atarrab
atarrab
rotor
11 posts
ALEJANDRO TARRAB/ anotaciones, ensayos, variaciones
Don't wanna be here? Send us removal request.
atarrab · 1 year ago
Note
Fue exquisito leer, especialmente "CUANDO A LOS SETENTA Y DOS QUE JAMÁS LOS TUVE" porque he osado en invertir 72 a 27 además de simplificar 7+2=9, de forma lúdica encontré evocaciones de simbología númerica y en este mar de palabras, los matices alquímicos se encuentran tenuemente, "CUANDO A LOS SETENTA Y DOS QUE JAMÁS LOS TUVE" está escrito con mucha fuerza.
Hace años no entraba a este espacio. Agradezco muchísimo tu lectura y tus palabras. En verdad, gracias. Lamento responder tan tarde. Muchos saludos.
0 notes
atarrab · 6 years ago
Photo
Tumblr media
Hoy, con un texto de Herta Müller, recordé que el cardo de leche salvo un día a mi perro. Estaba enfermo del hígado. “El nombre de «cardo de leche» de verdad se correspondía con la planta espinosa de tallos llenos de leche. Pero a la planta no le gustaba el nombre, no atendía a él. Yo lo intentaba con nombres inventados: «costilla pinchosa», «cuello de agujas», nombres en los que no aparecía ni «leche» ni «cardo»”. Yo hoy quiero llamarlo “espina de bilis de sangre”. El cardo mariano es un hígado, en el más justo sentido de la palabra y la formulación. #homeopatía #cardus https://www.instagram.com/p/BupQSbdlHcLnUjA5u9_aqLuGfyK4xcDqEBrLGU0/?utm_source=ig_tumblr_share&igshid=r4fk23odedx4
0 notes
atarrab · 8 years ago
Text
CUANDO A LOS SETENTA Y DOS QUE JAMÁS LOS TUVE
Cuando a los setenta y dos que jamás los tuve
alcé el filo de mi vida lo que más.
    A mis setenta y dos que nunca, año del nacimiento
de la rata y año del agua cuando tuve.
    Setenta y dos (o casi tres) que jamás los tuve
sentí ahajado el cuerpo pero no.
    Cuando estuve inicuo a la edad que jamás sería
porque ahogué las aguas del lenguaje. Ante todo
el habla sostenida y humillante cuando tuve,
y debía decir a los setenta y casi el primer suspiro,
el aliento articulado el bicéfalo ma-
    Pero la savia a los setenta y casi es pura espuma
y cuando debía escribir lo que nunca había habitado,
señalado por mis coetáneos sí: No lo has, feliz hombre jug jug jug.  
  De pie en el juicio descalzo a los setenta y casi
que jamás los tuve, el hombre es un tamo que aparta el viento
o un nudo simple de semillas trilladas apartado,él mismo,
por un aire tibio. Da igual.
    Apartaste como escorias a todos los inicuos de la tierra.
    Vaga, pisa sus huellas hasta encontrar un material perdido,
una cuerda hacia otros años cuando tuve una envidia,
un nudo en el lenguaje que no era envidia,una apetencia
escandalosa a los setenta y casi que jamás los tuve.
Porque armé la escalera trabajosamente
y subí al repudiado cielo que es un tramo limpio y olvidado,
henchido por la ausencia jug jug de los rapaces, dejado atrás.  
  A mis setenta casi que jamás los tuve
volví a colgarme de la cresta con el cepillo ajeno.
    Pude ver, entonces, el par de mares abismados
hacia arriba desde abajo y hacia abajo en el subsuelo
por todo lo de arriba de esta tierra.
1 note · View note
atarrab · 8 years ago
Photo
Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media
Fotos y entrevista para Tercera Vía: José Manuel Vacah. http://terceravia.mx/2017/08/todos-formo-parte-una-casta-suicida-alejandro-tarrab/ (at Ciudad de México)
7 notes · View notes
atarrab · 8 years ago
Text
DECÚBITO. UNA ESTAMPIDA PRONUNCIADA DESDE EL BULBO RAQUÍDEO
Tumblr media
No son las lenguas aprendidas las que repercuten y trascienden, sino las lenguas concebidas en estado yacente —desde la yacija del nacimiento y de la muerte— las que nos sacuden e impulsan en doble sentido: hacia el origen y hacia la adversidad. La posición horizontal (decubitus), vinculada a la visión extensa y panorámica y a la respiración abdominal, más férrea y compasada, es el punto de partida de nuestros primeros sonidos desarticulados.
La desarticulación desde el plano horizontal no sólo rompe el mundo de las convenciones, de los nombres estipulados y las descripciones normadas, desafía también las visiones verticales. Recostado, Diógenes de Sinope, Diógenes el perro, le pide a Alejandro Magno que se mueva para no taparle el sol. El rechazo de Diógenes al ofrecimiento vertical-monárquico —pídeme lo que quieras— no responde al orgullo, sino al desmantelamiento de la jerarquía, al desarme; la respuesta de Diógenes es una estampida pronunciada desde el bulbo raquídeo, desde los pulmones y el estómago, no desde la vesícula o el hígado. Por ello, retornar a la Fuente, al origen, a la corona (kéter) es un deseo (daat, bulbo raquídeo), una voluntad.
El edificio de apartamentos de colores verde, gris y blanco es una metáfora del aparato psíquico. Me acerco y muevo la aldaba del portón hasta escuchar los tres golpes en mi pensamiento. El picaporte es un objeto de otros días y sin embargo está ahí, a un tiempo agarrado y suspendido del ancho portón gris. Me digo, una especie de régimen paranoico.
 ��En los centros neurálgicos del mundo, desde donde se articulan las lecciones y las muestras de poder, está mal visto acostarse. Quien se extiende a sus anchas para dormir o soñar pierde la atención, pierde el habla normada de las altas esferas. Tumbarse es, literalmente, entregarse a la tierra para ser comido; tumbarse es caer, descender y alejarse del entendimiento. Las normas que regulan el lenguaje y el “libre” tránsito a través de los núcleos urbanos y las fronteras se concibieron en espacios de diálogo y silencio dosificados, normados e ideados por seres verticales. Estas ciudades decisivas, que han querido incorporar a sus paisajes los propios horizontes que han engullido —detengámonos tan sólo en los jardines verticales, en los jardines de azotea que crecen erguidos como argumentos—, han sabido acallar o hacer oídos sordos al llanto y al grito proferidos en estado yacente. Desde el subsuelo.
Un hombre gris vestido de blanco me hace pasar a una antesala que es lo que yo entiendo como una antesala estilo francés: un tresillo forrado en rosa y oro, mesitas de madera oscura para el café o el picadillo. Me pide que espere. Tras nueve minutos, me guía a otra habitación más luminosa pero más triste, porque en ella este hombre desgasta sus oídos y elabora pequeños resúmenes que sintetizan en una frase el peligro: «Allí donde ello estaba, debo yo advenir».  
Nuestro miedo más intenso viene de este rechazo por lo que descansa y yace horizontalmente. Refrendo: en nuestras sociedades desarrolladas en o alrededor de los altos emporios verticales está mal visto tumbarse, echarse en las aceras o en los amplios parterres que dividen el Palacio municipal de la Basílica. Está mal visto morir.
Quien no articula claramente, quien no domina las cifras, quien no descifra y decodifica, es un ser que agoniza, que entrega su cuerpo y su entendimiento hacia lo bajo. Su estado es terminal. Estos seres despiden pronto el mal olor de su propia incomprensión y deben hacerse a un lado, enterrarse —en el mejor de los casos— o ser abandonados —siempre—. En este conjunto pueden incluirse todas las bestias “sin lenguaje” o cuyos sonidos son aún incomprensibles —ya vendrá a su boca la razón—, también el hato antropomorfo, las malas-bestias, bestias de carga con un “irse de la mente”, el extranjero, el niño, el idiota, seres del centro o la periferia que dislocan y rompen los sonidos habituales.
El hombre me pide que me siente frente a él, pero mi silla es parcial y sé que en algún momento terminaré acostado en un sillón largo cuya cabeza descansará en su regazo.
 No sabemos vernos morir porque no sabemos vernos recostados. Todo lo que encierra la sospecha de lo horizontal, lo que huele a sábanas o almohadones se transforma, para la pobre imaginación, en sudario, en los forros arabescos de un cajón para la muerte. Un “mueble de tierra”, como recuerda Herta Müller: “El carpintero húngaro con su mandil de serrín llevaba a la práctica la palabra «mueble de tierra» sin haber aprendido el alemán de la RDA”. Nuestro lecho, cualquiera que éste sea, es un preámbulo del arca (attabut, caja o arcón), que deberá cargarse (feretrum, cargador, ferre, llevar). El que se-deja-yacer corre el peligro de ser llevado por la procesión silenciosa en un arcón forrado para la muerte; el que se-deja-yacer podría despertar, con extraño terror, tendido sin su cuerpo, cómodamente, en un «mueble de tierra».
Me acuesto con la cabeza en su regazo y comienzo a narrar un sueño específico. Escucho el eco de mi voz que rebota en los muros tras de mí y vuelve a mis oídos.
 En las culturas imperiales yacer está asociado al ocio, al facilismo, a lo estático. La anulación del ocio —es decir, la verticalidad, su contraparte— representa por ende lo remunerado. La demostración física de lo dinámico está asociada al auge, al dominio, a la gloria. La dimensión vertical es la dimensión humana por antonomasia. La dimensión vertical es la toma de conciencia, la postura propicia para la articulación y la defensa. La argumentación vertical es persuasiva, no necesariamente dialógica; las falacias están clavadas con garfios a nuestra carne dispuesta en horizontal: se engaña, se miente recostado —pensamos malamente.
No imaginamos un alma inquieta y despabilada trabajando desde su lecho, a menos que se trate de un cuerpo enfermo. Si el testimonio no viniera del propio confesor, nos costaría creer que Truman Capote trabajaba desde su cama. “Soy absolutamente un autor horizontal”, le reveló alguna vez a The Paris Review. Lo mismo Marcel Proust. Pero a Proust, por su propio contacto con lo lírico y lo onírico, con el recuerdo, podríamos imaginarlo tendido, extendido en su dominio soñando con Odette de Crécy. La prosa de Capote —no así, el personaje— tiene dificultades en nuestro imaginario para vincularse con lo tendido, con el decúbito lateral o supino.
En mi sueño, un hombre sin rostro o casi —parecido a un plato, de no ser por una leve protuberancia en la frente— me conduce. Por el corto pasillo llegamos a una estancia con una sola silla y una mesa. La antecámara de otras habitaciones —intuyo— del mismo color, pero de diferente forma. El hombre con cara de plato me pide que me siente a la mesa y que coma hasta saciarme. Aunque no estoy hambriento, mastico meditadamente la carne porque estoy seguro que más adelante, en el viaje, esa comida me hará falta.
En la serie de sarcasmos ordenados alfabéticamente por Flaubert para su Diccionario de ideas comunes, podemos leer algunos de los pensamientos más arraigados de la burguesía francesa del XIX; muchos de ellos vigentes hasta nuestros días. Flaubert advierte, por ejemplo, que la «almohada» no debe usarse porque provoca joroba; «dormir demasiado» espesa la sangre; el «ejercicio» previene todas las enfermedades; en las cenas de etiqueta, «el café» —asociado con el ingenio— debe tomarse de pie… Medio siglo después, el surrealismo intentaría desprender del inconsciente toda la fuerza imaginativa contenida en los sueños. Los poemas, los discursos hipnóticos de Robert Desnos, por mencionar sólo un nombre representativo, contribuirían a erigir ese puente nebuloso y traslucido entre los pasajes oníricos y la voz concebida y arrojada en horizontal: “En la noche pasan los trenes y los barcos y el espejismo de los países donde es de día […]”. 
De pie, frente a mí, el hombre sin rostro me ve repasar cada bocado. En algún momento irrumpe para explicarme que yo acabo de parir y que lo que estoy masticando con desgano es la placenta de mis hijos tras el parto. Lo miro, hago un silencio. 
Todo lo que pueda decir el paciente psicoanalizado, recuerda Deleuze, está de antemano traducido a otro lenguaje que neutraliza su deseo y libido, y anula su fuerza. La narrativa reiterada por el paciente en horizontal lo lleva a ciertas caídas del lenguaje —“no puede decir «grupo hippy» sin que le rectifiquen «grupo pipí»”—, lo lleva a distintos lapsus y actos fallidos (Fehlleistung) que lo harán verse echado, al tiempo que cubre la inmundicia de su boca y de su ano, sus diferentes entradas y salidas. La vergüenza bíblica que tornó la piel-de-luz de los primeros seres (or, אור) , en pieles-opacas (or, עור) que debían necesariamente arroparse. 
Con todo, el paciente que es puesto en horizontal para ser analizado podría bien proferir, desde la desnudez, otro tipo de lenguaje. Quizá el habla primigenia de sus ancestros más remotos; en vis a vis la arcada, el bisbiseo que irrumpe y desarma cualquier triángulo.
El hombre gris vestido de blanco no quiere acariciarme. Aunque sostiene mi cabeza, no puedo verlo porque está tras de mí. Se esconde tras mi relato.
Proferir en decúbito, ladeado o supino, es pronunciar sonidos en un campo de destrucción. Confrontar. Cuando son vistas y señaladas con la lengua horizontal —distante— las viejas cosas de antes se transforman en otras cosas. 
Hay una traza de gusto en la boca mientras estoy tendido, un resabio (resapêre) en el sentido inaugural del término: tener sabor.
2 notes · View notes
atarrab · 8 years ago
Photo
Tumblr media
2 notes · View notes
atarrab · 8 years ago
Photo
Tumblr media Tumblr media
CLAM OR CALM? I CAN’T HEAR YOU, DEREK
“Notes in the name of Peace” (borrador), Derek Walcott sobre Octavio Paz, 18 de abril de 2008.
1 note · View note
atarrab · 8 years ago
Photo
Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media
2 notes · View notes
atarrab · 8 years ago
Photo
Tumblr media Tumblr media Tumblr media Tumblr media
Paul Celan, "Grano de lobo" en _Poesía y poética_, núm. 28, invierno de 1997 (trad. de Patricia Gola).
1 note · View note
atarrab · 8 years ago
Link
Aquí puedes descargar el ebook de mi libro Ensayos malogrados. Resabios sobre la muerte voluntaria (Cuadrivio, 2016).
3 notes · View notes
atarrab · 8 years ago
Text
Detrás de la ortiga del delirio de la diestra o Como si entrara en la corriente de cabeza o Algo que uno se provoca o Darse a sacudir, turbado y sosegar por esto
Sobre Un jardín arrasado de cenizas de Víctor Cabrera y Alejandro Benassini, Bonobos, México, 2014.
Tumblr media
Arte es poner las agujas de la intuición y la clarividencia para grabar, una y otra vez, la misma pieza: una pieza con variaciones e irrupciones íntimas.
 En ese encuadre, la literatura es el gran palimpsesto. No sólo el arte de escribir sobre lo ya escrito —como hicieron los antiguos escribas sobre las pieles tildadas, lavadas y vueltas a borrar, para inscribir de nueva cuenta las letras de su alfabeto—, sino el arte de subvertir y lastimar con la voz ajena.
*
En torno a estas apreciaciones, si decidimos aceptarlas, podríamos ubicar Un jardín arrasado de cenizas de Víctor Cabrera y Alejandro Benassini (Bonobos, 2014).
Un libro-figura, un libro-reescritura, basado en una pieza del pianista estadounidense Thelonious Monk: “Japanese Folk Song”, interpretada por el cuarteto de Monk: el Monje al piano, Charlie Rousse en el sax tenor, Larry Gales al bajo y Ben Riley en la batería. Una pieza que se basa, a su vez, en otro tema de principios de siglo del compositor japonés Rentaro Taki: “Kōjō no Tsuki” (en español “Luna del castillo en ruinas” o “Luna del castillo desolado”).
 Es decir, varios registros y tachaduras sobre una pieza de escalas orientales —la de Rentaro— que arrastra y exhibe su propio curso ante el peligro.
 Serie de anotaciones, de omisiones y raspaduras —una larga historia— para convocarnos aquí, en este espacio de lectura: sala de presentaciones, página que habla sobre las páginas.
*
Me entusiasma imaginar que alguna nota, algún resabio de sonido, proveniente de Alberta Simmons —una pianista cuasi desconocida para la historia oficial del jazz, que no figura en ninguna entrada de ningún diccionario— se esconde tras las líneas de Cabrera y Benassini.
Quizá en el “ragtime afantasmado”, en el síncope, en la entrelínea del texto que abre este jardín arrasado, se oculte la prominencia de la zurda, algo —incluso— de la vida afroamericana de principios del XX:
Cortaré los dedos de mi zurda y tocaré con su recuerdo —con la pura ilusión de sus falanges— un ragtime afantasmado.
Del letargo de mi diestra en cambio nacerá un ramaje que el viento o el azar agitarán sobre la isla —su oscuro maderamen— para pulsar las notas de una melodía otoñal.
De mi mano derecha crecerá la ortiga del delirio. De mi muñón izquierdo la rosa cerebral. Su contrapunto.
En medio de la isla se yergue ahora un cerezo floreciente. Mi oscuro corazón es su semilla.
Es sabido que, antes de perderse para la memoria, Alberta Simmons dio clases de ragtime y turbó con sus fraseos al joven Thelonious.
Me gusta imaginar que detrás de la ortiga del delirio de la diestra, detrás de la rosa cerebral que crece del muñón izquierdo, detrás de la semilla oscura que se abre en el pecho, corazón, hay una entrada y una salida para la desconocida: Alberta Simmons.
*
Así, Un jardín arrasado de cenizas es la linterna de piedra del prado sintoísta; los archipiélagos de roca ordenados en torno al Mar Interior de Seto; el patio umbrío de un castillo aniquilado; el puro espectro de un castillo en ruinas; restos, eco de los restos; el muñón de rosas de Thelonious Monk; el balbuceo delirante de un hombre en algún corte de Harlem; el sueño de un senséi arrasado por la tuberculosis; la fúnebre góndola de Tranströmer; un monje ensayando mapas de niebla en un pliegue de la Isla; Shumi, el deseo de la roca; postales daguerrotípicas —quemadas y amarillas— de un jardín inexistente; el estrépito, la resonancia de un jardín imposible; el lado oscuro de la luna  (la sombra del cielo no cambia); el rastro hiriente y débil de un perro fantasma; varios ideogramas provenientes de la prefectura de Nara, Sasagawa Bunrindo; las teclas de un piano dibujadas con hollín sobre el muro, sobre la mesa de la cocina —aunque mudas yo las tocaba y los vecinos venían a escuchar—; un biógrafo conturbado que imita la vida de su entrevistado y artista, toca el alcohol, toca el litio, el acorde extraviado y místico; una pieza dentro de otra pieza adentro de la simiente oscura, el corazón de la desconocida; si digo mente en blanco es porque invoco un jardín arrasado de cenizas.
*
Pero, ¿por qué no nos contentamos con el original?, ¿por qué buscar la variación?
Porque el original, como la verdad, no existe o no es posible.
No puede mirarse de frente: la verdad falseada por su reflejo.
 El hombre mira su expresión en el espejo y lo que mira, realmente, es una reproducción de su-ser-él-mismo.
 Ni la voz que los antiguos dioses se dirigen a sí mismos —parafraseando a George Steiner— es en stricto sensu un monólogo.
 La variación es nuestra voz más sencilla, la más natural, la voz que nos llena de gracia.
 *
 Un jardín arrasado de cenizas de Víctor Cabrera y Alejandro Benassini no revive a Thelonious, suscita un Thelonious personal; un Thelonious fantasma que abandona por momentos el piano y dispone sus manos sobre un teclado plano e inconcluso, trazado con tizne sobre un muro. Ahí toca el fantasma, un Thelonious tartamudo, más cercano a la iluminación que a la parodia.
 *
 Lo que se reproduce, lo que se graba y suscita en este libro es el jardín devastado de cada uno.
*
 Si una línea fuera capaz de contener las visiones, las impresiones a partir de Un jardín arrasado de cenizas sería esa línea del propio libro: ver y leer esto, leer y tocar y ver y sujetar esto y darse a sacudir, turbado y sosegar por esto
 como si entrara en la corriente de cabeza.
 *
 Se cuenta en el prólogo del libro que… En un viaje hacia México para encontrarse con su familia, Pannonica de Koenigswarter, la Baronesa del jazz, hizo una parada en Nueva York para despedirse del pianista Teddy Wilson. Antes de decirle adiós, Wilson le mostró a Pannonica la pieza “Round Midnight��� de Monk. La Baronesa quedó tan prendada de este nuevo sonido, bebop, que no sólo perdió el avión, sino que abandonó a su familia para instalarse definitivamente en N.Y. y consagrar su vida al monje: “[…] aquello era —según Stanley Crouch—  una especie de versión en vinilo de un hechizo ejercido sobre una persona, pero no era un embrujo de por sí, sino algo que uno mismo se provoca. Uno mismo. Sólo uno mismo”.
 *
Arte es entonces poner las agujas de la intuición y la clarividencia para grabar la misma pieza desconocida: la misma pieza antigua y universal, premoderna, ulterior y ficticia, tocada por la magia de una respiración ajena.
 *
Cuando la Baronesa del Jazz escuchó por primera vez “Round Midnight” de Thelonious Monk, lo que hizo fue escuchar los himnos inauditos de la tribu. En esos cantos resonaron sus ancestros más remotos y futuros.
 Repetir: el acto de poner la aguja otra vez para escuchar la misma melodía que es siempre distinta.
 Así las tres o varias veces que leamos el jardín, “Luna del castillo desolado”, “Japanese Folk Song”, Un jardín arrasado de cenizas: las pavesas y el polvo serán otros; los objetos y elementos que alguna vez estuvieron en pie —viento, piano, linterna de piedra, agua representada por la arena— seguirán consumidos por una combustión completa.
*
 Ahora mismo —esto es real— estoy tirado en el sillón de un hospital en la Ciudad de México (no como paciente sino como acompañante). A través de la cortina azul, de tela traslúcida, veo un bonsái o lo que quiero que sea un bonsái. Son la seis de la mañana y preparo mentalmente las últimas líneas para una presentación. Thelonious está sentado en la cama, al otro lado de la habitación; su gorro marroquí le recuerda que hay un orden más alto que el humano, el orden de la música. Me mira, aunque yo no puedo verlo porque le doy la espalda, porque miro el bonsái, los mecanismos de tránsito que nos mueven de la noche al día. La ciudad, mi propio jardín arrasado de cenizas.
En otra mesa, formando un triángulo entre los elementos que he dibujado en este espacio, está el libro.
*Lee un fragmento del libro aquí.
**Escucha Japanese Folk song de Thelonious Monk.
4 notes · View notes