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Hubo un tiempo en que las personas guardaban sus recuerdos en pequeñas cajas de madera bajo la cama. Los domingos por la tarde los sacaban al sol, los limpiaban del polvo con un pañuelo, les daban cuerda como a juguetes antiguos.
Yo tengo una caja así. Contiene tu voz pronunciando mi nombre aquel mediodía de julio.

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Como si supieras
Yo no te digo nada
porque quizá el decir
rompa el hechizo del recuerdo
porque a veces las palabras
se tropiezan con los sentimientos
y terminan diciendo lo contrario.
yo te espero
sin pancartas, sin reloj, sin ruido
como esperan los bancos en la plaza
como esperan los árboles
que llegue el viento.
te espero en las redes
esos nuevos cafés de siglo
donde uno da “like” en lugar de beso
y ve pasar tu vida
como quien mira llover tras la ventana.
y no, no es triste
es solo otra forma de amar
otro idioma
otro silencio
otra paciencia.
si alguna vez sientes
que alguien piensa en vos
como si fueras la última canción de un concierto
bueno… ese soy yo
sin decirte ven
pero sin dejar de estar.

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Los huesos del silencio
Amanece con café frío en la mesa
y en mis costillas crece un zoológico de ecos:
voces que mastican recuerdos,
uñas largas rascando el yeso de las paredes.
Tú duermes.
Tu respiración es un río sin nombre,
pero yo escucho a los perros del tiempo
ladrar detrás de las puertas que dejé entreabiertas:
la del sótano donde he guardado mi tristeza,
la del ático lleno de espectros olvidados en baules.
Dicen que los fantasmas solo necesitan una rendija
para colarse como humo en los pulmones.
Yo les doy llaves, les sirvo vino agrio en tazas sucias,
y ellos me enseñan álbumes de heridas que ya no sangran.
Pero tu mano en mi espalda al mediodía,
cuando el sol derrite la cera de las horas muertas,
me recuerda que hay cerraduras
que no deben temblar.
Aprieto los dientes, clavo tablones sobre sombras,
mientras tú me hablas de semillas y de sábanas limpias.
En tus pupilas hay un mapa sin fronteras,
una brújula que señala el centro exacto
donde el ruido se convierte en ceniza.
Aún titubeo.
Mis uñas llevan astillas de puertas viejas,
pero tu risa es un martillo
golpeando clavos en el aire.
Tal vez mañana aprenda
a construir con los escombros
un umbral sin bisagras.
Solo un marco desnudo
donde tus pies descalzos
dibujen la única contraseña
que los espectros no puedan deletrear.
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Un pueblo lejano
Uno camina, respira, sobrevive… y un día, sin previo aviso, se da cuenta de que ha dejado atrás al niño que miraba el mundo con asombro.
No hay aviso, no hay despedida. Solo una niebla tenue cubriendo los recuerdos.
El tiempo, ese animal que no se domestica, se lo ha llevado todo: los gritos que rebotaban en las calles de tierra, las carcajadas que nacían sin motivo, el calor del sol en los párpados cerrados mientras se soñaba despierto.

Hoy, todo pesa más. Hasta los silencios.
Las palabras se miden. Las miradas se esconden. La sencillez se ha vuelto un lujo.
Uno piensa: ¿Dónde quedó aquel niño que corría sin destino, sin miedo, sin reloj?
Tal vez aún habita en alguna esquina olvidada del pecho, esperando una señal, una bicicleta oxidada, una mesa de billar con la tiza intacta y el eco de una charla que no se ha terminado.
Pero las bicicletas ya no crujen igual, y los pueblos que habito son otros.
O quizás los distintos somos nosotros.
Hay días en que el alma se llena de una nostalgia sin forma, como si recordara algo que no vivió, o como si extrañara un hogar que ya no existe.
Y uno sigue.
Con la misma fragilidad de un poema arrugado en el fondo del bolsillo.
Con la certeza muda de que todo se va, todo se esfuma.
Y aún así…
quisiéramos una tarde más.
Una sola.
Donde el tiempo se detenga.
Donde la risa no sea un eco, sino un incendio.
Y la vida, por un instante, no duela.
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La quietud de los instantes perdidos
Hay días que se disuelven como niebla al sol, y sin embargo, dejan una humedad persistente en la memoria. Uno camina por ellos sin notarlo del todo, hasta que vuelven, años después, en una ráfaga de perfume, en un acorde lejano, en la pausa inexplicable entre una palabra y otra. Son instantes aparentemente sencillos, anodinos incluso, pero cargados de una densidad extraña, como si el tiempo, al pasar, hubiera decidido dejar una parte de sí mismo allí.

Últimamente, he pensado mucho en el tiempo. En cómo se escapa, cómo se dobla sobre sí mismo, cómo nos arrastra sin permiso. Hay una extraña contradicción en vivir: mientras más cosas hacemos, menos parece que vivimos. El día se llena de tareas, de compromisos, de listas que no se acaban, y sin embargo, al anochecer, queda una especie de vacío. Como si algo esencial se nos hubiera escapado en medio del esfuerzo.
He intentado estar en todas partes: en el trabajo, en los libros, en los afectos. Pero el alma no se estira tanto. Algo se rompe, algo se diluye. Y en medio de todo eso, aparece la nostalgia, ese huésped silencioso que no pide entrada. Recuerdo entonces otros tiempos, no necesariamente mejores, pero más livianos. Días donde el reloj parecía tener menos filo. Donde el mundo no pesaba tanto sobre los hombros. Tal vez es una ilusión, como todas las nostalgias. Pero qué dulce es, y qué cruel.
Lo efímero me fascina y me hiere. Saber que todo esto que vivo hoy —las pequeñas rutinas, las conversaciones apresuradas, las miradas breves— un día será solo una imagen borrosa en el retrovisor. Que este cansancio también pasará, como pasan las estaciones, y que entonces miraré atrás con ternura, incluso por estos días confusos y agotadores. Porque el tiempo tiene esa ironía: lo que hoy pesa, mañana se extraña.
Me aferro a lo que puedo: a una sonrisa furtiva, al saludo de un amigo, al sabor de un café compartido en silencio. Pequeños cristales de belleza que intento no dejar caer. Porque sé que vendrán días donde ya no estarán. Y entonces recordaré. Y en el recuerdo, tal vez, todo tendrá sentido.
Tal vez, vivir consiste en eso: en fallar con dulzura. En no alcanzar del todo, pero seguir buscando. En sostener, con manos temblorosas, un mundo que nunca se detiene, que nunca espera. En escribir palabras que no atrapan nada, pero que al menos intentan rozar la hondura de lo vivido.
Porque al final, todo pasa. Todo cambia. Y sin embargo, algo en nosotros permanece, como una brasa suave, como un eco que no se extingue. La vida sigue, sí, pero los momentos… los momentos se quedan. Aunque sea solo en nosotros.
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Hay instantes que se quedan atrapados en la memoria, como fotografías revelada en papel inmune all tiempo y el moho, donde los colores aún brillan con la calidez de lo irrepetible. Recuerdos que no se desvanecen, que permanecen anclados en algún rincón del alma, listos para emerger con una fragancia, una melodía o la textura de una caricia en una tarde cualquiera.
Hubo un día, una tarde tal vez, donde el viento traía consigo un murmullo de hojas secas y conversaciones que nunca se grabaron en palabras, pero que se sintieron en la piel. En esa franja entre el sol y la noche, el mundo pareció detenerse. Recuerdo haber estado allí, sentado junto a alguien cuya voz aún resuena en la distancia. Recuerdo cómo la risa se deslizaba entre nosotros, ligera, como si el tiempo no tuviera prisa por separarnos. Fue un instante efímero, pero pleno. Y ahora, con los años entre nosotros, con el océano de lo que fuimos y lo que somos de por medio, sé que aquel momento fue un destello de eternidad.
A veces me pregunto si también lo recuerda, si alguna brisa tibia le trae de vuelta esa misma imagen: el sonido de las olas estrellándose contra la orilla, la sombra alargada de dos figuras que aún creían que el tiempo no les haría mella. Quizá lo haya olvidado, quizá nunca lo sintió como yo, pero para mí sigue ahí, suspendido en el aire dorado de aquella tarde.
Hay recuerdos que duelen, no porque sean amargos, sino porque fueron demasiado hermosos. No porque los hayamos perdido, sino porque nos recuerdan lo vivos que estábamos cuando ocurrieron. Y uno se aferra a ellos con ternura, sin saber que se sostiene un puñado de arena, que inevitablemente se escurre entre los dedos.
Quizá la vida sea eso: instantes sueltos que flotan en el tiempo, esperando a que los revivamos. Y yo, de tanto en tanto, vuelvo a ese atardecer, vuelvo a esa risa, vuelvo a esa sombra compartida. Y aunque todo haya cambiado, aunque el mundo haya seguido girando, en algún rincón de la memoria, ese momento sigue ahí. Intacto. Infinito.
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