Me has dado permiso para llamarte a las diez y media.
Cuatro horas y media y luego otras veinte horas vacías, entre ellas tu voz.
Mi habitación se me ha hecho abominable. Mi escritorio no me provoca ningún cariño; es el lugar donde solo escribo cartas para ti.
Aquí estoy, tan enamorado como un operador de telégrafos. (...)
Te escribo cada noche, después rompo la carta y arrojo los pedazos a la papelera. Luego renacen, vuelven a pegarse y se escriben de nuevo.
Te mando todo lo que escribo.
En tu cajón de juguetes rotos está el hombre que te trajo flores como regalo de despedida; lo llamaste y le diste cortésmente las gracias. En el mismo cajón, está el que te regalo el amuleto de ámbar, y otro del que has aceptado alegremente el bolsito de señora trenzado con derecillas plateadas, de hilo de acero.
Siempre actúas igual: un encuentro alegre, flores, el amor de un hombre que llega un poco tarde, siempre tarde, igual que la gasolina en el cilindro del automóvil.
El hombre empieza a querer un día después de haber dicho: «Te quiero».
Por eso no hay que decir esas palabras.
—Viktor Shklovski, décimotercera carta a Alia (Elsa Triolet) en Zoo o cartas de no amor. Traducción Yulia Dobrovolskaya y José María Muñoz Rovira.
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