Según el japonés antiguo, ma originalmente significa “espacio entre cosas que existen una cerca de la otra; es el intersticio entre ellas. En un contexto temporal es el tiempo o la pausa que ocurre entre un fenómeno y otro”. Ma es también el espacio sin exceso de cosas. Es quedarse sólo con lo que no estorba. Ma es lo primero que dicen nuestros hijos. El día que nos convertimos en MA, no hay manera de dejar de serlo.
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La realidad económica de las madre-padres
Este es, quizás, uno de los problemas más recurrentes en el universo de las mamás solteras: el tema de la cuota de alimentos. El problema, en realidad, no es la cuota de alimentos en sí sino la flagrancia con la que se incumple.
Según la ley Colombiana, uno de los padres tiene la custodia (es decir, con quién vive el niño), y el otro tiene derecho a unas visitas y tiene la obligación de pagarle al padre custodio una cuota mensual para la manutención del niño.
Lo normal es que se calcule que el padre que no tiene la custodia pague una cuota mensual destinada a pagar el techo bajo el cual vive el niño con sus correspondientes servicios, la comida de la que se alimenta, los gastos destinados a su recreación y a su transporte. Esto es lo que se llama alimentos. Adicionalmente, lo normal es que el padre no custodio pague una parte de la educación del niño, dos cuotas de alimentos extraordinarias (en Junio y Diciembre) y por lo menos dos mudas completas de ropa al año (nuevamente en Junio y Diciembre). Esto es lo normal. Sin embargo, lo normal también es que la cuota de alimentos se fije según los ingresos de quien tiene la obligación.
La cuota de alimentos se puede acordar entre los dos padres, o puede ser asignada por un juez de familia. Cuando la cuota es acordada, lo ideal es que el acuerdo quede registrado ante una autoridad competente: una comisaría de familia, el ICBF o un juzgado de familia (aunque los juzgados son el escenario al que llegamos todos los padres que no logramos un escenario conciliado).
Las 42 mamás solteras con quienes comparto una tribu de apoyo y consejo son todas mamás de estratos 5 y 6 (yo me incluyo): educadas, trabajadoras y bien capacitadas. De esas 42 solamente 3 reciben su cuota de alimentos completa y puntualmente. Eso quiere decir un 7%. Yo adivino que el cumplimento de la cuota de alimentos en estratos 1, 2, 3 y 4 es aún menor. Las demás recibimos cuotas retrasadas, cuotas incompletas, cuotas inconstantes, o ninguna cuota (a veces ni siquiera una explicación).
Esto quiere decir, necesariamente, que quienes tenemos la custodia de nuestros hijos terminamos con toda la carga económica de mantener a nuestros hijos, además de la mayor parte de la carga de la crianza. En mi caso, tengo un trabajo de tiempo completo y dependo de hacer proyectos independientes con cierta regularidad (y en los cuales trabajo entre las 3 y las 5 de la mañana) para poder pagar gastos excepcionales como la matrícula del colegio (o mis impuestos, o el tubo de la cocina que se rompe o la prima de la señora que me ayuda en mi casa que, dicho sea de paso, también es mamá soltera y tampoco recibe la cuota de alimentos de su hijo). Mientras tanto, desde hace más de cuatro años, envío un correo cada mes con un cuadro de excel lleno de números rojos poniendo a mi contraparte al tanto del monto al que asciende su deuda con mi hijo. Lo único que recibo de vuelta es un silencio ensordecedor.
Todas nos preguntamos qué pasará si algún día perdemos nuestros trabajos. Casi todas nos hemos enfrentado a la torpeza de las instituciones que deberían velar no solamente por los derechos fundamentales de los niños sino por un trato justo hacia las mujeres que hacemos hasta lo imposible por que no les falte nada. Con frecuencia nos hemos encontrado con defensores de familia machistas, o con las falencias del sistema judicial para lograr que se garanticen los derechos de los niños. Mientras un papá que incumple su cuota puede terminar recibiendo una reducción del monto, a las mamás nos toca asumir el costo de la manutención de nuestros hijos. Y lo hacemos trabajando más, que es exactamente lo que esperaríamos de un papá que alega no poder cumplir con su obligación.
Hace unos meses, una de las mamás de la tribu nos mostró un artículo sobre una mamá que se presentó ante el ICBF buscando aumentar la cuota de $380,000 mensuales que pagaba el papá de su hijo. La defensora de familia le dijo que debía agradecer que por lo menos ponía algo, y que si no le alcanzaba con eso se buscara otro trabajo, mamita, que su hijo luego iba a agradecer que su mamá se hubiera sacrificado así por él. Ese artículo me entristeció terriblemente porque no solamente constaté que para cualquier funcionaria del ICBF ya está normalizada la conducta delictiva de incumplir (y sí: en Colombia esto es considerado un delito), sino que además de ver claramente el machismo y la misoginia arraigados en estas instituciones, también reafirmó mi idea de que el incumplimiento de la cuota es una forma más de abuso al que somos sujetas las mujeres.
Para mí, no es sino la continuación de un abuso económico al que fui sujeta durante seis años mientras estuve casada. Cada peso incumplido es un peso que tengo que poner yo con mi trabajo y mi esfuerzo. El hecho de que yo sea una más entre las centenas de miles de mamás que no reciben la cuota de alimentos de sus hijos es una forma más de seguir financiando a un hombre que está ahí para exigir todos sus derechos como padre pero no para cumplir con sus obligaciones.
Si la constitución dice claramente que los ciudadanos podemos exigir nuestros derechos cuando hemos cumplido con nuestras responsabilidades, creo que el incumplimiento de la cuota de alimentos debería tener como consecuencia la pérdida progresiva de derechos. Creo que un papá que no cumple con su cuota de alimentos debería perder, primero que todo, su derecho a joder. Lo digo sin asomo de sarcasmo, porque también veo que cada a medida que aumenta el incumplimiento también aumentan la exigencia y la insistencia en obstaculizar la toma de decisiones con respecto a la crianza.
La ley colombiana no contempla esta posibilidad. Un papá que incumple su obligación económica pierde, en la mayoría (y el mejor) de los casos su derecho de salir del país. Normalmente será reportado en centrales de riesgo y recibirá una notificación de pago inmediato de las cuotas atrasadas. Normalmente no pagan a pesar del reporte y la notificación; y ahí es donde para el proceso. Si no pagan, no pasa nada. No hay ninguna consecuencia. Pueden seguir tranquilos sin pagar. Si el personaje no tiene un sueldo que se le pueda embargar o una cuenta de ahorros con la que se pueda hacer lo mismo, la ley se cruza de brazos y tira la toalla. La impotencia es absoluta ante personajes que se aseguran de no ser empleados de nadie y no tener nada a nombre suyo.
Hoy en día pienso que mi hijo jamás recibirá un peso de todo lo que su papá le debe desde hace cuatro años. Ni siquiera si se gana la lotería, porque es capaz de ganársela y volarse a un paraíso fiscal.
Mientras tanto, sigo esperando que de algo sirva la demanda de alimentos que instauré hace un año.
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Irse
Me fui de mi casa un domingo antes de las siete. Mi hijo tenía un año y medio. Yo llevaba la ropa del día anterior puesta, él tenía solamente su pijama y un abrigo. No me llevé nada; ni siquiera un pañal de repuesto. Entre el momento en el que mi hijo se despertó y el momento en el que salimos no pudieron haber pasado más de quince minutos. Yo había pasado la noche entera despierta, esperando el momento en el que él abriera los ojos para poder salir. Sabía que una vez cruzara la puerta, no podía volver.
Él nunca se levantaba antes de las once un fin de semana; incluso después de la aparición de un bebé que nunca durmió mucho y nunca más tarde de las seis. Cada vez que recuerdo verlo salir del cuarto, felizmente descansado casi a medio día preguntando si ya habíamos desayunado, cuando yo había estado lactando a un bebé y gateando detrás de él toda la mañana sin poder parar un segundo para comer, vuelvo a sentir el vértigo del abandono en la boca del estómago. No recuerdo cuántas veces lo vi pedirme que cerrara la puerta cuando yo salía a atender al bebé que se despertaba, mientras él se tapaba con la cobija hasta la cabeza.
Pero ese domingo, mientras yo me ponía apresurada la ropa que me había quitado la noche anterior, salió. Preguntó a dónde iba. Exigió pasar el día con nuestro hijo. Sin mayores explicaciones, me fui aferrándome a mi chiquito con todas mis fuerzas. Llamé a mi psicóloga. Llamé a mi abogada. Llamé a mis papás. Llegué a desayunar a la casa de mi madrina y les informé a todos que había sentido tanto miedo la noche anterior, mientras él me empujaba y me intimidaba sin cesar, que había resuelto irme sin decirle. Lo hice así porque sabía que no me iba a dejar ir si le informaba que no iba a volver.
Esa no fue la primera vez que me fui de mi matrimonio ni la única; pero sí fue la definitiva. Dos meses atrás había tomado la determinación de divorciarme. El fin de semana de mi segundo día de la madre él fue de mala gana a un almuerzo que me habían organizado mi tía y mi prima (porque él, por supuesto, no apareció ni con una nota en un post-it a manera de felicitación). Luego desapareció durante toda la tarde y regresó a media noche con un regalo improvisado que me entregó con desgano.
Al otro día salí de madrugada a un viaje de trabajo, dejando a mi hijito recién levantado, llorando, con él. Compartí sus lágrimas durante todo el camino hacia el aeropuerto. Me subí al avión con gripa y me bajé tres horas más tarde con bronquitis. Esa noche me vio un médico que me prohibió salir de mi cuarto del hotel so pena de hospitalización. Así, me vi obligada a pasar tres días en silencio conmigo misma, oyendo el ruido apabullante de la infelicidad de mi matrimonio, encontrándome con una realidad que había buscado prevenir desde el nacimiento de mi hijo. Cuando pude volver a salir del hotel había tomado la decisión férrea de asumirme como lo que fui desde el principio: una mamá soltera.
Pero la primera vez que me fui de mi matrimonio sucedió como una epifanía de la que apenas fui consciente. Empecé a ver a una psicóloga de pareja cuando mi hijo tenía seis semanas de nacido, siempre sola, a pesar de haberle pedido mil veces que fuéramos juntos. Un episodio de violencia fue lo que me empujó a buscar ayuda, pero mi principal queja era que me sentía sola: sola con la responsabilidad de mantenerlos a él y a mi hijo, sola físicamente porque él siempre tenía mucho trabajo (pero nunca un centavo) o estaba muy cansado de tanto trabajar, sola con la crianza de nuestro hijo, sola emocionalmente.
Durante un año mi psicóloga y yo ingeniamos un sinfín de estrategias para lograr que él se involucrara y asumiera finalmente el papel de esposo y papá que yo esperaba de él, para lograr que el matrimonio sobreviviera. Casi todas las estrategias fracasaron; sólo algunas gozaron de un efímero periodo de éxito, pero el marginal interés por su hijo pequeño y por su recién formada familia expiraba velozmente.
Una de esas estrategias me llevó al único café abierto un sábado a las siete, donde desayunaba con mi hijo de entonces un año. Rodeada de parejas jubiladas desde 1980, tuve la certeza de que habíamos pasado la primera mañana feliz en un año. Los dos habíamos comido, nadie nos había gritado ni hostigado. Él jugaba con unas crayolas tranquilo, y yo no tenía miedo. En ese momento caí en cuenta de que en realidad yo era una mamá soltera casada. Tenía un bebé que había querido y buscado, y un adolescente irresponsable que había adoptado sin darme cuenta. La primera idea consciente que tuve en ese momento fue que no tenía miedo de ser mamá soltera: estaba aliviada.
Y aún así me quedé ocho meses más.
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Hace veintidós años, cuando yo tenía dieciséis y andaba con un primer novio de juguete, mi papá entró a mi cuarto y me dijo, taciturno, “no seas mamá soltera”. Creo recordar que, a manera de respuesta, yo sacudí mi cabeza en negativa. Imagino que mi respuesta lo satisfizo porque simplemente se retiró: esa fue nuestra primera y última conversación sobre el tema.
Veintidós años y un divorcio más tarde, eso es exactamente lo que soy. Me casé con una persona a quien mantuve durante seis años, que me aisló de mis amigos y mi familia, erosionó mi autoestima, me abandonó en la crianza de nuestro bebé, me acusó de serle infiel y de maltratar a nuestro hijo con mi negligencia (porque le dio gripa), y me agredió psicológica y emocionalmente. Sus agresiones físicas llegaron dos meses después de haberle pedido el divorcio (que él se negaba a firmar a menos que terminara de pagar los estudios que ya llevaba medio año pagando y siguiera manteniéndolo seis meses más). Supongo que para ese momento ya no tenía nada qué perder y se permitió cruzar un límite que quizás había querido cruzar todas las veces que tiraba puertas, pateaba sillas, golpeaba a nuestro perro y lanzaba objetos. Tal vez pensaba que si pateaba la silla en vez de patearme a mí no me iba a sentir agredida ni intimidada. Estaba equivocado.
Esa misma persona tiene una segunda hija exactamente 8 meses menor que mis papeles de divorcio, una segunda relación fracasada de manera más catastrófica que la mía y por lo menos cinco procesos legales en curso (entre ellos dos demandas de alimentos - una por cada hijo -.
Hace un año y medio recibí una llamada de la mamá de la medio hermana de mi hijo. Nos encontramos en un café; y en ese encuentro abrimos un bóveda de experiencias compartidas que finalmente me ayudó a empezar a comprender no solamente la complejidad de mi experiencia, sino además que mi experiencia era compartida con ella y con una multitud de mujeres que han pasado y siguen pasando por lo mismo.
En junio del año pasado, mi cuñada me mandó un mensaje el día del padre. Su texto, escueto, decía simplemente “ feliz día, Pau”. Su mensaje, que en realidad fue una apertura de ojos digna de la Naranja Mecánica, me empujó a escribir una diatriba que publiqué inmediatamente. Y así empezaron llegar a mi vida, poco a poco, una fila de mamás solteras que comparten mi situación y entienden lo difícil que es ser mamá soltera en un país como Colombia.
Este blog es para ellas y para sus hijos. Este blog es mi historia y la de ellas, y la de todas las mujeres que hemos emprendido la tarea de criar a nuestros hijos solas.
Entre todas tenemos más experiencia que cada una de nosotras sola, así que espero que nuestra experiencia le sirva como herramienta de navegación a todas las nuevas mamás solteras, solas, guerreras.
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