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Islas
Maica ha escrito un cuento breve perfecto en esta consigna 3, valiéndose del concepto hybris como descripción del carácter desbordado de un personaje, sobre la pandemia que estamos viviendo. El relato es la descripción detallada de un positivo en COVID19, pero el golpe de efecto al final lo dice todo en su última frase.
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ISLAS
Lamentamos informarle que la prueba dio positivo.
Me provocó mandarla a la mierda. Está loca, se han equivocado, es imposible. He tomado todas las precauciones necesarias.
Pero no le dije eso. ¿Está segura señorita?
Le repito que lamento…
Disculpe. ¿Está segura? (No era máquina contestadora, por dios)
Eso arrojó la prueba molecular, señora. ¿Es usted la señora Marta…?
Sí. La interrumpí con impaciencia. Sí, sí, soy yo. Gracias. ¿Esto está registrado en algún lado?
En los próximos días lo podrá confirmar entrando a un link de MINSA donde se dan los resultados poniendo sus datos.
Lo primero que hice fue tomarme la temperatura. No tenía fiebre. Tuve que sacudir el termómetro pues aún registraba los 38.7 grados que había tenido hace más de una semana por una faringitis debido al aire acondicionado. Como no veía bien, lo puse muy fuerte y me congelé esa noche. Desperté mal, ya por la tarde tenía 38, al día siguiente 38.5 y así fue subiendo la fiebre. Llamé al doctor de mi seguro.
Me siento muy mal, me duele todo, me falta el aire, vuelo en fiebre y tengo dolor de garganta. Le dije todo eso para que se alarmara y viniera lo antes posible. Mentí. Lo único cierto era la fiebre. Pero a veces uno tiene que optar por ciertos recursos para lograr su objetivo.  
               El doctor llegó al día siguiente, guantes, mascarilla y bata. Desde mi departamento vi el carro con el logo de mi seguro. ¡Qué vergüenza! Pensé. Ahora creerán que alguien de este departamento está infectado.
Tomó mi temperatura, comprobando lo alta que estaba, me auscultó por la espalda y ¡por fin! Me hizo abrir la boca.
Señora, tiene faringitis. Está muy inflamada.
Una sonrisa triunfal. Ahora tendría los medicamentos y este malestar pasaría pronto.
¿Qué me dijo que ha estado tomando?
Solo Paracetamol, pues dicen que es malo tomar Ibuprofeno, por si uno tiene el virus, que, claro, no es mi caso.
Pero aquí me indicaron que tenía falta de aire, dolor muscular. ¿Me podría decir cuándo tuvo esto?
Sí, claro, hace dos días. Pero muy ligero. La fiebre alta creo que fue la causa.
Bueno, sus bronquios están bien. De igual manera le llenaré el formulario solicitando a MINSA una prueba molecular.
Doctor, tanta gente necesitada, con síntomas. No creo necesario que vengan. Es imposible que yo esté con el virus. Lo dije por las puras, creo que ni me escuchó.
A los cuatro días, felizmente el sábado muy temprano, cuando en el edificio todos dormían, vino una doctora a hacerme la prueba. Al verme me dijo en tono autoritario que me ponga una mascarilla, y no entró. Lo hice. Regresé a la puerta y le pedí que pasara a la sala.
No señora. Aquí está bien.
En el lobby de ingreso había una consola. Sacó de su maletín un desinfectante y roció la superficie donde lo pondría.
Yo la miraba incrédula. ¡Pero si me trata como una infectada! No duró ni un minuto y se fue.
Le comenté a mi hija.
Acaban de llamar del MINSA y dicen que dio positivo la prueba. No tengo idea de dónde pude haberme contagiado. Para mí que es un error, solo he salido una vez.
¿Solo? Cuando fuiste a MACRO y te trajiste media tienda. ¿A ese solo te refieres?
Me quedé callada. Tuvimos una fuerte discusión por ese tema.
¿Y ahora? ¿Pediste que me hagan la prueba?
Tienes que llamar tú misma, eres mayor de edad.
OK, lo haré. Aislamiento madre, creo que no nos afectará mucho, hemos entrenado toda una vida para este momento.
AUTORA: Maica Guerrero
Derechos reservados
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Niña Toro
En el caso de Gabriela, la consigna 3 le permite contar una hermosa historia sobre el valor. Una niña-toro que se enfrenta a la vida con actitud decidida, resistente, indomable como un toro tratando de vencer la Amazonía y el abandono del padre.
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NIÑA TORO
En Iquitos no era fácil ver ganado vacuno, al menos nunca de cerca. Los animales de la Amazonía no se dejan domesticar con facilidad, y en esos años los toros que habían llegado de Europa no resistían la humedad de mi ciudad natal. Mi casa quedaba en el centro, una ubicación privilegiada, pero se hallaba aún a medio construir, con ladrillos rotos, a la espera de más dinero para terminarla. A mí, al menos, me alegraba que fuera así, ya que en las noches de lluvia podía sentir el viento apacible, lo que me hacía dormir mejor: me sentía un personaje —no sé si bueno o malo— de una película de suspenso en el televisor en blanco y negro de la época. El goteo incesante era clave para relajar a esta criatura que aún llevo dentro.
A mí me daba de todo. A veces, cuando llovía, pensaba que el cielo lloraba por algo, los truenos me hacían pensar en mucha cólera; en algunas ocasiones, que me hablaba con voz tierna; y en otras, que me pedía que me mojara y juegue con ella. Tenía mucha personalidad, porque en algunas ocasiones me sorprendía con un arcoíris entre los árboles grandotes del fondo pintoresco de mi selva y la orilla del río Amazonas. Un reflejo de colores que despertaban la esperanza a la vida, a esa enmarañada travesía de mi porvenir.
A través de esa grieta de mi pared podía ver gente pasar, murmurar y, muchas veces, pelear. Estábamos cerca de una hermosa plaza, la 28 de Julio, en la cual marchaban cada domingo soldados oriundos de mi tierra, con las botas bien lustradas a pesar del barro, y donde cada loretano, inflado de calor, con la palma en el pecho cantaba el himno nacional. Era tradición asistir a esas solemnes marchas de ciudadanos que se hallaban orgullosos de pertenecer a una patria llamada Perú. Según me contaron en el colegio, a fines del siglo XIX la fiebre del caucho había convertido a Loreto en unos de los departamentos más importantes del país, lo que llevó a algunos loretanos a exigir una mayor autonomía y a proclamar, en consecuencia, el Estado Federal de Loreto, que tuvo corta existencia.
La banda del Ejército tocaba unas melodías que me hacían saltar de emoción. Alegre aún, y sin ningún esfuerzo, mi cuerpecillo de niña encontraba esa perfecta comunicación entre la música y yo.
Todos los domingos, después de desayunar en familia, mi papá nos llevaba a ver el desfile militar, me ponía mi vestido a bobos zurcido por mi abuela, sin olvidar el paraguas por si lloviera. Yo me encargaba de comprar el pan caliente y la mantequilla en la bodega de doña Rosita, la que un tiempo después me empezó a fiar alimentos.
Mi papá estaba metido en el mundo de la medicina natural: era el famoso yerbero de la ciudad al que todos iban en busca de su sabiduría curativa. Cierto día un vecino vino a casa para inyectarse. El pobre salió cojeando: aparentemente se había movido al sentir la aguja, que estaba caliente. «Así terminan los nerviositos», acotó mi papá. Mis ojos se apiadaban del pobre señor, pero al escuchar a mi papá, hice un ademán de afirmación y le sonreí.
Algunas mañanas lo veía a mi papá con postura de médico. Era todo un orgullo hallarlo sobrio, hirviendo sus inyectables de vidrio, con alcohol medicinal, muchos algodones, yodo, malva, achiote, aseptil rojo; otras noches, en cambio, lo encontraba con su aguardiente en mano, balbuceando y medio confundido, tarareando la misma canción.
—Papá, papá, ¿estás bien? —le preguntaba.
Y él siempre respondía lo mismo:
—Ya es tarde, Judith. ¡Vaya a dormir!
Mientras mamá trabajaba en el mercado y trataba de descansar después de atendernos todo el día a mí y a mis cinco hermanos, mi papá, en su mecedora de sala, escuchaba música romántica con los ojos cerrados. Con congoja, repetía una y otra vez un bolero que permanece en mi memoria como el abecedario de colegio que a correazos mi hermano Winston me obligó a aprender.
   Nada remedia con llanto, nada remedia con vino,
Al contrario, la recuerda mucho más tu corazón.
Una noche como un loco…
Un día, papá, el que nunca terminó de construir nuestra casa, se fue de viaje en busca de yerbas amazónicas para seguir curando, zarpó en una lancha y nunca más volvió.
Lo extrañé mucho, hasta que unos años después de tanto preguntar por él, mi vecina me enseñó dónde vivía, otra persona le había contado. Hubiera preferido no volver a encontrarme con él en toda mi vida, pero en ese momento quería recordarle mi rostro, además, tenía millones de preguntas, quería abrazarlo, olerlo de nuevo, así su aliento esté mezclado con alcohol, en verdad, la sala de noche estaba vacía.
Conocimos, entonces, su nueva casa de madera y calamina. No tenía cemento, pero estaba terminada. Sentí rabia al ver su nuevo hogar. Ahora había en esta tierra más descendientes con mi apellido: Tafur. Sí, así se llamaba mi padre: Oscar Tafur, el yerbero de ese nuevo vecindario. También reconocí en una esquina de la casa la botella de aguardiente. Con lágrimas que no podía detener, me abrazó. Sentí de todo, menos protección. Permanecí firme como un toro de cuatro patas que prefería ser desorejado solemnemente y sangrando, antes de corresponder a ese gesto público que merecían unos aplausos, pero jamás los míos. Mi hermana menor, que apenas lo conocía, me tocó el codo y me preguntó:
— ¿Él es papá?
Y él la abrazó también. Le tocó los rizos de su cabello e hizo un comentario sobre su estatura:
— ¡Has crecido! ¡Estás grande, hija!
Mi hermana sonrió agradecida. Alguien le había comentado que su papá era bueno. La verdad, no sé quién; estaba segura de que esa falsa afirmación no había salido de mi casa, que de tanta lluvia y humedad conservaba los agujeros en los ladrillos.
Su nueva mujer nos sentó en su mesa. Puso unos panes duros, sirvió una humeante sopa de pollo —con culantro, para darle sabor— y nos presentó a nuestras nuevas hermanas. Mi media hermana mayor sonrió; la otra, pequeña, nos miraba como extraños que invadían su lugar en la mesa. Se parecían más a mi padre: tenían la piel oscura y rasgos indígenas. No conversamos mucho, no nos conocíamos.
Papá, en un tono comprometido, nos dijo que podíamos volver cuando quisiéramos. Asentí con la cabeza, y nos despedimos. En el camino le pedí a Salvith que dijera que era verdad todo lo que yo contase cuando llegáramos, me repetí mil veces en mi cabeza: Mi papá nunca nos abandonó, papá nos quiso siempre y mientras me escuchaba, segregaba saliva y apretaba mis labios para que mi hermanita no escuchará los chirridos de mis dientes.  Salvith estaba feliz, quería regresar para que mi papá le tocara el rizo e intentar jugar con la menor de sus nuevas hijas, ponerle vestidos de papel a sus muñecas, disfrazarlas. Así lo hacía sonreír a papá.
Llegué a casa y mi mamá escuchó parte de mi historia. Hablé con mis hermanos, inventé que papá quería vernos a todos más seguido, que estuvo muy contento. Winston, mi hermano mayor, dijo:
—Vayan ustedes nomás. Yo ando ocupado, tengo que trabajar. Si no, ¿quién ayudará a mamá con el pago de la luz? Nos cortarán la electricidad a este paso.
Los demás no hicieron muchos comentarios, tal vez se quedaron sin voz por lo sucedido. O, simplemente, papá no merecía ni una palabra.
Mamá se fue a duchar sin hacer comentarios, asumió su siempre rol de receptora y yo me senté en mi cama. Rogaba ver por el hueco más profundo de uno de los ladrillos una historia diferente, algo menos tenso, pero el sonido de la ducha se confundió con el de la lluvia, y, entonces, acariciándome, me dormí.
AUTORA: Gabriela Zamora
Derechos reservados
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Tan lejos de sus casas
La consigna 3 conduce a Mónica a inventar a una protagonista que, con soberbia, decide abandonar su pueblo, su casa familiar, su país, en busca de un lugar donde la gente no sea fracasada y mediocre, como ella juzga duramente. Un entierro le brinda la oportunidad para más de un reencuentro.
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Foto: Alberto Rojas Jiménez Todos los derechos reservados
TAN LEJOS DE SUS CASAS
  Desde hacía como diez años que yo estaba a cargo de abrir la heladería. Eran las 5 de la mañana y el verano asomaba con sus maletas como los amigos que vuelven de largos viajes. Tan pronto el sol comenzó a frotarse los ojos, sonó el timbre de la puerta de servicio.   Era Sarah
-        ¿Supiste lo de la hermana del Sr. Fernández?, le pregunté en inglés, mientras le anudaba el mandil del uniforme. No te vi en la despedida de la señora. No debiste faltar. Él es el dueño de la tiend.
Pero Sarah, al igual que la mayoría de los empleados, después de finalizar su jornada, desaparecía y no contestaba el celular
-        Sí vi el mensaje, pero no pude ir. Lo siento, Ada. ¿Tú fuiste? Pobrecito, el señor; aunque escuché que ya hacía tiempo que ella estaba mal, ¿no? 
-        Sí. Y sí fui, claro.  Su familia estaba tranquila, y yo también - porque solo la conocía un poco - pero no sé, me puse tristísima cuando dijeron su nombre en la misa. 
Sarah y yo estábamos llegando muy temprano porque, además de todas mis tareas, también tenía que entrenarla. Con el tiempo me asignaban más y más responsabilidades, quizá por esa lealtad que ven que los extranjeros les tenemos a los trabajos.  Pero es que nuestros empleos son lo único que tenemos. Sin ningún familiar que nos espere, solos y en ciudades ajenas, siempre estamos dispuestos a hacer horas extras. Mientras los demás llevan al parque a sus sobrinos, mientras pasan el sábado almorzando en familia, mientras van al cine en las noches con sus amigos de la escuela, nosotros barremos, raspamos manchas del piso, limpiamos baños, revisamos listas de compras, cuadramos el dinero y le ponemos llave a la puerta después de que sale el último cliente. Me mudé a Brooklyn por necedad.  Por detestar siempre el lugar donde nacimos
-        No entiendo. Parece que te vas para siempre - me dijo mamá cuando entró a mi habitación y la vio totalmente vacía
De pie, junto a las maletas, la rodeé con mis brazos, y mirándola a los ojos le respondí que así lo creía. Que solo regresaría a vivir allí si me iba muy mal en la vida
Volver sería el peor castigo, pensaba. Crecí mirando por encima del hombro a las calles de ese “pobre pueblo” – como le decía; insultando al calor que me fundía la ropa a la piel, y rumiando contra las visitas de las amigas chismosas y mojigatas de la abuela. Así, me juré que pasaría por encima de lo que esperaran de nosotros. Mi lugar no era ahí. Me marcharía al terminar el colegio. Tamara, nuestra vecina, se había graduado tres años antes y me escribía desde acá, desde Estados Unidos. Vente. Te ayudo. Te presento en la tienda para que trabajes. Me prestó el dinero, y enfrentándome a todos y sin escuchar llantos ni amenazas, desobedecí a papá y me fui, como sabes. “Solo vendré de visita”, escribí con soberbia en un diario que comencé en el avión, y que te envío arrepentida con esta carta, hermana querida. Cuando llegó el invierno, Tamy se regresó a Valera y me quedé sola, hablando un inglés horrible, sin entender el nombre de las calles, trabajando doce horas diarias los siete días de la semana y ganando pésimo. Ni siquiera podía ahorrar para regresarme, y, como si el destino me castigara, nunca más he podido volver a casa
Fue pasando el tiempo y los niños se volvieron mi consuelo.  Asoman sus caritas a través de la congeladora para ver los sabores, y siempre saben exactamente lo que quieren: chocolate, fresa, limón, vainilla, con chispitas, con merengues, con maní. Cuando les coloco los helados entre sus manos, los miran como si la vida les estuviera prometiendo premios increíbles. Muchos años atrás, cuando éramos niñas, antes de que fuera yo quien llenara los conos desde el otro lado del mostrador, los sorbetes de mandarina eran mis favoritos, ¿recuerdas? Pero ya ves que luego fue a mí a quien le tocó preparar las mezclas, llenar los contenedores, servirlos, y recibir los pagos cada día de la semana, excepto los miércoles. Por eso, cuando me llamó el administrador esa mañana, pensé que menos mal que justo ese era mi día libre, porque si no, no hubiera podido ir.  “La hermana del Sr. Fernández ya ha partido. El funeral será en la misma casa de la señora, como ella lo pidió, y como aún acostumbran algunas familias latinas”, me dijo.
De las cinco hermanas de mi jefe, ella era mi preferida. Cuando traía a sus nietos a la tienda, siempre se daba unos minutos para sonreírme y saludarme
-        ¿Y qué sabes de tu familia?, ¿están bien?, ¿hablas con ellos? ¿Hace cuánto que no los ves? ¡Ay, qué barbaridad, Ada! ¡¿Más de diez años que no vas a tu casa?! ¡¿No has visto a tus padres y a tus hermanos en todo este tiempo?
Era alegre y sencilla, y hasta me hacía algunas bromas para hacerme reír mientras sus nietos le daban vueltas como una calesita. Su gentileza me parecía un regalo. Nunca tengo con quien hablar y la soledad tiene la cara de esas personas que atiendo cada tarde, sin que ni siquiera me miren a los ojos
Así que me alisté y salí para allá porque la casa quedaba en las afueras de la ciudad. Llegué a media mañana y como la puerta principal estaba abierta, entré sin tocar. El salón era grande y tenía dos mamparas amplias que daban a un jardín de manzanos por las que entraba el sol. Una luz amarilla mandarina llenaba de calidez al ambiente y desarticulaba el saludo de la muerte. Pasé y me senté en la única silla que encontré. Sentí un fuerte olor a narcisos, y en el medio, frente al ataúd, vi una fotografía de ella en que salía sonriéndonos. De pronto llegó el sacerdote y nos pusimos de pie:
-        Nos encontramos aquí reunidos para rezar por el eterno descanso de….
Y así como cuando uno grita al golpearse el codo, con la velocidad de un reflejo empecé a sollozar callada. Luego, en un segundo, empecé a gemir sin poder esconderlo. Y de verdad que no era por ella. Sentía vergüenza. Pensé que mi jefe – parado frente a mí – me estaría mirando extrañado preguntándose qué me ocurría; que sus familiares de seguro estarían pensando que estaba haciendo el ridículo, pero mientras más hablaba el padre, mis gemidos se notaban más. Me quise obligar a calmarme y apreté mis labios con fuerza y crucé mis brazos oprimiendo mi pecho, pero fue imposible. Temblaba y lloraba con todo el cuerpo y se oía mi llanto ahogado por encima del silencio.    Un señor que estaba a mi lado me preguntó bajito: “¿Fue su maestra?”.  No - logré responderle. Me puso la mano en el hombro: “¿Era su madre?” Miré el piso y lo negué con la cabeza. Pero durante estos años no pude estar en el funeral de mamá ni de ninguna de nuestras abuelas. Mientras la familia las despidió reunida, consolándose unos a otros, yo las había llorado sola. Y ese día, aunque estaba allí, en las afueras de Brooklyn, cuando el padre dijo esa palabra - el nombre de la señora - había ondeado una bandera que me avisaba que había llegado a casa, y durante esa misa me sentí presente en todas las despedidas a las que no pude llegar.  Y es que se llamaba igual que mamá. Su nombre también era Alicia. 
Después de que retiraron el pequeño altar, mi jefe pasó a mi lado y no tuve el valor de mirarlo. Como yo no tenía a dónde ir ni otra cosa que hacer, quise pasar la tarde sentada en esa sala. Hablaban español.  En unas sillas cerca de la ventana, las tías les enseñaban trucos de cocina a sus sobrinas, los nietos chiquitos se perseguían a carcajadas y dos niñas se pusieron a tocar un piano desafinado hasta que tiraron la tapa y salieron corriendo al jardín. Nadie los regañó ni les pidió que hicieran silencio. La vida seguía hermosa y espléndida. Y aunque siempre había odiado la muerte, en ese momento tan desatinado, entre gente desconocida, me encontraba con ustedes, como si regresara a los mismos límites del tiempo y la distancia que un día crucé. 
A eso de las 5 de la tarde me despedí de ella en silencio. No sé si eso lo podrán escuchar los que se van, pero le agradecí su cariño, su hospitalidad y el haberme hecho sentir en familia esa tarde. La extrañaría por la heladería. Era hora de regresar porque al día siguiente debía volver a la tienda y abrirle la puerta a Sarah.
En el camino a casa me detuve a comer en un pequeño puesto de comida de la India. Los empleados tampoco hablaban bien inglés y eran todos extranjeros, como yo. Pedí un té. Cuando me lo dieron vi que tenía leche. No, no, por favor, le dije. Pensé que solo era té, y creí que era frío. La señorita me explicó que era Chai con leche, caliente, con especias y azúcar. No, cámbiamelo por otra cosa, por favor. Siempre he odiado la leche caliente con azúcar - pensé. Pero insistió. Pruébelo, me dijo. Con disgusto me lo llevé a la boca y cuando le di el primer sorbo cerré los ojos. El aroma y el sabor del té me envolvieron como si me rodearan tus brazos, los de mamá, de nuestras abuelas y de todas las mujeres que nos cuidaron de niñas. Era dulce y sabía a las conversaciones que teníamos en las noches calurosas sentadas en sus cocinas. Y desde entonces, no he necesitado nada más antes de dormir. Al igual que las otras personas que estaban también ahí, tan lejos de sus casas.  
AUTORA: Mónica  Da Costa
Derechos reservados
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Segundo escape de Kripton
Germán ha cumplido el ejercicio de la Hibris, la consigna 3,  a través de un personaje enajenado de la realidad, que se cree capaz de superar cualquier límite y decidido a salvar a su familia a cualquier precio, en una historia conmovedora.
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SEGUNDO ESCAPE DE KRIPTON
 La tierra es redonda
y azul como una naranja
JE Eielson
Cuando terminé el colegio, a pesar de haber sido el mejor de mi clase, no pude matricularme en la Universidad.  Me hubiera gustado estudiar Ingeniería Aeronáutica o postular a la N.A.S.A, pero la realidad para mí fue distinta, y con el fin del quinto año, aprendí que no había tiempo para soñar.
Interesado en aportar para los gastos del hogar, comencé a trabajar primero como ayudante de construcción. Al inicio no me pagaban. Decían que primero era necesario olvidar todo lo aprendido en los libros, hasta transformarse en una bestia de carga, las manos duras como si fueran piedras, y la espalda siempre recta como si fuera de metal. Algunos años después, me hice maestro de obra y fueron mis recomendaciones las que otros a mi mando, siguieron para remodelar casas, edificios e inclusive la estructura de esta construcción que atraviesa la cuadra 8 de la Avenida Grau.
A diario, cientos de seres, cabizbajos, vestidos con overoles azules, ingresábamos por las puertas de la Emergencia, para construir torres de consultorios y remodelar los pisos de hospitalización.
Pero hoy el destino me ha traído de vuelta. He buscado al médico a cargo del caso, atreviéndome a esperar inclusive al Jefe del Servicio en la búsqueda de una opinión alternativa.
Por desgracia todos me han dicho lo mismo: la quimioterapia no ha funcionado y lamentablemente, los nuevos medicamentos no están disponibles en el hospital. Les he explicado que no podemos comprarlos, recordándoles que fueron mis manos quienes construyeron los pisos por los que ahora deambulan. No me han entendido. Peor aún, me han dicho que morirá pronto y como yo los he llamado traficantes de mentiras, han conseguido que los vigilantes -quienes parecían no haberme reconocido-me saquen a patadas de ese lugar.
   -o-
Toma tu jarabe, le digo. Es el sol que ahora nos molesta porque estamos atravesando una constelación nueva.  
¿Sientes calor en tu cuerpo?. Será temporal. Pronto viajaremos a planetas más fríos-comento, sosteniendo el timón en forma de libro que dirige nuestra nave espacial.
¿Ves?. Ya está pasando. Ahora vienen los temblores que nos señalan el camino de regreso. Estamos atravesando la atmósfera de este planeta que no conocemos.
Te quiero mucho, repito, mientras acaricio sus cabellos. Estamos a punto de aterrizar.
Descendamos de la nave. Ahora, toma por favor la sopa que papá te ha preparado. Verás que con ella te volverás fuerte y recuperarás tu peso, eliminando esa palidez que ahora decora tu cuerpo.
¿Te duele la barriga? A mí también, corazón. Debe ser por la diferencia de gravedad en el espacio.
Mira. Mamá se nos ha adelantado. Está dormida.
No dejes nada en el plato. Te juro que este viaje será el último.
Este debe ser nuestro espacio perfecto. Te prometo que viviremos felices y sin dolor, en este mundo que tanto hemos buscado y que merecemos.
 -o-
-Le volveré a contar todo lo que vi, Coronel.
-Señora, todo está claro. Puede irse, responde.
-La niña lloraba todas las noches. Mis vecinos eran. La madre lloraba también. El gritaba. Al inicio gritaba. ¿Sabe?
 Muñoz se pierde en el verde-oscuro de las paredes, sentado frente a la mesa de madera, intentando terminar el informe con la vieja máquina de escribir (aquella a la que le hace falta la “eñe” y la “o”). Su mirada, sin embargo, atraviesa al hombre extraño, quien no deja de observar el techo del calabozo donde ahora se encuentra.
Llevaba tres días ahí y no había dicho ni una sola palabra excepto cuando lo trajimos esposado, recuerda. “Me llamo Jor-El. Yo planifiqué nuestro viaje”-había relatado.
-¿Sabe cómo la encontramos?. La voz gruesa de la mujer interrumpe la estructura de sus pensamientos.
Era un cuerpo esquelético, pálido y lleno de moretones. La mujer quien debía ser la madre, gritaba y botaba espuma por la boca. A pesar de que todos los vecinos corrimos a ayudarla, nada pudimos hacer.
El estaba como dormido. Drogado seguro.
Sólo un enfermo se atrevería a matar a su familia. ¿Acaso va a dudar de lo que vimos?. Sucedió aquí mismo, a unas cuantas cuadras.
 Muñoz lee  las hojas en las que sobresalen las palabras reconstruídas con el corrector y con la ayuda de un lapicero de tinta negra. ¿Será verdad que la maldad existe?-vuelve a distraerse.
Durante su trabajo como policía, ha entendido el significado de la miseria de los hombres y el dolor. Como si se tratara de un reflejo, introduce la mano derecha por debajo de su camisa.
Ahí está la cicatriz que la bala dejó cuando un desconocido montado en una bicicleta decidió dispararle en la puerta de su casa, el día de Navidad..
Entonces, el hombre del calabozo quien no muestra sentimientos de culpa o de dolor, será condenado por homicidio múltiple y merece ir a prisión por el resto de sus días. No hay dudas. El confesó ser el autor cuando lo encontramos en el escenario donde todo ocurrió.
Ese latido en la cicatriz ha sido la señal que necesitaba para completar algunas descripciones en su informe.
Al terminarlo, observa a la mujer morena, de carnes abundantes atrapadas en un hábito morado, agradeciéndole con un saludo y la más falsa de sus sonrisas.
 -o-
Sentado bajo este inmenso sol, comienzo mis lecturas preferidas. No son novelas. Tampoco son libros de relatos cortos. Son historietas de Superman.
Me gusta Superman porque no es humano y se esfuerza por vivir entre nosotros. Además, no es inmortal y tiene un punto débil.
Sin embargo, leo y releo el capítulo en el cual su padre, Jor-El, enterado de la inminente destrucción de Kriptón, conversa con su esposa y acuerdan enviarlo por el espacio. Han asumido el dolor de su ausencia, con el único propósito de permitirle seguir viviendo si la nave espacial que lo transportara, fuera capaz de llevarlo a un planeta vivo.
Me hubiera gustado construir naves espaciales pero en mi escuela el profesor eligió enseñarnos ejercicios repetidos de aritmética y álgebra-recuerda.
A pesar de estas limitaciones intelectuales, y de que mi trabajo consiste en colocar ordenadamente ladrillos, varillas y mezclas, sigo soñando con que algún día podré transportarme fuera de este mundo, en el hipotético caso en que éste comenzara a destruirse.
Mis amigos que no saben nada ni de los planetas de la vía Láctea, ni mucho menos de otras constelaciones, se burlan de mí y de mis soliloquios, En silencio diseño algunas formas de escape, que jamás les compartiré porque sus vidas se encuentran excesivamente aferradas a la tierra.
AUTOR: German Valenzuela
Derechos resevados.
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Tercera consigna: Hibris
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La tercera consigna es trabajar sobre uno de los elementos más importantes de la tragedia griega: la hibris.
El concepto hibris o hubris en la antigua Grecia significaba desmesura o falta de templanza, de equilibrio y se manifestaba como una falta total de respeto frente a los límites. El concepto griego también implica la soberbia de quien desafía los límites.
En la tragedia griega, la Hibris aparecía vinculada al héroe trágico y desencadenaba la trama. El héroe se oponía, con soberbia, a la fatalidad y sus límites y buscaba ser libre. Su valentía o arrogancia era castigada duramente bajo la premisa: quien huye del destino, lo provoca.
El personaje clásico donde se manifiesta la Hibris es Prometeo (en la ilustración) robando el fuego divino de la creación para dárselo a los humanos y siendo castigado por ello con los buitres que muerden y remuerden sus entrañas (remordimiento). En la literatura contemporánea, un buen ejemplo de hybris es Gatsby, el personaje de Scott Fitzgerald, que hace lo imposible, vence cualquier barrera, para hacerse rico y conquistar a su mujer ideal, pero esa desmesura la paga con su vida. 
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Sueño
Yasser escribe sobre sueños que acosan a su protagonista desde hace años, y parecen más reales cada vez. Para cumplir con la consigna 2, utiliza la técnica de caja china: una conversación entre dos amantes en la que el tiempo está detenido, pero a través del recuerdo nos enteramos de una historia interior contada en tres partes y de imprevisto desenlace.
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SUEÑO
- ¿Pudiste dormir algo?
Alberto pregunta desde el sofá, sintiéndose cansado después de un viaje de trabajo. Sus ojos acarician la imagen de Sebastián. Piensa que pronto tendrán sexo. El sexo del reencuentro. Esperará pacientemente, disfrutará la demora. Eso también excita. No hacer ninguna referencia, ningún guiño y al final de la noche, entrar al dormitorio y reclamar su cuerpo, arrancando pedazos con sus manos hambrientas. Pero aún es pronto.
Antes de sentarse en otro mueble, Sebastián coloca en la mesita una tabla con láminas granates, dados relucientes, y frutos secos. Una copa de vino para Alberto y una cerveza para él.  No hay cena casera. Ha estado ocupado. Afuera, el jardín es un enorme cubo negro.
Alberto humedece sus labios en la copa y el vino se desliza cálido en su garganta. Es una pena lo del sueño. Durante su ausencia, Sebastián le ha contado sobre pesadillas vívidas. Ya de por sí tenía malos hábitos: veía televisión hasta tarde y dormía con la luz encendida, por lo que cada uno tenía un dormitorio propio. Era una suerte que Sebastián trabajara desde casa. Esta forma de convivencia ya tenía un año. Alberto había insistido en una terapia de sueño, pero Sebastián ya lo había intentado antes. Alberto regresa al tema:
-¿Tomaste las pastillas que te dije?
-No… ah, tu mamá me llamó. Dice que está nevando. Que sería bonito que fuéramos una vez vendiéramos la casa. Tu hermana te manda saludos.
Ir a un lugar frío y apartado de la ciudad, es una idea poco provocativa para Alberto. Además, aun tiene que revisar las propuestas de agentes inmobiliarios y costear los arreglos necesarios. La remodelación del jardín es parte del plan. Antes de preguntar por lo del jardín, regresa a lo de las pastillas.
-No volveré a tomar pastillas. Ya te dije que no se trata de dormir, sino de dormir bien. Las pesadillas han regresado desde que empezaron a trabajar en el jardín. Ah, el señor Braulio estaba enfermo, así que envió a su hijo. Resultó ser mi paisano. Qué pequeño es el mundo. ¿No?
Alberto asiente. El señor Braulio era del norte, pero ya vivía en Lima hace mucho. Había sido el jardinero de su papá, y ahora él lo había heredado. Algo había escuchado de un hijo problemático. Qué pena, el señor Braulio tan viejo. Alberto vuelve a lo de las pesadillas. Mientras tanto, el jardín los contempla detrás de la mampara.
Sebastián toma un poco de cerveza, y luego narra escenas en las que Alberto se monta en su espalda, dándole masajes, para luego, de la nada, estrangularlo con una correa. Sebastián se despierta llorando. En otro sueño, Alberto lo acuchilla, dejando la piel rota como bocas abiertas en el torso. En el más terrible, las uñas sucias de Alberto desgarran su cuello y un huayco de sangre sofoca las palabras. Sebastián grita tan fuerte que su cuerpo se incorpora, pero el grito se pierde en el traspaso y en su lugar queda un ruido ahogado.
-En el sueño tenías las manos deformes.
Alberto está sorprendido y está a punto de levantarse para abrazarlo, para protegerlo de la fantasía, pero Sebastián lo detiene con un gesto de la mano:
-Son pesadillas viejas. Ya me había olvidado de ellas, pero no sabía por qué habían regresado.
Sebastián empieza a hablar de lo tranquilo que se había sentido en estos últimos años. De la convivencia, de la aceptación familiar, de grupos de amigos que ellos han unido. Todo lo bueno. Todo lo dulce. Alberto presiente que algo malo está por venir, pero no dice nada. La garganta se le ha secado y tampoco se atreve a moverse.  En el frío de la noche, el cosquilleo de los insectos inquieta al jardín.
-Pensé que me estaba autosaboteando ¿sabes? Me puse a pensar en cuánto me había costado llegar hasta este punto de mi vida. Ya sabes que fue jodido ser gay en un lugar donde todos se conocen. Tuve que callar lo que pensaba, pero mi cabeza era como una pecera que siempre se desbordaba. Se llenaba y volvía a desbordarse.
Alberto le dice “amor” desde su sitio solitario en el sofá. “Amor” repite, como un hechizo para detener ese discurso lastimero, pero Sebastián no escucha.
-No podía contar a cualquiera que me masturbaba pensando en hombres, pero sí tuve alguien en quien confiar. Un amigo… que mantenía oculto.
Alberto mira la vida de Sebastián como una película delicada, transparente, a punto de romperse. Ahora tiene miedo de interrumpirlo porque sabe que estas palabras son lágrimas íntimas. No las había escuchado antes en su boca. Sebastián, siempre reservado. El menos sentimental de la relación.
-Se llamaba Gabriel. Gaby como le decía su mamá. Él no tenía miedo de ser gay y afeminado. Justo al terminar la universidad, Gaby conoció a alguien. Vivía cerca de la casa de un militar, y el cabo que la cuidaba le pidió un vaso de agua cuando Gaby estaba en su balcón. Un vaso de agua.
Sebastián se levanta y trae un cenicero. Enciende un cigarrillo y bebe sediento del humo. Había dejado de fumar hace tiempo. Alberto no sabe cómo reaccionar, pero el silencio es lo más seguro, lo más familiar.
-Una vez le pregunté qué mierda hablaba con ese indio. Por entonces, Gaby colaboraba en una investigación de la universidad. Me dijo que el primer tema de conversación había sido su jardín exterior. El cabo sabía cómo cuidar plantas. Tuvieron una relación por unos meses, pero luego hubo una discusión y el tipo desapareció. Entonces Gaby fue a preguntar por él al cuartel. Solo puedo imaginar su figura tan fuera de lugar, tan obscena.
Los ojos de Alberto miran fijos a este nuevo Sebastián. A la cara de Sebastián que siempre estuvo en la sombra. Entretanto, el jardín es un enigma que espera paciente.
-Luego me vine aquí, y Gaby se instaló unos meses después. No compartimos un departamento porque yo ya tenía roommates, pero siempre insistió en salir conmigo, que lo acompañara. Y me negaba diciendo que tenía mucho trabajo, pero en realidad no quería verlo. Me había confesado que llevaría una terapia hormonal. Lo empecé a ver como una caricatura.
Sebastián toma una pausa y su rostro busca esconderse detrás del humo.
-Luego el cabo volvió a buscar a Gaby. Me pidió consejo, pero le dije que ya no me jodiera con ese tema, “no me aburras” le dije. Finalmente lo invitó a quedarse con él. Nunca más volví a ver a Gaby.
El cuerpo de Alberto está rígido. ¿A dónde va con todo esto? Nuevamente lanza palabras cariñosas, conocidas por los dos, para acercarlo a este lado del mundo. El del presente.
-Encontramos su cuerpo cuatro días después. Su mamá me pidió que fuera a buscarlo porque no respondía a sus llamadas. La policía ya estaba allí junto con una amiga de Gaby. Ella me dijo que ya iban a abrir la puerta. Pides un vaso de agua, hablas sobre el jardín y luego hay que abrir la puerta a la fuerza.
La piel de Alberto se eriza. ¿Todo eso guardaba Sebastián? Hace tres años lo había conocido, cuando su papá murió y se quedó solo en la casa. Su amistad hizo el luto más llevadero.
-Ella y yo esperamos en el primer piso. La policía ya hablaba del olor antes de que abrieran la puerta. Yo no sentí nada. Cuando la confirmación llegó hasta nosotros, nos abrazamos. Ella llorando y yo negando lo sucedido. Dije no tantas veces, como si estuviera averiado. Con eso nos protegimos de lo de arriba. O eso creí, porque luego lo que Gaby experimentó en cuerpo, yo lo experimenté en pesadillas.
Alberto siente pena. Sus lágrimas están listas, pero también siente culpa. Cómo saber que el proyecto del jardín iba a remover tanto en Sebastián. El amor de Alberto lo impulsa a sentarse a su lado, pero Sebastián no lo nota, concentrado en encender otro cigarrillo. Alberto quiere abrir la mampara para que el humo no se acumule, pero piensa que sería un gesto superficial. El viento provoca muecas en el jardín que pasan desapercibidas en la negrura.
- Dos meses después, atraparon al cabo. Todo había sido una venganza. En el cuartel le habían hecho la vida imposible, con cosas violentas, por estar con un homosexual.  Solo se le ocurrió hacerle pagar a Gaby. Le dieron cuatro años de cárcel porque era muy joven y no tenía antecedentes.
-Sebas… no se que decirte… no sabía que…
-Pero mira… luego te conocí, y me convenciste de vivir contigo en una casa con jardín.
-Amor, lo del jardín…
-El hijo del señor Braulio me pidió un vaso de agua y lo recibió con una mano con dos dedos pegados. No lo había notado antes.
-Olvídate del jardín. Dejaremos ese proyecto. Yo solo quiero que estés bien.
-Yo nunca conocí al asesino. Gaby trató de presentármelo, pero yo rechazaba la idea. Supe su nombre, pero un nombre se olvida fácilmente. Lo que nunca he olvidado fue un comentario insignificante de Gaby: “Me gusta, aunque tenga dos dedos de la mano pegados”.
Alberto no entiende lo último, pero su corazón se agita. Cree que su latido se escucha en toda la sala, haciendo vibrar las cosas. Las preguntas se atiborran en su boca, pero entonces Sebastián camina hacia la mampara e hipnotizado por la oscuridad, recita:
-Yo tenía que conocerte para poder enterrar mis pesadillas. Un sueño largamente deseado.
En el vidrio, la sonrisa de Sebastián y la del jardín es una sola.
AUTOR: Yasser Zola
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Veyessa
Para la consigna 2, Germán nos introduce a la historia de un fotógrafo que se obsesiona con el retrato de la fealdad, o una nueva belleza, y su encuentro con un sórdido personaje que precipita el desenlace.
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VEYESSA
Hubo un tiempo en que jugar en la arena era todo para mí.
Recuerdo aquellas tardes persiguiendo a los perros que huían desesperados escapando de mi pala de plástico, tardes enteras de las que ahora quedan tan solo tres o cuatro fotografías.
Esa fue la última vez que visité la playa.
Odiaba el sol porque solía destruir mi pálida piel. La arena era también detestable pues se fusionaba a mi cuerpo hasta dejarlo pegajoso. Una horrible combinación de elementos extraños.
La gente a mi alrededor también era extraña: extremadamente habladora, probablemente insensible. Por esa época comencé a detestar su compañía, prefiriendo la poca luminosidad y la ausencia de sonido. Además, tenía la sensación de que eran un grupo de seres inferiores, huérfanos de cultura y de sentido común.
Todo empezó como respuesta a mi terrible introversión.
Primero comencé con fotos de paisajes. Una gama de colores originales, nunca modificados por la humanidad.  Luego decidí incluir en ellos figuras humanas.
Las primeras experiencias fueron distintas. Sin que ellos se dieran cuenta. Con la única intención de registrar sus sentimientos transformados en gestos de extrañeza, rabia, alegría, tristeza o dolor.
¿Cuándo decidí incluir figuras humanas solitarias? ¿En qué momento obtuve su confianza?
Ustedes dirán que solo hay fotos de mujeres. Decidí elegir este grupo pues he conseguido entender su insuperable necesidad de reconocimiento.
Miren sus ojos mirando a la cámara. Observen los cuerpos exhibiéndose sin miedo y sin pudor.
Les presento a una anciana en el día de su cumpleaños número setenta. Observen la sonrisa auténtica, escapando a través de los dientes ausentes.
Esta otra me preguntó si antes había retratado a trabajadoras de limpieza pública. Miren su cabello. Natural. Sin ningún arreglo ni tinte. Las ojeras decorando las bolsas de los párpados. La nariz de orificios enormes. Los  labios amplificados por un rojo intenso. Las medidas paquidérmicas.
Les mostraré otra. Es una enana acondroplásica. Si hubiera vivido en el siglo XIX sería un animal de circo. Sus piernas arqueadas permiten esta toma que ustedes podrían considerar impúdica. No está mostrando sus genitales, ellos se muestran solos y como pueden observar no están cubiertos de vello púbico.
Si comparásemos las dimensiones del tórax y sus extremidades, diríamos que éste es el setenta y cinco por ciento de su cuerpo.
En la foto sonríe mostrando sus pómulos prominentes, el maxilar inferior hipertrófico como si fuera una yegua. Los dientes protruyendo hacia adelante, otorgándole una sonrisa permanente.
La conexión con la figura retratada por la fotografía, llamémosla en este caso mujer, es lo más importante señores. Por esta razón, deben estar seguros de poder redefinir al mundo con sus imágenes.
Finalizado su entrenamiento teórico, debo decirles que en eso consistirá su trabajo. También debo decirles que si cumplen estas reglas .no será necesario que vuelva a salir a las calles.
Jamás les contaré las cosas que la oí decir. Era ella, la mujer que todos los días me arreglaba los cabellos y vigilaba el estado de mi uniforme de colegio. Ahora todos en el barrio agazapados, la observaban a través de la ventana, desnuda, flexionándose con la habilidad de una contorsionista, lanzando gritos enérgicos. No era solo yo el que la observaba, sino algunos amigos del barrio o de otros barrios colindantes inclusive, a quienes nunca les permití bromas pesadas ni  menos que me llamaran con sobrenombres o apelativos.
Un grupo de hombres a quienes no había visto nunca comenzaron a apoderarse de su cuerpo, desnudándola, rociando sobre ella agua, cerveza, licores raros y otras secreciones que desde la ventana no alcanzaba a definir, atreviéndose también a golpearla, a veces con látigos, guantes puntiagudos y otros instrumentos de metal. Dejándola sin aliento pero siempre con expresiones de placer, nunca de dolor.
Arrodillado detrás de una ventana, hubiera deseado tener una cámara para registrar esas imágenes. Tenía la extraña sensación de que sabía que la estaba observando. Mejor aún, si hubiera apretado el botón, probablemente habría registrado su sonrisa.
. . .
Claro que algunas veces tuve la extraña sensación de escapar de mi propia cárcel, ubicada en un edificio abandonado de una ciudad sin nombre. Por esos días -debía tener quince o dieciséis años- inicié una búsqueda extraña y desesperada.
“Puedes pasar jovencito, me dijeron”, y mientras caminaba por una ciudadela de callejones angostos, apenas iluminados por focos de colores, observé un desfile de mujeres con vestidos sugerentes. La vida me había situado en medio de un mar de seres, quienes me invitaban a ingresar en su mundo, aquél que detendría mis pasos desordenados, cuando mi corazón parecía ser quien controlaba mi destino.
Hice mi ingreso al cuarto de madera donde destacaban una cama, un espejo gigantesco colocado en el techo y miles de posters de parejas copulando. Una mujer comenzó a desnudarse frente a mí, regalándome imágenes de su piel y atreviéndose a fusionar su cuerpo contra el mío, ahora frío y ausente.
Un miedo tonto recorrió mis células. No había vuelto a tener contacto con ningún ser humano desde que decidí abandonar mi casa. A pesar de ello, las imágenes comenzaron a sucederse dentro de mi cabeza: los ojos de mi  madre buscando memorizar los nombres de sus visitantes. Mi cuerpo desnudo buscando la salida en ese laberinto. La decisión de huir sin detenerme y sin mirar atrás, acelerando la marcha hasta llegar al portón de metal donde tres, cinco, diez mandíbulas furibundas me alcanzan, sus dientes filudos atravesándome la piel, mis brazos cubriendo aquello que pudieran proteger, las imágenes de un tiempo pasado que nunca fue mejor. Los perros. Las imágenes sucediéndose sin cesar. Los amores de mi madre que finalmente eran todos esos perros juntos.
. . .
-¿Cuántas hiciste? Necesitamos completar la revista.
Sentados frente a la mesa de madera, lo invito a mostrarme las fotos que ha podido obtener. Por momentos me parece irreverente, interesado en el pago que pudiera ofrecerle y no en el acto mismo de perfeccionar su técnica, tanto en la selección del objeto como en su ubicación en el tiempo y el espacio.
-So…lo   ten..gooo doos Jeeee feee, responde con una débil voz. Lo observo con desprecio, especulando sobre su incapacidad para cumplir con la consigna semanal. Golpeo la mesa con los puños y decido sustraer el sobre escondido debajo de una de sus manos.
Observo la primera foto. El cuerpo escuálido de una mujer sobre un mueble de terciopelo. Una imagen común, digo en voz baja, mientras hago círculos con el revólver, ahora sobre la mesa.
Un ataque de risa me posee. Observo el cielo detenerse frente a mí a través de una ventana. Recuerdo que llevo mucho tiempo escondido, habiéndome negado a recorrer las calles. Algún día me olvidaré de muchas cosas, pienso.
La segunda foto llama mi atención. Es un perro ciego, me ha confesado, pronunciando las sílabas con dificultad. Las manchas rojas sobre la piel son centenares de ectoparásitos: Las prominencias marrones son tumores diseminados sobre su piel.
¿Morirá pronto?, le pregunto.
Su respuesta se detiene en el tiempo. Una bocanada de sangre escapa a través de sus labios, llevándose consigo su energía vital.
Me acerco a él. Acomodo su cabeza verticalmente, manteniendo su mirada estática con palitos de comida que ahora separan sus párpados. Oculto el orificio en medio de la frente con mechones de su cabello. Ninguna secreción debe alterar la iluminación de la escena, repito varias veces, mientras limpio su rostro con un pañuelo mojado.
- Sonríe -le ordenó levantando la voz, como si aún pudiera obedecerme.
AUTOR: Germán Valenzuela
Derechos reservados
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Iquitos
Para cumplir con la consigna 2, Gabriela narra la historia de Paco que grafica la odisea por la que pasan muchos jóvenes sin futuro y tentados por el dinero fácil en las provincias del país. El desenlace invita a la esperanza.
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IQUITOS
A finales de los sesenta, después de todo el esfuerzo que hizo mi madre, finalmente estábamos en la capital; éramos ocho hermanos, mi madre era una mujer divorciada y abnegada, maestra de profesión y de sueldo misero; quien nunca dejó de trabajar ni un fin de semana, ella, los dedicaba a la costura para así poder sobrellevar los gastos del hogar. Soñaba que su hijo mayor vaya a la universidad, a una carrera profesional muy distinta a la suya, arquitectura; así construiría no sólo un futuro económico mejor, sino las modernas urbes de Lima. La presión hizo efecto, que del aula “S” en mi gran unidad escolar en secundaria, pasara al “B”, eso era hasta entonces, ser un buen ejemplo en la familia. Al mismo tiempo, me encontraba cursando la preparatoria universitaria, cuando mi primo de infancia llegó a hospedarse con nosotros por unos días; tenía que negociar la adquisición de camiones recolectores de basura, era un joven profesional y exitoso quien propuso a mi madre, apoyarla con mi educación, trabajo y un buen trato si es que ella me permitía regresar a Iquitos. Gaspar, quien trabajaba con el alcalde Echevarría para la provincia de Maynas, fue aceptado por mi madre bajo la confianza absoluta de una palabra, la semana siguiente con maletas en mano, nos despedimos de ella, quien se encontraba contenta que, a los diecinueve años, me encontrara de copiloto en unos de los camiones nuevos con destino a mi ciudad natal, Iquitos.
Al llegar a nuestro primer punto, después de veinte horas de manejo, hicimos el transbordo de los camiones a una chata fluvial, estaba contento al ver de nuevo ese verdor, el puerto de Pucallpa ofrecía diversión, estaba llena de bares y adornaba su plaza con mujeres alegres, chicas piernonas en shorts y blusas cortas que el calor amerita, me tuve que saciar solo mirando tanta belleza, pues mi travesía tenía que continuar. Llevaba más de tres días levantándome aun sobre las aguas del rio ucayali y vigilando los camiones, ya que mi primo Gaspar se fue en un vuelo directo desde Lima a Iquitos, a esperar que llegara con la carga, finalmente arribamos al puerto de Belén, donde se procedió al desembarco para así empezar mi nueva vida.
Mi padre se encontraba en la ciudad, era un busca fortuna que nunca desaprovechó una oportunidad y que abandonó a sus ex mujeres, incluyendo a mi madre, con sus respectivos hijos por su futuro mejor; y era verdad, vivía muy bien y al verme me propuso llevarme al “Comercial Buenavista”, dónde él y sus familiares  había fundado una empresa, tenían embarcaciones que se dedicaban a llevar productos como: azúcar, arroz, harina, plásticos y a cambio traían castañas, paiches, huevos de taricaya, pieles de tigrillo y huangana; y  si podía traer a los indios amazónicos para venderlos lo hubiera hecho sin ningún remordimiento, tenía el mejor olfato de la ciudad que sin duda lo llevó siempre al éxito económico: “Todos tenemos un precio”, me decía cuando entrabamos a las oficinas y me presentaba a mis tíos quienes me harían de calichin administrativo por pocas horas a la semana, así era útil y justificaba mi estadía en esa, al mismo tiempo que postularía a la universidad nacional de la Amazonía peruana, así mi madre se enterara mediante mis cartas que andaba encaminado en el bien.
Me sentí contento cuando empecé la carrera, era un jovencillo que aprovechaba todas sus oportunidades, hasta que, por malos manejos de gestión en la universidad, después de cuatro años, el rector Emilio Gordillo suspendió las clases indefinidamente, paralizando los sueños de mi madre. Gaspar al enterarse tal como se ofreció, vino a verme con mi otro primo, Ricardo, quien por entonces tenía un negocio de maquinaria agrícolas, al verme sonrió y me preguntó:
-Paco, huevón, ¿Qué ha sido de tu vida?
-Todo bien, esperando que empiecen las clases
- ¡Te jubilaras así! ja,ja,ja Gaspar me comentó que estás aquí, ¿ quieres trabajar conmigo? – Estoy pagando 1,800 intis al mes más tus comisiones, estarás en ventas ¡vas a estar bien!, Te espero en mi oficina de la calle próspero mañana a las 10: 30 am ¿está bien?
- Claro, claro, ahí estaré.
El negocio se veía bien, pero en unos días más, tenía que ir a la central en la ciudad de Leticia para capacitarme en esas monstruosidades de máquinas modernas que hacían del arado y sembrío de tierras, la vida fácil a cualquiera.
Al llegar me instalé en el famoso hotel “La Anaconda”, desayuné sin compañía sólo el primer día, la mañana siguiente otro huésped se sentó en mi mesa, conversamos un poco, intercambiamos información, le dije a qué vine y él me comentó que se encontraba haciendo negocios, era dueño de una fábrica de colchones en la avenida argentina de Lima, dijo ser mitad indú, mitad peruano. Continúe yendo a mis capacitaciones todos los días, el indú se presentó como Yamir, se sentó toda esa semana a desayunar conmigo y el viernes último antes que regresará, me propuso ir al casino de la ciudad y yo por supuesto sorprendido, le fui sincero:
-Empezaré a trabajar cuando regrese, por ahora no tengo mucho cash, anda tú nomas, mi hermano.
-Sí es así, no hay problema, tú me ayudas, de repente me traes suerte, pareces ser un buen tipo.
-Ja,ja,ja Si te traigo suerte, ¿entonces me das un porcentaje?- comenté sólo por bromear.
- ¡Hermano, no tienes la puta idea de cuanto cash te puedo dar! - Sonrió con sarcasmo.
Ahí fue, que conocí al tío Aristóbal Lozano, quien en silla de invalido con batería de litio y adornado de tres tipos de mujeres colombianas abría la puerta del éxito así durará una efervescencia, saludó a Yamir, me presentó, jugamos poker, gané mis primeros $2000 dólares, tomamos toda la noche y antes de retirarse del casino, me sentenció:
“Después de tres días de tu llegada a Iquitos, irás al holiday inn, preguntarás por Pablo en recepción, él tendrá tus datos, saldrán y te entregará un maletín con 50,000 verdes con los cuales tú me conseguirás los 10K.”
Y así fue, como el tío Ari lo sabía todo, no tuve mejor idea que hablar con mi padre al llegar a Iquitos, quién me acompañó al hotel a recibir el dinero diciéndome:  que yo era el único dueño y responsable de mi vida; que él sabía gracias a sus recorridos en las embarcaciones, de contactos en Tingo María y que todo dependía de mí. No titubeé al recibirlo y zarpé hacia otro destino, dejando colgado a mi primo Ricardo y Gaspar, las cartas hacía mi madre cada vez eran más distantes, mi padre comunicaba que estaba bien, que construí una casa en una urbanización moderna de dos pisos, que tenía un Toyota corolla del año, una chacra en San Juan con laguna natural, patos y galpones de gallos, sin dejar de mencionar a Arturo, el entrenador de mis gallos navajeros que hacía de mis domingos nocturnos, una fiesta en un coliseo.
Pasé a tener chofer, seguridad, esposa y amantes, a suplir a la gente y necesidades, era ya “Don Paco”, el de la cuadra, quien, pintado como jefe de esa tribu, apadrinaba las umbishas en carnavales y los eventos deportivos del barrio.
La infancia de mis hijos no se pareció a la mía, me comunicaba mediante radio con el tío Ari – “los contactos diversos” y cumplía a la cabalidad sus designios. Ahora que recuerdo fueron buenos años que trabajamos juntos; un día, los del “pase” cayeron con merca, armas, masking tape y algunos implementos de trabajo; llegué sólo al punto, esperé y no supe de ellos. Me independicé por unas semanas hasta esperar contacto y cuando la balanza pesaba un poco de coca en mi casa; la PIP rompió mi puerta al gritó de: ¡POLICIA! – Inmediatamente me esposaron al mismo tiempo que me preguntaban por mi nombre, mi segundo apellido lo mencioné inconscientemente entrecortado, el primero hasta sentí orgullo, ¡éramos los Falcón! – Al entrar a la carceleta, me informaron que había sido indicado como jefe por los que hace unos días habían mancado, sabiendo que había perdido, decidí mandar a mi esposa e hijos mayores a Lima, a la incondicional casa de mi madre; quién no me imagino la decepción que sufrió, menos mal no la ví y nunca me vio los dos años que pasé en Guayabamba, al ser recluso por tráfico de drogas.
Mi familia me devolvió mi libertad y el tiempo que pasé fue poco para algunos y suficiente para mí. El tío Ari ni mis colegas nunca llegaron, los compadritos del gremio tampoco; sólo los amigos del barrio, esos que alguna vez ayudé fueron a visitarme, mis amigos de pichanga, con los que a veces jugaba camotito me llevaban comida y palabras de esperanza, me abrazaban dándome pequeños palmazos en la espalda, pronunciando:
-“Saldrás pronto, Don Paco”.
El día ansiado llegó, la última de mis amantes, Evita, llegó a recogerme en brazos con mi menor hijo que ya había crecido, al abrirse la puerta, el mototaxi nos esperó y ella me llevó a mi nueva realidad, una casa en un asentamiento humano denominado” César Vallejo” que ella compró con el poco cash que tuvo cuando caí, ya que me confiscaron todas las propiedades que obtuve, incluyendo a mis gallos. Yo quería a Evita, por eso decidí estar juntos hasta ahora, pero ese tipo de vida no se la merecía, estaba todavía en asombro por el tiempo transcurrido en libertad y sentado en el paradero del bus, escuché mi nombre:
- ¡Paco!, ¡Paco!
- Hermano, ¿Cómo estás?
- ¿Ya saliste?
- Sí, por fin estoy afuera, estoy buscando trabajo.
-Tengo unas chambitas pendientes, anda a mi casa mañana en la tarde, por ahí haces un pase y empiezas de nuevo.
Me alegré al saber que podía empezar de nuevo, fui a su casa tal como acordamos, su mujer me saludó como siempre, cortés y alegre, típico de una mujer de narco – Espere Don Paco,¡ voy a llamarlo! , regresó y me dijo: Pensé que estaba durmiendo, pero ha salido mi esposo sin decirme nada, entonces; me despedí y esperé dos horas tomando una coca cola en la bodega de su cuadra hasta verlo pasar en su Kawasaki; siempre estuvo ahí, se negó como cuando eres un producto quemado que ya no sirve para los negocios; caminé casi detrás de él sin que se de cuenta, no lo voy a llamar, pensé; mientras él dobló a la mano izquierda, yo, esta vez preferí doblar a la derecha, tomé el bus de vuelta, preferí la casa de madera, la nueva familia, llamé a mi madre para informarle mis decisiones, ella las respetó, pero cuando mencioné lo de la universidad, su voz cambió, me dijo que nunca era tarde, que yo era inteligente, que la educación no tiene precio. Tenía ya treinta y ocho años, cuando decidí, bajar de ese bus en el campus universitario, me acerqué al quiosco, compré los simulacros de exámenes; entré al departamento de admisión de la universidad. La secretaría, miró mis pocas canas sobresalientes y preguntó:
- ¿Ud. es el postulante?
-Sí, ¡soy yo ¡
-Su nombre y apellidos completos:
- Francisco Jesús Falcón De La Rosa.
- ¿A qué facultad va a postular?
-Arquitectura.
Me entregó el folder con la documentación indicando la fecha del examen de ingreso, caminé un poco para examinar cuanto había cambiado la estructura de mi universidad, entré a la biblioteca, mantuve el silencio en señal de respeto, pedí un libro para sentirlo en mis manos, pasé la primera hoja que estaba en blanco; pensando en cómo serían mis nuevos colegas y catedráticos, pensando en cómo sería mi nuevo hogar.
AUTORA; Gabriela Zamora
 © Derechos reservados.
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Fortuna cuelga de un lápiz
Ela Morgan escribe una historia de pueblo chico y describe, en tres poderosas partes, el poder y la caída del alcalde visto por los ojos de una lectora de Tarot. Así es como cumple la consigna 2. 
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FORTUNA CUELGA DE UN LÁPIZ
Las innumerables gemas falsas formadas en fila por los hilos transparentes que las sujetaban desde el techo dejándolas libres del otro extremo se vieron  colapsadas por el brusco movimiento de la mano del alcalde que venía apresurado a su cita semanal. Como  era costumbre, el hombre se retira su saco para ponerlo en el buró apolillado y reposa en la silla sosteniendo su pipa nunca encendida debido a que el opio era signo de vicio, mas le aportaba cierta elegancia una vez sentado. La confianza entre nosotros, después de tanto tiempo viéndolo, sigue siendo incómoda para mí, sus cabellos casi canosos siempre posaban por detrás de las orejas, sus gafas amigables, que le aportan dureza dulce, están tan limpios que al barajar puedo visualizar mi cansancio, su ropa rara vez tiene alguna arruga y si la tiene, manda a pedir otra a su casa, la figura del pueblo no puede verse tan alborotada porque eso diría que es una persona descuidada y mostraría que ese mismo descuido también gobierna la alcaldía o quizá era solo yo la que no soportaba esa rutina pese a ser él el pequeño rastro de epifanía que me sacó del mísero salario que antes ganaba.
El sonido de sus dientes friccionando podría volverse la banda sonora que lo acompañara por el resto de su vida, era él en unos sonidos tan fastidiosos y familiares al yo voltear una por una las cartas. El suspiro proveniente de sus poros se vieron relajados al saber que ningún infortunio le iba a ocurrir por siete días, que la vida lo perdona una semana más por el “terrible crimen” cometido en la juventud. Uno de esos crímenes que el alma olvida y que aprendes a vivir con el dolor constante del error que nunca debió ser cometido, pero este caballero jamás se lo perdonó. Ya podía oler el dinero que iba a recibir para sobrevivir por el resto de mis días, sí, jugosas cantidades me pagaba por sesiones para solo decirle que lo único que lo va a perseguir era el éxito y, pese a eso, no podía mudarme a un lugar más agradable para captar más clientes, pero no por falta de dinero,  ya que si lo hacía, la suerte que estaba predestinada para el alcalde, según él, se le iba  a acabar, condenándome así a tenerlo a él de eterno mecenas. Sí, podría haberlo engañado en reiteradas lecturas, si es que se lo preguntan, una mujer con esta etiqueta que sola me puse es difícil de confiar, sin embargo, mi ética de trabajo no me lo permite, ni los trasgos que contacté hace años.
            Permaneció sentado pensando con una leve sonrisa, quizá cuestionándose si era necesario seguir con esto, analizando su vida y el amplio reconocimiento que ha obtenido a lo largo de los años por parte propia y de los amigos que no lo conocen; hasta que se mira espantado en el espejo postrado detrás de mí. Pude notar que él podría ver el desastroso futuro que los hados le iban a otorgar si es que alguien sabe de su escalofriante pasado, la desgracia que dirigía sus últimos respiros y tabloides con sus verdades que todos creerían, seguidores desertados, la reputación mancillada, su cadáver al costado de su verdadero ser, miserablemente verídico.  
Yo estaba aturdida de la idéntica historia cada vez que viene este señor, solo atendí a sus súplicas como todas las semanas. Blah- blah, se odia, blah- blah, no estaba bien en esa época, blah- blah esto lo llevaría al juicio de los muertos como al amigo flagelado, blah- blah ¿es posible que este retorne de la muerte y lo exponga? Cualquiera al que este hombre vaya a visitar todos los días para asegurarse que no vaya a abrir la boca fingiendo una devoción legítima iba a terminar con un fatal final, puede ser que yo la próxima lectura termine con Hades intercambiando historias de desgraciados felices para torturarlos solo por diversión. Aunque, si bien es cierto, el espíritu  de este amigo no iba a estar junto a Pedro, ese daño permanente que le habían causado influía mucho en la introspección del otro, tanto que, desde que se volvió millonario azarosamente y famoso por tener un carácter justo, dos años después de que la muerte lo sorprendiera una noche de ladrones en la casa del amigo, me encontró leyendo la baraja con una notoriedad que me precedía entre los pueblerinos. Se acercó tembloroso, quería saber si su amigo se encontraba bien y si hablaba de él a los heraldos para que cobren venganza de su pesar. Efectivamente, yo no era una médium, le dije lo que las cartas me decían, pronosticando así mucha felicidad, pero mi error fue darle fecha de caducidad a esta leída. Perturbado, para que la fecha del vencimiento nunca acabara, venía todas las semanas. Al principio no se abrió ante mí, pero las circunstancias lo obligaron a darse al descubierto, en fin, ¿quién me creería?
Descubrí los pretextos ocultos en una fachada irreprochable, era un hombre simple con sueños de grandeza como cualquier falso corazón, con temor de no resaltar ya que no poseía ningún talento, vivía de cualidades robadas de muchos de sus amigos fingiendo tener una biografía impecable para poder poseer el prestigio deseado. Y lo logró, hasta que el error seguía perturbando la tranquilidad cotidiana, se veía ansiosamente sereno cada vez que este recuerdo era evocado por su juguetona mente cruel. Incluso, llega a cancelar su asistencia a la misa de la noche porque siente que Dios le mandará un serafín caído a fin de cortar su cuello con la punta contraria de los lápices de metal con el cual quemó hasta la energía de su amigo en una diversión pasajera pero que conllevaría a adversos desenlaces para la vida de este. Este mal entendido de niños se resolvió por los padres del alcalde, pero lo que estos no tenían conocimiento es que el párvulo le había causado la misma quemadura reiteradamente en varias partes del cuerpo del indefenso amigo, causándole así lesiones mentales que perdurarían en su crecimiento mientras que el alcalde maduró reconociendo sus errores pero vituperándose constantemente con miedo que otros sepan de la naturaleza de su existir.
Al fin terminó de hablar y procedió a pagarme, se retiró haciendo una tenue inclinación haciéndome recordar que vendría el siguiente miércoles. Sonreí de entusiasmo por verlo partir de una vez de mi pequeña tienda quedándome a contar los billetes pagados tarareando una melodía de Satie.
Un hecho sorprendente ocurrió esa semana, los periódicos sacaron imágenes exclusivas de la esposa del alcalde en situaciones amores con el primer ministro del país. Dicen que no se inmutó ante tan bochornoso acto, la imagen de caballero nunca se altera por estas situaciones que pueden ser resueltas. No emitió ningún comunicado, solo sé que se divorció esa misma tarde y que antes de entrar en colapso encerrado en su despacho, otra noticia lo impactó. Al parecer muchos de los funcionarios de la alcaldía habían robado unos cientos al presupuesto general del distrito perjudicando así su figura. Lo vieron corriendo, sudado con el pañuelo en la mano repitiéndose varias veces que la cordura nunca se pierde, caminando supuestamente hacia mi puesto, lo que según algunos me comentan, con el rostro rojo visto por primera vez  con varios periodistas queriendo tener en primera plana su reacción. Lo raro de todo esto es que nunca llegó a mi tienda.
Honestamente. yo lo esperaba con mi tarot ya listo una vez enterada de todo repitiéndole que nada de eso se veía en mis cartas, que quizá lo hayan hechizado y que lo iba a curar yo misma para que no exista ningún problema después. No llegó. Y pasó el siguiente miércoles, nada. Las noticias seguían preguntándose dónde se encontraba el alcalde ya que su misteriosa desaparición estaba afectando a la burocracia municipal, mas no llegó ningún correo, carta o algún avistamiento de este.
La vida continuó años más tarde en el pequeño pueblo luego de nuevas elecciones donde salió ganador el hermano del primer ministro, la esposa del exalcalde se había ido a vivir con su amante, las hijas no lo extrañaban pese a que él pasaba mucho tiempo al lado de ellas ya que fue reemplazado por el ropero de dos puertas para cada una auspiciados por el nuevo cónyugue de su mamá y los seguidores, pues… son seguidores, encontraron a otra persona a quien idolatrar. Por mi parte, obtuve otro tipo de clientes, no ganaba lo mismo que antes pero esa felicidad por ver a rostros nuevos con nuevas penurias enriquecía mis días.
El día de ayer  me encontré con una de las sirvientas que trabaja en la alcaldía y me vislumbró lo que en mi mente estaba rodeando por mucho tiempo. El alcalde no iba a verme después de todo el embrollo ocurrido, fue al cementerio a rezarle a su amigo por las penurias que le estaban ocurriendo, dice que estuvo ahí dos semanas enteras viviendo a base de orina para remendar el engorroso pasado que le precedía ya que para él todo esto se resumía en su actos penetrados de un niño no pensante pero que al final la locura y la pena por su vida arruinada pudo sostener el lápiz que guardaba desde niño en el bolsillo pequeño de su saco, y con la fuerza de los recuerdos, se lo tragó rompiendo así la triste falsedad en la que se había aferrado a vivir. La gente al tener conocimiento de los horrendos hechos se cuestionaba cómo una presencia casi angelical que desprendía del alcalde pudo cometer suicidio o peor, que lo hayan olvidado con la frescura de la mañana. La verdad es que ni yo tengo idea, las personas se decepcionan rápido dejando de comprender estados de demencia cuando la representación se muestra fiel y el idealismo reflejado en el alcalde se ve marchitado, sin embargo, puedo comprender la razón de su ficticia vida, sea como sea, esa gloria concebida era efímera y al ser consciente de “la vida para la muerte”  no tuvo opción más que aparentar, más lo único que deterioraba este blanco lienzo era el pretérito que lo agobiaba.
AUTORA: Ela Morgan
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El diploma
Giancarlo comenta un día muy especial en la vida de cualquier joven y su familia: la graduación. En el caso de la narradora de esta consigna 2, la familia no asistirá y a ella le costará identificarse con el nombre que lee en el diploma. 
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EL DIPLOMA
Ambas coincidieron en que la actuación de Viggo Mortensen estuvo fabulosa. Mónica, sin embargo, no pudo contener un comentario acerca de su físico, más feo el pobre, dijo. En cambio el otro actor, el moreno, cuyo nombre no recordaba, le parecía mucho más sofisticado, más elegante, además de romántico. Y moreno, enfatizó, arrojándole una mirada lasciva a Fernanda, quien respondió con una sonrisa cómplice.
Sabía que Mónica era la única persona con la que podía entenderse de ese modo. No le agradaba, por el contrario, la compañía de sus amigas o de otras chicas españolas porque le parecían escandalosas. Exageraban con la costumbre de lanzar gritos y groserías que le crispaban los nervios. En algún momento pensó que al venir a Barcelona las cosas serían distintas -aunque sin duda lo son, en comparación con Lima-, sin embargo parecen persistir algunos arquetipos sin importar el país del que la gente provenga. Con Mónica sentía que se encontraba en ese límite entre lo sutil y lo vulgar, y que cuando ese límite era sobrepasado, como ahora, era, dentro de todo, tolerable.
Ya a la salida del cine, Mónica le preguntó por su graduación. Falta tan solo una semana, dijo. Es un gran esfuerzo mujer, no es tan fácil para ninguna obtener un logro como ese. Encima tú, peruana, y medio pobre. Pero inteligente, eso sí, dijo extendiéndole los brazos mientras Fernanda fingía sentirse ofendida. Y se abrazaron. No sé cómo te aguanto, dijo. Será porque me quieres como a una hermana, respondió cariñosa. Justo hablando de eso, añadió, imagino que llamarás a tus padres para decirles que vengan. Fernanda guardó silencio por un momento pero finalmente asintió. Por supuesto, tengo que intentarlo, dijo. Todo saldrá bien, la tranquilizó su amiga, espero que luego puedas venir a mi spa. Tenemos que ponerte hermosa para el día de tu graduación. Más hermosa, quiero decir, tú me entiendes. Claro, dijo Fernanda, sonriendo, ahí estaré.
Había pasado mucho tiempo desde que no llamaba a sus padres. Sin embargo, pensó que esta no vez no solo era ineludible sino que también lo podía tomar como una oportunidad para retomar una comunicación más fluida con ellos. El hecho de graduarse podría generar un nuevo comienzo de sus afectos. Eligió llamarlos durante la tarde, de modo tal que pudieran conversar poco después de su desayuno en Lima. Cogió el celular y solicitó una videollamada. A continuación, una imagen con el perfil de su madre aparecía en la pantalla, mientras se anunciaba el marcado. El celular repicaba incesantemente, mientras Fernanda contaba cada uno de las repeticiones antes de que contestaran: fueron siete. Del otro lado, aceptaron la llamada. Era su madre. ¿Cómo estás?, dijo, sin ocultar su sorpresa. Tiempo sin saber de ti. No puedo verte a través de la cámara. Hola mamá, dijo Fernanda, habilitando la imagen para que su madre pudiera verla. Ella la vio por fin, el cabello largo, unos aretes que pendían del lóbulo de sus orejas, pero son esos mismos ojos de siempre, se dijo, los mismos ojos de siempre.
Hablaron de algunas cosas cotidianas, un tanto protocolares, cómo estaban, qué tal la familia, los tíos, hasta que Fernanda recordó el verdadero motivo de su llamada. Me voy a graduar mamá, el sábado por la tarde. Los llamaba porque me gustaría que viniesen a la ceremonia. Hizo una pausa. ¿Mi papá está allí? Su madre le dijo lo feliz que estaba, lo orgullosa que la hacía sentir la noticia. Su padre no se encontraba, dijo, había salido a comprar el periódico. A Fernanda más que una razón le pareció una excusa, pero no podía negar que la respuesta la aliviaba. Tengo que consultar con tu padre si podemos viajar, dijo. Tú sabes, hay que comprar los boletos y prepararse mentalmente para un viaje tan largo, no somos los jóvenes de antes. Está bien mamá, dijo luego, te volveré a llamar en un par de días para saber qué decidieron. Dijeron algunas cosas más y se despidieron. La llamada, el primer paso, estaba hecho.
En tanto transcurrían los días, Fernanda tuvo la idea de hacerse un vestido a la medida. La costurera, imaginando una línea curva sobre su cintura, le aseguró que con una faja podía lograr su objetivo. Fernanda no pudo estar más de acuerdo. Si supiera, le dijo, y sonrió. Aliviada de la demanda de esfuerzo de los estudios, se dio el gusto de almorzar en un restorán que nunca había visitado. Luego pidió un café mientras veía la gente conversando y pasando el rato. Cuando llegó a la universidad, recordaba, pensó que haría muchos más amigos que en Lima, pero si bien tuvo gente cercana con quien podía conversar uno que otro tema personal, los lazos que se formaban parecían ser tan efímeros como sus propias expectativas. Encendió el celular y le escribió a Mónica: estaré allí el sábado a primera hora de la mañana, antes de la graduación, dijo, necesito tu hechicería.  
En la víspera, llamó nuevamente a su madre, tal y como había prometido. Esta vez, la espera no fue tan larga, casi de inmediato la imagen de su madre se proyectó a través de la cámara. Hola, mamá, dijo. Luego de saludarse preguntó por su padre. ¿Mi papá está por allí? Ella negó con la cabeza, es posible que no vayamos, dijo, no hemos encontrado vuelos disponibles por más que hemos buscado. Fernanda no la quiso contrariar. Está bien mamá, dijo. Poco antes de colgar, sintió que las palabras le brotaban sin que tuviera algún dominio sobre ellas. Ojalá puedas convencerlo, dijo. Si es así, están a tiempo de llegar para la ceremonia. Y colgó.
En el spa, Mónica la recibió efusivamente. Mujer, te falta alguien que haga que quieras quedarte en la cama, qué temprano has llegado. Es mi graduación. ¿Qué esperabas? Bueno si me das a elegir, dijo elevando los ojos como si imaginara algo. Ya basta, dijo Fernanda. Manos a la obra. Tardaron un par de horas para que finalmente se viera en el espejo como quien descubre la obra de un artista: el cabello alisado, las sombras del maquillaje y el brillo sobre los ojos le encantaron a Fernanda. Divina, dijo su amiga. Fueron llegando una a una las colegas de Mónica, quienes, portando aun tijeras y peines en las manos, dejaban a sus clientes en suspenso para admirar el resultado. Se trataba de una persona distinta a la que llegó por la mañana.  
Al despedirse, le dijeron que luego de la ceremonia podían reunirse y celebrar. Pero Fernanda prefirió evadir la invitación como pudo.
Pese a lo nerviosa que sentía por el evento, Fernanda no se podía quitar la imagen de la cabeza de sus padres llegando de pronto, al final de la ceremonia, como en una película. Eres una tonta, se decía. El discurso inicial en la ceremonia lo tomó el decano de la facultad, que dijo algo sobre la pasión y las responsabilidades de la profesión que Fernanda olvidó al salir. Luego se produjo la entrega de diplomas atados con una cinta roja que cada uno recibía de las autoridades de la universidad y que enarbolaban hacia el púbico en señal de júbilo. Cuando le llegó su turno, recibió los saludos del decano y unos aplausos vigorosos. Se sentía reconfortada. Finalmente, la clausura y despedida, que a Fernanda le pareció algo brusca y sin emoción. Sin que eso le importara demasiado, salió del auditorio, buscó con la mirada y solo pudo advertir la presencia de Mónica, que se le acercaba atropelladamente. Felicitaciones, le dijo, realmente te lo mereces. Gracias, respondió. Gracias. Le comentó que tenían planes para ir a celebrar, pero Fernanda prefirió no  hacer nada por esa noche. Estoy cansada, ha sido un día largo. Mónica la miró, la abrazó, y dijo que no estaba de acuerdo, y que la estaría esperando por si se animaba.
Al llegar a su piso, Fernanda arrojó su cartera sobre el sofá, y se sirvió un té mientras escuchaba algo de música. Desató el nudo del diploma y lo desenrolló. Vio que se trataba de un diploma bilingüe, escrito tanto en español como en catalán. Le encantó el diseño y ver ese escudo en una esquina que le recordaban los reinados y las historias de reyes y princesas que solía ver en otro tiempo. En negritas, y al medio, figuraba su nombre completo.
AUTOR: Giancarlo Gayoso
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Comercial Souza
Para la consigna 2, Sophia construye una historia en tres capítulos en torno a una tienda de barrio pretenciosamente llamada “Comercial Souza” y su joven dependiente, Pedro. A los clientes, dice Souza, se les reconoce por lo que piden.
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COMERCIAL SOUZA
I.
Buscó, de rutina, el lapicero apoyado en su oreja derecha y su mano se desorientó al no encontrarlo. Igual, no lo necesitaba. El viejo Ramírez confiaba en él. Pedro confiaba mucho más en su propia capacidad. Hizo el cálculo mientras colocaba la gaseosa mediana, la chata de ron y una cajetilla chica de Premier rojo en una bolsa negra, reservada exclusivamente para los tres tipos de pedido que exigían discreción: botellas pequeñas de licor compradas de día, dulces comprados por diabéticos y toallas higiénicas compradas por cualquiera.
- Son nueve ochenta, maestro.
- Complétame con dos caramelitos de limón. Ya sabes, hay que ser elegantes.
Pedro sonrío al saber que no tendría que darle vuelto. El viejo Ramírez tenía la manía de extender la mano sobre el mostrador para recibir las monedas sobrantes de su compra. Su palma escamosa y agrietada le recordaban los rumores que se decían sobre él: había sufrido lepra en su juventud. Pedro nunca había visto a nadie con lepra y se inclinaba a creer que el aspecto del viejo Ramírez – y no solo sus manos- eran producto de su mal disimulado alcoholismo, pero ¿quién era él para rechazar lo que decía el barrio?
Ya en la puerta, la voz del viejo preguntó lo mismo de siempre
- ¿Candela?
- A su izquierda, míster.
Le señaló el encendedor azul, atado a la manija de la congeladora.
Pedro vio su cuerpo inclinado entre la congeladora y las bolsas de menestras al peso, reducido en su intento de encender el primer cigarro de la tarde. En ese ángulo, la luz del sol caía sobre la nuca del viejo. Un brillo intenso se reflejó en la tela de su ropa y recién en ese momento, notó que el viejo Ramírez tenía puesto un saco oscuro y raído.  
- Qué buena percha la de hoy, señor Ramírez ¿Está de fiesta?
El rostro del viejo se detuvo por unos segundos. Pedro se hizo un extraño ante sus ojos. Con una energía nueva, caminó de regreso hacia él. Botó el humo lanzando un bufido, sacó una tarjeta y la tiró en el mostrador. Pedro vio la dirección. En letras cursivas, el nombre.
- El señor Souza va a ir cuando cierre, ¿tú no?
Su pregunta raspó la tranquilidad de la tarde.
II.
Cuando el señor Souza no estaba, lo que ocurría las tardes en las que iba a comprar mercadería para la tienda, Pedro se subía al banco de fierro y tanteaba con sus dedos el dial de la radio. En cuatro movimientos largos hacia la izquierda, encontraba su emisora: música de los ochentas en la década del 2000. Después de dos horas, recorría el mismo trayecto, se subía al banco, colocaba el fluorescente que alumbraba la entrada de la tienda y, de paso, regresaba el dial a la emisora de antes. La música clásica inauguraba el inicio de la noche.
Pedro tenía la confianza que solo da la juventud y la calma de las pequeñas certezas. Sus días comenzaban, invariablemente, a las 6 de la mañana, con una ducha fría, en un baño de azulejos aún más fríos. A las 6.30, el pan con torreja. Luego, quince minutos de caminata. A las 6.45, se sentaba al borde de la grada a esperar la llegada del señor Souza. A las 7, la nariz de la combi amarilla asomaba al inicio de la cuadra. El señor Souza hacía sonar el claxon tres veces, que para él eran un “buenos días, Pedro”. Con el peso del primer candado entre sus manos, asomaban los clientes, los saludos y los pedidos para el desayuno. Esa era la señal del inicio del día.
Si a Pedro le faltó lugar y un padre más de la mitad de su vida, la tienda y el señor Souza eran un intento de hogar; y el mandil, con el logotipo Comercial Souza, su escudo de familia. Solo aquellos que pasan muchas horas de su vida detrás del mostrador de un negocio familiar saben la difusa relación que se establece con los clientes. De la inicial distancia ante un desconocido, las horas, los días y los años crean un territorio intermedio, un camino entre la amistad, la complicidad y el respeto. Y también, como en toda familia, se abre la trocha sutil y delgada del horror.
Sus arrugas son mis arrugas, era la respuesta del señor Souza cuando Pedro le preguntaba cómo hacía para tratar con tanta simpatía a todos los clientes. Algunos, los más cercanos, llegaban a la tienda como quien visitaba a un ser querido. La lista de compras era un pretexto para conversar de la familia, las noticias del día o la inseguridad del barrio, tema que se hablaba incluso con quienes hacían de la cuadra un lugar inseguro.
Pedro miraba al señor Souza y, sin saberlo, aprendía. De palabra fácil, buscaba conversación a los clientes, quienes halagaban los modales en un joven de su edad.  Su torpeza solo aparecía con aquellos esquivos a la gentileza. Ni clientes, ni visitantes: compradores que buscaban saciar su necesidad de turno sin perder la jerarquía de un poder ficticio o personas distanciadas de todo y de todos. A estos últimos, Pedro no podía identificarlos. En este último grupo, estaba la señora Mirta.
Decirle señora era algo impreciso: el título no aludía a su edad sino a su extrañeza. Iba a la tienda dejando un día, antes de las 12. Solo el señor Souza la atendía. Su voz giraba hacia un tono solemne y educado. Buenos días señora, ¿qué se le ofrece?, era la fórmula, protocolar y distante, para recibirla. Pedro, que a esa hora se dedicaba a pesar kilos de azúcar, miraba la escena sintiéndose un intruso. Los ojos de la señora Mirta nunca se posaban en él. Siempre de perfil, conocía de ella el color oliva de su piel, el parpadeo constante de su mirada y el hilo de temblor que acompañaba el movimiento de sus manos. Con el tiempo, identificó una cosa más: el olor a cigarro como un halo que anunciaba su presencia a las 11 de la mañana.
El señor Souza decía que se podía conocer a los clientes por los pedidos que hacían. La señora Mirta, a pesar de su distancia, no era la excepción: una cajetilla grande de Winston rojo, una lata de filete de atún, una bolsa de pan y un té. Solo a fin de mes, agregaba algunos productos extras a su magro pedido. Todos productos embolsados. La posibilidad del azar era, para ella, una aversión que evitaba a toda costa.
Por eso, el día que la rutina se rompió, el olor a cigarro a esa hora de la tarde no le dio pistas a Pedro sobre su presencia sino hasta que la tuvo delante de él.
III.
El viejo Ramírez había dejado una estela de humo espesa en el aire. Pedro rogó a sus dioses por unos minutos solo y se sentó en el sillón que utilizaba el señor Souza para descansar en la trastienda. Apoyó los codos en las rodillas y reposó la cabeza sobre sus palmas. Separó sus labios para intentar una plegaria, pero solo encontró saliva amarga en su boca.  
***
- ¿Quién eres tú?
La señora Mirta lo escrutó con el detalle de la novedad. Pedro, que la tenía frente a él por primera vez, pudo ver el sudor sobre sus labios crispados.
- Dame velas. Necesito velas.
Al escuchar el pedido, Pedro sintió una ola de calma.
Las reglas siempre encuentran una fisura, un intersticio que las prueban necesarias. Una llamada telefónica, un pequeño temblor, una carta que no llega. Para la señora Mirta, la grieta que significaba su presencia a esas horas tenía una explicación eléctrica: desde la mañana, algunos departamentos del edificio en donde se ubicaba la tienda habían sufrido un corte de luz.
Pedro se sorprendió haciendo una reverencia y, del estante inferior al mostrador, sacó el paquete de velas.
- ¿Algo más, señora?
La mujer no le contestó. Acumulaba monedas en su palma derecha y las contaba en un murmuro confuso.
- ¿El teléfono?
Pedro señaló hacia el exterior de la tienda. La señora Mirta dio unos pasos apurados, molestos, y descolgó el auricular. A esa distancia, Pedro solo podía escuchar la canción ochentera de la radio- un solo de guitarras y letras en inglés- pero sí vio el golpe del auricular al teléfono, cuando la señora Mirta colgó su llamada.
Pedro frunció las cejas. Recibió a la señora Mirta en el mostrador con esa expresión en su rostro.
- Dame tres velas más. Apúrate.
En ese instante, Pedro dudó. Desde la mañana había separado dos velas en su mochila, temiendo que su cuarto- ubicado a 15 cuadras- también hubiese sufrido el corte de luz.
- Apúrate mocoso. ¿O no me escuchas? Esa música de mierda te tiene los oídos atrofiados. Tres velas, ahora.
La posibilidad de una pequeña venganza.
- Señora, solo me queda una. ¿Se le ofrece algo más?
La señora Mirta empalideció. Arrancó las velas del mostrador y lanzó un par de monedas. Esquivó a las clientas que ingresaban a la tienda y se fue. El olor a cigarro permaneció por algunos minutos en el aire.
La siguiente media hora, los despachos lo mantuvieron distraído. Era ese momento del día en el que los estudiantes salen del colegio y demoran su llegada a casa. Unos chicles, un chupete, una gaseosa. Pedro se reía con ellos. Era un espejismo de amistad.
Cuando los uniformes escolares desaparecían, Pedro miraba la hora. Se tomaba unos minutos para lavarse la cara y las manos. Según sus cálculos, el señor Souza llegaría pronto.
Pedro tomó el fluorescente, se subió al banco y lo instaló. Arrastró el mismo banco un par de metros y, una vez arriba, tanteó con sus dedos el dial del radio. En el tercer movimiento hacia la derecha la vio: una silueta recorrió el aire y cayó frente a él.
Pedro no recordaba cómo bajó del banco, ni los minutos siguientes. Tampoco su llamada a los bomberos, ni la llegada del señor Souza. Una sola imagen ocupaba su mente: el charco del pavimento y sus manos manchadas en el intento de ayudar a la señora Mirta. Y también, de fondo, el ruido de una radio mal sintonizada.
***
El claxon de la combi le avisó que el señor Souza estaba de regreso. Miró el reloj en la pared: el tiempo se había detenido. Se paró de un salto, lavó sus manos y salió a su encuentro para descargar la mercadería. La tenue luz del sol daba a la calle un aura de abandono.
- Muchacho, ¿estás bien?
El dedo del señor Souza temblaba señalando hacia Pedro. Sus cejas erizadas enmarcaban el terror de su mirada.
Pedro, llevó la mano hacia su pecho y bajó la vista: una mancha oscura y deforme apareció en su delantal. Por un instante, no supo si era su sangre o la de ella. Sus piernas perdieron fuerza y cayó de rodillas en la vereda.
El señor Souza lo ayudó a sentarse. Sus manos, tibias y precisas, le quitaron el delantal y con este, la agonía: del bolsillo sacó un lapicero reventado. Pedro, avergonzado, se paró rechazando la ayuda del señor Souza.  
- Disculpe el descuido, no volverá a pasar.
Apretó el paso hacia la combi y abrió la puerta. El señor Souza lo atajó.
- ¿Pedro?
- Yo lo lavo, señor Souza. No se preocupe.
Pedro agachó la cabeza y apretó los puños.
-Déjalo, hijo. No fue tu culpa.
La voz del señor Souza, en la oscuridad de la noche, le sonó desconocida.
AUTORA: Sophia Gómez
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CONSIGNA 2: Tres partes
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Una estructura clásica en el teatro es la estructura en tres partes, que incluso a veces suelen ser tres actos. 
Inicio, nudo y desenlace.
El inicio es la introducción al mundo representado, el nudo es la presentación y exposición del conflicto y el desenlace es la resolución del conflicto (incluso si es un final abierto, el relato llega a una resolución).
Lo más importante: entre cada una de esas partes debe haber un punto de quiebre que haga la trama más compleja (rumbo al nudo) y luego resuelva la historia (rumbo al desenlace).
Es muy fácil la teoría, pero aplicar el método de tres actos a la narrativa presenta mucha complejidad; sin embargo, sigue siendo una de las mejores maneras de presentar una historia. 
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Las lágrimas de Pietro
La consigna 1 sirve a Rodolfo para hacer este cuento fantástico donde la protagonista es una muchacha que sufre de amor y el argumento gira en torno a una piedra, un río y una esperanza.
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LAS LÁGRIMAS  DE PIETRO
El río iba arrastrando algunas hojas secas que ya no le servían al bosque. Avril ansiaba que, esa misma corriente, también se llevase su pesadumbre. Pero no era posible. Ella solo quería  olvidar la traición del hombre a quien tanto amó. Estaba decidida a no volverse a enamorar, al menos ya no de esa manera. Y, mientras su mirada envejecía con la llegada del atardecer, lanzó una piedra al rio, y otra, y otra…  Le pareció que la última lanzada había dejado un agujero en las aguas, pero la fuerte corriente no tardó en cubrirla. Luego, bajó la mirada hacia las demás piedras que se hallaban a su lado y cogió una. Antes de lanzarla, la miró con detenimiento: era ovalada y tenía el tamaño de su puño; al apreciarla desde arriba su color era gris, pero al ponerla de lado parecía cambiar su tonalidad a un sutil azul verdoso.
Avril puso la piedra en su bolso y regresó a casa. Mientras la seguía apreciando, sentada en su escritorio, recordó las explicaciones sobre la vida de los minerales leídas en los libros de filosofía. Según el esoterismo y las teorías de la reencarnación, la evolución de todo ser empezaba desde una piedra, luego está sería un vegetal, animal, así hasta convertirse en humano. Al intentar deslizar sus manos, le daba la impresión que, esa áspera superficie porosa, quería  evitar sus caricias. La piedra no estaba acostumbrada a tantas muestras de afecto. Aun así, Avril sintió una conexión  muy especial con aquel ser poco evolucionado.
A los pocos días, Avril empezó a hablarle y hasta le puso un nombre. Por las mañanas, sacaba a Pietro a la ventana para que el sol derramara un poco de calor y calentara su fría piel. Caída la noche, le colocaba el pijama rojo que le había tejido. Y, antes de dormir, le recitaba unos poemas sobre el verdadero amor. Estaba segura que Pietro la escuchaba y cuidaba cuando ella cerraba sus ojos.
Finalmente llegó el día temido por Avril. Sus padres, muy preocupados al verla que pasaba casi todo el día encerrada en su habitación, le preguntaron si ya estaba repuesta de la traición de aquel innombrable hombre. Ella, con una pequeña caja en las manos, les dijo que ya no pensaba en eso y tenía una comunicación muy importante que hacerles. Sus padres se mantuvieron en silencio.  
— Tengo un nuevo novio.
— Hija, acabas de salir de una relación tormentosa. Debes esperar un tiempo prudente para poder elegir al hombre adecuado.
— No es un hombre, papá.
La atención de la mamá se enfocó en el rostro de su esposo y, antes de que sus padres hicieran una nueva pregunta, Avril sacó a Pietro de la pequeña caja. Le había pintado cabello, unos enormes ojos, una diminuta nariz y una boca que siempre esbozaba una sonrisa.  
— Se llama Pietro y es mi novio.  Papá, dale un fuerte abrazo.
Sus padres se miraron entre sí, y solo atinaron a no contradecirla. Su Papá tomó a Pietro en su mano y simuló darle un abrazo con dos de sus dedos. Su mamá empezó a acomodar la mesa y puso un par de cubiertos adicionales.
— ¿Qué ridiculez estás haciendo, mamá? Una piedra no come. No piensen que estoy loca.
Avril les explicó que la evolución de todo ser empezaba desde una piedra, así  hasta convertirse en humano. Para asegurarse que su futuro hombre sea perfecto y evitarse otro desamor, alimentaría esa relación desde la condición menos evolucionada de Pietro. Este era el plan de Avril para  construir un amor perfecto.
— Hija, pero si tal evolución existe, tú también evolucionaras. Cuando Pietro sea un hombre, tú ya serás un ángel o un ser menos tangible.
— Si es así, vendré por él.  Seré su ángel o lo que exista en ese entonces. Igual, Pietro será solo mío.
Los  padres de Avril decidieron ya no discutir más y aceptaron la elección de su hija. Estaban seguros que ese capricho se le pasaría cuando ella sanase de la desilusión causada por aquel hombre que no querían nombrar.
Los días pasaron. Avril  fue aferrándose cada vez más a Pietro. Todas las mañanas lo llevaba a  visitar a sus parientes, las piedras del rio, para que él no se sintiese solo. Y, de paso, desarrollar en Pietro, el hábito de la limpieza en aquellas aguas cristalinas.  Ella le cepillaba la superficie, lo despintaba, y volvía a dibujarle un nuevo rostro: un día con bigotes; otro, con lentes; le tejía bufandas y armaba  sombreros con papeles de diferentes colores.
En una de sus visitas al río, después de su baño habitual, y en plena manifestación de su afecto, Avril perdió el equilibrio y Pietro se le cayó de las manos. Enseguida se formó una onda blanquecina en la superficie que, rápidamente, la corriente iba deshaciendo. Debajo del agua, todas lucían iguales. Ella levantó las piedras del río, pero no pudo distinguir cuál era Pietro.
  Desconsolada, Avril se sentó en la orilla y sumergió su cabeza dentro del agua hasta cubrir completamente las orejas. Imaginaba escuchar los lamentos de Pietro en la profundidad. Sin embargo, la corriente del río arrastraba esa sibilante y quejosa voz cuesta abajo. Las aves, confundidas, sobrevolaban la superficie e intentaban prolongar su vuelo debajo de las aguas. Luego de unos segundos emergían inquietas al no poder capturar al dueño de la voz.  Avril sentía que, de los ojos inventados de su amado, le drenaban lágrimas, pero dentro del río se confundían entre las aguas. Pietro no dejaba de llorar. Noche a noche, el caudal del río fue aumentado hasta inundar los campos agrícolas y las cercas  ganaderas. Pronto, la parte cóncava de la ciudad se había convertido en una inmensa laguna.
AUTOR: Rodolfo Sachún
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Marca
Un hombre tímido es el protagonista de este relato de Yasser para cumplir con la consigna 1. La locación es una fiesta de reencuentro con excompañeros de colegio, de los cuales tiene tristes recuerdos. El bullying, un extraño tatuaje de serpiente y una pelea en un baño de hombres son la química, o debo decir alquimia, que produce este relato sobre marcas imborrables.
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MARCA
El hombre tímido se está mirando al espejo. El hombre tímido se está acostumbrando.
El hombre tímido era alto. Desde su altura siempre se había sentido expuesto. Bajaba la voz para parecer pequeño. Detestaba los grupos del colegio. Sin embargo, lo mantuvieron como un satélite. “Ven, huevonazo”. No supo qué hacer con todo ese cuerpo suyo. No pudo enfrentar al abusivo del aula. Bajó la mirada durante las humillaciones a las víctimas de siempre. Y hoy había sido el reencuentro de los 15 años. Mucho tiempo había pasado. El hombre tímido había hecho algunos cambios. Se tatuó en el hombro a los veinte. Lo pagó el mismo. “Cómo te has arruinado la piel, huevonazo”, dijo su papá. Su mamá miró sus ojos y supo que vendrían más. El otro hombro, un muslo. “Tapate esas huevadas cuando estés en mi casa”, siempre papá. A los veinticinco se independizó gracias a sus prácticas como psicólogo. Con el tiempo tuvo un espacio asegurado en investigaciones clínicas con poblaciones vulnerables. Hacía el seguimiento de tratamientos para VIH. Los pacientes albergaban tatuajes desprolijos y desvergonzados. Rosas en los puños. Lágrimas en el rostro. Una santa en la nuca. Las imágenes se apilaban.
Los mensajes del reencuentro arreciaron. No recordaba haber compartido su número telefónico. Cansado de las notificaciones había confirmado su asistencia, pero sin real interés. Su grupo se había desintegrado: uno estaba de ilegal en otro país, otro se había vuelto evangelista y su mejor amigo, el gordo, había muerto de un paro cardiaco.
Pero llegó el viejo. Su bividí dejó entrever un tatuaje. Los ojos del hombre tímido, curiosos. El viejo preguntó: “¿al doctor le gustan los tatuajes? Este es especial. Lo hice con la espina de una planta”. Se levantó la prenda. Animales e insectos inmóviles ocupaban su pecho. Una constelación de puntos azules al alcance de su mano. “Antes solo los valientes recibían tatuajes. ¿El doctor es valiente?” El hombre tímido sonrió y se agachó para tomar un cuestionario. Cuando volvió a encarar al viejo, éste le preguntó por la marca en su nuca. Un círculo perfecto. La huella que dejaría la punta de un dedo incandescente. Qué observador. “Nos lo hacía mi viejo recién nacidos. Apretaba un pedacito de esparadrapo y luego lo arrancaba”. El viejo escarbó en su mirada por un minuto largo. El hombre tímido no supo por qué agregó “Ya murió. Nunca le pregunté por qué lo hacía”. Al final el viejo le propuso: “Si usted me asegura la medicación, yo le hago un tatuaje, pero solo puede elegir los que tengo en el pecho”. Fue un trato. El hombre tímido eligió la serpiente marina. Tinta, espinas, y guantes. “¿De qué está hecha la tinta?” “De sangre de plantas” respondió el viejo lamiendo una gota azul. Tomó cinco sesiones en las que el silbido melancólico del viejo secaba los puntos. Una telegrafía menos dolorosa que un tatuaje convencional. La serpiente de aros negros y cabeza roma encontró espacio entre el plexo solar y el ombligo. En su departamento el hombre tímido se miró en su espejo de cuerpo entero. Una ilustración perfecta. El viejo al terminar había dicho: “Los animales más vulnerables son los más venenosos”. El hombre tímido se animó a ir al reencuentro. Inclusive compró una camisa para envolver la nueva promesa de su cuerpo.
En el reencuentro las caras habían caducado. Reconoció a muy pocos: la extrovertida que quiso saber de todos, el que tenía plata y siempre se salvó del bullying, y el abusivo que siguió escupiendo palabras y bromas obscenas, pero con nuevos gestos de cocainómano. El abusivo se atrevió a recordar al gordo: “Ese cojudo se murió por cerdo”. El pecho del hombre tímido se infló, sus labios pelearon entre ellos. Sintió que algo se le removía. ¿Cómo alguien no puede cambiar después de tanto tiempo? El hombre tímido se retiró al baño. Su pecho ardía. Frente al lavador se desabotonó un poco la camisa. Piel enrojecida. El abusivo también llegó al baño. “¿Ya te mareaste, huevonazo? Yo te invito algo que te…” El abusivo se interrumpió al notar el tatuaje. Se acercó, observó, ojos depredadores. “Esa cagada de dibujo. Te han estafado huevonazo”. Chirrió su risa. Palmeó el pecho. Los puños del hombre tímido estuvieron listos, maduros para un puñetazo, pero su piel se adelantó. Un extremo de piel salió expelido hacia la mano del abusivo. Unos segundos. El abusivo retrocedió mirándose la palma, “¿Qué mierda?”. El hombre tímido miró su vientre, pero no supo. Serpiente roja. “Ni te me acerques mierda porque te parto la cara”, el abusivo salió del baño.
El hombre tímido se abotonó y salió para su casa sin despedirse.  Durante el trayecto sus manos evitaron el vientre.
El hombre tímido miró la serpiente agotada. Volvió al mensaje del grupo: el abusivo estaba grave. Se lo llevó una ambulancia. Llamó al viejo. Al tercer intento saltó un ¿Cómo le va doctor?
-El tatuaje que usted me hizo. Ha pasado algo. Creo que el tatuaje… atacó a alguien.
-… ¿Alguien más vio eso?
-No. No sé. Fue rápido. Estábamos en el baño…
-¿Dónde está el cuerpo?
-¿Qué? No. Yo estoy en mi casa. No sé qué pasó con el tipo, pero dicen que se ha puesto mal…
-La sangre y el aire huirán despavoridos del cuerpo. Es feo ver eso. Por eso doctor, ahora usted debe aprender a controlarse.
-¿Qué? Yo no hice nada. El tatuaje… creo que lo mordió.
-Su piel dirá, doctor. Pero tranquilo, es cuestión de controlar los puños, de controlar la piel. Igualito es. Porque doctor, lo que ha pasado, usted quiso que pasara.
-No, yo no quise… yo… tengo miedo…
-¿De qué? ¿De su propio pellejo? Vaya a acariciarla, debe estar resentida. Mañana seguiremos conversando. Ahorita no hay nada que hacer. El tatuaje es usted doctor. Solo recuerde eso.
El viejo cortó. El hombre tímido volvió a llamar, pero el celular estaba apagado. Frente al espejo el hombre tímido sobó su vientre con mucha timidez, luego con ternura, luego con muchos recuerdos, con muchos deseos.
El hombre se está mirando al espejo. El hombre se está acostumbrando. Los mensajes del grupo siguen lloviendo en el celular.
AUTOR: Yasser Zola
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Resistencia
El protagonista que ha escogido para la consigna 1 Gabriela Zamora es una mujer encerrada en su casa, con el recuerdo de su marido muerto, unos binoculares de marfil y una pierna enyesada en plena pandemia. Solo le queda mirar por su ventana como sucede, literalmente, la vida.
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RESISTENCIA
Cada tarde de encierro involuntario, o mejor dicho después de la conquista de un virus que invade al mundo, salgo a mi balcón miraflorino para observar a mis vecinos que creen que después de mi accidente soy otra; pero no es así, la cuarentena nos puso horarios y ahora seguimos regímenes igualitarios. Ahora me los imagino enyesados, paralizados a sus rutinas tal como la mía. Los veo a través de sus ventanas, entro a sus días, los observo de arriba, me siento en su mesa, escojo con quién cenar  y al brindis de un copa de vino, festejo la equidad.  Yo, en la terraza con  un objeto que ellos no notan, piensan que ando sola, que soy más un alma que persona, pobre vieja dirán, ¡nunca tuvo hijos! cuando  ellos son los pobrecillos, el encierro los agobia, sus gritos me indigna, se pelean entre ellos y de tanta familia, se aíslan.   
Me pregunto  cómo se inició todo esto, si fue en un laboratorio chino o un murciélago símbolo decidió hacernos creer el nacimiento del coronavirus, así  manipularía a la naturaleza, la hiciera ver como una vengadora y nos dejara encerrados en lo que siempre creímos que merecíamos, un mundo tan tuyo como el mío. No fue mi egoísmo, menos mal, la creación de este virus mortal, fue un ex prototipo de humano, uno que aún buscamos para castigar.  
¿Saben?  Ya no soy exclusiva, más bien, soy presidiaria del algún maldito mutante que reflejó su voracidad para crear pánico y miedo, para así  empoderarse y demostrar su tiranía.  Tengo un yeso blanco en una pierna, la otra sostiene mi delgado cuerpo, me resisto a contratar a alguna enfermera que me acompañe, no necesito a nadie, a mi costado está el regalo de mi esposo que atesoro y un lapicero que hace que ustedes me lean, que escriba.  
Mientras todos somos obligados a quedarnos en casa, unos pajarillos verdes emigran, vienen hacía este  balcón de fierro, dejan las copas de árboles de la esquina, no me tienen miedo ni me envidian, osan en posarse en las rejas y me miran, silban, me hacen compañía.  Al fondo el sol se oculta, es mi parte preferida, cojo los binoculares porque  las olas marinas invitan, la aleta de un delfín desde lejos  me saluda, puedo ver sus dorsales contorneándose  y algunos saltos en el aire que me lleva a ese viaje de recién casados, al crucero, a  las cenas de gala y al paseo juntos  en altamar. A Roberto le gustaba verme con traje de brillantes, admiraba verme caminar por horas con tacones, creía que era un arte, mi marido era como un niño y de noche era mi bandido, andábamos buscando lo que sella un matrimonio,  la bendición de un hijo, que fue lo único que nunca  conseguimos. 
Ahora extraño a mi marido, recuerdo que algunos años atrás, Roberto me llamaría: 
-Raquel, ven, ¡abre el paquete! 
En medio de la sala le respondí: 
-¿Es lo que me imagino? ¿A lo que nos dedicaremos de jubilados? 
-Schuuuu, schuuuu 
- ¡Abre, mira! 
Del color que me gusta, marfil, acaricié los binoculares modernos y nocturnos con mis largos dedos tratando de descubrirlo todo, me levantó el rostro de la barbilla, me puso un beso en los labios y comenzó a apuntar el globo terráqueo de la mesa, presumiendo los países silvestres y las aves que volarían en un cielo espléndido bajo nuestros lentes. Íbamos a ser  los nuevos observadores de aves, ¡teníamos tantos planes!, los años pasan es verdad, los momentos perduran y el corazón se regocija. Me alegro que Roberto no pase esto, hubiera sido mucho para él, siempre fue libre hasta que un accidente automovilístico, lo atrapó en cuidados intensivos de una clínica privada por unas horas y nunca más me lo devolvió. Ahora está en una cajita del mismo color que mis sábanas, las cortinas y los binoculares, él siempre supo que me gustó el orden, su ropa aún permanece en el armario,  los acomodé  de tal manera que en verano sacase las camisas de manga cortas, las pusiera en el espaldar de su silla y  cada mañana comentásemos las noticias.
En las noches alrededor de las  8:00 pm, salgo a mi balcón con un buen tinto, escucho los aplausos de los vecinos, cantan juntos como si estuvieran en un partido de futbol,   de balcón a balcón se saludan; con la pandemia se esfuerzan por ser amables conmigo, así no se asemejan a este virus; luego cepillo mis postizos, le hago la señal de la cruz a Roberto y me arropo en la cama para tener buenos sueños. 
Lima la gris siempre trae sorpresas, esa noche no dormí mucho,  bostezando a medias ante un grito espeluznante, abrí mis ojos legañosos para levantar con rapidez el binocular de la mesa; mi pierna buena arrastró mi cuerpo hacía las puertas corredizas para poder ver lo que acontecía; desde el balcón lo podía ver todo, creí que era un crimen que se llevó a cabo. El camión de los bomberos y un patrullero estaba estacionado en la puerta, me confundían, pensé que la prensa llegaría en cualquier momento y lo explicaría todo, también pensé en la muerte, toque mi huesudo cuerpo y suspiré profundo con la mano en el pecho, aún estaba viva. Al observar mejor, me di cuenta por el toque de queda que era un miembro de las fuerzas del orden el que la atendía; el esposo gritaba, ella gemía, era la vecina embarazada que en su propia cama pujaba como yegua dolida, ensangrentada del todo, yo la veía, quería que no se duerma, que sude y llore, pero que dé la vida; mientras todo el edificio en silencio corría de la muerte protegidos con mascarillas; mientras nadie salía, ese bebé fue un acto de  rebeldía. Lo escuché  desafiante a la  vida, la que sé yo nunca engendraría; y así fue que ahora, después de sesenta años de casada, con el marido que yace en casa y en  cenizas, terminé sola, fracturada de pierna y del alma, frágil sí, pero nunca rendida.   
AUTOR: Gabriela Zamora
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Estampida en el espejo
La protagonista que escogió Mónica para cumplir con la consigna 1 es una muchacha intimidada por un escenario campestre: cazadores de patos, pistolas en el jardín, carne en el asador y un disparo que provoca una estampida de aves en el cielo. Y además, como inicio y fin del relato, un auto estacionado donde Pierina se torna irreconocible.
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ESTAMPIDA EN EL ESPEJO
Se escuchaba cómo los pájaros, despacio y en sigilo, recién regresaban a los árboles. Atentos habían guarecido a sus crías a lo lejos, y ahora, mientras volvían, Ernesto y Pierina temblaban abrazados con la imagen ausente y obstinada de la pistola. Las ventanas del carro estaban empañadas y, en el asiento de atrás, una luz débil del alumbrado iluminaba sus cuerpos desnudos.
Él la encontraba irreconocible. Ella recordaba los patos. Adentro de la casa varios compañeros del trabajo de Ernesto miraban en silencio el techo desde sus camas.
Ernesto la volvió a mirar a los ojos sin hablar, y ella trató de enlentecer el ritmo de su respiración. Habían llegado esa mañana a la chacra de Samuel para pasar el fin de semana. Se habían bañado en el río en la tarde, y cuando comenzó a caer la noche se juntaron en el patio a escuchar música y a asar algo de carne mientras jugaban dominó.
-        Vamos, sírvete algo, Pierina. Un roncito, una cerveza, un vino.
-        Ya déjala, Nico, ella no bebe - le pidió bajo Ernesto.
-        Pero si parece una palomita pegada a ti, así, tan callada. Se ve tan pequeña, tan frágil.
-        Estoy bien, estoy tomando una Fanta. Pero, gracias – le contestó Pierina con educación.
Patty agarró del brazo a Nico y le sonrieron a Ernesto con cara de qué chica tan aburrida tienes.
-        Oye, Willy, ¿cuánto falta para esa carne?  – dijo Nico.
Pierina dio una mirada hacia el fuego de la parrilla. Una vez había pasado por el departamento de Willy. Ernesto necesitó de emergencia unos equipos para una entrevista, y él le ofreció prestárselos, pero no se los podía llevar. Cuando tocó el timbre, no la hizo pasar, y la saludó sin mirarla cuando abrió la puerta.
-        Espera un momento, por favor - le dijo. La dejó ahí parada y se fue a contestar una llamada del celular.
Las paredes de la sala tenían colgadas jaulas con canarios a todo lo largo, y por el cristal del balcón, la vista del acantilado ofrecía un panorama apagado de la ciudad.  
-        Toma, disculpa – le dijo, dándoselos. Chao, chao, Pierina. Perdona, pero es que acabo de llegar de cazar. Ten cuidado y no te tropieces con los patos – y cerró la puerta.
Cuando miró hacia donde le había señalado en el pasillo, vio una bolsa de patos muertos que le llegaba a la cadera.  Tenían los ojos abiertos, y sus plumas verdes emitían destellos azules como si se movieran. “¡Corre, escápate de aquí!”, se imaginó que le decían mientras se fue llenando de lástima y de espanto. Apuró el paso hasta el ascensor, y casi se cayó, aturdida con el piar los canarios desesperados en sus jaulas. Subiéndose al carro, miró el cielo. Se imaginó a Willy disparándole a las aves en vuelo, y yendo a recogerlas mientras caían como goterones pesados sobre el lodo. ¿Pondrá cara de orgullo? ¿podrá alegrarse de algo tan atroz? ¿no sentirá el más mínimo arrepentimiento cuando coge en sus manos a un animal aún tibio al que le quitó la vida? ¿cómo puede ser capaz de apretar un gatillo? Hasta ese día no sabía que era cazador. Solo que era intimidante. Su tamaño y su peso siempre la habían hecho sentirse ante él como si fuera un animalito que no podía escapar del peligro.
En cuanto lo vio en la mesa esa noche en la chacra, perdió el hambre. Él comía en silencio – casi nunca hablaba – y la manera en que tomaba la carne con las manos, le daba un aspecto de depredador mortal. Sus manos manchadas con la sangre de la carne del asador, le hicieron recordar inmediatamente la sangre de los patos muertos de la bolsa de su departamento.
El padre de Pierina era historiador y su madre, psicóloga. Había crecido en un hogar armónico y perfectamente organizado, y ella pudo dedicarse a la filología y al dibujo, gracias a su apoyo incondicional. Vivía con tres perros recogidos de la calle, y participaba en las marchas a favor del planeta con sus antiguos amigos de la escuela, así que los gustos de Willy no le merecían ningún respeto. Nunca había conversado con él, pero ni siquiera sentía que podrían tener algo en común que pudieran compartir en una conversación.
Entre todos recogieron los platos, y siguieron bebiendo en el patio. La noche estaba muy fresca y el cielo parecía un techo agujereado de luces. Vio al fondo a Samuel llenando unos globos con agua, y metiéndolos en un balde. Luego se les acercó a la mesa.
-        Ayúdenme a amarrarlos a la cerca, a unos dos metros de alto, dejando medio metro entre ellos – dijo. Les entregó 6 y fue rápido a buscar los otros.
-        ¿Para qué es esto? – preguntó Ernesto, atando uno.
En ese momento, Willy trajo la pistola y la puso sobre la mesa, frente a Pierina.
-        Vamos a divertirnos, respondió.
Pierina vio cómo el perro de la casa huía por la puerta de la cocina, y se juró que ella no participaría. Despreciaba las guerras, las armas, y era la primera vez que tenía una frente a ella.
-        Vamos, Ernesto, comienza tú – le dijo Samuel.
Ernesto miró a Pierina y todos percibieron su desaprobación.
-        Muy bien, entonces empieza Pierina – dijo Nico. Escucha, bebé, el especialista en tiro aquí es Willy. Él te va a enseñar a disparar.  Agarra tú la pistola y muéstrale cómo se hace, Willy. Además, ¡tranquila!, son sólo globos con agua.
La presión del grupo la hizo avergonzarse, y sintió que había sido una aguafiestas todo el día. Los amigos de Ernesto se quedaron en silencio, mirándola, y él giró la cabeza para no verla a los ojos.
Odiándolos un poco a todos por eso, se levantó de la silla, y se colocó frente a la cerca, al lado de Willy.
-        Te paras con los pies abiertos, uno al lado del otro, al nivel de los hombros. Tomas la pistola con las dos manos y la alejas de ti estirando los brazos hacia adelante. Echas para atrás el gatillo, cierras un ojo, y con el otro observas por la mira. Entonces, cuando estás segura de que ves tu blanco en el centro – que en este caso es el globo - disparas. Son dos para cada uno de nosotros. Tómala, y nunca gires tus brazos hacia otra parte. Todos estaremos detrás de ti.
Pierina percibió la tensión en su cuello. Y mientras escuchaba a Willy darle las instrucciones para disparar, por un instante se le cruzó la idea que estaba con él frente a un gran estanque de patos volando. Sin respirar tomó la pistola, y cuando tuvo el carrete entre las dos manos, algo empezó a desarmarse dentro de ella. Lo sintió redondo, como un cuerpo caliente con un corazón adentro. Mientras la miraban desde atrás, les pareció que Pierina empezaba a cobrar tamaño. Se paró derecha, miró concentrada por la mira, apretó con fuerza el gatillo, y con la detonación sintió como si un mar de lava lleno de poder le explotara en el cuerpo. El globo cargado de agua estalló sonando redondo. Rápidamente apuntó al segundo, y casi sin mirar lo explotó de otro balazo brutal en el centro. Comenzó a caminar, casi a correr, disparándoles a la panza, sin escuchar ya nada, mientras saltaban en pedazos en el aire mezclados con el agua.  Los reventó todos, sin fallar ni uno. Y se quedó varios segundos con las manos extendidas hacia adelante, después del último balazo, reteniendo la respiración. Solo entonces percibió el revuelo de las aves que escapaban aterrorizadas con las detonaciones de la pólvora. No podía bajar la pistola, porque no entendía ni siquiera quién era ella misma en ese momento.
Willy se le acercó con cuidado por el lado izquierdo, la miró casi sonriéndole, y le quitó el arma. Pierina lo miró y sintió que se miraba a sí misma, sorprendida.  Quizá sí tenemos todos algo en común, aunque no lo comprendamos.  Quizá tan solo juzgamos rápidamente a los otros y no nos conocemos lo suficiente.
-        Mañana jugaremos de nuevo, le dijo Willy. Ahora vamos todos a dormir.
Ernesto la esperó y, cuando todos se fueron, Pierina lo agarró de la mano y lo llevó hacia el carro, y sin que se dijeran una palabra empezó a besarlo y a quitarle la ropa.  
AUTORA: Mónica da Costa
© Derechos reservados
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Lo que no llega
Emilia es el nombre de la protagonista creada por Sophia para escribir la consigna 1. Una mujer hedonista, con un matrimonio que no funciona, una vida desorientada. La coloca junto a su amigo gay, Francisco, en una discoteca donde suena Depeche Mode, bailando hasta el final de la noche y esperando lo que no llega.
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LO QUE NO LLEGA
Emilia tomaba a sorbos lentos el último café del día. Lo prefería siempre de la misma manera: puro, por la tarde y frente al espejo. La luz de esa hora teñía las paredes marfil de la habitación con un tono íntimo, casi secreto. El momento perfecto para su ritual de observación. Miró con orgullo su cuello, tan engreído por la bata de seda. Bajó la vista hacia el escote. Su mano acarició un breve retazo de tela, descubriendo apenas uno de sus pechos. Llevando la taza hacia los labios, se devolvió una mirada de triunfo. Era su pequeño juego: saberse bella en la desnudez.
Había construido una existencia alrededor de esa certeza, aunque su trabajo como diseñadora diera la impresión de una inclinación distinta: la de acentuar lo exterior sobre la piel. En Emilia, por el contrario, no había incongruencias. La ropa, el perfume, los accesorios: todos eran artificios, formas visibles para insinuar el estremecimiento que era su cuerpo.
Durante los años, había ido afinando sus teorías sobre la belleza a partir de la experiencia de sus sentidos. Por ejemplo, estaba convencida de que los rostros sugerían si el cuerpo era querido por quien lo habitaba. Si a alguien no le importa su rostro, ¿con qué fuerzas va a amar la piel que está cubierta por telas?, se decía.
Solo sus amigos- que eran pocos y siempre hombres- conocían las raíces de esa fascinación por el vestuario y la estética: para Emilia era un agobio no poder mostrar el cuerpo desnudo. Por esa razón, todo lo que cubriera su piel era tan cuidadosamente pensado, elegido y venerado: debía ser digno de la desnudez bajo de ella. Las elecciones nunca son sencillas, explicaba con voz calma a cualquiera que le preguntase algo sobre su atuendo. Bastaba con verla, y hasta los más desentendidos captaban difusamente el mensaje, para saber que algo en ella insinuaba una esquiva promesa de placer. Por eso, nadie quedaba inmune a su presencia.
Nadie, excepto su esposo. Recién casada y pronto olvidada, dijo Francisco en la última llamada telefónica que tuvieron, hacía una semana. Emilia tuvo una doble delicadeza. La más sencilla: no colgarle a su querido amigo. La más difícil: no mandarlo a la mierda. Podía sentir la risa de Francisco en su voz, ese timbre seguro y ronco que confundía por igual a mujeres y hombres. Cuando lo conoció, en una fiesta de año nuevo, la desorientación le duró poco: Francisco le presentó al novio de turno, un hombre difuso y sin gracia, al que ignoró el resto de la noche por estar a su lado. Al despedirse de Emilia, le susurró al oído el nombre de su perfume. Atiné, ¿verdad?, le dijo con esa mirada confiada que lo acompañaba hasta ahora. Para Emilia, acostumbrada ella a reconocer los perfumes de los demás, ese gesto inauguró su amistad.
Recién casada y pronto olvidada. Las palabras de Francisco la habían descolocado. Emilia lo sabía: no se había casado enamorada. Al menos, no de la manera convencional en la que se entiende el amor: fidelidad, sacrificios y rutinas. Esas eran fórmulas muy arcaicas para una mujer como ella. El amor romántico, para su entorno, era más la excepción que la regla. Lo que la unía a su marido era una admiración mutua, un placer enloquecido y una posibilidad de futuro: la promesa de tener hijos. Mas que amor, pensaba en él en los términos del deseo.
Fue por eso por lo que tomó la repentina apatía sexual de su esposo con más curiosidad que alarma. Los viajes en estos últimos meses habían instaurado una distancia, una rutina entre ellos. Pensó que tal vez tenía una amante, pero no quería saberlo. Sería como arruinarle el placer de ese secreto y ella lo respetaba demasiado para eso. Además, no había señales en su cuerpo que marcaran ese camino. Y Emilia sabía muy bien que las amantes siempre dejaban esos códigos sutiles en el cuerpo de los hombres como mensaje para la que no era la otra. Por un momento, pensó que había probado con hombres y disfrutado de la experiencia, pero lo descartó de inmediato. Para gustar de uno se requiere una vocación por la desilusión que su marido no podría sostener.
Mientras pensaba en esto, Emilia elegía el atuendo de la noche. Entre la insistencia de su amigo y la amante imaginaria se terminó por decidir: hoy iría junto a Francisco a una discoteca, a darle movimiento a su cuerpo ignorado.
Terminó el café, se sacó la bata y caminó, descalza, hacia la ducha.
* * *
Fuimos solo los dos- dijo Emilia cuando Francisco la llamó para reconstruir la salida.
La noche empezó auspiciosa. Strangelove era la canción con la que los recibía el local. Emilia y Francisco iban de negro, en una coordinación tácita en la que solían caer cuando querían seducir. La única diferencia eran los labios en tono Russian Red en ella y la barba apenas cuidada en él. Después de dejar sus abrigos en el guardarropa, el único lugar que olía a humo de cigarro, Francisco la tomó del brazo, en un gesto equívoco para los demás, y pronto estuvieron al centro de la pista de baile.
El acuerdo entre ambos era el mismo de cuando tenían veinte: solo dejar la disco si aparecía alguien con quien bailar de a uno, en otro lugar y de otra manera. Pero eso era una decisión que tomaría más tarde. No en ese momento. No con la urgencia de su cuerpo por la música, ni con ese ritmo que marcaba sus pasos y la hacía olvidar la necesidad alguien para el placer.
Los movimientos ondulantes de Francisco con la cerveza en una mano. Sus propios hombros desnudos, blancos, con lunares pequeños y precisos. Emilia sabía que empezaban a capturar miradas, pero ninguno le atraía lo suficiente como para regalarle el placer de ser su primer amante de casada. ¿Cómo habrá elegido su esposo?
Una hora después, y sin ningún candidato que valga la pena, Emilia fue a la barra y pidió un agua con gas. Francisco no dejaba de tomar y alguien tenía que mantenerse ecuánime. Verlo de lejos le arrojó una imagen incómoda: la de un hombre bello tambaleándose entre la gente. O la de un hombre solo, inalcanzable para el resto. Emilia pidió un agua helada para él y caminó abriéndose paso entre la gente.
Él la recibió con esa alegría vidriosa que anunciaba el fin de la salida, pero el DJpuso Enjoy the Silence y Emilia decidió darle una nueva oportunidad a la noche. ¿Cuántas veces había tenido sexo con esa canción? Bailarla era como un preámbulo al goce del cuerpo que había ido a buscar allí y que la evadía con el paso de las horas. Francisco, con una cadencia segura, la tomó por la cintura y susurró a su oído "Atrás tuyo hay una mujer hermosa. No deja de verte desde que llegamos". Descifró el perfume de Francisco, deformado por el alcohol. Buscó su mirada, pero no encontró juego ni ironías. No era la primera vez que Francisco le sugería una mujer, pero algo en su voz le anunció una especie de verdad que ella desconocía de sí.
Emilia giró y la vio. Bailaba de espaldas y una urgencia la golpeo en el pecho: la de conocer el perfume de su cuerpo desnudo. No estaba acostumbrada a esa pérdida de dominio de sí misma. La música cesó y pudo ver su rostro: una esquiva promesa de placer. Por un instante, sintió lo que tantos sentían ante su presencia. La mujer le sonrió y se alejó hacia la barra. Aturdida, buscó la botella de Francisco y tomó un trago largo.
Emilia, como pocas veces en su vida, dudó.
* * *
Lo más sencillo era irse. Lo más lógico también: a las 4 de la mañana iba a ser difícil encontrar taxi. Recogió las botellas de agua vacías y las dejó en un tacho cerca a la barra. La mujer tomaba un trago transparente al lado de unos amigos. Hombres gays la rodeaban, como a ella.
Emilia regresó a la pista de baile y no encontró a Francisco. Recorrió las otras salas, los pasadizos. Fue a la barra: estaba vacía. Había perdido a una mujer y a su amigo en 20 minutos. Un enojo empezó a agotarla. ¿Francisco habría encontrado a alguien? Se arrepintió de su cobardía, mientras recordaba con un escalofrío en la espalda el baile de aquella mujer.
Miró la hora. Solo quedaba un lugar.
Entró sin tocar la puerta. Allí, las luces eran distintas, de tonos claros y asépticos. La vida estaba en las paredes, adornadas con fotos de hombres. Emilia se sorprendió por el contraste con el baño de mujeres: luces fuertes, sin adornos más que los espejos.
Francisco estaba detenido frente a una foto rosa. Sus manos en los bolsillos y su cabeza altiva le informaban de su concentración. Emilia se acercó y apoyó el mentón cansado contra su espalda.
- ¿Sabes cómo se llama la fotografía?
- Es de la serie Mr. América, ¿no?
Francisco le devolvió una mirada agradecida y vidriosa, más intensa que antes. ¿Ya pediste el taxi?, le preguntó mientras salía del baño dando tumbos. Esperaba que Emilia lo siguiera. Ella, segura de que nadie la buscaría, se quedó un rato frente a la foto. Pronto, no pudo soportar más el olor a baño de hombre. ¿O a hombre? se preguntó. Sacudió la cabeza y giró hacia la salida. En ese movimiento vio su rostro reflejado en el espejo del lavatorio. Se acercó hacia su imagen. Con sus manos, recorrió su cuello lentamente. Manos de mujer, pensó y algo se hizo pesado dentro de ella. La foto, desde allí, seguía mirándola. Los ojos del hombre del retrato, llenos de la certeza que ella había perdido, le anunciaron el final de la noche.
AUTORA: Sophia Gómez
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