Tumgik
blogmiguelburgos · 4 years
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Carlitos gritando gol.
Cancha en mal estado, tarde gris y ambiente algo bélico en el viejo Estadio Nacional, que, aunque era ya el segundo año del siglo XXI, lucía muy deslucido y brindaba una pálida imagen de desazón, pues el campo de juego conjugaba aquel seco verde amarillento con grandes espacios de polvorienta tierra raleada. El otoño ya le dejaba paso al invierno y el cielo gris de la urbe parecía acicatear cualquier corazón impetuoso. No fue así para Bonnet, aquel delantero argentino de mediana calvicie y que en vez de la camiseta número 9 utilizaba la 7, como dando señales de su distinción, como diciéndonos que él era especial.
Camiseta celeste de manga larga, y al frente la crema desteñida. Tribuna oriente divida, populares algo cargadas, canticos furiosos, banderas en el alambrado y sobre todo muy poca policía. Nosotros nos jugábamos la punta y ellos mantenerse entre los 6 primeros para acceder a los play off de diciembre. No había un ambiente sano, como dije, se respiraba una extraña belicosidad, que ahora que lo pienso bien, reflejaba la irreversible rivalidad que ya teníamos con ellos. Pero no fue ni por el ambiente de guerra, que hacía catarsis colectiva en las graderías del estadio, ni tampoco por el invierno gris, que quería tumbarse la pasión de los rebeldes corazones, que esa tarde adquiriría mayor relevancia. Bonnet, sin saberlo, haría que Carlos abandone para siempre su niñez idílica, su confort de clase media y sepa sin comprenderlo, que tenía que recorrer su propio camino, que tenía que hacerle caso a su corazón, a su corazón celeste.
Carlos, o Carlitos, era el hijo menor de Roberto y de Claudia. Roberto trabajaba en la empresa Nicolini desde hacía ya quince años, tenía un puesto en la gerencia pues era amigo de Orlando Peñaloza, que a su vez era primo de Felipe Peñaloza Nicolini, que a su vez era sobrino de uno de los dueños de la afamada empresa de fideos y harinas. Roberto y Orlando iban desde jóvenes a la barra de oriente de los rivales, veraneaban en Campo Mar y ahí fue que conoció, celebrando un año nuevo de finales de los ochenta, a Alicia Montenegro. Alicia Montenegro no le gustaba mucho el fútbol, pero por tradición familiar también frecuentaba a la manchita de Campo Mar, fue en ese entorno que Roberto la empezó a invitar a salir, a bailar, a beber un trago, a campamentos playeros y a ir al estadio para ver a la u, eran pues una parejita destinada a la felicidad. Los Nicolini, su familia y su empresa, fueron los mecenas de Universitario por mucho tiempo, es así que Roberto Peñaloza apenas termino la universidad consiguió por influencias un trabajo en la empresa de la familia de origen italiano, poco a poco se fue asentando y ya bebía whisky con los dueños, conocía a los jugadores cremas y a algunos líderes de barra. Su trabajo, sus amigos, eran, como él y claro, también como Alicia, fervorosas gallinas. El año 90 tuvieron a su primera hija, Fernanda, y al año siguiente nació el pequeño Carlitos, el varón de la familia y el supuesto heredero del hinchaje crema. Carlitos nació en abril de aquel año 91 y su padre, 8 meses después, decidió llevarlo a oriente, con babero y vincha crema, para dar, según sus esperanzas, la vuelta del “tricampeonato” frente a los pavos, lastima para él, Cristal salió campeón en una infartante definición por penales y se tuvo que ir furioso, pues el primer partido de su hijo viendo al equipo de su padre, fue una derrota, fue la pérdida de un título. Él, quería coronar aquel año del nacimiento de su hijo dando la vuelta del tri, no pudo, pues la historia se torció para él y quizás empezaba a augurar el destino Carlitos, que, aunque era un bebé inconsciente vestido de crema, su primera experiencia en una cancha de fútbol lo tuvo como testigo de las atajadas de Miranda y de los goles de Palacios.
Para el año 2002 Carlitos estaba en 1ro de secundaria, tenía 11 años y aunque celebró el tricampeonato del 98 al 2000 del equipo de su padre, no le gustaba mucho el color de las camisetas de futbol que le obsequiaban en cada cumpleaños, secretamente admitía que el celeste era más precioso a sus ojos, pero aquello aún no lo entendía, y tampoco entendía que podía sentir distinto que su hermana mayor, su padre y su madre. Todas esas sensaciones nuevas aún estaban en lo más profundo de su ser, revolviéndose para generarle confusiones que a sus 11 años no sabía como solucionar. Le gustaba mucho el fútbol, practicaba todos los días en el patio de colegio apasionados partidos con sus compañeros, también en su barrio sobre el asfalto caliente de las vacaciones de verano. Pero nunca salió a jugar con una camiseta crema, tampoco peleaba con sus amigos de Alianza sobre algún clásico y no tomaba partido de las típicas discusiones infantiles sobre cual equipo es mejor. Cuando eso ocurría prefería guardar silencio, agachar la cabeza y pensar en otra cosa. Esa era su manera de evadir, de ponerse al margen pues no tenía la seguridad de sus amigos al momento de defender los colores de sus equipos.
De pronto y a él no le preguntaban, pues en su barrio y en el colegio todos sabían que los Peñaloza Montenegro eran de la u, y que por ende su amigo Carlitos también lo era. Para la pequeña pandilla del barrio y para sus compinches colegiales, la cosa estaba clara, aunque nunca se le veía con una camiseta y aunque nunca lo haya dicho, él vivía con esa señal familiar. El silencio era su aliado, hasta que llegó aquel día.
El partido había comenzado muy intenso desde el primer minuto. Las divididas se peleaban muy fuerte, y aunque no habían muchas ocasiones de gol tampoco había pausa. La hinchada celeste ya estaba posicionada y rugía con autonomía, sin miedo a nadie y dispuesta a empujar los 90 minutos, pues de entrada se intuía un partido de alto rigor y tensión contenida. Bonnet era el capitán, llevaba la cinta en el brazo izquierdo y a los 29 minutos recibe un centro de Sheput desde el lado oriente, se escabulle entre los dos centrales rivales y logra patear el balón con la derecha, Ibáñez solo miraba y Bonnet ya se disponía a revolear la camiseta al viendo, cuando en el inicio de la corrida celebratoria observó la bandera del juez línea levantada. El pelao se agarró la cabeza, sabía que no era off side, y en la casa de los Peñaloza la repetición de la señal del cable lo corroboraba.
El padre de Carlitos, Roberto, se había ido a occidente con algunos dirigentes del club a ver el partido. Alicia, la madre, estaba observando con cierta obligatoriedad el partido al lado de su hija, ambas recostadas en la amplia cama matrimonial del segundo piso, aguardando llenas de desidia y compartiendo algunos bostezos, algún gol de los cremas. Aquella soledad en la que indirectamente dejaban a Carlos, le parecía satisfactoria, pues él decidió subir por aquella alicaída escalera de fierro a la azotea de la casa, aquel lugar que a nadie le importaba más que para tender la ropa. Subió con su radio pequeña que su abuela le había regalado en la navidad anterior, y se puso a escuchar el partido, a imaginarlo al compás de cada oración acelerada enunciada por el narrador de RPP. Carlitos, en la azotea, corriendo de un lado a otro imitando las jugadas de la vertiginosa narración, absortó en la imaginación del partido, era realmente feliz, estaba libre de toda atadura familiar que le buscaba imponer lo que no quería.
“Jorge Soto arranca por la derecha, la toca rápidamente para Sheput, avanza el elenco celeste con decisión, Sheput para Sergio Junior, este nuevamente para Soto, Soto remataaaaaaaaaa… pasa cerca del arco del Ibáñez y en 42 del primer tiempo, seguimos 0 a 0 acá en el Nacional”. Esa era la narración mientras de fondo es escuchaba el estruendo de los hinchas, era como un rugido no se podía identificar muy bien a que hinchada pertenecían los gritos. El partido era parejo, aunque Cristal tenía más la pelota y generaba más ocasiones de gol. El primer tiempo ya terminaba y el deseo de Carlitos era cada vez más claro: quería que gane Cristal, lo deseaba ahora de manera más profunda, y mientras lo deseaba recordaba las miles de veces que su padre se refería de manera despectiva a “los pavos”, reventaba en carcajadas profundas y burlescas con sus amigos gallinas en algún partido ganado de su equipo, o peor aún, veía como su madre y también su hermana se regocijaban cortejando el orgullo crema, rodeándose de tragos caros, personas de tez blanca con apellido compuesto y de desprecio por los demás. Esa soberbia, que a sus 11 años no entendía muy bien, se empezó a transformar en rebeldía cuando compraba con 50 céntimos el Líbero o el Bocón y leía que Cristal ganaba y avanzaba en la tabla de posición, o, cuando viendo los resúmenes deportivos de la noche, lograba captar las imágenes de la rebelde barra celeste, esa que no tenía mucha prensa, aunque cada vez se mostraba más imponente. Todo eso le pasaba a Carlitos mientras se imaginaba el partido bajo el cielo de la azotea.  
Roberto Peñaloza encendió su Lucky Strike en occidente, mientras conversaba con su amigo Javier Aspauza, este le estaba proponiendo ser parte de la próxima junta directiva del club como tesorero. Esto le iba permitir a Roberto poder entablar contacto con empresas y sponsor, y también, porque no, iniciar una carrera como directivo de su club. Minuto 35 del segundo tiempo y cuando cerraban trato sobre costos, gol estudiantil, celebración entre los futuros directivos en occidente, la madre y la hija se confundían en gritos femeninos en medio de las almohadas y Carlitos lleno de furia detesto estar rodeado de gallinas, quería llorar, pero se contuvo.
Carlitos dejo de correr y de simular jugadas imaginadas a través del relato radial. Estaba tenso, luchando contra la desazón. Sabía que quedaba poco tiempo para que finalice el partido y ya sentía como sus ojos de niños se humedecían para darle paso a la adolescencia, el llanto era de pronto ese ritual de paso que lo termina por volver a uno definitivamente hincha de su equipo. Carlitos no aceptaba la derrota porque era injusta, Cristal había jugado mejor, además a Bonnet le habían anulado un gol válido. Carlitos ya no podía aguantar más y se imaginaba a su padre llegar feliz y borracho a casa, celebrando su triunfo, desbordando soberbia, estaba lleno de furia cuando de pronto empieza a escuchar… “Magallanes, se anticipa Magallanes, sigue Magallanes, gana Universitario 1 a 0 y ya estamos en los descuentos del partido. Sigue Magallanes, se la da a Soto, tira un centro pasado, pelea Villalta, despeja Domínguez, la vuelve a meter Rodríguez, la pelota es de nadie, sale Ibáñez se anticipa Boneeeeeeeeeet goooooooooooooooooooool, gooool, gooool, gooool de Sporting Cristal, Luis Alberto Bonnet, cuando la pelota parecía nadie, cuando parecía que ganaba Universitario, apareció Bonnet para marcar el empate, para que festeje toda la hinchada rímense, para decirnos que hay justicia en el fútbol, que Cristal no merecía perder. Bonnet, el goleador, el número 7, nos dice que Cristal nunca se rindió y que ahora es el puntero del campeonato. Universitario 1, Sporting Cristal 1, cuando en estos precisos momentos el arbitro da el pitazo final, que partido, señoras y señores”. El grito de gol de Carlitos retumbo su azotea, se escuchó en toda la cuadra, silencio a su madre y hermana, que ahora sabían que Carlitos Peñaloza Montenegro era un celeste confeso, era de Sporting Cristal, para pesar de las pretensiones de su padre y de su familia. Ya era un celeste más y jamás lo negaría, jamás se olvidaría de ese gol de Bonnet, de ese 1 a 1 que lo hizo llorar de alegría mientras miraba el cielo de esa tarde gris.
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