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Viernes 28 de enero de 1944
Querida Kitty: Quizá creas que te tomo por una vaca, al obligarte a rumiar constantemente las mismas cosas y las mismas novedades. La monotonía debe de hacerte bostezar abiertamente, y juzgarás que ya es hora de que Ana aparezca con algo nuevo. ¡Ah, ya lo sé! No hago más que desenterrar viejas historias. Eso aburre, y a mí también, desde luego. Cuando, en la mesa, no se habla de política ni de menús suculentos, mamá y la señora Van Daan rivalizan en relatos de sus historias de juventud - ¡que nos sabemos de memoria!-, o bien Dussel empieza a chochar a propósito del amplio guardarropa de su mujer, o sobre caballos de carrera, de canoas que hacen agua, o de niñitos superdotados que nadan desde la edad de cuatro años y de los calambres que reclamaban sus cuidados. Si uno de nosotros toma la palabra, cualquier otro puede fácilmente terminar la historia empezada. Cada anécdota la conocemos con anticipaci��n; sólo el narrador la festeja riendo, completamente solo, juzgándose muy ocurrente. Los diversos lecheros, almaceneros y carniceros de ambas amas de casa tienen una larga barba en nuestras mentes, a tal punto su recuerdo es venerado o vituperado a la mesa. Nada de todo cuanto ha sido puesto y repuesto sobre el tapete, en el anexo, puede mantenerse joven y fresco. Es imposible. Podría acostumbrarme, después de todo, si al menos los mayores se abstuvieran de repetir incansablemente los relatos que conocen por Koophuis o por Miep y Henk, añadiéndoles a veces detalles de su propia imaginación, de manera que me pellizco el brazo bajo la mesa para no interrumpir y poner sobre el camino recto al entusiasta narrador. Las muchachitas educadas, tales como Ana, no tienen bajo ningún pretexto el derecho de corregir a los mayores, sean cuales fueren sus errores, sus embustes o sus invenciones. Un tema predilecto de Koophuis y Henk es el de los que se ocultan, así como el de los movimientos clandestinos. No ignoran que todo cuanto concierne a nuestros semejantes y sus escondites nos interesa de modo prodigioso, que nos afligimos sinceramente cuando son atrapados, y saltamos de alegría cuando sabemos que un prisionero se ha escapado. El tema de las personas que se ocultan se ha tornado una costumbre tan cotidiana como antes el hábito de poner las pantuflas de papá debajo de la estufa. Son muchas las organizaciones como la «Holanda Libre», que urden falsos documentos de identidad, suministran dinero a las personas ocultas, preparan refugios, proveen de trabajo clandestino a los jóvenes. Quienes allí trabajan realizan una acción desinteresada, ayudan y permiten vivir a otros poniendo muchas veces en peligro su propia vida. El mejor ejemplo lo tengo aquí: el de nuestros protectores, que nos han sacado adelante hasta ahora, y que, espero, lograrán su objetivo hasta el final, porque deben resignarse a sufrir la misma suerte que nosotros en caso de denuncia. Nunca hacen alusión o se han quejado de la carga que, indudablemente, representamos para ellos. Todos los días suben a nuestra casa, hablan de negocios y de política con los hombres, de aprovisionamiento y de los fastidios de la guerra con las damas, de libros y de periódicos con los niños. En todo lo que les es posible, se muestran joviales, traen flores y regalos para los cumpleaños y días de fiesta, y están siempre dispuestos a sernos útiles. Jamás olvidaremos el valor heroico de quienes luchan contra los alemanes; pero existe también el valor de nuestros protectores, que nos demuestran tanto cariño y benevolencia. Se hacen correr los rumores más absurdos, pero, sin embargo, los hay que son verídicos. Esta semana, por ejemplo, el señor Koophuis nos ha contado que en la Gueldre hubo un partido de fútbol, uno de los equipos se componía exclusivamente de hombres que actuaban en la resistencia y el otro de miembros de la policía. En Hilversum se realizó una nueva distribución de tarjetas de racionamiento, haciendo acudir a quienes protegen a los que se encuentran ocultos a cierta hora para recoger sus tarjetas, que se hallaban sobre una mesita, discretamente apartadas. Hay que tener agallas
para hacer eso en la nariz y en las barbas de los nazis. Tuya, ANA
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Jueves 27 de enero de 1944
Querida Kitty: En estos últimos tiempos me he aficionado mucho a los árboles genealógicos de las familias reinantes: de ello deduzco que, a fuerza de buscar, se puede muy bien remontarse hasta la Antigüedad haciendo descubrimientos cada vez más interesantes. Aunque me aplico particularmente a mis deberes escolares (empiezo a poder seguir bastante bien las audiciones de la B.B.C.), me paso una gran parte de los domingos recortando y clasificando mi colección de artistas de cine, que adquiere un volumen respetable. El señor Kraler suele traer, todos los lunes, una revista de cine, lo que me produce una gran satisfacción. Aunque mi círculo, menos frívolo, piensa que eso es derrochar dinero en extravagancias, de todos modos ellos se sorprenden al oírme citar los nombres exactos de los actores de los filmes estrenados hace un año o más. Elli va mucho al cine con su amigo durante las horas libres; ella me anuncia los títulos de las películas que verá el sábado, y seguida yo le enumero a los actores protagonistas y las opiniones de la crítica. No hace mucho tiempo mamá decía que yo no tendría ya necesidad de ir más tarde al cine para desquitarme, a tal punto los filmes, sus artistas y las críticas se habían grabado en mi memoria. Si se me ocurre usar un nuevo peinado, todos me miran con ojos críticos, y siempre puedo esperarme la pregunta: «¿A qué artista has imitado esta vez?». Y nadie me cree más que a medias cuando respondo que es una de mis creaciones. En cuanto al peinado, no dura más de media hora; tras lo cual, me siento tan contrariada por las observaciones, que corro al cuarto de baño para arreglarme el pelo como todos los días. Tuya, ANA
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Lunes 24 de enero de 1944
Querida Kitty: Me ha ocurrido una cosa muy extraña. Otrora; tanto en nuestra casa como en la escuela, se hablaba de temas sexuales, a veces con misterio, a veces con vergüenza. Las alusiones sobre el particular se hacían únicamente cuchicheando, y quien se mostraba ignorante era motivo de bromas. Yo juzgaba eso estúpido y pensaba: «¿Por qué hablan de esas cosas con tanto misterio? Es ridículo». Pero, como no podía remediarlo, me callaba todo lo posible o trataba de obtener información de mis amigas. Ya puesta al corriente de muchas cosas, hablé también de ello con mis padres. Mamá me dijo un día: «Ana, te doy un buen consejo. No discutas nunca este tema con muchachos. Si son ellos los que empiezan a hablar de ello, no respondas». Recuerdo todavía mi respuesta: «¡Claro que no, vaya una idea!». Las cosas quedaron así. Al principio de nuestra permanencia en el anexo, papá, de tiempo en tiempo, dejaba escapar detalles que yo hubiera preferido conocer por mamá, y amplié mi conocimiento gracias a los libros y a las conversaciones que se entablaban a mí alrededor. Sobre el particular, casi como excepción, Peter Van Daan nunca ha sido tan fastidioso como los compañeros de clase. Su madre nos contó una vez que ni ella ni en principio su marido habían hablado nunca de esas cosas con Peter. Por lo tanto, ella ignoraba hasta qué punto su hijo estaba informado. Ayer, mientras Margot, Peter y yo pelábamos las papas, charlamos como de costumbre, y, al hablar de Muffi, yo pregunté: -Seguimos sin saber si Muffi es un gato o una gata, ¿verdad? -No -repuso él-, es un macho. Yo me eché a reír diciéndole: - ¡Un lindo macho que espera gatitos! Peter y Margot rieron también. Peter había hecho notar, hace dos meses, que Muffi tendría gatitos a breve plazo: su vientre aumentaba a ojos vistas. El grosor, sin embargo, provenía de muchas rapiñas, y los gatitos no parecían crecer y mucho menos nacer. Peter quiso defenderse, y dijo: -Nada de eso. Si quieres, puedes venir a comprobarlo tú misma. Mientras jugaba con él el otro día vi bien que es un macho. Impelida por mi gran curiosidad, lo acompañé al depósito, pero Muffi no esperaba visitas y tampoco aparecía. Aguardamos un momento; luego, como teníamos frío, volvimos arriba. Después, por la tarde, oí que Peter bajaba de nuevo. Armándome de valor para atravesar sola la casa silenciosa, llegué al depósito. Sobre la mesa de embalaje, Muffi jugaba con Peter, que acababa de ponerlo sobre la balanza para controlar su peso. -¡Hola! ¿Quieres verlo? Sin más miramientos, tendió al animal boca arriba, sujetándole hábilmente por las patas, y la lección comenzó: -Aquí tienes los órganos sexuales masculinos. Ahí algunos pelos, y eso otro es su trasero. El gato dio un respingo y volvió a ponerse sobre sus zarpitas blancas. Si otro muchacho me hubiera mostrado «los órganos sexuales masculinos», nunca más habría vuelto a mirarlo. Pero Peter continuó hablando sin segunda intención, con toda naturalidad, de este tema delicado y acabó por ahuyentar en mi toda aprensión. Jugamos con Muffi, charlamos y nos marchamos despreocupadamente del enorme local. -Si quiero saber algo, siempre termino encontrándolo por casualidad en algún libro, ¿Tú no? -le dije. -¿Por qué? Se lo pregunto a mi padre. El sabe de todo mucho más que yo, y, además, tiene experiencia. Ya habíamos llegado al pie de la escalera, así que callé. ¡Cómo se cambia! Jamás hubiera creído poder hablar de eso tan llanamente, ni siquiera con una muchacha. Estoy segura de que mamá pensaba en eso al advertirme que no hablase con los muchachos de tales temas. Pero al menos he aprendido algo: hay jóvenes -incluso del sexo opuesto- que pueden hablar de temas sexuales sin bromear y sin falsa vergüenza. ¿Hablará Peter de todo a sus padres, y será él verdaderamente tal como se me mostró ayer? Bueno, no me importa demasiado después de todo. Tuya, ANA
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Sábado 22 de enero de 1944
Querida Kitty: ¿Podrías decirme por qué la gente oculta con tanto temor sus verdaderos sentimientos? ¿Cómo es posible que en compañía de los demás yo sea totalmente diferente a lo que debería ser? ¿Por qué desconfían unos de otros? Debe de haber una razón, no lo dudo, pero cuando noto que nadie, ni siquiera los míos, responden a mi deseo de confianza, me siento desdichada. Me parece haber madurado desde la noche de mi sueño memorable; me siento más que nunca «una persona independiente». Te sorprenderá muchísimo cuando te diga que hasta a los Van Daan los miro con otros ojos. Yo no comparto la idea preconcebida de los míos en lo que atañe a nuestras discusiones. ¿Cómo puedo haber cambiado tanto? Ya ves, se me ha ocurrido pensar que si mamá no hubiera sido lo que es, si hubiese sido una verdadera «Mammi», nuestras relaciones habrían resultado del todo diferentes. Desde luego, la señora Van Daan no es fina ni inteligente, pero me parece que si mamá fuera más dúctil, si demostrase más tacto en las conversaciones espinosas, más de una querella podría haberse evitado. La señora Van Daan tiene una gran cualidad: la de ser sensible al razonamiento. A pesar de su egoísmo, de su avaricia y de sus mañas, se puede fácilmente inducirla a ceder, si se sabe tratarla, evitando irritarla o tocar sus puntos más sensibles. No se consigue tal vez siempre al primer intento, pero se trata de tener paciencia o, en caso necesario, volver a empezar. Los problemas sobre la forma en que nos educaron, «los mimos» que recibimos Margot y yo, la comida, todo eso hubiera tomado un sesgo muy distinto si hubiésemos hablado de ello amistosamente y con franqueza, y si no nos hubiéramos limitado a ver tan sólo el lado malo de los demás. Sé con exactitud lo que vas a decir, Kitty: «Pero, Ana, ¿eres tú quien habla? ¡Tú que te has visto obligada a soportar tantas cosas de esa gente, palabras duras, injusticias, etc.!». Pues bien, sí; soy yo quien habla así. Quiero empezar de nuevo y llegar al fondo del problema prescindiendo de prejuicios. Voy a estudiar a los Van Daan a mi manera, para ver lo que hay de justo y de exagerado en nuestra opinión. Si, personalmente, me siento defraudada, me pondré del lado de papá y mamá; si no, trataré de hacerles ver en dónde está su error, y, en caso de fracasar, me atendré a mi propia opinión y a mi propio juicio. Aprovecharé toda oportunidad de discutir nuestras divergencias francamente con la señora, y de hacerle ver mis ideas imparciales, aun a riesgo de que me trate de impertinente. No me volveré contra mi propia familia, pero, en lo que me concierne, los chismorreos han terminado. Hasta hoy he creído a pies juntillas que sólo los Van Daan son responsables de nuestras disputas, pero también nosotros tenemos algo que ver en eso. En principio tenemos generalmente razón, pero las personas inteligentes (entre las que nos contamos) están obligadas a dar pruebas de su perspicacia y de su tacto frente a los demás. Confío en poseer algo de esa perspicacia y hallar la ocasión de aplicarla. Tuya, ANA
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Sábado 15 de enero de 1944
Querida Kitty: No tiene sentido describirte a cada paso nuestras disputas y querellas en sus menores detalles. Para ser breve te diré que ya no usamos en común con los Van Daan muchas de las provisiones, como la mantequilla y la carne, y que hacemos freír nuestras patatas fuera de la cocina común. Desde hace algún tiempo, nos concedemos un pequeño suplemento de pan negro, porque, a partir de las cuatro de la tarde, empezamos a sentirnos obsesionados por la hora de la cena, sin poder imponer silencio a nuestros estómagos vacíos. Ahora se acerca el cumpleaños de mamá. Kraler le ha traído azúcar, lo que despertó los celos de los Van Daan, pues la señora no recibió lo mismo en ocasión de su propio cumpleaños. Nuevas pullas, crisis de lágrimas y diálogos ásperos. ¡Bah! De nada vale que te fastidie con todo eso. Puedo decirte, Kitty, que ellos nos molestan cada vez más. Mamá ha hecho el voto irrealizable de abstenerse de ver a los Van Daan durante quince días. No ceso de preguntarme si el hecho de cohabitar con otras personas, sean quienes fueren, lleva forzosamente a las disputas. ¿O será que, en nuestro caso, hemos tenido especial mala suerte? ¿Es mezquina y egoísta la mayoría de la gente? Me parece útil haber aprendido algo sobre la mente humana, pero empiezo a sentirme cansada. Ni nuestras querellas ni nuestras ganas de aire y libertad pondrán fin a esta guerra; por eso estamos obligados a sacar de nuestra permanencia aquí el mejor partido, y hacerla soportable. En este momento parezco discurrir razonablemente; no obstante, si sigo aquí mucho tiempo más, corro también el riesgo de transformarme en una seca solterona. ¡Y tengo tantos deseos de ser una genuina adolescente! Tuya, ANA
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Miércoles 12 de enero de 1944
Querida Kitty: Elli ha vuelto hace quince días. Miep y Henk, enfermaron del estómago y no pudieron acudir durante dos días. En este momento, yo tengo la chifladura de la danza clásica y ensayo seriamente mis pasos todas las noches. Con una combinación azul cielo con puntillas, mamá me ha fabricado una túnica de danza ultramoderna. Una cinta estrecha alforzada en lo alto la cierra por encima del pecho, y en el talle otra cinta, rosada, más ancha completa el efecto. He tratado en vano de transformar mis zapatillas de gimnasia en escarpines de bailarina. Mis miembros adormecidos empiezan a soltarse, exactamente como antes. Uno de los ejercicios es formidable: sentada en el suelo tomo un talón en cada mano, y levanto ambas piernas sin doblar las rodillas. Debo utilizar un almohadón como apoyo, para no maltratar demasiado mi pobre traserito. El último libro leído por los mayores es Ochtend zonder Wolken (Amanecer sin nubes). Mamá lo ha encontrado extraordinario; en él se habla mucho de los problemas de la juventud. Yo me he dicho a mi misma, bastante irónicamente: «¡Trata primero de comprender un poco a la juventud que tienes a tu alrededor!». Pienso que mamá se engaña sobre nuestras relaciones con nuestros padres; cree ocuparse constantemente de la vida de sus hijas y se considera única en su género. En todo caso, eso sólo puede referirse a Margot, pues mamá nunca ha pensado en los problemas ni en los pensamientos que me preocupan. No tengo el menor deseo de hacerle notar que uno de sus retoños es diferente a la imagen que ella se forja de él, porque se sentiría consternada y, desde luego, no sabía obrar de otra manera; por consiguiente, prefiero ahorrarle el pesar que ello le causaría, tanto más que para mí en nada cambiaría la situación. Mamá se percata bien de que yo la quiero menos que Margot, pero imagina que sólo se trata de una etapa difícil de mi vida. Margot se ha vuelto tan amable que no la reconozco; ya no enseña las uñas tan a menudo, y nos hemos hecho muy amigas. Ha dejado de tratarme como si yo fuera una chiquilla insignificante. Parecerá raro, pero a veces me miro como si viera por otros ojos que los míos. Entonces, bien a mis anchas, examino las cuestiones de una cierta «Ana»; recorro las páginas de mi vida, como si se tratara de una extraña. Antes, en nuestra casa, cuando no reflexionaba tanto, tenía en ocasiones la sensación de no formar parte de mi familia. Durante cierto tiempo interpreté asimismo el papel de huérfana; o me dirigía a mí misma múltiples reproches, diciéndome que nadie tenía la culpa si yo quería hacerme la víctima, cuando todo el mundo era tan bueno conmigo. Luego llegó un momento en que me esforcé por ser amable: por la mañana, al oír pasos en la escalera, esperaba ver entrar a mamá, para darme los buenos días; era afectuosa con ella; pero también porque me sentía feliz de verla tan amable contigo. Luego, bastaba una de sus observaciones un poco ásperas para que yo me fuera a la escuela toda desalentada. Al regreso, la disculpaba, diciéndome que podía tener preocupaciones; llegaba, pues, a casa muy alegre, hablaba por diez, hasta que la misma cosa se repetía y volvía a irme, pensativa, con mi bolsón con útiles. Otra vez regresaba con la firme intención de enfurruñarme, lo que olvidaba enseguida, tantas eran las novedades que tenía que contar; ellas eran dirigidas evidentemente a mamá, que, en mi opinión, debía estar siempre dispuesta a escucharme en cualquier circunstancia. Después pasó nuevamente por una época en la que no escuchaba los pasos por la mañana, me sentía sola, y mojaba una vez más de lágrimas la almohada. Aquí, en la clandestinidad, las cosas se han agravado aún más. En fin, tú lo sabes. Pero, no obstante todas estas dificultades, Dios me ha socorrido y me ha enviado a... ¡Peter! Juego un momento con mi medalloncito, lo beso y pienso: «Después de todo, ¿qué más da? Tengo a mi Peter y nadie lo sabe». Así, puedo pasar por alto cualquier desaire. ¿Quién sospechará lo que sucede en la mente de una chica? Tuya, ANA
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Viernes 7 de enero de 1944
Querida Kitty: ¡Qué tonta soy! Me he olvidado completamente de contarte las historias de mis otros admiradores. Cuando era muy chica -eso data del jardín infantil- le tomé simpatía a Karel Samson. Su padre había fallecido, y vivía con su madre en casa de una tía. Robby, el primo de Karel. Yo no prestaba atención a la belleza, y durante muchos años quise mucho a Karel. jugábamos siempre juntos, pero fuera de eso, mi amor no halló reciprocidad. Enseguida, Peter Wessel apareció en mi camino, y aunque de un modo muy infantil me enamoré de él. Peter también me encontraba simpática, y, durante todo un verano, fuimos inseparables. Cuando pienso en ello, nos veo todavía atravesar las calles de la mano, él con su traje de algodón blanco, yo con un corto vestido de verano. Al término de las vacaciones, al regreso a las clases, él había pasado a la escuela secundaria, y yo estaba todavía con los pequeños. Venía a buscarme a la escuela, o bien yo iba a buscarle a la suya. Peter Wessel era la imagen misma de la belleza, alto, delgado, con un rostro serio, calmo e inteligente. Tenía cabellos negros y ojos castaños magníficos, tez mate, mejillas tersas y nariz puntiaguda. Me enloquecía su risa, que le daba un aspecto audaz de muchacho travieso. Luego me fui al campo para las vacaciones. Entretanto, Peter se había mudado, para ir a vivir con un compañero mucho mayor que él. Este sin duda le hizo notar que yo no era todavía más que una mocosa. Resultado: Peter me dejó. Yo lo amaba a tal punto, que no podía resignarme, y no me desprendía de él; hasta el día en que comprendí que, si me empecinaba así por más tiempo, me tomarían por una buscona. Pasaron los años, Peter tenía amigas de su edad, y ya no se tomaba el trabajo de saludarme; pero yo no podía olvidarlo. En el liceo judío, muchos muchachos de mi clase se habían enamorado de mí; eso me halagaba, pero sin causarme la menor impresión. Luego fue Harry quien se prendó de mí, más seriamente, pero, como ya lo he dicho, nunca volví a enamorarme. Según un dicho popular, las heridas se curan con el tiempo, y así solía sucederme. Creí haber olvidado a Peter Wessel, pensando que ya no me impresionaba. Sin embargo, su recuerdo vivía tan fuerte en mí, en mi subconsciente, que a veces me he sentido celosa de sus otras amigas, y por esta razón ya no lo encontraba tan atractivo. Esta mañana he comprendido que nada cambió entre nosotros; al contrario, mi amor por él ha crecido y madurado conmigo. Ahora veo bien que Peter debía de juzgarme muy niña para él; pero eso no me impedía sufrir por su olvido total. Desde que su rostro se me ha aparecido tan claramente, tengo la certeza de que nadie podrá nunca adentrarse tan profundamente en mi corazón. Me siento toda turbada por ese sueño. Cuando papá me besó esta mañana, hubiera querido gritarle: «¡Oh, si tú fueras Peter!». No puedo hacer nada sin pensar en él; durante todo el día no he cesado de repetirme: «¡Peter! ¡Querido Peter!...... ¿Quién podrá ayudarme ahora? No me queda más que proseguir la vida de todos los días y rogar a Dios que si alguna vez salgo de aquí, Peter se cruce nuevamente en mi camino, y al leer en mis ojos mis sentimientos diga: «¡Oh Ana! ¡Si yo lo hubiera sabido, hace mucho tiempo que hubiera acudido a ti!». Al mirarme al espejo, me he encontrado completamente cambiada. Veo mis ojos claros y profundos, mis mejillas teñidas de rosa, lo que no me sucedía desde hace muchas semanas; mi boca parece también más dulce. Parezco dichosa y, sin embargo, no sé qué pensamiento triste ha hecho desaparecer súbitamente la sonrisa de mis labios. No puedo ser dichosa, porque debo decirme que estoy lejos de los pensamientos de Peter Wessel. Con todo, sigo viendo sus hermosos ojos que me miran, y siento todavía su mejilla fresca contra la mía... ¡Peter, Peter! ¿Cómo apartarme nuevamente de tu imagen? ¿Quién podría ocupar tu lugar sin convertirse en un vil remedo? Te amo. Con un amor incapaz de crecer más en mi corazón. Es tan fuerte, que necesita expandirse y revelarse en mí de un solo golpe, en toda su magnitud. Hace una semana, ayer mismo, si me
hubieran preguntado cuál de mis amigos sería para mí el mejor marido, habría contestado: «No lo sé»; mientras que ahora lo gritaría con todas mis fuerzas: «¡Peter Wessel! ¡Porque lo amo de todo corazón, con toda mi alma! ¡Y me abandono completamente a él!». Con una sola reserva: que sólo toque mi cara. Una vez que hablábamos sobre sexualidad, papá me dijo que yo aún no podría comprender aquel deseo. Pero yo sí sabía más de lo que él sospechaba. ¡Nada me es tan caro como tú, mi Peter! Tuya, ANA
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Jueves 6 de enero de 1944
Querida Kitty: Como mi deseo de hablar de veras con alguien se ha vuelto por fin demasiado fuerte, se me ha ocurrido elegir a Peter. Más de una vez he entrado en su cuartito. Lo encuentro muy simpático. Pero como Peter, por huraño que sea, nunca le cerraría la puerta a nadie que fuera a visitarle, no me quedaba mucho tiempo, por miedo a que me juzgara fastidiosa. Siempre buscaba un pretexto para quedarme a su lado, como casualmente, para charlar, y ayer se presentó esa oportunidad. Se ha apoderado de Peter una verdadera pasión por los crucigramas y se pasa en eso todo el día. Me puse a ayudarlo y, bien pronto, nos hallamos el uno frente al otro en su mesita, él en la silla, yo en el diván. Experimentaba una extraña sensación al mirar sus ojos profundamente azules y su sonrisa misteriosa en la comisura de los labios. Pude leer en su rostro su embarazo. Su falta de aplomo y, al mismo tiempo, una sombra de certidumbre de saberse hombre. Al ver sus torpes movimientos, algo se estremeció en mí. No pude impedirme de mirar sus ojos oscuros, de cruzar nuestras miradas una y otra vez, suplicándole con las mías, de todo corazón: «¡Oh, cuéntame todo cuanto te ocurre, no debes temerle a mi verborrea! Pero la velada transcurrió sin nada de esencial, salvo que yo le hablé de esa manía de sonrojarme, no con las palabras que empleo aquí, evidentemente, sino que para señalarle que él también cobraría aplomo con rapidez. Por la noche, en la cama, esta situación me pareció muy poco regocijante, y francamente detestable la idea de implorar los favores de Peter. ¿Qué no haría por satisfacer mis más íntimos anhelos? La prueba: mi propósito de ir a ver a Peter más a menudo y hacerle hablar. Pero no hay que pensar que estoy enamorada de Peter. Nada de eso. Si los Van Daan hubieran tenido una hija en lugar de un hijo, igualmente habría tratado de buscar su amistad. Esta mañana, al despertarme alrededor de las siete, recordé enseguida lo que había soñado. Estaba sentada en una silla, y enfrente de mí Peter... Wessel; hojeábamos un libro con ilustraciones. Mi sueño fue tan claro, que me acuerdo todavía, parcialmente, de los dibujos. Pero no termina aquí. De repente, la mirada de Peter se cruzó con la mía, y me hundí largamente en sus hermosos ojos de un castaño aterciopelado. Luego Peter dijo con acento muy dulce: «¡Si yo lo hubiera sabido, hace mucho tiempo que habría acudido a ti!». Bruscamente me volví, porque no podía ya dominar mi turbación. Enseguida sentí una mejilla contra la mía; una mejilla muy suave,fresca y bienhechora... Era delicioso, infinitamente delicioso... En ese instante me desperté. Su mejilla estaba aún contra la mía, y seguía sintiendo sus ojos morenos que miraban hasta el fondo de mi corazón, tan profundamente que él podía leer en ellos cuánto lo había amado y cuánto lo amo todavía. Mis ojos se llenaron de lágrimas ante la idea de haberle perdido de nuevo, pero al mismo tiempo me regocijó la certidumbre de que aquel Peter sigue siendo mi predilecto y lo será siempre. Es curioso notar cuántas imágenes concretas me acuden durante el sueño. Una vez vi a Ani (mi otra abuela) tan claramente ante mí, que pude distinguir en su piel las gruesas arrugas aterciopeladas. Enseguida se me apareció abuelita como ángel guardián; tras ella, Lies, que representa para mí el símbolo de la miseria de todas mis amigas y de todos los judíos. Cuándo rezo por ella, rezo por todos los judíos y por todos los desamparados... ¡Y ahora, Peter, mi querido Peter! Nunca antes, se me había aparecido tan claramente. Lo he visto ante mí. No necesito una fotografía suya. Lo veo. ¡No puedo verlo mejor! Tuya, ANA
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Miércoles 5 de enero de 1944
Querida Kitty: Hoy voy a contarte dos cosas. Será largo. Pero es absolutamente necesario que hable de esto con alguien, y nadie más que tú, que yo sepa, puede guardar silencio, ocurra lo que ocurra. Primero se trata de mamá. Me he quejado mucho de ella, porque ahora hago cuanto puedo por demostrarle una mayor amabilidad. De repente, acabo de descubrir lo que le falta. Mamá nos ha dicho ella misma que nos considera como amigas suyas más que como hijas. Es muy bonito, no digo que no; sin embargo, una amiga no puede reemplazar a una madre. Necesito ver en mi madre un ejemplo que pueda seguir, quiero poder respetarla. Algo me dice que Margot no piensa en absoluto como yo, y que nunca comprendería lo que acabo de decirte. En cuanto a papá, él evita toda conversación concerniente a mamá. En mi opinión una madre debe ser una mujer cuya primera cualidad sea el tacto, sobre todo frente a hijas de nuestra edad, y que no obre como mamá, que se burla de mí cuando lloro, no por dolor físico, sino por otro motivo. Hay una cosa, quizás insignificante, pero que nunca le he perdonado. Hace mucho tiempo, antes de venir al anexo, tuve que ir un día al dentista. Mamá y Margot me acompañaron, y estuvieron de acuerdo en que llevara mi bicicleta. Al salir las tres del dentista, mamá y Margot me dijeron que iban al centro para ver o comprar algo, ya no recuerdo exactamente. Quise seguirlas, pero me despidieron, porque iba en bicicleta. Me sentí tan furiosa, que las lágrimas me subieron a los ojos, lo que las hizo soltar la carcajada. Entonces, yo lo vi todo rojo, y les saqué la lengua, así, en plena calle. Una viejecita que pasaba por allí en ese instante me miró muy asombrada. Volví a casa, y debí llorar largo rato. Es curioso, pero la herida que mamá me causó en aquel momento me sigue doliendo todavía cuando lo pienso. Va a serme difícil hablarte de la segunda cosa, porque se trata de mí misma. Ayer leí un artículo de la doctora Sis Heyster, a propósito de la manía de ruborizarse. Este artículo parece dirigirse a mí sola. Aunque no enrojezco con tanta facilidad, me parece que las otras cosas de que habla se aplican perfectamente a mí. He aquí, poco más o menos, lo que escribe: una muchacha durante los años de pubertad, se repliega en sí misma y empieza a reflexionar sobre los milagros que se producen en su cuerpo. Yo también noto esta sensación; por eso, en estos últimos tiempos, me siento cohibida delante de Margot y de mis padres. En cambio, aunque sea más tímida que yo, Margot no demuestra la menor inhibición. Lo que me sucede me parece maravilloso; no sólo las transformaciones visibles de mi cuerpo, sino lo que se verifica en mi interior. Aun cuando yo nunca hable a nadie de mí misma, ni de todas estas cosas, pienso en ellas y las refiero aquí. Cada vez que estoy indispuesta -sólo me ha sucedido tres veces- tengo la sensación de llevar en mi un secreto muy tierno, a despecho del dolor, de la laxitud y de la suciedad; es porque, a pesar de los pequeños fastidios de esos pocos días, me regocijo en cierto modo desde el momento en que voy a sentir ese secreto una vez más. Sis Heyster dice también en su artículo que las muchachas de esta edad no están muy seguras de sí mismas, pero no tardarán en reconocerse mujeres, con sus ideas, sus pensamientos y sus hábitos personales. En lo que a mí respecta, como me encuentro aquí desde alrededor de mi decimotercer año, he comenzado a reflexionar sobre mí misma mucho antes que las otras muchachas, y a sentirme «persona». Por la noche, en la cama, siento a veces una necesidad inexplicable de tocarme los senos y percibir la calma de los latidos regulares y seguros de mi corazón. Inconscientemente, tuve sensaciones semejantes mucho antes de venir aquí, porque recuerdo que una vez al dormir con una amiga, tuve la irresistible necesidad de besarla, lo que entonces hice. Su cuerpo, con el que ella siempre se había mostrado recatada, me despertaba una gran curiosidad. Le pregunté si, como prueba de amistad, no me permitiría palpar sus senos, haciendo ella lo mismo con los míos; pero mi amiga se negó. Cada vez
que veo la imagen de una mujer desnuda, como, por ejemplo, Venus, me quedo extasiada. Me ha sucedido encontrar eso tan maravillosamente bello, que me ha costado retener las lágrimas. ¡Ah, si sólo tuviera una amiga! Tuya, ANA
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Domingo 2 de enero de 1944
Querida Kitty: Esta mañana al hojear mi diario, me he detenido en algunas cartas que hablaban de mamá, y me sentí aterrada por las palabras duras que utilicé para ella. Me he preguntado: «Ana, ¿viene verdaderamente de ti ese odio? ¿Es posible? Estupefacta: con una de las hojas en la mano, he tratado de descubrir las razones de esa cólera, de esa especie de odio que se habían apoderado de mí al punto de confiártelo todo. Porque mi conciencia no se calmará hasta que haya aclarado contigo estas acusaciones. Olvidemos un momento cómo llegué a eso. Sufro y he sufrido siempre de una especie de mal moral; es algo así como si, habiendo mantenido mi cabeza bajo el agua, viera yo las cosas, no tales como son, sino deformadas por una óptica subjetiva; cuando me hallo en ese estado, soy incapaz de reflexionar sobre las palabras de mi adversario, lo que me permitirá obrar en armonía con aquel a quien he ofendido o herido con mi temperamento demasiado colérico. Me repliego entonces en mí misma, sólo veo mi yo, y derramo sobre el papel mis alegrías, mis burlas y mis pesares, sin pensar más que en mi propia persona. Este diario tiene mucho valor para mí, porque forma parte de mis memorias; sin embargo, en muchas páginas podría añadir: «Pasado». Estaba furiosa con mamá, y a veces sigo estándolo. Ella no me ha comprendido, es verdad; pero yo, por mi parte, tampoco la he comprendido a ella. Como me quería de veras, me demostraba su ternura; pero, como yo la colocaba a menudo en una situación desagradable y, además, las tristes circunstancias la habían puesto nerviosa e irritable, ella me reñía... lo que, al fin y al cabo, era comprensible. Me lo tomé demasiado en serio al sentirme ofendida, al ponerme insolente y mostrarme mal dispuesta hacia ella, lo que no podía menos que apesadumbrarla. En el fondo, sólo hay malentendidos y desacuerdo de una parte y de la otra. Nos hemos envenenado mutuamente. Pero eso pasará. He sido incapaz de admitirlo, y me he apiadado de mi misma, lo que es asimismo comprensible. Cuando se tiene un temperamento tan vivo como el mío, surge la cólera, tras el enojo. En otro tiempo, antes de mi vida antes de mi vida enclaustrada, esta cólera se traducía en algunas palabras vehementes, en algunos golpecitos de pie a espaldas de mamá, y con eso me calmaba. Esa época, en la que, podía provocar fríamente en mamá una crisis de lágrimas, ha sido bien superada. Me he vuelto más razonable, y, asimismo, mamá está un poco menos nerviosa. Cuando ella me fastidia, casi siempre me callo, y ella hace otro tanto, por lo que todo parece marchar mejor. Me es imposible sentir por mi madre el amor apegado de una hija. Me falta tal sentimiento.
Acallo mi conciencia con la idea de que el papel es menos sensible que mamá; porque ella, fatalmente, llevaría mis injurias en su corazón. Tuya, ANA
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Miércoles 29 de diciembre de 1943
Querida Kitty: Anoche me sentí nuevamente triste. Volví a acordarme de abuelita y de Lies. ¡Abuelita! ¡Oh, la querida abuelita! ¡Qué buena y dulce era! Ignorábamos que padecía de una enfermedad muy grave. ¿Lo deseaba ella así? ¡Qué fiel nos era abuelita! Nunca hubiese dejado que nos derrumbáramos. Yo podía hacer cualquier cosa, ser insoportable a último grado, pero ella siempre me disculpaba. Abuelita, ¿me quisiste realmente o tú tampoco me comprendiste? No sé. Nadie iba nunca a confiarse con abuelita. ¡Qué sola debía de sentirse, a pesar del cariño de todos nosotros! Hay quien puede sentir la soledad, aunque esté rodeado de afectos, si para nadie es el Amado con A mayúscula. ¿Y Lies? ¿Vive aún? ¿Qué hace? ¡Oh Dios, protégela y devuélvenosla! Lies, tú me haces entrever lo que hubiera podido ser mi suerte; constantemente me pongo en tu lugar. ¿Por qué, entonces, tomar tan en serio lo que sucede en casa?. ¿No debería sentirme contenta, dichosa y satisfecha, salvo cuando pienso en ella y los que comparten su desgracia? Soy egoísta y cobarde. ¿Por qué debo afligirme y pensar siempre en las peores desgracias hasta gritar de miedo? Porque mi fe, a pesar de todo, no es bastante fuerte. Dios me ha dado más de lo que merezco y, sin embargo, cada día sigo acumulando culpas. Cuando pienso en mi prójimo, es como para llorar todo el día. Sólo resta implorar a Dios para que haga un milagro y salve todavía algunas vidas. ¡con tal de que El escuche mis plegarias! Tuya, ANA
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Lunes 27 de diciembre de 1943
Querida Kitty: El viernes a la noche recibí por primera vez en mi vida un regalo de Navidad. Miep, Elli, Koophuis y Kraler nos prepararon una deliciosa sorpresa. Miep hizo torta de Navidad, adornada con estas letras: «Paz 1944». Elli nos regaló medio kilo de galletas, calidad de preguerra. Peter, Margot y yo recibimos cada uno un frasco de yogur, y los mayores, una botella de cerveza. Todo estaba muy lindamente envuelto, con una imagen en cada paquetito. Aparte de eso, los días de Navidad pasaron rápidamente para nosotros. Tuya, ANA
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Sábado 25 de diciembre de 1943
Querida Kitty: Este día de Navidad me recuerda muy particularmente la historia de una amor de juventud que Pim me contó el año pasado, por la misma época. Entonces, no podía comprender tan bien el sentido de sus palabras. ¡Cómo me gustaría que volviera a hablarme de eso! Al menos, podría probarle mi simpatía. Pim debió de contarlo por necesidad de confiarse a alguien, aunque sólo fuera una vez, él, el confidente de tantos «secretos del corazón», porque Pim no habla nunca de sí mismo. No creo que Margot tenga la menor idea de todo cuanto papá ha sufrido. ¡Pobre Pim! No podrá hacerme creer que lo ha olvidado todo. No olvidará jamás. Se ha vuelto tolerante. Confío en que, más tarde, seré un poco como él, sin tener que pasar por todo eso. Tuya, ANA
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Viernes 24 de diciembre de 1943
Querida Kitty: Ya sabes hasta qué punto nos vemos afectados por la atmósfera del anexo. En mi caso, eso cobra proporciones inquietantes. «Himmelhochjauchzend, zum Tode btrubt».* Esto podría aplicarse a mí. Me siento en el primer estado al pensar en todo lo que disfrutamos aquí, comparado con lo que les ocurre a otros judíos; y en el segundo caigo frecuentemente, como hoy, por ejemplo, a raíz de la visita de la señora Koophuis, que nos ha hablado de su hija Corrie; ella va a remar con sus amigos, participa en actividades de un teatro de aficionados, práctica deportes. No creo estar celosa de Corrie, pero al oír hablar de su vida mi deseo de reír y divertirme alocadamente se vuelve más fuerte. Sobre todo ahora, durante las vacaciones de Navidad, encerrados como estamos entre cuatro paredes, cual parias. Quizás esté mal hablar de eso, puedo parecer ingrata, y sin duda exagero. Sea lo que fuera lo que tú puedas pensar, soy incapaz de reservarme tales cosas para mí, y retorno a lo que ya dije al principio: «El papel es paciente». Cuando alguien llega al anexo desde la calle, el viento en sus ropas y el frío coloreando sus cachetes, quisiera ocultar mi cabeza debajo de las frazadas para hacer callar este pensamiento: «¿Cuándo podremos respirar aire fresco?». Y como no puedo esconder la cabeza debajo de las frazadas, sino que, al contrario, me veo obligada a mantenerla alta y mostrarme valiente, los pensamientos vienen y vuelven, innumerables. Créeme: después del año y medio de vida enclaustrada, hay momentos en que la copa rebasa. Sea cual fuere mi sentido de la justicia y de la gratitud, no me es posible ahuyentar tales ideas. Ir en bicicleta, bailar, silbar, mirar a la gente, sentirme joven y libre; tengo sed y hambre de todo eso, y debo esforzarme para disimularlo. Imagínate que los ocho empezáramos a quejarnos y a poner mala cara. ¿Adónde iríamos a parar? A veces me hago esta pregunta: «¿Existe alguien en el mundo capaz de comprenderme, sea o no judío, y que viera en mí a la muchacha que pide nada más que una cosa: divertirse, gozar de la vida?». Lo ignoro, no podría hablar de eso con nadie, porque me echaría a llorar. Sin embargo, llorar alivia en ocasiones. Pese a mis teorías y a lo que me atormenta, la verdadera madre que yo imagino y que me atormenta, la verdadera madre que yo imagino y que me comprendería me falta a cada instante. Todo cuanto pienso, todo cuanto escribo le está dedicado, en la esperanza de llegar a ser más tarde para mis hijos la «Mamita» cuya imagen me he forjado. Una «Mamita», que no tomaría necesariamente en serio todo lo que se dice en las conversaciones generales, pero que sí consideraría seriamente lo que yo dijera. Sin que pueda explicar por qué, me parece que lo expresa todo. Con el fin de aproximarme a mi ideal, he pensado llamar a mamá «Mammi», para no decir «Mamita». Ella es, por así decir, la «Mamita» incompleta. ¡Cuánto me gustaría llamarla así! Y, sin embargo, ella ignora todo eso. Afortunadamente, porque se apenaría demasiado. Pero ya me he desahogado bastante. Al escribir estas líneas he resucitado un tanto. Tuya, ANA
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Miércoles 22 de diciembre de 1943
Querida Kitty: Una gripe fastidiosa me ha impedido escribir con regularidad. Es horrible estar enferma en circunstancias semejantes. Cada vez que sentía deseos de toser, me acurrucaba bajo las frazadas, tratando de imponer silencio a mi garganta, con el resultado de que la irritaba más; debían entonces calmarme con leche y miel, azúcar y pastillas. Cuando pienso en todos los tratamientos que tuve que soportar, me dan todavía vértigos. Exudorantes, compresas húmedas, cataplasmas en el pecho, tisanas calientes, gargarismos, unturas, cocciones, limones exprimidos, el termómetro cada dos horas e inmovilidad completa. Me pregunto cómo me he repuesto habiendo pasado por todo eso. Lo más desagradable era tener sobre mi pecho desnudo la cabeza llena de brillantina de Dussel, dándoselas de médico y queriendo sacar conclusiones de los ruidos de mi pobre tórax. No sólo sus cabellos me cosquilleaban terriblemente, sino que me sentía en extremo incómoda, por más que hace unos treinta años obtuvo su diploma de médico. ¿Qué venía ese tipo a hacer sobre mi corazón? No es mi bienamado, al menos que yo sepa. Por lo demás, me pregunto todavía si es capaz de distinguir entre los ruidos normales y los dudosos, porque sus oídos necesitarían urgentemente una buena intervención; me parece que cada vez está más sordo. Ya he hablado bastante de enfermedades. Basta. Me siento mejor que nunca, he crecido un centímetro, aumenté un kilo, estoy pálida y me siento impaciente por recomenzar mis estudios.
No tengo ninguna novedad sensacional que anunciarte. Por extraordinario que parezca, todo el mundo se entiende bien en casa, nadie se pelea; no habíamos conocido una paz semejante desde hace por lo menos seis meses. Elli no ha vuelto todavía. Para Navidad tendremos una ración suplementaria de aceite, bombones y mermelada. No puedes imaginarte lo magnífico que es mi regalo: un broche hecho con monedas de cobre, brillante como el oro, en fin, espléndido. El señor Dussel ha regalado a mamá y a la señora Van Daan una hermosa torta, para cuya preparación comisionó a Miep. Pobre Miep, le he preparado una pequeña sorpresa como también a Elli. Pedí al señor Koophuis que encargara pastelitos de mazapán con el azúcar de mi avena matinal, que he estado economizando durante dos meses. Llovizna. La estufa humea. Lo que se come pasa en el estómago, provocando detonaciones por todas partes. Las mismas noticias por la radio. La moral, por el suelo. Tuya, ANA
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Lunes 6 de diciembre de 1943
Querida Kitty: Al aproximarse la fiesta de San Nicolás, todos pensábamos inconscientemente en la bonita cesta del año pasado; por eso me parecía tanto más penoso dejar pasar la fiesta este año. Por largo tiempo me devané los sesos para dar con algo entretenido que pudiera divertirnos. Después de haber consultado a Pim, nos dedicamos inmediatamente a componer un pequeño poema para cada miembro del anexo. El domingo en la noche, a las ocho y cuarto, subimos a casa de los Van Daan, cargados con la cesta de la ropa, decorada por nosotros con siluetas y lazos azules y rosas recortados en papel de seda. La parte superior estaba cubierta con gran papel de envolver, al cual se hallaba pegada una carta. Una sorpresa de tal envergadura causó visiblemente gran impresión. Yo desprendí la cartita y leí en alta voz: Santa Clara está aquí otra vez, aunque no exactamente como el año pasado; ya no es posible celebrar ese día con aquella fe y profunda alegría. Entonces, sí, éramos optimistas y creíamos firmemente en la victoria. Pensábamos celebrar este año una alegre fiesta en libertad. Pero puesto que de aquel día guardamos recuerdo, y aunque los regalos brillen por su ausencia, cada uno puede mirar y un su zapato encontrar... Cuando papá hubo levantado el papel que tapaba la cesta, su contenido provocó estallidos de risa interminables. Cada habitante del anexo pudo recobrar allí dentro el zapato que le pertenecía, en cuyo interior habíamos escrito cuidadosamente el nombre y la dirección del propietario. Tuya, ANA
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Sábado 27 de noviembre de 1943
Querida Kitty: Anoche, antes de dormirme, tuve de repente una visión: Lies. La vi ante mí, cubierta de harapos, el rostro enflaquecido y hundido. Sus ojos me miraban fijamente, inmensos, muy tristes y llenos de reproche. Podía leer en ellos: «¡Oh, Ana! ¡por qué me has, abandonado? ¡Ayúdame, ven a auxiliarme, hazme salir de este infierno, sálvame!». Me es imposible ayudarla. Sólo puedo ser espectadora del sufrimiento y de la muerte de los otros, y rogar a Dios que algún día pueda volver a verla. Vi solamente a Lies, a nadie más, y ahora comprendo. La juzgué mal,. yo era demasiado joven. Ella se había encariñado con su nueva amiga, y yo procedí como si quisiera quitársela. ¡Por lo que ha debido pasar! Sé lo que es eso, porque también yo lo he experimentado. Antes, me sucedía, como un relámpago, que lograba comprender algo de su vida, pero enseguida volvía a caer mezquinamente en mis propios placeres y resabios. Fui mala. Ella acaba de mirarme con ojos suplicantes y rostro pálido. ¡Ah, que desamparada está! ¡Si tan solo pudiera ayudarla! ¡Dios mío! Cuando pienso que yo aquí tengo todo cuanto puedo desear, y que ella es víctima de una suerte terrible. Ella era por lo menos tan piadosa como yo. También quería siempre el bien. ¿Por qué la vida me ha elegido a mí y por qué la muerte la aguarda quizás a ella? ¿Qué diferencia había entre ella y yo? ¿Por qué estamos tan alejadas la una de la otra? A decir verdad, la había olvidado desde hacía meses. Sí, desde hacía casi un año. Acaso no completamente, pero nunca se me había aparecido así, en toda su miseria. Lies, si vives hasta el final de la guerra y vuelves a nosotros, espero poder reunirme contigo y compensarte un poco por mi omisión. Pero es ahora cuando ella necesita de mi socorro y no más tarde. ¿Piensa todavía en mí? En caso afirmativo, ¿de qué manera? ¡Dios mío, protégela, para que al menos no esté sola! ¡Oh!, si Tú pudieras decirle que la compadezco y la quiero, tal vez encontraría la fuerza para soportar sus males. Que así sea. Porque no veo solución. Sus grandes ojos me persiguen aún, no me abandonan. ¿Habrá encontrado Lies la fe en sí misma, o le habrán enseñado a creer en Dios? Ni siquiera lo sé. Nunca me tomé el trabajo de preguntárselo. Lies, Lies, si pudiera sacarte de allí, si al menos pudiese compartir contigo todo lo que yo disfruto. Es demasiado tarde, ya no puedo ayudarla, reparar mis errores. Pero nunca más la olvidaré, y rezaré siempre por su suerte, Tuya, ANA
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