Paula Hernández Alejandro. Grado en Periodismo (UPSA) Máster en Guión de Ficción en Cine y Televisión (UPSA) Guión en Series (ECAM) Social Merdia Marketing en Comercio (Grupo ATU), Community Manager, Herramientas, Analíticas e Informes (Grupo ATU) y Máster Universitario en Formación del Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato, Formación Profesional y Enseñanzas de Idiomas (UPSA) y DECA/Declaración Eclesiástica de Competencia Académica (USAL). Colabora en "El Norte de Castilla", "Revista Barandales" (Publicación Oficial de la Junta Pro Semana Santa Zamora) y "Revista IV Estación" (RTVCyL y La 8 de Zamora). Twitter. @Paulizzher
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Lago de soledades y cenizas
Lago de soledades y de cenizas. En la superficie: negras como boca de lobo. En lo más hondo yacen Valverde de Lucerna y la noche oscura y rompedora de Vega de Tera, anegadas de leyendas y misterios. ¿Quién represa el agua desbordada, quién detiene al fuego que incendia naturalezas vivas e historias consagradas por el tiempo, quién detiene al fuerte viento, ululante y aventador? La tierra sanabresa: ardida, quemada, calcinada. Sin labra desbrozadora, sin gentes jóvenes, sin comunicación, porque el tren y el progreso pasan de largo…Faltan muchas cosas. También la conciencia medioambiental.

Mar arbolada de tradiciones es el lago de San Martín de Castañeda, en el noroeste crepuscular de la vieja Iberia. Acertó el vasco Unamuno en su profecía: es, hoy, “espejo de soledades”. Es decir, de abandono, de desamparo, de aislamiento… Tal vez el “campanario sumergido” y herrumbroso voltea sonoras verdades, como si fuera la noche milagrosa de San Juan. Toca a fuego. ¿Nadie lo oye? Acaso toca a agonía, como aquella madrugada de enero de 1959. Las truchas se espantan. Las almas de los antiguos monjes, qué mal trago, piden clemencia o misericordia. Hay una memoria que yace bajo las aguas.
Ahí está, con sus olas leves, remansadas. Tomadla. Repostadla. Y repartidla desde lo alto, que arde la tierra propia y se consumen más las vidas. La pobreza, arraigada, generó las primeras evacuaciones, aunque las llamaron de otra manera. Después vino la despoblación, sucedida por el vaciamiento. Finalmente, el fuego abrasador. El futuro, quién sabe, quizá sea pasto de las llamas del olvido. Lo que faltaba, sí. El apagamiento. El declive sin señales de extinción. Y, entretanto, otras gentes avivan las llamas de la baja polémica, polarizadora. Más lumbre cuando lo emocional nubla la vista.
Llueve ceniza del cielo, ¿alguna vez hubo un maná?, sobre el lago de soledades. Cae volátil, sin hacer ruido. Esta no es una leyenda o una fábula. Ni siquiera una historia. Debe tenerse por una tragedia. Pero renacer de las cenizas no solo es un mito.
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'La belleza de lo bienaventurado' de Asunción Escribano
Se trata de un libro lleno de sensibilidad, de armonía, de hermosura, de luz limpia, de sabiduría que habla en tono intimista
Ficha técnica Título: ‘La belleza de lo bienaventurado'. Autora: Asunción Escribano. Año de publicación: 2024. Idioma original: Español. Género: Ensayo. Edición: Eolas Ediciones.
”Dichosos”… Son como 16 estaciones (o capítulos, o tiempos: divisiones que agrupan) de reflexión serena. Son como ámbitos abiertos a la claridad y sus misterios. Asunción Escribano titula su libro con eufonía: 'La belleza de lo bienaventurado'. Afinadamente. Superado el ‘Umbral’ (prefacio), una cita inicia y concluye cada texto. Ha elegido bien en la disparidad: Claudio Rodríguez, Lorca, Fray Luis de León, Antonio Machado, Juan Carlos Mestre, Ronaldo Kattan, Juan Antonio González Iglesias, Rilke, Antonio Colinas, Borges, Luis Alerto de Cuenca… A todos esos, y más (nombra a casi un centenar), atiende la filóloga salmantina.
Está en la Biblia: Dichosos… Estos y aquellos. En boca de profetas mayores, en las voces de los Salmos, en los textos de los apóstoles. Lo bienaventurado es amplio: afortunados, felices, bendecidos o dichosos. En búsqueda de la luz no engañosa, Escribano se fija en los que un día "miran a lo alto y ponen el oído al mundo”, “los que olvidan el porqué del viaje”, “los que se retiran del mundo”, “los que pasan la noche con la insignificancia”, “los que callan”, “los que confían”, “los que saben que detrás del lenguaje se halla lo indecible”, “los que guardan en la memoria palabras de Virgilio o de Cristo”… Ellos.
Es un libro, “la belleza…”, lleno de sensibilidad, de armonía, de hermosura, de luz limpia, de sabiduría que habla en tono intimista. De amor a la palabra y, también, de hondas observaciones. De evocaciones y reivindicaciones. Donde se habla de experiencias ajenas y de sensaciones propias. Es un lenguaje vivo con matices clásicos, pleno de cadencia, con bellas imágenes (allí conviven lo simbólico, lo realista, lo metafórico, lo informativo, bien aunados). La autora, apoyada inicialmente en las visiones de otros escritores, a quienes ha convocado previamente, prosigue la senda abierta. Más allá. Fijándose en lo aportado, y examinándolo con desprejuicio y mirada escrutadora, lo enriquece. (Pone la vista en momentos y tiempos, en sensaciones y dones). Sirviéndose de hechos y peripecias, lo trasciende. Por eso es un libro de claridad alzada…y de paz. Sobre la gracia de lo bienaventurado, que tal vez es una forma de amparo u hospitalidad para ir por la vida.
Escribano, excelente poeta y catedrática de Lengua y Literatura Españolas en la Universidad Pontificia de Salamanca (Facultad de Comunicación), caligrafía una prosa llena de destellos: brillante y pulida con vigor. Resplandeciente en imágenes y metáforas. Bien provista de la mejor emoción. Llena de exactitud, de exactitudes. Nunca decae la luminosidad. Es una erudición que no retrae, sino que acerca.
Las “huellas dactilares” de su escritura, reconocibles y reconocidas, imprimen rigor académico, serenidad reflexiva, fineza de trazo, hondura, sonoridad del lenguaje y ritmo. Qué bien se cumple en este libro, por otro nombre “Espacios del cosmos donde se deposita la luz”, el detenido placer de la lectura.
El poder y el capital, el ruido y la ambiciosa mentira, en estos días tan activos, no son nada, aunque lo posean todo, aunque todo lo inunden, sin la limpia gracia de la dicha. Las reflexiones de 'La belleza de lo bienaventurado' destellan una luz que no ciega, sino que, apaciguada, ilumina el humilde paso por la vida, aunque herida, sostenida.
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Catedral de Zamora: una leyenda, dos misterios, tres relatos
Los secretos que se llevan los turistas
Es domingo, con sol y temperatura agradable para estas fechas. No marcea. Los turistas cruzan la lonja catedralicia con paso tranquilo. Entran en el claustro: van directos al Museo: de tapices y otros tesoros.
Catedral de Zamora: una leyenda, dos misterios, tres relatos. Los turistas, que antes han preguntado a las “guías”, traspasan la puerta y lo miran todo (o eso creen ellos) con curiosidad. Solo unos pocos están informados: del templo y del arte que atesora.
La leyenda es antigua. Claudio Rodríguez trascendió la historia o fábula en el poema “El robo”, donde un ladino comido por la avaricia acabó de mala manera. Sin ninguna bendición. Atrapada su cabeza en una ventana. No hubo misericordia para él. La buscada ganancia solo fue pérdida. Porque existió sacrilegio. Está en la puerta del Obispo. El poeta habló de“ventana milagrosa” y de “viejo ladrón sin fuga”. Pero está vivo en la leyenda.
Dos misterios en el tiempo son el cimborrio catedralicio de 16 ventanas, emblemático y esbelto (cómo se hizo, quién fue el alarife o maestros director de la obra, cuántas influencias orientales y occidentales fueron bien asumidas, cómo fue imitado sin alcanzar su singularidad) y el subsuelo del templo, sobre todo del coro (¿qué esconde?, ¿una cripta?). Paciencia. Algún día se desvelarán.
Tres relatos: sobre el realista Cristo de las Injurias, los mensajes amonestadores del Coro y el Cristo Salvador del Trascoro. El primero se halla en la capilla de San Bernardo. ¿Por qué fue injuriado, lo hizo un fanático religioso de otro credo o un ateo de palabra blasfema? El relato bordea la leyenda en algunos momentos. La atribución de autoría ha sido cambiante. El Coro catedralicio, ubicado en la nave central, con 85 sitiales, obra de Juan de Bruselas y su taller entre 1502 y 1505, presenta teológicamente un importante programa iconográfico: una exposición de inmoralidades clericales y una dura crítica a esa vida, a veces golfa, de fariseísmo: de aparentar y no ser (es algo que también se da en otros sectores). En la sillería baja aparecen reflejados irónicamente los vicios y pecados de los clérigos, con la lujuria y la vida sexual, en primer plano, y la gula. Finalmente, en el altar del Trascoro se halla una pintura con el Cristo Salvador del Mundo en su Gloria, que se data en el primer tercio del siglo XVI. Es innegable su relieve y se ha discutido mucho su autoría. Últimamente Irune Fiz, historiadora el Arte, ha adjudicado tal cosa a Gil de Encinas. Antes se había hablado del “Maestro de Zamora” (porque no se ponía nombre y apellidos) o de un discípulo de Juan de Flandes.
Una leyenda, dos misterios, tres relatos. En la Catedral zamorana que se mira en el Duero. Hay más, posiblemente, pero dejémoslo ahí. Habrá otras visiones, percepciones. Los turistas, “guiados” o por libre, tienen libertad de interpretación.
Lo decimos en voz baja. De aquí no sale.
El texto fue publicado el 17 de marzo de 2025 a las 18.00 horas (de España), en La Opinión-El Correo de Zamora.
#zamora#catedral#arquitectura#cultura#periodismo#critica#periodistas#opinion#periodista#historias#aprendizaje#artistas
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Tan alto... o tan bajo.
✍️🏽León Felipe no se equivocaba. “¿Por qué habla tan alto el español?”. El tono, bien levantado. Un defecto, para él, “viejo” y “de raza”. Entonces. Hoy, posiblemente, reformularía sus palabras. Tal vez se expresase así, o de parecida manera: ¿Por qué insulta (o descalifica) tan alto el español? 🗣️Siempre encuentra más motivos para vociferar que para dialogar en busca de entendimiento. ¿La ciudadanía se hace la sorda o acaba contagiándose de tal ambiente? ❓¿Por qué se levanta tanto la voz? ¿Para que la oigan bien? ¿Qué diferencia el ruido o alboroto actual, que puede enrarecer la convivencia, del existente en otras épocas? 📌Escasea la palabra discrepante que habla desde el respeto. No se valora lo suficiente la actitud (y la capacidad) de escuchar, la predisposición o generosidad en la búsqueda de avenencia. Hay días que, se mire donde se mire, ésta parece una tierra de cóleras, de furia que embiste ciega, de arrebatos, de fieras hostilidades, donde siempre hay un español que insulta con inmensa pasión, obeso de adrenalina, que puede empezar por la ofensa por antonomasia, ahí está él, buen hijo, y terminar no se sabe cómo, porque la retahíla siempre es larga, grasosa, sucia. 🗣️Tan alto… ¿O tan bajo, tan bajo? Deja rastro. Al menos, que rebajen los decibelios. Escribo en La Opinión-El Correo de Zamora
🔗https://www.laopiniondezamora.es/opinion/2024/04/25/alto-o-101505748.html

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La más fotogénica
La Semana Santa de Zamora es fotogénica. Quizá la más fotogénica de todas. O agraciada por la noble sobriedad. Debo reconocer que la miro con simpatía, y muchos paisanos hacen lo mismo: la ven con los mejores ojos. Si la comparo con otras manifestaciones de ese estilo…, la de aquí me llega más al alma. No es mérito ni lo contrario. Cosa de la sangre. Algo así. No es la más rica ni la más ostentosa en orfebrerías. No alardea de la Virgen más guapa, pero se le reza a la de rostro más sereno. No presume del Cristo de anatomía más escultural, pero guarda silencio en su corazón al paso del Cristo más humano. Tampoco tiene los directivos más cultos del mundo, pero sí los más entregados, aunque pueda existir algún farolero de luces cortas. Los más entregados todos los días del año. Sin faltar uno. Cavilando mejoras o enriquecimientos estéticos. Cuentan que en algún tiempo hubo alta polarización. Lo explicaban con otra palabreja. Bueno, divisiones, disidencias y tal. Pero eso ocurre, pienso yo, en todas partes y cenáculos. Hay gentes que…, que se llevan la contraria unos a otros por gusto.
Posiblemente los zamoranos no somos los más empáticos o dicharacheros del mundo (tengo oído que nos adjudican un espíritu entre recio y seco), pero reconocemos sin esfuerzo que no siempre tenemos razón. A otros, con aires de superioridad, aunque victimistas en el fondo, les cuesta mucho, mucho. Eso no lo hace cualquiera. Y nos quejamos poco porque pensamos de antemano, tal vez, que no nos harían mucho o ningún caso. Hay amplios antecedentes. Bastante tenemos con subsistir. La pasión puede originar dependencias. Es algo parecido a una droga, de las buenas. A veces incluso anula el juicio (en las situaciones más graves o extremas, no se piense mal). Pero si tampoco tenemos sueños, aunque limitados, ni expectativas… Qué hacer, entonces, de la vida, llena de problemas y contrariedades. De tiempos con contratiempos. De olvidos y de desdenes. Solo Dios sabe lo que es un calvario… Parece mentira, pero revivimos.
Hemos perdido mucho en convecinos y cercanía, porque exportamos capital humano a cambio de nada. Está desperdigado por medio mundo, pero no nos reporta divisas ni otras ganancias provechosas. Y el prestigio de los sobresalientes, cosa que depende de los baremos y tampoco es fácilmente cuantificable, ni siquiera académicamente, no nos da de comer, como decían nuestros abuelos, aunque fardemos de paisanaje esclarecido. Menos mal que siempre nos quedará la Semana Santa, con el frío traicionero de marzo o la amenaza de lluvias en abril, que nos da identidad (porque tiene rasgos propios) y, además, probablemente es la más fotogénica. Antes que nada, eso. Sobre todo, de Lunes a Miércoles Santo, por esas callejas de luz incierta, con capas y estameñas. Faroles y teas goteantes. Silencios graves y sonidos campaniles. Como imagen, reconocedlo, forasteros, no está nada mal. Que algunos lo dudan, o lo cuestionan, pues nada: venid, y ved.
Y, a fin de cuentas, que Dios guarde esta Pasión por mucho tiempo. Nos mantiene vivos. En otros días, ni respiramos… Se lo digo a usted, que mira para otro lado, aunque también le digo que todo es según se mire.
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Nuestra Señora de la Amargura, Vecina de San Lázaro.
Hace 65 años... primer desfile de la obra de Abrantes.
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Contar los pasos. Noticias de periodistas en la vida de la Tercera Caída.
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"Yo no he pedido nada" (Cuento de reyes).
“Que no. Que usted se equivoca. Yo no he pedido nada a través de mensajería. No acostumbro a perder el tiempo con esas cosas del comercio electrónico. Comercio de cercanía, ya ve. ¿Que, por la apariencia, es un regalo? Pues tampoco. Tiene que existir un error por parte de alguien, quien sea. Nada: ni libro, ni ropa íntima, ni colonia. No me fío de esas ofertas tan atractivas de los catálogos, que el consumismo aprovecha, en estos días, con apelaciones a la tradición. Será asunto de algún fingidor o de algún tramposo, que conoce mi dirección. Ya sabe, en Internet está todo. No tengo familia, entiéndame, cercana, y los compañeros del trabajo como si no existieran fuera de la oficina y del horario laboral. Ni amigos invisibles ni gaitas zamoranas. Y, se lo reitero, como no he solicitada nada, y no quiero ser maleducada, puede usted darse la vuelta y regresar por donde ha venido. Ya sé que hoy es víspera de Reyes, pero no me afecta la nostalgia. Escuche: no me interesa, no tengo curiosidad en abrir el paquete y ver su contenido. Ni en conocer el nombre del remitente. ¿Que vienen tres letras, como iniciales…? Como para descifrar la personalidad del emisor. O emisores, vete a saber. Ponga ahí: ‘Rehusado’. Así queda solucionado todo el embrollo. Que tenga un buen día. Adiós, adiós”.
(La mujer, de mediana edad y bien parecida, cerró la puerta. Y entonces, aunque fuerte, sus ojos vivos se humedecieron. Pasó la tarde, de niebla. Había bajado de repente, y era húmeda. Tampoco resultaba raro en aquellos días, en tierras secas de llanura. Aparecieron las primeras sombras, y se encendieron las luces ornamentales que iluminaban las calles, que decoraban el ambiente municipal y bullicioso de compras. Cenó frugalmente (como un día más), leyó unas cuantas páginas de una novela y después se fue bostezando a la cama. El teléfono permanecía callado).
“¿Quién puede ser, a estas horas, a medianoche?”, se preguntó, tras echar una mirada al reloj. Había sonado el timbre de la puerta de su piso. “Qué susto. Será algún vecino, de los que vienen de retirada, a las tantas y cargado de ebriedad, que se ha confundido”, pensó. Se dio la vuelta en la cama. Volvió a repetirse la llamada. Esta vez fue más larga, y la mujer se alarmó. “¿Un bromista?”. Se levantó con cautela. Caminó descalza por el pasillo, sin meter ruido. Observó a través de la mirilla. Nadie. “Qué raro”. Dudó, con temor y tensión. “¿Y si hay alguien escondido en la escalera…?”. Entreabrió con cuidado, con la cadena de seguridad, puro acero, en su sitio: protectora. En el suelo, un paquete. El mismo que el hombre aquel le había ofrecido, insistente o testarudo, unas horas antes. ¿Debía cogerlo y abrirlo? (En la niñez, fue un recuerdo fugaz, colocaba sus pobres zapatos en la ventana. ¿Y qué recibía aquella noche sin sueño del 6 de enero? Unas naranjas grandotas, tres o cuatro, y unas pesetillas, que de inmediato le administraban los padres). Miró hacia uno y otro lado. Lo acercó con precaución, sirviéndose de un viejo bastón, recuerdo del padre. Después lo tomó y cerró la puerta con rapidez. Lo trasladó al salón de amplio ventanal. Comenzó a rasgar, nerviosa, el papel brillante que envolvía el paquete…
Al Oriente de la ciudad, en los arrabales, una estrella brillaba con intensidad. Parecía más cercana que las restantes. “Esa luz no estaba ahí otras noches”, pensó la mujer, mientras se disponía a abrir el misterioso envío.
#periodista#periodistas#periodico#periodismo#pensamiento crítico#critica#critical thinking#navidad#opinion
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Okupas en el Portal (Cuento de Navidad 2022).
“Unos forasteros han ‘okupado’ el establo de las afueras”, le espetó a bocajarro. No era un sueño, no era una chanza. “Una pareja. Un hombre de mano fuerte y una mujer joven. Parecen buena gente”, prosiguió el informante. “Por lo visto, proceden de Nazaret”, añadió, como si fuese una ampliación de la noticia. Se trataba de uno de los pastores que guardaban los rebaños al aire libre, el rabadán (al que llamaban irónicamente “Recursos humanos”), quien le daba parte del suceso al amo del ganado, de nombre Zabulón. Otros compañeros confirmaron esas palabras con movimientos de cabeza. No le dijeron más. No le hablaron de lo ocurrido la noche anterior, tan movida: de extrañas apariciones y resplandores, de cánticos y anuncios, de miedos e iluminaciones. “¡Echadlos!”, gritó con fuerza. “Inútiles”, pensó.
El patrón, no obstante, comido por la desconfianza y la inquietud, dejó todo y decidió presentarse en el caseto. “¡Qué era eso de ‘okuparlo’ sin permiso, sin su permiso!”, pensaba. De camino la ira iba creciendo más y más, a cada paso. “Existe el derecho a la propiedad, y debe respetarse. Esté en la Biblia o no. Serán unos revolucionarios de poca monta, o unos mindundis de nada que creen que todo es de todos, o quizá unos extranjeros sin papeles y atrevidos. Porque existiendo buenas casonas y buenos palacios, incluso posadas, elegir un establo de la periferia de la ciudad…”. Ya se acercaba al cobertizo, con techo de cañas y ramajes, cuando vio que muchos pastores y otras gentes humildes se dirigían, “¿cómo es posible?”, al barracón. Nervioso, apretó el paso.
Una mujer joven de rostro agraciado y ojos serenos pero brillantes acunaba al niño. Miraba a la gente con extrañeza, pero sin temor. Uno de los pastores, viejo de piel y alma curtidas en las intemperies, susurró al amo con servil picardía: “Si has venido hasta aquí, dile quién eres”. Sin embargo, el patrón –ahora silente y observador– no se atrevió. Y, de repente, se adelantó y comenzó a tapar con desenvoltura las grietas y oquedades abiertas en las paredes del establo, de humilde adobe y barro, con sacos y trapos gastados por el uso. Porque se filtraba el aire helador, el viento seco que a veces arrastraba pequeños copos de nieve. “Aquí hace mucho frío, y no hay quien pare”, comentó ante las miradas sorprendidas o asombradas de rabadanes, pastores y zagales.
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Okupas en el Portal (Cuento de Navidad 2022).
“Unos forasteros han ‘okupado’ el establo de las afueras”, le espetó a bocajarro. No era un sueño, no era una chanza. “Una pareja. Un hombre de mano fuerte y una mujer joven. Parecen buena gente”, prosiguió el informante. “Por lo visto, proceden de Nazaret”, añadió, como si fuese una ampliación de la noticia. Se trataba de uno de los pastores que guardaban los rebaños al aire libre. Otros compañeros confirmaron esas palabras con movimientos de cabeza. No le dijeron más. No le hablaron de lo ocurrido la noche anterior, tan movida: de extrañas apariciones y resplandores, de cánticos y anuncios, de miedos e iluminaciones. “¡Echadlos!”, gritó con fuerza. “Inútiles”, pensó.
El patrón, no obstante, comido por la desconfianza y la inquietud, dejó todo y decidió presentarse en el caseto. “¡Qué era eso de ‘okuparlo’ sin permiso, ¡sin su permiso!”, pensaba. De camino la ira iba creciendo más y más, a cada paso. “Existe el derecho a la propiedad, y debe respetarse. Esté en la Biblia o no. Serán unos revolucionarios de poca monta, o unos mindundis de nada que creen que todo es de todos, o quizá unos extranjeros sin papeles y atrevidos. Porque existiendo buenas casonas y buenos palacios, incluso posadas, elegir un establo de la periferia de la ciudad…”. Ya se acercaba al cobertizo, con techo de cañas y ramajes, cuando vio que muchos pastores y otras gentes humildes se dirigían, “¿cómo es posible?”, al barracón. Nervioso, apretó el paso.
Una mujer joven de rostro agraciado y ojos serenos pero brillantes acunaba al niño. Miraba a la gente con extrañeza, pero sin temor. Uno de los pastores, viejo de piel y alma curtidas en las intemperies, susurró al amo con servil picardía: “Si has venido hasta aquí, dile quién eres”. Sin embargo, el patrón –ahora silente y observador– no se atrevió. Y, de repente, se adelantó y comenzó a tapar con desenvoltura las grietas y oquedades abiertas en las paredes del establo, de humilde adobe y barro, con sacos y trapos gastados por el uso. Porque se filtraba el aire helador, el viento seco que a veces arrastraba pequeños copos de nieve. “Aquí hace mucho frío, y no hay quien pare”, comentó ante las miradas sorprendidas o asombradas de rabadanes, pastores y zagales.
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Parecía que no sabían protestar (18 noviembre 2022).
Parecía que no sabían protestar, que estaban adormilados en el conformismo y la mansedumbre. O que no tienen alma de sediciosos o levantiscos. Salvo una semana al año, poco más, aquí no se mueve nadie: quietud y a esperar sin mucha esperanza, como si la gente no se atreviera a más. Se habla alto, pero no se levanta la voz. No es por cobardía, sino por resignación. Quizá por una especie de estoicismo heredado. Solo una vez se amotinaron, hace muchísimo (mediados del XII), y aquello acabó de mala manera. El tiempo bosteza en la ciudad. Viriato, tan enhiesto o gallardo, también bosteza en su broncínea inmovilidad, y puede que su espíritu esté tentado de bajar el brazo. Si por él fuera…
Pues visto lo de esta tarde-noche, parece que los zamoranos sí saben protestar (en demanda de una “fiscalidad diferenciada”, se decía) ante la injusticia y el desamparo. Porque eso es el olvido, la marginación, el abandono, la discriminación, la desigualdad (que vienen de largo). Por parte de unos y de otros. Posiblemente ninguno está libre de “culpa”. Repartida, repartida está. Así, unos cuantos paisanos (los contadores oficiales ya nos dirán las cifras: ¿entre 3.000 y 6.000?) se echaron a la calle este viernes frío de noviembre para desmentir eso de que no saben protestar. Porque puede faltar fuerza social y capacidad fuerte de emprendimiento en esta tierra de sembrados caciquismos, pero también flaquea la voluntad de corregir la injusticia en otros ámbitos, en otras instancias de superior entidad política, administrativa y económica, más decisivas y decisorias. Y estas tienen una alta responsabilidad (sí, responsabilidad) en la progresiva decadencia de la provincia de Zamora, sumida en una peligrosa crisis de existencia.
El hartazgo por el continuado olvido despreciativo empujó a muchos ciudadanos, habituados a callar, a no quejarse en voz alta, a protestar pacíficamente en las calles de la capital. No era por victimismo (miren para otro lado, donde abundan los duchos en esa artimaña), sino por dignidad. Por decoro y autoestima. Por los que gastaron sus energías y por los que no tienen futuro visible, por los que fueron expulsados a la diáspora y por los que no pueden retornar por la ausencia de posibilidades. Debe saberse que a veces el que calla no otorga.
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Pessoa en perssona (Lisboa, 1 noviembre 2022).
El hombre, con sombrero y pajarita, aparece sentado. Cruza las piernas. Aparenta unos cuarenta años. La mirada es intensa. Apoya su mano izquierda sobre la mesa. La diestra se mantiene en el aire. Como si dialogase con la brisa atlántica. O como si explicase algo con un dibujo. Tal vez al conocido que se detiene un momento para el saludo. No serán muchos los que detienen sus pasos. Quizá ha pedido un patéi de Belém, y espera en esa terraza del café A Brasileira, situado en la rúa Garrett, en el Chiado, popular barrio lisboeta, dándole vueltas a una idea, a un verso, a un aforismo. Es un café literario, fundado en 1905, aunque fue remodelado hace un siglo (1922), y seguro que está permitida esa licencia. También es un buen lugar para los “cafeteros” que saben degustar la conversación sin prisas y animan las inquietudes intelectuales. (Ahí se asentó cierta vanguardia. Ocurrió hace mucho, para qué decir más).
El hombre de la escultura (es obra de Lagoa Henriques, 1988), un idealista, acudía con frecuencia a la cafetería para escribir y participar en las activas tertulias culturales. Los turistas, ahora, se mezclan con los lisboetas. Algunos no dejan pasar la ocasión de paladear los gustosos pastéis en ese ambiente cargado de historia y vida, arte y saudade. Es de suponer que algunos de esos viajeros (¿muchos?, qué alegría) conocerán, con mayor o menor cercanía, su obra literaria. “La memoria es la conciencia en el tiempo”, escribió como si nada. Tomar un café humeante no impide o dificulta la lectura pausada, a pesar de algunos ruidos desacompasados y de las palabras en voz alta, aunque de bajo volumen comunicativo. También dijo: “A veces oigo pasar el viento y me parece que solo para o��r pasar el viento merece la pena haber nacido”. En la calle, hoy (es un día de noviembre, entre santos y difuntos), corre un airecillo marino con eco de olas, que llega de lejos, y trae olores de bacalao.
Pessoa en perssona, el hombre con sombrero y pajarita…
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Las buenas intenciones
Serapio Ordóñez (“Sera”), curtido por los aires mesetarios y las adversidades, jubilado desde hace una década, es hombre de rutinas: acude el primer martes de cada mes al banco. Allí, Rodrigo –el cajero que lleva media vida contando billetes– le dice cuál es la situación de su cartilla. No hay movimientos. Si excluimos las aportaciones de la Tesorería General, pues nada. El anciano siempre se encuentra con lo mismo: una pensión medianeja con la que vive humildemente. No hay más ingresos. Esa mañana tiene un plan distinto: se propone retirar todo el dinero, todos los fondos. Bueno, dejará una pequeña cantidad. Con el fin de ayudar a Tina (38 años, bien parecida, con acento suave), la mujer que realiza las tareas de la casa y, sobre todo, le hace compañía. La chica, inmigrante portuguesa –sí, madre soltera– es cumplidora: no falta ninguna mañana, de lunes a jueves.
Dos horas. Efectúa la limpieza del piso y le hace la comida, si bien él se empeña en decir que no necesita la ayuda en la última tarea. Aunque ciego, <cuántos fríos en la esquina de la plaza del Mediodía, con los cupones como condecoraciones que cubrían su pecho>, se maneja bien en la cocina. Porque es territorio conocido.
<Te veo venir>, le saluda Rodrigo. Como la vez anterior, y la otra, y la de más allá. Le dice la cantidad de dinero que desea retirar. El cajero, aunque ha visto muchas cosas en esta vida, se asusta. ¿Cómo un señor de su edad, invidente, efectúa un reintegro tan alto?
Y, sobre todo, ¿para qué querrá disponer de tanta pasta? <Son los ahorros de toda la vida. Lo sabes, Serapio>. Lo conoce desde hace muchos años, y teme que sea una de esas locuras repentinas que trastornan a la gente mayor en algún momento. Le aconseja, que se lo piense, pero Serapio está decidido. No atiende a recomendaciones.
- Quiero el dinero en mano, y sin pérdida de tiempo.
Quiere entregárselo a Tina. Él solo ve sombras. Tiene achaques y carece de parientes. <Qué mala es la vejez desamparada>, cavila. El dinero no lo necesita. Ya no hay vicios a ciertas edades. Sale del banco, y llueve con fuerza. Como su casa queda lejos, decide coger un taxi. Debe ser precavido. Porque es vulnerable, con sus años y con suslimitaciones... Sube al vehículo y el taxista, treintañero y espigado, observa discretamente el sobre con el dinero. Serapio lo lleva en la mano. No lo esconde. <Qué imprudencia>, piensa el otro. No, no. Rehúsa la idea. ¿Cómo va a hacer eso? El dinero, sin embargo, le vendría bien. Le ayudaría. Duda. Además, unos billetes de menos <no los va a notar>.
El taxista conduce guiado por sus pensamientos. Serapio es buen conversador, <el trato con el público enseña mucho>, y habla con discreta confianza. Que si el tiempo tan cambiante y el tráfico tan peligroso, que si el azar es tan seguro o más que el trabajo, que si los pobres son menos inmunes a las epidemias. El taxista da vueltas a la manzana. Lo piensa, y decide llevar al anciano a un descampado. Ya pensará, durante el trayecto, que hará después. Serapio, con un intuitivo sentido de la orientación, se da cuenta de que el recorrido es más largo que de costumbre. Va a resultar que se ha producido un inmenso socavón en alguna calle principal y, con los atascos, se ha desviado la circulación (<mañana lo dirá la prensa>), porque ni lloviendo a mares se tarda tanto en arribar a su casa. Nunca. Empieza a sospechar, pero disimula su preocupación. El taxista también está nervioso. Nunca ha robado. Bueno, alguna cosilla que otra, de jovenzuelo, pero nada importante. Y mucho menos a un anciano con desvalimiento. Pero si ese hombre se ha montado en su coche, y con un sobre abultado de billetes, es cosa del destino.
El taxi se aleja de la ciudad. Ya queda poco para llegar al descampado elegido, cercano a la escombrera municipal. Serapio se queja. Dice que le duele mucho el pecho, que no soporta el dolor. El otro le comenta que ya no queda nada, que <no se preocupe>. Serapio comienza a quejarse más, a gritar y manotear. El taxista, entonces, se asusta, no sabe qué hacer. Si sigue hacia el descampado y el viajero continúa vociferando, ¿alguien –vete a saber dónde– puede verlo y desconfiar? “Sera” se desploma en el asiento trasero. Cae hacia el lado izquierdo. El taxista frena y detiene el coche en el arcén. <¡Que le ha dado un jamacuco!>. Sale corriendo para auxiliarlo. Abre la portezuela, y observa que el pasajero lleva sus manos al pecho. <¡Jo..., que se muere el viejo!>. Indeciso, duda unos momentos. No quiere que el anciano espiche, pero el dinero le vendría bien (<el niño necesita esa operación>), y tampoco le parece apropiado dejarlo tirado allí, en aquel cascajal, a cuatro pasos de los muladares llenos de ratas chillonas. No lo piensa más. Lo llevará al hospital. Monta y arranca. Directo a Urgencias. A toda velocidad... Sabe que es un cobarde desgraciado.
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Claudio (22) Rodriguez.

Lo dijo muy pronto: (‘Don de la ebriedad’, Libro primero, IX). Lo dijo muy claro: . Sin exclusividades, sin apropiamientos. De los profesores y de los estudiosos, de los bachilleres y de los universitarios, de los lectores adictos y de los ocasionales, de los obreros y de los que están en el paro mirando al sol (pues disponen de más tiempo libre, no por otra cosa). Así, su voz meditativa, que transforma visiones y contemplaciones, será más universal; su difusión resultará más impregnadora, y alcanzará más amplios conocimientos y familiaridades. El poeta era desprendido y solidario (: una alianza, tal vez un conjuro). Lo corroboran quienes lo trataron de cerca, en cualquier lugar o circunstancia… En este vigésimo segundo aniversario de su muerte, solo esto: que la honda voz lírica de Claudio Rodríguez y muchos, que esté en el aire que celebra la vida y divulga ebriedades.
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Zamora, en días de llamas y cenizas: Herida en su raíz.
Tierra pobre y herida en su raíz. A veces expoliada con usura. Porque algunos se enriquecieron a costa del vulnerable en estos pagos rayanos con la pobreza y con la frontera. “Es lo que se ha hecho casi siempre”, escuchas. Antes fueron los intensos intereses y ahora, cosa de los tiempos (cambios, dicen que climáticos), son las intensas olas de calor, como infierno consumidor de vidas y almas. Arden los recuerdos de los ancianos desplazados, que intentan proteger (o, tal vez, de salvar de las llamas interiores) el silencio, una forma de desaliento, tal vez de vaciamiento. Sus corazones tocan a rebato, como antiguamente las campanas de sus iglesuelas. Pero esas pérdidas no se evalúan. No están a la vista, y no se cuantifican. Sin embargo, son focos activos de desentrañamiento y de dolor. Vida desalojada. ¡Afuera, afuera! En algún caso, calcinada. Pero estas gentes ya están acostumbradas a tantos olvidos, a tantas devastaciones…

El fuego se ve, pues se despliega y avanza como un ejército entrenado, y el humo se divisa a lo lejos y se huele su ceniza de devastación. Qué duro ser víctima, ya históricamente, de la pobreza callada, vieja herencia, y del azar, tan veleidoso. Tan veleidoso, o “fuera de control”, como el viento… Ese es un capítulo de la humilde historia de los pueblos desatendidos (¿también por parte de sus hijos de la diáspora?) de mi tierra provinciana: herida y desolada.
(Zamora, en días de llamas y cenizas)
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Breverías (XIX): "Hay una frase esperándonos" (Día del Libro, 23 de abril de 2022).
De compras, de tiendas, de vinos, de tapas. ¿Y por qué no de libros y librerías? No es porque lo dijera, al menos se le atribuye, Cervantes (alguna autoridad tiene sobre el asunto), pero cierto parece: “En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia”. Nada menos que eso: sentido.
El ejercicio de la lectura es lo que nos diferencia y, por otro lado, lo que nos iguala (no se vea paradoja, miren más allá). Es como un viaje por extensos e ignotos territorios: da placer y conocimiento, incita a pensar y a cuestionar, se constituye en alimento y compañía en la soledad.
La cosa puede empezar por donde se quiera. Pero no estaría mal comenzar por los libros que dejan huella en el alma y, de paso, están bien escritos, contrastados por el tiempo y muchas miradas críticas. Y, de vez en cuando, realizar alguna excursión por los olvidados, los que no aparecen en ningún escaparate. ¿Quién puede asegurarnos que el olvido es justo? No resultaría un despropósito, quizá, la creación de una biblioteca que recogiera los volúmenes que nadie leyó, que fueron ignorados sin echarles un vistazo. No envejecieron deprisa, no les llegó la hora de la caducidad. Por la sobreabundancia, pasaron desapercibidos. El tiempo futuro, asentados los posos, dirá su última palabra: de rescate o condena. Por eso, amigo, corre el riesgo de prestar libros y no hagas mucho caso a esos ‘comentadores’ que, tal parece, hicieron un curso de lectura rápida, y ahí se quedaron.
El libro habla con diversas voces y distintos tonos. No tiene promociones de fin de semana, quincenas especiales, novedades de temporadas. Y estas palabras lanzadas al viento, entonces, ¿por qué? Porque hoy, 23 de abril lluvioso, se nos hace una invitación a leer y releer, incluso a interpretar y enriquecer los textos. Una frase, rebusquemos hasta dar con ella, confiere sentido propio a la existencia que pasa y pronto se consume. Si la hallan, coloquen un marcapáginas.
No hablemos de bajos índices, sino de la lectura que anima a la lectura. Los libros iniciáticos llevaron a los otros. En cualquier caso, las palabras construyeron nuevas realidades. También somos lo que hemos leído (la memoria, o el recuerdo, hace sitio a unos títulos) con apasionada reflexión. Sin el libro abierto, estaríamos más desasistidos, más desamparados.
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Breverías (XXVIII): Acompañamientos.
Tienen fe en algo vivo, aunque hable de Pasión y Muerte. Tienen devoción a la compañía en arracimada procesión. Tal vez creen en lo ‘identitario’ a su manera, incluso un poco más allá (la amarillenta tradición). Algunas gentes de mi tierra de pan y vino, tan desprotegida aún con murallas, tan dejada de la mano de Dios, siguen un camino, una luz, un signo, entre sones marchosos y silencios enraizados, sobriedades de cuna y ebriedades de corazón, graves misereres y sencillos cantos que se elevan en busca de compasión.
Cuando las primaveras florecen en los almendros, qué estallido de generosidad, algunas mujeres de mi tierra (sin edades) desfilan con la mirada alta y esperanzada, vistan abrigo de paño o túnica de estameña, capa de raso o capa blanca y airosa. ¿Qué alumbran? Quizá oyeron que Alguien subió a un monte y habló a la muchedumbre con palabras de verdad. Dicen que se refería a los bienaventurados: pobres, mansos, hambrientos, misericordiosos, limpios, pacíficos…, y desplazados, perseguidos, refugiados, residentes en el extrarradio de las afueras. Otras palabras suben estos días a la boca de esas mujeres. Acogen en su corazón al desalojado de la vida, escuchan al vulnerable, auxilian al necesitado. No salen (en), sino que acompañan (a). No participan en escenografías, sino que buscan el amparo de simbologías que enseñan como parábolas.
En el itinerario por antiguas rúas, entre forasteros que llaman turistas (público), ¿en qué pensarán? ¿Tal vez en el incremento de los precios y de las facturas que las empobrecen más y más, acaso en el vaciamiento de los valores? Ellas han sostenido, desde la coherencia interior que no sabe de fingimientos, sin vara de mando ni lucido ‘joyerío’, esa fe que –primavera tras primavera– habla de resurrección, como hacían sus mayores. De desenclavar para salvar.
Ya, lo sé, hay quien solo cree en el postureo, esa apariencia. Pero yo no me refería a esa tropa y sus fervores.
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