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Una conversación con el pasado.
Mi infancia —fragmentada— los recuerdos que tengo de ella no son muy lindos. Pero tengo algunos...
—¿Y mamá?
Mi hermana... Casi como un refugio: peleas, carcajadas, secretos, miradas cómplices, llantos, pedidos de ayuda entre gritos ajenos. Tantas conversaciones detrás de un toldo azul de ¿plástico? para que nadie escuche, debatiendo entre lo que era normal y lo que no. Ambas tuvimos que madurar muy rápido. De alguna manera, eso podría habernos separado, conflictuado. Pero no, nos unió. Hoy mi hermana es un sostén para mí. Sin pecar de víctima, solo espero ser un sostén para ella también, y poder devolverle todo lo que nos dio. O no… en realidad, espero que no necesite ningún sostén. Espero que esté feliz.
—¿Y mamá?
Papá… Papá estaba y no estaba, igual que hoy. Cumplía su rol de padre proveedor. Cariñoso, a veces. Rígido, otras. Pero la mayoría del tiempo era una sombra. La sombra de un supuesto monstruo. Había que tenerle miedo. Cuando llegara, nos iba a retar. Para ese entonces, ya estábamos dormidas. El poco tiempo que pasábamos con él alcanzaba. Bueno o malo, alcanzaba. Era lo más cerca a una normalidad —aunque todavía la normalidad no estaba definida para nosotras—. La normalidad era dentro de esas paredes que llamábamos hogar. Supongo que, con los años, fue normal haberlo puesto en un pedestal de papel de arroz. Cuando nos dimos cuenta de que solo estaba cumpliendo el rol que le correspondía, ese papel se rompió tan fácil… como si nunca hubiese existido.
—¿Y mamá?
¿Mamá? Mamá… sabés cómo es. Me duele escribirte. Mamá, te va a doler más cuando crezcas, cuando tengas mi edad. Sé que los golpes de ahora te duelen. Sé que nunca te gustaron los gritos. Sé que no te gusta el olor a vino, y que a veces te confundís y le comprás el equivocado. Es normal, sos muy chiquita. Sé también todas las cosas que te dice. Sé que duelen más de lo que decís o mostrás. Sé que duele que no te crea. Sé que duele que diga que le das vergüenza, que su vida hubiera sido mejor sin vos.. sin nosotras. Los años van a pasar y vas a escuchar cosas peores. Pero los golpes van a empezar a desaparecer cuando seamos un poquito más grandes. Mamá sigue igual, pero ya no nos puede golpear más, y estamos lejos de ella.
—¿Y por qué nos duele más ahora, a tu edad?
Es difícil explicártelo. Y hay cosas que no quiero contarte. Pero.. ¿viste ese olor a vino que no te gusta? Lo sigue teniendo. Y ahora es un problema más grande que antes.
Ahora duele, pero por adentro. No por los moretones, no por los gritos o las malas palabras. Un día lo vas a entender. Pero mientras tanto, no sos eso que dice mamá. No das vergüenza. No importa si te cree o no. Valés más de lo que creés. Y sos muy querida y amada por mucha gente. Pero especialmente.. te vas a dar cuenta de lo mucho que te querés a vos misma.
—¿Voy a estar bien?
Vamos a estar bien, sí. Estamos en eso.

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10- Última parte-
Tengo no una, no dos, miles de dicotomías, preguntas, miedos, problemas, dudas, cuestionamientos.
Pero hay días donde soy simplemente una página en blanco, donde puedo volver a escribir mi historia desde otro punto de vista, quizás menos trágico o depresivo. Siempre sentí que tengo un alma camaleónica.
La vida me puso en situaciones que no pude controlar. Yo me puse en situaciones que controlé cómo pude, como quise, con ese pensamiento de “yo puedo” o “hago lo que quiero”, con esa rebeldía que tanto me caracterizaba cuando era adolescente. Y no me juzgo, no me culpo, me abrazo.
Tampoco juzgo ni culpo a nadie, lo repetí tantas veces en estos días. No soy víctima de mi propia historia. Las decisiones que tomé pudieron no haber sido las mejores, pero si intento verlo desde otra perspectiva, todo podría haber salido muchísimo peor, y hoy no podría estar escribiendo esto.
Ya son siete años, casi ocho, bajo tratamientos psiquiátricos, y una parte de mí ya sabe que quizás esta es mi nueva normalidad. A decir verdad, no puedo imaginarme una vida sin acompañamiento profesional, sin los blisters al lado de mi cama y en mi cartera por si siento venir un episodio repentino en la calle.
¿Me gustaría que fuera diferente? Sí. No depender de unas pastillas para sentirme mejor, no tener ataques de pánico ni pensamientos intrusivos sería ideal, me atrevería a decir que hasta idílico..
Pero no voy a volver a caer en la trampa. Creo que el universo escucha, y si vuelvo a pedir “cambiaría esto por esto” quizás me lo cumple, y prefiero dejar las cosas como están, que de todas formas, tan mal no están. A ver, así como se dice mal, ya estuve.
Recorrer un poco mi vida y mis emociones me hace caer de vuelta en preguntas que pensé que ya tenían respuesta ¿Por qué a mí? es la más frecuente, pero nuevamente me la contesto en automático: ¿por qué no a mí? ¿Qué tengo de diferente al resto que merezco una vida entre algodones? Nada.
Nunca me gustaron las montañas rusas, me daban miedo. Qué irónico sentir que hoy tengo una en la cabeza. Tengo días tristes, otros muy tristes, pero no son todos mis días así. La mayoría son normales, y hasta alegres.
Vivir con ansiedad no es fácil, pero ya lo dije: de alguna forma se convirtió en mi normalidad.
Quizás este último tiempo estuve un poco más decaída que antes, lo cotidiano me estuvo costando un poco más, y salir de casa solo lo hacía si era absolutamente necesario.
Pero repito: mi cabeza es una montaña rusa de emociones, y ya no tengo dicotomías. Mi vida en sí es una dicotomía, y está bien, no todo tiene que ser lineal.
La vida no es fácil, pero no lo es para nadie. ¿Certezas? Solo tenemos una, y es que nos vamos a morir. Eso lo sabemos todos. Obvio, el pensamiento me abruma, incluso me aterra, pero como tantas otras cosas, seguro lo soluciono en terapia.
Quizás tengo una certeza más con respecto a la muerte y es que no tengo ni idea cuándo va a llegar la mía. Quizás en un accidente (a mucha gente le pasa) pero estoy convencida de que me va a llegar de viejita, cuando haya vivido una vida plena, con o sin blisters, con o sin ansiedad.
Porque motivos para vivirla tengo de sobra, y porque algo en mí cambió para siempre, ahí, en mis ya 20 años, cuando vi los ojos vacíos de mi papá, con miedo a preguntar o siquiera tocar el tema porque fue “de un día para el otro”
Cuando por las noches veía las lágrimas escondidas de mi mamá, y la desesperación de mi hermana.
Porque cuando pude salir de ese pozo tan profundo, me di cuenta de que era un lugar donde no llegaba la luz.
(Y la verdad es que en la luz se siente bien)

EPÍLOGO — “Donde no llega la luz”
Este no es el final de nada, es una pausa.
Un respiro después de haber caminado por los bordes de mi alma, después de haber gritado en voz baja todo lo que dolía y haberlo convertido en palabras.
Este recorrido no fue lineal, ni prolijo, ni luminoso (tampoco intenté que lo sea) Un mini libro de diez capítulos donde jugué a ser escritora.
Fue oscuro y a veces denso, a veces frágil, pero siempre humano.
Una serie de verdades que no buscaron lástima ni aplausos, sino simplemente ser dichas.
Acá quedó un poco de mi cuerpo escrito, mi mente en desorden, mi melancolía, mi enojo, mis preguntas, y un poquito de mi historia.
No sé si esto va a sanar algo, pero sé que ya no lo estoy escondiendo.
Y con eso, por ahora me alcanza.
Porque incluso en los lugares donde no llega la luz, una puede salir, incluso sin saber a dónde va.
MK.
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9-
La diferencia entre estar sola y sentirse sola es una línea muy fina, pero yo la reconozco. Estoy rodeada de gente, pero solo tengo dos amigos y dos amigas —una de ellas vive en el exterior. Yo de por sí, vivo lejos de todos: amistades, familia, conocidos. Mis compañeros diarios son mis perros, mis escritos, la música y mi ansiedad.
¿Mi novio? No está nunca, y cuando está, lo último que quiero es sofocarlo con mi tristeza. A veces es tan grande que me da miedo ahogarlo conmigo. Él también pelea sus propias batallas.
Lo más triste, quizás, es que el único testigo de todo lo que me pasa en el día a día es mi cuerpo.. y ya hablé del castigo constante que le ejerzo. No me siento sola —estoy sola. Y me doy cuenta cuando lloro desconsolada y no hay nadie a quien llamar, cuando no se acuerdan de mi cumpleaños, cuando todos buscan refugio en mí y yo no lo encuentro en nadie.
Todos saben que la pasé muy mal. Hoy, tengo que cuidar mis palabras para no preocupar a nadie. Es como caminar sobre hielo fino, con una máscara puesta todo el día —todos los días—convenciendo al mundo de que estoy en mi mejor versión. Porque si no la culpa es mía. No se me permite ni un día de tristeza.
Encuentro consuelo en mi propia melancolía. El típico cliché de refugiarse en canciones tristes para sentirse mejor (ese egoísmo de vuelta, el de saber que otros también sufren como yo) Hay una especie de paz en el eco de mi voz cuando no tengo a quién acudir. Ya lo dije.. no puedo mostrarme vulnerable con quienes —en teoría— deberían cuidarme, o al menos ofrecerme un hombro, un “tranquila, todo va a estar bien”
A veces —por no decir siempre— se olvidan de que estoy enferma, y se sorprenden cuando reacciono de maneras que no les gustan, cuando por fin respondo a sus comentarios pasivo-agresivos. Obvio que se sorprenden y para mal, la loca soy yo, total siempre fui la que comprende, la que se calla, la que está para todos.
(No digo que no estén presentes) Pero si les pregunto cómo estoy, no tienen ni idea de mi vida. Y yo podría escribir libros enteros sobre la vida de ellos.
Sé que la que está mal acá soy yo. Que debería hablar más de mí. Pero simplemente ya no quiero preocupar nunca más a nadie.
Quizás estoy sola porque así lo elegí. Porque de esta forma evito tener a veinte personas preocupadas instaladas en mi casa. Quizás estoy sola porque es más fácil para todos no tener que frenar sus vidas (ya complicadas) por una pendeja de 25 años que no puede resolver su propia salud mental.

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8-
¿Qué pasa con esos silencios que quedan donde deberían haber habido palabras? ¿Se quedan merodeando adentro? ¿Nunca se van? Siento que se instalan dentro nuestro como vacíos que después llenamos con tendencias destructivas. Como si nos castigáramos por lo que pudo haber sido y no fue, por esos espejismos casi idílicos que terminan rompiéndonos cuando entendemos que no eran reales.
¿Cómo se empieza de cero cuando el alma está así de corroída? La entrega a un otro ya no solo se vuelve casi imposible, sino que además no nos creemos merecedores de un nuevo vínculo.
¿Qué pasa cuando todo lo que conocés son vínculos cruzados por la violencia? Creer que el amor tiene que doler no es fácil. Salir de ese pensamiento es todavía más difícil. Todo se desordena de repente… es como dejar caer un espejo y verte reflejada en cada pedacito que queda en el piso. Así se siente por dentro.
Volver a vincularse con alguien cuando no te creés capaz —y con tanto peso mental encima— es sin duda un desafío. Uno del que, hasta el día de hoy, sigo aprendiendo.
Nunca me consideré una víctima.
Pero… ¿qué le pasa a la mente y al alma cuando aparece el cuerpo como casa que alguien invade sin pedir permiso? ¿Qué pasa cuando un amigo te traiciona? ¿Qué pasa cuando empezás a sentir que los abrazos ya no reconfortan, sino que pinchan y te incomodan?
Era cuestión de tiempo, como una bomba… pero en vez de contar minutos, contaba sucesos, estaba a punto de estallar. Y sí, estalló. Mi mente estalló.
No sé por qué hasta el día de hoy, me sigo cuestionando y sorprendiendo tanto por mi ansiedad y ataques de pánico.
Lo que debería sorprenderme es estar viva.

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7-
Mi vida cambió tanto, pero todo seguía igual. Las calles por donde caminaba eran las mismas, la gente también —o eso creía— pero algo dentro mío se movía todo el tiempo. Y no solo eran los terapeutas o las pastillas. Cada vez que pasaba por un espejo, veía algo distinto, el reflejo de algo que no me gustaba, que desconocía.
Era yo, pero no era yo.
¿Cómo estar en paz conmigo misma si ni siquiera mi cuerpo me da tregua?
Entiendo que todos los cuerpos tienen lo suyo, sus formas, sus marcas, sus colores, pero el mío… el mío me costaba. No me encontraba ahí. Menos después de una infancia donde, ante cualquier conflicto, mi mamá decía:
“es porque te tienen envidia” Me crié creyendo que era valiosa y linda por ser flaca. Que el peso definía algo de mí. Algo importante.
Hay medicaciones que te hacen subir, te alteran el cuerpo, te cambian. Y yo no entendía ¿Cómo algo que se supone que me hace bien, me hace sentir tan mal?
Dejé de comer.
Dos,
Tres,
Cuatro días.
Habitando un cuerpo que no sentía mío, uno que solo castigaba. Por no sentirme suficiente, por pensar que así no valía por creer que ya no era hermosa.
En ese momento pensé que no me importaría tener el doble de ataques de pánico, que incluso si eran más fuertes, los cambiaba sin dudar por volver a ser flaca.
Por volver a sentirme algo (Algo que valga)
Mi psicóloga de ese entonces, en una de tantas charlas, me dijo:
“Tenés un TCA”
¿Un qué? pregunté
Me explicó.
Otro trastorno a la lista, pensé.
Con el tiempo cambié de psiquiatra, de medicación, volví a un peso más ""estable"" los kilos de "más" se fueron, pero el TCA se quedó.
Callado, escondido, esperando.
Y los ataques de pánico.. también empeoraron.
Al final, una tiene que tener cuidado con lo que desea
Volví a ser flaca (que soberbio) pero con eso, la oscuridad también encontró su propio lugar.

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6-
De repente me encuentro en esos momentos —a la noche, casi siempre— donde empiezo a cuestionarme todo.
Hasta mi existencia. Hasta el por qué estoy hecha de carne si adentro no hay nada que aguante.
No soy solo una persona confundida, soy un cúmulo de identidades que se pelean entre sí, sin tregua. Como fantasmas sin cuerpo que igual pesan.
Y como siempre, termina en lo usual:
pánico, ansiedad, estrés, paranoia. Las llamo etiquetas para no decir que a veces siento que algo en mí se está descomponiendo en silencio, como si mis pensamientos vivieran encerrados en una habitación sin ventanas, donde la humedad intercede despacio y va soltando moho en las paredes de mi mente.
Transmutan, sí. Cambian de forma, de peso, de nombre.. pero siguen estando. No desaparecen solo se esconden mejor.
Con el tiempo entendí que tengo una relación tóxica conmigo misma. De esas que sabés que te están matando, pero igual volvés. Me abandono y me busco en el mismo gesto.
El amor propio a veces es solo un disfraz de supervivencia, ese que uso cuando digo que me llevo el mundo puesto.
Entonces me vuelvo a preguntar y cuestionar ¿y si soy yo la que retiene todo esto? ¿si soy yo la que alimenta consciente o inconscientemente el moho en las paredes de mi mente?
¿Cómo puede ser? Años de terapia, de pastillas con nombres que ya no quiero recordar, de gotitas naturales, de sahumerios, de cartas, de pendulos, de gritos mudos en el espejo.
¿Quién puede decir que no lo intento?
Creo que ganas hay de sobra..
lo que me falta es una parte de mí que no esté cansada, callar ese eco que me repite ¿para qué?

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5- Nunca me consideré una víctima, ni siquiera cuando me trataron como tal o me pusieron ese título por cuestiones que no pude controlar.
A veces tengo ganas de gritar hasta quedarme sin voz… pero después pienso en lo mucho que me va a doler la garganta si lo hago. Siempre fui una cagona disfrazada de “me llevo la vida puesta”, pero lejos estoy de eso: muchas veces fue la vida la que me llevó puesta a mí. Y muchas veces, fui re puesta por la vida.
Creo que por esa, y muchas otras razones, no me siento una víctima. Todas las decisiones que tomé me trajeron hasta acá: a este momento, escribiendo esto, pensando que quizás así me lo pueda sacar del pecho, de la cabeza… y pueda dormir sin ansiedad.
Quizás de eso se trate la vida —o al menos la mía— de irme a dormir en pánico y desilusionada, con el corazón latiendo en los oídos y los ojos llenos de preguntas que no quiero contestar. Pero sabiendo que (quizás) voy a despertar tranquila, o al menos viva, que a veces ya es bastante. Porque hay noches donde el insomnio no es lo peor… lo peor es sentir que todo lo que sos pesa como un cuerpo ajeno que no podés soltar. Parecido a una parálisis del sueño, pero despierta también.
Entre días, escritos y conversaciones vacías, a veces encuentro a alguien que me saca dos o tres buenas ideas. Qué sé yo… hablando de bueyes perdidos, una se encuentra.

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4-
Leí por ahí una frase que todavía hoy me persigue.
Pero, de alguna forma, también me deja un poco de paz:
“Me pasaron cosas terribles en la vida, la mayoría de ellas en mi mente.”
Sí, me persigue porque es real. Mi vida no fue tan mala.
Mi mente… mi mente es la del problema. Que locura definir que soy un ente separado de mi mente ¿no?
¿Y por qué me deja algo de tranquilidad?
¿Será porque no soy la única que batalla contra sí misma?
¿No es un poco egoísta sentir un poco de alivio al saber que otros también sufren?
¿Por qué me cuestiono tanto todo, todo el tiempo?
No lo sé. Tal vez tampoco quiero saber las respuestas. O quizás sí.
Quizás quiero encontrarlas para acercarme, aunque sea un poco, a eso que llaman “equilibrio”
Vuelven las dicotomías. (No me sorprende)
Pero, al final de cuentas, equilibrio y balance son casi lo mismo.
Y como ya dije, siento que hace tiempo ese balance
se empezó a romper.

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3-
Mi cuerpo y mente están en un constante agotamiento.
Muchas veces lloro, aunque luego me doy cuenta que no es de angustia, es de enojo.
Estoy definitivamente agotada, y una parte de mí sabe que quizás esta sea mi normalidad y así va a ser el resto de mi vida.
¿Es de enojo, no es de angustia?
¿Cómo no enojarse? ¿Las terapias no sirven? ¿La medicación tampoco?
No puedo evitar tener el pensamiento dramático de que quizás nací con el alma un poco rota, y la mente también.
¿Eso me convierte en loca? ¿Y qué clase de locura sería entonces?
Es de enojo, no es de angustia. No me paro de repetir.
Honestamente, no quiero volver a debatirme filosóficamente el significado de locura y bajo qué vara se mide. Solo me trae más dudas y más fantasmas a cargar.
Es de enojo, no es de angustia! Quizás si lo sigo repitiendo me lo creo.

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2-
Los extremos están mal, lo sabemos todos. Comer mucho está mal, no comer también. "La clave está en el balance", me dicen, con ese positivismo tóxico y un discurso de coaching peligroso, como si la vida fuera tan simple. Quizás lo es. Pero no es mi caso.
¿Qué pasa cuando ese supuesto balance empieza a resquebrajarse? ¿Qué pasa cuando los extremos, silenciosos al principio, empiezan a aparecer?
Ansiedad, pánico, paranoia. Etiquetas de un millón de emociones que a veces son tan difusas como cuando te paras rápido de la cama.
Hoy siento que estoy muy alejada de mis 18 o 19 años, tan lejana que a veces me parece que esa era otra vida, otra persona.
Mis extremos hoy se sienten más reales que nunca. Ya no quiero desaparecer de esta tierra, y aunque sé que la muerte es la única certeza, me causa terror. A veces —por no decir siempre- me ahogo en episodios de ansiedad, donde mis pensamientos intrusivos se convierten en ecos que no paran:
¿Y si me vuelvo loca? ¿Y si me agarra un brote psicótico? ¿Y si vuelvo a caer en esa depresión?
Es un miedo oscuro, fuerte, que no sé de dónde sale.
Y es ahí donde habita esta nueva versión mía, una personalidad extremista que ya no busca el abismo, sino que de alguna forma hoy le escapa.
¿Cómo puede ser? Antes fantaseaba con la muerte. Hoy, me da miedo desaparecer.
Un miedo completamente infundado, como si todo estuviera conectado y al mismo tiempo ¿desconectado?

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1-
Hay veces donde me encuentro en alguna que otra dicotomía.
Cuando era joven (más que ahora) a mis 18 quizá 19 años, sentía una tristeza infinita. Mis lágrimas podrían haber llenado bañeras enteras; y yo, con una especie de lirismo suicida, imaginaba el agua como un refugio final. A veces me preguntaba qué se sentiría dejar de respirar ahí mismo, sumergida en mi propio desborde. No era tanto una fantasía de muerte, sino una de silencio.
Tenía fantasías con desaparecer de esta tierra. Muchas veces lo intenté, y sin éxito me di cuenta de que en realidad eran gritos desesperados, ahogados, tan silenciosos que podían aturdir. Eran lisa y llanamente gritos de ayuda.
Las fantasías empezaron a volverse cada vez más palpables.
Terminaban conmigo en el hospital tantas veces que perdí la cuenta, precisamente en la sala de urgencias.
Los meses fueron pasando: psicólogos, psiquiatras, y un sinfín de medicamentos de los cuales ya no recuerdo ni los nombres.
Con los años, trotando apurados, mi vida cambió. Y mis motivos para no desaparecer empezaron a ser más evidentes.
Tanto que hoy, con 25 años, peco de extremista.
Los miedos cambiaron, mis entornos también. El desfile infinito de profesionales y medicamentos fue mutando en su forma...
¿y yo? ¿Yo cambié?
En realidad, no hay muchas dudas. Obvio que cambié.

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INTRO - “Donde no llega la luz”
Me gusta pensar que siempre hay un lugar para todo, para todos.
Yo a veces encuentro el mío cuando el sol me pega en la espalda y de costado veo mi propia sombra.
En mi infancia empecé a sentir una especie de ruido interno, como una grieta entre mis compañeritos y yo, como si supiera que algo no estaba bien conmigo. Nunca hubo un diagnóstico, tampoco nada fuera de lo "normal"; éramos mi mente y yo, sintiendo que no encajábamos bien.
Mi yo adulta hoy entiende tanto a mi yo pequeña... hoy tampoco encajo.
Veo para atrás y solo encuentro un reflejo de lo que fue mi infancia.
Hay tanta verdad que quiero contar y nunca pude, hay tanta ansiedad con la que cargo, tanto cansancio.
Hoy siento que parte de mi identidad está plasmada acá. Pero no soy del todo yo.
Siento que es el dolor el que escribe todo esto.
Quizás como un grito ahogado.
Quizás porque me sentí invisible mucho tiempo.
Quizás por mi pulsión de muerte (y vida).
Nunca consideré ningún lugar como propio, excepto ahí: cuando el sol me pega en la espalda y aparece esa sombra.
Soy yo, pero al mismo tiempo no.
Es una parte de mí, es la luz que no alumbra.
Escribo esto porque nunca me sentí escuchada.
Son algunos fragmentos de mi memoria, y algunos de mi actualidad.
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