Estudiante de Periodismo y Nuevos Medios. La escritura es mi pasión, el golf es mi obsesión.
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Publicada el 30/05/2019.
Periodismo de Datos para Municipalidad de Córdoba.
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Singularidad Desechable
Querido amigo, la vida es una búsqueda constante de insatisfacción para volver a llenar, en períodos de necesidad, el vacío que deja la incertidumbre ya sea presente o futura. Toda acción realizada tiene un sentido racional y otro sentimental, donde el último domina sobre el primero. A pesar de que este posee consciencia de la existencia del segundo, no lo puede manejar. A la inversa, los sentimientos desconocen los procesamientos que tienen como base el cálculo, pero los manipulan a su antojo, como si la naturaleza tuviera la última palabra por sobre la evolución: las verdades fundamentales siempre fueron las mismas y los antiguos supieron comprenderlas mejor que los contemporáneos. Es por ello que toda acción racional, por más metódica que sea, conlleva una necesidad de satisfacer, un sentimiento de felicidad.
Últimamente pareciera que las insatisfacciones son eternas. Me siento encerrado en largos caminos con finales tan distanciados del presente que alteran mi percepción del tiempo, dilatándolo, como si se burlara de mi cansancio un martes a las 10 de la mañana. Son caminos que tengo que terminar, más que nada para hacer valer lo transitado por encima del deseo de llegar a la meta.
El paisaje que recorro mutó de un complejo entramado selvático a una simple tundra helada que me aborrece a cada paso. Más allá de la imagen, el frío me entumece desacelerando mis acciones. Sumado al aburrimiento, mis pasos simulan los procesos fílmicos de la metodología “slow motion” donde cada pisada es una puesta en escena que conlleva horas de producción y cada muestra estática es una pequeña suma en el dinamismo que engaña al sistema ocular, haciéndole creer que lo que observa es un acontecimiento espontáneo.
Y es que por más de que me esfuerce a racionalizar el proceso comparando las consecuencias negativas con las positivas, los sentimientos hacen lo suyo tiñéndome de nostalgia al comprender el fin último del ser, tildando de ordinarios todos los intereses que me reflejan de esta sociedad mundana. Es imposible contradecir al parásito interno, característica de todo ser vivo en cualquier ecosistema. Queremos dejar una marca, una descendencia, entre los nuestros. Mantenernos vivos de alguna manera y abarcar lo que se pueda. Ambos procesos colapsan por las noches y luego tocan el clarín que anuncia la retirada luego de un feroz enfrentamiento que sólo genera confusión, vértigo y vaciamiento cerebral. En los días me va mejor, salvo por la sepultura de los muertos en batalla y la planificación táctica para el ataque a la medianoche.
Una pregunta me obsesiona: Una vez terminado el camino ¿seré libre o transitaré caminos paralelos como un electrón alrededor del núcleo, en constante atracción con un polo positivo entre un abismo de vacío titulado “utopía”? La hipocresía tiene su Coliseo en la sociedad actual. Venderle el alma al diablo es como cagar con la puerta abierta, sólo es inmoral cuando hay personas presentes. El problema es que el diablo todavía me debe unos pesos.
El tiempo y el espacio son aleatorios. Sin embargo, solemos creer que se ríen de nosotros, dotándolos de conciencia. A veces camino por las montañas en primavera, privándome de la gracia de ver las flores en un ambiente demasiado árido para permitir la vida. Otras amanezco en las playas en pleno otoño, donde el paisaje es agradable pero el viento me impide disfrutar de la marea. Muchas tengo suerte, bebiendo té en las mejores playas del caribe. Pero cuando el tiempo y el espacio se complotan aparezco en la tundra helada en el más crudo invierno. Es en esos momentos cuando lloro y sonrío a la vez. Lloro por el entramado de causas que me llevaron a este lugar, pero río porque tengo la certeza de que al salir me espera la primavera, probablemente en el campo o quizás en la ciudad. Dónde y cómo no interesa. Lo peor ya pasó.
¿Hago bien? ¿Hago mal? ¿Hago algo o estoy paralizado? De todos los espectros temporales posibles elijo el hoy, siempre. Es el único momento en el que puedo actuar. Actúo porque mi conciencia está limpia. Mi conciencia está limpia porque me encuentro en una tundra helada por una suma de causas y consecuencias tan puras como las manos de un perfeccionista con misofobia.
Esta singularidad (tanto temporal-espacial como sensible) es completamente desechable. Camino en un mundo que, por suerte, es redondo. La tundra helada se mantendrá en el mismo lugar, pero mis pasos avanzan alrededor del planeta superando el frío y la planicie para volver a tiempos mejores.
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La libertad es el clima natural de la prensa y fuera de ella vive amordazada. A lo que nos oponemos y nos seguiremos oponiendo con toda la fuerza de la autoridad, es a esa arbitraria invocación a la libertad de expresión con que se encubren campañas destinadas a confundir y desorientar a la opinión pública. Las linotipias y las rotativas no pueden ser impunemente convertidas en armas de perturbación económica, de disociación social, ni de vehículos de idearios extraños, ni ambiciones políticas, ni desahogos personales
Juan Domingo Perón
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Contraflor al resto
Arrojó el audífono con fuerza e hizo que se arremolinara sobre su extremo fijo reiteradas veces antes de que toque el suelo, se levantó con decisión y abandonó el cubículo entre insultos destinados a ningún sujeto en determinado o, quizás, a todos ellos juntos en un balbuceo incomprensible.
Carlos nunca tuvo mucha pasta para el trabajo, le faltaba tranquilidad. ¡Pero qué carajo! Nadie se queda mucho tiempo como para moldear su personalidad a los caprichos de la gente. Sólo tomamos unos pocos pesos y huimos buscando un verdadero laburo que garpe la verdadera vida.
Era joven, como todos nosotros, y vestía la misma ropa por varios días. Su pelo era desprolijo y ligeramente largo. Su piel era pálida, como si no hubiera tomado vacaciones en años, contrapuesto a su carácter oscuro y cansado. Carlos era medio sordo y, debido a esto, usaba los audífonos a tal volumen que podía oír sus llamadas y sus progresos en las encuestas.
09:46
-¡Pero pibe!, ¿vos te pensás que estoy al pedo? ¿Te pensás que todos estamos a tu disposición? - Era una voz ronca de esas que se tienen como consecuencia de la adicción a la nicotina y tenía la soberbia del porteño clase alta.
-Disculpe señor, es sólo unos minutitos – replicaba Carlos, con su voz inventada de pésima traducción de película yanquee que le quitaba toda su ladina tonada cordobesa. - ¿Lo puedo llamar en otro momento?.
-Pibe, ¿sos boludo? A nadie le importa tu estúpida encuesta y menos la política. ¡Qué se yo quién es Daniel Martinez! Tampoco te voy a decir a quién voté, no te creas que soy idiota, ¡el voto es secreto mierda! Conseguite un trabajo en serio pibe, no seas buitre.
Tut tut tut tut.
Cortaba y buscaba una ráfaga de paz en la esquina de su cubículo donde una niña impresa en papel A4 y un rosario colgado le devolvían la mirada.
Volvía a discar..
13:24
El habla de la señora era tímido, sumiso y sus agudos rozaban la intolerancia.
-Disculpe pero no está la patrona. Vuelve tarde. Sí, sí. No le puedo decir. Llame lueguito pero a la noche que llega el dotosh acá a eso de las 10. ¿A mí? No puedo, tengo que limpiar todo el piso de ashiba todavía, vea mire. Perdón. Bueno. Chau.
Tomó su almuerzo: una ensalada monocrómica traída de su casa de lechuga y tomate. El tomate estaba verde. Fue al baño y volvió. Tomó aliento y se colocó los auriculares.
14:39
-Hola. Sí. Sí – Contestó un señor ronco, con sus cuerdas vocales aún dormidas. - ¿Cómo conseguiste mi número? ¿Para quién trabajás? No, ¿Sabés qué? No me importa. Acá en el interior se duerme siesta, ¿sabés? Trabajo diez horas al día y no le rompo las bolas a nadie. ¡Quiero dormir viejo! Siempre hay un estúpido que llama a esta hora, porqué no te vas a...
Carlos, a diferencia de aquellos interlocutores, no tenía con quién descargarse. Se desahogó con el jefe. Ese día renunció o fue despedido, nadie sabe cuál. Sin mirar a nadie caminó con firmeza hacia el cubículo, tomó la foto y el Jesús y se fue con el celular al oído: - Hola mi amor – dijo como hablándole a un niño – hoy salgo temprano. ¿Qué querés para cenar?.
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Aquella inútil pantomima
El tiempo no tiene arrugas, ni boicotea su regular e infinita presencia . El tiempo, cual máquina natural, perfecta, incierta, casi inverosímil, se ocupa de sitiarse en cada rincón, acumulando linealmente el caos que provoca el azar y el correr del mismo, eliminando lo que alguna vez fue por el simple capricho de su obstinada programación de encontrarse siempre en el presente.
Será por la simple intención de experimentar un fin envidioso de la vida y sus limitaciones, o por la codicia de anhelar la infinidad para sí mismo; el tiempo se burlaba de aquellos seres que, por la revolución casual de los objetos inanimados, contenían vida. O así lo creían esos dos viejos que, sentados en sus respectivas mecedoras, argumentaban y discutían.
La controversia giraba en torno a una cuenta de luz impaga (decía él) y a la réplica de ella, que afirmaba que había cancelado la deuda. Sea como fuere, ninguno lograba dar con el papel impreso que serviría de veredicto para dar la razón a tal o a cuál. El dilema preocupó a ambos. No porque se le debiera dinero a “esos ladrones”, como decía el viejo, sino por esa jugarreta que suele hacer el tiempo de deteriorar los habitáculos de la mente y de confundir pasado y presente, como una bola de plastilina formada por diferentes colores: a la vista, para cualquiera, es de obvia heterogeneidad. Pero para el enfermo, es como si la amalgama fuera vista por un perro.
Y así comenzó el juego, como todo instinto animal, motivado por el miedo. Cada participante debía hurgar en los recovecos de la memoria del contrincante con preguntas y, mediante la inocente persuasión del engaño espacio-temporal, beneficiarse con los ejercicios neuronales. La competencia carecía de satisfacción con los aciertos y aumentaba la aflicción con los errores, situación que influyó negativamente en la rutina de la anticuada pareja. Cuando la vieja caía en una nebulosa, la comida, por lo general, resultaba insulsa o escaseaba. Cuando el viejo estaba impreciso, se adueñaba del control remoto y mantenía el volumen al mínimo para que la vieja, que era sorda y lo había hecho caer en una exactitud, no pudiera oír.
Más que temor a la enfermedad, ella se aterrorizaba ante la idea de quedar sola. Sola o, mejor dicho, sin oídos que la escuchen. El viejo, bastante callado, había sido un aprobador pasivo a sus alocadas ideas y sus más profundas paranoias conspiradoras e inseguridades. Si al viejo le aquejaba aquel trastorno, las orejas seguirían estando, el viejo seguiría estando, su cuerpo estaría ahí. Quizás, en los momentos menos pensados, soltaría alguna que otra incongruencia. Pero, en esencia, no la escucharía, como ella creía que lo hacía, como siempre lo hizo.
Él se estremecía ante la idea de perder lo único que lo enorgullecía, que lo mantenía airoso ante la ignorancia ajena y lo subía a un pedestal imaginario de poder intelectual: sus conocimientos. Desde pequeño, su avidez por los estudios y su facilidad para inculcar datos precisos hicieron de su “hobby” un estilo de vida del que nunca se desprendería, a menos que sus temores se hicieran realidad.
Al poco tiempo, el juego comenzó a ser maliciado y desearon no haberle dado vida. Pero, como sucede con el vértigo y su extraña atracción, no podían dejar de indagar, reafirmar, parafrasear, detallar... de jugar. Las preguntas llevaron a respuestas, las respuestas llevaron a preguntas, las preguntas llevaron al origen del juego, el origen llevó a la tan temida enfermedad, la enfermedad llevó a la muerte. Como aquel vacío, consecuencia de tomarse el atrevimiento de imaginar las magnitudes de lo colosal, hecho que irremediablemente nos conduce al sentido de la vida; o a la sensación que conlleva la consideración del todo como un incontenible caos, la pareja de ancianos se paralizó al replantearse el fin de su existencia. El planteo llevó al enmudecimiento, el silencio llevó a las palabras, el habla se definió a sí misma y reparó en la limitación de los pensamientos plasmados con el sonido. La duda generó más dudas y la falta de respuestas los guió a una melancolía sólo descriptible por los sentidos, también limitados.
El viejo miró a la vieja, sonrió. La vieja observaba las llamas inquietas en la hoguera, transportada a un habitáculo donde la nada era posible. El viejo, maravillado ante la comprensión del tiempo y, creyendo asimilar el vacío sentido de la vida, se encontraba inerte con la boca semi-abierta. La vieja despertó, gracias a un silencioso despertador de la inconsciente y mágica conexión entre aquellos que comparten la pureza de los sentidos, y se percató de que el viejo la miraba. Ambos se contemplaron obviando las superficialidades de la bruta materia, e incluso traspasaron las sedosas cortinas del alma, para encontrar la esencia de algo que era, pero que no estaban listos para adoptarle una identidad. Los abismos, esos abismos a los que se llega cuando los planteos metafísico exceden el conocimiento humano, se unieron en puentes sinuosos, de inimaginables formas. El tiempo, inquebrantable pero inapreciable y aislado, no formaba parte del momento y se alejó por unos segundos que, en realidad, no lo fueron.
Con un ligero mareo y una desilusión similar a la del filósofo que no puede retornar a los equívocos planos arquitectónicos del mundo de las ideas, volvieron a la realidad. Sonrieron pedantes con una leve mueca. La imagen de los dos formaba un cuadro estático, donde la luz se apagaba poco a poco hasta quedar casi en penumbras, si no fuera por el reflejante brillo de los satélites que, lentamente, aparecía en la pintura por la ventana del fondo. La vieja, en la oscuridad, rompió el hilo invisible que unía las miradas, se dio la vuelta y encendió la hornalla. El viejo, sin quitar la estúpida sonrisa, encendió la radio y, usando el fuego, transformó en cenizas el papel de un cigarro, aspirando una y otra vez. El viejo fumaba sólo en ocasiones especiales. Ella, asintiendo ante la ceremonia, se sentó a su lado y le ofreció una infusión que se bebía con la misma mecánica con la que él pitaba. Ese día ninguno soltó palabra, no era necesario. Los sentimientos, toscos, agrietaban por momentos sus caras. Pero el placer surgía desde otro nivel. La noche pasó lentamente. Ninguno durmió.
El tiempo, sintiéndose invadido y ultrajado, o quizás apenado por su irremediable transcurso, un día se vengó.
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