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̸̀͡ ̵͞ ͘ ̶̨ ̴̵͟  ̵̀N̷͡ada̸͜͝ ̶͞ ̀ ̵͘͠ ͠ ̕͜ ̸

La lluvia golpeaba el parabrisas, incesante, imperturbable. Llenaban el silencio alrededor del hombre sentado en el asiento del conductor, pero no lograban acallar su cabeza, saturada por el sonido de sus propios pensamientos. Su rostro, vagamente iluminado por la luz de vapor de sodio sobre su automóvil, no reflejaba expresión alguna, pues no había consenso en su mente. No reconciliaba su propia imagen de sí con las proyecciones que los demás tenían de él; se retorcía y gritaba, bañándose en su propia agonía, mientras el conflicto arrancaba de cuajo cada preconcepción de su ser. Aunque el techo de aluminio lo cubría de la tormenta, no podía evitar sentir el escalofrío al darse cuenta de que todo este tiempo había estado equivocado, y a su vez, en lo correcto; sus palabras tuvieron un sentido que, empezó a ver, carecían; y sin embargo, eran sólidas, correctas, de acuerdo a la norma. Ahora, cuando todo había sido arrojado dentro de su propio océano, donde formas indescriptibles se enzarzaban en una orgía que manchaba las aguas de negra tinta, ya no quedaban palabras en las que creer. Había sido abandonado de todo amparo, bajo la indiferente luz de estrellas que él jamás podría tocar. Vivir bajo el refugio de las mentiras, que fueron tan ciertas como la verdad, es una experiencia tan lejana como aquellos distantes fulgores, e infinitamente mayores; dentro de él, todo lo inocente y lo puro ha sido mancillado y violado en maneras brutales y dantescas. Pero una vez que toda vida sucumbió en sus mares, cuando la sangre del color del ébano fue desparramada por los interiores de su cráneo, cuando finalmente ha cedido paso a la locura, es cuando más convencido se puede estar de la más cierta mentira dentro de las verdades. En la oscuridad de la noche, un hombre renace luego de haber asesinado su propia muerte. No es libertad lo que ha obtenido, sólo lucidez; se ha convencido finalmente de lo falso de la verdad, ha aceptado su existencia a la intemperie, ha dejado entrar a la insanidad en una relación simbiótica que sólo puede llevar a una oscura desesperación; la tempestad baña al hombre, agua que bautizó a aquel que ha nacido de la muerte de sí mismo.

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Refugio

Castillos del cielo, almas errantes cuyos movimientos se ocultan de aquel arrastrado por las mareas del orden y del tiempo, yo deposito mis esperanzas suavemente sobre su noble existencia. Lienzo del mundo, arte divino es lo que se aprecia en sus pinceladas de agua y hielo. La pureza de la contemplación imbuida en sus esencias, yo admiro a aquellos que se alzan sobre la última frontera, en contraste con el infinito vacío que nos espera. Brillan por su presencia y por su ausencia, antes y después de la tormenta, sabios guardianes informes hechos de la sangre del planeta. Y así, ni más cerca ni más lejos yo me alejo, privándome de su belleza sin sufrir, pues sé que siempre estarán allí, velando por nosotros, los minúsculos soñadores.

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Realidades

Escuchamos un sonido, increíble, fantástico. El tintineo onírico de las campanillas proviene de todos lados, encontrando un hogar en tu cabeza. Avatar de ilusiones, ojos que ven más allá, dudás de tus sentidos. En un mundo donde lo surreal se ha vuelto una reproducción voltáica, la magia perdió el sentido, tu hermenéutica es una más; no importa lo que te digas, siempre va a ser lo que te dicen, porque no pueden ver lo que vos oís, no escuchan lo que vos soñás, no sienten lo que vos sufrís. Un día es una anomalía, al otro una regularidad. Tu respiración se vuelve un milagro, sumergido en océanos inconmensurables; tus lágrimas se pierden en lo salado de los sueños abandonados. Y paulatinamente caés hasta el fondo, la frontera final, olvidado vos también, siendo uno con tus defectuosos sentidos. Demasiado fiel a vos mismo, demasiado ingenuo para darte cuenta. Pero no me importa, yo ya no te entiendo. Soy libre. Finalmente, soy yo.

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Hija del Sol

Bienaventurado sea el verano, adiós bella dama de resplandeciente sonrisa. Cuando tus últimos rayos se desvanezcan en el horizonte, la bruma cubrirá las almas de los hombres como un suave y triste velo invernal. Con el vacío que deja una despedida, el otoño se arropa y me observa con una apagada mirada llena de empatía. «Lo sé», lo entiendo decir, «cuando el sol baja la noche reclama el plano mortal, pero ahora todo lo que queda no es más que un gris alba, un etéreo limbo de nostalgia». Dentro de sus pupilas se matiza el punto final de sus palabras: que no hay nada que pueda traerla de vuelta, sólo el fluir del tiempo. Impotentes, los hombres sienten que el cálido recuerdo se enfría en sus corazones, por mucho que decidan aferrarse a los tenues retazos de lo que alguna vez fue. Y estos hombres, ahora débiles, pero que conservan su esperanza, se arrastran entre rutinas, esperando con una irremediable paciencia, el regreso de la hija del sol.

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Relicario

Como un soplo de suave brisa otoñal roza mi corazón, la nostalgia acude a mí con pasos ligeros, lentos; pasa a mi lado, jamás deteniéndose, a veces más cerca, a veces más lejos. Los recuerdos y los no tan recuerdos de lo que pudo haber sido y lo que fue, adornado con delicados portaretratos hechos de dulces memorias. La depuración de lo banal y la transición de lo verdaderamente valioso, aquel vacío que incluso llena más que cualquier otra cosa, que nubla de lágrimas la mirada de aquel melancólico relicario de recuerdos que gusta de vivir del pasado, nutriéndose del ayer, descuidando el presente. Los aletargados pasos de la efímera y volátil dama van inevitablemente alejándose, llevándose consigo todas las reliquias del tan triste relicario, quien no puede más que aceptarlo y seguir caminando ciegamente en la dirección opuesta, deseando con todas sus fuerzas volver a encontrarse con aquella inmaculada visión de su tan amado pasado.