Es lúbrica, pero sin escándalo; encendida, pero sin espectáculo.
Y a veces, como en La doncella de Park Chan-wook, es doble, es trampa, es montaje. Dos mujeres que se desean, se observan, se disfrazan, se penetran con la mirada y con la mano. Dos versiones de la misma escena —una desde cada punto de vista— donde el cuerpo no es solo placer sino estrategia. Las miradas no se cruzan: se superponen, se copian, se narran una a otra. El deseo, en ese filme, es una coreografía que se reinventa mientras ocurre. La imagen ya no pertenece al espectador: la poseen ellas.
A veces es francamente sucia, y está bien que lo sea. No hay contradicción entre la mirada estética y el impulso físico. Algunas mujeres miran no para comprender, sino para excitarse. Para imaginarse contra una pared, sobre una mesa, debajo de una lengua. Porque la mirada también puede ser clítoris. Porque el deseo, cuando se aloja en los ojos, es capaz de recorrer el cuerpo entero sin tocarlo.
En los museos, ella observa a Venus no para imitarla, sino para preguntarse qué pasaría si en lugar de estar tumbada fuera ella quien pintara la escena. En la fotografía, mujeres como Nan Goldin o Francesca Woodman no solo mostraron cuerpos: los miraron desde dentro. El cuerpo femenino, por una vez, no era soporte de deseo ajeno, sino espejo del deseo propio. Goldin retrata heridas abiertas sin esconder el goce. Woodman se borra en el encuadre como quien se sabe demasiado visible. En ambas, el acto de mirar es también el de sobrevivir. Y sobrevivir, como desear, exige cuidado.
Y también exige carne. No toda mirada femenina quiere sutileza. Algunas quieren humedad. Penetración. Fricción. No hay nada más legítimo que una mujer que desea sin disfraz ni pedagogía. Que mira y piensa: yo también quiero eso. Quiero esa boca, esa curva, ese gemido. Y esa mujer también escribe. También filma. También lee.
Hay una ternura feroz en esta forma de mirar. Un hambre que no grita. Un tipo de erotismo que no se muestra, sino que se instala, se filtra, se queda. La mujer que observa lo hace sin pedir permiso. No necesita hacerlo. Su deseo no es ideológico ni discursivo. Es una forma de estar en el mundo con los ojos entreabiertos y la respiración suspendida. Es esa mujer en la penumbra del cine que no pestañea durante una escena de amor. Esa que detiene la mirada justo un segundo antes del desnudo, no para evitarlo, sino para prolongarlo. Esa que observa al otro sin que el otro lo sepa, no para espiarlo, sino para imaginar cómo sería decirle: “también te deseo, pero no de la forma en que tú esperas”.
Tal vez por eso la mirada femenina siga siendo inquietante: porque no se puede devolver. Porque no se ofrece como espejo, sino como prueba. Porque no es lógica, ni moral, ni académica. Es una forma de respirar a través de los ojos. Es saber que el deseo no empieza cuando los cuerpos se tocan, sino cuando las miradas se rozan como ramas húmedas. Y en esa fricción mínima, casi invisible, se enciende el mundo.
Source: Ellas también miran
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