Tumgik
#no recuerdo si habíamos hecho algo con aspen
ochoislas · 3 years
Text
Tumblr media
El tren llegó a la estación de Akame. La explanada estaba anegada con los claroscuros del mediodía. Teníamos hambre, pero el autobús ya estaba esperando. Éramos pocos pasajeros. Una mujer con sombrilla estaba plantada, inmóvil, en un extremo de la explanada. Me volví hacia Aya-chan: miraba fijo hacia delante. Me sobresaltó su mirada; percibía yo algo anormal en ella. La alegría que mostraba antes en el tren había desaparecido por completo. Delante de nosotros no había nadie en la calle; la luz veraniega caía en un calmo trecho de terreno. Aquella actitud de Aya-chan me decía que seguramente estaba mirando a la muerte a los ojos. Otra vez apareció la mujer de la sombrilla y justo entonces el autobús arrancó.
En unos veinte minutos llegamos a una instalación llamada Parador de Akame. Era un lugar de aspecto agobiante en medio de bosques anodinos. Nos bebimos unas botellas de cerveza esperando nuestros tazones de arroz con cerdo frito. Aya-chan ya no reparaba en nada a su alrededor desde que subimos al autobús. Tampoco en mí, sino que miraba siempre al frente, como si avizorara algo más allá. La cerveza parecía no saber a nada. Yo barruntaba que aquélla sería la última vez que probaríamos la comida o la bebida, pero aún así no tenía apetito.
Según mi reloj eran casi las tres de la tarde. Me daba la impresión de que las agujas se habían ralentizado. Yo sentía todo el tiempo la necesidad de decir algo, pero no sabía qué.
Tras apurar la cerveza Aya-chan me dijo en voz baja: «No creo que seas capaz de hacerlo».
La miré sorprendido. Ella eludió mi mirada. Llegó la comida, pero tampoco tenía sabor. Habíamos llegado a Akame errando en el vacío, sin saber cómo. Pero el hecho de haberlo logrado no me causaba ninguna maravilla. Había sido sólo cuestión de azar... o quizá de cualquier otra cuestión que estaba madura. Sin duda yo había acabado allí atrapado en su empuje y llevado en volandas.
Aya-chan comía en silencio su arroz con cerdo. No entendía por qué había dicho que no me creía capaz. ¿Qué le pasaba por la mente? Sentía que mi cabeza se enfriaba otra vez. No me pude comer ni la mitad del plato. Ella alcanzó con sus palillos los encurtidos que me había dejado. Después iríamos a ver las cascadas... ¿y luego qué?
Aya-chan pagó la cuenta del parador. Salvo el desayuno en el restaurante junto a la estación de Tennōji el día anterior, ella lo había pagado todo. Según el mapa turístico de los Cuarenta y Ocho Saltos que nos habían dado en el restaurante, las cascadas  —que en total no eran más que veinte— quedaban por lo visto a una buena distancia montaña arriba.
Subimos bordeando el arroyo. Siempre había a la vista al menos una docena de personas, delante y detrás. Algunos habían llevado a los niños. La sierra estaba vestida de una espesa capa verde de follaje estival, que parecía rizarse con la brisa. El sendero era húmedo y sombrío bajo la arboleda de cedros, hayas, arces, olmos y abetos. Después del calor urbano de Osaka, el aire resultaba refrescante, casi frío. Las cigarras hacían un chirrido metálico.
Al cabo de un rato caminando apareció una pequeña cascada. Se llamaba Salto del Ermitaño. Luego vino el Salto de la Santa Sierpe a la izquierda. Por el nombre supuse que tenía relación con alguna leyenda, quizá la de la Princesa Sierpe Blanca. Al cruzar el puente descubrimos el Salto de Fudō, el guardián de rostro azul de los templos budistas. Aquél era más grande y detrás tenía un tajo de piedra, recto como un enorme biombo.
El arroyo se llamaba Jōroku. Tendría cuatro metros de ancho. Nos unimos a otros que miraban una honda poza y vimos un espeso cardumen de pececillos azules en el agua clara. Se sucedían los rabiones y las rocas curiosas: Cascada de la Doncella, la Laja de Ocho Esteras, el Salto de la Diosa de Mil Brazos. Las cascadas salvaban los desniveles del lecho rocoso en el correntoso cauce del arroyo. El Salto de la Diosa de Mil Brazos era muy bello. Una mariposa negra revoloteaba sobre el agua. Yo quería llegar cuanto antes adonde no hubiera gente. Fuera lo que fuera lo que tenía que pasar, me hacía sentir más tranquilo llegar lo antes posible a un sitio donde estuviéramos solos. Pero era Aya-chan la que se adelantaba a buen paso. Caminaba sin parar, sin decir esta boca es mía. Parece que sabía exactamente dónde quería morir.
Por fin se paró. Metió la mano en el agua, sacó una piedra y la volvió a tirar. Vi el agua ondear sobre las rocas del fondo; los peces desaparecieron.
—¿Es bonito aquí, no te parece?
—Si... —la misma tibieza de mi asentimiento me impacientó.
—Mi hermano iba a venir aquí de excursión cuando estaba en primaria, pero no teníamos dinero, así que mamá fingió estar enferma para que se resignara. Le dijo que le dijera al maestro que no podía ir porque tenía que cuidar de su madre enferma. Pasó todo el día de morros. Mucho después, cuando de verdad estaba mala y se iba a morir, me dijo que era su castigo por no haber sido justa con Jong-nyeong —el estrépito de las cataratas pareció arreciar en mis oídos—. Pero ese mismo día fui yo la que fue de excursión con la escuela. Fuimos al monte Kabuto, cerca de Takarazuka. Y ahora aquí estoy contigo... me acordé de la fallida excursión de mi hermano cuando nos subimos al autobús. ¿Cómo duelen los recuerdos, no? Como si hubiera un gran boquete en algún sitio.
—¿No tienes otro tipo de recuerdos?
—Esto es bonito, pero aunque él estuviera aquí hoy, no sería feliz. No podría serlo a no ser que pudiera volver a estar en quinto grado. ¿Ya no se puede hacer nada, no? Si cogió el dinero era porque quería una vida mejor.
—Si ya, pero...
—Así que aquí estoy, donde mi hermano nunca pudo estar. Pero no pensaba en él cuando vi el cartel en la estación. No me acordaba de nada. Después de todo yo entonces estaba en primero. Pero fue subirme al autobús y me vino de golpe lo que dijo mamá. Me alegro de haber venido aquí contigo hoy.
—No me digas... —pareció que quería decir algo más pero se detuvo. Me pregunté si aquello de «no creo que seas capaz» quería decir que yo la había decepcionado en algo.
Un poco más adelante salimos a una magnífica catarata llamada del Paño Tendido. Y eso parecía: una larga banda de lienzo desenvolviéndose desde lo alto. Caía unos treinta metros y se chapuzaba lisamente en una poza verdiazul. Se encontraba en un umbrío vericueto de la montaña; el arroyo se remansaba allí, arremolinándose, profundo y oscuro, sin que se viera el fondo. Había trechos así de correntosos y hondos en mi pueblo. Mi abuela decía que debajo del agua había una gruta donde vivía una princesa tejiendo en su telar.
Inmediatamente después había un hondo restaño llamado la Balsa del Dragón. El agua se precipitaba de allí directo al Salto del Paño Tendido. Me pareció el sitio perfecto para quien tiene pensado suicidarse. El agua corría como un raudal entre las peñas. Si resbalabas allí hasta la poza al pie del salto tenías que partirte por fuerza la cabeza contra las rocas.
Puede que Aya-chan me leyera el pensamiento; ella también miraba embebida el profundo pozo. Pero claro, no era el momento. Venía gente bajando de la montaña. Llevábamos ya caminando casi una hora.
Seguí adelante, sin vacilar. Ella podría haber perdido su confianza en mí, pero que me aspen si pensaba yo dejarla morir sola. Estaba resuelto a morir. La sangre de mis venas era gélida, y aún parecía a punto de romper a hervir.
Pero por otra parte si ella ya no confiaba en mí, morir a su lado ya no tenía sentido. De hecho, da igual cómo lo hagas: morir no tiene mayor objeto que vivir; al fin y al cabo la vida no es más que un guiño de luz en la tiniebla. Las cascadas se sucedían, cada cual más pasmosamente bella, con nombres pintorescos, románticos y dramáticos. Un hombre desnudo se bañaba en el roción de una de ellas. Las sombras de la avanzada tarde reptaban ya por los vericuetos de la montaña.
Llegamos a un paraje llamado Cancho de las Cien Esteras. Encima de la enorme laja había una casa de té. Una colorida banderola anunciaba granizadas de sabores. Había tres mujeres bebiendo refrescos. El piso de roca formaba un saledizo hasta la orilla del arroyo. Me volví a Aya-chan con idea de preguntarle si quería descansar un rato, pero enseguida me contuve. Ella no se paró y yo la seguí sin decir nada. Junto al camino había unas florecillas moradas.
Otras seis cascadas fueron apareciendo una tras otra hasta que alcanzamos la llamada Salto de la Yugueta, que era de extraordinaria belleza. Como decía su nombre, estaba partido en dos por un gran cancho plantado en medio del curso. Aya-chan se quedó allí contemplándolo en silencio.
Un poco más allá había un salto menor, escalonado como una tarima para colocar las muñecas del Día de las Muchachas. Ya no teníamos nada que decir. Cuando el sol empezó a hundirse tras la montaña la gente que bajaba por el camino fue menguando. El tiempo parecía acuciarnos.
Serían ya más de las cinco cuando llegamos al Salto del Laúd. No se veía a nadie. Aya-chan que iba delante, se paró de repente y volviéndose me miró: —Mira. Yo ya me harté.
—¿Qué? —La miré a los ojos. Con la fresca del atardecer en la sierra el blanco de sus ojos lucía casi azulado.
—No te puedo matar —me quedé sin habla. Ella se mordió el labio— Había pensado que me gustaría morir contigo. De verdad que sí. Me puse tan contenta cuando te vi esperándome en la estación... —el estruendo de la catarata me tapaba los oídos— pero ahora que he llegado hasta aquí contigo, me doy por satisfecha. No te puedo matar. Arrastrarte conmigo. Lo pensé cuando te vi esperándome en la estación. En ese momento me quité un peso de encima. No quiero ser la carta que saques para ir a la quiebra. Quiero que ganes. Verte ganar con la mejor mano que lleves. Hoy es veinte de agosto. Hoy cumple el plazo. Para salvar la vida a mi hermano tendría que estar ahora mismo en Hakata entregándome, pero no importa. Lo van a matar igual.
Se me hizo un nudo en la garganta. Aya-chan y yo habíamos ido allí aquel día y por tal motivo Sanada iba a morir. No, probablemente Aya-chan sólo había ido porque me encontró esperando en la estación de Tennōji. Por lo que decía, de no ser así no habría ido sola.
—Ahora tengo que volver a Osaka —yo acezaba—. Me sabe mal, lo siento. Pero también estoy feliz, la verdad. Tengo que volver. ¿Viste que te tuve esperando esta mañana? Era porque no lo tenía todo arreglado. Les dije que tú me estabas esperando y que luego volvería.
—Entiendo... —el rugido de la catarata me ensordecía. Caía en una especie de piscina rocosa al aire libre, cercada por cantiles. Debió de ir a la oficina que frecuentaban Teramori y sus compinches. [...]
Todavía era verano, pero finales de agosto, y al ocultarse el sol las sombras de la noche cerraron aprisa. Me arrimé más a Aya-chan. Quise abrazarla, pero ella soltó una risita, esquivándome, y siguió caminado montaña abajo mientras yo no le quitaba los ojos desde atrás.
Para cuando llegamos de nuevo a la Balsa del Dragón casi era noche cerrada. Aya-chan se detuvo. Escrutó la hondura del torrente. Las aguas eran correntosas y negras. Ya no había un alma allí. Me miró.
—Abrázame otra vez.
No supe qué responder. Mientras se acercaba yo temí por un instante que pudiera lanzarse al agua abrazada a mí. Me estrechó fuertemente entre sus brazos. Así bajamos trastabillando por el sendero; perdí uno de mis zuecos. La catarata rebramaba en mi cabeza.
Kurumatani Chōkitsu
11 notes · View notes