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El amor no es la esencia de errores ni tropiezos, sino la forma en que dos personas eligen cuidarse en medio del caos. Hay amores imperfectos que son profundamente verdaderos, aunque no duren para siempre. El amor no siempre tiene que ser para toda la vida para haber valido la vida.

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Rosas rojas… sí, como su alma:

hermosa, libre, imposible de encerrar.

Ella, la razón del poema,

y del amor… el verbo amar.

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La vida sigue, y nada ni nadie se detiene. Ni por el dolor ni por el amor.

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No llevaba flores,

ni excusas, ni grandes frases.

Fuí a verla.

Nada más. Nada menos.

Y allí estaba ella,

como si también supiera

que lo poco a veces basta

para querer más.

Porque a veces,

aunque no se entienda del todo,

ningún reencuentro es coincidencia.

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Desde ese beso,

te llevo en el recuerdo

como se lleva el deseo:

suave,

persistente,

silencioso,

pero siempre ahí.

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Hace tanto que no me detenía a admirar a alguien de esta manera, esa sensación de que hay algo en su presencia que te atrapa sin esperarlo, como una corriente que te sumerge sin que puedas evitarlo.

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Mujer de mi vida, hoy he muerto en ti, y tú, ahora, eres solo una mujer.

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Siempre quise cambiar el mundo, pero al conocerte me di cuenta de que bastaba con cambiar el tuyo.

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Mi amor por ti perdurará más allá de toda una vida, pero ¿qué hacer cuando esa vida ya se ha ido?

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Pensé que ella se llevó mi corazón,

cuando el amor me arrastró hacia su fuego.

Cada latido era suyo,

y cada suspiro, su nombre en mi alma.

Pero el tiempo, como un curandero silencioso,

curó las grietas de mi pecho herido.

Ahora, al mirarme en el espejo, noto que ya no soy la misma,

y mi pecho, que alguna vez se sintió tan vacío,

late con fuerza, con ganas, como si se preparara para amar de nuevo.

Quizás nunca dejé de amar, solo me olvidé de mí misma.

Ella se llevó una parte de mí,

pero nunca me robó el todo.

Hoy, mi corazón late de nuevo

y se prepara para amar, sin miedo,

como si nunca hubiera dejado de soñar.

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Del amor al odio solo hay más amor.

-Elvira Sastre

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Sigues buceando en mi memoria,

como sombra que se desliza en el agua,

ya no con la misma furia, ni con la misma luz,

pero ahí sigues, persistente,

como un suspiro que se niega a desvanecerse.

El tiempo ha difuminado tus contornos,

pero en mis pensamientos,

a veces, surge un destello,

un destello que me dice que aún vives

en esos rincones donde el olvido no llega.

Ya no eres el faro que iluminaba mis días,

pero sigues siendo el susurro en la noche,

la imagen borrosa que aparece en mis sueños,

como un faro apagado que no se apaga del todo.

Tal vez siempre serás un eco,

una presencia que se disfraza de silencio,

un suspiro que nunca se olvida,

porque, al final, sigues ahí,

en la memoria, en el alma,

como un lazo invisible que nunca se rompe.

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A pesar de los tropiezos, de las caídas y el dolor, de mis palabras erradas y de sus silencios angustiantes, no fui la sombra que apagó su luz, no fui el eco que se llevó su paz en un suspiro, y aunque nuestras huellas quedaron marcadas en el tiempo, ella aún pudo encontrar el camino para abrir su alma, dejando atrás los miedos, las heridas, el miedo a sufrir.

Fue el respeto a su esencia lo que no la dañó, y en ese espacio de perdón, su corazón volvió a latir, esta vez, en los brazos de alguien más, pero siempre con el eco de nuestra historia, que aunque terminó, le dio alas para renacer.

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Las amapolas habían sido nuestra flor. Cada vez que las veía, algo dentro de ella se encendía, como si fueran un recordatorio de la belleza que existía en lo más sencillo, en lo que a veces uno no ve. Pero aquella tarde, cuando caminaba por el campo donde crecían, su mente no podía dejar de pensar en ti.

Te veía a ti, con tus ojos llenos de esperanza, esos ojos que siempre miraban hacia el futuro con la certeza de que el amor llegaría, que tú lograrías lo que te habías propuesto: que ambas se amarían de la manera en que lo soñabas. Tú veías las amapolas como un símbolo de su amor, de lo que un día podría ser. Te gustaba pensar que, como ellas, lo que había entre las dos podría crecer y florecer con el tiempo, que su color rojo sería testigo de su pasión, de sus momentos compartidos. Pero no era así.

Te adoraba, sí, pero el amor que tú esperabas no nacía en mi corazón. Yo te quería, te apreciaba profundamente, pero no podía ofrecerte el amor que deseabas. Cada vez que intentaba hacer que mi alma se alineara con la tuya, me encontraba vacía, como si algo me impidiera cruzar esa frontera invisible entre lo que sentía y lo que tú querías sentir. Las amapolas, en su delicadeza, me recordaban lo que no podía ser.

A menudo caminaba entre ellas, tratando de entenderme a mí misma, intentando encontrar la respuesta en sus pétalos rojos. “Tal vez si le pido a Dios,” pensaba, “tal vez si me esfuerzo más, podría amarte de la forma que tú necesitas.” Pero cada vez que miraba las amapolas, sentía que esa belleza vibrante, esa intensidad que tú deseabas, nunca podría reflejarse en lo que yo te podía dar.

Tú te quedabas esperando, con esa paciencia que solo el amor no correspondido sabe ofrecer, mientras yo me sentía cada vez más incapaz de ser la persona que merecías. Me dolía verte, me dolía verte con tus ilusiones, con tus sueños de un amor que nunca llegó a formar raíces en mí. Te deseaba, sí, pero no de la manera en que tú lo soñabas.

Esa tarde, mientras las amapolas danzaban al viento, entendí que el amor no puede forzarse. Algunas flores simplemente no florecen en los mismos jardines. Las amapolas no necesitan que alguien las apriete para crecer, solo necesitan su propio tiempo, su propio espacio. Y aunque te quise mucho, supe que, como ellas, había cosas que no podían ser forzadas.

Recuerdo ese último día, cuando me dijiste que lo habías entendido, que aunque te hubiera querido de tantas maneras, el amor que esperabas no estaba en mí. Las amapolas, que habíamos admirado tanto, fueron el último recuerdo de lo que nunca fue.

Al final, me quedé en silencio, mirando el campo de amapolas, aceptando que algunas historias no tienen el final que deseamos, que no siempre el amor se da en la forma en que lo imaginamos. Pero, incluso en ese silencio, las amapolas seguían ahí, recordándome que lo que no florece, no es menos valioso.

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No nos veíamos a menudo,

pero en su amor había un refugio,

una presencia invisible

que me cuidaba como un manto.

Cuando era niña, su voz

era el susurro que me tranquilizaba,

sus manos, las que me guiaban

en cada paso de torpeza e inquietud.

Era la fuerza que no se veía,

el sol que alumbraba aunque nublara,

la que me protegía sin que lo supiera,

la que me quería sin pedir nada a cambio.

Y aunque el tiempo y la distancia

nos separaron en tantas estaciones,

su cariño nunca dejó de ser mi raíz,

invisible, pero constante.

Ahora que ya no está,

me queda el vacío de su partida

y el eco de su cariño,

que aún me acompaña,

como una sombra que nunca se va.

El dolor de la ausencia es grande,

pero también lo es la gratitud,

por haber sido su niña,

por haber sido querida

por haber sido mi única amiga,

quien me protegió,

quien, en su forma silenciosa,

me dio todo lo que pudo.

Y aunque no nos veíamos a menudo,

su amor sigue aquí,

en cada rincón de mi ser,

como un faro que no se apaga,

y en sus recuerdos,

siento que vuelvo a ver su

forma más brillante.

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Si mi corazón te hubiera elegido, te habría sostenido con la misma firmeza con la que el mar abraza a la orilla, sin miedo a la distancia ni al paso del tiempo. No habría permitido que ninguna tormenta nos separara, porque sabría que, en cada latido, estarías presente. El amor que siento no se mide en momentos ni en promesas rotas, sino en la convicción de que, si te eligiera, no habría fuerza capaz de deshacer el lazo que nos une. Si mi corazón hubiera tomado esa decisión, no te habría soltado, porque tú habrías sido mi hogar.

Te habría cuidado en silencio, como la tierra cuida a sus raíces, sin esperar recompensas ni reconocimientos. Cada día a tu lado habría sido un susurro constante de gratitud, un recordatorio de que, aunque el mundo cambie, mi amor por ti permanecería inquebrantable. No habría dudas, no habría miedos, solo la certeza de que, en cada latido, te encontraría. Si mi corazón te hubiera elegido, no te habría soltado, porque te habrías convertido en mi razón, mi destino, mi todo

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Seguirás pensando en mí?