Tumgik
#el ascensor exterior más alto y pesado del mundo
neswina · 5 years
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Casi me olvido del bolso antes de salir de casa. Por suerte, no ha sido el caso, o mi día se habría acortado alarmantemente. Echo la llave al pequeño piso en el que vivimos y bajo despacio por las escaleras hacia la calle. Las ventanas están cubiertas de hollín y las lámparas de gas aportan poca luz, y si lo añades a mi barriga, no es un camino fácil. Salir de casa siempre es difícil, pero ahora más. El calor de la ciudad se está combinando con el calor del verano, e incluso a estas horas de la mañana se hace agobiante y pesado. Salgo a nuestra calle, rodeada de edificios igual que el mío: altos, aburridos, simples, manchados del hollín y mugre, pero suficientemente espaciosos para una pequeña familia. Vivimos relativamente cerca del centro del nivel 5, así que el camino hacia los ascensores es corto. Un par de calles, una plaza enorme, y ya estoy. Sería una plaza preciosa de no ser porque los ascensores que conectan con los niveles inferiores escupen humo ceniciento periódicamente. El ascensor, como siempre, está lleno de gente. No es hora punta, pero aún y así la ciudad es bulliciosa y funciona como un perfecto engranaje. En una esquina se pueden ver a los pequeños mozos, con sus ropas manchadas de mugre y carbón, intentando no ocupar mucho espacio, apresurándose a cumplir con los trabajos que se les han sido asignados. En la esquina opuesta, haciendo su mejor esfuerzo para que sus caros trajes no dejen de estar impolutos pese a las circunstancias, hay algunos habitantes de los niveles bajos, probablemente esperando poder lograr un puesto de trabajo en los niveles altos o, al igual que los mozos, haciendo algún recado para alguien con mucho más poder que ellos. Entremedias, el resto de la gente, aquella que está yendo a su día a día sin más. Normalmente los ascensores no esperan a nadie, aquí, pero la operaria lo mantiene parado cuando me ve a mí llegando. Uno de los hombres de traje parece hacerle un ademán, pero en cuanto la operaria me señala, rápidamente se calla. Una señora bastante mayor incluso me ayuda a entrar en la caja con más facilidad. Alguna ventaja iba a tener estar embarazada. Poco a poco, entre renqueos y chillidos metálicos, el ascensor va subiendo. Es un proceso tedioso que siempre he odiado, pero ahora mismo se me hace insoportable. El ir y venir de la gente, el exceso de ruido, el calor extremo que hace en este cubículo… Noto como me voy mareando y me maldigo. Haber corrido hacia el ascensor quizá no ha sido la mejor idea. Desde que no estoy sola en mi cuerpo, predecir los resultados de mis actividades se ha vuelto imposible. Quizá debería haberme quedado en casa. Respiro hondo y me obligo a centrar la vista. Un piso más y estaremos en el nivel 3, mi objetivo. Si puedo salir de aquí, respirar el aire fresco de los niveles superiores y sentarme, estaré bien. Estaremos bien. Llevo seis meses conviviendo con esta nueva situación y aún no me acostumbro. Para cuando lo asuma, ya habrá pasado, aparentemente. Respira, no te dejes llevar. Respira. Cuando las puertas al nivel 3 se abren, no puedo evitar sorprenderme. He estado aquí muchísimas veces, pero nunca deja de maravillarme el aire fresco que se respira. El cielo es azul, con alguna nube blanca, y el viento juega con mi ropa, haciendo que mi falda vuele a mi alrededor. La amplia avenida está limpia, y la mayoría de la gente está paseando, o incluso sentada: no hay prisas. Mi destino real está a las afueras, en el borde del piso, pero no creo poder llegar sin pararme. Hago camino hacia el primer banco desocupado, intentando no parecer demasiado mareada. Una vez sentada, extraigo el estuche de mi bolso y, de forma meticulosa y cuidada pero en realidad mecánica, voy preparando el instrumental. Saco la aguja estéril, el paño limpio que guardo exclusivamente para esto, la placa de análisis y, sobretodo, preparo el analizador. Girar la manivela para devolverlo a su forma entera, asegurarse de que esté trabado en su posición actual, girar la rueda para activarlo. Una vez sus engranajes empiezan a funcionar, sale un poco de humo blanco de el tubo superior, y puedo por fin proceder a analizar mi sangre. Limpiar para evitar contaminación de la muestra, pinchar con la aguja, sacar sangre, volver a limpiar para asegurarse, poner una gota de sangre en la placa y la placa en el analizador. Si bien no ha pasado nada de tiempo y lo hago manual, el mareo hace que todo parezca extremadamente difícil. Me permito usar dos minutos para respirar mientras la maquinaria hace su trabajo, y termina sacando un papel  con los resultados. Nivel de azúcar en sangre: 120 miligramos por decilitro. Mal. Sopeso mis opciones mientras vuelvo a apagar, guardar y recoger el instrumental. No me queda otra que beber bastante agua y seguir mi camino, en realidad. Si bien eso habría servido hace meses, ahora no sé si funcionará. Todos los parámetros han sido trastocados, y aún no le encuentro el pulso a esta nueva forma de consumir o no el azúcar en mi cuerpo. Suspiro mientras me pongo en marcha. Tengo aún bastante camino por delante y no hay forma de hacerlo más rápido. Parte de la razón por la que no hay transportes en el nivel 3 es para evitar ensuciarlo. Y la otra parte me está pidiendo que me aparte para dejarles paso. Cuando ven que estoy embarazada, automáticamente se vuelven más amables. El cochero me pide perdón y el coche de caballos mecánicos avanza por la calle, llevando a sus acomodados ocupantes hacia su destino. Los animales mecánicos fueron uno de los grandes inventos de nuestro pasado, pero su potencia está muy limitada y, combinando eso con la necesidad de partes muy caras y revisiones semanales, han terminado siendo un símbolo de estatus. Se dice que la reina, además de tener varios animales reales, tiene tres Corgis mecánicos para hacerle compañía. A medio camino, vuelvo a sentarme. El mareo no está desapareciendo, así que me termino mi agua. Voy a tener que rellenarla antes de volver. Conforme me voy acercando al exterior del nivel las calles se van estrechando, pasando de avenidas a paseos, y luego a simples calles. Las casas también se van empequeñeciendo, y empiezan a aparecer algunos bajos edificios de pisos. El aire también va perdiendo esa cualidad tan límpida, y vuelven a notarse los efectos del carbón, aunque muy vagamente. Finalmente lo veo: el aeródromo E, mi destino. La baranda circular del exterior del nivel se abre, dejando paso a un semicírculo adosado. Hay cuatro de ellos repartidos en el nivel 3, uno por cada punto cardinal, y cada uno recoge un centenar de naves. Si bien el nivel 1 y el nivel 2 cuentan con sus propios aeródromos, es el nivel 3 el que sirve como punto de varado para el resto de naves. No importa cuántas veces venga, siempre es diferente. Muchas de las naves en el aeródromo E son naves de exploradores, mercaderes u otros tipos de gente nómada, por lo que es raro encontrarse con la misma nave muchas veces. Me acerco a la barandilla, observando el trajín de gente subiendo y bajando mercancías, firmando papeles de aduanas y saludando a viejos conocidos, todo bajo la miríada de dirigibles, globos aerostáticos y diversas formas de aeronaves. Intento encontrar la nave que estoy buscando, la Lechuza Doraza, pero no la encuentro. Quizá aún no haya llegado, o quizá esté escondida a la vista. No puedo esperar indefinidamente, y mi mareo decide recordármelo muy a malas. Tengo que sentarme y cuidarme. Me alejo un poco del borde y voy a la zona de comercios enfrente. Talleres mecánicos, oficina de inmigración, tiendas de todo tipo incluyendo trajes a medida y animales mecánicos a precios desorbitados, y el Club de Exploradores y Aviadores, el café favorito de todos los nómadas del aire. Pero no es ahí donde voy yo. Dos edificios más allá hay una pequeña puerta azul escondida entre una tienda de raciones de larga duración y una galería de tiro. Subiendo por esa puerta, se llega a Shirocha, mi lugar predilecto en todo el mundo. Y el suyo también, por supuesto. En cuanto entro soy recibida por la dueña, Mariko, que me me amonesta por hacer el esfuerzo de ir cuando estoy tan avanzado el embarazo. Dice que no debería hacer esfuerzos, y probablemente tenga razón. Cuando le digo que he quedado con mi amiga, su semblante cambia. Ella también está esperando noticias importantes. Me siento en nuestra mesa de siempre, pero no pido té aún. En su lugar, vuelvo a sacar mi instrumental y analizar los niveles de mi sangre. 130 esta vez. Ha subido. Pido agua, que Mariko se niega a cobrarme, y mientras la espero saco mi bien más preciado, aquello que me mantiene con vida, de mi bolsa. Es un pequeño botecito de cristal lleno de una sustancia transparente. Cuidadosamente lo abro, con cuidado de no derramar ninguna gota, e introduzco una jeringuilla esterilizada por su obertura, asegurándome de no crear ninguna burbuja de aire. Vuelvo a tapar la botellita y procedo a inyectarme la insulina en la barriga, lazo izquierdo. Llevo toda mi vida dependiendo de estas caras botellitas, pero nunca había sido tan difícil de controlar su uso desmedido como ahora, que no sólo mi vida depende de ellas. Justo cuando Mariko me está trayendo un té con leche vegetal, especiado pero sin azúcar, porque no puedo tomar la insulina sin tomar nada con hidratos de carbono, pero tampoco puedo comer con el azúcar en sangre tan alto, lleva, al fin, Riku, la capitana de la Lechuza Blanca, apodada por algunos la Golondrina Blanca, mi amiga. Y por su cara, veo que no trae muy buenas noticias. FIN Este relato forma parte del Reto de Escritura #Origireto2019, organizado por Stiby, de Sólo un capítulo más, y Katty, de La Pluma Azul de KATTY. Este relato, de 1650 palabras, corresponde al objetivo 23, Relata la historia de un embarazo fuera de lo corriente (o conciencia sobre algo poco conocido del tema), en que la futura madre sea la absoluta protagonista y no el bebé. Para esta historia se incluyen los objetos 3, una jeringuilla, y 28, un ascensor. Para Medallas, este relato está protagonizado por una mujer, cumpliendo 7/6 para Feminista. Incluye a una protagonista diabética (enfermedad crónica), por lo tanto siendo protagonizado por una persona no normativa, cumpliendo 6/3 para Interesante. Está escrito en primera persona y en presente, siendo 8/6 para Verbórrea Interminable con 6/2 para Presente. Podéis encontrar el resto de mis entradas para el #Origireto2019 aquí, y las de Neswina aquí. O, en su defecto, los de ambas aquí.
http://trastabiladas.blogspot.com/2019/07/de-paseos-caminos-y-dirigibles.html
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alvarogroppa-blog · 6 years
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breve crónica de la peste
Originalmente publicado 02/04/2018
I
Eran las dos de la mañana un día de semana, y en el canal de noticias terminaba una entrevista llena de nada para dar lugar a la re-emisión de los títulos de las seis de la tarde.
Me alegré, porque supe que con eso podría finalmente irme a dormir. Sabía, por pura repetición, que más o menos a esa hora, después de dos cervezas y el estómago a medio llenar de insípida comida de cartón congelado, con el silencio de la calle, la tenue luz de la lámpara de pie, con el ronronear de la sala de máquinas dos pisos más abajo y con la fatiga acumulada por otro día inacabable en la oficina podría finalmente apagar la pantalla, acostarme en el cuarto de huéspedes sin deshacer la cama y mirar en paz las manchas de humedad del techo otra media hora antes de conciliar el sueño.
Ese era el más importante de los deprimentes rituales de la vida sin Leonor. La historia de la humanidad está referida al nacimiento de Cristo, y yo creo que la historia de un hombre puede sin problemas referirse a lo que vive con la mujer de su vida. El principio, los altos, los bajos, las nadas, el final. Para mí era claro como el agua. Antes de ella había habido un yo, durante ella otro, y ahora, tres semanas y cinco días después de ella, quedaba otro yo, el que hoy apodo el insomne. Un tipo al que toda la ropa la quedaba grande y que se aferraba a las colchas cinco minutos más todas las mañanas no por pereza sino por pavor a enfrentar otra día más al mundo sabiéndose solo.
Leonor se había ido sin dar explicaciones. Ni cartas, ni mensajes, ni notas pegadas en la heladera, ni domicilio ni teléfono, ni nombre de algún machito con quien ir a matarse a trompadas para salvaguardar el honor. Sólo había dejado su abrigo de piel, muy pesado para cargar, supuse, y un silencio de sepulcro que se adueñó de todo el departamento y parecía perseguirme por todas partes. Salía todas las mañanas, caminando por la Santiago rumbo a la oficina, con la horrible sensación que me seguía hasta el edificio de la empresa y se filtraba por el ascensor y se sentaba a mi lado en el escritorio. Lograba sacudirme la inquietud concentrándome en mi trabajo, en hacer llamadas, aguantarme las puteadas de los proveedores, llenar planillas con desgano y fingir interés por las conversaciones de fútbol de mis compañeros. Pero no podía librarme de la certeza de que cuando volviera a casa el silencio ahí estaría, adherido a las paredes y al techo, pegoteado en la grasa de la pila de platos sucios, mezclado con el polvo que juntaban las sábanas de la cama doble en el cuarto que ya no usaba, disuelto en el aire mismo, esperándome como un huésped indeseado.
Cuando sonaban las seis de la tarde y todos en la oficina se iban a casa a ver a sus familias, yo me sentía escupido de nuevo a una realidad que ya no era la misma. Salía del edificio, me paraba en la vereda y sentía mi brújula interna oscilar indecisa, sin saber qué dirección marcar. Pensaba fugazmente en cómo Leonor salía de trabajar un poco antes, y yo me iba a casa con la discreta alegría de saber que ella me esperaba, que la encontraría ahí absorta en una novela criminal, con un tema de moda sonando bajo en el equipo, que la abrazaría y la besaría y tomaríamos unos mates y conversaríamos un rato antes de que yo me fuera al gimnasio y ella a jugar al tenis o a encontrarse con alguna amiga, y que después compartiríamos la cena y el calor de las sábanas. Una certeza que era una pequeña llama en el corazón.
Ahora en cambio bajaba por la Monteagudo y al llegar a la esquina de la Santiago sentía una urgencia de ir a cualquier otra parte. Volver al departamento era volver al tenebroso silencio, a una cocina sin luz, a una pava fría y una radio muda, a una casa que no era la mía aunque yo viviera ahí después de ctanto y que no abandonaba por estar aferrado a memorias consumadas e irrepetibles. De pensar en ello me invadía una sensación que era cruza entre tristeza y pánico, y entonces giraba sobre mis talones y sin saber bien lo que hacía me aventuraba por el cemento hervido por el sol de mitades de enero y me perdía en medio de ese hormiguero que es San Miguel de Tucumán.
Se me hizo así costumbre salir del trabajo e ir directo a Barrio Norte o a la peatonal de la Muñecas e instalarme en un café a leer cualquier cosa que publicaran los diarios del día. Cuidaba siempre de ubicarme en una mesa que tuviera vista a la calle, si no era en la vereda misma, por si ninguna lectura resultase interesante y tuviera que conformarme con ver pasar a la gente y preguntarme sobre sus vidas, hacer fabulaciones y conjeturas, darles y quitarles cualidades según los caprichos de mis fantasías. De vez en cuando pasaba algún viejo conocido, me saludaba, conversábamos un rato, nada importante, y seguían su camino, y me angustiaba pensando que todos se quedaban poco rato porque tenían cosas que hacer y lugares en los que estar; todos seguían siempre, resueltos y seguro de a dónde iban, mientras yo había quedado atrapado en esa existencia circular que empezaba en el insomnio, seguía en las cuatro paredes blancas de la oficina y pasaba al café de las terrazas y todo de nuevo desde hacía semanas.
Ese día había sido exactamente igual. Los mismos bares, las mismas veredas, las mismas sombras en cada calle, la misma rutina, el mismo silencio. Antes de irme a dormir me asomé al balcón, a tomar una bocanada de aire. Me paré ahí, sumergido en la húmeda oscuridad, mirando sin pestañear la calle Maipú, los arcos del edificio de la sirio-libanesa, las luces amarillentas, la calma. Cerré la puerta del balcón para que el ruido del televisor no se vertiera al exterior, y espiré largo y sostenido. Recordé de pronto lo mucho que me había gustado siempre ver la ciudad dormida. Tenía una belleza extraña, poética. Un lugar donde vive tanta gente, donde tantos seres humanos todos los días corren, gritan, tocan bocina, se atropellan, se insultan, se ignoran, se abrazan y se saludan, de pronto totalmente calmo y apaciguado. Era fascinante.
Me encontraba apoyado sobre la baranda cuando un murmullo me sacó de mis pensamientos. Venía directamente del balcón de arriba. Era una voz de mujer, llena de aflicción. Agucé el oído, y en la quietud de las tres de la mañana de a poco empecé a distinguir algunas palabras: su marido no aparecía por ninguna parte. Por el modo de hablar imaginé que se lo estaría contando a una hermana o una amiga. Él no se iría sin avisar, decía, le debe haber pasado algo. Nadie lo había visto ni tenía noticias de él. La denuncia estaba hecha, y había poco más para hacer. No podía dormir, decía.
El murmullo disminuyó súbitamente, y el ruido de la puerta corrediza del balcón al cerrarse resonó crudamente en la noche.
Dos días nada más. Pobre mujer, pensé, lo que le espera.
Sentí un sabor amargo en la boca. Haber sido parte involuntaria de esta escena había vuelto a abrir algunas cicatrices que, no sabía, había logrado cerrar. Me sentí estafado, frustrado, y de pronto tenía tal bronca contra todo que decidí que lo mejor era ir a fumármela en la cama antes de que en un impulso tirara una maceta por el balcón. Fui a apagar la tele, pero la placa que ponía la re-emisión de las notas de las seis de la tarde me hizo detenerme en seco. Lo leí varias veces antes de bajar el control remoto, que había quedado suspendido en el aire.
El título me impactó tanto que puedo recitarlo de memoria: “Alarmante Aumento en las Denuncias por Desapariciones”.  Subí un poco el volumen, y me enteré que las denuncias se habían multiplicado por diez en el último mes, y que ningún especialista podía explicar el fenómeno. Los presentadores hablaban sin mostrar ningún signo de emoción sobre cómo la filtración de este dato había dado nuevo impulso a la búsqueda de unos nenes desaparecidos. Yo en cambio tenía la piel erizada.
Decidí que no necesitaba escuchar más. Apagué la tele y me quedé parado en medio del salón, mirando cómo unas cuantas mariposas grises revoloteaban alrededor de la lámpara de pie.
Me sentía incómodo, como si tuviera un cascarudo apoyado en alguna parte de mi cuerpo. Pensé que el mundo no iba nunca a dejarme tranquilo, que iba siempre a encontrar nuevas formas de recordarme que mi ex novia se había también esfumado de mi departamento como una nube de vapor. Me sentí agobiado. Dejé la lámpara prendida, me dirigí al cuarto y me recosté vestido sobre la cama sin deshacer, dándole vueltas al asunto.
Y de la nada, instantáneamente, llegó el sueño, y fue tan profundo y tan sereno que no escuché la alarma al día siguiente.
II
Desperté cerca del mediodía, envuelto en una maraña viscosa de humedad y rayos solares. Tenía la nuca transpirada, los párpados pesados y las pupilas ardientes. Me sentía desorientado. Quise tragar saliva, pero en mi garganta solo había pegotes resecos, ásperos. Me levanté y me dirigí al baño a paso arrítmico, y entré a la ducha tras desvestirme con dificultad.
Mi cabeza parecía pesar diez kilos de más. Me paré bajo la ducha, dejando que el agua fría operara su magia. Había soñado anoche. De pronto sentí que recordar qué era de una importancia infinita. Por mi memoria recorrían pantallazos fugaces, imágenes borrosas en las que los colores y algunas formas indefinibles se repetían. Una secuencia borrosa se reiniciaba incesantemente. Salí de la ducha, me sequé, y sentado sobre el inodoro me di cuenta que estaba tan cansado como si no hubiera dormido nada. Era imposible ganar en este juego del sueño, pensé.
Llamé al trabajo para avisar que había tenido un inconveniente durante la mañana, que estaría ahí a la tarde. Salí del departamento con rapidez, ahuyentado por el silencio y la sensación de claustrofobia. Me dirigí a un restaurante cercano a hacer tiempo, y mientras caminaba bajo el ardiente sol y las primeras gotas de transpiración se formaban en mi sienes, algo raro flotaba en el aire. Iba tan ensimismado en mis pensamientos, como siempre, que tardé en darme cuenta, y fue más una especie de alerta del instinto que una observación consciente lo que me obligó a detenerme sobre mis pasos y observar qué era lo que pasaba a mi alrededor.
Pocas veces había visto tantos autos abarrotados frente a mi departamento. El ruido de bocinas era insoportable, los ánimos estaban muy caldeados. Dos hombres intercambiaban insultos parados al lado de sus vehículos, separados por una fila de vehículos cuyos conductores soportaban estoicamente el estancamiento del tráfico. Miré más adelante: en la esquina siguiente, Maipú y Santiago, donde se ubica la comisaría, había tal amontonamiento de gente que la calzada estaba reducida, y solo cabía un vehículo a la vez.
Desde esa dirección venía caminando una mujer joven que pasó delante mío. Llevaba una expresión funeraria en su rostro, la que porta una persona que está consumida por una pena que no puede describir. Me inspiró tal compasión que la seguí con la mirada, dando media vuelta sobre mis talones. Mientras la veía alejarse, preguntándome si debía hacer algo, noté que a mi derecha había un hombre mayor apoyado contra una pared, y vi en su cara la misma expresión. Estaba pobremente oculta bajo esa capa de rudeza masculina que a todos nos enseñan de chicos pero que en situaciones límite simplemente no alcanza. Fue tal mi extrañeza que supuse en un primer momento que serían conocidos, él y la mujer joven, y que habrían vivido la misma tragedia.
Avancé hacia la esquina, y en lugar de doblar hacia la izquierda, crucé la calle y me dirigí al tumulto, poseído por la curiosidad, y también por un vago sentimiento de alarma. El abrasador sol de mediodía no había impedido que toda esta gente se mantuviese congregada, los rostros llenos de aflicción, de indignación, de bronca. Permanecí mudo, observando la situación. Las bocinas chillaban, los motores acelerados de los autos que lograban adelantarse al espacio disponible en la calzada rugían detrás de la aglomeración de gente, que se mantenía extrañamente en silencio. Algunos grupos reducidos hablaban entre sí, sus voces ahogadas por la cacofonía del fondo, gesticulaban con las manos de modo exagerado, algunos aguantándose las lágrimas, otros con furia contenida. Estaban esperando una noticia con el corazón en la garganta.
Quise asomarme a preguntar, pero me sentí intimidado. Algo dentro mío se resistía a molestarlos con preguntas. Miré mi reloj; tenía tiempo. La transpiración ya se acumulaba bajo mis brazos, en medio de mis piernas, en el cuello de la camisa, pero me negué a apartarme. Quería esperar y ver qué pasaba.
Un oficial de policía se asomó a la puerta. La visera de su gorra le tapaba la mitad de la cara, pero su figura y su porte sugerían que era muy joven. Todos contuvieron la respiración.
El oficial, visiblemente incómodo, alzó la voz: – Señores, por favor van a tener que esperar. Estamos con… –
Un abucheo, como una explosión largamente contenida, lo interrumpió. Algunos hombres saltaron hacia adelante con vehemencia, comenzaron a gritarle a centímetros de la cara. La congregación se aglutinó en torno al oficial proliferando insultos. Algo salió volando por el aire, y dio de lleno en el marco de la puerta. El agente, desbordado, solo atinaba a sostener sus palmas abiertas delante de su pecho, pidiendo en vano calma a la muchedumbre alterada.
Unas manos se asomaron por detrás de la puerta, y tiraron al joven oficial hacia dentro del edificio. Las puertas se cerraron violentamente en las narices de la masa. La bulla ganó nueva fuerza; en pocos instantes volaban objetos a las ventanas de la comisaría. Los hombres de la primera fila pateaban con ira descontralada la puerta de madera. Hubo de pronto ruido de sirenas, y cuando vi un grupo de uniformados subir desde la esquina siguiente en dirección al tumulto fue que decidí dar un cuarto de giro a mi izquierda y seguir con lo mío. No necesitaba ni quería ver lo que venía a continuación.
Caminé a paso apurado, sin mirar atrás, haciéndome el desentendido. Una hora después estaba en la oficina, y entre planilla y planilla recordaba el acontecimiento con una vaga mezcla de sorpresa e indiferencia. Me gustaría decir que el resto del día seguí la misma rutina de desamor que venía llevando hace semanas, pero eso no sería ser totalmente fiel a la verdad. Porque aunque visité los mismos cafés, leí los mismos diarios, caminé las mismas calles, comí la misma comida y me dormí a la misma hora, había algo a mi alrededor que había cambiado. Una especie de tensión en el aire, una presencia perversa que de algún modo se había liberado con el enfrentamiento de la comisaría. Ahora pasaba que cada persona que mirara detenidamente a la cara tenía algún dejo de esa misma tristeza impronunciable que había visto en los rostros de la mujer joven y el hombre maduro, en la mañana. Era como si una peste silenciosa se hubiera adueñado de todas las calles y locales de la ciudad.
Y todos los días, poco a poco, se hacía más fuerte.
A casi un año de esto pienso que debería haber sido más inteligente, más despierto. Debería haberme dado cuenta antes. Debería haberle dado a las señales la importancia que realmente tenían, y no descartarlas con tanta imprudencia, con tanta soberbia. Debería por un segundo haberme olvidado de mi microcosmos de la auto-compasión y prestarle más atención a lo que se estaba gestando afuera.
Creo con firmeza que el enfrentamiento en la comisaría ese insoportable mediodía de finales de enero del año pasado fue el comienzo del fin, el primer síntoma visible de un monstruoso mal hasta ese entonces invisible. Porque mientras yo vivía mi vida de quimera y el mundo del que me había apartado giraba, indiferente a todo, sobre su eje, algo horrible estaba pasando en todos los continentes y países, en todas las provincias y ciudades, en cada barrio y en cada edificio y en cada casa, rica, pobre, grande o pequeña, sin explicación, sin por qué, sin motivo, sin lógica, sin sentido, y sobre todo, sin dejo de esperanza alguna.
La gente había comenzado, sin más, a desaparecer.
III
No era una enfermedad. La gente no caía con fiebre y vómitos, no transpiraba hielo ni tenía dolores de cabeza, no le salían ronchas en la piel ni les cambiaba el color, tampoco se hinchaban, ni perdían peso, ni pasaban horas en cama en lentas agonías, ni experimentaban dolor ni mostraban síntoma alguno. Simplemente de un día para el siguiente, en el algún momento en el transcurso de la noche, sin advertencia, y sin hacer el más ínfimo sonido, dejaban de estar donde estaban.
Aunque nos referíamos a ella como la peste, la realidad es que no era una enfermedad, y como tal, no tenía cura, no había forma de combatir lo que pasaba. En los meses que siguieron poco a poco todo el mundo empezó a desaparecer, volatilizándose repentinamente en la oscuridad, sin dejar rastro alguno de su existencia. Todas las mañanas la ciudad amanecía con más familias incompletas, más amantes abandonados y más niños huérfanos. Las ausencias se iban acumulando sin remedio, y con cada nuevo espacio vacío en las casas nos acercábamos un paso más hacia una catástrofe que no podíamos remediar, que mirábamos con fatalismo e impotencia y que considerábamos, todavía, ilusamente, lejana.
La irracionalidad de lo que pasaba de a poco fue arrastrando a la sociedad a una vorágine de locura. La rutina de San Miguel de Tucumán fue mutando irreversiblemente de su soso bullicio habitual a un siniestro ritual de rostros desolados y marchas silenciosas, de desesperación muda, de agitación psicológica y de anacrónico fervor espiritual.
El otoño me encontró, a mí y a muchos otros, desviando la mirada ante lo evidente. Todos sabíamos muy bien lo que estaba pasando, pero ante la imposibilidad de actuar decidimos ignorarlo y hacer un inquebrantable pacto de silencio, aunque en las calles no se respirara otra cosa que duelo y tristeza.
Y frente a nosotros estaban los que no podían ignorar nada, los que lloraban y oraban en silencio, los que se preparaban para su momento colgando paños negros en las ventanas de sus casas, congregándose en las plazas a escuchar profetas de última hora, y haciendo largas peregrinaciones en nombre de cuanto santo se les cruzara en el almanaque.
Así es como entramos a vivir en una realidad casi paradójica, en que los bares, los cines y los teatros, todos los días de la semana colmados hasta el último rincón de gente que incineraba sus ahorros a carcajadas, convivían con iglesias abarrotadas de caras largas, de ardientes lágrimas de desconsuelo, de preguntas punzantes al altísimo. Las plazas y las peatonales de a poco empezaron a poblarse de altares improvisados donde cientos de personas iban todos los días a dejar flores, cartas, fotos y otras ofrendas.
La vida que llevaba desde enero había cambiado solo en sus motivos. Ya no era un corazón roto lo que me mandaba a patear calles y frecuentar bares y cafés, sino la fuerza de la costumbre. Aunque ya no tenía insomnio, me ocupaba de mantener el departamento y salía más seguido con gente amiga, no podía superar el silencio de la casa. Desarrollé un cariño extraño por los desconocidos de las mesas contiguas, que me acompañaban aunque no lo supieran, y empecé a llevar la computadora y los libros para que el pasar de las horas se hiciera más ameno.
Un viernes de abril decidí que, por primera vez en meses, saldría con los compañeros de oficina a tomar unas cervezas. Caminamos desde la oficina, esquivando peregrinos y montículos de ofrendas, protegidos por una burbuja de indiferencia que nos valía miradas de desprecio de otros peatones, y fuimos directo a una terraza en plaza Urquiza, desde donde podíamos apreciar el festival de colores que nos ofrecían los árboles de esa fría tarde de otoño. El cielo estaba cubierto en lo alto de nubes grisáceas y uniformes, y entre éstas y la cima del cerro había una franja de cielo despejado donde cabía a la medida el sol descendente de la tarde. Sus rayos caían oblicuamente sobre la ciudad, y teñían de franjas rojo-anaranjadas las nubes vecinas. Un viento soplaba de vez en cuando y traía consigo crujientes hojas otoñales y olor a tierra mojada. Me quedé sumergido en la escena varios minutos, hasta que una compañera me tiró de la manga de la camisa. La miré, y sonrió, sonrojada. Me di cuenta entonces que todo este tiempo yo también había estado sonriendo.
La plaza estaba más concurrida que de costumbre, y los autos circulaban a paso de hombre. Las conversaciones eran más animadas, la música más movida. Un grupo de hombres se destornillaba de risa dos mesas hacia mi izquierda, con el mozo riendo incómodo a su lado. A pesar de que el frío se intensificaba, la plaza bullía de actividad, con corredores y materos, bailarines y payasos, niños y abuelos. La buena vibra podía casi sentirse en la punta de los dedos. En la medida que la cerveza surtía su efecto, poco a poco fui ingresando en la conversación, y me sorprendí al recordar lo simpáticos que podían ser mis compañeros de trabajo fuera de las cuatro paredes blancas del cuarto piso del edificio de la empresa. Me dejé llevar por el ambiente, por el hermoso paisaje, por la ciudad en movimiento danzante, por ese jolgorio en el que todos nos habíamos puesto de acuerdo sin decir una palabra que había que celebrar la vida que teníamos hoy mismo, porque tal vez mañana ya nos habríamos evaporado para siempre.
Hacía rato, mucho rato, que no me había sentido tan contento.
Entonces un murmullo comenzó a sentirse en alguna parte de la plaza, una especie de rumor vago e indistinguible que fue ganando intensidad con cada minuto que pasaba, hasta que quedó claro que se trataba de una letanía. Una procesión venía acercándose por calle 25 de Mayo. El agradable jaleo de los bares se vio invadido por los cánticos de los fieles que, liderados por una figura espigada en sotana blanca, doblaron por Santa Fe, desfilando frente a los que tratábamos de olvidarnos de la peste. Las filas de autos se vieron rodeadas de repente de cientos de personas que llevaban velas y fotografías. Algunas incluso iban vestidas de sotanas negras. El líder de la procesión se ubicó en el centro de la calle, en el medio de dos vehículos cuyos conductores lo miraron sin comprender, luego se paró sobre una tarima que un asistente le facilitó, y erguido sobre la marea de gente y chapa de vehículos que de apoco iban avanzando, hizo una seña con ambas manos.
Las conversaciones de la terraza mutaron en susurros incrédulos y confundidos. Todos los ojos de la plaza se habían vuelto a la procesión. Nadie entendía qué era lo que pasaba.
Un grupo de diez hombres jóvenes de sotana negra salieron disparados en dirección contraria al tráfico, llegaron a la esquina siguiente, calle Muñecas, y se pararon en una hilera, hombro con hombro, bloqueando el acceso a calle Santa Fe. Una marea de bocinas y gritos se sucedió, pero los de negro no se movieron. El tráfico que había quedado atrapado entre los fieles breves minutos abandonó el lugar, y el líder de la procesión tuvo lo que quería: un tramo entero de una de las calles céntricas más concurridas solo para él y sus feligreses.
Lo único que sonaba era la música de los bares y las bocinas indignadas de los conductores de la otra cuadra. Pero a parte de ello nadie, ni en la terraza ni en la plaza ni dentro de los locales, pronunciaba una palabra.
Debía haber unas cuatroscientas personas, como mínimo, todas ellas con caras afligidas. Flanqueaban la columna de fieles varias decenas de hombres jóvenes, todos vestidos con sotanas negras, que exhibían rostros duros y lanzaban miradas desafiantes a todos los espectadores. Sentí de repente un embate de alarma.
El sotana blanca, un hombre cuya larga barba no podía terminar de ocultar lo joven que realmente era, sacó de alguna parte un altavoz. Una ola de suspiros de fastidio sacudió la terraza. En todos lados los clientes chistaron irritados, levantando brazos y manos al aire, golpeando secamente sus vasos contra las mesas.
– Oremos, – comandó el líder a través del altavoz, y un cántico clerical resonó en el aire, interfiriendo con la música pop que emitían los parlantes de los bares, produciendo una espantosa cacofonía.
El canto se detuvo; desde la terraza no podíamos creer lo que estaba pasando. Mirábamos a la procesión incrédulos, estafados. Nos acababan de robar un hermoso momento.
El líder lanzó una plegaria que reverberó en todas las paredes de los edificios circundantes. Otro canto saturó el aire. Los jóvenes de negro se mantenían firmes en sus sitios, sin pronunciar palabra, mirando hacia afuera de las filas, sus caras talladas en piedra.
Algunas conversaciones se reanudaron, y en la plaza algunas personas siguieron con sus actividades. Intentamos hacer lo propio en nuestra mesa, pero no tardé diez segundos en darme cuenta que no era lo mismo. Hace unos instantes celebrábamos la vida, y ahora el recuerdo la peste y la desgracia nos caía sobre la cabeza sin permiso.
De pronto se escuchó un grito desde la terraza. Uno de los hombres de la mesa de la izquierda, los que hacía un rato se ahogaban de la risa, se había parado, el rostro lleno de indignación. Sus amigos no tardaron en seguirlo, y luego la mesa de al lado, y la otra, y la otra, y en pocos instantes toda la terraza abucheaba a los feligreses.
La procesión se mantuvo quieta, sin prestar atención. El aire se había enrarecido, como si se hubiera saturado de electricidad. Los jóvenes de sotana negra dieron un paso al frente, con disciplina cuasi-militar, y los abucheos recrudecieron. Sonó otra letanía, y pude ver que la gente había empezado a retirarse de la plaza con rapidez. Sentí un nudo en la garganta; este episodio no podía terminar sino en inminente violencia.
Y entonces lo vi, con el rabillo del ojo.
Un proyectil salió disparado desde mi izquierda y pasó silbando junto a la oreja del líder justo cuando terminaba el canto clerical. Un gemido de mujer se pudo escuchar antes que el altavoz llamara a oración, y se produjo un tumulto, un rugido, en el seno de las filas de fieles. Antes de que nadie pudiera reaccionar, otro proyectil, esta vez una botella, salió disparado desde la misma dirección. En cámara lenta, vi como la base se estrellaba a toda velocidad contra la ceja derecha de un joven de sotana negra, que cayó inconsciente al piso bajo una lluvia de vidrio picado, la cara repentinamente cubierta en sangre.
El mundo pareció detenerse dos segundos. El golpe del cuerpo al desplomarse contra el suelo sonó como un trueno, por encima de la música y la estupefacción.
Y luego, caos.
Decenas de sotanas negras se abalanzaron a toda velocidad sobre el grupo de hombres, proliferando insultos. Más proyectiles empezaron a volar desde mi derecha, y en el instante siguiente había había otros tantos acólitos franqueando la baranda de madera por todas las secciones de la terraza, como piratas que abordan ferozmente un navío enemigo. Antes de que pudiera terminar de asimilar lo que estaba pasando, de que pudiera pararme de mi silla y correr despavorido, de salir de asombro del botellazo en cámara lenta, uno de los jóvenes había aterrizado de un salto de destreza olímpica justo junto a nuestra mesa. Vi, como un relámpago, un puño frente a mis ojos, y luego escuché un espeluznante grito de mujeres horrorizadas, y lo próximo que supe fue que el golpe me había precipitado al piso como una bolsa de arena. Todo era borroso, y escuchaba los sonidos de la trifulca que acababa de estallar a lo largo de toda la terraza como si vinieran de un lugar muy lejano. Me paré a duras penas, empujado hacia arriba por mi instinto de supervivencia, y entre empujones y cosas que volaban de un lado a otro me apoyé contra una pared, la primera que pude encontrar tentando con la mano izquierda delante de la cabeza, mientras que con la palma de la otra mano me cubría el ojo, hinchado y sanguinolento. Suspiraba agitado, sin darme cuenta que lo más prudente era desaparecer de ahí, rajar, huir y esconderme; sonaban botellas rotas, vasos que estallaban contra las paredes, gritos de mujeres, corridas, muebles que se desplomaban, insultos. Recuperé a duras penas el foco de visión con el ojo que me quedaba, y atiné a ver en todas partes riñas a puño limpio, personas tiradas en el piso, heridos siendo acarreados de los hombros por compañeros, charcos de sangre. Me di vuelta a mi derecha justo para ver a un hombre de camisa romper una silla en la cabeza a un joven de negro, los pedazos de madera elevándose por el aire, el joven gritando, un destello rojo que resplandeció a la extraña luz del atardecer.
El hombre salió disparado por mi lado, madera astillada en mano, dejando atrás al joven que se revolcaba de dolor en el suelo. Atiné a sortearlo, y caminé tambaleándome, con el hombro pegado a la pared, la mano derecha cubriéndome el ojo herido y con la mano izquierda en alto, en una muy mediocre posición de defensa. A pocos metros, en medio de la calle, dos sotanas negras molían a patadas a un bulto que yacía inerte en el piso. Sus rostros estaban saturados de la satisfacción más cruel que se pudiera imaginar, y daban patadas con tanta vehemencia que la sangre salpicaba en todas direcciones con cada golpe. Mis fuerzas me flaquearon, y caí de rodillas al piso, apoyando la mano sobre un pedazo de vidrio roto. Solamente cuando hube terminado de vomitar toda la merienda pude mirarme la mano y constatar que me había hecho un tajo que no paraba de sangrar, desde el centro hasta la primera falange del dedo. Haciendo acopio de las fuerzas que me quedaban, me puse de pie, y no pude creer a mis ojos.
Más allá de la pelea, de la lucha, mientras los sotanas negras terminaban de reducir a los pocos que aún querían dar pelea, en medio de la calle, la misa había continuado. La congregación, aunque enflaquecida, se mantenía de pie en medio de la calle, sus velas y pancartas en lo alto, mirando de reojo el combate. El líder aún hablaba por el altavoz, y los fieles entonaban letanías cuando él se los comandaba. Era como si la pelea, la sangre, los heridos, el hombre hecho puré detrás de donde oraban, nada existiese. Todo era parte del espectáculo. El líder lo sabía, los fieles lo sabían, los pendejos de negro lo sabían.
Me sentí abrumado al punto de las lágrimas, diminuto ante tanta maldad. Cuando me disponía salir a toda velocidad que pudiese de ahí, cuando estaba llegando a la esquina para desaparecer de la plaza, sentí una corrida detrás de mí.
Dos sotanas negras se me cruzaron, sendas sonrisas de placer colgadas de sus rostros. No debían tener más de veinticinco, ninguno de los dos. Uno no paraba de escupir sangre, y vi que le faltaban tres dientes inferiores; el otro lucía un horrible moretón en todo el lado izquierdo del cuello.
Comencé a temblar. No estaba en condiciones de defenderme, yo, que solo veía con un ojo, que nunca en la vida había tenido una pelea en serio con nadie, que no sabía lo que era meter una piña, que no sabía aguantarme un tincazo.
Quise darme media vuelta, pero un tercer sotana negra, igual de pendejo, burlón, sonriente y malherido que los otros dos, se me había parado atrás. Vi un par más acercarse, y comprendí, con el peso del universo en los hombros, que conmigo solo venían a divertirse. El plato principal había sido matarse a trompadas con gente que quería distraerse con una cerveza después del trabajo. El postre era yo.
Uno de los pendejos me tomó por el cuello de la camisa y me metió tal golpe en la boca del estómago que quedé retorciéndome en el piso, sin poder dar media bocanada de aire. Quise levantarme, pero una patada en el femoral izquierdo me mantuvo en mi sitio. Estaba de rodillas en el piso, recuperando el aliento, a mi alrededor solo veía telas negras y escuchaba risas burlonas. Intenté mirar hacia arriba, mirar a la cara a mis captores, pero con otra patada me dieron a entender que no lo tenía permitido.
Los que estaban directamente delante de mí abrieron el círculo. Otro sotana negra, más alto y fornido que los otros, se acercaba a paso lento y firme, musitando algo incomprensible. En sus manos llevaba, portándola como si fuere una ofrenda, una palanca de hierro, cuyo extremo útil parecía brillar. Creí al principio que era una alucinación, un producto del estrés o de los golpes, pero al acercarse más, mientras mis captores vitoreaban y aplaudían, mientras el resto de los sotanas negras custodiaban el perímetro enseñándoles los mentones a los transeúntes incrédulos para que la misa continuara como si nada hubiese ocurrido, me di cuenta que la punta de la palanca brillaba porque ardía. Había sido calentada al rojo vivo.
Un impulso me puso súbitamente de pie, y atiné a dar un par de pasos antes de que una maraña de brazos y golpes me pusiera de nuevo de rodillas. El grandote se puso frente a mí sin parar de murmurar, y tomó la parte inferior de la vara con ambas manos. Entonces los que me tenían empezaron a gritar, azuzándolo con vehemencia, incitándolo que me moliese la cara con el fierro ardiente.
Por un instante el tiempo pareció detenerse. El cielo aún brillaba con el atardecer, y me pregunté cuánto tiempo habría pasado desde que estábamos sentados en paz disfrutando un buen momento. Me sentí apabullado ante lo rápido que las situaciones pueden invertirse, pasar de la dicha al miedo en pocos minutos, sin ningún aviso previo, sin forma de prepararse. Recordé el bulto que aún debía yacer en el piso, a escasos metros de distancia, el hombre convertido en un manojo de carne molida y sangre, y tuve la certeza de que no habría ningún tipo de clemencia.
Vi en cámara lenta cómo el grandote levantó la palanca por encima de su cabeza con ambas manos, fulminándome con la vista, una expresión de absoluto desprecio en su rostro. Y entonces escuché un grito, una corrida, un forcejeo. Las manos que me tenían de pronto me soltaron, y sentí como un remolino sobre mi cabeza. Me tumbé al piso en posición fetal, cubriéndome la nuca con las manos, esperando todavía un golpe mortífero que ya no llegaría; sentí un trastabillar de pies, más gritos, cuerpos tumbándose en el suelo, más golpes. De pronto la voz del profeta, amplificada por el altavoz, se volvió más urgente, más violenta.
Abrí el ojo sano, poniéndome de pie súbitamente. Mientras trataba de vencer el mareo, alguien me tomó del brazo y lo colocó alrededor de su hombro. Me quedé quieto un instante, y me di cuenta que era un policía que no paraba de chasquear sus dedos frente a mi cara, preguntándome si estaba bien.
Giré la cabeza: había uniformados en todas partes. Los sotanas negras habían sido casi por completo reducidos, y el profeta yacía con la cara contra el piso, sin dejar de proliferar maldiciones. Se escucharon las sirenas que se aproximaban desde diferentes puntos, órdenes siendo vociferadas a diestra y siniestra, gente que aplaudía más allá del perímetro, sollozos. Vi con el rabillo del ojo al grandulón siendo arrastrado por cuatro efectivos, y a mis pies el hierro todavía brillando.
El oficial que me tenía me empezó a llevar lejos de la escena. Apenas podía caminar, y los golpes me empezaron a doler en todo el cuerpo. De pronto empezó a caer la noche, y me quedé ahí, en el asiento de la patrulla, pensando que me había esperado que todo se fuese a la mierda, aunque no así, nunca así.
IV
Pasé dos días en el hospital antes que los médicos decidieran darme el alta. Me dijeron que el ojo estaba fuera de peligro y que con cuidados adicionales podría quitarme la venda en unos cuantos días. A pesar de la golpiza, no tenía otras lesiones de gravedad.
Me pusieron en un cuarto compartido en el que no funcionaba la tele ni el aire acondicionado; tuve que conformarme con revistas de chimentos y un ventilador de pie. Mi compañero, un hombre canoso y obeso, se pasaba el día entero sedado y sin recibir visitas, por lo que el contacto humano se reducía a la examinación de los médicos y la apatía de las enfermeras. Las paredes estaban recubiertas de baldosas verde pastel, y todo estaba impregnado de un repulsivo olor a gasas, alcohol en gel y sábanas viejas. Lo único agradable era la amplia ventana del cuarto, que tenía una vista bastante decente a la ciudad y permitía que entrara luz de sol la mayor parte del día.
Dormía poco y mal, incómodo en esa cama que no era mía. De a ratos me despertaba sobresaltado y sin aire; entonces me sentaba un rato en el borde, sumergido en la espesa oscuridad, a recobrar el aliento antes de volver a acostarme. Las horas despiertas las pasé reviviendo lo acontecido una y otra vez en mi cabeza, sin acabar de creer lo que había pasado, pensando que cómo era posible que el mundo permitiera que un hermoso momento con amigos se transformase en un parpadeo en un cruento volar de puños y sillas y gotas de sangre.
El lento pasar de las horas me permitía reflexionar. Pensé en los jóvenes de negro que nos dieron una paliza y en su jefe de frondosa barba, en su saña, su malicia, en la forma en que sonreían al apresarme, en cómo les brillaban los ojos cuando el grandote venía a terminar la faena. Tragué saliva. Esos hombres no eran gente triste ni confundida, sino oportunistas, violentos trepados a la zozobra colectiva para liberar a la bestia interior. Qué basura irremediable, me dije con los dientes apretados, el hecho de que el inadaptado siempre busque razones para amargarle la vida a los que intentábamos ser felices. Me sentí un imbécil por haber pensado en algún momento que podíamos continuar con nuestras vidas como si todo estuviera perfecto. No se puede ser feliz, ni intentar la felicidad, cuando se está rodeado de gente que la ha perdido.
Pensé también en toda la gente, en los incontables rostros cohibidos y tristes, en las pancartas por fulano, mengana y sultano, las imágenes de los santos y las velas que ardían como pequeños faros a la altura del pecho; en los que no habían repartido un solo golpe, los que miraban con recelo a los secuaces del profeta, los que se habían apresurado en irse cuando estalló la trifulca. No eran más que almas en busca de consuelo, seres que habían perdido a otros seres sin una mínima explicación y que, me incliné a creer, habían quedado de algún modo atrapadas en todo el asunto. Sentí una enorme compasión por ellos.
No tardé en enterarme que el profeta de blanco no era más que uno entre decenas que habían ganado notoriedad en las últimas semanas. La fuerza que había ganado la iglesia, y por extensión cualquier institución que vendiera certezas espirituales, era descomunal. La afluencia de miles y miles que buscaban respuesta a la crisis de la peste pronto le dio a los hombres del hábito un protagonismo social propio de otras épocas. Las hordas de familiares tristes se mezclaban con aquéllos que pretendían evitar la tragedia redoblando su devoción a última hora y con los puñados de curiosos que iban a ver de qué se trataba tanto lío.
Pero era tal la manera en que la gente acudía a los templos y a las iglesias que pronto varios curas de poca monta y un número importante de oportunistas con ambiciones personales empezaron a desplazarse hacia las veredas y los barrios con sotanas, altavoces, biblias y todas las respuestas que buscaban las miles de almas que pululaban de lado a lado desorientadas. Algunas calles ya se habían convertido en verdaderos campamentos de refugiados donde flotaba el espeso olor a comida de terminal y donde los venidos de lejos podían alquilar un colchón sobre el pavimento a la espera de su turno de cinco minutos frente al altar. En este desorden general prosperaron radicalmente los falsos profetas, charlatanes con un talento infalible para seducir a los desdichados y disfrazar sus impíos proyectos particulares como cruzadas de la fe.
Fui testigo de cómo de a poco la civilización empezó a fundirse, cómo gradualmente la tristeza y la desesperación empezaron a hacer mella en los cimientos de nuestra sociedad. No podía hacer otra cosa más que sentarme y esperar el impacto, esperar a que uno de los cimientos fallara y la estructura completa, construida durante siglos y siglos hacia arriba, se nos viniera encima.
La violencia fue intensificándose. Las misas callejeras crecieron en frecuencia, y sus desenlaces se volvieron cada vez más y más violentos. Se reportó el primer saqueo a un supermercado no mucho después. Las horas de oscuridad se volvieron muy peligrosas fuera de las zonas de campamento, en las que la gente empezó a dormir durante el día y mantenerse despierta por las noches, en vigilias que bullían de música, baile y rezos, en un intento desesperado por burlar a la peste. La primera vez que escuché un tiroteo eran las tres de la mañana, y fue tal el susto que me apresuré a cerrar todas las persianas y mantenerme tirado sobre el piso; empezó a haber tantos que aprendí a no prestarles atención.
De a poco surgieron facciones organizadas que prosperaron en el creciente caos, casi todas de tintes religiosos, integradas por jóvenes fanáticos que hallaron el sentido a lo que les quedaba de vida en el sometimiento, la dominación, el pillaje, el vandalismo y la violencia desmesurada. Los enfrentamientos entre estas facciones se hicieron tan frecuentes y tan tremendos que la policía pronto dejó de dar a basto. No había suficientes hombres, balas ni celdas para frenar la creciente furia con que estos grupos asediaban la vía pública. Empezaron a dejar que se partieran las cabezas un buen rato antes de intervenir, pero pronto incluso ni eso era suficiente. Los policías tenían bajas todos los días, mientras que estos grupos se engrosaban con cada nuevo desaparecido. La calle no tardó en pertenecerles.
Y así fue como San Miguel de Tucumán, a unos pocos meses de haber comenzado la peste, se convirtió en vísperas del invierno en una urbe mítica donde por las calles ya no circulaban autos sino peregrinos; donde cada esquina y cada rincón era un pequeño altar con velas, fotos y pañuelos de colores; donde las plazas y las peatonales y los parques se habían vuelto ferias de carpas y tablas con ollas humeantes y cruces de madera; donde el trazado urbano estaba repartido como una torta agusanada entre los Hijos del Profeta, los Mensajeros, los Salvadores, los Luzbuenas y tantos otros nosecuantos que no pensaban dos veces en llenarse mutuamente de plomo si la vida de pronto les parecía lo bastante aburrida; y donde el último vestigio de Estado era la casa de gobierno, erguida como un esqueleto roído y machacado, vacía de funcionarios, ministros y gobernador, llena de una historia y una suntuosidad que acabarían perdiéndose sin remedio y custodiada por un reducido puñado de gendarmes, policías y ciudadanos comunes que, atrincherados en cada balcón y cada abertura, manifestaban enérgicamente su voluntad de defenderla hasta el último aliento de las hordas fanáticas que querían destruirla disparando a mansalva a cualquiera que se acercara a tiro de cañón.
Tantos estadistas y hombres de ciencia, tantos filósofos, tantos griegos pensantes y tantos franceses revolucionarios, tanta cantidad de ahorcados por sus ideales y tanta sangre derramada en el implacable curso de la historia para que algún día tuviéramos una civilización en donde todos pudiéramos ser iguales y triunfar y ser felices para que un evento inexplicable lo volviera todo a foja cero. Se me dibuja media sonrisa al pensar en la cara que pondrían todos estos hombres a quienes les hemos dedicado monumentos y estatuas si se enteraran que lo su auténtico logro no fue cambiar al hombre sino tapar con capas y capas de cortinas todo lo que realmente es.
Solía pensar en la locura como una forma de enfermedad, como una infección de la mente. Ahora en cambio estoy convencido que la locura es parte de cada uno, es una parte inalienable de la persona, tan propia de sí como su identidad y sus pensamientos, y que la vida civilizada no logra sino reducirla a un frágil estado de hibernación. Solo se requieren las condiciones precisas para que el monstruo salga de su letargo a regar el mundo con su infeccioso veneno.
V
Pasé la mayor parte de ese crudo invierno encerrado. En abril casi todos los medios televisivos dejaron de hacer transmisiones en vivo, y poco después se cayeron los principales servidores de red y telefonía. Las pocas radios que todavía sintonizaban pasaban música de sol a sol, sin una sola voz humana. Igualmente no importó, porque la energía se agotó totalmente a fines de ese mismo mes, luego de semanas de agonizar con cortes periódicos de más y más duración. Convencido de que la electricidad era otro lujo que acabábamos de perder para siempre, ese mismo día saqué del freezer dos pedazos de entraña a medio congelar, y las hice sin ningún tipo de prisa con leños en la parrilla del balcón, contemplando la engañosa calma de la ciudad a mis pies. Era un día despejado en que el sol brillaba sin calentar, y yo mantenía las palmas de las manos cerca del fuego, deseando que pudiera hacer lo mismo con los pies y las orejas. Comí el último asado de mi vida solo, mirando hacia el brillante mar de tinglados, contemplando las columnas de humo que se alzaban al cielo desde un punto y el otro, preguntándome a qué siniestro suceso se deberían. Mastiqué cada pedazo con lentitud, gozando despacio cada gota de jugo y cada fibra de carne, sabiendo con abrumadora tristeza que éste era otro lujo que me abandonaba.
Me di cuenta en ese momento que había muchas cosas que había hecho por última vez hacía tiempo, aunque me era imposible precisar hacía cuánto. No podía decir, por mucho que lo intentara, cuál había sido mi último día de oficina, ni en qué fecha había tomado esa última cerveza, ni cuándo había sido la última vez que había visto a mi familia o amigos; supuse que por cómo estaban las cosas, muchos de ellos ya habrían desaparecido. Sabía a la perfección, en cambio, cuántos paquetes de fideo y latas de atún quedaban en la alacena, cuántas eran las cajas de cartuchos de mi rifle de caza en el cajón de la cómoda, cuántas comidas podría preparar con las garrafas de gas que tenía en el balcón, cuántos litros de agua me quedaba en cada uno de los bidones apilados junto a la heladera. Salía de mi departamento solamente cuando la necesidad apremiaba, y casi siempre durante el día, por una puerta trasera oculta de todo y sin nada encima que llamara la atención de los matones que deambulaban a sus anchas, peinando todas las calles en busca de quién asaltar. El truque se volvió nuestra forma de comercio, y era tal el peligro al que uno se exponía estando parado en la calle que todo negocio se hacía en las sombras más oscuras y los rincones más apartados. En todos las cuadras podía encontrarse alguien que tuviera lo que uno buscaba. Muchos eran sobrevivientes aislados como yo, tratando de maximizar cada migaja de pan, y unos cuantos en cambio habían logrado hacer del comercio en tiempos de crisis una muy rentable dedicación a tiempo completo.
Me vi en la necesidad de aprender a tirar. Tuve una vez la mala suerte de encontrarme con dos malandras en una moto cuando ingresaba al edificio. Me detuvieron a punta de pistola, y se llevaron de mis manos un bidón de veinte litros de agua potable y mis zapatos. Mientras se alejaban, el que iba atrás gatilló, y la bala pasó rozándome la cabeza, arrancando la mitad de mi oreja derecha. Luego de curar y vendar lo que quedaba de lóbulo, subí a visitar a uno de mis vecinos que era adepto a la caza. Hacía tiempo que el edificio estaba de más silencioso. Todo ruido que podía asociarse con la presencia de gente había desaparecido junto con los inquilinos. Forcé la puerta y me pasé la próxima hora revolviendo el departamento abandonado. Volví a mi casa con dos carabinas, varias decenas de cajas de municiones y también toda la comida y el agua que mi vecino no había podido disfrutar. No tardé en comprobar que todos los demás departamentos también estaban abandonados y llenos de provisiones intactas. Era la única persona que quedaba en el edificio.
Atravesé un auto en la entrada principal, y regué todas las salientes y medianeras con vidrio molido. Fabriqué trampas para detectar cualquier intruso, e hice en cada escalera y pasillo una barrera invisible de cuchillos de cocina, anzuelos, y químicos de limpieza. En poco tiempo el edificio era una fortaleza a prueba de saqueo, preparada para recibir una ola de atacantes que, al final y contra todo pronóstico, nunca llegó.
Los días se pasaban lentos y silenciosos. Despertaba con el amanecer y me dormía al caer la noche, y en el medio la vigilia se alternaba entra prácticas de tiro en la terraza y lectura durante la tarde. Me hice la costumbre de tomarme un vaso de whisky cuando el cielo se oscurecía y la tristeza parecía una cosa infinita. Me harté de mi propio departamento y empecé a pasar el tiempo en los de mis vecinos, explorando las vidas que habían dejado atrás y que yo jamás me había interesado en conocer. Revisaba sus pertenencias, sus ropas, sus fotos, las cartas que había ocultado astutamente en rincones insólitos, los papeles importantes insertos en sobres de papel cartón. Con eso me alcanzaba para imaginármelos a todos en vida, aparecidos, sólidos como el sillón en el que estaba recostado pensándolos. Comenzaron a aparecérseme como fantasmas, sentados y serenos en las mesas de sus comedores, me miraban agradeciéndome que mi imaginación los hubiera devuelto un instante a sus casas. Les hacía preguntas, ellos contestaban y devolvían con otra pregunta, y charlábamos horas y horas, hasta que el sol se iba y yo me dormía ahí mismo; entonces ellos iban a acostarse a las camas donde habían pasado un tercio de sus vidas corpóreas, a dormir y a soñar que todavía tenían cuerpos y vidas y que podían sentir los rayos del sol o las gotas de lluvia en la cara. Y cada mañana despertaba en un lugar distinto, acompañado de un fantasma distinto que me preguntaba cómo estaba, que qué tal había dormido y en qué como había soñado, y a veces venía otros fantasmas y nos poníamos a hablar todos juntos del edificio y del trabajo, de los amigos y la familia y de la vida y del amor, hablábamos mucho del amor, y ellos me hablaban de sus novios y novias y amantes y yo invariablemente les contaba siempre sobre Leonor, su manía de escuchar la radio y leer en inglés, sobre su sonrisa, sobre el día en que la había conocido, sobre la primera vez que nos habíamos ido de vacaciones juntos, sobre los proyectos que teníamos y las cosas que íbamos a hacer y todo lo que íbamos a lograr, y los fantasmas al verme la cara de desdichado se me acercaban y me abrazaban con sus cuerpos hechos de aire y me daban palabras de aliento, y pronto dejamos de hablar incluso del amor porque nos acostumbramos demasiado a nuestras propias presencias y al final del invierno ya casi no podíamos ni vernos. Se volvieron de a poco así parte del paisaje, deambulaban de acá para allá por todo el edificio, leían, jugaban a las cartas o tomaban mate o veían incluso la televisión, comenzaron a dormirse cada uno en el cuarto en el que los pillase la noche, a veces se acostaban juntos y terminaban haciendo el amor en silencio y yo los espiaba porque me resultaba algo muy extraño y fascinante que dos (o más) fantasmas hicieran cosa semejante.
Y a veces creo cuando recuerdo ese invierno que algunos de todos ellos no fueron fantasmas en absoluto, sino que verdaderamente estaban allí, con carne, hueso y toda su humanidad, aunque no puedo decirlo a ciencia cierta. No puedo decir si de hecho fue así, o si simplemente me gustaría creer que así había sido. A veces tengo ese sueño tan importante y tan esquivo, con su secuencia de imágenes indescifrables, y siento que si pudiera recordar qué es lo que pasa en él podría resolver esta cuestión y muchas otras; pero es en vano, se desvanece tan pronto como abro los ojos.
Un día decidí que no lo soportaba más. Dejé las carabinas en un sitio del sillón, y bajé lento a la calle, a recibir un hermoso sol que ya anunciaba la llegada de la primavera. Había decidido que no podía vivir con tanta soledad, con tanta locura a cuestas, que no podía vivir rodeado de seres imaginarios, y sin prisa me aventuré en las calles de la ciudad a encontrarme con aquello que tenía que pasar a continuación.
En cualquier momento debería ocurrir algo. Me encontraría con algún matón, o algún fanático, o alguna bala perdida. No me importaba. Anhelaba en lo más profundo detectar cualquier signo de humanidad: una voz, una señal, un balazo, lo que fuera, a esta altura del partido saber que había otras personas era más que suficiente. Estaba mortalmente cansado de sentirme solo. Miraba a las ventanas de los edificios en busca de algún par de ojos, de siluetas, de movimiento. Agucé el oído, pero parecía que lo único que quedaba en la ciudad era el ruido de los pájaros, insólito en este ruidoso hormiguero de cemento y motores.
Los ojos se me fueron llenando de lágrimas al adentrarme en el centro y comprobar que seguía sin haber sonido alguno. Me di cuenta que había estado demasiado tiempo aislado de todo, que todo el mundo había ido desapareciendo a lo largo del invierno mientras yo me mantenía atrincherado en mi fortaleza, atrapado en una red de ficciones que yo mismo había tejido con mi cabeza.
Mis pasos hacían eco lúgubremente en las calles olvidadas, desiertas, llenas de polvo y autos desparramados en todas direcciones, con signos de abandono y violencia. Los hierbajos asomaban tímidamente en cada grieta de las veredas, y el único movimiento era el de los papeles de diario y las hojas secas que había dejado el frío, que, arrastradas por el viento, se iban acumulando en distintos rincones. Ingresé a Plaza Independencia y me paré frente a la Casa de Gobierno con los brazos en lo alto, esperando a ser recibido por una salva de plomo, suplicándole al universo que aún hubiera alguien adentro.
Esperé un minuto. Dos. Tres. Diez. Pero nunca pasó. Ahí tampoco había gente. Entonces una ola de desesperación me sacudió todo el cuerpo, y me encontré de rodillas gritando con toda la potencia de mis pulmones hacia la nada, pidiendo auxilio, rogándole a quien quiera que me oyera que por favor, que se lo suplicaba, contestase. Los alaridos terminaron ahogándose en un torrente de lágrimas, y me quedé solo, quién sabe cuánto tiempo sobre el caliente asfalto, llorando a todo pulmón por la tristeza de saberme el último hombre sobre la Tierra.
Las nubes se desplazaban hacia el norte y el sol de a poco se colocaba en la cima de su trayectoria. Me puse de pie, ensopado todavía en mocos y lágrimas, y decidí, con una enorme resignación en el pecho, que no podría vivir así ni un minuto más, ni aunque fuese a desaparecer mañana mismo. Giré sobre mis talones y miré directo hacia la catedral, rodeada de ofrendas, trapos y velas apagadas, que se extendían como lo hace un manto de flores alrededor del tronco de un árbol. Supuse que un salto desde lo alto de la fachada frontal sería suficiente.
Sin terminar de creer lo que estaba por hacer pero comprendiendo que era lo correcto, me puse en marcha, lento, resistiendo fútilmente, a cada paso, lo inevitable. Me sequé los ojos, y antes de cruzar la esquina, me di una última vuelta para observar detenidamente la plaza. No era el lugar que recordaba. Había escombros y restos de fogatas, muebles, carpas derrumbadas por el desuso, luminarias rotas. La Estatua de la Libertad yacía hecha pedazos a los pies de su pedestal. Esta plaza me era un lugar extraño en el que no quería estar, y esta ciudad también. Suspiré, consternado.
Estaba por continuar, cuando la vi. Por su postura supe que me había estado observando durante largo rato.
En uno de los pocos bancos enteros que quedaban, con un libro sobre las rodillas y una mirada suspicaz, se sentaba una mujer joven de cabello ondulado, de un color marrón crema que recordaba al tono que toma la madera de roble cuando le da el sol. Instantes después supe, y ahora me río a carcajadas al pensar en lo perverso que es el sentido del humor que tiene el destino, que su nombre era Soledad.
VI
Llevaba un vestido verde que le descubría los hombros y le llegaba hasta la mitad del muslo. Era menuda, de brazos y piernas delgadas, más bien baja, pálida, con una cara de contornos suaves cubierta de pecas apenas perceptibles y unos ojos color nuez que parecían poder ver a través de las cosas. Quedamos mirándonos unos breves instantes, ella con suspicacia, yo con confusión, hasta que junté el aire para preguntarle si era de verdad o si estaba imaginándomela. Entonces soltó abruptamente una carcajada, y con la cara súbitamente roja me mostró la sonrisa más hermosa que existió jamás de los jamases en este y todos los mundos. Me dijo que ella creía que sí, que era de verdad, hablando como la caricatura de un inspector de alguna mala película mientras se palmaba un cachete con la punta del dedo índice. Entonces yo me reí, y me di cuenta que tampoco podía acordarme cuándo había sido la última vez de eso.
Soledad comenzó a hacerme preguntas, pero por más que lo intentara, yo no podía lograr que la conversación fluyera. Había perdido la capacidad de hablar con otras personas. Tenía miedo de contarle cosas y de mirarla a la cara, y cuando era mi turno de preguntar me quedaba mudo, sin saber qué decir. Me había olvidado lo difícil que era tratar con gente del mundo real. Entonces se levantó del banco, se sacudió el vestido, y sin dejar de inspeccionarme de arriba a abajo, me dijo que la siguiera. La situación me parecía tan insólita que tardé unos segundos en reaccionar mientras ella se alejaba; de un salto me puse a la par, y caminamos los dos en el inquietante silencio de la ciudad en ruinas, sin decir una palabra.
Cruzamos la plaza y salimos por calle Congreso, por lo que había sido el Paseo de la Patria, un agradable trecho peatonal que había servido de homenaje a nuestra historia y ahora estaba completamente irreconocible, arrasado, demolido. Lo único que le quedaba de peatonal era un pequeño sendero que serpenteaba entre escombros y capillitas olvidadas, tan reducido que tuvimos que caminar uno detrás del otro. Entonces, antes de llegar a la esquina, mientras me concentraba en no pisar vidrios rotos, sentí, como caído del mismísimo cielo, un murmullo de gente. Me detuve en seco. Soledad también se detuvo, y sonrió tímidamente al observarme asimilar la posibilidad de que hubiera aún seres humanos sobre la tierra. Mi corazón se aceleró y mi instinto tomó las riendas. Pasé apenas a su lado y apuré la marcha, siguiendo el sendero sin ver dónde pisaba, ciego a todo lo que me rodeaba, como insecto hacia la luz. Salí a la esquina frente al pequeño parque adyacente a la Casa Histórica, y los vi frente a mí, una treintena de personas entre jóvenes, niños y adultos, sentados en los bancos, jugando con una pelota de fútbol, leyendo, tomando mate, conversando, una visión de una época en la que la gente no desaparecía de la noche a la mañana.
Me quedé ahí parado, completamente inadvertido, asimilando lo que me decían mis ojos incrédulos, y entonces el sabroso aroma del caldo de pollo me llegó directo a las narices desde alguna parte del gentío. Soledad se paró al lado mío y me puso la mano en el hombro al verme cómo se enrojecía la vista por esa felicidad inmensa de saber que no estaba solo y que mi historia no tenía que terminar cómo yo había pensado.
Me tomó de la mano y lento, como se hace con los animales asustados para que nos espanten, me llevó hacia el parque a conocerlos a todos.
VII
Lo que siguieron fueron sin duda los días más felices de mi vida.
Aunque siento una ardiente necesidad de describirlos con justicia, me temo que soy incapaz de hacerlo. No sé qué palabras se usan para describir la felicidad, porque a la felicidad nunca le he buscado una explicación. Puedo describir perfectamente lo que es la tristeza, porque me he encontrado a mí mismo tratando siempre de explicarla, de asignarle causas, de diseccionarla, de separarla por sus partes y luego volver a ponerlas de otra forma a ver si el todo que resulta hace más sentido y causa menos dolor. Pero a la felicidad siempre la he absorbido como un todo homogéneo más allá de cualquier cuestionamiento, como un suceso que es mejor disfrutar tal y como llega y sobre el que no amerita pensar demasiado, y es por ello que hoy me faltan las palabras para decir con detalle cuán inmensa y enormemente feliz fui en esa última época del mundo que conocíamos.
El grupo estaba formado por treinta y siete personas, desde niños de diez u once años hasta un puñado de viejitos de ochenta y pico. No supe nunca de dónde venían, ni a qué se habían dedicado antes, ni el más ínfimo detalle de sus vidas pasadas, porque una regla de fuego era que del pasado no se hablaba. Bastaba mirarlos bien parar saber que casi ninguno de ellos estaba emparentado, y que sin embargo todo funcionaba como en una gran familia, solo que esta estaba hecha de padres por elección, de niños huérfanos, hermanos voluntarios y abuelos por oficio; una gran familia que no miraba hacia atrás ni hacia adelante, sino que se apoyaba siempre en el hoy.
Los días transcurrían mansos y apacibles. Los niños correteaban por todas partes simulando ser policías y ladrones, futbolistas, maestros del escondite o grandes superhéroes. Los jóvenes y adultos habían todos encontrado maneras de olvidarse de la peste refugiándose en los deportes improvisados, los libros, las artesanías, la escritura, el dibujo, la escultura, el arte o la simple manía de desarmar y rearmar aparatos electrónicos. La ciudad abandonada era un gran patio de juegos en el que cada uno podía dedicarse a lo que quisiera. La hora de la cena era el momento de encuentro entre todos, y era la única circunstancia en la que podía saberse a ciencia cierta si alguien había desaparecido durante la noche anterior.
La primera vez que presencié tal anuncio fue a los pocos días de llegar. De a poco me estaba familiarizando con el grupo y su filosofía de vida, y aún me sentía del todo integrado. Un hombre corpulento de rostro regordete y bondadoso se puso de pie con expresión solemne y anunció con calma que alguien que yo no había llegado a conocer no había sido visto durante el día, y que “podía presumirse que había partido”. La noche estaba iluminada por el alumbrado público, que de algún modo esta gente se había ingeniado para hacer funcionar, y el silencio subsiguiente pareció de algún modo emerger de las luces mismas de los faroles. Sin darme cuenta, mi mano se cerró sobre la de Soledad, y la palma de su otra mano vino a aterrizar sobre el dorso de la mía para reconfortarla. Esperaba una escena de llantos y preguntas, de negación lastimera y rostros desolados, pero solo hubo un breve silencio, un brindis por el desaparecido, un par de abrazos reconfortantes, y la comida siguió como si nada.
No tenía sentido seguir sufriendo, me dijo Soledad. Ella, como todos los miembros de la familia, de algún modo había llegado a hacer las paces con lo inevitable de la peste, y cada nueva desaparición no era una razón para mortificarse, sino un recordatorio de lo poco que nos quedaba en esta vida y de cuánto había que aprovecharla. Era una lógica tan llena de valentía que me sobrepasaba completamente. “Me gusta pensar,” me dijo en las sombras la primera en que dormimos juntos, “que todos los que ya se han ido están en otra parte, nos están esperando. Y que el día que lleguemos nos van a recibir riéndose de cómo alguna vez tuvimos tanto miedo.” Iba a decirle que era normal que uno se inventara cualquier cuento para dormir tranquilo, pero antes me plantó un beso en los labios y se dio media vuelta, diciendo hasta mañana. Me quedé mudo en la oscuridad.
Me dejé llevar. No mucho después me encontré sentado en un banco junto a la Casa Histórica, escribiendo cosas a las que nunca dediqué tiempo en un cuaderno en blanco sobre mis piernas cruzadas, a la sombra de la frondosidad de un árbol, rodeado de gente que había llegado a querer de un modo muy especial y que seguía con lo suyo como si la vida no se hubiera jamás detenido. El cielo era tan prístino que podían verse bandadas de pájaros a cientos de kilómetros de altura surcarlo de lado a lado. El aire era fresco y puro, sin ese olor a humo de la ciudad, y el sol brillaba sin abrasar, tibiamente, como si supiera que brillaba para los últimos habitantes esta tierra y no quisiera molestarlos. No sabía qué hora era, ni qué día era, ni cuánto tiempo había pasado desde el encierro, ya tan lejano que yo hubiera dicho un siglo. Y entonces Soledad apareció por una esquina, me miró y sonrió, y sentí cómo la felicidad, la inmensa felicidad, me sacudía todo el cuerpo, y mirando a las ramas del árbol tan hermoso bajo el cual me sentaba agradecí en voz baja estar ahí y en ese momento y en ninguna otra parte, y no pude evitar que me rodara una lágrima por la mejilla al darme cuenta en dónde había estado y dónde me encontraba ahora, y cuando Soledad me tomó de la mano y me llevó a caminar por la ciudad fantasma como hacíamos todas las tardes tuve también miedo, porque sabía que una situación como esta, un momento como este, en que la felicidad ya no cabe en el cuerpo y se desborda por los ojos y las orejas y la boca y las narices y las hendiduras de las uñas e invade todo y se refleja en todas partes como cuando un rayo de sol entra a un cuarto lleno de espejos, un momento así no podía durar para siempre.
Yo y Soledad creamos nuestro pequeño cosmos. Tomamos un cuarto nuevo en el edificio donde dormía la familia, y lo convertimos en nuestro refugio personal, nuestra guarida de confidencias. Las mañanas desayunábamos juntos, y ella se iba a leer a alguna parte y yo me quedaba con la familia ayudando en lo que hiciera falta. Después de la hora del almuerzo me sentaba a escribir y al rato ella venía a buscarme y nos íbamos a patear el asfalto, siempre a un lugar diferente, y nos tirábamos en el medio de alguna calle sombreada y hablábamos de sueños y deseos, de miedos, de ideas. A veces dormíamos, otras simplemente nos sentábamos en silencio a escuchar los pájaros, y hacíamos mucho el amor, ya fuere ahí mismo sobre el polvo del asfalto abandonado, o dentro de algún local, o sobre el capot de un auto si el sol no lo había calentado demasiado, o en medio de la calle como dos exhibicionistas desesperados, o en cualquier otro lugar en donde nos sorprendiera el deseo, acostados, sentados, de pie o como nos pintara el humor y nos diera la flexibilidad del cuerpo, y todo siempre terminaba en risas, chistes, miradas cómplices. Y luego volvíamos despacio hasta el Paseo de la Independencia, jugueteando entre los restos de la civilización, cantando a viva voz para el eco de las calles vacías, fundiéndonos de vez en cuando en abrazos llenos de calor, y pasábamos el resto de la tarde con la familia entre mates y charla, y finalmente nos dormíamos en nuestro pequeño búnker sabiendo que todo volvería a empezar, y nos decíamos con solo mirarnos que ninguno de los dos hubiera querido esperar la evaporación de ninguna otra forma.
Y el tiempo pasó sin que me diera cuenta, en una realidad que era un eterno presente, y llegué incluso a veces a cuestionarme si no habría yo ya desaparecido hacía rato y esto no era sino la especie de paraíso al que llegábamos los evaporados que lo habíamos pasado lo suficientemente mal en vida tangible. Pero cada nueva desaparición era un recordatorio de la verdad – la familia de a poco iba achicándose, reduciéndose, silenciándose. Nuestro pequeño edén iba deteriorándose sin que pudiéramos hacer nada, sumiéndonos en una desesperación muda que se nutría de cada nueva puesta de sol. Y un día, cuando las hojas de los árboles volvían de a poco a tomar color, el tiempo era más fresco y los días se acortaban, nos despertamos yo y Soledad para darnos cuenta que éramos las últimas dos personas que quedaban.
VII
Los primeros días del otoño los anticipé como los últimos de esa aventura. Nos pasábamos todo el día juntos, sabiendo que el afecto que nos guardábamos había quedado irreversiblemente manchado por el miedo a ser los próximos. Hacíamos lo posible para olvidarlo. Inventábamos historias, con más creatividad y avidez que antes, sobre lo que le pasaba a los evaporados, y lográbamos sobrellevar la situación, darnos una endeble sensación de seguridad que se disolvía completamente el caer la noche. Nos decíamos hasta mañana simulando que estaba todo en orden, y dormíamos fuertemente abrazados, en un intento infantil y desesperado de vencer a la tenebrosa fuerza de la peste.
Me levanté, medio dormido, una madrugada, con las piernas congeladas. Había refrescado mucho durante la noche y el calor de nuestra guarida se había fugado por la ventana. La cerré y me froté las piernas, pensando de nuevo en ese sueño tan importante que acababa de escapárseme entre los párpados por enésima vez. Y de pronto me di cuenta, como si me hubieran dado un baldazo de agua fría, que mis brazos dormidos solo habían estado abrazando aire. Me arrodillé junto a la cama, y solo atiné a contemplar el espacio vacío. Afuera el cielo estaba de un gris implacable, y soplaba un viento que auguraba tormenta.
Comí algo, me abrigué debidamente, y salí a la calle. Me fui hasta Plaza Independencia, caminando lento, y me senté en un banco a dejarme seducir por el viento y contemplar el ocaso del mundo. Soledad estaba en un lugar mejor, pensé. Habíamos anticipado tanto este momento que ahora que estaba acá ya no podía sentir otra cosa que no fuera resignación. La profecía se cumplía sin sorpresas ni sobresaltos. Resoplé, desilusionado.
No tardé en darme cuenta que lo que hacía realmente ahí, bajo ese cielo de plomo, era esperar yo también desaparecer. Pensé que lo peor que podía pasarme de ahora en más era que mi permanencia en esta vida palpable se alargara. La sola idea me agotaba. No sabía qué haría con tanto tiempo en mis manos, no sabía cómo pasaría el tiempo sin Soledad. No podía volver a estar solo. Un escalofrío me recorrió la espalda. Me levanté de un salto, y volví a la guarida mientras caían las primeras gotas de lluvia.
Me senté de su borde de la cama, sintiendo la lluvia tronar contra los techos de chapa de la ciudad. La realidad había perdido color. No me sentía una persona, sino más bien un ente que había sido parcialmente vaciado, estaba suspendido en el aire como una partícula de polvo a la deriva. Sin saber por qué me puse a revolver la mesa de luz de Soledad. Había un montón de papeles ilegibles, y pequeñas cosas que ella recogía y guardaba como amuletos. Entré al baño, prendí la luz, y me lavé la cara. Me miré al espejo y era como mirar a un tipo extraño, a un desconocido. Cuando me dispuse a salir, pateé sin querer el papelero, y su contenido salió despedido en dirección a la puerta.
Entonces lo vi. Una pieza de plástico blanco, alargada, que parecía un termómetro. Lo tomé. El signo positivo parecía tener brillo propio. Tardé unos segundos en darme cuenta, y luego, la mano sobre la boca, me senté de su lado de la cama, y rompí en llanto, lloré como nunca había jamás llorado.
Deseé con todas mis fuerzas que hubiéramos estado en otra parte, que las cosas hubieran sido distintas. Quizás, antes, si me la hubiera cruzado en el colectivo, o en el trabajo, o en una fiesta con amigos, o en cualquier otra parte, quizá hoy mi pasado habría sido distinto. Quizá hubiéramos formado una familia, hubiéramos tenido proyectos, hubiéramos hecho algo más que sólo esperar a que la inmunda peste se llevara todo. Supe que había comenzado a extrañarla antes que desapareciera, que había aprendido hacía tiempo que cuando una persona se esfuma para siempre se van consigo también su sonrisa y su mirada, sus gestos y su forma de hablar, sus manías y sus sueños, sus miedos y su coraje, todos sus mundos imaginarios y las lecciones que le quedan por dar, y toda su potencialidad y todo su futuro, se liquida todo lo que puede ser, y sólo quedan un puñado de memorias estancadas en el tiempo, una vida muerta que no puede ser más de lo que ya es y que al cabo de un tiempo será olvidada para siempre, inconclusa. Pero el destino, el curso de las cosas, sigue un capricho que no hace sino burlarse de todos y de todo y hacernos danzar siempre a un ritmo que casi nunca nos queda bien. Me tiré ahí mismo, ahogándome en mi miseria, tomé su almohada, empapada en su perfume, y la abracé como si se tratara de ella hasta que el llanto drenó todas mis fuerzas.
Y de esto han pasado ya varios días.
Voy al banco de la plaza siempre, a ese sitio donde la vi por primera vez. Hace frío, así que me llevo un buzo y una chaqueta, y a veces una bufanda. Me siento y tomo el cuaderno y me pongo a escribir, y cada tanto dejo el cuaderno de lado y simplemente observo esa ciudad que no está vacía de gente solamente porque acá estoy yo. Reflexiono. Pienso en mi vida pasada, en los estragos de la peste, en mi familia y amigos, en Soledad, en Leonor. Pienso en qué hubiera pasado si se hubieran conocido, y esto me hace reír un poco. No se habrían caído bien. Me digo todo lo que podría haber sido distinto, y se me ocurre que las personas no somos sino hojas a la deriva, arrastradas por un viento que rara vez las lleva donde quieren. La vida no es sino una eterna sinusoide en la que se alternan la dicha y el duelo, la paz y la guerra, la salud y la peste. No tenemos otra alternativa que aprender a lidiar sus caprichosas oscilaciones y hacer lo mejor posible con lo que nos toca
Ayer mientras el viento soplaba y me disponía a volver vi entrar por una de las esquinas una gran bestia. Pensé con toda calma en un primer momento que las alucinaciones habían regresado, hasta que el animal se me acercó sin pudor, y comenzó a olfatearme las puntas de los pies. Era un felino enorme, supongo que un puma, con pelaje pardo y dos ojos color ámbar que me paralizaron en mi sitio. Me enseñó los colmillos y siguió su camino, dándome a entender que este nuevo mundo le pertenecía y que no estaba dispuesto a negociar ni una miga. De pronto todo lo que tuve en la cabeza era la imagen de todas las calles, avenidas, bulevares, y plazas del mundo siendo invadidas por la el salvajismo libre y primitivo que habían mantenido alejado durante siglos. Primero fueron las plantas, ahora eran los animales. Comprendí que todo continuaba, aún sin las personas, y se me ocurrió vagamente que quizá algún día todos los desaparecidos se materializarán de nuevo, con la misma espontaneidad y carencia de explicaciones con que se habían evaporado.
Fue entonces que decidí escribir este texto, para que si alguna vez alguien vuelve del vapor, pueda encontrarlas y saber cómo fue todo, y quizá hacer algo para evitar que pase de nuevo. Y para decirle a Soledad que agradezco no haber abierto la boca esa primera noche, no haber pecado de cínico y perverso, porque hoy yo lo creo. Creo en que decirnos lo que hace falta, creernos nuestras propias historias con tal de no bajar los brazos, es una forma de seguir adelante, una forma de valientes, bien a tu estilo. La fachada de la catedral no me seduce ni los fantasmas me persiguen, porque en mi ser solo cabe la esperanza de encontrarte al otro lado del vapor, esperándome con tu sonrisa burlona para ir a caminar y de nuevo tirarnos a matar el tiempo en algún lugar fresco y sombreado.
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