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El filólogo-detective: notas sobre Footnote (2011), de Joseph Cedar
Luis D. Bolívar H.
El mérito de Footnote (2011), del director Joseph Cedar, va mucho más allá de su impecable realización técnica. Un crítico de cine podría pasar horas hablando de los detalles de la fotografía, la música y las actuaciones que hacen de Footnote una experiencia remarcable, una hora y media en la que el espectador va de la tensión a lo absurdo, de la seriedad del conflicto padre-hijo a la parodia del academicismo; pero más allá de eso, el gran mérito de Footnote radica en el hecho de partir de una premisa tan poco cinematográfica, tan poco atractiva para el espectador corriente: el estudio literario y filológico del Talmud, el ambiente académico israelí y la relación tensa y distante entre un padre y un hijo eruditos. Por supuesto, una película que cuente con este presupuesto temático podría valerse de elementos más vulgares para tornarse atractiva y tomar la cuestión filológica y académica como mero telón de fondo, como simple información accesoria, pero este no es el caso de la película de Cedar; más bien en Footnote el mundo académico está en primer plano –un primer plano que expone sus vicios y su corrupción, pero no desde una óptica moralista, sino desde la parodia inteligente y efectiva–, y la investigación filológica termina siendo, de cierta forma, otra protagonista del film, el momento clímax de la película y uno de los momentos mejor logrados a nivel técnico.
Antes de referirme a la importancia de la investigación filológica para la trama de Footnote, considero necesario contextualizar un poco la obra de Cedar. Entre Eliezer y Uriel Shkolnik, padre e hijo, hay una brecha enorme no solo a nivel afectivo, sino a nivel académico. Ambos son eruditos especializados en los estudios talmúdicos, pero desde perspectivas diametralmente opuestas: al estudio filológico tradicional, conservador, riguroso y científico del padre se opone la aproximación culturalista del hijo, el estudio del Talmud como fuente de conocimientos culturales abiertos a la interpretación. La distancia afectiva se torna en rivalidad académica, y la relación del padre y el hijo adquiere un matiz de enemistad intelectual. Eliezer Shkolnik, el viejo padre huraño, taciturno y amargado debe contemplar con resignación cómo el éxito y el reconocimiento que durante toda su vida académica le han sido negados van a parar a manos de su hijo en forma de premios y galardones. El problema va más allá de la típica relación tormentosa padre-hijo: la amargura de Eliezer no puede confundirse con una simple envidia hacia su hijo, es más bien una manifestación de indignación y asco, pues su hijo es exitoso gracias a sus estudios del Talmud desde esa óptica culturalista, que Eliezer considera superficial y poco académica.
El Shkolnik padre es un personaje extraño dentro de la academia: sus méritos tienen que ver con su estudio filológico exhaustivo del Talmud, pero su investigación resulta poco atractiva para sus contemporáneos, en sus cursos se inscriben cada vez menos alumnos, la academia lo ha dejado de lado por muchos años, marcándolo como una especie de proscrito, un outsider del mundo intelectual, aislado y desfasado. Ignorado por las elites académicas, pisoteado por sus enemigos intelectuales y humillado por los éxitos de su propio hijo, Shkolnik es seleccionado contra cualquier pronóstico como ganador del premio Israel. O esto cree él. Por negligencia de algún funcionario dentro del aparato burocrático de la academia, la llamada de felicitación que originalmente iba dirigida a Uriel termina siendo para Eliezer; enterado del enredo, digno de una comedia de Shakespeare, Uriel hace todo lo posible para que los académicos den el premio a su padre, pues para el viejo Shkolnik habría sido una humillación intolerable enterarse de que su tan dilatado reconocimiento no fue más que una equivocación de alguna secretaria distraída. La burla del mundo académico es descarnada y genial: las grandes mentes de la academia israelí resultan ser un montón de ancianos torpes algunos, rencorosos otros y bastante estúpidos en general, que discuten con Uriel el error y las posibilidades de rectificación. Uriel renuncia al premio para evitar herir a su ya maltrecho de espíritu padre, y debe entonces redactar él mismo la carta en la que se exponen los motivos de la selección de Eliezer como ganador.
Es en este punto donde la palabra escrita, el objeto de estudio del infravalorado filólogo, se erige como protagonista del film, que nos muestra la lucha de Eliezer frente al teclado intentando emular la escritura académica oficial, el proceso de escribir-borrar-escribir en el que no debe dejar rastro de sí mismo, pues es ahora una especie de criminal que no debe dejar huellas en el lugar del crimen. Me permito este símil un tanto infantil y fuera de lugar debido a que, al ver la escena en la que Eliezer descubre la verdad, no pude dejar de comparar la labor del filólogo con la de una especie de detective. Más allá de que este efecto tenga que ver con la manera magistral como el director y el guionista plantearon las escenas de Eliezer descubriendo la verdad, esta analogía cobró sentido para mí al momento de analizar detenidamente el proceso que lleva a cabo Eliezer. El acto de escribir es, por más que se intente ocultarse entre las palabras, un acto tremendamente personal. La manera en la que puntuamos, las palabras que utilizamos, la forma en que manejamos la sintaxis, la organización de los párrafos, el uso que les damos a las preposiciones… todos estos elementos de nuestra escritura develan un estilo, propio y personal; por más que intentemos metamorfosear la escritura, darle voz a otro tomando los rasgos y la forma de su escritura, el acto de escribir es tan personal que siempre quedan rasgos de uno mismo en las palabras que plasmamos en papel, como una especie de firma. Hago la analogía Uriel-criminal/Eliezer-detective porque el proceso que lleva a cabo Eliezer es similar al del detective a la hora de descubrir al criminal: tiene que desenmascarar una mentira que se ha ocultado bajo la ilusión de una verdad, tiene que recolectar pistas, comparar datos y evidencias para comprobar que el crimen tiene, en efecto, la firma del criminal, en este caso la firma de Uriel, de su estilo, de su personalidad escrituraria.
Es impresionante cómo una simple palabra puede contener tanto de nosotros mismos. En el caso de Eliezer, la palabra “fortaleza”, que aparece en la carta, tiene un vínculo innegable con su hijo Uriel. La aparición fortuita de esta palabra ante sus ojos despierta en el viejo Shkolnik la suspicacia: hay en los ojos del filólogo una carga de intuición y una carga de desconfianza necesarias para desentrañar las verdades del texto al que se enfrenta. Eliezer es un veterano que ha pasado años dedicado al estudio minucioso del Talmud, y ese entrenamiento de años le da la capacidad de rastrear la palabra “fortaleza” desde su misma etimología hasta dar con ella en la obra de su hijo; el estudio es exhaustivo: el hombre presiente la humillación, olfatea la presencia de su hijo entre líneas, por lo que se vale de sus habilidades para dar con la verdad. Con los audífonos se aísla del mundo, con una mirada que vacila entre desafiante y temerosa se dispone a analizar una serie de textos: la carta de los jueces, diccionarios, los textos de su hijo. La fortaleza del profesor Shkolnik, frase que encabeza la carta, que para los ojos comunes no dice nada, pero para los ojos del filólogo es reveladora y devastadora.
El criminal-redactor Uriel no puede competir contra el veterano detective-filólogo Eliezer, su intento por encubrirse por medio de un lenguaje oficial, seco, austero e impersonal no es suficiente para engañar a los ojos del filólogo. Primer paso: buscar en el diccionario el significado de esa palabra tan propia de su hijo, rastrear las raíces de fortaleza. Segundo paso: rastrear la palabra en el léxico de su hijo en una de sus obras. Tercer paso: rastrear fortaleza en los artículos de Uriel. Los resultados son incuestionables: no solo la palabra fortaleza aparece constantemente, sino que varias veces su hijo se vale de la oración “La fortaleza del profesor…”. Estas revelaciones del estudio filológico no pueden pasar por simples coincidencias, la firma del hijo es cada vez más evidente. El proceso de investigar-recopilar-contrastar lleva al pobre Eliezer a descubrir una verdad inapelable una vez contrastada con otros acontecimientos extraños e inconsistentes que rodearon la llamada de felicitación. La mirada del filólogo descubre, su cabeza ordena, contrasta, pone a dialogar los textos, desnuda la presencia oculta del autor, pero en este caso no es para descubrir a quién pertenece la autoría de algún famoso poema medieval hasta ahora perdido en el anonimato, sino para descubrir la verdad más amarga y dura de la vida académica del profesor Eliezer Shkolnik, cuya fortaleza, irónicamente, lo lleva a una revelación terrible, digna de una tragedia griega.
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Escritores del abismo: personaje-escritor, posmodernidad y campo literario en la narrativa de Patricio Pron
Luis D. Bolívar
Solo el hecho de escribir compensa los disgustos de ser un escritor. Patricio Pron
Los cuentos y novelas de Patricio Pron (Argentina, 1975) pueden enmarcarse dentro de la tendencia de cierta literatura latinoamericana contemporánea cuyas obras se muestran como creaciones literarias que van más allá de lo narrativo: son también artefactos críticos que interrogan, desde el hecho estético, la realidad, las instituciones del poder y, sobre todo, cuestionan a la propia institución literaria. Si la tradición de la narrativa latinoamericana –desde las novelas fundacionales del siglo XIX, pasando por las novelas de la tierra, hasta llegar a las novelas del Boom– tiene como gran punto de partida el tratamiento de la realidad, de lo referencial y lo local, buena parte de la narrativa contemporánea ha abandonado la tendencia hacia el realismo y ha puesto su interés en la propia literatura como punto de partida de una crítica entendida no en términos políticos sino textuales: la realidad es vista por estos narradores en su dimensión discursiva, y quien la cuestiona ya no es el intelectual como una figura pública, sino el lector desde el espacio privado.
De forma similar a lo que ocurre con la narrativa de autores como Roberto Bolaño, César Aira, Alejandro Zambra, Rodrigo Fresán, Rodrigo Blanco Calderón o Norberto José Olivar, la narrativa de Pron plantea una mirada crítica de la realidad desde lo literario. De esta forma los límites de la narración son transgredidos y los textos de Pron funcionan de manera híbrida, al convivir en ellos la narración, el ensayo, la autoficción y la crítica literaria. Al erosionarse las fronteras entre géneros, la noción de “realismo” se vuelve compleja y problemática, pues se parte de la idea de que cualquier intento de aprehender la realidad a través de la lengua es una arbitrariedad. De este modo, estas poéticas que reflexionan sobre y desde la literatura operan sobre el lenguaje que representa la realidad para cuestionarlo, por lo que se trata de textos críticos que, a pesar de no pretender traspasar la esfera literaria y erigirse como discursos políticos, sí presentan un cuestionamiento a ciertas instituciones –la historia, la política, la propia literatura y su tradición–. Como señala Ignacio Fornet:
Aunque los narradores de hoy no pretenden escribir una literatura incendiaria, no se abstienen, en buena parte de los casos, de hacer una literatura “crítica,” lo que hoy significa desmontar o impugnar el discurso del Poder, las narraciones del Estado. El complot, la paranoia, la traición, el desencanto, la suplantación y la impostura son obsesiones que permean los relatos de estos narradores. Aun en medio de la diversidad que los caracteriza, ninguno de ellos renuncia a ejercer su función de lector, a perseguir, en la madeja del extraño tiempo que nos ha tocado vivir, el sentido de una historia que nuestros padres literarios no supieron profetizar (2005: 27).
Esta mirada crítica sobre la realidad se da, frecuentemente, a través de la óptica de los diversos personajes-escritores que aparecen en la obra de Pron. La narrativa del autor argentino es un espacio en el que la creación literaria se nutre de la propia literatura, y en el que los escritores –reales y ficticios– aparecen constantemente ficcionalizados. En una entrevista reciente, Pron comentaba que “abordar el asunto de cómo los textos son leídos en una sociedad y cómo los escritores se mueven en ella es necesario para que comprendamos mejor qué cosa es la literatura y qué somos nosotros en tanto lectores” (Rodríguez, 2016). En su última novela, No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (2016), el autor parte de la anécdota de un –ficticio– congreso de escritores fascistas celebrado en Italia a finales de la Segunda Guerra Mundial; el congreso sirve como catalizador para que el autor reflexione acerca de la relación entre la literatura, como una forma de violencia cultural, y la política como una forma de violencia de Estado. Lo que nos interesa, sin embargo, es enfocarnos en el cuestionamiento del campo literario contemporáneo que plantea Pron en algunos de sus cuentos, que tienen como centro, también, a personajes-escritores. Por supuesto, la narrativa que incorpora al escritor al plano de la ficción no es una novedad en el panorama narrativo latinoamericano, por lo que se hace necesario, antes de acercarnos a la cuentística de Pron, esbozar una breve genealogía del personaje-escritor en la literatura latinoamericana, esto con el fin de apreciar cómo ha sido representado el escritor. También es menester, por supuesto, establecer algunas consideraciones teóricas sobre el campo literario.
Escribir desde los límites: personaje-escritor y campo literario
La narrativa latinoamericana moderna, esa cuyo punto de inicio podríamos situar –arbitrariamente– en la cuentística de Jorge Luis Borges, ha sido fecunda en cuanto a la representación del escritor como personaje. El hecho de incorporar al escritor al plano de la ficción implica una manera novedosa de concebir el hecho literario y de promover nuevos pactos ficcionales. Imaginemos a un lector de 1944 que se topa, por primera vez, con un libro de Jorge Luis Borges y lee, al azar, uno de sus cuentos, sorprendiéndose al constatar que uno de los personajes es, también, un escritor de nombre Borges. Para aquel lector, el estatus ontológico de la narración se problematiza: ¿es real lo que acaba de leer? ¿Qué es lo que acaba de leer? La narración, al incorporar al escritor como personaje, se desinteresa por la realidad extratextual; lo autorreferencial desplaza la referencialidad tradicional; la literatura conquista su autonomía, asume su condición de hecho estético y de operación del lenguaje, deslastrándose de la pesada carga de lo político, de lo real y de lo concreto que caracterizó la narrativa del siglo XIX y de principios del XX. La incorporación del escritor al plano ficcional supone un viraje narcisista: la literatura se vuelca sobre lo metaficcional, muestra su artificiosidad y exhibe su propio acto y condiciones de creación.
Más allá del terreno de lo textual, la presencia de los personajes-escritores deja entrever la estructura y el funcionamiento del campo literario de cada período de la literatura del continente y, sobre todo, da cuenta del rol y la postura que el personaje-escritor asume dentro del campo. El personaje-escritor no aparece aislado de un contexto sociocultural bien definido en el que –o contra el cual– asume una posición. En su libro Campo de poder, campo intelectual (1983), Pierre Bourdieu analiza las condiciones socioculturales que rodean la escritura, edición, difusión y recepción de la obra literaria, es decir, todos aquellos mecanismos que suscitan la posibilidad de que la obra salga del espacio íntimo de la creación personal y se convierta en un capital simbólico público, disponible para un grupo de consumidores –lectores y críticos–. Bourdieu analiza las relaciones entre obra, academia y mercado, factores que no son fijos sino que están sujetos a una serie de condiciones socioculturales inestables, por lo que el campo literario varía según dichas condiciones. En palabras de Bourdieu, “los agentes o sistemas de agentes que forman parte [del campo literario] pueden describirse como fuerzas que, al surgir, se oponen y se agregan, confiriéndole su estructura específica en un momento dado del tiempo” (2002: 9). El personaje-escritor está inserto en el campo literario y, desde allí, fija una posición respecto a las instituciones que lo regulan –la academia y el mercado–, por lo que las narraciones en las que aparecen personajes-escritores son sintomáticas de una serie de cuestiones que tienen que ver con el estatus de la literatura, en cuanto a capital simbólico, según las condiciones específicas del campo.
El campo literario es un espacio de tensiones, de luchas de poder. El personaje-escritor parece estar siempre en resistencia contra el campo, escribir desde la periferia y oponerse a las condiciones y reglas que el espacio de circulación y legitimación de las obras literarias impone. La condición del escritor parece estar siempre amenazada por factores externos. De allí nace cierta condición trágica de la literatura, la paradoja que permite sus condiciones de posibilidad: necesita de aquellos factores externos que la regulan, la limitan y amenazan su autonomía para poder ser leída. De allí que la representación del escritor en la narrativa latinoamericana muestre, por lo general, una imagen del escritor como sujeto marginal, inconforme con las reglas del juego impuestas por el campo; sin embargo, el personaje-escritor no puede renunciar al campo literario, pues abandonar sus límites equivale a renunciar también a la posibilidad de publicar y de ser leído. Es por ello que el escritor debe asumir una “identidad escenográfica” (Zapata, 2011) que le permita no sólo ser reconocido dentro del campo, sino también situarse del lado de la resistencia ante los imperativos y las fuerzas coercitivas que representan el mercado, las casas editoriales, la academia, los críticos y los lectores. Analizar la representación del escritor desde lo que la crítica ha planteado como una “sociología del autor” permite entender cómo el autor construye su imagen de escritor:
Antes de empezar a escribir, de tratar el problema de los géneros, del estilo o de las temas que tocará su obra a venir, el aspirante a autor hace frente al problema de su identidad, de su personalidad literaria (…). [El autor] debe construirse como escritor, definir su postura frente a los otros, pues sólo ésta le permitirá ser reconocido tanto al interior como al exterior del campo. Y puesto que el autor no existe en tanto no sea reconocido como tal, su existencia dependerá entonces de su capacidad de hacerse notar, de hacerse ver, de crear una identidad reconocible por el público. (…) adquirir el derecho a hacer parte del campo no sólo consiste en adquirir y comprender sus reglas de funcionamiento, sus valores y sus códigos de expresión –interiorizados en lo que Bourdieu llama habitus–, sino también en adquirir una postura, una conducta, una identidad escenográfica (Zapata, 2011: 47).
La identidad escenográfica que construye el personaje-escritor está directamente relacionada con las condiciones específicas del campo literario en el que se encuentra inmerso. La cuentística de Borges, por ejemplo, muestra un campo literario pre-modernizado, un círculo reducido en el que el escritor, el editor y el crítico se sitúan en coordenadas cercanas entre sí, y en el que el mercado, aún no masificado, no juega un papel determinante en las relaciones entre el escritor y su obra. Como señala Idelber Avelar, “…hasta los años veinte y treinta Borges podía evitar la “vergüenza mortal” de que sus libros se vendieran en librerías, y ocuparse personalmente de la distribución, entre el círculo de literatos de Buenos Aires, de sus ediciones de 300 ejemplares” (2000: 25). El libro, antes de ser un producto masificado, es distribuido por el propio escritor. Esto, más que una anécdota irrelevante, señala un vínculo estrecho entre el autor y la obra, una relación que anula la participación de los agentes del mercado que convierten el libro en mercancía y la distribución en un acto impersonal en el que el escritor no tiene ninguna participación. Es por ello que el personaje-escritor borgeano se caracteriza por su discreción, por su compromiso inquebrantable con la escritura y la lectura y no con factores extraliterarios que condicionarán, posteriormente, todo aquello que rodea la vida y obra del escritor: el hecho de ser una voz autorizada en el debate sociopolítico, el tener que participar en ferias y eventos de promoción, la necesidad de conceder entrevistas y todo aquello que implica la profesionalización del escritor.
En el contexto de la literatura del llamado boom latinoamericano, por ejemplo, es posible encontrar una serie de personajes-escritores que reaccionan a circunstancias socioculturales inéditas en el continente. Estas nuevas condiciones tienen que ver, sobre todo, con la autonomización del campo literario y el surgimiento de un mercado editorial masivo, además de una serie de factores que amplían la difusión internacional de la literatura del continente (mayor número de traducciones y de premios internacionales, por ejemplo), hecho que genera, según Avelar, la disolución del aura de la literatura latinoamericana (2000: 26). En este contexto, como señala Jean Franco, la literatura del Boom “enaltece la idea del autor como "fundador" o "creador" de un universo texto original” (1981: 129). En términos similares, Avelar sostiene que el Boom fue un intento de “restablecimiento del aura en un contexto posaurático en el cual la misma modernización demoledora de mitos compone una nueva, seductora y fetichista mitología” (2000: 21). Los escritores del boom se asumieron como escritores-demiurgos que, a través de la literatura, se convierten en fundadores de esos universos-textos que de los que habla Franco. Como ejemplo paradigmático de la representación del escritor-demiurgo destaca Brausen, el personaje-escritor de La vida breve (1950), de Juan Carlos Onetti[1]. Brausen es ese tipo de escritor-demiurgo que busca fundar nuevas realidades a través de la palabra; de allí que el personaje sitúe su obra en la ciudad de Santa María, espacio que no es la mímesis de alguna ciudad real sino un universo-texto inédito, con su propia “fetichista mitología”. Si bien el interés de Brausen es desplegar en el plano ficcional una especie de existencia alternativa privada, que no busca refundar aspectos de realidad nacional alguna, el gesto de crear una ciudad ficcional –que se amplía en otras obras de Onetti– es sintomático de la necesidad del escritor de la época de recuperar el valor aurático de la literatura como creación singular y trascendente más allá del desplazamiento del escritor hacia un mercado regido por el campo editorial en tiempos de masificación capitalista.
Estos ejemplos de personajes-escritores no agotan, en absoluto, las muchas representaciones del escritor en la narrativa latinoamericana[2], pero permiten ver que las condiciones del campo literario inciden directamente en la caracterización del personaje-escritor. Ni el campo literario ni la figura del escritor deben ser entendidos en términos transhistóricos, es decir, como nociones fijas y estables no sujetas a las contingencias del tiempo y los cambios socioculturales. Como ya indicamos previamente, el campo literario es un espacio voluble ante los cambios impuestos por las condiciones socioculturales y epistemológicas que caracterizan cada época. Bourdieu planteará al respecto que “como producto de una historia, este sistema [del campo literario] no puede disociarse de las condiciones históricas y sociales de su integración” (2002: 17). Teniendo esto en cuenta, es necesario plantear las características de lo que llamaremos “campo literario posmoderno”, destacando los modos y medios de relaciones que se establecen, en el contexto contemporáneo, entre autor, obra, mercado y crítica, relaciones que se ven reflejadas –a la vez que cuestionadas y atacadas– en la cuentística de Patricio Pron.
La vorágine posmoderna
¿Cuáles son las condiciones que definen el campo literario en el que están inmersos los personajes-escritores de Pron? Si los escritores del Boom –y sus personajes-escritores– reaccionaron contra la pérdida del aura literaria, consecuencia de la mercantilización y autonomización del campo literario, algunas propuestas recientes en las que el escritor aparece como material narrativo dan cuenta de una serie de cambios en el campo literario asociados a nuevas condiciones socioculturales vinculadas a la posmodernidad. El personaje-escritor representado en la narrativa de Pron se sitúa en medio del panorama cultural y epistemológico posmoderno, marcado por los imperativos de mercado, la globalización, los mass media, las nuevas tecnologías y la “muerte del sujeto” anunciada por los filósofos contemporáneos. Este personaje-escritor se distancia de las nuevas reglas impuestas por el mercado editorial, se aleja de la luz pública y se niega a convertirse en una marca comercial. Este tipo de personaje rechaza la literatura que se adscribe a estas condiciones y a aquellos escritores que se convierten en figuras mercadeables cuya escritura busca asimilarse a la literatura que es “popular” o demandada por el mercado. Al contrario, estos personajes son escritores casi anónimos, que tienen una visión desencantada y des-romantizada de la vocación literaria y del marco cultural en el que están inmersos. Respecto a estas nuevas condiciones de producción cultural señala Barrera Enderle:
[L]a industria cultural, elucubrada bajo la hegemonía del neoliberalismo o capitalismo tardío, se ha desarrollado de una manera insólita y muchas veces contradictoria, creando nuevas relaciones al interior del sistema literario. Y por sistema literario entiendo la dinámica establecida entre autor, objeto literario, y la difusión y recepción de éste. Pues si bien, el objeto literario (o texto literario) ha conseguido en los últimos tiempos cierta autonomía (ha pasado de ser objeto sagrado en la premodernidad, a juego y ornato en el desarrollo occidental moderno), ahora corre el riesgo de transformarse en producto de mercado (2002: 2).
Los cuentos de Pron funcionan como artefactos críticos que cuestionan el estatus del libro como mercancía y a la institución literaria, sus mecanismos de promoción y legitimación y la idea del escritor como un producto del marketing. Los concursos literarios, las casas editoriales transnacionales, los cada vez más cuestionados círculos académicos, la pérdida de relevancia de la figura del intelectual y las nuevas tecnologías que democratizan, y al mismo tiempo banalizan, la crítica literaria –los blogs y las redes sociales, por ejemplo– conforman una especie de vorágine posmoderna contra la que los personajes-escritores de Pron reaccionan. No se trata de una reacción activa, sino de una especie de revolución silenciosa, que consiste en cierta renuncia al campo editorial –renuncia que jamás puede ser definitiva– y en la búsqueda de una escritura que asuma riesgos, que suponga una ruptura con lo que demanda el mercado editorial.
Estas condiciones tienen mucho que ver con el surgimiento de la posmodernidad como marco epistemológico. Según Fredric Jameson, la emergencia de la posmodernidad “está estrechamente relacionada con la de este nuevo momento del capitalismo tardío consumista o multinacional. (…) sus rasgos formales expresan en muchos aspectos la lógica más profunda de este sistema social en particular” (1998: 37). Jameson también señala que la posmodernidad está definida por “la desaparición del sentido de la historia”, hecho que perfila una especie de suspensión del tiempo en la que la sociedad contemporánea se ve sumida en un “presente perpetuo” (ídem). Reducir algo tan complejo como el fenómeno de la posmodernidad a estos dos rasgos sería pecar de reduccionismo; sin embargo, estos dos factores nos permiten trazar la arquitectura del campo literario posmoderno, un espacio en el que las fuerzas transnacionales que rigen el mercado –los grandes consorcios editoriales– han ganado una fuerza tal que han producido un efecto coercitivo que incide implacablemente en la producción literaria y en su recepción crítica. Dicho de otro modo: a partir de un mercado editorial globalizado, el aspecto lucrativo ha dominado la creación y difusión de la obra literaria, el mercado ha invadido, de una forma inédita, aquellas parcelas del campo literario donde antes el escritor y el crítico gozaban de cierta soberanía. En cuanto a la cuestión del presente perpetuo, esta idea de una suspensión temporal, de un tiempo que se mueve a una velocidad vertiginosa sin generar una sensación de progreso, tiene mucho que ver con el aspecto tecnológico, el segundo rasgo definitorio del campo literario posmoderno: la influencia del internet y las nuevas tecnologías ha provocado una aceleración sin precedentes en cuanto a la recepción de la obra literaria, a la vez que ha generado nuevas formas de lectura –o, más bien, de consumo– que privilegian la satisfacción inmediata por encima de la experiencia dilatada que suponía el acto de lectura en contextos socioculturales anteriores.
Si los escritores del boom vieron amenazada el aura de la literatura en cuanto a que esta, al convertirse en producto de consumo masivo, perdía su capacidad de trascender la esfera de lo textual e influir en el plano de lo real, escritores como Patricio Pron y Rodrigo Fresán también sienten amenazada el aura de la literatura, pero esta vez en cuanto al carácter estético de lo literario. Las nuevas reglas de juego que impone el mercado, ahora erigido como actante de mayor influencia, flexibilizan los límites del campo literario y democratizan la entrada al sistema, en el sentido de que el hecho de publicar empieza a medirse, ya no por el talento del autor o los méritos literarios de la obra, sino por su potencial desempeño económico. En palabras simples: cualquiera puede publicar un libro, cualquiera puede ser leído, cualquiera puede convertirse en una voz autorizada para comentar y difundir la obra. Por supuesto, no puede hablarse en términos tan absolutos y fatalistas. No queremos decir que absolutamente todo lo que se publica hoy en día se da en función del afán lucrativo, ni que el internet sea simplemente un espacio de banalización de lo literario[3]; sin embargo, sí es cierto que, al predominar lo monetario, el mercado global impone una especie de tiranía que rige lo que es publicado y lo que no; lo que es leído y lo que pasa desapercibido; lo que se exhibe en las estanterías y lo que es condenado al polvo de los depósitos; lo que aparece en las listas de libros más vendidos y lo que apenas es difundido tímidamente en internet y en los cada vez más reducidos círculos académicos.
Todo esto crea una serie de brechas entre los escritores que son populares porque siguen las prescripciones del mercado y los escritores que se resisten a someter sus creaciones a las demandas populares[4], y otra brecha entre un público lector carente de criterios propios, guiado por los top ten de las librerías, y un –reducido– público lector más especializado, por lo general cercano al ámbito académico. Podría decirse que “[b]ajo la divisa ‘más títulos al alcance de todos’, el marketing editorial (con)funde autor con obra, y presentación de libros con su reflexión crítica” (Barrera Enderle, ibíd.). El escritor de éxito, en este panorama, es convertido por la industria editorial en una marca comercial, en un “superestrella”, como diría Jean Franco. Sobre esto, señala Bencomo:
[Las editoriales] ponen en marcha una maquinaria publicitaria sofisticada que incluye el compromiso del escritor reconocido a embarcarse en un apretado itinerario de entrevistas, de giras nacionales e internacionales, de presentaciones en librerías, de mantenimiento de blogs; en otras palabras, el escritor y su obra adquieren el perfil de productos dentro de la economía competitiva del mercado acosado por la irrupción incontenible de novedades editoriales (2006: 21).
El personaje-escritor de Pron es lo que Enrique Vila-Matas llamaría un escritor “de la resistencia”, un tipo de autor comprometido con la exploración estética constante, con un sentido de búsqueda y de riesgo lingüístico y narrativo, y con una pretensión de transgredir el horizonte de expectativas del público; un tipo de escritor que se ve desplazado a los márgenes del campo literario y que asume su marginalidad como elemento definitorio de su identidad escénica. Volviendo sobre Bourdieu, es importante rescatar la distinción que hace el teórico francés en cuanto a las distintas naturalezas del proyecto creador. Bourdieu señala que la obra puede responder a dos fuerzas que la moldean: una “necesidad intrínseca” dictaminada por la propia obra, por lo que pretende alcanzar estéticamente, y unas “restricciones sociales”, que “orientan la obra desde afuera” (2002: 17). El proyecto creador del personaje-escritor representado por Pron privilegia, evidentemente, la necesidad intrínseca, y el personaje desdeña a los escritores cuya obra se rige por las restricciones sociales –el gusto impuesto, en este caso, por el mercado y por ciertos sectores críticos que trabajan, también, de acuerdo a una lógica de mercado–. Estas restricciones sociales suscitan una fuerte tendencia hacia lo homogéneo, la estandarización del lenguaje, la explotación de los clichés y lugares comunes y el predominio de la novela de estructura simple como único género válido para “triunfar” en el “macro-mercado de masas” (ídem).
En un cuento titulado “Es el realismo”[5] (2004), Pron ataca estas regulaciones e imposiciones del mercado editorial. En el relato, un escritor, al que el narrador se refiere simplemente como “P” –gesto que denota la condición anónima del escritor y, a su vez, el carácter autoficcional del cuento– decide renunciar a su vocación literaria y emprender un viaje sin itinerario fijo a lo largo de varias ciudades europeas, sin avisar a nadie de su paradero. En París, P se topa con un escritor conocido, ejemplo del escritor de éxito adscrito a las tendencias populares en el mercado editorial, y este encuentro acentúa en P la convicción de la huida del mundo literario, la decisión de renunciar a la escritura. El narrador arguye que P tiene dos razones para abandonar su carrera literaria:
El primer argumento es que deseaba mantener su autonomía como escritor en un marco en el que el reconocimiento –esa forma modesta de fama de la que gozan algunos escritores (…)– está supeditado a continuas concesiones la mar de humillantes: almorzar con A, comentar elogiosamente el libro de D, apoyar como jurado la novela de H, decir puerilidades en el suplemento Ñ. El segundo argumento, secreto e inadmisible incluso en la intimidad, es que P no deseaba regalar a nadie el espectáculo de su tránsito de la condición de escritor joven esperanza de las letras patrias a la triste realidad (Pron, 2013: 121).
El campo literario del que forma parte P es una especie de farsa, un juego cuyas reglas requieren de la renuncia a los ideales morales del escritor y la participación en una serie de rituales de autopromoción y autocomplacencia. El círculo literario al que ha renunciado P no es un espacio crítico y autónomo, sino uno que está supeditado al mercado, a la promoción masiva, y al comentario elogioso dirigido a otros escritores para garantizar ventas y espacios de promoción. P renuncia a participar en un juego que consiste en el intercambio de favores, pero su postura de escritor, su personaje dentro del campo literario, prefiere renunciar también para evitar la más grande de las humillaciones: pasar del estatus de “promesa” literaria al de escritor del montón. La contraparte de P es un novelista de amplio éxito y escaso talento literario, un escritor que ha sabido ganarse el favor de sus colegas, de los críticos y de los editores. El narrador define las diferencias entre P y el novelista: “[M]ientras P se siente cómodo en las formas breves, el novelista prefiere explayarse; ha escrito un libro de quinientas páginas sobre la historia de la inmigración a Argentina de su familia a fines del siglo XIX” (ibíd.: 124). El proyecto “creador” del novelista consiste en una astuta maniobra de adscripción a un producto popular en el mercado: la novela histórica de gran extensión, el tipo de novela que “suele provocar la impresión en los editores crédulos de que la abundancia de páginas reemplaza lícitamente a la de lectores” (ibíd.: 125).
El narrador describe minuciosamente el proceso de consagración del novelista: su paso por talleres provincianos de narrativa, sus reseñas aduladoras en diarios que le ganan el favor de los autores elogiados, la consecución de premios cuyos jurados son escritores que le son cercanos y toda una serie de movimientos que hacen que el novelista pase de la condición de aspirante a escritor a la de autor reconocido, sin la necesidad de una vocación literaria “auténtica” o un proyecto creador novedoso como el que propone P. El cuento se convierte en una plataforma para ironizar respecto al campo literario, para denunciar los vicios y defectos que permiten que un escritor de escaso talento como el novelista triunfe, sea reconocido en el mercado y, por tanto, se convierta en una voz autorizada desde el punto de vista de la crítica. El campo literario posmoderno, regido como está por el mercado, “(con)funde autor con obra” o, en palabras de Bencomo, “identifica al éxito de venta como uno de los criterios de validación de la calidad de una obra o de un autor” (2009: 16): el novelista, al ser una especie de best-seller, se ve automáticamente legitimado para ejercer el oficio de crítico literario, o por lo menos esa versión perversa de la crítica que supone el intercambio de elogios sin fundamento, dictaminado por las necesidades de circulación en el mercado. Al invadir y conquistar el terreno de la crítica, el mercado se vale de ésta para promover las obras que le interesa sean vendidas, por lo que la crítica se ve degradada al estatus de stunt publicitario, de artimaña de mercadeo. Lo que plantea Pron en “Es el realismo” es la marginación del escritor que renuncia a convertirse en celebridad literaria y a promover los intereses editoriales, el desprecio del autor “de verdad” por un sistema en el que escritores como el novelista-antagonista producen –más que “escriben”– obras literarias de acuerdo a las exigencias del público impulsadas por el “macro-mercado”.
Otro de los elementos del sistema contra el que los personajes-escritores de Pron reaccionan es el premio literario. En “Es el realismo” el narrador sostiene que “los premios literarios no son literatura y a menudo ni siquiera se le parecen” (ídem). En otro cuento, titulado “Un jodido día perfecto sobre la tierra” (2013)[6], otro personaje-escritor narra desde adentro, desde la perspectiva del jurado de un concurso, el modus operandi de los certámenes literarios. Los premios literarios, en teoría, suponen instancias relativamente autónomas en las que privan criterios estéticos; sin embargo, detrás los premios literarios, en realidad, hay una serie de intereses extraliterarios que influyen en la decisión de los jurados de premiar una obra por encima de otras, por lo que sería ingenuo pensar que en un concurso, por prestigioso que sea, se premia el “mejor” cuento, novela, ensayo o poema. Bencomo (2006) enfatiza en la diferencia que existe entre las iniciativas privadas y las iniciativas estatales que promueven concursos literarios. Los concursos literarios convocados por factores estatales suelen premiar obras que, de alguna manera, respalden o promuevan los intereses ideológicos del Estado; los certámenes convocados por la industria privada suelen tener, en cambio, una “mayor orientación mercadotécnica” (Bencomo, ibíd.). El cuento de Pron desnuda estos criterios de selección y discriminación que se dan tras las puertas cerradas de las salas de deliberación. El personaje-escritor del relato funge como jurado en un concurso de cuentos de una provincia española, en el que el cuento ganador resulta ser un relato que es elegido no por sus méritos literarios sino por sus descaradas referencias a la localidad española que convocó el certamen:
En una votación de tres contra uno gana el relato titulado «Una melodía para un sueño olvidado», cuyo principal mérito (…) es que la acción tiene lugar durante las fiestas del santo patrono del pueblo que organiza el concurso y el itinerario del protagonista por las calles del pueblo es riguroso y está bien documentado (…). Un tiempo después leerás el mismo cuento para otro concurso de una localidad leonesa: el autor habrá quitado todas las referencias al pueblo del primer concurso y las habrá reemplazado por referencias al pueblo leonés. Si eso es lo que les gusta, pensarás tú entonces y lo seleccionarás de entre la montaña de papel que yace a tus pies, pero en ese momento no lo sabes, de modo que solo puedes pedir que en las actas conste que ha sido un fallo dividido. Esa noche, en la proclamación de los premios, el alcalde elogiará el cuento, que no ha leído, y dirá tres veces que ha sido un fallo unánime porque —todo el mundo lo sabe—los fallos divididos dan mal rollo a los alcaldes (Pron, 2013: pos. 247).
Llama la atención la lógica que rige este concurso literario porque, a pesar de ser promovido por un ente público, la elección del ganador está supeditada a la mercadotecnia: en este caso no se busca promover a un sello editorial, sino al pueblo que convoca el certamen, como si el cuento ganador pudiese usarse como una especie de postal de la localidad. El personaje-escritor se opone a la designación de ese cuento como ganador del concurso, pues su opinión no est�� mediatizada por los intereses turísticos de la localidad; en lugar del cuento que finalmente resulta premiado, el personaje-escritor propone como ganador un cuento que “resulta el mejor que ha leído en décadas”, que “surge de la experiencia”, “es valiente y está bien escrito” y que “se asoma al abismo (…), se asoma a las fauces del puto abismo de la literatura” (ibíd.: pos. 242). La predilección por ese cuento surge también de la identifiación del personaje-escritor con el autor del relato, del cual piensa que es un autor joven cuya experiencia con la escritura le recuerda a la suya propia: una escritura del riesgo, de la individualidad, del “abismo”, que se desliga de la homogeneidad mediocre del resto de los cuentos presentados al concurso:
En España hay muchos concursos, una cantidad incalculable pero que es muy alta y que a ti te da vértigo, y, de la misma manera, hay también una cantidad ininteligible de cuentos dando vueltas, saltando sin fortuna de concurso en concurso como satélites que orbitaran alrededor de un centro invisible que para cada uno de los participantes (…) significa algo diferente: dinero, reconocimiento, una oportunidad para salir del pozo y, tal vez, para algunos, la literatura con mayúsculas; solo que, por una simple regla geométrica, las órbitas nunca tocan el centro, ni siquiera lo rozan, el centro se ríe de ellas y las sujeta a su alrededor con un poder que surge del ansia y la imposibilidad de alcanzarlo y, así, la literatura —la que está viva, la que surge de la desesperación y la ansiedad pero se eleva sobre sí misma hacia la vocación y el reconocimiento—es el centro alrededor del que giran estos cuentos sin poder tocarlo jamás, condenados a no tener siquiera un poco que ver con la literatura, pero fingiéndolo todas las veces (ibíd.: pos. 142).
El cuento propone una serie de cuestiones interesantes respecto al campo literario: se cuestiona la lógica de los premios, en este caso, sobre todo, de los certámenes menores convocados por el Estado y la proliferación de este tipo de premios que promueven, según la óptica del personaje-escritor, la idea de que la literatura es un espacio abierto en el que lo que menos importa es la literatura “que está viva”, sino cumplir con algún horizonte de expectativas. Por otro lado, se critica precisamente esta banalización del ejercicio literario y la legitimación ganada por “autores” que buscan precisamente la vacuidad del reconocimiento y la banalidad del premio en metálico. Resulta también interesante la posición contradictoria que asume el personaje-escritor: por un lado, desdeña los mecanismos que rigen los concursos literarios, y por otro no puede renunciar a ser jurado en ellos: está atrapado en la red de relaciones y protocolos que, como escritor, está obligado por el campo a llevar a cabo.
Como ya señalamos al describir las nuevas condiciones que rigen el campo literario posmoderno, el internet representa uno de sus rasgos más importantes. En “Trofeos de amantes que han partido”[7], Pron elabora lo que podríamos llamar un entramado narrativo cibernético, que tiene que ver con la relación triangular que se establece entre dos aspirantes a escritores y un autor consagrado, al cual uno de los aspirantes admira y el otro desdeña. El primer aspirante –al que el narrador se refiere simplemente como “A”– abre un blog y una serie de cuentas en redes sociales en los que se hace pasar por el escritor consagrado. “A”, dice el narrador, “no lo hace peor de lo que lo haría su propio escritor favorito si este hubiera decidido tener blog o participar de las redes sociales”, pues “ambos medios tienden a uniformar el estilo y a desvirtuar las obvias diferencias existentes entre un escritor profesional y un aspirante a escritor” (Pron, 2013: pos. 873). La atención que recibe el blog permite a “A” sentir que está viviendo una vida de escritor, por lo que deja de concentrarse en su propio proyecto creador y se dedica obsesivamente a escribir en el blog haciéndose pasar por el escritor consagrado. “B”, por su parte, también deja de escribir y se dedica, también de forma obsesiva, a postear insultos en el que cree es el blog del escritor consagrado, quien, mientras tanto, suma varios éxitos en su carrera y no presta demasiada atención a la suplantación de identidad que ha sufrido. El cuento ironiza la capacidad del internet de permitir a las personas vivir un simulacro, una vida virtual, a la vez que cuestiona la presencia de los escritores en la web, pues ésta estandariza el lenguaje y se convierte en una excusa para estériles debates entre anónimos que, como “A” y “B”, dejan de preocuparse por su existencia real.
En este caso, el personaje-escritor –el autor consagrado, el escritor “de verdad”– rehúye de la virtualidad y la simulación, no participa del “diálogo” online, se resiste a “venderse” en los blogs y las redes sociales y a la tiranía de los followers, los views y los me gusta. Su identidad escenográfica dentro del campo literario privilegia lo que la posmodernidad ha convertido en un anacronismo: la idea del escritor cuyo compromiso es con la escritura y la lectura y no con el hashtag, los likes o las entradas de blog. En este cuento, al igual que en los anteriores, el personaje-escritor es representado desde una mirada quizás elitista, aurática; se proyecta una idea del escritor en términos modernos, en resistencia contra la muerte del sujeto y el surgimiento del escritor-marca, aquel condenado a responder a un sistema coercitivo y violento que limita las posibilidades creativas. La cuentística de Pron, podría decirse, subvierte desde su propio lenguaje las reglas del juego impuestas por el sistema. De allí su enorme valor crítico-literario: el hecho de no sólo cuestionar la institución literaria desde lo representado sino hacerlo también a nivel del lenguaje, a través de la confección de textos que hurgan en la lengua, que rompen los horizontes de expectativas y no se conforman con seguir moldes preestablecidos.
Referencias
Avelar, I. (2000). Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Consultado en: http: //www.arte.unicen.edu.ar/download/secretinves t/becas/lusinch/a legorías.pdf.
Barrera Enderle, V. (2002). "Entradas y salidas del fenómeno literario actual o la "alfaguarización" de la literatura hispanoamericana". En Sincronía, n° 1, 2002. Consultado en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3325281&orden= 272990&info=link
Bencomo, A. (2006). "La lógica de los premios literarios: políticas culturales, prestigios literarios y disciplinas de lectura en la época de la literatura transnacional". En Estudios, año 14, n° 28, pp.: 13-29.
_____________ (2009). “Geopolíticas de la novela hispanoamericana contemporánea: en la encrucijada entre narrativas extraterritoriales e internacionales". En Revista de crítica literaria latinoamericana, año 35, n° 69, pp. 33-50.
Bourdieu, P. (2002). Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto. Buenos Aires: Montressor.
Franco, J. (1981). “Narrador, autor, superestrella: la narrativa latinoamericana en la época de la cultura de masas”. En Revista Iberoamericana, N°114-115, pp. 129-148.
Fornet, J. (2005). Nuevos paradigmas en la narrativa latinoamericana. College Park: Latin American Studies Center, University of Maryland.
Jameson, F. (1999). El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998. Buenos Aires: Manantial.
Pron, P. (2013). La vida interior de las plantas de interior [edición de Kindle]. Barcelona (España): Mondadori.
__________ (2012). Trayéndolo todo de regreso a casa. Caracas: Puntocero.
Rodríguez, P. (2016) Entrevista a Patricio Pron, autor de "No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles. Disponible en: www.todoliteratura.es/noticia/10131/ entrevistas/entrevista-a-patricio-pron-autor-de-no-derrames-tus-lagrimas-por-nadie-que-viva-en-estas-calles.html
Zapata, J.M. (2011). “Muerte y resurrección del autor. Nuevas aproximaciones al estudio sociológico del autor”. En Lingüística y literatura. N° 60, pp. 35-58.
Notas
[1] Si bien la fecha de publicación de la novela precede al fenómeno del Boom por más de una década, y la adscripción de Onetti a este fenómeno es bastante cuestionable –Onetti fue una especie de escritor periférico del fenómeno, un escritor “olvidadizo” del Boom, como lo ha definido Rodrigo Fresán– en La vida breve se pone en evidencia el impulso demiúrgico que caracterizó, según Avelar, la narrativa del Boom.
[2] Un catálogo exhaustivo de personajes-escritores tendría que incluir obras como El jardín de al lado (1981), de José Donoso, en la que se exploran las condiciones socioculturales del llamado post-boom, por ejemplo, así como algunas novelas de Vargas Llosa, Bryce Echenique y Ricardo Piglia que también dan cuenta de condiciones similares, ligadas también a las dictaduras y la violencia de estado. Entre las propuestas recientes, sería necesario incluir, entre muchas otras propuestas, a los personajes-escritores de Ricardo Azuaje, Roberto Bolaño, Mario Bellatin, Norberto José Olivar, Rodrigo Fresán y Rodrigo Blanco Calderón, entre otros.
[3] Al contrario, el internet representa un espacio de posibilidades inmensas para autores inéditos, permite difundir nuevas propuestas críticas y llegar a obras y autores que resultan inaccesibles para los medios tradicionales. Se trata, simplemente, de una herramienta cuyo valor no es inherente, sino determinado por su uso.
[4] Por supuesto, existen casos de escritores que gozan, a la vez, de un consenso crítico muy favorable y de una popularidad considerable en el mercado: es el caso de autores como Paul Auster, Enrique Vila-Matas, Haruki Murakami, Milan Kundera o Roberto Bolaño, por ejemplo.
[5] Cuento ganador del Premio Juan Rulfo de Relato en el año 2004 y posteriormente incluido en el volumen de cuentos El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (2010) y en la antología Trayéndolo todo de regreso a casa (2013), que reúne algunos relatos de Pron escritos entre 1990 y 2010.
[6] Cuento incluido en La vida interior de las plantas de interior (2013). Las citas están tomadas de la edición de Kindle.
[7] Cuento incluido en La vida interior de las plantas de interior (2013). Las citas están tomadas de la edición de Kindle.
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Malinowski y el problema de la traducción
Luis D. Bolívar
“Translation is not a matter of words only; it is a matter of making intelligible a whole culture.” Anthony Burgess, Is translation possible?
Umberto Eco (2008) se refería a la traducción como el arte del fracaso. En términos similares, Bronislaw Malinowski[1] planteaba que la traducción es una actividad aparentemente paradójica, dado que su objetivo resulta imposible: el trabajo de traducción no es capaz de traducir palabras de una lengua a otra[2]. Cada lengua está formada por palabras únicas, irrepetibles en su carga semántica y en sus implicaciones socioculturales. A fines prácticos, la traducción sí es capaz de reproducir un mensaje en otra lengua, pero en este tránsito lingüístico es más que probable que las palabras pierdan gran parte de su esencia. Lo traducido se convierte, inevitablemente, en otra cosa: al llevar un texto a una lengua distinta, éste pierde aquello que es inherente a la lengua original, ese espectro de significaciones, usos o capacidad metafórica, sugerente o polisémica que cada palabra tiene en su lengua original[3]. Reflexionando sobre esto, recordé que, hace algún tiempo, me topé en internet con varios artículos sobre palabras y expresiones intraducibles. Antes de entrar directamente a hablar sobre Malinowski y sus disertaciones sobre la traducción, me permito citar algunas palabras que llamaron mi atención por su singularidad y su especificidad: Fernweh (alemán), que se refiere a sentirse “homesick for a place you’ve never been to”; Iktsuaprpok (inuit), cuyo significado tiene que ver con "the frustration of waiting for someone to turn up"; Mamihlapinatapei (del la lengua yagan, de Tierra del Fuego): "a wordless yet meaningful look shared by two people who both desire to initiate something but are both reluctant to start"; 物の哀れ (mono no aware), una expresión japonesa que refiera a "the bittersweetness of a brief and fading moment of transcendent beauty"[4].
Para un hablante de alguna lengua que no sea alguna de las que contienen las palabras citadas previamente será muy difícil entender que existan palabras tan específicas, pero cada lengua tiene palabras de estas características. Incluso se podría llegar a la conclusión, errónea, de que estas palabras son excepciones, anomalías dentro de la lengua, y que no tienen utilidad práctica dentro del habla común. Para entender este tipo de palabras es de gran utilidad pensar la lengua en los términos que establece la hipótesis Sapir-Whorf, es decir, como «“una especie de camino preparado” que puede ser interpretado “como un sistema simbólico de referencia"» (citado por Romero-Figueroa, 2009: 28). Esto nos hace ver que es necesario entender que estas palabras y expresiones son intraducibles en la medida en que encierran visiones del mundo específicas, formas de entender las cosas que se heredan junto con cada lengua. La intraducibilidad ocurre porque cada lengua contiene una manera de ver el mundo, una idiosincrasia particular, una sensibilidad y una forma de pensar propias. Si bien es posible explicar, a través de perífrasis y de forma muy aproximativa, cada una de esas expresiones citadas previamente, aprehender su sentido completo resulta imposible; para ello hace falta no solo aprender cada una de esas lenguas, sino también entrar en relación directa con su contexto y con sus hablantes. Cada lengua es única e intraducible porque, como señala Alfonso Reyes, “una lengua es toda una visión del mundo, y hasta cuando una lengua adopta una palabra ajena suele teñirla de otro modo, con cierta traición imperceptible. Una lengua, además, vale tanto por lo que dice como por lo que calla, y es dable interpretar sus silencios" (Reyes, 2009).
Si la traducción es, entonces, imposible, ¿cuál es la tarea del traductor? Si lo vemos de esta manera, un traductor sería una especie de Sísifo: alguien que, al traducir de una lengua a otra es capaz de aproximarse, pero nunca capaz de llegar a su objetivo a pesar de su esfuerzo; alguien que apenas es capaz de decir casi lo mismo, parafraseando el ensayo de Eco sobre la traducción. Pensemos en una especie de hombre que conoce todas las palabras de todas las lenguas que existen, un personaje digno de un cuento de Borges: ¿Sería este hombre capaz de traducir de una lengua a otra sólo por conocer todas las lenguas? Si esta especie de hombre-diccionario conoce las palabras y las características gramaticales de todas las lenguas, posiblemente podría traducir de una lengua a otra; sin embargo, incluso esta traducción sería precaria, pues las palabras de cada lengua encierran cargas semánticas que están dadas por el contexto, lo que hace que cada lengua posea, además, palabras intraducibles como las señaladas anteriormente[5]. Sobre esto señala Malinowski, en su libro Coral Gardens and their Magic (1935), que: “every language has words which are not translatable, because they fit into its culture and into that only; into the physical setting, the institutions, the material apparatus and the manners and values of a people" (2002: 12). La tarea del traductor implica necesariamente un conocimiento de los códigos culturales y sociales del idioma original, por lo que se trata también de un ejercicio de contextualización, donde la palabra original se adaptará, al ser traducida, a otro código cultural marcado por la lengua. La traducción, por tanto, “must always be the re-creation of the original into something profoundly different (…) it is never a substitution of word for word but invariably the translation of whole contexts" (Malinowski, 2002: 11; cursivas mías).
El hombre-diccionario que nos imaginamos fracasará inevitablemente en su intento de traducir un texto si desconoce su contexto. La lengua no es aprehensible por los diccionarios o los libros de gramática; estos sirven como guía, por supuesto, pero para aprender una lengua y ser capaz de llevar a cabo este trabajo de traducción de contextos es necesario también vivir la lengua, entenderla en su dimensión social y cultural. Como recuerda Malinowski, incluso un diccionario barato nos permitirá comunicarnos en situaciones cotidianas intrascendentes, pero no aprender correctamente una lengua, traducir textos o comunicarnos de manera profunda con un hablante de esa lengua[6].
La imposibilidad de la traducción, su condición paradójica, se da en el sentido de que no es posible llevar a cabo una equivalencia correcta entre una lengua y otra, es decir, pretender calcar todo el espectro de posibilidades de una palabra en una lengua distinta es imposible, porque cada palabra tiene su rango particular de significados y modos de empleo. Cada palabra está cargada de la realidad cultural que define la lengua a la cual pertenece[7]. De allí la importancia del método de estudio llevado a cabo por Malinowski: la observación participante. Entrar en el contexto situacional y participar de él permite al investigador aprender y comprender la lengua en su dimensión de uso, entrar en relación directa con su objeto de estudio y de esta forma estudiar el modo en el que las personas hablan realmente dicha lengua. Como señala Malinowski, a mayor diferencia y distancia entre una cultura y otra, mayor dificultad hay en el proceso de traducción: “When the beliefs, scientific views, social organisation, morality and material outfit are completely different, most of the words in one language cannot be even remotely paralleled in the other"[8] (Malinowski, 2012: 14). Por ello, la traducción “must always be based on a unification of cultural context" (íbidem). Traducir implica, por tanto, un trabajo mucho más profundo que la simple reproducción de textos en lenguas distintas a la original; implica un esfuerzo por traducir no sólo palabras sino también, en la medida de las posibilidades de la lengua, traducir culturas. Desenvolverse en el contexto de la lengua, establecer diálogos con sus hablantes nativos, entenderla teniendo cerca los referentes de su entorno, las instituciones de su cultura, la naturaleza de su geografía, es la única manera de captar la lengua profundidad, pero incluso un acercamiento etnográfico como el de Malinowski impide aprender una lengua ajena en su totalidad, porque desde un principio, como hablantes nativos de otra lengua, entendemos los demás idiomas imbuidos de nuestra lengua madre. No podemos evitar traducir automáticamente apenas entramos en contacto con lenguas distintas. Somos traductores por naturaleza.
Referencias
Burgess, A. (1984). Is translation possible? Translation: The Journal of Literary Translation XII [consultado en línea].
Eco, U. (2008). Decir casi lo mismo. Barcelona: Lumen.
Malinowski, B. (2002). Coral Gardens and their Magic. New York: Routledge [consultado en línea].
Reyes, A. (2009). La experiencia literaria. Madrid: Fundación Banco Santander.
Romero-Figueroa, A. (2009). La lingüística en los albores del tercer milenio. Material de lectura obligatoria para los alumnos de la asignatura Historia de la Lingüística II, Quinto año, recopilado, adaptado y organizado por el profesor Andrés Romero-Figueroa.
[1] Bronislaw Malinowski (1884-1942). Antropólogo polaco-británico, considerado el fundador de la corriente antropológica del funcionalismo. Dio enorme importancia al trabajo de campo, desarrollando el método de la observación participante. Sus trabajos etnográficos, como los realizados en las Islas Trobriand, se relacionaron con aspectos lingüísticos. Entre sus obras más importantes destacan Argonauts of the Western Pacific (1922) y Coral Gardens and Their Magic (1935) (Romero-Figueroa, 2009)
[2] Sostiene Malinowski: "Let me start with the plain and absolutely true proposition that the words of one language are never translatable into another" (2002: 11).
[3] Eco plantea la traducción como un fenómeno de “negociación”, en el que el traductor debe inevitablemente negociar con el texto para llevarlo de una lengua a otra. Esa negociación implica que el traductor acepte una “pérdida” para poder ganar algo a cambio, esto es, lograr que el texto sea llevado a esa otra lengua, con todas las limitaciones que esto implica (Eco, 2008: 25-26).
[4] Una de estas publicaciones se titula “30 Untranslatable Words From Other Languages Illustrated By Anjana Iyer”, y se encuentra alojada en la web www.boredpanda.com.
[5] "Words do not live in a sort of super-dictionary, nor in the ethnographer’s notebook. They are used in free speech, they are linked into utterances and these utterances are linked up with the other human activities and the social and material environment" (Malinowski, 2002: 22).
[6] Al respect señala Malinowski: “Were we to aim merely at achieving some approximate indication of correspondence between two words, sufficient to order a meal (...) or ask our way into the street, then even the linguistic instruction supplied on a few pages of our Baedecker, certainly cheap pocket dictionary (...) will give adequate translations. But if in our scientific analysis we define words as devices used in a number of verbal and situational contexts, then translation must be defined as the supplying of equivalent devices and rules. This makes our point clearer: there is no simple equivalence between two languages ever to be found which could be used right through…” (2002: 13)
[7] Malinowski habla de un contexto de realidad cultural, definido como "the material equipment, the activities, interests, moral and aesthetic values with which the words are correlated". Este contexto, según el lingüista, es análogo al contexto del habla.
[8] No quiere decir esto que la traducción sea sencilla si se trata de lenguas de culturas cercanas. Advierte Malinowski que "even when two cultures have much in common, real understanding and the establishment of a community of linguistic implements is always a matter of difficult, laborious and delicate readjustment".
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Los no límites de lo real: incidencias de lo fantástico en la noción de realidad en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Haruki Murakami
Luis D. Bolívar
Murakami y el acecho de la otra realidad: a modo de introducción
Haruki Murakami (Kioto, 1949) es el autor japonés más leído y traducido en la actualidad. Su obra narrativa, comprendida por 13 novelas y varios libros de cuentos, se caracteriza por la presencia elementos inverosímiles, sucesos fantásticos, mundos paralelos, atmósferas oníricas, introspección, violencia y erotismo. El lector que se enfrenta por primera vez al mundo ficcional de Murakami experimentará, probablemente, la incertidumbre que supone la irrupción de lo sobrenatural, de lo imposible y de lo ominoso en un mundo aparentemente normal y cotidiano. Uno de los rasgos fundamentales de la poética del autor japonés es, sin duda, el juego de realidades que se da en la mayor parte de sus novelas y relatos. La normalidad de un mundo ficcional que se mueve al compás del tedio se ve constantemente amenazada, irrumpida, rasgada o cuestionada por eventos que rompen con la lógica y la coherencia interna del mundo racional. En este sentido, la narrativa de Murakami puede ser clasificada con la siempre problemática etiqueta de literatura fantástica. David Roas establece que la literatura fantástica es «el único género literario que no puede funcionar sin la presencia de lo sobrenatural[1]» (2001: 8); sin embargo, para que el relato sea considerado dentro de la literatura fantástica, lo sobrenatural debe darse en «un espacio similar al que habita el lector, un espacio que se verá asaltado por un fenómeno que trastornará su estabilidad» (ídem).
Precisamente esto es lo que ocurre en la narrativa de Murakami: sus relatos no se dan en mundos imaginarios llenos de monstruos y criaturas mágicas, sino en los espacios reconocibles del Japón contemporáneo. Sus personajes suelen ser japoneses promedio, inmersos en la monotonía de la vida diaria de las grandes ciudades. Sin embargo, la estabilidad del mundo se ve violentada por la irrupción de lo sobrenatural, y de un momento a otro los personajes se ven arrastrados fuera de la monotonía para enfrentarse a la experiencia inefable que supone el contacto con lo fantástico. Así, el lector pasa de escenas en las que los personajes cocinan pasta, hacen ejercicio o se lavan los dientes –descritas con una minuciosidad a veces exasperante–, a otras en las que aparecen gatos parlantes, prostitutas mentales, lectores de sueños, personajes que se desvanecen, transformaciones físicas imposibles y todo tipo de hechos inexplicables que trastornan los presupuestos lógico-racionales de la modernidad. De esta forma, en la narrativa de Murakami se evidencia que lo fantástico «existe en una relación simbiótica o parásita con lo real. Lo fantástico no puede existir en forma independiente de ese mundo “real” al que parece encontrar finito en un grado frustrante» (Jackson, 1986: 18)[2].
Lo fantástico en la obra narrativa de Murakami permite al personaje –y al lector– vislumbrar un espacio de la realidad que queda fuera de la cartografía del mundo esbozada por el pensamiento racional. Murakami problematiza la realidad; en Kafka en la orilla, una de sus novelas más interesantes, queda latente este interés del escritor japonés por la idea de una realidad otra: «Junto al mundo que habitamos existe otro mundo paralelo. Hasta cierto punto es posible penetrar en él y regresar después sano y salvo» (Murakami, 2008: 536). Partiendo desde diversos postulados teóricos que plantean lo fantástico como una segunda realidad alternativa a la realidad «objetiva», analizaremos cómo se da lo fantástico en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1994), y de qué manera esta irrupción de lo fantástico trastorna o problematiza la concepción de lo real.
Lo fantástico en retrospectiva
Una revisión exhaustiva de la historia de la literatura fantástica y de sus distintas perspectivas teóricas requeriría un trabajo de gran magnitud. Lo que nos proponemos en este apartado es poner lo fantástico en perspectiva de manera muy breve, para, así, dar piso a las nociones teóricas que nos servirán para nuestro análisis. En la introducción a su Antología de la literatura fantástica –compilada junto a Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo–, Adolfo Bioy Casares sostiene que «Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras» (1977: 7). Esta afirmación es peligrosa, pues Bioy parece incluir dentro de lo fantástico narraciones orales, de carácter religioso y de muy distintos contextos culturales. Más adelante aclara, sin embargo, que la literatura fantástica «aparece en el siglo XIX y en el idioma inglés» (ídem). Esta afirmación es mucho más precisa, y nos permite entender lo fantástico dentro de un contexto histórico y cultural muy concreto y delimitado. El consenso crítico sitúa lo fantástico en este mismo contexto histórico: lo fantástico surge entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, en principio, como reacción al pensamiento racional ortodoxo impuesto por los pensadores de la Ilustración. La literatura fantástica que surge en este período busca crear un espacio para todo aquello que escapa a la razón y, por tanto, es desechado por esta. Es necesario, entonces, entender la literatura fantástica como un género subversivo (Jackson, 1986: 12), que surge de la modernidad para cuestionar sus presupuestos. Así, pues, las narraciones decimonónicas sobre castillos embrujados, fantasmas, metamorfosis, seres inmortales y criaturas impensadas inauguran el género fantástico, con el que se pretende «iluminar una zona de lo humano donde la razón está condenada a fracasar» (Roas, 2001: 9), una zona que responde más bien a la imaginación, a la intuición y a la aceptación de la finitud propia del hombre y su incapacidad para comprenderlo todo.
Ya en el siglo XX, el interés crítico por la literatura fantástica ha generado gran variedad de aproximaciones teóricas a lo fantástico. Roger Caillois, por ejemplo, delimita la literatura fantástica, distinguiéndola de los cuentos de hadas[3]. Tzvetan Todorov, por otro lado, en su Introducción a la literatura fantástica (1970), también delimita lo fantástico, separándolo de dos géneros «vecinos»: lo extraño y lo maravilloso. En términos generales, según Todorov, lo fantástico está determinado por la «sangre fría del lector», y no es más que un instante de «vacilación» en el que el lector debe decidir si el suceso fantástico narrado tiene una explicación racional (lo que enmarcaría el texto dentro de lo «extraño»), o, si escapa de lo racional, este suceso entraría en un orden racional de una realidad distinta, la de lo maravilloso (2001: 48). De esta forma, Todorov plantea una definición problemática de lo fantástico, pues lo reduce a algo efímero y extremadamente subjetivo, a un momento de incertidumbre que al final se resuelve en algo que deja de ser fantástico.
Las nociones teóricas planteadas por autores como Caillois y Todorov han sido de vital importancia para los estudios sobre el género fantástico. Sin embargo, su aplicación al estudio de autores contemporáneos resulta inadecuada, por no decir anacrónica[4]. Para nuestro análisis recurriremos a propuestas más recientes, que trascienden el interés por lo estructural y consideran lo fantástico desde otras perspectivas ligadas a lo filosófico y lo lingüístico.
Nuevas perspectivas de lo fantástico
Si lo fantástico tradicional busca crear un espacio para los «mundos sumergidos de lo innombrable» (Bravo, 2008: 22), es decir, iluminar todo aquello que escapa a la razón, evidenciar lo sobrenatural o al menos sugerir su existencia, lo fantástico contemporáneo busca más bien «postular la posible anormalidad de la realidad» (Roas, 2001: 37). En textos fantásticos como los de Murakami, la realidad se problematiza al quedar en evidencia su indeterminación y, por tanto, toda su potencialidad; la concepción binaria del mundo que implica la división entre lo «real» y lo «irreal» pierde sentido. Nandorfy señala que:
En lugar de dividir la experiencia en «real», «irreal» y un «intermedio indeterminado», cabe afirmar que la realidad incluye niveles de experiencia diferentes. Por esa vía, el inconsciente y lo irracional –o arracional– no existen solamente como fuerzas antisociales o antirreales, sino como unos modos de ser legítimos en la infinita variedad de posibilidades que la indeterminación del lenguaje pone de manifiesto (2001: 257).
En la literatura contemporánea lo fantástico ya no se opone a lo «real», sino que forma parte de la experiencia del sujeto en el mundo. Sin embargo, el sujeto que experimenta esta realidad «enriquecida» por lo fantástico, como la denomina Nandorfy, no cuenta con el lenguaje para referirse a esta experiencia. Al respecto señala Bozzetto que
En lo Fantástico, se trata de tematizar la imposibilidad de dar forma a la alteridad. Lo «otro posible» ya no es la sugestión, sino la imposible figuración de lo «otro que sin embargo está ahí». Para triunfar en esta apuesta, el texto fantástico pone en marcha todo un conjunto de procedimientos: compone un universo tal que el lector no pueda darle un sentido satisfactorio. Toda tentativa para dar un sentido tiene como efecto hacer aparecer ambigüedades, incongruencias, rasgaduras en el tejido de los enunciados o entre el enunciado y su instancia enunciativa. Lo Fantástico parece construirse para deconstruir toda representación, para callar aquello que se supone que hay que decir (2001: 227).
Para analizar las implicaciones de lo fantástico en la obra de Murakami, las características planteadas por Jaime Alazraki sobre lo «neofantástico» también son de gran utilidad. No quiere decir esto, sin embargo, que consideremos o no como «neofantástico» la obra del escritor japonés; no es este el espacio para entrar en discusiones genéricas. Como ya hemos adelantado en páginas anteriores, la diferencia entre lo fantástico tradicional y lo fantástico contemporáneo, o neofantástico según Alazraki, radica principalmente en su relación con lo real:
[S]i lo fantástico asume la solidez del mundo real -aunque para «poder mejor devastarlo», como decía Caillois-, lo neofantástico asume el mundo real como una máscara, como un tapujo que oculta una segunda realidad que es el verdadero destinatario de la narración neofantástica. La primera se propone abrir una «fisura» o «rajadura» en una superficie sólida e inmutable; para la segunda, en cambio, la realidad es (…) una superficie llena de agujeros como un colador y desde cuyos orificios se [puede] atisbar, como en un fogonazo, esa otra realidad (2001: 276).
Una segunda diferencia entre estos dos modos de representar lo fantástico tiene que ver con el efecto que causan: lo fantástico tradicional apunta al miedo; lo neofantástico busca produce inquietud, pero más allá de esto se trata de «metáforas que buscan expresar atisbos, entrevisiones o intersticios de sinrazón que escapan o se resisten al lenguaje de la comunicación, que no caben en las celdillas construidas por la razón» (Alazraki, 2001: 277). Estás metáforas, además, «corresponde[n] a la visión y descripción de esos agujeros en nuestra percepción causal de la realidad» (ibíd.: 278).
Crónica del pájaro que da cuerda al mundo: los no-límites de la realidad
En las primeras páginas de Crónica que da cuerda al mundo (1994) hay un ambiente de aparente estabilidad: Tooru Okada, narrador en primera persona y arquetipo por excelencia (o por mediocridad) del héroe murakamiano, acaba de dejar su empleo, y junto a su esposa, Kumiko, lleva una vida apacible: ella trabaja y él se dedica a las labores domésticas mientras decide qué hacer respecto a su futuro. Pasa los días cocinando, encargándose de la limpieza, escuchando música y leyendo. Hasta ahora no hay signos de inestabilidad; pero lo cotidiano poco a poco va perdiendo sentido y comienzan a suceder uno tras otro cambios en su vida. Su gato desaparece, aparecen a su alrededor personajes extraños e inverosímiles y finalmente es abandonado por su esposa, perdiendo de esta forma su único vínculo con el mundo exterior. Es en este punto que esa primera realidad, la realidad «objetiva», comienza a resquebrajarse y a mostrar intersticios que permiten vislumbrar esa segunda realidad más profunda, no limitada por las leyes racionales. A continuación analizaré algunos de los hechos que, en el transcurso de la novela, alteran el orden de la primera realidad y permiten vislumbrar la segunda.
Un lugar común de la crítica en relación a Murakami tiene que ver con la relación que se da en su narrativa entre el sueño y la vigilia[5]. En Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, sueño y vigilia no se responden a una oposición binaria entre lo «real» y lo «irreal»; al contrario, ambos estados forman parte de la realidad, en el sentido de que lo que ocurre en el sueño incide en el estado de vigilia. No se trata de premoniciones o de anticipaciones; lo que ocurre es que se borra la frontera entre ambos estados y el sueño se vuelve, literalmente, parte de la realidad. En el capítulo 9 de la primera parte de la novela[6], Okada sueña que mantiene relaciones sexuales con Creta Kanoo, la hermana de una adivina estrafalaria contratada por su mujer para encontrar al gato perdido. En el sueño, un «hombre sin rostro» guía a Okada a la habitación 208 de un hotel, donde Creta Kanoo le espera (Murakami, 2009: 150). Lo que en principio representa simplemente un sueño erótico extremadamente vívido es revelado más adelante como un suceso fantástico: en el capítulo 9 de la segunda parte de la novela, Kanoo revela a Okada que, en efecto, mantuvieron relaciones sexuales en la mente de Okada: «No tuvimos relaciones reales. Cuando usted eyaculó, no lo hizo dentro de mi cuerpo, sino en su mente (…) Era una conciencia creada. Pero después de todo, nosotros tenemos en común la conciencia de haber mantenido relaciones el uno con el otro» (2009: 299).
La experiencia del sueño, un sueño compartido con otra persona, trasciende el inconsciente y se instaura en el mundo como parte de la realidad. La respuesta de Okada no es de miedo o de desconcierto, sino de aceptación de un suceso imposible según la lógica: «Era una historia extravagante. Pero ella había descrito a la perfección la escena del sueño» (ídem). Para Creta Kanoo el episodio es aún menos sorprendente: «Antes era prostituta de la carne, ahora lo soy de la mente» (Murakami, 2009: 300). Es el lector quien se siente perturbado por esta transgresión a la normalidad.
En un punto más avanzado de la trama, Okada decide bajar al fondo de un pozo para meditar sobre su vida y para reflexionar sobre por qué su esposa lo abandonó. En el fondo del pozo, en medio de la oscuridad total, Okada vuelve a soñar con la habitación 208, solo que esta vez «no fue un sueño. Era algo que tomaba la forma de un sueño» (2009: 338). Esta segunda experiencia en el hotel resulta más siniestra que la anterior. En principio, Okada presencia en el lobby del hotel un discurso pronunciado por Noboru Wataya, su cuñado y especie de antagonista de la novela. Wataya sostiene, entre otras cosas que «lo importante es seguir la raíz del deseo. Cavar en el terreno de esa complejidad que llamamos lo real» (2009: 339). El discurso perturba a Okada: «Él simulaba dirigirse al mundo entero, pero en realidad me hablaba sólo a mí. Y tenía algún motivo terriblemente retorcido para hacerlo» (ídem). Más adelante se topa con el mismo hombre sin rostro de la experiencia anterior, solo que esta vez no está allí para guiarlo, sino para impedirle el paso, o al menos advertirlo de no continuar: «Si sigue usted avanzando, ya no podrá volver atrás. ¿No le importa?» (2009: 340). Okada omite la advertencia y sigue su camino hacia la habitación 208, en la que esta vez no lo espera Creta Kanoo, sino la misma mujer anónima que, al principio de la novela, hace varias llamadas telefónicas de carácter erótico a Okada, al que pide además averiguar su nombre. Okada y la mujer misteriosa mantienen una conversación breve en la que éste le pide a la mujer que le proporcione alguna respuesta al enigma de su esposa. Sin embargo, la conversación es interrumpida, alguien golpea la puerta produciendo un sonido que «en la oscuridad tenía una resonancia siniestra» (2009: 345); poco antes, la mujer había advertido a Okada que «si aquel hombre te encuentra aquí, tendríamos problemas. Él es mucho más peligroso de lo que crees. Podría matarte» (ídem).
Al no tratarse esta vez de un sueño, la experiencia no termina, como la vez anterior, con el despertar de Okada. Esta vez, Okada y la mujer atraviesan una pared para escapar de la amenaza que suponen los golpes en la puerta: «[la pared] era fría y viscosa como una gelatina[7] (…) Estaba atravesando la pared (…) Y me parecía la cosa más natural del mundo (…) Cuando abrí los ojos, estaba en el otro lado…, en el fondo de un pozo profundo» (2009: 346). Al atravesar la «pared» y volver al pozo, Okada siente «un intenso calor en [la] mejilla derecha. Una sensación extraña. No era dolor. Sólo la percepción de que allí había calor. Ni siquiera pude discernir si procedía del exterior o se generaba dentro de mí» (ídem). Al salir del pozo y verse en el espejo, Okada se da cuenta de que tiene una mancha de nacimiento en el punto de su cara donde siente irradiar el calor.
La experiencia de atravesar de la realidad profunda a la realidad superficial no solo ha desestabilizado las leyes físicas que rigen el mundo, también han dejado una marca física en el cuerpo de Okada. Lo fantástico se concreta en algo visible, incuestionable, un cambio físico inexplicable. Okada sostiene que la mancha «quizá fuera el estigma que me había dejado aquel extraño sueño o fantasía. A través de él me decían: “Aquello no fue un simple sueño. Fue algo que sucedió en realidad”» (2009: 397). La realidad superficial plantea la imposibilidad física de atravesar paredes y desplazarse a otros lugares en cuestión de segundos. La realidad profunda admite esta posibilidad. La mancha representa para Okada un símbolo que indica que el espectro de lo posible se ha expandido. Este hecho evidencia lo que Bozzetto denomina la «estrategia metonímica» del texto fantástico (2001: 234)[8].
A modo de conclusión
En la tercera parte de la novela –mucho más ambigua y caótica que las dos anteriores–, Tooru Okada vuelve a atravesar hacia la realidad profunda, vuelve a pisar la habitación 208 de un hotel que existe en un lugar y de una forma que el personaje no alcanza a comprender (tampoco el lector). En esa tercera visita se entera, a través de la televisión, que su cuñado y enemigo ha sido golpeado hasta quedar en coma por un hombre cuya descripción física corresponde inequívocamente a la suya. Posteriormente, en un nuevo encuentro con la mujer misteriosa, interroga a ésta sobre la naturaleza del lugar –o no-lugar– en el que se encuentran, a lo que la mujer responde: «Has venido varias veces aquí, además has encontrado el medio para llegar. Sobrevives aquí. Debes saber muy bien qué lugar es éste» (Murakami, 2009: 871). La conversación es interrumpida por los mismos golpes ominosos del primer encuentro, aunque esta vez Okada decide enfrentar el peligro. Golpea al hombre que irrumpe en la habitación hasta dejarlo inconsciente, quizás muerto. Al atravesar nuevamente la pared hacia la realidad superficial, Okada se entera de que su cuñado ha sufrido un derrame cerebral. Tanto el lector como el personaje sólo pueden arrojarse a la interpretación para concatenar los hechos e interpretar la naturaleza del lugar.
Los fragmentos analizados de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo ponen en evidencia la capacidad de lo fantástico para sugerir capas de realidad que yacen bajo la realidad cognoscible trazada por el pensamiento racional. En la literatura fantástica, «el texto se calla, pero ese silencio o ausencia es, frecuentemente, su más poderosa declaración» (Alazraki, 2001: 278-279). Pero esta ausencia no es simplemente negatividad, es potencialidad que sugiere algo que está más allá. En nuestro caso de estudio, quizás la habitación 208, el pozo, la mancha de nacimiento de Okada y el resto de elementos fantásticos que indican lo que no puede decirse sean «estrategias metonímicas», como señala Bozzetto, o «metáforas epistemológicas», término de Alazraki. Lo cierto es que estos elementos fantásticos ensanchan el espectro de posibilidades de lo real, e inciden en el lector en cuanto a que lo llevan a considerar la idea de una realidad ilimitada. Lo fantástico funciona como una fantasmagoría de lo impensable: a través de la escritura se hace posible proyectar, así sea de manera vaga e imprecisa, esas capas que, intuimos, son latentes bajo nuestra realidad.
[1] Roas define lo sobrenatural como «aquello que transgrede las leyes que organizan el mundo real, aquello que no es explicable, que no existe según dichas leyes» (2001: 8).
[2] En términos similares, Roas plantes que: «lo fantástico (…) está inscrito permanentemente en la realidad, pero a la vez se presenta como un atentado contra esa misma realidad que lo circunscribe» (2001: 25).
[3] «El mundo de las hadas es un universo maravilloso que se añade al mundo real sin atentar contra él ni destruir su coherencia. Lo fantástico, al contrario manifiesta un escándalo, una rajadura, una irrupción insólita, casi insoportable en el mundo real» (Caillois, 1970: 10).
[4] Hay que recordar que Todorov llega a decir que la literatura fantástica se vuelve inútil con la aparición del psicoanálisis, ignorando a un grupo importantísimo de autores del siglo XX que renuevan el género.
[5] En un artículo sobre Murakami publicado en El País, Rodrigo Fresán sostiene que la narrativa del japonés «posee la textura imposible pero verosímil de los mejores sueños». También Matthew Carl Strecher, probablemente el crítico más importante de la obra de Murakami, se encarga de estudiar, en su libro The Forbidden Worlds of Haruki Murakami (2014), ese juego entre sueño y vigilia que se da constantemente en las páginas del escritor japonés.
[6] La novela está dividida en tres partes.
[7] Este fragmento permite ilustrar lo que sostiene Roas sobre la imposibilidad de transmitir a través del lenguaje la experiencia fantástica: «[El narrador del relato fantástico] no puede hacer otra cosa que utilizar recursos que hagan lo más sugerente posible sus palabras (comparaciones, metáforas, neologismos), tratando de asemejar tales horrores a algo real que el lector pueda imaginar» (2001: 29).
[8] «La metonimización instala la alteridad como PRESENCIA. La ceguera de la mirada no implica la presencia de lo vacío, sugiere más bien, a pesar de la imposibilidad de darle forma, la presencia de lo OTRO» (Bozzetto, 2001: 235). Los no límites de lo real: incidencias de lo fantástico en la noción de realidad en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Haruki Murakami Luis D. BolívarMurakami y el acecho de la otra realidad: a modo de introducciónHaruki Murakami (Kioto, 1949) es el autor japonés más leído y traducido en la actualidad. Su obra narrativa, comprendida por 13 novelas y varios libros de cuentos, se caracteriza por la presencia elementos inverosímiles, sucesos fantásticos, mundos paralelos, atmósferas oníricas, introspección, violencia y erotismo. El lector que se enfrenta por primera vez al mundo ficcional de Murakami experimentará, probablemente, la incertidumbre que supone la irrupción de lo sobrenatural, de lo imposible y de lo ominoso en un mundo aparentemente normal y cotidiano. Uno de los rasgos fundamentales de la poética del autor japonés es, sin duda, el juego de realidades que se da en la mayor parte de sus novelas y relatos. La normalidad de un mundo ficcional que se mueve al compás del tedio se ve constantemente amenazada, irrumpida, rasgada o cuestionada por eventos que rompen con la lógica y la coherencia interna del mundo racional. En este sentido, la narrativa de Murakami puede ser clasificada con la siempre problemática etiqueta de literatura fantástica. David Roas establece que la literatura fantástica es «el único género literario que no puede funcionar sin la presencia de lo sobrenatural[1]» (2001: 8); sin embargo, para que el relato sea considerado dentro de la literatura fantástica, lo sobrenatural debe darse en «un espacio similar al que habita el lector, un espacio que se verá asaltado por un fenómeno que trastornará su estabilidad» (ídem). Precisamente esto es lo que ocurre en la narrativa de Murakami: sus relatos no se dan en mundos imaginarios llenos de monstruos y criaturas mágicas, sino en los espacios reconocibles del Japón contemporáneo. Sus personajes suelen ser japoneses promedio, inmersos en la monotonía de la vida diaria de las grandes ciudades. Sin embargo, la estabilidad del mundo se ve violentada por la irrupción de lo sobrenatural, y de un momento a otro los personajes se ven arrastrados fuera de la monotonía para enfrentarse a la experiencia inefable que supone el contacto con lo fantástico. Así, el lector pasa de escenas en las que los personajes cocinan pasta, hacen ejercicio o se lavan los dientes –descritas con una minuciosidad a veces exasperante–, a otras en las que aparecen gatos parlantes, prostitutas mentales, lectores de sueños, personajes que se desvanecen, transformaciones físicas imposibles y todo tipo de hechos inexplicables que trastornan los presupuestos lógico-racionales de la modernidad. De esta forma, en la narrativa de Murakami se evidencia que lo fantástico «existe en una relación simbiótica o parásita con lo real. Lo fantástico no puede existir en forma independiente de ese mundo “real” al que parece encontrar finito en un grado frustrante» (Jackson, 1986: 18)[2].Lo fantástico en la obra narrativa de Murakami permite al personaje –y al lector– vislumbrar un espacio de la realidad que queda fuera de la cartografía del mundo esbozada por el pensamiento racional. Murakami problematiza la realidad; en Kafka en la orilla, una de sus novelas más interesantes, queda latente este interés del escritor japonés por la idea de una realidad otra: «Junto al mundo que habitamos existe otro mundo paralelo. Hasta cierto punto es posible penetrar en él y regresar después sano y salvo» (Murakami, 2008: 536). Partiendo desde diversos postulados teóricos que plantean lo fantástico como una segunda realidad alternativa a la realidad «objetiva», analizaremos cómo se da lo fantástico en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1994), y de qué manera esta irrupción de lo fantástico trastorna o problematiza la concepción de lo real. Lo fantástico en retrospectiva Una revisión exhaustiva de la historia de la literatura fantástica y de sus distintas perspectivas teóricas requeriría un trabajo de gran magnitud. Lo que nos proponemos en este apartado es poner lo fantástico en perspectiva de manera muy breve, para, así, dar piso a las nociones teóricas que nos servirán para nuestro análisis. En la introducción a su Antología de la literatura fantástica –compilada junto a Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo–, Adolfo Bioy Casares sostiene que «Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras» (1977: 7). Esta afirmación es peligrosa, pues Bioy parece incluir dentro de lo fantástico narraciones orales, de carácter religioso y de muy distintos contextos culturales. Más adelante aclara, sin embargo, que la literatura fantástica «aparece en el siglo XIX y en el idioma inglés» (ídem). Esta afirmación es mucho más precisa, y nos permite entender lo fantástico dentro de un contexto histórico y cultural muy concreto y delimitado. El consenso crítico sitúa lo fantástico en este mismo contexto histórico: lo fantástico surge entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, en principio, como reacción al pensamiento racional ortodoxo impuesto por los pensadores de la Ilustración. La literatura fantástica que surge en este período busca crear un espacio para todo aquello que escapa a la razón y, por tanto, es desechado por esta. Es necesario, entonces, entender la literatura fantástica como un género subversivo (Jackson, 1986: 12), que surge de la modernidad para cuestionar sus presupuestos. Así, pues, las narraciones decimonónicas sobre castillos embrujados, fantasmas, metamorfosis, seres inmortales y criaturas impensadas inauguran el género fantástico, con el que se pretende «iluminar una zona de lo humano donde la razón está condenada a fracasar» (Roas, 2001: 9), una zona que responde más bien a la imaginación, a la intuición y a la aceptación de la finitud propia del hombre y su incapacidad para comprenderlo todo. Ya en el siglo XX, el interés crítico por la literatura fantástica ha generado gran variedad de aproximaciones teóricas a lo fantástico. Roger Caillois, por ejemplo, delimita la literatura fantástica, distinguiéndola de los cuentos de hadas[3]. Tzvetan Todorov, por otro lado, en su Introducción a la literatura fantástica (1970), también delimita lo fantástico, separándolo de dos géneros «vecinos»: lo extraño y lo maravilloso. En términos generales, según Todorov, lo fantástico está determinado por la «sangre fría del lector», y no es más que un instante de «vacilación» en el que el lector debe decidir si el suceso fantástico narrado tiene una explicación racional (lo que enmarcaría el texto dentro de lo «extraño»), o, si escapa de lo racional, este suceso entraría en un orden racional de una realidad distinta, la de lo maravilloso (2001: 48). De esta forma, Todorov plantea una definición problemática de lo fantástico, pues lo reduce a algo efímero y extremadamente subjetivo, a un momento de incertidumbre que al final se resuelve en algo que deja de ser fantástico. Las nociones teóricas planteadas por autores como Caillois y Todorov han sido de vital importancia para los estudios sobre el género fantástico. Sin embargo, su aplicación al estudio de autores contemporáneos resulta inadecuada, por no decir anacrónica[4]. Para nuestro análisis recurriremos a propuestas más recientes, que trascienden el interés por lo estructural y consideran lo fantástico desde otras perspectivas ligadas a lo filosófico y lo lingüístico.Nuevas perspectivas de lo fantástico Si lo fantástico tradicional busca crear un espacio para los «mundos sumergidos de lo innombrable» (Bravo, 2008: 22), es decir, iluminar todo aquello que escapa a la razón, evidenciar lo sobrenatural o al menos sugerir su existencia, lo fantástico contemporáneo busca más bien «postular la posible anormalidad de la realidad» (Roas, 2001: 37). En textos fantásticos como los de Murakami, la realidad se problematiza al quedar en evidencia su indeterminación y, por tanto, toda su potencialidad; la concepción binaria del mundo que implica la división entre lo «real» y lo «irreal» pierde sentido. Nandorfy señala que:En lugar de dividir la experiencia en «real», «irreal» y un «intermedio indeterminado», cabe afirmar que la realidad incluye niveles de experiencia diferentes. Por esa vía, el inconsciente y lo irracional –o arracional– no existen solamente como fuerzas antisociales o antirreales, sino como unos modos de ser legítimos en la infinita variedad de posibilidades que la indeterminación del lenguaje pone de manifiesto (2001: 257). En la literatura contemporánea lo fantástico ya no se opone a lo «real», sino que forma parte de la experiencia del sujeto en el mundo. Sin embargo, el sujeto que experimenta esta realidad «enriquecida» por lo fantástico, como la denomina Nandorfy, no cuenta con el lenguaje para referirse a esta experiencia. Al respecto señala Bozzetto queEn lo Fantástico, se trata de tematizar la imposibilidad de dar forma a la alteridad. Lo «otro posible» ya no es la sugestión, sino la imposible figuración de lo «otro que sin embargo está ahí». Para triunfar en esta apuesta, el texto fantástico pone en marcha todo un conjunto de procedimientos: compone un universo tal que el lector no pueda darle un sentido satisfactorio. Toda tentativa para dar un sentido tiene como efecto hacer aparecer ambigüedades, incongruencias, rasgaduras en el tejido de los enunciados o entre el enunciado y su instancia enunciativa. Lo Fantástico parece construirse para deconstruir toda representación, para callar aquello que se supone que hay que decir (2001: 227). Para analizar las implicaciones de lo fantástico en la obra de Murakami, las características planteadas por Jaime Alazraki sobre lo «neofantástico» también son de gran utilidad. No quiere decir esto, sin embargo, que consideremos o no como «neofantástico» la obra del escritor japonés; no es este el espacio para entrar en discusiones genéricas. Como ya hemos adelantado en páginas anteriores, la diferencia entre lo fantástico tradicional y lo fantástico contemporáneo, o neofantástico según Alazraki, radica principalmente en su relación con lo real: [S]i lo fantástico asume la solidez del mundo real -aunque para «poder mejor devastarlo», como decía Caillois-, lo neofantástico asume el mundo real como una máscara, como un tapujo que oculta una segunda realidad que es el verdadero destinatario de la narración neofantástica. La primera se propone abrir una «fisura» o «rajadura» en una superficie sólida e inmutable; para la segunda, en cambio, la realidad es (…) una superficie llena de agujeros como un colador y desde cuyos orificios se [puede] atisbar, como en un fogonazo, esa otra realidad (2001: 276). Una segunda diferencia entre estos dos modos de representar lo fantástico tiene que ver con el efecto que causan: lo fantástico tradicional apunta al miedo; lo neofantástico busca produce inquietud, pero más allá de esto se trata de «metáforas que buscan expresar atisbos, entrevisiones o intersticios de sinrazón que escapan o se resisten al lenguaje de la comunicación, que no caben en las celdillas construidas por la razón» (Alazraki, 2001: 277). Estás metáforas, además, «corresponde[n] a la visión y descripción de esos agujeros en nuestra percepción causal de la realidad» (ibíd.: 278).Crónica del pájaro que da cuerda al mundo: los no-límites de la realidad En las primeras páginas de Crónica que da cuerda al mundo (1994) hay un ambiente de aparente estabilidad: Tooru Okada, narrador en primera persona y arquetipo por excelencia (o por mediocridad) del héroe murakamiano, acaba de dejar su empleo, y junto a su esposa, Kumiko, lleva una vida apacible: ella trabaja y él se dedica a las labores domésticas mientras decide qué hacer respecto a su futuro. Pasa los días cocinando, encargándose de la limpieza, escuchando música y leyendo. Hasta ahora no hay signos de inestabilidad; pero lo cotidiano poco a poco va perdiendo sentido y comienzan a suceder uno tras otro cambios en su vida. Su gato desaparece, aparecen a su alrededor personajes extraños e inverosímiles y finalmente es abandonado por su esposa, perdiendo de esta forma su único vínculo con el mundo exterior. Es en este punto que esa primera realidad, la realidad «objetiva», comienza a resquebrajarse y a mostrar intersticios que permiten vislumbrar esa segunda realidad más profunda, no limitada por las leyes racionales. A continuación analizaré algunos de los hechos que, en el transcurso de la novela, alteran el orden de la primera realidad y permiten vislumbrar la segunda. Un lugar común de la crítica en relación a Murakami tiene que ver con la relación que se da en su narrativa entre el sueño y la vigilia[5]. En Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, sueño y vigilia no se responden a una oposición binaria entre lo «real» y lo «irreal»; al contrario, ambos estados forman parte de la realidad, en el sentido de que lo que ocurre en el sueño incide en el estado de vigilia. No se trata de premoniciones o de anticipaciones; lo que ocurre es que se borra la frontera entre ambos estados y el sueño se vuelve, literalmente, parte de la realidad. En el capítulo 9 de la primera parte de la novela[6], Okada sueña que mantiene relaciones sexuales con Creta Kanoo, la hermana de una adivina estrafalaria contratada por su mujer para encontrar al gato perdido. En el sueño, un «hombre sin rostro» guía a Okada a la habitación 208 de un hotel, donde Creta Kanoo le espera (Murakami, 2009: 150). Lo que en principio representa simplemente un sueño erótico extremadamente vívido es revelado más adelante como un suceso fantástico: en el capítulo 9 de la segunda parte de la novela, Kanoo revela a Okada que, en efecto, mantuvieron relaciones sexuales en la mente de Okada: «No tuvimos relaciones reales. Cuando usted eyaculó, no lo hizo dentro de mi cuerpo, sino en su mente (…) Era una conciencia creada. Pero después de todo, nosotros tenemos en común la conciencia de haber mantenido relaciones el uno con el otro» (2009: 299). La experiencia del sueño, un sueño compartido con otra persona, trasciende el inconsciente y se instaura en el mundo como parte de la realidad. La respuesta de Okada no es de miedo o de desconcierto, sino de aceptación de un suceso imposible según la lógica: «Era una historia extravagante. Pero ella había descrito a la perfección la escena del sueño» (ídem). Para Creta Kanoo el episodio es aún menos sorprendente: «Antes era prostituta de la carne, ahora lo soy de la mente» (Murakami, 2009: 300). Es el lector quien se siente perturbado por esta transgresión a la normalidad. En un punto más avanzado de la trama, Okada decide bajar al fondo de un pozo para meditar sobre su vida y para reflexionar sobre por qué su esposa lo abandonó. En el fondo del pozo, en medio de la oscuridad total, Okada vuelve a soñar con la habitación 208, solo que esta vez «no fue un sueño. Era algo que tomaba la forma de un sueño» (2009: 338). Esta segunda experiencia en el hotel resulta más siniestra que la anterior. En principio, Okada presencia en el lobby del hotel un discurso pronunciado por Noboru Wataya, su cuñado y especie de antagonista de la novela. Wataya sostiene, entre otras cosas que «lo importante es seguir la raíz del deseo. Cavar en el terreno de esa complejidad que llamamos lo real» (2009: 339). El discurso perturba a Okada: «Él simulaba dirigirse al mundo entero, pero en realidad me hablaba sólo a mí. Y tenía algún motivo terriblemente retorcido para hacerlo» (ídem). Más adelante se topa con el mismo hombre sin rostro de la experiencia anterior, solo que esta vez no está allí para guiarlo, sino para impedirle el paso, o al menos advertirlo de no continuar: «Si sigue usted avanzando, ya no podrá volver atrás. ¿No le importa?» (2009: 340). Okada omite la advertencia y sigue su camino hacia la habitación 208, en la que esta vez no lo espera Creta Kanoo, sino la misma mujer anónima que, al principio de la novela, hace varias llamadas telefónicas de carácter erótico a Okada, al que pide además averiguar su nombre. Okada y la mujer misteriosa mantienen una conversación breve en la que éste le pide a la mujer que le proporcione alguna respuesta al enigma de su esposa. Sin embargo, la conversación es interrumpida, alguien golpea la puerta produciendo un sonido que «en la oscuridad tenía una resonancia siniestra» (2009: 345); poco antes, la mujer había advertido a Okada que «si aquel hombre te encuentra aquí, tendríamos problemas. Él es mucho más peligroso de lo que crees. Podría matarte» (ídem).Al no tratarse esta vez de un sueño, la experiencia no termina, como la vez anterior, con el despertar de Okada. Esta vez, Okada y la mujer atraviesan una pared para escapar de la amenaza que suponen los golpes en la puerta: «[la pared] era fría y viscosa como una gelatina[7] (…) Estaba atravesando la pared (…) Y me parecía la cosa más natural del mundo (…) Cuando abrí los ojos, estaba en el otro lado…, en el fondo de un pozo profundo» (2009: 346). Al atravesar la «pared» y volver al pozo, Okada siente «un intenso calor en [la] mejilla derecha. Una sensación extraña. No era dolor. Sólo la percepción de que allí había calor. Ni siquiera pude discernir si procedía del exterior o se generaba dentro de mí» (ídem). Al salir del pozo y verse en el espejo, Okada se da cuenta de que tiene una mancha de nacimiento en el punto de su cara donde siente irradiar el calor. La experiencia de atravesar de la realidad profunda a la realidad superficial no solo ha desestabilizado las leyes físicas que rigen el mundo, también han dejado una marca física en el cuerpo de Okada. Lo fantástico se concreta en algo visible, incuestionable, un cambio físico inexplicable. Okada sostiene que la mancha «quizá fuera el estigma que me había dejado aquel extraño sueño o fantasía. A través de él me decían: “Aquello no fue un simple sueño. Fue algo que sucedió en realidad”» (2009: 397). La realidad superficial plantea la imposibilidad física de atravesar paredes y desplazarse a otros lugares en cuestión de segundos. La realidad profunda admite esta posibilidad. La mancha representa para Okada un símbolo que indica que el espectro de lo posible se ha expandido. Este hecho evidencia lo que Bozzetto denomina la «estrategia metonímica» del texto fantástico (2001: 234)[8]. A modo de conclusión En la tercera parte de la novela –mucho más ambigua y caótica que las dos anteriores–, Tooru Okada vuelve a atravesar hacia la realidad profunda, vuelve a pisar la habitación 208 de un hotel que existe en un lugar y de una forma que el personaje no alcanza a comprender (tampoco el lector). En esa tercera visita se entera, a través de la televisión, que su cuñado y enemigo ha sido golpeado hasta quedar en coma por un hombre cuya descripción física corresponde inequívocamente a la suya. Posteriormente, en un nuevo encuentro con la mujer misteriosa, interroga a ésta sobre la naturaleza del lugar –o no-lugar– en el que se encuentran, a lo que la mujer responde: «Has venido varias veces aquí, además has encontrado el medio para llegar. Sobrevives aquí. Debes saber muy bien qué lugar es éste» (Murakami, 2009: 871). La conversación es interrumpida por los mismos golpes ominosos del primer encuentro, aunque esta vez Okada decide enfrentar el peligro. Golpea al hombre que irrumpe en la habitación hasta dejarlo inconsciente, quizás muerto. Al atravesar nuevamente la pared hacia la realidad superficial, Okada se entera de que su cuñado ha sufrido un derrame cerebral. Tanto el lector como el personaje sólo pueden arrojarse a la interpretación para concatenar los hechos e interpretar la naturaleza del lugar. Los fragmentos analizados de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo ponen en evidencia la capacidad de lo fantástico para sugerir capas de realidad que yacen bajo la realidad cognoscible trazada por el pensamiento racional. En la literatura fantástica, «el texto se calla, pero ese silencio o ausencia es, frecuentemente, su más poderosa declaración» (Alazraki, 2001: 278-279). Pero esta ausencia no es simplemente negatividad, es potencialidad que sugiere algo que está más allá. En nuestro caso de estudio, quizás la habitación 208, el pozo, la mancha de nacimiento de Okada y el resto de elementos fantásticos que indican lo que no puede decirse sean «estrategias metonímicas», como señala Bozzetto, o «metáforas epistemológicas», término de Alazraki. Lo cierto es que estos elementos fantásticos ensanchan el espectro de posibilidades de lo real, e inciden en el lector en cuanto a que lo llevan a considerar la idea de una realidad ilimitada. Lo fantástico funciona como una fantasmagoría de lo impensable: a través de la escritura se hace posible proyectar, así sea de manera vaga e imprecisa, esas capas que, intuimos, son latentes bajo nuestra realidad. [1] Roas define lo sobrenatural como «aquello que transgrede las leyes que organizan el mundo real, aquello que no es explicable, que no existe según dichas leyes» (2001: 8).[2] En términos similares, Roas plantes que: «lo fantástico (…) está inscrito permanentemente en la realidad, pero a la vez se presenta como un atentado contra esa misma realidad que lo circunscribe» (2001: 25).[3] «El mundo de las hadas es un universo maravilloso que se añade al mundo real sin atentar contra él ni destruir su coherencia. Lo fantástico, al contrario manifiesta un escándalo, una rajadura, una irrupción insólita, casi insoportable en el mundo real» (Caillois, 1970: 10).[4] Hay que recordar que Todorov llega a decir que la literatura fantástica se vuelve inútil con la aparición del psicoanálisis, ignorando a un grupo importantísimo de autores del siglo XX que renuevan el género. [5] En un artículo sobre Murakami publicado en El País, Rodrigo Fresán sostiene que la narrativa del japonés «posee la textura imposible pero verosímil de los mejores sueños». También Matthew Carl Strecher, probablemente el crítico más importante de la obra de Murakami, se encarga de estudiar, en su libro The Forbidden Worlds of Haruki Murakami (2014), ese juego entre sueño y vigilia que se da constantemente en las páginas del escritor japonés.[6] La novela está dividida en tres partes.[7] Este fragmento permite ilustrar lo que sostiene Roas sobre la imposibilidad de transmitir a través del lenguaje la experiencia fantástica: «[El narrador del relato fantástico] no puede hacer otra cosa que utilizar recursos que hagan lo más sugerente posible sus palabras (comparaciones, metáforas, neologismos), tratando de asemejar tales horrores a algo real que el lector pueda imaginar» (2001: 29).[8] «La metonimización instala la alteridad como PRESENCIA. La ceguera de la mirada no implica la presencia de lo vacío, sugiere más bien, a pesar de la imposibilidad de darle forma, la presencia de lo OTRO» (Bozzetto, 2001: 235).
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La condición fronteriza: el conflicto identitario latinoamericano visto desde Los ríos profundos (1958)¸ de José María Arguedas
Luis D. Bolívar
“No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más”. Emil Cioran
No es secreto para nadie, o eso quisiéramos creer, que los regímenes totalitarios recurren a la fuerza sentimental y a la exacerbación de eso tan confuso que llamamos “identidad nacional” para afianzarse como poderes legítimos y legitimadores de la patria. Pocos discursos como el de la identidad mestiza del latinoamericano han calado tanto a lo largo del continente. No hay que ir muy lejos para confirmar esto, tan solo hay que caminar por Caracas y detenerse frente a uno de esos murales donde los Bolívar, los Guaicapuro y los Negro Primero de la historia conviven armoniosamente y nos cuentan la historia de nuestro presunto origen, una especie de cuento con final feliz protagonizado por el mestizaje. Se trata, obviamente, de simple materia discursiva, que busca postular una supuesta síntesis y así crear un sentimiento de armonía y de resolución. La narrativa del mestizaje ha traspasado los umbrales del mito para erigirse falazmente como seña de identidad, no solo en Venezuela sino en gran parte de América Latina. El ideal de Martí se ha visto constantemente reducido a pura propaganda, o, dicho de otro modo: la identidad mestiza es algo que está en los murales y en los billetes, no en la realidad sociocultural latinoamericana. La exacerbación de estos ideales cumple una doble finalidad política: por un lado cohesionar y homogenizar a la población, y por otro aplastar y excluir cualquier síntoma o manifestación de diferencia. Quien no se reconoce dentro de la narrativa nacional será considerado una especie de hereje, un apátrida, una anomalía peligrosa.
La idea del mestizaje, como señala Lasarte, ha funcionado desde finales del siglo XIX como “una forma de definir culturalmente la particularidad de las naciones latinoamericanas” (164). Viendo el fracaso de los discursos que buscaban eliminar las diferencias raciales y culturales, los intelectuales de fines del XIX y principios del XX apostaron más bien por el punto de encuentro, por la síntesis, por una democratización de la identidad entendida ahora como pluralidad. La América mestiza ya no buscaría borrar las diferencias, sino que aceptaría sus particularidades. En vez de imponer forzosamente la civilización al gaucho, al jíbaro o al indio; en vez de vestir a Martín Fierro "con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España”, como diría Martí, la América “que es nuestra” buscaría entender su realidad propia y gobernarse desde el conocimiento de sí misma. Esta idea responde a una coyuntura histórica particular: ante el desmembramiento de las naciones latinoamericanas y la amenaza extranjera, el discurso del mestizaje buscará erigirse como un mecanismo que, en palabras de Lasarte, "dotaba a las sociedades hispanoamericanas de una identidad que les permitiría cohesionarse (hacia adentro) y diferenciarse (del afuera)” (2000: 165).
Ni siquiera el discurso del mestizaje, que promueve la aceptación de las diferencias como rasgo distintivo, es capaz de dar una respuesta satisfactoria al problema de la identidad latinoamericana. Ni la América mestiza propuesta por Martí, ni la utopía americana de Henríquez Ureña y mucho menos la raza cósmica de Vasconcelos, han logrado trascender la esfera discursiva. Como señala Pablo Raphael, “nuestro multiculturalismo (…) sólo es cosa del cubículo universitario y las publicaciones especializadas”. Autodefinirse como “mestizo” no es más que una especie de comodín que no soluciona el problema de la identidad, porque la idea del mestizaje es también una idea reduccionista y coercitiva, que obliga a renunciar a algunos matices de individualidad para encajar en el molde del americano mestizo. Todo discurso identitario implica cierto grado de violencia que obliga a despojarse de aquello que no encaja en el discurso colectivo. La tensión entre identidad individual e identidad cultural parece condenada a no resolverse jamás, al menos no de forma armónica. Tras más de 200 años, los latinoamericanos seguimos preguntándonos quiénes somos porque seguimos esperando una respuesta que lo abarque todo. Tras más de dos siglos de tanteos infructuosos, quizás podríamos plantearnos como únicos rasgos distintivos la duda permanente, la errancia y nuestra condición fronteriza, nuestro eterno estar-en-medio-de. Este es el punto del que partirá mi análisis de Los ríos profundos, la novela escrita por el peruano José María Arguedas. Buscaré cuestionar el discurso del mestizaje en dos sentidos: primero, porque toda idea de identidad cultural es totalizante y desprecia la individualidad; en segundo lugar, porque si bien lo mestizo permite la cohesión del Estado, representa también un peligro para el estatus quo, al que solo le interesa lo mestizo como discurso y no como posible realidad.
Me interesa, pues, aproximarme a las tensiones entre identidad individual e identidad colectiva que sufre Ernesto, el joven protagonista y narrador de la novela de Arguedas. Para ello, me propongo acercarme desde tres categorías de análisis: la lengua, la memoria y el desarraigo como rasgos singulares que impiden la inserción de Ernesto dentro de un grupo sociocultural y lo sitúan, en consecuencia, en una frontera permanente.
Los ríos profundos es, más que una historia de viaje, una historia de extravío. Su inserción dentro de las llamadas “novelas de la tierra” resulta problemática, porque más que una ficción que delimite un territorio específico, es una novela itinerante, en la que el movimiento constante –no sólo geográfico sino también temporal, social y cultural– impide fijar fronteras de pertenencia. El desarraigo es una constante desde el principio: Ernesto se dedica a viajar con su padre, de quien nos dice que “no pudo encontrar nunca dónde fijar su residencia; fue un abogado de provincias, inestable y errante. Con él conocí más de doscientos pueblos”. Ernesto es un personaje sin apellido y sin madre, que constantemente hace referencia a su lugar de nacimiento como “mi aldea nativa”, un lugar indeterminado que podría ser cualquiera dentro de la geografía peruana. El único lugar de pertenencia para Ernesto es un lugar que ya no existe sino en su recuerdo, un ayllu donde fue criado por los indios y donde fue forjándose su doble filiación, su condición de mestizo sentimental, de individuo inclasificable dentro de los estereotipos de la época. Estos tres elementos, la falta de un hogar fijo, de un apellido que los vincule a una familia mayor y la ausencia de la esposa-madre explican el movimiento constante de padre e hijo, quienes emprenden una ruta sin retorno a través del Perú, hasta que el viaje se ve interrumpido para Ernesto cuando su padre decide inscribirlo en un colegio católico del pueblo de Abancay. Sin la figura paterna, Ernesto pierde el único punto de arraigo que le queda. El colegio, además, le hará cobrar conciencia de su condición de extranjero permanente, de exiliado. Sus compañeros de colegio se referirán a él constantemente como el “forasterito” o el “foráneo”, marcando una frontera imposible de traspasar entre Ernesto y los otros.
La lengua es esencial para entender a Ernesto, pues representa el primer punto de fractura de su identidad. Ernesto es un personaje bilingüe, un hablante de español y quechua. Si bien este rasgo es compartido con gran parte de los personajes de la novela, en Ernesto es una condición que se problematiza. Una lengua es mucho más que un instrumento de comunicación; como señala Alfonso Reyes, “una lengua es toda una visión del mundo, y hasta cuando una lengua adopta una palabra ajena suele teñirla de otro modo, con cierta traición imperceptible” (2009). El problema lingüístico viene dado ya que la condición bilingüe muestra a Ernesto las contradicciones del mundo andino, un mundo de tensiones irresolubles entre blancos dominantes e indios y mestizos dominados. El quechua y el español contienen, como apunta Martínez, “dos cosmovisiones que discurren por niveles distintos y que son la expresión, en el plano cultural, de la escisión entre ambas razas”. El español da cuenta del mundo blanco, cristiano, feudal y opresivo; el quechua contiene lo mítico, la visión animista y comunitaria de la realidad (2012: 45).
La lengua de Ernesto es una lengua propia en la que el español y el quechua se entrecruzan, y en la que terminan chocando, inevitablemente, las visiones de mundo encerradas en cada una. Si bien en el acto del habla las palabras se mezclan con naturalidad, en la interioridad las lenguas discrepan, se contradicen, son incapaces de comunicarse entre sí. En el Perú bilingüe de Ernesto, señala Elmore, no existe “una democracia lingüística, pues el español posee el status de lengua hegemónica, mientras que el quechua sirve para la comunicación vertical entre individuos de estratos distintos (...) y la expresión de la sintonía entre el sujeto y el cosmos” (1996: 86). En el interior de Ernesto, el quechua habla donde el español no puede decir más, esto es en la evocación de la experiencia con la naturaleza, en el recuerdo idílico del mundo indio y en la necesidad de traer al presente los sonidos y canciones de la infancia, mientras que el español es la lengua de la trinidad embrutecedora. El personaje se ve sumido en una constante traducción de sí mismo, en un lugar de tránsito lingüístico que impide su adhesión a una forma única de percibir la realidad.
Gina Saraceni, en su ensayo “Cuestión de oído (escenas en lengua madre)”, se plantea la relación entre la lengua materna y la memoria. Se pregunta la autora: “¿Cómo suena el pasado cuando está determinado por un entre-lugar lingüístico que quiebra la pertenencia o hace de la pertenencia un lugar sin sosiego?” (2012: 26). Si el proceso de recuerdo se realiza a través de una lengua en conflicto consigo misma, una lengua en la que chocan el quechua y el español, evocará el pasado en una dimensión también problemática. Para Ernesto es imposible adherirse o ubicarse dentro de cualquier intento de historia colectiva porque ésta se escribe con el lenguaje impersonal que busca homogenizar y anular la experiencia individual. Es por ello que la pertenencia se torna imposible. Es necesario señalar que Ernesto destaca entre sus compañeros de clase por escribir “como poeta”. Es el escritor que se sitúa en medio de un mundo ágrafo, y este rasgo de su personalidad lo lleva a hurgar constantemente en las palabras. Su relación con la escritura es importante porque la escritura es, en palabras de Saraceni, “el lugar donde la identidad y la memoria se ponen en escena y donde el pasado busca cómo hablar y cómo mostrar la complejidad tonal de su trama” (2012: 36). El personaje se relaciona con el exterior a través de una especie de nostalgia anticipada, en el sentido de que la experiencia del presente es vivida para ser recordada y escrita, como si los acontecimientos ocurriesen sólo para ser registrados y reelaborados por la memoria. Como el propio personaje dice, constantemente está “contemplándolo todo, fijándolo todo en la memoria”. Esta mirada retrospectiva constante nos hace ver que Ernesto define su identidad a través de la memoria, una memoria escrita por una lengua que sólo pertenece a él. Mientras sus compañeros de colegio habitan el presente y se preocupan sólo por las contingencias inmediatas típicas de la adolescencia –la sexualidad, lo material, la jerarquía dentro del colegio–, Ernesto vive en un anhelo perpetuo, en el que el presente es sólo materia para la memoria.
El contraste entre el recuerdo del ayllu y la experiencia presente que supone el colegio y sus alrededores hostiles propician en el personaje una ideología también problemática, que surge directamente de su sensibilidad. Como sostiene Martínez, “el ayllu fue el útero donde se gestó esa sensibilidad a flor de piel que caracteriza al personaje y que lo hace vivir en un estado de permanente disponibilidad, de acogedora emotividad hacia todo lo viviente, en contraposición con la violencia que distingue el modo de ser de los de su raza” (2009: 49). Este punto de la identidad individual de Ernesto evidencia lo irrealizable de la aspiración de Martí de una América mestiza y horizontal: dada su sensibilidad y su cercanía con los indios de su niñez, Ernesto rechaza toda forma de violencia sobre los indios; apoya, también, –aunque siempre desde la distancia del extraño– la rebelión de las chicheras liderada por la mestiza doña Felipa, objeto de su admiración más profunda. El joven no titubea ni distingue razas o clases sociales en su impulso natural hacia las causas justas, pero esta actitud es una amenaza para el estatus quo, preocupado por preservar el orden y las jerarquías sociales. Por eso, después de acompañar a las chicheras de Abancay a repartir la sal robada entre las mujeres pobres, es castigado con azotes por el padre Linares al volver al colegio. El cura se refiere a Ernesto como una “criatura confusa”, como un loco perdido. El religioso, en su situación de privilegio, castiga al anormal, al joven cuyos ideales resultan peligrosos, buscando extirpar la sensibilidad indígena de su personalidad. Como señala Martínez, a Ernesto “se le planteará a lo largo de la novela el desafío de permanecer fiel a ese núcleo vital de su identidad y ser ‘el distinto’ entre los de su raza, o renunciar a sí mismo y resignarse a ser como todos” (2009: 51). El colegio, ese espacio viciado, violento y represor que tanto contrasta con la naturaleza y el mundo de los indios, no logra aplacar el carácter bondadoso de Ernesto. Su identidad individual sobrevive a la coerción de una identidad cultural armada en función de castigar y disminuir toda individualidad.
Al final de la novela, Ernesto vuelve al camino. El viaje, la memoria y la lengua son los no-lugares de pertenencia del joven, sus únicos hogares verdaderos. En él no hay síntesis posible, no hay posibilidad alguna de resolver las contradicciones. Hacerlo sería convertirse en otro, en uno más. Tratar de adscribirse a una identidad peruana, venezolana, mexicana, mestiza o latinoamericana forjada por otros será renunciar siempre a los contornos de la individualidad. Tal vez habría que comenzar a definir la identidad cultural desde las diferencias, asumirnos como individuos fronterizos, como latinoamericanos perdidos en Latinoamérica sin posibilidad alguna de encontrarnos.
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El diálogo disonante: Eugenio Montejo y la heteronimia
Luis D. Bolívar
“Sé múltiple, como el universo”[1], escribió Fernando Pessoa en uno de sus aforismos. Hablar sobre Eugenio Montejo (1938-2008) supone hablar de un poeta múltiple, una voz entretejida de otras voces que dialogan en un mismo cuerpo. No se puede hablar de Montejo en singular, hay que hacerlo en plural. Su obra supone, además, un ejercicio que desafía cualquier intento de adscripción del poeta a una tendencia o grupo específico dentro del panorama de la poesía, no sólo a nivel venezolano sino también a nivel continental. Como señala Miguel Gomes (2007), Montejo se alejó de las tendencias imperantes entre sus contemporáneos, los poetas que comienzan a publicar en los años 60 y que siguen ciertas líneas estilísticas bien diferenciadas: una poesía de raíces expresionistas (la de Gelman y Lihn, por ejemplo); una poesía preocupada por el “realismo verbal” y el prosaísmo (entre la que destacan los antipoemas de Nicanor Parra); y, finalmente, una poética hermética y experimental, a la manera de Lezama Lima (Gomes, 2007: 12). Las preocupaciones estéticas de Montejo siguen un camino distinto; su poesía se sitúa en un entre-lugar, en el limbo de la individualidad poética que renuncia a una praxis lírica nostálgica de lo clásico y, a la vez, desdeña los gestos vanguardistas. Según Gomes, Montejo se aleja
tanto de lo hermético o la afectada exuberancia como de los fáciles coloquialismos. En él no se perciben poses “modernas”, incluida la que ya no es siquiera la más moderna de todas, proclamar el fin de la modernidad; tampoco, pese a la sobriedad o la armonía patentes en sus versos, podría achacársele la solemnidad del conservador (ídem).
En un texto titulado “Fragmentario”, Montejo esboza su ars poética y deja constancia de su interés por una praxis escrituraria ajena a toda preconcepción de la poesía. El poema para Montejo debe ser la concreción textual del sentir del poeta, un ejercicio de sensibilidad más que de intelectualidad, pues “[e]l sentimiento mismo, cuando es legítimo, procrea su propia forma o la posibilidad de inventarla” (Montejo, 2007: 86). El lenguaje poético, según la óptica de Montejo, debe darse con naturalidad, escapar de toda artificialidad y no renunciar a la musicalidad (ídem). Esto no quiere decir, como se señaló anteriormente, que la poesía de Montejo busque regresar a unos preceptos conservadores del quehacer lírico; si bien el poeta desdeña la gestualidad poética vanguardista, el hermetismo gratuito y la opacidad y falta de musicalidad de parte de la poesía que le es contemporánea, su estética no es un ejercicio de recuperación anacrónica de la tradición, sino una estética privada, intuitiva, cuya razón de ser consiste en concretar la experiencia cotidiana en el poema a través de un lenguaje de cierta sencillez que plasme la contingencia sensible que supone el contacto con la realidad. Montejo resume su búsqueda de la siguiente forma: “Buscaba apenas algunas palabras en las que pudiera reconocerme, en las que me sintiera próximo del habla de nuestras gentes y de nuestro paisaje” (citado por Gomes, 2007: 13). Esta preocupación por acercar el poema a la experiencia vital, a lo terrenal, a la contemplación del paisaje y el “habla de nuestras gentes” es latente en Terredad (1978), una de sus poemarios más importantes, acerca del cual sostiene Gutiérrez Plaza que es "una constante pesquisa por alcanzar la armonía vital con la tierra y el cosmos" (2013: 367).
Estos preceptos estéticos, sin embargo, no están presentes en toda la obra de Montejo. Uno de los aspectos más interesantes de su poética es el proceso de despersonalización que el autor lleva a cabo a través de sus heterónimos. Montejo introduce la heteronimia en la poesía venezolana, una tradición que tiene sus raíces en Pessoa[2], cuya influencia es reconocida por Montejo en un poema titulado “La estatua de Pessoa” (2008): “La estatua de Pessoa nos pesa mucho, / hay que llevarla despacio. / (…) / Son tantas sombras en un mismo cuerpo / y debemos subirlas a la cumbre del Chiado / A cada paso se intercambian idiomas, / anteojos, sombreros, soledades”. Al igual que Pessoa, Montejo “parece contener en sí una pluralidad de espíritus” (Rivera, 1983: 72), que lo lleva a crear una serie de personajes con una biografía y obras propias, personajes autónomos respecto al poeta que los crea. Tal es la autonomía de estos personajes que, incluso, llegan a contradecir o romper con los preceptos poéticos del propio Montejo. Entre los heterónimos y el ortónimo[3] –que suele aparecer en los poemarios de los heterónimos como prologuista, editor o traductor– se crea un diálogo de disonancias, contradicciones y diferencias estéticas que ponen en crisis la noción de autor. ¿Hasta dónde llega la autonomía de los heterónimos? ¿Hasta qué punto es Eugenio Montejo “autor” de estas obras? Adolfo Castañón se pregunta al respecto:
¿Cómo funciona ese juego de contrapuntos entre canto y cuento, poema y fábula, escritura y decir? Acaso la respuesta haya que buscarla en el hecho de que, a través de su voz, esté vibrando y tañendo un rizoma, un ser plural de una compleja sombra, muchedumbre personificada en una silueta singular”. (Castañón, 2008: 9).
La poesía de Montejo, en su dimensión plural, se abre a la ficcionalidad y permite plantear una serie de preguntas sobre el estatus identitario y autorial de sus personajes. Montejo, a través de sus heterónimos, explora zonas inéditas de la poesía, espacios que quedan fuera de su ars poética ortónima, permitiéndose un acercamiento a recursos expresivos y experimentaciones que quedan excluidos de su producción ortónima, esa cuyas preocupaciones se esbozan en “Fragmentario” y que tanto se alejan del tono ensayístico y delirante de Blas Coll, de los sonetos y el gusto clasicista de Tomás Linden, de la fragmentación que sufre el lenguaje en los “coligramas” de Lino Cervantes y del resto de poéticas heterónimas.
Al recurrir al recurso de los heterónimos, Montejo pone en evidencia el carácter ficcional de la poesía moderna. A diferencia de lo que ocurre con los géneros narrativos, donde el estatus ficcional se asocia con naturalidad al cuento o la novela, suele caerse en el error de considerar la ficcionalidad como algo ajeno a la poesía. Montejo crea personajes, postula una existencia ficcional de estos y les atribuye una serie de obras que están en consonancia con algunas de las preocupaciones estéticas y filosóficas esbozadas en sus biografías ficticias. Para dar mayor verosimilitud a este juego ficcional, Montejo se ficcionaliza, se vuelve personaje dentro de los textos de sus heterónimos, generando en el lector una sensación de incertidumbre ontológica respecto a la veracidad de lo que está leyendo. Este juego de identidades, de máscaras, de despersonalización, de volverse otro problematiza la noción de identidad del autor. Antes de plantear cómo se problematiza la noción de autor, se hace necesario esbozar brevemente algunos postulados teóricos de la práctica de la heteronimia, esto con el fin de apreciar el fenómeno poético no sólo como un gesto de despersonalización, sino también como un recurso que permite establecer una serie de diálogos crítico-poéticos entre el ortónimo y el heterónimo.
La poesía moderna, esa que comienza a escribirse a partir de Las flores del mal de Charles Baudelaire, rompe con la supuesta correspondencia entre la voz del hablante lírico y la figura del autor que los poetas del romanticismo habían, de alguna manera, mitificado. Hugo Friedrich define este fenómeno con el término “despersonalización”, refiriéndose al momento en que “la palabra lírica ya no surge de la unidad de poesía y persona empírica” (1959: 59). La poesía deja de entenderse como práctica confesional y revelación intimista del yo para abrirse a lo ficcional: quien habla no es el poeta, sino una voz creada por el poeta. La escritura poética asume un carácter de ocultamiento, de anulación de la propia personalidad a través de la creación de una voz-otra que enuncia el poema. La heteronimia es una manera de despersonalización en la que esa voz-otra no es simplemente una voz anónima o un personaje a través del cual habla el poeta –como en la poesía de Eliot–, sino la creación de un personaje-poeta que cuenta con una biografía ficcional y una poética propias, ajenas al autor real (Julià, 2008: 86). La heteronimia es, además, un recurso lúdico, a través del cual el poeta se permite llevar a cabo, desde una perspectiva irónica, aproximaciones estéticas que se alejan de su ideal poético. Como sostiene Gomes, “[l]o que el Montejo ortónimo excluye de su poesía en los heterónimos surge con la libertad que ofrece una escritura ilusoria, un breve instante carnavalesco en que el rostro ha sido substituido por una máscara evidente, por un no-yo” (2007: 15). Este aspecto irónico y carnavalesco de la heteronimia es lo que da lugar al diálogo entre voces disímiles que en ocasiones se complementan –como sucede con la poética de Lino Cervantes, que se adscribe a los postulados teóricos de Blas Coll– y en otras, dadas sus posturas estéticas irreconciliables, se contradicen.
Antes de analizar concretamente este diálogo disonante en los poemas de Montejo y sus heterónimos, es conveniente volver a la cuestión de la autoría. La disonancia de voces característica del diálogo establecido entre la poética de cada heterónimo se debe a que dichas poéticas responden a las necesidades expresivas particulares de cada personaje-poeta. ¿Quién es el autor de los libros de los Blas Coll, Tomás Linden y el resto de los heterónimos de Montejo? Michel Foucault, en su conferencia “¿Qué es un autor?” (1969) plantea la autoría como un hecho intrascendente: el autor no es más que un nombre que cumple la función textual de organizar y hacer circular el discurso, negando el halo demiúrgico del escritor. El autor, para Foucault, “no se forma espontáneamente con la atribución de un discurso a un individuo”, sino que es sencillamente “el resultado de una operación compleja que construye un cierto ser de razón que se llama autor” (Foucault, 1969: 10)[4]. Para Roland Barthes, quien postula la muerte del autor en su famoso ensayo homónimo, “la escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”[5]. Al igual que Foucault, Barthes niega el carácter de deidad tiránica del autor como organizador único del sentido del texto.
Estas ideas son válidas en el sentido de que niegan todo postulado crítico que pretenda establecer conclusiones basándose en la relación entre el autor –persona empírica que escribe– y la obra[6], pero la poesía de los heterónimos necesita resucitar la figura del autor para lograr su efecto de verosimilitud y crear ese diálogo poético-crítico que se da entre el poeta “real” y los poetas-personajes. Sin el peso biográfico del autor, los heterónimos serían simples personajes que entran y salen del texto a la manera de los monólogos dramáticos de la poesía de Eliot. La consistencia y solidez identitaria de los heterónimos es, precisamente, lo que permite que el poeta entre en una relación de igualdad y horizontalidad con sus personajes, y no en una relación de ventrílocuo y monigote. En el espacio ficcional del poema, la voz paratextual asociada a Montejo tiene la misma importancia que la voz del heterónimo porque este está provisto de una identidad propia e independiente del poeta “real”. Barthes señala que “escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad –que no se debería confundir en ningún momento con la objetividad castradora del novelista realista –ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa, «performa», y no «yo»”. Lo que ocurre con el heterónimo es que es un “yo” hecho de materia discursiva, de lenguaje, por tanto no es posible deslastrar la identidad del autor del lenguaje que “actúa”, pues este lenguaje no sólo actúa para crear la obra sino también para crear el no-yo.
Extratextualmente resulta obvio que estos libros fueron escritos por Eugenio Montejo, pero la función de autor, como señala Foucault, va más allá del acto físico de la escritura que realiza un individuo de carne y hueso. En este sentido, parto de la base de que cada uno de los poemarios heterónimos está escrito por un autor particular que no es, evidentemente, Eugenio Montejo como persona empírica; tampoco Montejo como “función textual”. El autor es uno que existe dentro del plano ficcional. Es decir, evidentemente ni Tomás Linden, ni Lino Cervantes, ni Blas Coll son personas reales, pero este hecho es irrelevante, ya que la ficcionalidad debe ser tratada no desde el punto de vista ontológico sino desde el punto de vista pragmático. Como señala Pozuelo Yvancos:
La cuestión de la ficción no es metafísica, no es ontológica, es pragmática, resulta del acuerdo con el lector, pero precisa ese acuerdo de la condición de poeticidad: lo creíble lo es si es estéticamente convincente. Lo maravilloso no es verdadero ni falso, lo fantástico se dirime en la credibilidad de la obra poética (1993: 53; citado por Álamo Felices, 2014: 18).
Esa condición de verosimilitud que permite postular la existencia textual de los heterónimos se logra a través de recursos paratextuales –prólogos, comentarios críticos– que acompañan sus obras. Como indica Julià, “la poesía de heterónimos suele publicarse conjuntamente con paratextos de carácter ensayístico, piezas que no pueden ser tomadas como literatura, a pesar de serlo, y que buscan conferir autenticidad al poeta y verosimilitud a los versos” (2008: 92). En los paratextos se arma el entramado narrativo de la biografía del poeta heterónimo, se postula de forma “estéticamente convincente” su historia de vida y sus preocupaciones estéticas. En el Cuaderno de Blas Coll, por ejemplo, la presentación del libro está a cargo de un Montejo ficcionalizado que se anuncia como compilador, corrector, traductor y editor del texto: el ortónimo entra en el juego ficcional y da a la invención de Blas Coll un carácter verosímil a través de un discurso que emula, a la manera de los cuentos de Borges, el lenguaje impersonal de la crítica y de la biografía en su dimensión más tradicional. De esta forma, la autoría cobra gran relevancia porque la obra es producto de una subjetividad bien definida, no de un “autor” anónimo sino de un individuo –ficcional– con una biografía y una poética propias. Los heterónimos son lo que Fredric Jameson (1998) llamaría “sujetos modernos”, es decir, un sujeto que da cuenta de “la concepción de un yo y una identidad privada únicos, una personalidad y una individualidad únicas, presumiblemente generadores de su propia visión única del mundo y forjadores de su propio estilo único e inconfundible” (1998: 21).
Es necesario, en este caso, establecer relaciones entre la persona –no empírica sino textual– que escribe y la obra, ya que este juego de creación de personajes-escritores se fundamenta en la necesidad de verosimilitud y en el vínculo entre el poeta y la creación, su historia de vida y su expresión lírica (o ensayística, en el caso de Blas Coll). La figura del autor recobra su importancia en el terreno de la heteronimia, pues una poética heterónima se basa, precisamente, en inventar autores y atribuirles obras. Si el autor desapareciera en el terreno neutro del lenguaje enunciado, no existiría el diálogo ni el juego intertextual. El yo poético simplemente se expresaría a través de otros y no mutaría en otro. La heteronimia es una estética de la diferenciación y los contrastes, por ello transgrede la neutralidad de lo impersonal y se empeña en crear individualidades propias de aquello que Jameson define como los “grandes modernismos” y que tiene que ver con “la invención de un estilo personal, privado, tan inconfundible como nuestras huellas digitales e incomparable como nuestro propio cuerpo” (1998: 20).
Blas Coll, Tomás Linden y Lino Cervantes, los heterónimos en los que se centrará el análisis, son personajes que responden a esta concepción del sujeto moderno planteada por Jameson. Montejo creó un entramado ficcional que une a estos poetas en la ciudad ficticia de Puerto Malo, donde se ubica la imprenta de Blas Coll, el primer heterónimo de Montejo. Valiéndose de la narración –que se disfraza, borgeanamente, de comentario crítico y paratextual–, Montejo crea la ficción del misterioso tipógrafo Blas Coll, de cuya existencia sólo queda como testimonio un cuaderno de escritos fragmentados, a manera de aforismos, sobre la lengua, su carácter mágico y primigenio, su relación con el pensamiento y la religiosidad, y en los que se manifiesta la voluntad de Coll por deslastrar a la lengua de su enrevesamiento a través de una especie de poda lingüística que reduzca las palabras a unas pocas sílabas, como intento de acercar la lengua a la experiencia sensible que supone el contacto con el mundo. El cuaderno de Blas Coll (1983) es un libro que desafía las categorizaciones genéricas: se mueve entre la narración, el ensayo, el comentario crítico, el poema en prosa y el aforismo. Ya en este primer libro heterónimo, Montejo se ficcionaliza y aparece como el ordenador, transcriptor y editor de los apuntes de Blas Coll[7]. Las reglas del juego ficcional establecen que E.M., quien firma el prólogo, ha encontrado los cuadernos de Coll, los ha compilado y transcrito, pero traicionando de alguna manera, “por temor a no ser comprendido” (Montejo, 1983: 10), el sentido original de los textos.
Blas Coll se presenta como un personaje fantasmagórico, muerto muchos años antes de la edición del libro, como un hombre de un halo extraño que se confunde con el mito. Sus datos biográficos se presentan como aproximaciones no del todo fiables por la inseguridad del editor y su falta de certezas: sólo se sabe que desapareció hacia 1954 –detalle que busca generar ese efecto de lo real del que habla Barthes– y que hacia el final de sus días se entregó por completo al silencio (ibíd.: 12). El libro se estructura a través de una alternancia constante de voces: la del Montejo personaje y la de Blas Coll; Las glosas del “editor” crean la sensación de verosimilitud: ante lo inaudito de las reflexiones del tipógrafo, de su filosofía delirante del lenguaje aparece la voz “racional” del editor que crea una distancia crítica –a través de la incredulidad, el humor y el esfuerzo por entender el pensamiento de Coll– a la vez que orienta al lector a través del texto y arma de forma fragmentaria la vida de Blas Coll. Sostiene el Montejo-personaje:
Intercalo, vacilante, mis glosas, reprochándome a veces hacer coro a la mofa que escoltó su vida en nuestra tierra. Que el lector vea en ello, a lo sumo, sólo un poco de humor de quien, no pudiendo seguir los enredijos de su pensamiento, acepta prestarle sus palabras para defenderlo del olvido (Ibíd: 15).
A partir de este libro comienzan a anticiparse los heterónimos siguientes, que se configuran como un grupo que se reúne alrededor de la figura de Blas Coll y se ven influenciados, todos de distinta manera, por su pensamiento lingüístico y sus preocupaciones metafísicas. Los libros atribuidos a Lino Cervantes y Eduardo Polo, publicados muchos años después, ya se mencionan en El cuaderno de Blas Coll, y algunas de las preocupaciones metafísicas del tipógrafo aparecen también en los sonetos de El hacha de seda (1995), de Tomás Linden. De esta forma, Montejo configura, a través de la intertextualidad, un universo poético en el que los libros heterónimos se conectan entre sí y establecen ese diálogo poético-crítico que hemos mencionado previamente.
En el caso del libro de Linden, la estrategia textual y la excusa narrativa son bastante similares a las que se dan en El cuaderno: un libro llega, por casualidad, a las manos de un lector que decide editarlo y prologarlo. No se hace explícito que sea el mismo Montejo-personaje, pero se infiere debido a que el libro llega a sus manos a raíz de su investigación de las obras de los colígrafos, “la ‘infame turba’ de discípulos y contertulios de Blas Coll”. El editor procede a ensayar un resumen biográfico de Linden: se trata de un poeta de padre sueco y madre venezolana, huérfano de madre a temprana edad, que publica en Suecia unos primeros libros de corte vanguardista y que, al volver a Venezuela, entra en contacto con los colígrafos, quienes influyen decisivamente en su vocación poética (Montejo, 2008: 161-167). Lo interesante de la poética de este heterónimo es que vuelve sobre un estilo si se quiere anacrónico y contrastante con la poesía del ortónimo y con la del resto de los colígrafos: el soneto, esto debido a “la necesidad de una mayor justeza formal para vérselas con nuestro idioma” (ibíd.: 163) y por “el atractivo formal que ofrecen las posibilidades de la rima en castellano" (ibíd.: 165). Linden es el poeta bilingüe que encuentra en una forma tradicional su estilo expresivo. Según el editor, el uso del soneto responde a la concepción particular del tiempo que tiene Linden (ídem), una idea de la temporalidad influida directamente por el pensamiento de Blas Coll respecto a la concepción lineal del tiempo:
La estructura lineal presente-pasado-futuro a que cada discurso se halla forzosamente constreñido es una pervivencia de la mente arcaica que traba el verdadero conocimiento de la realidad. De allí se origina el falso espejismo de la fragmentación espacio-temporal que gobierna (...) la forma de todo discurso (1983: 26).
Linden, a su vez, sostiene que “una arcaica y muy arraigada costumbre nos lleva a concebirlo [el tiempo] según la percepción que cristaliza en la gramática bajo las formas del pasado, presente y futuro, y que en esas tres direcciones nos parcela la mente” (2008: 164). También es posible, en este punto, establecer una conexión con la poesía ortónima, no a nivel formal, pues como señalamos anteriormente Montejo desdeñaba la nostalgia por las formas clásicas como el soneto, sino a nivel temático. En “El retrato”, soneto de El hacha de seda, puede intuirse una reflexión metapoética sobre la práctica de la heteronimia, vinculando a Linden con Montejo: “Soy éste y tantos otros que en mi sueño / vagan, se acercan y desaparecen, / según el mes, el año, el cada día / En mí tienen su espejo, no su dueño, / en mí secretamente resplandecen / con sus mil rostros de melancolía” (2008: 168; cursivas nuestras).
En La caza del relámpago (2006), atribuido a Lino Cervantes, E.M. vuelve a aparecer como editor; esta vez, sin embargo, no se interesa por presentar datos biográficos sobre el poeta como en los libros de Coll y Linden, sino escribir un prefacio de “intención escrupulosamente neutra” (2008: 173). Lino Cervantes, según el personaje-editor, fue el discípulo más cercano de Blas Coll. En este prefacio se explican las líneas generales del proyecto estético de Cervantes, los llamados “coligramas”, que son la praxis poética de la teoría de la depuración lingüística planteada por Coll, el llevar el lenguaje a su mínima expresión. Señala el editor que, para Cervantes, el primer verso del poema es una especie de revelación divina, y que una vez que este primer verso se revela al poeta, éste procede a podarlo, lo “somete a una reducción progresiva, y lejos de añadir una sola sílaba se empeña en acortar las existentes mediante el empleo de la síncopa, procurando la desnudez y el despojo verbal más ceñido posible” con la intención de lograr la “purificación de los sonidos hasta devolverlos al silencio del cual proceden” (2008: 171). Este intento de minimización del lenguaje, de búsqueda de la sílaba como unidad lingüística más cercana a la experiencia no sólo vinculan la poética de Cervantes con la filosofía del lenguaje de su maestro; también es posible emparentar dicha búsqueda con la intención estética del propio Montejo, el afán de captar el mundo a través del lenguaje sin traicionar su esencia, fin inalcanzable cuya imposibilidad está presente en la poesía del ortónimo, donde el hablante lírico admite: “En vano me demoro deletreando / el alfabeto del mundo” (“Alfabeto del mundo”). La búsqueda utópica de la síntesis expresiva en la poesía del ortónimo, la necesidad de encontrar palabras fieles al paisaje y al lenguaje del habla, surgen de la misma motivación por hallar el fonema primigenio y el silencio que mueve la poesía de Cervantes y el pensamiento de Coll. La diferencia está en que la poesía ortónima mantiene la compostura del lenguaje y la del heterónimo radicaliza su ejercicio hasta desintegrarlo. En el Coligrama V (2008: 175), por ejemplo:
Yo fui escrito en el aire por un dios sin lámpara Yuscrito naire prun dios sin lámpra Yuscrítere prun dios lámpar Di cri tar lampa Críter di lamp Critampa Triampi Trian
A través de sus heterónimos, Montejo logra transgredir su propia concepción de la poesía y abrir el espacio poético inéditos en su poética ortónima: el aforismo alucinante de Blas Coll; el retorno a lo tradicional en la poesía de Linden y la desintegración de la palabra y la sintaxis en los coligramas de Cervantes[8]. Lo interesante de la práctica heterónima de Montejo es que se establece un diálogo disonante, un contrapunto de voces disímiles pero vinculadas entre sí no sólo a través de la intertextualidad explícita, sino también por medio de las profundidades temáticas y las inquietudes metafísicas, existenciales y lingüísticas que subyacen en los distintos libros, estableciendo una especie de vínculo secreto y subliminal entre ellos. Montejo fue capaz de concretar su pluralidad en texto, de crear no personajes sino autores de una innegable soberanía respecto al creador, que no es más que otra de las voces contradictorias que conforman el universo poético de Montejo. El acto de escribir implica convertirse en otro. Escribir es mutar, desdoblarse, convertirse en materia discursiva, transformarse en un lenguaje que perfila una existencia textual; en el caso de Montejo esto no implica que la existencia sea sólo un momento de enunciación en la zona gris de lo neutro: en el instante de enunciar se concreta un autor que no es simple función textual sino un sujeto moderno con una poética y una manera de entender la realidad propias. De esta forma, se establece entre cada poemario una relación de correspondencias, ampliaciones y contradicciones que enriquecen la práctica poética abriéndola a nuevos horizontes: el poema dialoga con el ensayo, lo intertextual, la narración y lo paratextual ficticio. La pluralidad de las voces se convierte también en pluralidad formal y discursiva, en debate crítico-poético que permite al poeta “real” ensayar nuevas aproximaciones estéticas y hacer de esa misma tentativa un hecho estético: la creación de un universo ficcional “múltiple como el universo”.
Referencias
Álamo Felices, F. (2014). “El concepto de ficcionalidad: teoría y representaciones textuales”. En Revista de literatura, vol. LXXXVL, pp. 17-37.
Barthes, R. (2012). Ensayos críticos. Edición de Kindle.
Castañón, A. (2008). “Prólogo”. En Montejo, E., La terredad de todo. Mérida (Venezuela): El otro & el mismo.
Foucault, M. (2009). El orden del discurso. Barcelona (España): Tusquets.
Foucault, M. (1969). “¿Qué es un autor?. Consultado en línea en: https://azofra.files.wordpress.com/2012/11/que-es-un-autor-michel-foucault.pdf
Friedrich, H. (1959). Estructura de la lírica moderna. Barcelona (España): Seix Barral.
Gomes, M. (2007). “Montejo, la otredad y el tiempo literario”. En Montejo, E., El cuaderno de Blas Coll y dos colígrafos de Puerto Malo. Valencia (España): Pre-Textos.
Gutiérrez Plaza, A. (2013). “El encuentro con el canto de la media vida”. En Marta Sosa, J. (comp.). Aproximación al canon de la poesía venezolana. Caracas: Equinoccio.
Jameson, F. (1999). El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998. Buenos Aires: Manantial.
Julià, J. (2008). “Los poetas que hay en mí. La formación del subgénero poético de la heteronimia”. En Lenguaje y textos, n° 28, pp. 83-94.
Montejo, E. (1983). El cuaderno de Blas Coll. Caracas: Alfadil.
Montejo, E. (2008). La terredad de todo. Mérida (Venezuela): El otro & el mismo.
Pessoa, F. (2012). Plural de nadie. Edición de Kindle.
Rivera, F. (1983). Ulises y el laberinto. Caracas: Fundarte.
[1] El aforismo está tomado de la versión de Kindle de Plural de nadie, de Fernando Pessoa.
[2] Julià (2008) rastrea una serie de antecedentes del uso de heterónimos desde la obra de Lope de Vega, pasando por algunos poetas del siglo XVIII y del XIX, hasta llegar al uso moderno de la heteronimia, que no se limita a inventar un autor sino que tiene también una intención lúdica y a veces paródica de ciertos géneros y estilos poéticos.
[3] “Eugenio Montejo” es, realmente, un pseudónimo. Esto hace aún más interesante el juego de identidades que se da en su producción poética. El verdadero nombre del poeta es Eugenio Hernández Álvarez, quien “al tener que participar en un periódico mural en su escuela secundaria, se ve obligado a escoger, incitado por sus maestros, un pseudónimo con que competir en concursos literarios” (Rivera, 1983: 72). El pseudónimo “Eugenio Montejo “permanece, borrando para siempre al ortónimo, sustituyendo ya definitivamente al nombre y a los apellidos del registro civil o la fuente bautismal (ídem).
[4] En El orden del discurso, Foucault continúa esta reflexión sobre el autor: “Sería absurdo, desde luego, negar la existencia del individuo que escribe e inventa. Pero pienso que (…) el individuo que se pone a escribir un texto, en cuyo horizonte merodea una posible obra, vuelve a asumir la función del autor: lo que escribe y lo que no escribe, lo que perfila, incluso en calidad de borrador provisional, como bosquejo de la obra, y lo que deja caer como declaraciones cotidianas, todo ese juego de diferencias está prescrito para la función de autor, tal como él la recibe de su época, o tal como a su vez la modifica. Pues puede muy bien alterar la imagen tradicional que se tiene del autor; es a partir de una nueva posición del autor, como podrá hacer resaltar, de todo lo que habría podido decir, de todo cuanto dice todos los días, en todo instante, el perfil todavía vacilante de su obra��. (2009: 32)
[5] Las referencias al texto de Barthes se toman de la edición de Kindle de Ensayos críticos.
[6] Barthes va en contra de la idea de que “la explicación de la obra se [busque] siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la acción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estaría entregando sus «confidencias»”.
[7] “La presencia del escritor real en el volumen acompañada de alguna atribución respecto a los manuscritos que ha facilitado su publicación y su lectura: o bien se presenta como editor de una obra que ha descubierto (…) o le ha sido legada (en tanto que albacea sui generis), o bien se ha encargado de traducir un original de otra lengua” (Juliá, 2008: 91-92).
[8] Otras obras heterónimas de Montejo Guitarra del horizonte, atribuido a Sergio Sandoval, y Chamario, atribuido a Eduardo Polo, donde se explora el lenguaje infantil.
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El mundo como metáfora: una aproximación a la obra de Haruki Murakami
Luis D. Bolívar
¿De qué hablamos cuando hablamos de Haruki Murakami? Podríamos hablar del hombre detrás de la ficción, de ese japonés tan particular que un día, en medio de un partido de béisbol, decidió de la nada dedicarse a escribir. Anécdota excesivamente murakamiana: en el momento en que un bateador norteamericano conecta un doble, un hombre promedio, un espectador más entre la muchedumbre, siente la urgencia repentina de atravesar el umbral hacia esa otra realidad que es la escritura. ¿Pero realmente importa esto? Dejando de lado el mito, lo que importa es que el capricho que sigue al batazo representa el punto de partida de una de las obras literarias más interesantes de nuestro tiempo. Pocos meses después de ese partido intrascendente, aparecería publicada Hear the wind sing, la primera novela de Murakami, escritor problemático desde sus primeras páginas. Ya desde esta primera novela comienzan las confusiones, las contradicciones y los puntos de vista opuestos; no puede esperarse otra cosa de una obra cuya particularidad es precisamente la tensión entre conceptos antagónicos.
Se podría escribir mucho acerca de los problemas y contradicciones que plantea la obra de Murakami; preguntarse si se trata de la obra de un japonés occidentalizado, o de un occidental que escribe en japonés; interrogarse acerca del valor estético de una prosa tan sencilla y tan marcada por la cultura pop y por lo banal; cuestionarse cómo es que un autor ha podido cosechar, al mismo tiempo, un gran prestigio a nivel de crítica y un gran éxito a nivel de ventas, son todas cuestiones interesantes, pero ¿son realmente importantes? ¿Por qué mejor no acercarse a la obra para tratar de entender desde adentro qué es lo que hace de Murakami un autor tan particular? Todas estas preguntas dejan de tener sentido si comenzamos a plantearnos a Murakami como un autor único, inclasificable, que ha hecho de las contradicciones y de lo inverosímil una marca identitaria. A medio camino entre lo occidental y lo oriental, entre lo culto y lo pop, entre el cliché y lo peculiar, entre la espiritualidad y lo mundano, se ubica la obra de Murakami, a la que me aproximaré en estas páginas para analizar algunos de sus aspectos más particulares.
Comenzaré con un lugar común murakamiano: la relación estrecha, presente a lo largo de la obra del japonés, entre el sueño y la vigilia como opuestos que se confunden en un espacio incierto. El lector que se sumerge en el mundo ficcional de Murakami se pierde entre su narrativa hipnótica, y emerge como quien despierta de un sueño especialmente vívido; por unos instantes es imposible distinguir la realidad del sueño, y cuando la confusión se evapora la impresión permanece intacta. Es posible establecer una narrativa del sueño, contar los hechos con cierto orden lógico, pero no hay lenguaje que permita recrear fielmente la impresión de esa irrealidad familiar que es el sueño, ese enrarecimiento de lo conocido que causa confusión y vértigo. El mundo ficcional de Murakami opera con una mecánica similar a la del sueño y el despertar, y se asemeja a ese espacio fronterizo en el que ambos se confunden. La narrativa de Murakami está regida por la incertidumbre. No hay lugar en ella para la estabilidad. Las fronteras se desvanecen y los personajes viven en un espacio en que la cotidianidad, ese mundo que se mueve al compás del tedio, se ve invadida de pronto por la irrupción de ese otro mundo, el de lo extraño y lo inaudito, el mundo de los gatos parlantes, de las prostitutas de la mente, de los lectores de sueños y de los hechos imposibles. Fijar los límites de la realidad resulta entonces una tarea inútil.
En términos generales, la novela de Murakami suele ser una oscilación constante entre opuestos. De un momento a otro pasamos de las escenas más mundanas a las más inauditas. Dice acertadamente Rodrigo Fresán que la obra del japonés plantea «un juego de reglas imprecisas pero firmes. Obliga (…) a una entrega absoluta sin cuestionamientos ni prejuicios. Hay que entrar rindiéndose primero para salir ganando después. Quien se resista se quedará fuera, confundiendo lo raro con lo tonto, irritado e insomne (…) Lo suyo posee la textura imposible pero verosímil de los mejores sueños». Entrar rendido como quien sucumbe ante el sueño, o ¿de qué otra forma es posible aceptar que de un momento a otro pasemos, con la más sutil violencia (inevitable oxímoron) de escenas, descritas de una forma exasperantemente minuciosa, en las que los personajes cocinan, hacen ejercicio o se lavan los dientes, a escenas en las que, por ejemplo, un hombre vestido como Johnnie Walker, el emblema de la marca de whisky, pasea por Tokio asesinando gatos? Sería muy sencillo resistirse a firmar un pacto ficcional cuyo contrato está escrito con la tinta de lo excesivamente inverosímil, pero lo más interesante de Murakami, más allá de su valor como novelista, es que plantea una obra que se mueve entre lo que, se supone, es incompatible, una novela abierta y polisémica, que violenta la escritura hasta un territorio impensado e inhóspito. No es que Murakami se valga de la indeterminación para crear una obra supuestamente interesante; el gran problema –y el gran atractivo– de la obra del japonés es que, al crear un mundo ficcional que funciona como limbo o espacio fronterizo, resulta imposible que exista un sentido fijo dentro de ese la ficción. No se trata de un capricho estilístico del autor: se trata de que el mundo ficcional se vuelve autónomo, escapando de toda interpretación inequívoca, por lo que tanto el lector como el personaje se ven obligados a arrojarse a la interpretación. La idea del mundo como una metáfora en la obra de Murakami, que pretendo plantear a continuación, es solo una de esas múltiples interpretaciones. Para ello, me acercaré de forma panorámica la que es, posiblemente, la novela más emblemática del autor: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, publicada en 1995.
La rutina y la monotonía en la obra de Murakami son vitales para marcar contrastes y entender la idea del mundo ficcional inestable. En las primeras páginas de Crónica que da cuerda al mundo hay un ambiente de aparente estabilidad: Tooru Okada, arquetipo por excelencia (o por mediocridad) del entrecomillado héroe murakamiano, acaba de dejar su empleo. Junto a su esposa lleva una vida apacible: ella trabaja y él se dedica a las labores domésticas mientras decide qué hacer respecto a su trabajo. Pasa los días cocinando, encargándose de la limpieza, escuchando música y leyendo. Hasta ahora no hay signos de inestabilidad; pero lo cotidiano poco a poco va perdiendo sentido y comienzan a suceder uno tras otro cambios en su vida. Primero desaparece su gato; aparecen a su alrededor personajes extraños e inverosímiles. Finalmente es abandonado por su esposa, perdiendo de esta forma su único vínculo con la realidad exterior. En medio del caos, la realidad y la metáfora comienzan a fundirse en ese interminable juego de opuestos. Un leitmotif importante de la obra es el pájaro-que-da-cuerda, un ave cuyo canto le recuerda a Okada el sonido de un reloj o de un dispositivo de cuerda. El pájaro-que-da-cuerda es la metáfora del orden y la estabilidad, del tiempo y la normalidad: Okada le atribuye la responsabilidad de poner en marcha el mecanismo del mundo cada día. Cuando el pájaro-que-da-cuerda desaparece, el mundo sufre para Okada un estancamiento; el tiempo parece haberse detenido, o más bien él parece haber quedado fuera del tiempo. Si existe o no el pájaro-que-da-cuerda es irrelevante: para Tooru Okada la metáfora se funde con la realidad, y no hay nada de fortuito en el hecho de que su mujer lo abandone y al mismo tiempo el pájaro desaparezca, desaparezca su canto, su dar cuerda. Es en este momento cuando comienzan a aparecer las adivinas estrafalarias, las prostitutas de la mente, las habitaciones de hotel pesadillescas. La realidad parece fragmentarse en dos, se convierte en algo ajeno, y Okada debe caer lo más bajo que se pueda caer: caer al fondo de sí mismo, parafraseando a Huidobro. Más bien, debe bajar al fondo de sí mismo, lo que nos lleva a otra de las metáforas esenciales no solo de Crónica sino también de toda la narrativa murakamiana: el pozo.
Tooru Okada, en principio, puede parecer un personaje completamente indiferente ante todo. Podríamos hablar de su incapacidad de luchar, de su inexpresividad ante la realidad abrumadora que lo rechaza y considerarlo una especie de héroe des-romantizado. En él no existe ningún tipo de declamación, de expresión de una voluntad individual que se oponga al mundo. Es un hombre anodino, que vive cómodamente en la mediocridad, que acepta sin más la voluntad de la realidad ajena. Sin embargo, Okada es un personaje que posee la voluntad de enfrentarse a sí mismo para dar forma al caos y tratar de recuperar su nexo con el mundo. El pozo es la otra metáfora importante presente en la novela, es el lugar al que desciende Tooru Okada para encontrar respuestas sobre la vida que ha llevado hasta ahora, sobre por qué su mujer lo ha abandonado. El pozo es la metáfora de la interioridad, del subsuelo emocional el que están ocultas aquellas cosas que tememos admitir sobre nosotros mismos. El pozo se convierte no solo en el lugar donde se palpa la propia oscuridad interior, sino que se convierte en nexo entre la realidad cotidiana y la realidad metafórica, pues es en el fondo del pozo donde ambos mundos se conectan. El pozo sirve como umbral entre ambos mundos, y estando en el fondo Okada atraviesa hacia la realidad metafórica del hotel, un laberinto de habitaciones marcado por el sentimiento de lo siniestro y lo fantasmagórico de lo vagamente familiar. Es en este hotel de la realidad interior en donde intentará reencontrarse con su esposa. Al igual que con el pájaro-que-da-cuerda, el pozo es a la vez metáfora y realidad.
Otra metáfora recurrente en Crónica es la idea del cuerpo como un recipiente que es vaciado y vuelto a llenar constantemente. El cuerpo es la vasija en la que la identidad de los personajes sufre distintas metamorfosis al estar expuestos al mundo caótico. Las experiencias vitales transforman la narrativa del yo, alteran el cauce natural de la individualidad. Dice Tooru Okada desde el fondo del pozo: «Yo no soy más que un simple camino por donde pasa el hombre que yo soy». El cuerpo es un lugar de tránsito el que habita momentáneamente una de las múltiples identidades de los personajes. Es a través de la violencia, del erotismo, del abandono y de la cercanía con la muerte que las puertas que sellan la interioridad se abren, dejando entrar al cuerpo la nueva identidad de los personajes. En Crónica, por ejemplo, la experiencia que marca a Tooru Okada es el abandono, acompañado de la carga de lo erótico y lo violento; el erotismo viene dado por los encuentros con mujeres misteriosas, encuentros cuyo carácter carnal o metafórico es imposible discernir; la violencia es una constante, ya sea en forma de historias de guerra que le son contadas a Tooru, o trátese de la más cruda violencia física. La violencia y el erotismo son las llaves del kokoro, ese concepto tan japonés que funde en una sola idea el corazón y la mente.
De esta forma, puede decirse que el mundo ficcional de Murakami se mueve al ritmo de una danza tanática y erótica que produce personajes que son muchas veces inverosímiles, pero que están vivos dentro de la ficción porque sienten, sufren y cambian, porque sus heridas y placeres, reales o metafóricos, adquieren para ellos un significado y un espesor propio. Lo inverosímil solo es inverosímil en relación con un mundo estable, con unos preceptos fijos; en el mundo de Murakami, donde hay dos espacios que cohabitan y se entrelazan, uno de ellos el de lo concreto, el mundo del cuerpo, el otro el mundo subjetivo e interpretable de la metáfora, la idea de la verosimilitud pierde sentido; al no haber estabilidad no hay manera de discriminar lo que es verosímil de lo que no lo es, lo mismo que ocurre en el territorio de la imaginación y del sueño. El cuerpo termina siendo simplemente el vínculo entre ambas realidades.
La realidad pasa a ser una imagen refractada en la que el mundo y la metáfora se intercambian constantemente.. Cuando la realidad exterior se vuelve hostil, caótica e incomprensible, el mundo se convierte en un lugar vaciado de toda significación, como un lenguaje familiar cuyos significados escapan, de repente, de la comprensión del personaje. La realidad y la metáfora se confunden cuando los elementos que conforman el mundo se enrarecen y se convierten en algo incomprensible, un lenguaje que necesita ser reformulado, y para el personaje, desplazado hacia el fondo de sí mismo por un mundo al que es incapaz de comprender, la única manera de sobrevivir es recreando la realidad desde la propia interioridad. Escribe Murakami en Kafka en la orilla:
«Lo que existe fuera de ti es una proyección de lo que existe en tu interior, lo que hay dentro de ti es una proyección de lo que existe fuera de ti. Por eso, a veces, puedes hollar el laberinto interior pisando el laberinto exterior. Aunque eso, en la mayoría de los casos, es muy peligroso». La obra de Murakami representa ese espacio peligroso en el que ya no hay límites entre el interior y el exterior, entre el lenguaje metafórico y la realidad. Cuando ya no es posible mantener fijos los límites que ordenan el mundo –y de ahí la importancia del pájaro-que-da-cuerda–, el espacio se enmascara, se vuelve negativo, opaco, abierto a la subjetividad. El lenguaje transparente se oscurece y se vuelve metafórico. El mundo como metáfora es el mundo de la negación de una única verdad; la negatividad convierte al mundo en un espacio de posibilidades, donde es posible jugar a la interpretación y donde las cosas cambian de forma bajo una luz distinta, como una imagen que cambia dependiendo de nuestra perspectiva o como ese sueño cuyo recuerdo se vuelve cada vez más impreciso.
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El fracaso del lenguaje: Esperando a Godot, de Samuel Beckett
Luis D. Bolívar
«Ai aia aia / ia ia ia aia ui Tralalí /Lali lalá /Aruaru.» Vicente Huidobro (Altazor, canto VI)
Imaginemos una situación cotidiana: A se topa con B en un día cualquiera en un lugar cualquiera. A y B se conocen desde hace mucho tiempo, pero ninguno puede recordar cuándo fue la última vez que se vieron. A no sabe mucho acerca de B, quien sólo conoce algunos detalles insignificantes sobre la vida de A. Sin embargo, cuando se topan en ese lugar cualquiera, A y B se saludan efusivamente, como si fuesen grandes amigos de toda la vida. La verdad es que B nunca le agradó demasiado a A; sin embargo, A no puede evitar sonreír al saludar a su antiguo (des)conocido. B, por otro lado, no logra contener el impulso de abrazar a A. Al hacerlo, B formula una serie de preguntas y exclamaciones –“¿Cómo estás? ¿Cómo va todo? ¿Qué hay de tu vida? ¡Cuánto tiempo!”– a las que A responde de manera automática –“¡Bien! ¡Qué bueno verte! ¡Sí! ¿Cómo te trata la vida?”–. La conversación (que se asemeja más a un concurso de monosílabos y frases hechas que a una verdadera conversación) se prolonga por varios minutos. De repente, A escucha su propia voz, que le suena extraña y distante; luego se fija en el rostro de B: más allá de los rasgos desagradables, la sonrisa idiota, los ojos ausentes y el hilo de sudor que baja por la frente de B, A se estremece porque se ve a sí mismo en los ojos de su interlocutor. A sufre una especie de desdoblamiento: de repente se observa a sí mismo desde fuera y no se reconoce: ¿Por qué está hablando con alguien a quien desdeña como si fuese alguien a quien aprecia? ¿Por qué se ha convertido repentinamente en un autómata que responde sin darse cuenta a una serie de preguntas que, está seguro, son meros formalismos en los que no hay ni un ápice de genuino interés? ¿De dónde salen esas palabras que se oye pronunciar y que no responden a lo que verdaderamente siente? A se siente enfermo y ajeno a sí mismo, siente ganas de salir corriendo. Por suerte, B se despide, no sin antes prometer que llamará a A para tomarse un café un día de estos. Evidentemente, y para el alivio de A, esa llamada nunca ocurre.
Esta especie de narración pretende ilustrar, de manera bastante precaria, la sensación del absurdo. En el momento en que A cobra consciencia de su situación, la realidad sufre un proceso de ajenidad, incluso el propio yo. A se percata de la brecha que existe entre lo que siente –su desagrado por B– y lo que expresa a través del lenguaje –“¡Qué bueno verte!”–. En La náusea, Jean-Paul Sartre describe como una “náusea” este proceso de enajenación que se experimenta cuando los velos de la realidad desaparecen y el individuo entra en contacto con la vacuidad del mundo. Albert Camus, en El mito de Sísifo, habla del “sentimiento de lo absurdo”. Lo que experimenta A es similar a lo que Camus plantea:
Un mundo que se puede explicar incluso con malas razones es un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño. Es un exilio sin recurso, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Tal divorcio entre el nombre y su vida, entre el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo[1].
La capacidad de explicar el mundo, como señala Camus, hace que la realidad sea un espacio familiar, un hábitat en el que el individuo se desenvuelve con naturalidad. En la novela de Sartre, Antoine Ronquentin hace familiar el sentimiento de la náusea objetivando su angustia por medio de la escritura de un diario, es decir, por medio del lenguaje. A, por el contrario, al escuchar su propia voz expresando una serie de palabras que le resultan ajenas, se ve traicionado por el lenguaje. Esto nos insinúa la gran contradicción del lenguaje: es un medio para aprehender mundo, explicar la realidad y hacerla familiar, pero también es un velo que oculta la verdad, que la transfigura y la deforma, que hace imposible su formulación. El lenguaje, paradójicamente, es perfectamente capaz de no decir, de no significar. Los convencionalismos y las frases hechas desgastan el lenguaje, lo vacían de significación, anulan todo intento de comunicación y reducen el proceso comunicativo a una especie de intercambio sin sentido en el que lo que ocurre es un proceso de estímulo (“hola, ¿cómo estás?”) y respuesta (“bien, ¿y tú?”)[2]. Cuando el lenguaje pierde su profundidad, al convertirse en un simple instrumento para cumplir los protocolos sociales, su capacidad de explicar el mundo se ve mermada y las palabras se convierten en ruidos insignificantes.
El teatro de Samuel Beckett –el teatro del absurdo en general– pone en evidencia el carácter conflictivo del lenguaje, sus trampas y contradicciones; pero, sobre todo, las obras de Beckett son capaces de transmitir el absurdo valiéndose de estas trampas y contradicciones del lenguaje. Beckett desdeña los convencionalismos, desprecia la gestualidad vacía y las formalidades, y, sobre todo, conoce los peligros de la lengua, por lo que desconfía de ésta. La escritura de Beckett es una rebelión contra el lenguaje, un gesto de desacralización que destruye no sólo la ��solemnidad” de la lengua literaria, sino que también busca despojar al lenguaje de su lógica, su secuencialidad y, por ende, de su sentido. Esslin comenta al respecto: “[Beckett] ha desvalorizado el lenguaje como vehículo de comunicación de verdades esenciales, mostrándose un gran maestro del lenguaje como medio artístico” (1966: 66)[3].
El teatro del absurdo, en su intención de transmitir al espectador la sensación del absurdo, se arma a través de un lenguaje en el que la lógica ha desaparecido, en el que los diálogos no se hilan a través de la coherencia sino a través de la aleatoriedad, un lenguaje que, además, suele emplearse para crear contraste entre lo que el personaje dice y lo que el personaje hace. A través de este uso particular de un lenguaje desacralizado y desvalorizado, un lenguaje absurdo, Beckett –al igual que Ionesco o Genet– logra que sus obras produzcan en el espectador la sensación desagradable y angustiosa del vacío, de la futilidad de la existencia, de la intrascendencia de la vida, de la imposibilidad de dar un sentido a la experiencia y de la soledad del hombre moderno tras la “muerte de Dios”. Como apunta Esslin, estas preocupaciones temáticas están también presentes en el llamado “teatro existencialista”, que incluye las obras de Camus y Sartre; sin embargo, estos dos autores plantean estos temas en un teatro tradicional, conservador, escrito con un lenguaje lógico, coherente y racional que provoca una brecha insalvable entre el contenido temático y la forma (Esslin, 1966: 15-16). En otras palabras, allí donde el teatro existencialista explica y teoriza sobre el absurdo, el teatro de Beckett, Ionesco y Genet, entre otros, muestra el absurdo, lo transmite al espectador. Esslin señala: “El Teatro del Absurdo ha renunciado a argüir sobre lo absurdo de la condición humana, se limita a presentarlo en imágenes escénicas concretas” (1966: 16).
Esperando a Godot (1955), una de las obras más representativas del teatro del absurdo, da cuenta no sólo de las preocupaciones existenciales que caracterizan la producción de los dramaturgos asociados a esta corriente; también es un ejemplo paradigmático de este uso particular del lenguaje que consiste en la repetición, la libre asociación de ideas y la ruptura de la secuencialidad y de la lógica. “Cháchara incoherente”, diría Esslin, pero no en un sentido peyorativo: al renunciar al lenguaje teatral institucionalizado y tradicional, Beckett se permite explorar nuevos rincones del lenguaje a la manera de, por ejemplo, James Joyce en Ulises o Vicente Huidobro y César Vallejo en la poesía. El dramaturgo logra desintegrar la idea de una “trama” a través de la inacción y la pasividad de sus personajes, sumidos en una espera insoportable para el espectador: nada ocurre, Godot nunca llega, jamás llegará, pero Vladimiro y Estragón continúan esperando, y mientras la esperanza de la salvación que representa Godot se mantiene viva, los personajes ven transcurrir el tiempo entre palabras vaciadas de sentido. Beckett no intenta construir una obra que enseñe o adoctrine al espectador, no busca despertar en éste una reflexión moral; la experiencia de Esperando a Godot logra transmitir el absurdo precisamente porque no da ninguna respuesta, porque el lenguaje con el que está escrita no dice nada y sus personajes son marionetas inmóviles, atadas por la espera –esperanza–, incapaces de comprender la condición inhumana de su situación. Camus, nuevamente en El mito de Sísifo, plantea una imagen que ilustra perfectamente la sensación de observar a Vladimiro y Estragón:
También los hombres segregan lo inhumano. En ciertas horas de lucidez, el aspecto mecánico de sus gestos, su pantomima carente de sentido vuelven estúpido cuanto les rodea. Un hombre habla por teléfono detrás de un tabique de vidrio; no se le oye, pero se ve su mímica sin sentido: uno se pregunta por qué vive.
En Esperando a Godot, el espectador sí logra escuchar a los personajes además de observar su “pantomima carente de sentido”, pero sus palabras carecen de peso, por lo que el espectador también se preguntará por qué viven, a la vez que experimentará la angustia de plantearse, a sí mismo, la misma pregunta. Un lenguaje que no dice nada produce una sensación de ajenidad, de extrañamiento y enajenación insoportable, como ocurre con A en la escena planteada al inicio de estas páginas. La espera, la inútil esperanza de la llegada de Godot, es lo que sostiene la obra. No hay lugar para monólogos hamletianos ni para rebeliones sociales: Vladimiro y Estragón –al igual que Pozzo, Lucky y el Muchacho– están condenados a una insoportable comedia humana, a una farsa existencial en la que ya no hay nada relevante que decir porque la realidad misma ha dejado al descubierto su falta de sentido, su carácter de mera contingencia azarosa. En la obra todo intento de comunicación se deforma y se convierte en interrupción o incomprensión: Estragón cuenta un chiste: “Un inglés borracho va a un prostíbulo. La encargada le pregunta si quiere una rubia una morena o una pelirroja. Sigue”. No hay más, el resto del chiste queda suspendido en el silencio, olvidado. A pesar de su carácter de seres complementarios, Vladimiro y Estragón parecen condenados a no entenderse, a no escucharse realmente y a comunicarse a través de ese intercambio de estímulos y respuestas que suponen las palabras de uno y otro:
ESTRAGÓN.— (Dulcemente.) ¿Querías hablarme? (Vladimiro no contesta. Estragón avanza un paso.) ¿Tenías algo que decirme? (Silencio. Avanza otro paso.) Habla, Didi. VLADIMIRO.— (Sin volverse.) No tengo nada que decirte. ESTRAGÓN.— (Avanza otro paso.) ¿Te has enojado? (Silencio. Otro paso.) Perdona. (Silencio. Otro paso. Le toca el hombro.) Vamos, Didi. (Silencio.) ¡Dame la mano! (Vladimiro se vuelve.) ¡Dame un abrazo! (Vladimiro se yergue) ¡Venga, hombre! (Vladimiro cede. Se abrazan. Estragón se echa atrás.) ¡Apestas a ajo![4]
El silencio, la banalidad y el salto aleatorio de un tema a otro impiden cualquier tipo de comunicación verdadera. La gestualidad se convierte también en un elemento que dilata la comunicación. Cuando Vladimiro y Estragón preguntan a Pozzo por qué no suelta la carga de Lucky, Pozzo responde sin decir nada, dilatando la respuesta, confundiendo con sus gestos, evitando la respuesta hasta el punto del ridículo Al igual que en el caso del chiste, la respuesta nunca llega. Si se da la respuesta, se da de manera confusa y en un momento en el que ya ha perdido su importancia.:
POZZO. — Me preguntan ustedes que por qué no suelta su carga, como ustedes dicen. VLADIMIRO.— Eso. POZZO.— (A Estragón.) ¿Está usted de acuerdo? ESTRAGÓN.— (Que sigue girando en torno a Lucky.) Resopla como una foca. POZZO.— Voy a contestarles. (A Estragón.) Pero estese quieto, se lo suplico, me pone usted nervioso. (…) POZZO.— Perfecto. ¿Están todos? ¿Me miran todos? (Mira a Lucky, tira de la cuerda. Lucky levanta la cabeza.) Mírame, cerdo. (Lucky le mira.) Perfecto. (Guarda la pipa en el bolsillo, saca un pulverizador, se rocía la garganta y vuelve a guardarlo en el bolsillo, carraspea, escupe, vuelve a sacar el pulverizador, se rocía la garganta y vuelve a guardarlo en el bolsillo.) Estoy preparado. ¿Me escuchan todos? (Mira a Lucky y tira de la cuerda.) ¡Avanza! (Lucky avanza.) ¡Ahí! (Lucky se detiene.) ¿Están todos preparados? (Mira a los tres, en último lugar a Lucky, y tira de la cuerda.) ¿Ahora? (Lucky levanta la cabeza.) No me gusta hablar sin que me escuchen. Bueno. Veamos. (Reflexiona.) ESTRAGÓN.— Me voy POZZO.— ¿Qué es exactamente lo que me han preguntado? VLADIMIRO.— ¿Por qué? POZZO.— (Colérico.) ¡No me interrumpan! (Pausa. Más tranquilo.) Si hablamos todos a un tiempo, no acabaremos nunca. (Pausa.) ¿Qué estaba diciendo? (Pausa. Más alto.) ¿Qué estaba diciendo?
En el lenguaje de los personajes no hay rastros de una reflexión previa; más bien los personajes hablan a través de repeticiones y asociaciones azarosas que diluyen los significados y, como ya se ha mencionado previamente, impiden cualquier tipo de comunicación y evidencian su carácter inhumano. Un ejemplo de aleatoriedad se da cuando Lucky baila y Pozzo pregunta a Vladimiro y Estragón si saben cómo se llama el baile de Lucky, a lo que estos responden con una serie de nombres sin niguna coherencia ni razón de ser lógica: “la muerte del lamparero”, “el cáncer de los ancianos”, “la danza de la red”… Por supuesto, la respuesta a la pregunta de Pozzo también queda suspendida en el silencio. Otro ejemplo de respuestas por asociación y azar se da cuando, en medio del encuentro con Pozzo –que ha resultado ser bastante desagradable, lo que contrasta con el diálogo–, Vladimiro y Estragón intercambian una serie de palabras:
VLADIMIRO.— Encantadora reunión. ESTRAGÓN.— Inolvidable. VLADIMIRO.— Y aún no ha terminado. ESTRAGÓN.— Eso parece. VLADIMIRO.— No ha hecho más que empezar. ESTRAGÓN.— Es terrible. VLADIMIRO.— Se diría que estamos en un espectáculo ESTRAGÓN.— En el circo. VLADIMIRO.— En una revista. ESTRAGÓN.— En el circo.
Pero quizás el momento en el que el lenguaje de Beckett se vuelve más extremo, en el que los significantes se rebelan con más violencia en contra de sus significados, y en el que la gramaticalidad y la sintaxis son totalmente vejadas es en el monólogo de Lucky:
Dada la existencia tal como surge de los recientes trabajos públicos de Pinçon y Wattmann de un Dios personal cuacuacuacua barba blanca cuacua fuera del tiempo del espacio que desde lo alto de su divina apatía su divina atambía Su divina afasia nos ama mucho con algunas excepciones no se sabe por que pero eso llegará y sufre tanto como la divina Mirando con aquellos que son no se sabe porque pero se tiene tiempo en el tormento en los fuegos suyos fuegos las llamas a poco que duren todavía un poco y quien puede dudar incendiarán al fin las vigas a saber llevaran el infierno a las nubes tan azules por momentos aun hoy y tranquilas tan tranquilas con una tranquilidad que no por ser intermitente es menos bienvenida pero no anticipemos y considerando por otra parte que como consecuencia de las investigaciones inacabadas no anticipemos las búsquedas inacabadas pero sin embargo coronada por la Acacacacademia de Antoropopopometría…
Esa exteriorización del pensamiento permite ver que el lenguaje ha fracasado como medio de comunicación, que la gramática y la sintaxis son meras ilusiones que maquillan el sin sentido y le dan la apariencia de algo coherente y comprensible. A propósito de esto, Esslin sostiene que “su uso del lenguaje [de Beckett] prueba sus limitaciones como medio de comunicación y vehículo de expresión de proposiciones válidas, y en general, como instrumento del pensamiento” (1966: 63). Sin embargo, incluso en este lenguaje opaco, en esa “cháchara incoherente” que, por momentos, no dice más de lo que diría un ruido o una onomatopeya, es capaz de potenciar los significados al desintegrarlos, en el sentido de que la vacuidad de las palabras permite que sea el lector o el espectador quien llene de sentido ese molde vacío en el que se ha convertido la lengua. Es este uno de los aspectos más interesantes de Esperando a Godot: el ser una obra en la que no ocurre nada y no se dice nada, pero sólo aparentemente; el sinsentido y la incoherencia superficiales presentan intersticios a través de los cuales puede apreciarse la profundidad de la obra. No hay una reflexión sobre la condición humana, sino más bien una escenificación de ésta a través de una caricatura que, lejos de ser exagerada, como podría pensar un espectador ingenuo, se acerca mucho a la realidad de nuestra condición contingente y vaciada de sentido.
[1] Camus, A. (2007). El mito de Sísifo (edición de Kindle). Madrid: Alianza.
[2] Un ejemplo banal de esta reducción de la comunicación a una especie de intercambio “pavloviano” se da cuando alguien elogia la ropa de otra persona y ésta responde con un “¡gracias, está a la orden!”. Se trata de una respuesta automática, que no remite a una verdadera intención de prestar la ropa. Ejemplos como éste abundan en la vida cotidiana.
[3] Esslin, M. (1966). El teatro del absurdo. Barcelona: Seix Barral.
[4] Esta cita y las posteriores están tomadas de la edición de Kindle de Esperando a Godot (Tusquets, 2013).
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Sobre el acto de escribir: las posibilidades de la finitud
Luis D. Bolívar
Comenzaré con un lugar común: la página en blanco, o el terror a la página en blanco, a ese espacio vacío que ha atormentado a los escritores por siglos por la sencilla razón de que ofrece la posibilidad de posibilidades infinitas. El espacio en blanco es un cosmos esperando ser regido por un dios, un dios que forje en él un mundo, que erija una arquitectura de palabras e ideas en los terrenos vírgenes de la hoja vacía, que despliegue una serie de imágenes y símbolos y transforme la nada en algo (un poema, un ensayo, un garabato, algo). La página en blanco no solo atormenta, también seduce: la blancura irradia libertad, y escribir es emular a Dios, es rasgar el silencio con un grito o una melodía, es hacer y deshacer, pero también es aferrarse a un mundo del que somos una parte minúscula y prescindible. Escribir –hablando en términos románticos– es aceptar la muerte física y a la vez vencerla, es liberarse del cuerpo y devenir en poema, ensayo o garabato y quedar grabado en la eternidad, con todo lo maravilloso y terrible que eso implica: el lenguaje traiciona al escritor, su sentido se fragmenta, se abre la caja de Pandora de las interpretaciones, surge la crítica, se resemantizan las palabras. Dice Enrique Vila-Matas que escribir es «un desposeerse sin fin, un morir sin detención posible»[1]: estas palabras que escribo dejan de ser mías en el momento en que son leídas, y yo como escritor muero en detrimento de mi propio texto. El escritor se vuelve, pues, el Ozymandias del poema de Shelley: escombros de una figura pretérita al lado un pedestal que reza una frase que, sacada de contexto por el tiempo, destructor por igual de esculturas y palabras, ha perdido por completo su significado original. Surge la ironía, la risa o la crítica literaria; en cualquier caso algo distinto a lo que pretendía transmitir el escritor, pues toda obra literaria se convierte, al ser leída, en una obra distinta que al ser escrita.
La idea que se pretende tejer en este ensayo no es más que una problemática del hombre moderno en su relación con el mundo y con el lenguaje. Tanto Leopardi en El infinito como Shelley en Ozymandias dan cuenta de lo que Foucault denomina la «analítica de la finitud»: la tensión del hombre moderno como sujeto y objeto del conocimiento, como ente que fundamenta ese conocimiento pero al que le es imposible escapar de su condición de ser finito: el hombre ante la inmensidad del mundo, ante la inclemencia del tiempo, ante su propio cerco, pero al que a la vez se le abre un espacio vacío bajo el que palpita la potencia de la creación. El acto de escribir es la imagen perfecta de relación de este hombre escindido, incapaz de ocupar todos los espacios del mundo pero capaz de crear nuevos espacios por medio de la palabra. Mi propia página en blanco ha dejado de existir, ese espacio de infinitas posibilidades se ha transformado en algo, en una reflexión ensayística. Sin embargo, por cada palabra que escribo hay un número casi infinito de palabras que ignoro, que se ocultan en un rincón oscuro, temblando con impaciencia, esperando ser mentadas. Sé que bajo estas palabras que selecciono cuidadosamente existe un lenguaje que me supera, que, como expresa Foucault, es anterior a mí, y que me es imposible aprehender en su totalidad; que como hombre soy finito, y que incluso el escritor en su intento de emular a Dios fracasa por su inexorable finitud. Sin embargo, quiero enfocarme en la idea de Foucault sobre el carácter paradójico de la finitud:
La finitud del hombre, anunciada en la positividad, se perfila en la forma paradójica de lo indefinido; indica, más que el rigor del límite, la monotonía de un camino que, sin duda, no tiene frontera pero que quizá no tiene esperanza. Sin embargo, todos estos contenidos, con todo lo que sustraen y todo lo que dejan también señalar hacia los confines del tiempo, no tienen positividad en el espacio del saber, no se ofrecen a la tarea de un conocimiento posible a no ser ligados por completo a la finitud[2].
La idea del hombre, «duplicado empírico-trascendental» según Foucault, que está cercado y es desbordado por una realidad inaprensible recuerda al Infinito de Leopardi: el poeta «subyugado por lo eterno», que bien podría ser el propio lenguaje, naufraga sin esperanzas –dulcemente sin esperanzas– por el mar de lo infinito. Y es aquel estar a la deriva, ese estado de subyugación del ser finito ante el infinito, lo que permite al hombre imaginar, conocer, descubrir lo impensado, intentar racionalizar lo que escapa de su comprensión y crear ese algo donde antes existía un silencio, un espacio en blanco. Al reconocerse como finito, como ente cercado por sus propias limitaciones, al hombre le es revelado que existen rincones oscuros de la realidad sobre los que es necesario reflexionar. No pensar, sino pensarse; no pensar la realidad, pensar qué es aquello a lo que se denomina realidad y por qué existen las cosas, y, como escribe Leopardi en El infinito, «a través de esta inmensidad se ahoga el pensamiento», dulcemente y sin esperanzas, pero sin dar señales de admitir la derrota.
Cada pensamiento es como estar en una habitación rodeada de un número incalculable de puertas cerradas. Pensar se convierte en un acto de atravesar puertas y descubrir nuevas habitaciones. Se puede atravesar cualquiera de esas puertas, pero jamás se podrá acceder a todas, ni siquiera volver a la habitación original porque no hay tal cosa como una habitación original, e incluso si se quiere volver a la habitación anterior el camino se desdibuja, cambia y el pensamiento al que se vuelve es una parodia o un espectro del pensamiento al que quería volverse. Pasa lo mismo al escribir. Escribe Kafka en una de sus cartas: «Escribo diferente de lo que hablo, hablo diferente de lo que pienso, pienso diferente de lo que debería pensar, y así sucesivamente hasta la más profunda oscuridad»[3]. Infinita oscuridad: lo impensado. La finitud de la que habla Foucault se manifiesta perfectamente en el proceso de pensar y en el proceso de escribir. La duplicidad del cogito y lo impensado aparece en ese vaivén entre lo que se piensa y lo que podría pensarse, la palabra que se escribe y aquella que aguarda para siempre, cubierta de polvo en un rincón oscuro del lenguaje, ser escrita[4], y en el hecho de que escribir es una transcripción deficiente del pensamiento, más bien una traducción en la que se pierde el contenido que escapa de lo lingüístico (lo emocional, por ejemplo), y el hombre «cuando trata de definir su esencia de sujeto parlante, más acá de cualquier lengua efectivamente constituida, no encuentra jamás sino la posibilidad ya desplegada del lenguaje y no el balbuceo, la primera palabra a partir de la cual se hicieron posibles todas las lenguas y el lenguaje mismo»[5]. Pienso que es esta frustración que causa el límite inherente al hombre lo que propicia el lenguaje poético: el límite se metamorfosea en posibilidad, el callejón sin salida de lenguaje se convierte en un salón de espejos que refleja nuevas expresiones y contenidos inéditos dentro de la misma finitud, una finitud que se ensancha sin dejar de ser finita. «Qué es pues este lenguaje que no dice nada, que no se calla jamás y que se llama "literatura”?», se pregunta Foucault. Me atrevo a decir que es el lenguaje del hombre atrapado en sí mismo.
La poesía, al menos la poesía moderna, nace de esa finitud; es la exhalación del poeta que quiere no solo vencer al lenguaje sino vencerse a sí mismo y a sus propias limitaciones; es buscar dentro de sí y dentro de la enorme red dictatorial del lenguaje ese espacio oscuro, esquivo, subterráneo y a la vez estratosférico de lo impensado. El poema es un intento de romper las cadenas del lenguaje por medio del propio lenguaje, un grito de emancipación en el que se deforma la jaula, se la retuerce y moldea en algo que, sin dejar de ser jaula, permite ahora salir y hallar fuera nuevas significaciones. La poesía se convierte entonces en una voz sagrada, un suspiro primigenio que inaugura nuevos mundos, nuevas posibilidades. Dice Octavio Paz que «la palabra poética es mediación entre lo sagrado y los hombres, y así es el verdadero fundamento de la sociedad. Poesía es historia, lenguaje y sociedad, la poesía como punto de intersección entre el poder divino y la libertad humana, el poeta como guardián de la palabra que nos preserva del caos original: todas estas oposiciones anticipan los temas centrales de la poesía moderna»[6]. Poder divino y libertad humana: lo empírico y lo trascendental que habitan dentro del hombre moderno, escindido entre su papel de dios y su corporeidad: deidad efímera, cuerpo capaz de grabar palabras en una eternidad que lo deslumbra, demiurgo ante las arenas infinitas de Shelley, náufrago en la inmensidad de la naturaleza de Leopardi, conquistador de la página en blanco que lo atormenta y lo enceguece. La ironía amarga de Shelley y la derrota dulce de Leopardi son, a fin de cuentas, la misma cosa: una aceptación de la muerte no como fin sino como principio y como potencialidad. Borrar y reescribir, reír en el silencio del mundo y construir sobre las arenas, sobre el infinito o sobre la página en blanco una obra que elude a la muerte, que al ser independiente de la mano que la crea, no se calla nunca.
Donde antes había una página en blanco ahora hay un ensayo intrascendente. No puedo escapar de los límites de la página, pero tengo la libertad de crear en ella cualquier cosa, un abanico infinito de mundos. Sobre estas páginas se erige un ensayo de la misma manera que podría haber sobre ella un cuento, un poema, un garabato, una línea o una mancha. No se puede escapar del límite, de la propia finitud, y sin embargo el espacio de lo posible dentro del lenguaje y del pensamiento es inconmensurable. En palabras de Shelley, en uno de los versos más hermosos de Ozymandias: «The lone and level sands stretch far away… », al igual que esta página que no tiene fronteras y que se extiende más allá de mi propia comprensión.
[1] Enrique Vila-Matas, Doctor Pasavento
[2] Michel Foucault, Las palabras y las cosas
[3] Franz Kafka, Escritos sobre el arte de escribir
[4] Al respecto se pregunta Foucault: «¿Cómo puede [el hombre] ser el sujeto de un lenguaje que desde hace millares de años se ha formado sin él, cuyo sistema se le escapa, cuyo sentido duerme un sueño casi invencible en las palabras que hace centellear un instante por su discurso y en el interior del cual está constreñido, desde el principio del juego, a alojar su palabra y su pensamiento, como si éstos no hicieran más que animar por algún tiempo un segmento sobre esta trama de posibilidades innumerables?»
[5] Michel Foucault, Las palabras y las cosas
[6] Octavio Paz, Los hijos del limo
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J.D. Salinger: las cicatrices de la guerra en A perfect day for Bananafish
Luis D. Bolívar
Aproximarse a la historia de los Estados Unidos durante el siglo XX es aproximarse, inevitablemente, a la guerra: Segunda Guerra Mundial, Guerra Fría, Guerra de Vietnam, Guerra del Golfo... un desfile de conflictos bélicos que han forjado la identidad americana moderna. Si bien EE.UU. no tuvo una participación directa en la Primera Guerra Mundial, la sombra de la guerra se proyectó sobre la nación americana, el olor a plomo y a sangre que llegaba desde Europa alertó a los estadounidenses, exacerbó su patriotismo y en cierta forma definió lo que serían los años 20 en Estados Unidos: una celebración de la vida, un éxtasis dionisíaco bajo la sombra negra de la guerra que no se disipó con el Tratado de Versalles, aun cuando el conflicto no tocó directamente a los norteamericanos. La participación directa –incluso la apertura del fuego– de Estados Unidos en guerras posteriores tuvo un efecto muy distinto en los americanos: si la Segunda Guerra Mundial también exacerbó el ánimo patriota de los estadounidenses impactados por Pearl Harbor, las guerras posteriores ocasionaron un resquebrajamiento de los valores tradicionales americanos, una polarización que dio pie a los movimientos contraculturales y el cuestionamiento de lo que implica ser estadounidense. Sin embargo, no es mi intención en este ensayo valorar positiva o negativamente la forma como las guerras han influido en los americanos, sino enfocarme en los trastornos que las guerras causan en la psiquis nacional, tomando como ejemplo el cuento de J.D. Salinger A perfect day for bananafish.
Es interesante pensar que Estados Unidos, la nación republicana por excelencia, con permiso de Francia, no se alejó del todo de las figuras monárquicas, en el sentido de una especie de monarquía social, simbólica, que ha estado presente durante toda la modernidad americana, en diferentes encarnaciones. Pensemos, por ejemplo, en las celebridades y en los deportistas de hoy en día: ¿qué mejor ejemplo de esa monarquía social que esas celebridades que viven en un pedestal y son admiradas desde abajo por millones de personas, y cuyas vidas se convierten en asunto de interés nacional? Otro ejemplo se da en la vida social fuertemente jerarquizada de las escuelas estadounidenses, en las que cada año se elige a una pareja de reyes, que suelen ser la estrella deportiva y la cheerleader popular. Hasta cierto punto de la historia estadounidense, hubo otra pareja que representaba esta monarquía social: la pareja formada por el veterano de guerra y la esposa modelo, íconos de la familia perfecta, ejemplo de admiración y de valores, la personificación del sueño americano. Si bien el soldado y el veterano continúan siendo figuras que inspiran respeto y admiración, fenómenos como el rechazo a la guerra, producto de la contracultura, y el feminismo han desvirtuado este modelo de familia perfecta. La guerra cambia la historia, cambia los valores, pero sobre todo cambia a los hombres. Salinger, en el cuento mencionado, propone un ejemplo interesante de este sueño convertido en pesadilla.
Es necesario este preámbulo referente a la guerra y a los norteamericanos por la sencilla razón de que J.D. Salinger fue un veterano de guerra. Su participación en la Segunda Guerra Mundial fue voluntaria. Patriota por convicción, Salinger formó parte de la 4ta división de Infantería del ejército de Estados Unidos. Su participación en la guerra fue un período crucial en su vida de escritor: Salinger comenzó a escribir The catcher in the rye durante su servicio en la guerra, incluso se cuenta que cuando salía a combatir, guardaba bajo su uniforme algunas de las páginas escritas de la novela. Durante la liberación de París, en agosto de 1944, Salinger conoció a Ernest Hemingway, su ídolo literario, a quien entregó un manuscrito. Hemingway se sintió orgulloso de ver a un soldado joven que además se perfilaba como un gran escritor. Pero más allá de esas pequeñas satisfacciones literarias, nadie escapa al horror de la guerra. Salinger sufrió en 1946 una crisis nerviosa que por poco lo lleva a la locura, pero que representó también el germen para uno de los cuentos más importantes del escritor norteamericano, el cuento sobre el que se centra este ensayo: A perfect day for bananafish.
Si la Guerra Civil estadounidense forjó lo que sería Mark Twain y la Primera Guerra Mundial lo que sería Ernest Hemingway, la Segunda Guerra Mundial permitió a J.D. Salinger encontrar su identidad literaria. A perfect day for bananafish, la primera satisfacción literaria de Salinger, pues fue su primer cuento publicado en The New Yorker, nace de la experiencia bélica de Salinger y su posterior crisis nerviosa, y da cuenta del horror y el trauma causados por la guerra y su efecto sobre la sociedad. El relato, publicado en 1948, se centra en las vacaciones del matrimonio Glass, ejemplo paradigmático –en apariencia– de la familia perfecta: Muriel es la esposa joven, de buena familia, sobreprotegida por sus padres, frívola y superficial señora de Seymour Glass, un héroe de guerra que hace poco ha recibido el alta médica de la unidad psiquiátrica del Ejército. El relato comienza con una conversación telefónica entre Muriel y su madre, quien preocupada por el comportamiento reciente y la inestabilidad mental de Seymour, insta a su hija a volver de sus vacaciones y a alejarse de su esposo. Muriel resta importancia a las advertencias de su madre, y ambas terminan hablando sobre el pésimo gusto de algunas personas alojadas en el hotel. La narración se vuelca posteriormente hacia la playa del hotel, donde ocurre el a la vez peculiar, pintoresco, surreal y siniestro episodio de la caza del pez banana. Seymour Glass y su pequeña amiga Sybil, una niña de cuatro años a la que conoció en el hotel, entablan una extraña conversación en la que Seymour muestra un aire disociado, cínico y siniestramente infantil, obviamente trastornado. El veterano de guerra propone a la niña nadar en busca del pez banana: un tipo de pez codicioso que se alimenta de bananas que encuentra en pozos, de los que luego no puede salir por engordar tras comer demasiadas bananas. Sybil afirma ver un pez banana, se sucede una escena con una amplia carga sexual implícita y ambos personajes salen del agua y se despiden. Al regresar al hotel, Seymour se muestra hostil y agresivo, y al entrar a su habitación, en la que Muriel duerme, busca su Ortgies calibre 7.65 y, sin decir nada, se dispara en la sien.
Más allá de que el cuento sea una especie de desdoblamiento del propio Salinger en el personaje de Seymour Glass (ambos veteranos de guerra que sufrieron un trastorno mental debido las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial), A perfect day for bananafish es un cuadro perfectamente realista de su tiempo, pero de una realidad sutilmente degradada y siniestra, una realidad trastornada, en la que debajo de las apariencias de perfección laten conflictos que no pueden ser ignorados. Lo que a primera vista parece un cuento sobre las vacaciones de una pareja perfecta es en realidad la fachada de una dualidad problemática para los americanos de la posguerra: por un lado una nueva celebración de la vida tras superar las penurias de la guerra, una actitud exuberante producto de la prosperidad económica, y por otro las cicatrices de la guerra, que aunque no se libró en suelo norteamericano (más allá del ataque a Pearl Harbor), tocó las fibras más sensibles del alma americana, como si de repente Estados Unidos hubiese dejado de ser una fortaleza impenetrable para convertirse también en testigo del horror a través de los ojos de sus soldados. Frivolidad y trauma. El caso del trastorno mental que sufrió Salinger no fue un caso aislado, un gran número de soldados regresó de la guerra con secuelas similares, por lo que Seymour Glass no es una anomalía fantasiosa y grotesca dentro de un cuadro perfecto, sino un ejemplo de cómo la guerra no termina tras el último disparo, sino que deja cicatrices visibles en el tejido de las naciones.
Tras ser publicado por The New Yorker tras una enorme cantidad de cartas de rechazo, puede decirse que Salinger encontró finalmente su propio tono e identidad como escritor: fue el escritor cínico, irónico, que se burló y atacó la frivolidad y la hipocresía de los americanos de su tiempo que ignoraban esa otra parte de lo que significaba ser americano, el trastorno y el trauma, dejados debajo del tapete de las apariencias. A perfect day for bananafish no es un cuento escrito desde la amargura o el desprecio, sino desde el punto de vista del americano que conoce los dos lados de la identidad americana de su tiempo: el horror y el placer; se me ocurre para definirlo la palabra pesadillesco, pero no por el desenlace, no por el horror del suicidio y sus circunstancias, no por la incomodidad que produce en el lector el personaje de Seymour Glass, el soldado trastornado incapaz de adaptarse al entorno, sino por ese mismo entorno y por los personajes que pululan en él: hipócritas y egoístas como los padres de Muriel, frívolos y banales como la misma Muriel, niños inocentes a punto de caer por el abismo de la adultez prematura (tomando una imagen de The catcher in the rye, la novela de Salinger), todo bajo una sensación insoportable de normalidad, de cotidianidad, que es lo que lleva a Glass a volarse la cabeza, según mi interpretación personal. El sueño americano de la pareja perfecta que, se intuye, representaban Seymour y Muriel antes de la guerra –imagino una especie de pareja Barbie y Ken de los años 40– se desfigura en pesadilla y las vacaciones terminan antes de lo previsto, not with a whimper, but with a bang, jugando un poco con la prostituida frase de T.S. Eliot
No hay que olvidar el hecho de que Salinger era un patriota, un hombre educado en una academia militar, que en primera instancia fue rechazado para participar en la guerra, y al que se le permitió ir a luchar solo tras apelar a sus superiores. Quiero decir con esto que Salinger no propone un cuento anti-americano o anti-sueño americano, sino un cuestionamiento de la degeneración de ese sueño, degradado en apariencias e hipocresía (y en estupidez, como lo hará ver más explícitamente el escritor en The catcher in the rye); Salinger no es un moralista: es un escritor que ironiza, que muestra, pero que no toma partido ni impone una moral, la sugiere crípticamente bajo un texto de una fuerza narrativa envidiable, que da pie a que el lector pueda reflexionar sobre si, por ejemplo, los peces banana no serán una metáfora de los americanos consumistas. El escritor no nos da respuestas, no tiene por qué hacerlo, pues como dijo a un fanático desesperado por encontrarlo y hablar con él sobre sus problemas familiares, es un escritor de ficción y no un consejero. [1]
Tanto para J.D. Salinger como para Seymour Glass, la guerra y el trauma posterior, y la incapacidad de adaptarse nuevamente a la vida cotidiana (en el caso de Salinger especialmente después del conseguir un reconocimiento literario masivo), fueron puntos determinantes en sus vidas: Glass elige el suicidio, Salinger elige la reclusión y el aislamiento, y en los años 60 deja de publicar y de dar entrevistas. A perfect day for bananafish, al igual que ocurre con The catcher in the rye, da cuenta de una devaluación de los valores de una sociedad sumida en una especie de autocomplacencia, que ignora el horror y que puede que aplauda a los héroes de la guerra, pero en el fondo no hace nada por comprenderlos. No se trata del suicidio de un personaje de ficción o de los trastornos de un escritor, sino del cambio que comienza a darse en la psiquis del país. No es casualidad que en los años 50 la generación beat comenzara a cuestionar y atacar los valores tradicionales. Con Salinger ya se anuncia un desencanto y una necesidad de cambio en forma de la locura suicida de Seymour Glass y la loca y curiosa fábula del pez banana, no tan loca si se lee detenidamente entre sus líneas.
[1] La anécdota de este fanático que maneja por cientos de kilómetros en busca del paradero de Salinger, tras este dejar de publicar y de dar entrevistas, y de prácticamente desaparecer de la luz pública, está recogida en el documental Salinger (2013).
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Sobre el poema LXVII de Trilce, de César Vallejo
El conjunto de poemas que conforman Trilce, de César Vallejo, se resiste a la lectura y plantea una especie de estética de la ininteligibilidad. Este carácter ininteligible no es producto de un trabajo de enrarecimiento operado sobre un lenguaje familiar, sino de un ejercicio de escritura que busca situar al poema fuera de la objetividad del lenguaje. La poética de Trilce apunta a la fundación de su propio lenguaje, inaccesible para el lector. Se trata, pues, de un gesto extremo de aislamiento que clausura el proceso dialéctico lector-poema, o por lo menos lo problematiza, obligando al lector a emprender nuevas formas de lectura: una lectura a tientas, en la oscuridad de un lenguaje ajeno y desconocido. Bien es cierto que gran parte de la poesía de vanguardia busca fundar nuevas experiencias de escritura/lectura (“Se debe escribir en una lengua que no sea materna”, planteaba Vicente Huidobro); pero la particularidad –la radicalidad– de Vallejo está en este lenguaje que no solo es extraño semánticamente, sino que es distinto sintácticamente. Su vocabulario, además, es constantemente productivo y sus significados son ajenos al lector, quien queda excluido, frustrado, de una lengua que le es extranjera y no tiene intención de comunicarse con él.
En el poema LXVII, este ejercicio de escritura radical no es, sin embargo, tan radical como, por ejemplo, en el XXXII (“Rumbbb… Trrraprrr rrach… chaz”) o en el IX (Vusco volvver de golpe el golpe”); no obstante, la experiencia de lectura no deja de producir un efecto de dislocación y enajenamiento, pues el poema mantiene un hermetismo y una opacidad que obstruyen su lectura. Esto se da, por ejemplo, cuando aparecen en los versos expresiones como “compases unípedos”, “trisado anélido” o metáforas como “lloriquea, gusanea, la arácnida acuarela de la melancolía”, operaciones de lenguaje en la que los referentes ocultan su significación y en las que no es posible establecer relaciones unívocas entre significados y significantes: todo esto se pierde en las zonas oscuras de un lenguaje extranjero e indeterminado. La lectura, más que un proceso de descubrimiento, se convierte en una experiencia de incertidumbre. Pero el hermetismo del poema, su condición de lenguaje secreto e imposible de descodificar, es consecuencia no tanto de estas operaciones de lenguaje sino de la concepción del poema como un espacio autosuficiente, encerrado en sí mismo, que no busca conectar o comunicarse con un elemento externo –un lector, por ejemplo–; el poema da por sentado lo que para el lector es desconocido, hace determinado lo que se sitúa en una zona secreta e inaccesible más allá del poema. El lenguaje no es tan violento ni se sitúa muy lejos de una sintaxis reconocible, pero el ejercicio de escritura busca insinuar para inmediatamente ocultar, decir para desdecir al instante. Por ejemplo: “Cuadro enmarcado de trisado anélido, cuadro / que faltó en ese sitio para donde / pensamos que vendría el gran espejo ausente/ Amor, éste es el cuadro que faltó”. El poema no necesita ni busca contextualizar sus referentes: éstos existen por y para sí mismos dentro de los propios límites de la página. En sus intersticios, sin embargo, puede intuirse algo: una ausencia, una no presencia que se insinúa como fondo temático de los versos bajo la capa de opacidad de su lenguaje.
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Comentario sobre La tierra baldía (1922), de T.S. Eliot
Luis D. Bolívar
En 1922, James Joyce publicaba Ulises. Ese mismo año T.S. Eliot publicaba La tierra baldía. Se trata, sin duda, de dos de las obras literarias más importantes y definitorias del siglo XX. La cercanía de ambas obras no es solo temporal o espacial; hay un punto de encuentro mucho más importante: el trabajo de ambos escritores responde a unas preocupaciones y una búsqueda estética similares. Tanto Joyce como Eliot dan cuenta de un momento muy particular de la historia de la literatura, un momento marcado por aquello que Ortega y Gasset llamó la “deshumanización del arte”, una nueva sensibilidad caracterizada por el imperativo de renovación, de experimentación y de nuevas formas de aproximarse tanto a la poesía como la narrativa para refundarlas y deslastrarlas de los cánones y preceptos de la tradición. Si bien esta tradición de la ruptura, como la definiría Octavio Paz, había germinado ya en el siglo anterior, Joyce y Eliot –al igual que los artistas de vanguardia en pintura– radicalizan el ejercicio de quiebre y renovación, llevan la literatura a lugares inéditos, ensanchan sus límites y obligan a emprender nuevas formas de lectura.
¿Cuáles son estos puntos que permiten conectar a Eliot y a Joyce? En primer lugar, hay que tener en cuenta que tanto la novela de Joyce como el poema de Eliot dan cuenta de la experiencia de la ciudad, capital por excelencia del mundo moderno. Bien es cierto que la tensa y problemática relación poesía-modernidad ya había sido inaugurada por Baudelaire, pero, si bien el hablante lírico de Las flores del mal se pasea por París, deteniéndose en lo abyecto, en la fealdad de las calles, el hollín de las fábricas y la miseria de los bares para dar cuenta de la experiencia que supone el contacto con la ciudad, con sus elementos caóticos y su ritmo acelerado e imprevisible, la rigidez y el cuidado formal de los poemas contrastan con lo caótico y vertiginoso de la experiencia. En Eliot, al igual que en Joyce, la experiencia halla su correspondencia en la forma. No quiere decir esto que La tierra baldía sea un poema descuidado en lo formal o azaroso en su escritura, al contrario; lo que ocurre es que Eliot se vale de varios recursos expresivos para emular en el poema la experiencia extratextual, siendo estos elementos lo que permiten emparentarlo con Joyce: la simultaneidad de lo registrado, la disolución de la totalidad en fragmentos, el juego de voces que anula la autoridad del narrador o del hablante lírico, y la intertextualidad implícita, casi secreta, son elementos en común en Joyce y Eliot. Son estos aspectos en los que se basará este breve comentario sobre La tierra baldía.
En la primera parte del poema, “El entierro de los muertos”, son apreciables algunas de estas características. En los primeros versos se presenta el panorama desolado del mundo moderno (“Abril es el más cruel de los meses, pues engendra / lilas en el campo muerto”). Más adelante, el poema se torna anecdótico, el hablante lírico se despersonaliza en una voz femenina y comienzan a aparecer versos en alemán, cercanos a la oralidad. Uno de los procedimientos que emplea Eliot es la fragmentariedad, que hace que el poema se lea como una especie de collage, donde escenas incompletas se suceden unas a otras sin ninguna secuencialidad o jerarquización. Por ejemplo, a la anécdota de Marie, la voz femenina que asume el hablante lírico, le suceden inmediatamente estos versos: “¿Cuáles son las raíces que agarran, qué ramas crecen / en esta basura pétrea? Hijo del hombre / no puedes saberlo ni imaginarlo, pues conoces sólo un montón de imágenes rotas”. La brusquedad con la que se suceden e intercalan versos y estrofas en las que no solo cambia radicalmente la voz poética, sino también el tono y la materia referida, supone un choque para el lector, que se ve descolocado por la violencia de un desplazamiento que no se anuncia, y que le obliga a interactuar con el texto para completarlo.
La presencia de frases y vocablos de otras lenguas distintas al inglés también potencian este efecto de dislocación; supone, para el lector que no conoce estas lenguas, un momento de ininteligibilidad, una interrupción del proceso de lectura, un espacio opaco en el que el poema se niega a ser leído. Muchas de estos versos escritos en otras lenguas encierran, al igual que ocurre en Ulises, referencias intertextuales eruditas, inaccesibles también para la mayoría de los lectores, para quienes pasarán desapercibidas estas alusiones. A lo largo de esta primera parte del poema, Eliot logra crear un efecto de simultaneidad conectando esta serie de referencias intertextuales con anécdotas y escenarios disímiles, irreconciliables. Así, los versos referentes a Madame Sosotris y el tarot se encuentran precedidos entre una estrofa donde se cita, en alemán, una ópera de Wagner y aparece, además, nuevamente una voz femenina, y versos en los que la voz poética vuelca su mirada sobre el Londres moderno y su vertiginosidad (“una multitud fluía en el Puente de Londres; tantos, / nunca hubiera dicho que la muerte hubiera deshecho a tantos”) sin que haya un vínculo evidente entre ninguno de estos elementos.
La gran cantidad de retazos inconexos que el autor hace convivir en el espacio del poema hace pensar en una idea de totalidad, una totalidad que, sin embargo, se muestra fragmentada y dispersa. Como señalábamos anteriormente, Eliot, al igual que lo hace Joyce, logra emular formalmente el caos de la modernidad a través de estos recursos y esta manera de concebir la poesía. En el desorden del poema, la gran cantidad de referencias intertextuales hace pensar en una historia de la cultura dispersa entre las escenas y las voces del panorama cotidiano de la modernidad. La poética de Eliot es hermética, se resiste a una interpretación inequívoca. Por lo tanto, buscar descubrir bajo las redes intertextuales el “significado” del poema sería caer en una trampa similar a la de interpretar el Ulises desde las referencias homéricas. El poeta no busca sepultar una serie de significados bajo montones de referencias ni ocultar el sentido del poema bajo una serie de imágenes azarosas e inconexas. Parece tratarse más bien de un ejercicio de creación que diluye las fronteras entre la erudición y la cotidianidad, que mezcla y aglomera una serie de elementos en principio incompatibles, lenguas distintas y voces contradictorias, creando un tapiz de imágenes yuxtapuestas que desintegran la realidad y la muestran descarnada, baldía, como un territorio donde el tumulto de voces y ruidos simultáneos hace imposible la comunicación, propiciando la soledad y el desencanto. La imagen que proyecta el poema es la de una cultura en crisis, incomprensible para sí misma.
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Reseña de Corazón tan blanco (1992), de Javier Marías
Luis D. Bolívar
Las palabras cautivan. Las palabras traducen los hechos, forjan verdades y construyen los relatos de nuestra existencia. Las palabras nos permiten comunicar, expresar, apelar, pero también nos exponen, rasgan la esfera de la intimidad y transforman lo oculto en enunciado, lo íntimo en público y el secreto en narrativa. Esto lo sabe bien Juan, el narrador de Corazón tan blanco (1992), la novela más aclamada de Javier Marías, una novela sobre los secretos, las sospechas, los recuerdos, las relaciones humanas, la vida matrimonial, la figura paterna, el pasado inaprensible y el futuro impensable, pero sobre todo una novela sobre las palabras. La voz del narrador, Juan, intérprete y traductor de oficio, se desplaza a través de una serie de episodios y anécdotas que giran alrededor de la tensión eterna entre el secreto y la revelación, entre el silencio y el habla, entre la intimidad y la exposición. A fin de cuentas, entre la masa informe de los pensamientos ocultos y la sonoridad concreta –y muchas veces terrible– de la voz que cuenta algo y transforma la experiencia en hecho, en una supuesta verdad y en narrativa.
Hago mención al trabajo de Juan no de pasada o como información ornamental. El hecho de que el narrador sea un traductor e intérprete evidencia su conciencia excesiva de las palabras: Juan es un escuchador de oficio, un hombre-oído siempre atento a lo que debe (y a lo que no debe) escuchar, ya sea a través de la voz nítida que apela directamente a él o a través del murmullo que se filtra a través de las paredes en forma de revelaciones ajenas. El lector se vuelve cómplice del narrador y de su deseo irrefrenable de escuchar, de saberlo todo, de aprehender cada palabra que sale de bocas familiares o tumultos de voces desconocidas, pues cada palabra es irrepetible y cada frase que escapa a los oídos se evapora en el tiempo y se pierde para siempre. Pero el ansia de escuchar produce el temor de saber. “Escuchar es lo más peligroso”, expresa Juan en algún momento de la novela, “es saber, es estar enterado y estar al tanto, los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde. Ahora ya sabemos, y puede que eso manche nuestros corazones tan blancos, o quizá son pálidos y temerosos, o acobardados” (p. 369).
Juan es plenamente consciente del lenguaje, y por ello las palabras se ven constantemente cuestionadas, calibradas, traducidas y traicionadas por la propia voz que las evoca. Uno de los aspectos más interesantes de Corazón tan blanco es esta conciencia excesiva y obsesiva del acto de narrar. Marías demuestra ser un autor inmenso en su capacidad expresiva, un escritor de una prosa que exprime las palabras –la capacidad cautivadora de las palabras–, y las deja fluir en extensos párrafos en los que las ideas se dispersan, las anécdotas se abren y se ramifican hacia nuevas ideas y viejos recuerdos, creando así una narración reflexiva, narcisista y fascinantemente inquieta, una constante divagación introspectiva que escarba en la memoria y no solo reconstruye el pasado, sino que lo mide y lo convierte en materia reflexiva sobre la que hay que volver constantemente.
Más allá de resaltar la evidente maestría y belleza de la prosa de Marías, es necesario destacar el juego metaficcional que va creando el escritor al enlazar una serie de situaciones e ideas que se dan, en principio, de manera dispersa e inconexa. De esta forma se va formando un collage narrativo, en apariencia disímil, en el que se nos relata, entre otras cosas, el suicidio de una tía a la que Juan nunca conoció, una conversación de hotel entre dos amantes escuchada de forma voyeurística, las anécdotas del trabajo de intérprete de Juan (y de su esposa Luisa), las desventuras amorosas de Berta, amiga de Juan, que intenta conocer a hombres a través de un servicio clasificados ("where the grotesquely lonely meet the grotesquely lonely", dice una canción de Morrissey en la que pensé mientras leía esta parte de la novela, una de las mejor logradas), y otros tantos episodios unidos por varios la autorreferencialidad y por motivos recurrentes como los secretos, la sospecha, la curiosidad, la reconstrucción del pasado y la idea de que toda decisión es, en el fondo, intrascendente. El texto da vueltas sobre sí mismo y confecciona una serie de hilos comunes que unen los distintos episodios a través de paralelismos y coincidencias; pero sobre todo este archivo de anécdotas dispersas encuentra su eje aglutinador en las palabras, en esas palabras que, queriendo o sin querer, son escuchadas. “No he querido saber, pero he sabido…”, expresa Juan al inicio de la novela, y estas palabras van marcando el rumbo de una narración que acumula secretos y revelaciones, y con ellos va tiñendo los corazones tan blancos del color de lo sabido.
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God is in the TV: sobre la incidencia de la televisión en la obra de David Foster Wallace
There is nothing more mysterious than a TV set left on in an empty room. It is even stranger than a man talking to himself or a woman standing dreaming at her stove. It is as if another planet is communicating with you.
Jean Baudrillard, America
God is in the TV
Marilyn Manson, Rock is Dead
Qué hay en la tele, o de cómo aprendimos a dejar de preocuparnos y amar la TV
Pocos rituales definen tanto a una cultura como el de las familias norteamericanas que se sientan noche tras noche frente al televisor para degustar lo que la prolija industria televisiva americana les ofrece. ¿Qué mejor ejemplo de esta tradición americana que el opening de The Simpsons, que por casi 30 años nos ha mostrado a la ya longeva familia disfuncional amarilla sentarse en el sofá frente al televisor para disfrutar de ese tan valioso tiempo de calidad en familia? Esa secuencia meta-televisiva es icónica para ilustrar la relación de los americanos con el dios tele, con sus profetas Letterman, Leno y Conan, y con sus sagradas escrituras, la TV Guide; toda la familia se reúne para participar de la ceremonia del entretenimiento tras un largo día de escuela, de trabajo o de labores domésticas, fijan sus ojos en el televisor y se pierden por algunas horas en la evasión televisiva. Eso sí, se pierden en familia. La ironía es obvia: ese tiempo de comunión familiar transcurre entre la interacción mínima entre los miembros de la familia donde la única comunión es la de las risas al unísono producidas por la sitcom de moda o la competencia por adivinar quién es el asesino antes de que termine la película. Es evidente que la televisión es una parte esencial de la vida de los norteamericanos, que ha forjado una identidad y que, más que un medio de entretenimiento, es una entidad viva, autoconsciente, que cambia con los tiempos y que, incluso cambia los tiempos.
Quienes consideran la televisión como un simple idiotizador de masas ignoran la importancia que la televisión tiene sobre la cultura. Más allá de los clichés y de las posiciones anti-televisión de esas personas demasiado inteligentes que solo dicen cosas obvias (la televisión es estúpida, la masa que ve televisión es estúpida, ver televisión es el equivalente a una lobotomía, etcétera, etcétera), la televisión representa uno de los grandes hitos tecnológicos y culturales del siglo XX. En el siglo XXI quizás el televisor ha comenzado a acumular polvo por culpa de nuestras laptops, tablets o teléfonos celulares inteligentes, que nos permiten mucha más libertad de ver lo que queramos; sin embargo, estos nuevos ídolos herejes no han alcanzado aún el impacto que el dios Televisor causó en el mundo. La revolución televisiva: audio e imagen se conjuran para brindarnos posibilidades innumerables de entretenimiento con tan solo pulsar un botón.
Quizás hoy en día sea difícil entender lo innovador de la televisión, pero para la sociedad estadounidense de la posguerra, la televisión fue el nacimiento de un nuevo paradigma no solo de entretenimiento, sino de vida. Los programas de televisión comenzaron a moldear a las familias norteamericanas a la vez que las entretenían; los comerciales hicieron correr a las personas a las tiendas para comprar productos innecesarios pero irresistibles; los noticieros y las transmisiones en vivo de eventos importantes, políticos, deportivos o de cualquier otro tipo, crearon en los espectadores la sensación de que ellos también pertenecían al acontecer. El televisor se convirtió en el centro del hogar y la vida familiar; en un placebo para los solitarios que comenzaron a sentirse conectados a algo en medio de su aislamiento; en el eje de la sociedad que imponía las modas, las frases pegajosas y los chistes, la manera de ver el mundo y de relacionarse en él. La televisión se convirtió en una máquina generadora de deseos y aspiraciones autosuficiente, pues ella misma ofrecía las respuestas para satisfacer los deseos y cumplir las aspiraciones.
No pretendo en este ensayo valorar positiva o negativamente la televisión, sino mostrar cómo la televisión ha sido importante en todos los ámbitos de la vida estadounidense, enfocándome sobre todo en el impacto que ha tenido sobre la literatura, tomando como ejemplo la obra de David Foster Wallace. La cita de Baudrillard que sirve de epígrafe a estas páginas habla del carácter del televisor, un aparato cuyo propósito es el de ser visto y que es incapaz de saber si tiene en frente a un espectador o un sillón vacío. Ese televisor encendido sin que nadie lo esté viendo sigue funcionando, sigue transmitiendo el mundo del otro lado del cristal, un mundo de apariencias, que es autoconsciente no solo de que es observado, sino también de que es una ficción. Este televisor que sigue funcionando sin ser visto por nadie es análogo a la literatura posmoderna: el texto se vuelve autoconsciente y autorreferencial, se sabe una representación de otra representación, del lenguaje, de la misma forma que lo que se transmite en el televisor se sabe ficción de otra ficción: la persona que está detrás del cristal sabe que está siendo observada, pero debe actuar como si no estuviese siendo observada y a la vez representar un papel, ya sea el de actor, presentador de noticias, presidente de un país tercermundista o fenómeno de circo. Esta relación entre la televisión y la narrativa norteamericana, que va mucho más allá de los puntos en común en cuanto a auto-referencialidad y autoconsciencia, de las últimas décadas es explorada de manera genial y profunda por David Foster Wallace en su ensayo E Unibus Pluram: Television and U.S. Fiction[1], al que haré referencia constantemente en estas páginas.
El lugar del pop: la banalización del arte o el arte de la banalización
Antes de aproximarme a la relación que existe entre la televisión y la narrativa de Foster Wallace, se hace necesaria una breve contextualización sobre el papel del arte y la literatura a partir de los años de la posguerra en Estados Unidos. El cambio en la sensibilidad y en los paradigmas del americano producto de la mentalidad de la posguerra significaron también un cambio en la manera de concebir el arte: Estados Unidos finalmente comenzó, sino a aceptar masivamente, si por lo menos a dar el beneficio de la duda al arte abstracto y a otras representaciones artísticas subversivas, rupturales y hasta entonces consideradas poco artísticas. Un ejemplo de esto es la incorporación de elementos de la cultura popular a las artes y a la literatura. Andy Warhol puso lo pop en un primer plano en la pintura, hecho que proponía y a la vez representaba un cuestionamiento sobre los parámetros del arte y su significación. Al respecto escribe Foster Wallace (1997):
La apoteosis del pop en el arte de la posguerra determinó un nuevo matrimonio entre la cultura de elite y la cultura popular. Porque la viabilidad artística del posmodernismo fue consecuencia directa, nuevamente, no de ninguna novedad en el terreno del arte, sino de la nueva importancia de la cultura comercial de masas.
Esta asimilación de lo pop también se dio en la literatura, en la que las referencias a música, programas de televisión, películas, celebridades y demás elementos de la cultura de masas comenzaron a abundar en las páginas de los narradores jóvenes. Esta incorporación de elementos populares al arte y la literatura no tuvo, por lo general, una intención de denuncia o de diagnóstico histérico de la sociedad; en la literatura existe una mirada irónica o una burla de lo popular que es a su vez fascinación, pero nunca una reprimenda amargada hacia el entretenimiento masivo, pues estos narradores, nacidos en los años 60 y 70, son conscientes de que a través de lo que se proyecta en las pantallas de televisión se puede esbozar una imagen acertada de lo que implica ser americano. Dice Foster Wallace:
Las referencias a la cultura pop se han convertido en metáforas tan potentes en la narrativa americana, no solamente por lo muy unidos que estamos los americanos en nuestra exposición a las imágenes de masas, sino por nuestra psicología culpable e indulgente respecto a esa exposición. Dicho de forma simple, las referencias pop funcionan tan bien en la narrativa contemporánea porque a) todos reconocemos esas referencias, y b) todos nos sentimos un poco incómodos por reconocer esas referencias.
Más adelante expresa que
Si los padres de la Iglesia posmodernista consideraron las imágenes pop referentes y símbolos válidos para la narrativa, y si en los años setenta y ochenta esta llamada a los elementos de la cultura de masas se desplazó del uso a la mención —es decir, ciertas vanguardias empezaron a tratar el pop y el consumo de televisión como temas válidos en sí mismos—, la nueva narrativa de la imagen usa los mitos fugaces y recibidos de la cultura popular como un mundo en el que imaginar ficciones sobre personajes «reales», si bien mediados por la cultura pop.
Esta generación de escritores nacidos en los años 60, entre los que destacan, aparte de Foster Wallace (1962), Chuck Palahniuk (1962), Bret Easton Ellis (1964), Jonathan Lethem (1964) y Jonathan Frazen (1959), fue la primera generación de norteamericanos para los que el televisor era, más que un aparato extraño, parte fundamental de la vida. Al respecto dice Foster Wallace que «la generación de americanos nacidos después de 1950 es la primera para la cual la televisión ha sido algo que vivir en lugar de algo que mirar. Nuestros mayores tendían a ver el televisor igual que las flappers veían el automóvil: como una curiosidad convertida en lujo convertido en seducción». Este grupo de escritores tiene tanta influencia de los padres de la Iglesia posmodernista» (Thomas Pynchon, Don DeLillo), como de los postestructurlistas franceses, como de los programas de televisión populares que crecieron viendo: es la generación de Saturday Night Live, de Entertaintment Tonight, de M*A*S*H*, de los programas de entrevistas y los programas de concursos, de los videos musicales de MTV y de un sinfín de programas de televisión que van desde lo ridículo y de mal gusto hasta los shows inteligentes en los que la televisión comenzó a burlarse de sí misma.
De la misma forma que Warhol puso en el primer plano del arte lo banal, lo mundano, lo no artístico, estos escritores comprendieron la importancia que tenía lo popular, inyectaron a la literatura con el oxígeno renovador de la cultura de masas y no solo se quedaron en lo puramente referencial: no es tan sencillo como que los personajes beban Coca-Cola, vean videos musicales en MTV y se parezcan a personajes de series de televisión; el mundo televisivo, como caso más emblemático, se convirtió en un tema literario en sí mismo, los escritores comenzaron a ficcionalizar la ficción televisiva, temas como el consumo o la realidad de la pantalla cobraron importancia, y los límites entre lo banal y lo culto se diluyeron hasta generar esta nueva narrativa americana experimental, metaficcional, irónica y plagada de elementos populares y fascinantemente innovadora. Sea una banalización del arte o el arte de la banalización, la pregunta dejó de tener importancia en el momento en que los escritores rechazaron cualquier tipo de esnobismo literario obsoleto; simplemente narrativa de lo americano, de la cultura americana a secas, sin distinciones anacrónicas entre alta o baja cultura. Si bien se burlaron de la televisión y sus convencionalismos y clichés, también entendieron la importancia que tuvo para Estados Unidos, siendo ellos y no los críticos televisivos quienes realmente se plantearon una problemática interesante acerca del lugar que ocupaba la televisión en la vida de los americanos.
De zapping con Foster Wallace entre Jeopardy! y Late Night with David Letterman: «Little expressionless animals» y «My appearance»
«Little expressionless animals» y «My appearance» son dos cuentos de Girl with curious hair, el primer volumen de cuentos de David Foster Wallace. Ambos relatos giran en torno al mundo televisivo, muestran la realidad de la televisión no desde la perspectiva del espectador sino desde adentro, la realidad tras la pantalla: ambos cuentos traspasan el cristal y descubren el mundo de los vestidores, las reuniones de ejecutivos de televisión, lo que ocurre en las pausas comerciales y todos aquellos mecanismos y engranajes con los que funciona la televisión que la mirada del espectador no debe descubrir. La mirada del autor juega con la realidad de la televisión, que nos miente mostrándose pasiva, siempre observada, indefensa ante nuestras miradas, cuando la verdad es que lo que nos muestra es lo que ella quiere que veamos.
Foster Wallace juega con este choque de realidades creando ficciones sobre el rostro verdadero de la ficción televisiva, eso sí, sin caer en ningún momento en una valoración positiva o negativa, mucho menos moralista y aburrida del mundo del entretenimiento. Lo que logra el autor es más bien desnudar a la televisión, mostrar el rostro humano de las figuras aparentemente perfectas que nos muestra la pantalla y permitir al lector formarse su propia opinión. Si bien hay una burla implícita y un insistente subrayado de lo ridículo, no se trata de ironizar eternamente sin llegar a ningún lado, sino de una especie de relación disfuncional entre el espectador-escritor y la televisión: los programas son tontos pero fascinantes; la televisión es predecible y está llena de clichés pero no podemos dejar de verla e incluso escribimos sobre ella. La ironía realmente reside –y Foster Wallace estaba muy consciente de ello– en el hecho de que esta nueva narrativa se permitía burlarse de la televisión, pero a la vez se alimentaba de ella, se sentía fascinada por el entretenimiento muchas veces barato y los comerciales idiotas. Ambos cuentos, más allá de la forma como presentan ese mundo televisivo, son en sí muestras geniales de esa nueva narrativa, llámese o no posmoderna, que floreció en Estados Unidos en gran parte gracias a la televisión y a la cultura pop.
«Little expressionless animals» ha sido, desde la primera vez que me acerqué al libro, mi cuento favorito de los que conforman el volumen. Debo advertir que en este análisis me interesaré únicamente por el papel que juega en el cuento la televisión. Soy consciente de que dejo muchas cosas por fuera, sé que al interesarme solo por este aspecto banalizo al relato, dejo infinidad de aspectos importantes de lado y le resto su enorme valor estético, pero hacer un análisis global del cuento requiere de un estudio mucho más extenso.
Julie Smith se ha convertido, de un día para otro, en una celebridad gracias a su aparición en el popular programa de concursos Jeopardy!, en el que Julie ha aparecido por cientos de episodios, invicta imbatible. Ese peculiar show de concursos, en el que el presentador da una respuesta a la que los concursantes deben proporcionar una pregunta, sirve de eje al cuento, mas no es el único punto interesante. El cuento está narrado de una manera que, a falta de un adjetivo más adecuado, podemos llamar cinematográfica: de estilo minimalista, con saltos en el tiempo, con episodios intercalados de distintos personajes, el cuento muestra la realidad humana del programa de concursos. El lector logra saber quién es Julie: sabemos que fue abandonada junto a su hermano autista en medio de una carretera; nos enteramos de que en esa carretera una vaca inexpresiva estuvo mirándola todo el día hasta que aceptó que su madre no volvería a buscarlos a ella y a su hermano; sabemos que gracias a este episodio Julie no soporta a los animales y sus rostros inexpresivos, a los que asocia con los rostros de los hombres; somos voyeristas que ven de cerca su relación con Faye Goddard, una empleada de la cadena de televisión; en fin, nosotros los lectores conocemos a Julie.
Pero, ¿conoce el espectador ficticio de Jeopardy! a la señorita Smith? Julie vive entre dos realidades, su realidad, en la que es ella misma, y la realidad del programa, en la que no es otra cosa que la muchacha bonita y extremadamente inteligente que ha ganado en cientos de programas de Jeopardy! El espectador ficticio de este programa ve, obviamente, a esta segunda Julie, inhumana, la America’s Sweetheart de la televisión, porque precisamente la televisión funciona como un espejo en el que se refleja lo que el espectador quiere ver. Y lo que el espectador quiere ver es a alguien que es como él, alguien del común que ha tenido éxito, que ha logrado traspasar la barrera social de la pantalla y ahora está del otro lado, siendo parte del espectáculo y no mero espectador. Gracias a Julie Smith y su extraño encanto, los ratings de Jeopardy! se disparan, los anunciantes están dispuestos a pagar el triple gracias al furor que causa Julie en Estados Unidos. Esto lleva a los ejecutivos del canal a desechar las reglas del programa, según las cuales si un concursante gana cinco programas seguidos debe retirarse. Uno de los ejecutivos del programa la define de esta forma:
Esta chica infunde trascendencia a la trivialidad. La humaniza, le otorga el poder de emocionar, de evocar y de inducir, el poder de la catarsis. Le da al concurso esa claridad y a la vez ese misterio que todo el mundo en esta industria ha estado buscando a tientas durante décadas. Una especie de unión de cabeza concursante, corazón, vísceras y dedo que pulsa el botón. Ella es, o puede llegar a ser, la encarnación del concurso. Es puro misterio.
«¿Una especie de ídolo de culto?» pregunta otro ejecutivo en la reunión. Efectivamente Julie se ha convertido en un ídolo para las masas, en una encarnación del siempre cambiante sueño americano, que para la década de los 80, en la fue escrito y está ambientado el cuento, tenía como una de sus máximas cúspides a la pantalla de televisión. Pero Julie no es ella misma objeto de deseo, es una reina momentánea que encarna el deseo verdadero: el de estar del otro lado del cristal contestando a las preguntas de Alex Trebek y ganando miles de dólares mientras millones de espectadores observan deseando estar en tu lugar. Foster Wallace plantea este juego entre el adentro y el afuera de la televisión de forma genial. El texto contiene las claves de su propio juego entre realidades:
Se oyen historias, ¿sabes? (…) sobre gente solitaria o un poco chalada que solo tienen la tele en la vida. Sus padres o quien sea que los educó los planta delante de la tele y mientras crecen la tele llega a convertirse en su único mundo emocional. Es todo lo que tienen y, en cierto modo, el hecho de que estén fuera del aparato y todo lo demás esté dentro se convierte en la única manera que tienen de definirse a sí mismos como seres con identidad distintiva (…)
Y luego te enteras de que a veces uno de ellos sale por alguna razón en la tele. Por accidente (…) Lo enfocan entre el público de un partido de béisbol o lo entrevistan en la calle sobre un referéndum o algo así. Luego se va a casa, se planta delante del aparato y de pronto mira y se ve dentro de la tele (…) Y a veces te enteras de que se vuelven locos.
En el caso de Julie Smith, estos límites entre la realidad de adentro y la de afuera se diluyen cuando los ejecutivos del programa deciden darle un giro al show para destronar a la reina y cerrar su dinastía de la manera más dramática posible. Al enterarse de que Julie tiene un hermano autista al que mantiene con el dinero que gana en el show, los productores, olfateando una mina de oro en forma de rating, deciden encontrar a este hermano misterioso para que sea él quien destrone a Julie. Foster Wallace deja ver el verdadero rostro del espectáculo, el de la máquina inhumana de entretenimiento en la que los sentimientos no juegan ningún papel. Lo importante es el rating y lo que están dispuestos a pagar los anunciantes por esos brillantes anuncios que le prometen al espectador el éxito instantáneo si bebe tal marca de refresco, si usa esta otra colonia y si maneja este moderno automóvil. Ocurre aquí un fenómeno interesante: la ficción que es de por sí Jeopardy! se ficcionaliza aún más, alimentándose de la televisión misma, ¿o es que no parece este plan de los productores ejecutivos del show una grotesca soap opera estadounidense?
«Little expressionless animals» es un juego magistral de apariencias y planos de realidad y ficción, de intimidad y espectáculo, de ser y parecer, que se desarrolla en los pasillos de la América corporativa y su industria del entretenimiento. No puedo evitar pensar en la idea de que el narrador es una especie de cámara capaz de infiltrarse en la vida privada de los personajes y de develarnos a nosotros, los lectores, ese mundo que es infranqueable para el espectador televisivo, por eso el lenguaje del narrador tiene este tono impersonal, distante, casi aséptico, inexpresivo. El lenguaje en el texto cobra vida a través de los diálogos, que revelan el rostro humano escondido tras la plasticidad de la televisión; los diálogos revelan –con gran belleza a nivel de lenguaje en muchos casos– secretos, verdades y un mundo interior que no interesa a la Televisión –con mayúscula, porque trasciende y se convierte en una entidad viva que rige la vida de los que están delante y los que están detrás de la pantalla–, cuyo interés es servir de reflejo idealizado del espectador que pasa seis horas al día frente al televisor, incapaz de salir al mundo, o entretener a los miembros de esa familia disfuncional a la que ofrece no solo evasión sino también una excusa para evitar hablar entre ellos.
El lector es el único que puede penetrar más allá de las apariencias y descubrir que la mayoría de los personajes que pululan por los pasillos y por el set de Jeopardy! lo hacen con máscaras que cubren su verdadera identidad. Julie cuenta la experiencia de su infancia solamente a Faye, todos lo que la vitorean y están enamorados a distancia de ella no tienen idea de quién es en realidad; otro ejemplo de este juego de apariencias se da en ese diálogo genial entre a Julie y Faye en el que ambas juegan a inventar razones que expliquen por qué Faye es lesbiana. También la mirada de este narrador-cámara nos lleva a descubrir los secretos del bronceado y seguro de sí mismo Alex Trebek, pues nos son reveladas sus conversaciones con un psicólogo. En todo caso se trata de ocultar, mentir, jugar y salir al mundo con una máscara.
Lo pop en el relato no es evidente únicamente en el hecho de que gire alrededor de un programa de televisión; no es tan sencillo como un simple juego de referencias, se trata más bien de traspasar las barreras infranqueables para el espectador y contar la historia de Julie Smith más allá de sus apariciones en Jeopardy!, porque Julie existe más allá de esa media hora de televisión, al igual que Alex Trebek, ese personaje de televisión convertido ahora en una persona paradójicamente gracias a un texto de ficción. La asimilación de lo pop permite que Alex Trebek sea un personaje importante en la literatura; permite que la historia se cuente también a través de recortes de revistas que documentan el ascenso y la caída de Julie Smith. Todo forma parte de una misma visión de mundo del estadounidense, las referencias no son ajenas, son elementos comunes de la cultura que se abrieron paso a la literatura precisamente porque cobraron una importancia enorme dentro de la vida de los americanos que los escritores plasman en sus obras.
El otro cuento al que me referí previamente se titula «My appearance», y es también un ejemplo de esta narrativa de la televisión a la que se acerca Wallace, aunque creando un efecto inverso. Mucho más sencillo en su forma que «Little expressionless animals», cuenta la anécdota de una actriz de 40 años, llamada Edilyn, protagonista de una exitosa serie de televisión, y su aparición en el programa de David Letterman. El show de Letterman tiene la reputación de ser un programa ridículo que se sabe ridículo y exacerba su ridiculez hasta el límite; los invitados son expuestos ante las preguntas incómodas de Letterman, lo que preocupa al esposo de Edilyn, un ejecutivo de televisión que insiste en asesorar a su esposa durante su aparición en el programa. El esposo de Edilyn, preocupado de que su esposa quede en ridículo ante Letterman, insiste en mecanizar las respuestas de su esposa siguiendo una especie de patrón preestablecido que parece indicarle que sea cualquier cosa menos ella misma: «Haz bromas pero poniendo cara de póquer. Actúa como si supieras desde que naciste que todo es tópico, que todo está comercializado, que todo es superficial y absurdo. Y que ahí está precisamente la gracia de todo».
Digo que el caso de «My appearance» se da a la inversa porque Edilyn, tras pasar las horas previas cargada de nerviosismo y ansiedad (repitiendo constantemente que necesita un Xanax), termina saliendo al set a confrontar a Letterman como ella misma, y no como el personaje prefabricado que su esposo quiere que encarne. La entrevista, a pesar de los momentos de tensión, que Edilyn sabe manejar muy bien, termina siendo un éxito. Letterman resulta para Edilyn un tipo bastante sincero y agradable, y es su propio esposo el que, al final del cuento, termina pareciéndole un desconocido. En este caso lo que aparece en la pantalla cuando se transmite el show de Letterman no es una actuación: la actriz está siendo ella misma delante de las cámaras, y la verdadera ficción está detrás de ellas, encarnada en el esposo de Edilyn, quien a pesar de ser un ejecutivo exitoso de televisión parece representar esa «paranoia antitelevisiva» de la que habla Foster Wallace en el ensayo citado previamente.
Apagar la tele: a modo de conclusión
Decir que la televisión cambió al mundo es una obviedad. Lo interesante está en ver cómo la televisión tuvo tal impacto que incluso cambió la forma de concebir el arte y la literatura. David Foster Wallace fue un escritor de una inteligencia enorme, y de una capacidad aún mayor de observar y tratar de dar forma a los fenómenos de su entorno. Estos cuentos que tienen como leit motif programas televisivos no son odas al entretenimiento de masas ni condenas a la vacuidad de los programas televisivos. Son reflejos del temperamento de una sociedad que pasaba seis horas diarias en promedio frente a sus aparatos de televisión. Estos narradores jóvenes no estuvieron exentos de estas altas dosis diarias de televisión, pero en vez de ser como esos tipos molestos que se mofaban de los programas y aun así no podían dejar de verlos, escritores como Foster Wallace tomaron la televisión como un medio interesante sobre el cual escribir, como una fuente de nuevas posibilidades narrativas. Al final ocurrirá como en la cita de Braudillard que sirve de epígrafe a este ensayo: un televisor encendido sin que nadie lo vea, pero que sigue transmitiendo, que sigue hablando en un lenguaje propio y extraño, transmitiendo realidades irreales que no por ello dejan de ser interesantes. Lo son incluso más. Y no hay nadie allí para apagarlo.
Referencias
Wallace, D. F. (1989). La niña del pelo raro (4ta ed.). Barcelona: DeBolsillo
Wallace, D.F. (1997). Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer [versión de Kindle].
[1] El ensayo fue publicado originalmente en The Review of Contemporary Fiction en 1993. Aparece luego en la colección de ensayos A Supposedly Fun Thing I'll Never Do Again (1997).
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Werther & Compañía
Luis D. Bolívar
Advertencia al lector: esta introducción está llena de exclamaciones e interjecciones. Puede resultar excesivamente empalagosa.
30 de noviembre
¡Oh, joven Werther! ¡Cuántas lágrimas derramaste sobre tu delicado chaleco amarillo! ¡Cuántas horas en vela sufriste pensando en el amor imposible, en las injusticias de un mundo que premia a los corazones viles y vulgares mientras subyuga a los corazones tiernos como el tuyo, los oprime y los condena a vivir las más amargas decepciones! ¡Oh, joven Werther, bendita sea tu pluma, que te permitió expresar tus pocas dichas, tus insufribles penas! Oh, el amor no correspondido, el ser un espíritu superior al resto de los mortales, el tener que soportar la hipocresía de los tontos, los mundanos, los pobres de espíritu, los feos… ¡cuánto horror soportaste, pobre criatura! Si supieras cuán bien comprendo tus cuitas, desventuras, pesares y aflicciones… ¡Si pudieses verme, oh, amigo! Sobre mis hombros llevo la espantosa carga de la responsabilidad, carcelera infame de la libertad. ¡Tener que escribir un ensayo a estas horas de la noche! Mi corazón se agita de solo pensarlo, mi alma se desborda en un llanto inconsolable… ¡Dan las doce!, ¡sea, pues! ¡Werther, a ti dedico este ensayo! ¡Werther, adiós!
Más tarde
Qué fácil resulta burlarse de Werther en el siglo XXI. Qué fácil minimizar sus cuitas, sus pesares, sus penas o sus desventuras cuando se vive, por ejemplo, en Caracas en el año 2014, con todo lo que eso implica. Resulta sencillísimo ridiculizar, desde la distancia, los problemas de Werther, y autoproclamarse moralmente vencedor de una pelea contra un fantasma de más de 200 años, al que calificamos de cursi, llorón, pusilánime y melodramático. Tengo 24 años, la misma edad que Goethe tenía cuando escribió Las cuitas del joven Werther. Tengo 24 años y soy un hipócrita, porque al leer la primera novela del escritor alemán una sonrisa burlona se dibujó muchas veces en mi rostro. También exhalé bufidos, bostecé y me sentí exasperado; hice de Werther un objeto de burla: me mofé de su sensibilidad, de sus lágrimas, de su falta de voluntad para enfrentarse al mundo, de su dejadez, su fragilidad, su cursilería, su uso desenfrenado de adjetivos, sus exclamaciones melodramáticas, sus interjecciones ridículas… Me burlé de un personaje con el que, a fin de cuentas, tengo en común todas esas cosas, con una enorme diferencia: hay en Werther algo de heroico que no tenemos la mayoría de nosotros, lectores del siglo XXI. Cuando hablo de heroísmo no me refiero a la valentía del suicidio –siempre me ha parecido de muy mal gusto valorar negativa o positivamente las decisiones ajenas en cuanto al suicidio–, sino a la valentía de ser consecuente con lo que se proclama: pasar de ser enunciado, materia discursiva, a ser acción es sin duda un acto de heroísmo en estos tiempos de redes sociales y poses, en los que autoproclamarse raro, tener problemas y sentirse desarraigado es cool.
Sí, sé que parezco contradecirme cuando parodio y ridiculizo a Werther y luego expreso admiración por su honestidad, pero es que así me siento respecto al personaje de Goethe. Sí, Werther me pareció graciosísimo por momentos; incluso llegué a sentirme bastante desconcertado al escuchar a varias compañeras de clase hablar sobre lo «hermosa» que les había parecido la lectura, cuando a mí me pareció extremadamente empalagosa. Una de las cosas que más me llamó la atención fue esa construcción de un Yo en la escritura de las cartas tan increíblemente egocéntrico que jamás se preocupa por el estado o la salud de su destinatario, como si no importase su presencia y esta fuese solo una excusa para liberar la necesidad de ficcionalizarse de un megalómano incontrolable. Imaginé a un Werther del 2014: probablemente estudiante de Letras de la UCAB, de clase media, que en vez de chaleco amarillo tiene en sus enormes lentes de pasta su sello distintivo (¡ja!), y que escribe en su blog parrafadas insufribles dirigidas a lectores invisibles –inexistentes, más bien– sobre sus problemas amorosos, su desarraigo, sus gustos increíblemente únicos en cuanto a cine, música y literatura, etcétera, etcétera… todo esto con un tono de autosuficiencia insoportable («Mírenme, soy único y soy especial, ¡y cómo sufro por ello!»)[1]
Sin embargo, no puede reducirse al personaje de Goethe a una simple caricatura. Werther es un signo en el que conviven con igual fuerza lo admirable y lo risible, la solemnidad y el bufido. Hay en Werther una sensibilidad, aunque ridícula para el lector contemporáneo, verdadera; un idealismo tan pueril como inquebrantable, un desarraigo real que nace de las entrañas de un espíritu verdaderamente incapacitado para vivir entre sus contemporáneos, un espíritu que prefiere la dignidad del suicidio ante la cobarde perspectiva de una vida llena de sufrimientos que, por más exagerados que puedan parecernos, son tan legítimos en la medida en que afectan verdaderamente a quien los padece. Es ese otro de nuestros vicios de Werthers contemporáneos: medimos el dolor ajeno con la vara del dolor propio, el único legítimo, el único verdadero, el único que amerita sufrimiento. Hipocresía de muy mal gusto de la que todos nosotros, hijos de Narciso, somos culpables. Tras escribir su última carta a Lotte y halar el gatillo a medianoche, Werther no solamente ha concluido el último acto perfecto de su performance –la carta a Lotte, la pistola de Albert, la medianoche… ¡qué talento para lo dramático!–, sino que ha pasado de ser apariencia y discurso lacrimoso a ser el hombre que es dueño absoluto de su vida, que lleva su sensibilidad a la materialización, que al renunciar a la vida se proclama libre y digno, y más importante todavía: Werther hala el gatillo y nos convence, despeja las dudas que nos crea su constante proclamación de dolor, nos hace ver que su sensibilidad es real, su incompatibilidad con la vida no es simple discurso, y se vuelve un personaje auténtico, mucho más de lo que nosotros, gemidores de oficio, parafraseando a Martí, seremos alguna vez.
No quiero decir con esto que el único camino hacia la legitimidad en un mundo de apariencias sea llegar al extremo del suicidio. Más bien el suicidio se ha convertido en un fetiche de la sociedad occidental, en un mero acto de mercancía. Es ya un lugar común hablar de, por ejemplo, músicos o escritores que tras suicidarse se vuelven mito, sus obras adquieren una trascendencia que, de no ser por el suicidio, probablemente no habrían adquirido nunca. Hemos hecho de la tristeza no solo una enfermedad, sino también una moda; del suicidio un espectáculo público sobre el que todo el mundo se siente con el derecho a opinar; hemos confundido, tristemente, la apariencia con la identidad. Ser depresivo, ser hipster, ser de izquierdas, ser lector, ser suicida: generación de adjetivos –no de actos– para definirse. Pienso en una frase de Dostoievski en Memorias del subsuelo: «Yo soy uno y ellos son todos», que bien podría aplicarse a Werther o a cualquier romántico legítimo, y en cómo esta se ha transformado en «yo soy todos para ser uno», y es aquí donde se pierde la legitimidad: nadie es auténtico porque la personalidad se condensa en una biografía de 140 caracteres llena de adjetivos en Twitter. La legitimidad de la que hablo está en ser consecuente con lo que se proyecta, en dejar de autodefinirse y dejar que los actos sean quienes nos definan; la legitimidad está en dejar de ahogar la personalidad propia con adjetivos insulsos que no dicen nada, en dejar de exacerbar un Yo ficticio en un intento desesperado por encajar, por ser alguien, sin ver la enorme ironía que hay en el hecho de que para ser alguien estamos dejando de ser nosotros.
Werthers contemporáneos solo en la declamación, no en la rebeldía. El suicidio no es en Werther una derrota o un acto patético producto de la autocompasión, es más bien el último acto de rebeldía. Dice Camus en El hombre rebelde: «Cada rebelión es nostalgia de inocencia y apelación al ser». Para Werther ese acto de rebelión no es una revolución, no es tomar las armas contra la sociedad que lo rechaza, que lo condena a la otredad, que lo califica como anormal; para Werther la rebelión es el suicidio, el acto de declamación más contundente, el renunciar a la vida como expresión máxima de libertad, el bang que dice «¡no!» más alto que cualquier revolución. Pero no se trata del suicidio, se trata del volverse acto y darle un referente palpable a las palabras con las que nos definimos, y es ahí donde está nuestro fracaso, Werthers contemporáneos: somos solo enunciados, rebeldes ante el teclado y no ante la vida; nuestra supuesta individualidad es una máscara enorme que tapa nuestra verdadera individualidad, esa que tanto nos avergüenza.
El fantasma de más de 200 años no solo es el verdadero vencedor moral de esta pelea ficticia, es también nuestro padre del que únicamente heredamos la declamación y la megalomanía, el gusto por las cicatrices auto infligidas, la pose de ser problemático y único en nuestra especie. Nos burlamos de lo que somos, e ignoramos lo que verdaderamente ha hecho trascender a Werther: su carácter transgresor y rebelde, su resolución de ser libre a toda costa –que hemos confundido por un simple despecho–, su anhelo de inocencia y de justicia, su heroísmo y su convicción, que está más cerca de Zaratustra que de un adolescente sentimental cualquiera. Pocos personajes resultan tan interesantes y tan complejos: hay en Werther una oscilación entre lo ridículo y lo heroico que resulta fascinante; hombre y niño a la vez, patético y heroico, vencido y vencedor, todas estas dicotomías configuran al padre espiritual al que negamos, del que nos mofamos y del que solo hemos heredado lo lacrimoso.
[1] No puedo dejar pasar por alto el hecho de que, mientras escribo estas páginas, escucho una canción que se titula Heaven Knows I’m Miserable Now, de The Smiths, una de mis bandas favoritas. Quiero decir con esto que en ningún momento pretendo situarme por encima de este Werther contemporáneo de las redes sociales. Yo mismo me enorgullezco de mi música, mis lecturas y mis películas. Yo mismo me he ganado la risa burlona amigos que me han llamado «romántico», «melodramático» o «intenso». Yo mismo me he burlado de mi exceso de adjetivos y palabras pomposas al hablar y al escribir. Supongo que la única diferencia está en el hecho de que no soy un exhibicionista, aunque resulte paradójico que lo diga después de haber dedicado una nota al pie de página para hablar de mí mismo.
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