Refugiada africana en Dover. Sobrevivo para poder vivir. «Uphila kuwe. Uphila nakum» Nakupenda... #SpanishHPFakes
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Mi nuevo hogar en el barrio de Brixton, Londres. Una suerte de casa en un piso abandonado donde viven muchas personas
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BRIXTON: el Bronx de Londres
El barrio Brixton, conocido como Brixton Market, se encuentra al sur de Londres y se caracteriza por contar con una amplia y variopinta población, cuyos integrantes son en su mayoría de origen afrocaribeños. Es un rincón londinense en el que se respira multiculturalidad y una gran alegría.
La música invade las calles a todas horas y es normal ver a mucha gente disfrutando del tiempo en las terrazas y en las mismas aceras. Además, a lo largo de la semana suele haber numerosos e interesantes planes para pasarla bien entre amigos. Actuaciones en directo y mercados de artesanías y productos regionales son los protagonistas del barrio y dotan al sur de Londres de un color y un aroma inolvidable.

El barrio de Brixton para muchos es sinónimo de delincuencia, y aunque al día de hoy no es este el verdadero distintivo del lugar, todavía carga con esas etiquetas históricas que durante mucho tiempo lo ubicaron entre las zonas más peligrosas de Londres.
Durante mucho tiempo el sur de Londres fue un terreno atractivo para servir de residencia a personas venidas de otras partes del mundo y se convirtió en el barrio centroamericano por excelencia. Tal es así que entre las décadas del 70 y 80 casi toda la población era de origen afrolatino.

Entre los hechos decisivos de la historia de este barrio habría que señalar los disturbios de Brixton de 1981, un enfrentamiento entre civiles y militares que tuvo serias consecuencias: hubo varias muertes y centenares de personas salieron heridas. Este incidente provocó que se corriera la voz de lo peligroso que resultaba el barrio, en el que delincuencia, pobreza y conflictos raciales se daban la mano.
Dicen que ya no es lo que era, pero siguen recomendando no salir por la noche. Ha sido la cuna de la droga, las pandillas, los robos y delitos a mano armada. Por ello, se han llevado a cabo múltiples operaciones policiales.
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“Al final termino por hacerle caso cuando señala por la ventanilla a través de la cual puedo ver un puente de carretera más sobre nuestras cabezas. Este barrio no me resulta nada agradable… hay una notoria dejadez, abandono, paredes pintarrajeadas, cierres echados, adoquines rotos y sucios, fachadas llenas de humedades. Algunos grupos de gente se amontonan en las esquinas, la mayoría de ellos son negros y por eso me pregunto dónde estamos… no quiero volver a una zona marginal donde los negros somos tratados como inferiores manteniéndonos apartados de los demás como si no formásemos parte de la civilización pero permanezco en silencio porque, sea lo que sea, es lo mejor que tengo ahora.Pasamos junto a bares, alguna farmacia, tiendas que no consigo identificar y, tras una ligera curva a la derecha, Ghâlib apaga la música y sigue un breve camino recto en el que todos aprovechan a quitarse los cinturones de seguridad. Hamza no tarda en imitarles y yo le imito a él como si me hubiera quedado sin iniciativa propia. Y es que estoy asustada y nerviosa.Al llegar a una tienda de comida rápida, el coche toma una curva a la derecha recorriendo una estrecha calle de una sola dirección en la que hay algunos automóviles aparcados, hierros amontonados en una pared sucia y envejecida, basura, palets de almacenaje y contenedores… y después lo que se me antojan dos muros altos de hierro azul. Parece que su función es tapar el cielo pero, cuando Ghâlib aparca, puedo ver por la ventanilla que ni siquiera son tan altos como me parecían… solo deben ser unas verjas construidas con la finalidad de cerrar un espacio al otro lado.”
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“—Mira, Anu, el Puente de la Torre.
—¿Qué puente, qué dices, Hamz… —en ese momento, al mirar al exterior descubro lo que me parece una barandilla azul que bordea la carretera a ambos lados. Más allá puedo ver una ciudad amurallada bajo un espléndido cielo abierto que se torna pálido. Tal vez no sea ninguna muralla pero a mí se me parece a un castillo.
Puedo ver el hermoso puente, su arco que se alza sobre nuestras cabezas cuando lo atravesamos. Parece la entrada a un castillo y es que de alguna manera es la entrada a la esperanza, mi tierra dorada, mi reino, mi sueño cumplido.
Hemos entrado a Londres desde el momento en que recorrimos el túnel Blackwall, pero esto se me antoja la mejor bienvenida a la ciudad.
Los ojos se me nublan ligeramente dibujando ondas en mi vista a causa de las lágrimas de emoción, pero ni eso consigue opacarme la visión del agua abriéndose debajo de nosotros. El río Támesis es casi un mar que rompe la ciudad colmándola de belleza. Su extensión perfecta deja que se respire su aroma en el ambiente. Puedo ver barcos flotar sobre sus calmadas aguas… algunos navegan dejando una estela espumosa a su paso y, aunque los camiones y algún autobús me tapan la imagen, cualquier hueco me deja ver la bonita estampa.
Es curioso que las personas que caminan por el arcén lo hagan ajenos a tanta belleza… pero no lo es tanto si me paro a pensar que están tan acostumbrados al Támesis y a la magnificencia de Londres, que ni siquiera se detienen a disfrutar de su encanto. Y yo podría pasarme horas observando, viendo de lejos los altos y curiosos edificios modernos que parecen de cristal, los semáforos y las luces cambiar, las edificaciones tan raras que hasta llegan a parecer de algún mundo distópico.
Ni siquiera Egipto y su característica arquitectura podría robarme tanto el corazón como cada rincón que descubro aquí.
Un grupo de niños con mochilas pasan por el arcén, hablando y riendo sin miedo alguno a la carretera... tal vez ellos no son tan diferentes a mí, solo en educación, cultura, socialización, comportamiento… y en que tienen una casa, estudian, ríen, tienen amigos que no tienen por qué perder… A lo mejor sí, a lo mejor somos muy diferentes y solo guardamos alguna que otra similitud. No me gusta dejar atrás el puente porque me maravillaba todo lo que he visto, pero el viaje continúa.”
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“Tras un breve rato de espera por un semáforo, Ghâlib aumenta la velocidad por la carretera y atrás queda ese colegio tornándose todo a ambos lados de nosotros de un verde esplendoroso que me lleva a hermosos lugares a los que volveré solo en mi memoria. Por primera vez desde que viajo en este coche, reparo en lo satisfactorio que es prestarle atención a la música cuando todas las voces se callan, y es que Hamza se ha quedado dormido y los demás prefieren no hablar o solo lo hacían para seguirle la corriente.
Con la frente apoyada en la ventanilla, contemplo cada cosa que dejamos atrás a una velocidad que no sabría decir, pues no es mucha pero sí más de lo que yo acostumbro a sentir.
Las calles son extrañas, porque a veces se cortan, y siguen al otro lado con solo un edificio, y luego vuelve a haber otro parque, o una carretera con coches aparcados… Creo distinguir una parroquia o una iglesia que me lleva a pensar en el padre Wood al que no hace mucho que he dejado atrás y seguro que está rezando por mí, para que mis pies no se confundan de camino.
Las grandes avenidas, las líneas amarillas en el asfalto, los muretes empedrados separando las zonas ajardinadas, los adoquines grises, las farolas altas, los carteles nombrando las carreteras y señalizando las diferentes direcciones, algunos árboles altos de tronco grueso y corteza vieja a diferencia de otros finos y de color más claro…
La gente ajena a todo, el cielo demasiado extenso para tanta indiferencia, el ruido extraño hasta el punto de alzarse por encima de todo y colarse profundo, el aire bendiciéndome como la caricia templada de una mano amada. Cierro los ojos dejándome llevar por lo que siento y no por lo que veo, respirando el aroma tan distinto que impregna el oxígeno.
Y así se me pasa el tiempo sin darme cuenta si no fuera porque la música cambia y suenan dos canciones más cuyos nombres no conozco, pero no puedo evitar quedarme con algo de cada una, como «Y dejé las huellas de pisadas, el barro manchado sobre la alfombra, y se endureció como lo hizo mi corazón cuando tú te fuiste de la ciudad», o esa otra que me transportó a mí misma conmigo: «Y te voy a echar de menos como un niño echa de menos su manta pero tengo que conseguir dar un impulso a mi vida. Ahora es tiempo de ser una chica grande, y las chicas grandes no lloran. No lloran, no lloran, no lloran».
No quiero que se percaten de que estoy atenta a la conversación, así que trato de disimular mirando por la ventanilla. Para mi sorpresa me encuentro con un Londres muy distinto: no hay tantos edificios, ni coches, ni transeúntes. Todo está mucho más despejado, pero también hay menos ruido y el cielo se puede ver mejor porque no se ven construcciones de tanta altura… lo que sí veo, son más grafitis en las paredes, más deterioro y menos vida. Pasamos bajo un puente teniendo delante la misma carretera vacía, a la izquierda algo tras una verja metálica, a la derecha carteles publicitarios de otra nueva serie en otra cadena y, más allá un edificio rojizo que se me antoja una iglesia, y muchos árboles que no me dejan ver más fondo. Sin embargo, el coche avanza y es por eso que descubro que, la supuesta iglesia es un taller de reparación de bicicletas. A nuestra izquierda dejamos una parada de autobús y el camino sigue recto hasta que se abren dos nuevas carreteras: una hacia la izquierda y otra hacia la derecha. Tomamos esta última y aunque el paisaje me sigue pareciendo muy diferente, este camino es mejor que el anterior y sin embargo el ruido repentino me hace cerrar los ojos casi al tiempo que me da náuseas la desagradable sensación de botar por una sucesión de baches en la carretera.”
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“Al otro lado hay muchas tiendas que ni siquiera alcanzo a identificar. No hay mucha gente en la calle, a lo mejor por la hora, pero me había imaginado Londres mucho más animado o es que también depende de la zona.
Me paso el camino en silencio, a diferencia de mis acompañantes, que hablan entusiasmados con Hamza ante su ansia por descubrir Londres. Yo me quedo con los motoristas, los llamativos coches, los camiones, las aceras por las que caminan con carros o bolsas de la compra, los ancianos con sus bastones, las madres con sus niños… me gusta, pero me entristece a partes iguales. Algo que me saca una sonrisa, es el aviso de Hamza sobre un mural de un perro pintado en un edificio oscuro. Me hace reír al pensar en los grafitis y el arte porque, viéndolo así, sí es arte. Puede que el arte, como todo en la vida, está en los ojos de quien lo mire como en ese alto y moderno edificio cuyo final no alcanzo a ver, pero me maravilla la forma de sus muros, el ladrillo oscuro y las columnas blancas, lo diferente que es a todo cuanto he visto antes y la idea de que ahí vive gente.
Cada vez que veo un portal, una casa o algo parecido a lo que nunca he tenido ni pude soñar, me imagino viviendo ahí, por eso decido bajar la vista y no seguir viendo nada más. ¿De qué sirve? Me espera un camino muy largo sin saber siquiera qué hacer como para estar soñando despierta con cosas que parecen estar muy lejos de mi alcance.
No puedo evitar resoplar porque el camino recto me agobia. Mis ojos se cruzan con una escultura en medio de la acera y me pregunto qué significará. No demasiados metros después una señal triangular anuncia algo por lo que Ghâlib reduce la velocidad. Miro a la otra acera y veo un gran edificio de ladrillo que debe ser el colegio. Es bonito, mucho más que el primer colegio que he visto. En la zona hay niños con mochilas, gente que pasa de largo y, entre ellos, un hombre con un perro grande sujeto a una correa.En las ciudades, los animales están por debajo de los humanos… en mi mundo, cualquier animal podía estar por encima de mí o, si no, al mismo nivel. Pero no había correas para ninguno. A mí jamás me ató un animal, jamás me dañaron, pero sí lo hicieron los humanos.”
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“Odio las curvas. Y odio la angustia de estar encerrada en este túnel entre cuatro puertas con tres desconocidos. Odio ver tantos coches, odio tener que seguir en la misma línea, no poder saltar las normas para circular más deprisa y volver a ver la luz del día. Odio el camino recto, tener que estar esperando y que se me haga tan eterno que Londres parece un sueño imposible que se ha quedado congelado en el tiempo en algún lugar entre mi deseo y mi miedo.Pero es entonces cuando un luminoso cartel verde me deja leer que quedan 120 yardas y atrás hemos dejado ya 1370. No debe ser nada… por eso tomo aire y lo guardo dentro de mí, aguantando hasta que ya no puedo más y lo suelto despacio, fijándome en la carretera que puedo ver a través del parabrisas. El bamboleo del coche me obliga a agarrarme a la puerta y trato de seguir respirando siendo consciente de que lo hago para que el túnel no me vuelva a traicionar, pero esta vez una luz blanquecina comienza a bañar el asfalto teñido por el dorado fulgor del techo y antes de que pueda darme cuenta, esa blancura me ciega atravesándome como nosotros la atravesamos a ella. Y entonces me encuentro de nuevo entre altos muros grises, pero ya puedo ver la calle al otro lado y por fin vuelvo a sentir que mi respiración fluye de nuevo.—Esto ya es otra cosa… —murmura Hamza logrando que le mire. Puedo sonreír aliviada y asiento con la cabeza mientras el coche deja atrás el túnel y en pocos segundos veo la carretera con más carriles y, a nuestra derecha, coches que van de frente en otros dos carriles. Ghâlib tuerce a la izquierda para proseguir el camino pues hay un cartel que anuncia C. London A 13 Docklands (A1206) City ExCel (A1020). Eso significa que ya estamos llegando al final del camino. Por eso me pregunto: ¿Y ahora qué?
Woolmore School es un edificio marrón que queda a la izquierda… si eso es un colegio, ¿cómo será lo demás? Mi colegio no era así… era un lugar con lo necesario para poder aprender, con lo imprescindible para estudiar y ya está. Pero, lo que llama mi atención, es un alto edificio al fondo que centellea bajo el sol. Es curioso y brillante y me pregunto qué habrá ahí. Sin embargo, mis ojos se quedan quietos en un cartel grande junto al que pasamos. Se encuentra en pos a una gran casa y se puede leer “boohooman.com” en grandes letras y, bajo estas “download the app”. Tres chicos negros con ropa deportiva y gafas de sol están fotografiados junto a las letras. Yo recuerdo a Johari enseñándome las aplicaciones de su smartphone y navegando en páginas web para descubrirme lo que era internet. Un sentimiento de nostalgia me invade: era feliz sin tener nada, pero me lo quitaron todo. Al apartar la mirada descubro un bonito autobús rojo de dos plantas. He visto autobuses en otros lugares, pero ninguno así. No alcanzo a ver nada del interior porque está lejos, al otro lado del carril separado por un trozo de acera peatonal vallada, pero me imagino dentro de él escuchando música despreocupadamente mientras escribo un mensaje a alguien, agarrada al palo para no desequilibrarme y caer. El autobús se pierde más allá alejándose de nosotros aunque Ghâlib conduce recto entre tantas personas y tantos automóviles que me agobia. Le escucho murmurar algo con Oussama, pero yo no puedo dejar de fijarme en los carteles que anuncian cosas que no sé qué son: uno de ellos "Las pruebas de Apolo, El Oráculo Oculto, transmisión exclusiva 23 octubre en Disney +". Toda esta normalidad es extraña. La gente pasa por la calle ajena a todo cuanto les rodea. La mayoría de ellos son blancos y eso me resulta todavía más extraño. No estoy acostumbrada a ver a tantos blancos juntos, de ahí que tuviera miedo cuando conocí a Alan. Aunque pensándolo bien, tal vez una parte de mí ya sabía lo mucho que iba a marcar en mi vida… tal vez por eso ya tuve miedo de perderle aún sin tenerle.”
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“Todos los demás se mueven, pero yo siento que no me muevo con ellos y es casi como si no estuviera aquí, como si no fuera real que por fin he dejado atrás todo lo que nunca quise tener delante. Cruzamos ese arco, esa entrada al túnel que no me parece un túnel, y veo un muro de piedra a ambos lados de la carretera, no muy alto pero me doy cuenta de que llegaremos pronto porque la carretera va cuesta abajo y el muro va elevándose por encima de nosotros. Hay señales de tráfico que no entiendo, artilugios curiosos que no consigo saber qué son, como una especie de altavoces sujetos a un circuito de cables; cámaras, semáforos y, al final, el túnel bajo la advertencia de “manténgase en el carril”. Segundos después, la luz del día desaparece.
Apenas unas milésimas de segundo que me cortan la respiración. ¿Cómo puede la mano del hombre hacer posible la llegada de la noche en plena luz del día solo con construir un túnel? He visto ciudades, lugares inhóspitos, recónditos rincones que nadie esperaría hallar en su camino, sitios asquerosos en los que nadie desearía tropezar… y ninguno tan curioso como este lugar de puentes bajo el agua, carreteras laberínticas, ruido atronador, multitudes, altos edificios capaces de hacer pequeño el cielo. Y para cuando la luz vuelve, yo me doy cuenta de que no estaba respirando, mis brazos estaban tensos en mi asiento y estaba agarrada al interior de la puerta del coche como si así pudiera mantenerme en mi sitio. La luz es tenue pero suficiente para dejarme ver de nuevo.
Escucho risas, la música, el ruido del coche circulando por la carretera, los coches que viajan con el nuestro. La velocidad se me mete en los pulmones y me mueve algunos mechones de pelo que escapan de la coleta que suelto de inmediato porque no soporto la tensión de la goma. Entre tanto me pregunto: ¿Correr ahora va a ser esto?
Tengo miedo… miedo de enfrentar mi libertad en esta ciudad desconocida y protegida de lo salvaje del mundo que hay ahí fuera. No habrá animales salvajes, ni tráfico de personas, ni redes de desalmados que se aprovechan de la pobreza de los demás a cambio de la promesa de sueños que nunca jamás llegarán a cumplirse pero habrá otros peligros a los que habré de aprender a enfrentarme… y quizá no tenga armas para eso incluso llevando conmigo más armas de las que nunca he llevado.
—Estáis buceando por el Támesis. —Bromea Santiago haciéndome volver a la realidad. Le miro y le encuentro pasando su brazo tras los hombros de Hamza. Ambos ríen, aunque a mí me inquieta el cambio de luces, ese brillo dorado y plateado en un techo abovedado. Puedo verlo a través del cristal de la ventanilla en la que me apoyo lo máximo que puedo para ver el camino e imaginar que estamos atravesando el agua, que el Támesis, sobre nuestras cabezas, flota sumergiéndonos a nosotros sin poder hacernos daño. Y, aunque el agua no pueda ahogarnos, yo siento que me ahogo en su corriente, que me dejo llevar, que ya no sé nadar, que naufragaría en cualquier lugar. El aire que se cuela en el coche huele raro… es un olor similar al de los locales abandonados, los portales húmedos o los sótanos viejos. Cierro los ojos escuchando el sonido de los coches, la música de fondo y la conversación que entablan Hamza y los demás. Pero no me interesa… no me interesa que queden 1400 yardas hasta el final del túnel, o los lujos que pueden aspirar a tener en Londres, no me interesa que hablen de fiestas, de mujeres y de vicios… no me interesa el sueño inocente de Hamza de alcanzar esta vez la gloria con la que lleva tanto tiempo soñando. Pobre iluso… a pesar de todo lo que ha vivido todavía mantiene la esperanza.
Ojalá yo la tuviera también pero, mientras él piensa en un hogar, yo sé que dormiremos al raso; mientras él cree en un trabajo, yo sé que robaremos para poder comer; mientras él habla de fiestas yo estoy segura de que nosotros seremos la fiesta de alguien; mientras él fantasea con el sexo yo tengo la seguridad de que ni siquiera puede aspirar a una prostituta; mientras él habla de encontrar a su hermano yo sé que la probabilidad es de 1 entre 10 millones.”
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“Eso es la entrada a un túnel que creo que está por debajo del Támesis.
Asustada a la vez que maravillada, le miro imaginándome un túnel por debajo de un río. ¿Cómo habrá hecho la humanidad para conseguir construir todas esas cosas? ¿Por qué y cómo se le ocurrió a la primera persona que lo imaginó?
Todo se mueve… todo avanza con el tiempo dejándonos a nosotros atrás. Hay civilizaciones aún por construir, ciudades a medio camino entre ser ciudad o desierto, lugares inhóspitos que mucha gente no conoce, tribus que se niegan a ser parte de la supuesta civilización. Ahora me veo aquí, a punto de recorrer un túnel bajo el Támesis en una ciudad que no es mía, de un país extraño, de un sitio lejos de casa. Y no me siento sola porque llevo la soledad conmigo a todas partes. No me cabe en los bolsillos ni un solo boleto de viaje pero llevo el corazón abierto a todos los peajes.
Montones de coches parados reflejan el contraste de este mundo con el mío. Dentro de cada uno de ellos, personas con diferentes aspectos, con distintas historias, tal vez, o muy parecidas… nunca se sabe… Un hombre que yace sentado en el asiento del conductor, golpea malhumorado el volante mientras grita algo que los cristales de las ventanillas no dejan oír. La chica del asiento de copiloto le golpea el brazo reprendiendo su comportamiento y él gira el rostro para discutir. En otro coche, un chico con el pelo casi rozándole los hombros, mueve el cuello mientras canta con los ojos cerrados. Por la ventanilla de la furgoneta blanca de al lado asoma la cabeza un hombre ansioso porque el atasco avance. Delante de nosotros puedo ver un coche en el que viaja una familia. La niña, aburrida, observa la carretera a través del cristal del maletero. Es curioso ver a la gente chillar, hablar o cantar sin poder escucharles…
Seguramente, algunos de ellos pasarán por esta carretera muy a menudo, otros irán a trabajar y probablemente haya algún viajero, como yo, pero legal.”
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“Cuando vuelvo a abrir los ojos viendo la carretera quedar atrás, al igual que un cartel que dicta algo que no alcanzo a leer sobre un solo nombre: Folkestone.
No sé cuántos lugares habré dejado ya atrás, pero llevo tantos acumulados en mis recuerdos que, no saber el nombre de todos estos, tampoco me resulta relevante. La velocidad del coche se reduce y escucho decir algo de la autopista.
Los golpes de una mano en mi brazo consiguen que despierte sobresaltada, aunque ya estaba oyendo la reconocible voz de Hamza, entre adulta y aniñada. La luz me daña los ojos y los cubro con mi mano mientras le miro encontrándome su cara risueña.
—¿Ya hemos llegado? —pregunto a la vez que bostezo. Escucho la risa de alguno de los otros chicos, pero no miro de quién se trata. A Hamza sí le veo reír instantes antes de responderme.
—Estamos a punto de entrar en la zona más urbanizada de todo lo que hemos visto hasta ahora —anuncia ilusionado, pero yo no acierto a saber qué significa eso porque no sé en qué zona nos encontramos.
—¿Dónde estamos? —miro por la ventana buscando hacerme una idea aunque, qué absurdo… ¿cómo iba a saberlo si no conozco Inglaterra?
—En Greenwich, Anu. Acabamos de pasar Bexley, ¡y vamos directos al corazón de Londres! Es posible que estemos al ladito del Támesis aunque las carreteras no lo dejen ver.
Esas palabras me dejan completamente sorda porque solo puedo mirar por la ventanilla y contemplar esa zona urbanizada de la que habla, mientras recorremos la carretera recta y sigue brillando la luz. Hay casas grandes a los lados de esta carretera de seis carriles donde tan grande y libre me siento ahora. Todo esto es tan distinto a lo que conozco que me creo estar fuera de sitio pero soy feliz… ¿quién dice que no se puede ser feliz aunque no esté en mi sitio, aunque me sienta fuera de él, aunque este no sea mi hogar?
La emoción me nubla los ojos con lágrimas y se me difumina la vista, pero acierto a ver unos altos edificios a los que nos acercamos. Dentro de mí se abre la ilusión y me vuelvo para mirar a Hamza señalando a ese lugar.
—¡Mira! Ahí debe vivir gente. ¿Te has fijado qué altos? —He visto edificios altos en otras ocasiones, pero estos son distintos porque son de Inglaterra, el lugar con el que tanto he soñado.
Alzo los ojos y fuerzo la vista para poder leer lo que pone sobre el arco que supuestamente nos conducirá a un tunel: 1897 Blackwall Tunnel. Las letras se encuentran entre dos emblemas, uno con un castillo y otro con un caballo. Arriba, ventanales viejos, con cristales sucios, opacos e incluso rotos, al igual que los de las ventanas del tejado gris cuyas tejas dejan ver el paso del tiempo. Hay una especie de torres a ambos lados y, si no fuera por el curso de los años, podría ser la entrada a una fortaleza medieval. Posiblemente, antaño lo fue.”
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“Cielo abierto, viento lento, nubes pálidas en un campo extenso... destellos dorados se clavan en mis ojos, algún silbido sonoro suena dentro.
Mi vida depende de cuatro ruedas cuyo dueño no es el mismo. Mi vida corre por el asfalto perdiéndose en terreno llano. Mi vida no es mi vida sino un sueño despertando.
Puentes cruzan sobre nuestras cabezas, rotondas nos hacen girar mientras los desvíos se pierden por lugares inexactos, árboles verdes insuflan oxígeno y algunas flores de carretera lo visten de blanco. Las líneas discontinúas parece no cortarse porque el coche va más rápido incluso cuando una señal avisa de un túnel cercano. Tan cercano que, cuando la oscuridad nos engulle, me ciega.
La sensación de agobio me asfixia porque no veo el final en este lugar extraño iluminado por luces en el techo. Hasta veo algunas puertas en las paredes cóncavas que me hacen sentir encerrada. Cierro los ojos con fuerza notando mi respiración acelerada y el sudor humedeciéndome la piel. Las náuseas me suben hasta la garganta, donde una especie de bloqueo me impide inhalar aire.
En todo ese silencio aturdidor, escucho la voz de Hamza preguntar si estoy bien, pero yo no me siento con fuerza para hablar y niego con la cabeza sin abrir los ojos. Al instante, su mano aprieta mi mano mientras me pide respirar. Pero no respiro hasta que una potente luz me hace abrir los ojos de nuevo descubriéndome que atravesamos el final del túnel y que el sol vuelve a brillar.”
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“Viajo a Londres... mi tierra prometida, mi meta, mi sueño de tantos años... Y soy incapaz de sentirme feliz. Al otro lado del cristal el mundo parece demasiado sencillo como para ser el mundo. Todo parece tan normal, tan frágil, tan conquistable, que siento miedo de ser conquistada, de que todo se acabe sin siquiera llegar a pisar suelo londinense, como cuando tienes un sueño plácido que se interrumpe de improviso.
Y así es cómo sucede... Un camino por el que circulan coches, camiones, sobre todo camiones... el cielo está nublado, el mar se aleja al otro lado de un muro y al igual que las casas que se avistan a lo lejos al otro lado de la carretera. Matojos secos rodean la carretera y algunas farolas se alzan de vez en cuando. Carteles verdes anuncian de vez en cuando algo que no tengo tiempo de leer aunque mis ojos se detienen casi siempre en el nombre "Londres".
Se me ha resistido tanto el destino de este viaje, que me cuesta creer que vaya a salir bien. Pero el coche circula veloz, en recto, por un lugar que se asemeja bastante a todo lo que he visto antes pues, la carretera no se aleja mucho de las carreteras de Sudán o G*za por muy diferentes que sean, por muy lejos que estemos…
El terreno se eleva formando pequeños montes con algunos brotes verdes entre otros muchos amarronados y secos. El cielo a veces parece azul entre tantas nubles blancas y grisáceas y un cartel anuncia "riesgo de niebla", pero Ghâlib no reduce la velocidad, aunque otros automóviles sí lo hacen.
Recto, entre conversaciones a las que no entro, con risas que no van conmigo, más lejos que nunca de casa, más cerca de un lugar de nadie pero para todos... viajo sin papeles, sin identidad, sin un permiso de refugiada, sin ninguna posibilidad de futuro, jugándome la vida a cambio de nada, entrando en otra nueva guerra... Lejos queda ya todo lo que me quedaba de humanidad y dentro aún me queda la posibilidad de seguir siendo yo. Llevo un seguro de vida en la mochila, pero es un arma contra todo corazón. No tengo más defensas que toda la violencia que no quiero usar, y tengo más miedo de lo que podía imaginar. Se me pierden todas las canciones en algún vendaval y una tormenta de arena es mi refugio final.
Ya no me acuerdo de echarme de menos porque estoy sola conmigo. Tal vez me abandoné en la habitación 47 de aquel hospital y dejé de existir en la azotea bajo un cielo de metal.
Hay cambios bruscos en este recorrido lineal, pues el coche cambia de carril siempre que hay que adelantar a algún camión o coche entre maldiciones e insultos de estos delincuentes desconocidos que tantos malos recuerdos me traen. Temo llegar a algún peaje porque no sé cómo van a hacer para librarse de ellos sin que nos persiga la policía. Si me descubren fuera de la ley en un coche robado, me encarcelarán, me juzgarán, cumpliré condena y seré deportada a mi país... por eso comienzo a idear un plan que me libre de la cárcel en caso de que todo que estoy pensando llegue a suceder.”
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La violencia solo convierte a los humanos en seres aún más violentos… salvajes, fieras, condenados…
Anoona Essien
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“Me siento en el colchón respirando aliviada mientras cierro los ojos dejándome llenar por la calma y la comodidad. Ahora mismo, ni el mejor de los placeres del mundo puede compararse a esta comodidad que me lleva a echarme hacia atrás, pues quiero sentir de nuevo lo que es estar tumbada en un colchón. Pero me parecía más confortable el de Santa María de Dover y hasta la camilla del hospital. Quizás no fuera más cómoda que una cama, pero sabía que mi daktari vendría a verme y eso me salvaba absolutamente de todo. Lo contrario a ahora que ese pensamiento me golpea el pecho haciéndome abrir los ojos. Giro el cuello y veo esa ventana. Las cortinas están algo abiertas y colocadas estratégicamente para que no se cierren sobre algo que hay justo abajo y que no sé identificar qué es. Me pongo en pie porque tengo curiosidad por saber cómo se ve la calle desde aquí y al asomarme, apartando la cortina con la mano, puedo ver a la gente pasar, los coches circular y el sol brillando ahí arriba. Siento calma, pero será temporal. Es al soltar la cortina cuando reparo en algo que hay en el alféizar.
Se trata de unos frascos con pegatina y lo que me parecen píldoras en su interior. Tomo uno de ellos observándolo a la luz como si así pudiera saber de qué se trata. Es inútil, pero lo que sí tengo claro es que alguien ha estado aquí hasta hace muy poco o sigue estando. También caigo en que, cuando se me acaben las pastillas recetadas por el psiquiatra, ya no tendré más medicación.”
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“El interior me muestra una habitación vacía de no ser por la cama que hay junto a la pared verde. La luz del mediodía se cuela por la ventana cubierta por una cortina larga y abierta, y no pierdo tiempo en entrar al interior, descolgar mi mochila y cerrar la puerta bajo la atenta mirada de Ghâlib que no dice absolutamente nada. Y yo lo agradezco.
Dentro, por fin, puedo respirar tranquila, en soledad… pero tengo miedo. Todo esto me lleva a mis dieciséis años, yendo de piso en piso, de casa, en casa, de coche en coche, de cuerpos en cuerpos, de baños en baños… me lleva a días de golpes y vómitos, a momentos de desesperación contenida en gritos contra alguna almohada, a dolores internos inexplicables, frío, hambre, repugnancia. Vuelven las hostias a mi cara, los tirones de pelo, los suelos mojados, la suciedad manchándome la piel y las náuseas dañándome la garganta… el sudor, las lágrimas, el olor, el destrozo, la tortura de mi cuerpo resistiéndose a la violencia.
Y entonces me falta el aire y necesito apoyar mis manos en la puerta, con los brazos extendidos como si así pudiera sostener el mundo o sostenerme a mí misma. De pronto me encuentro fatigada, respirando por la boca y agachando la cabeza entre mis brazos. Veo caer mi pelo delante de mí y cómo se mueven los mechones al expirar mi aire de mi boca abierta. Lucho por contener toda esta angustia que siento dentro aunque sea inevitable y en todo este desorden encuentro la límpida mirada de mi madre, su sonrisa dulce y el brillo de sus oscuros ojos: “Kimbia, Anu, kimbia!”... y aquí estoy, cuatro años después, en Londres, en una libertad incompleta, pero sin barrotes, sin prisiones, sin mafias, ni tráficos, ni violencia. Corrí, obedecí a mi madre, y he conseguido una extraña paz que, incluso en esta angustia, consigue hacerme sonreír y me sorprendo a mí misma rompiendo a llorar. Mis hombros se mueven sin que pueda tener control sobre mi cuerpo, las lágrimas se precipitan al suelo pero en medio de esta soledad insana, de este silencio quebrado, me oigo reír. Por primera vez en mucho tiempo río y no sé muy bien por qué, pero río mientras lloro y consigo alejar mis manos de esa puerta que desde hoy encerrará todo de mí. Me vuelvo viendo la cama a menos de un paso de mí: una sábana arrugada y anaranjada la cubre, hay una maleta sobre ella, un cojín viejo y sucio que hace las veces de almohada y un teléfono junto a él. Una maleta marrón se encuentra junto a ella y el suelo está lleno de algo que no consigo identificar pero que se me asemeja a trozos de pared, lo que me lleva a mirar al techo viendo que prácticamente se cae a pedazos: además de los desconchones, las grietas y la bombilla que pende del cable, hay un roto de tamaño considerable que deja ver las vigas de madera. Pero al fin y al cabo, es una habitación, tengo una cama y un techo bajo el que dormir.”
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“Le identifico pronto: es un chulo vestido de rapero… lleva una camiseta negra de tirantes anchos y sisa larga, un pantalón colgón, y un pañuelo negro con estampado blanco en la cabeza al estilo pirata, y este también lleva gafas de sol aunque escurridas en mitad de la nariz, lo que le permite ver por encima. Lo increíble es que lleve gafas de sol en su casa.”
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