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Día 5284
Blueberry Cotton,
Condado de Skotady Bird, de 20 de Abril.
Ámbar, actualidad.
Distraída, seguía mirando como las agujas del reloj que estaba en frente de mí, marcaban con marcha impasible un tic tac interminable. Un collage de distintas fotografías que estaban al lado puestas con demasiado esmero, pero desafortunadamente, no con el resultado esperado, llamaron mi atención. En ellas se podía observar varias etapas de mi vida, desde que era un bonito bebé con unos ojos realmente llamativos hasta hace unos meses por navidad, cuando Blueberry se tiñó de blanco, gracias a una gran nevada que hacía años que no se dejaba ver. En la mayoría aparecía con mis padres, y estos tenían en casi todas ellas una sonrisa radiante, parecían felices, algún día me tendrán que dar su receta de la felicidad.
Muchas veces tachaba a mis padres de frikis consumados, que apostaban su vida a que la magia existía. Era de locos, y por ello en el pueblo tampoco teníamos muy buena reputación; de todas maneras, nos dedicábamos a plantar cultivos con propiedades milagrosas y beneficiosas para las personas. Además, mi padre había hecho algunos cursillos sobre psicología y salud mental, por lo que de vez en cuando citaba personas en su estudio, quienes les contaban sus problemas y él les daba consejo. De pequeña solía escuchar a escondidas, ya que siempre he sido demasiado cotilla, pero al final me aburría, puesto que los problemas eran siempre los mismos, y casi siempre eran tristes: personas que seguían afectadas por la pérdida de alguien, personas a las que les habían abandonado, personas que habían perdido su casa o pertenencias por vicios o simplemente personas que estaban solas y necesitaban hablar con alguien.
Me parecía bastante normal que la gente se pensara que fuese un bicho raro, total, de dos padres así, que descendencia iban a tener. Pero, es cierto, mis padres se piensan que existe gente con poderes, brillitos, chispitas y conjurar un abracadabra hacía que una calabaza se convirtiera en un carruaje o algo así... como yo digo, demasiadas películas Disney. Lo mejor de todo, es que juraban y perjuraban desde que tengo uso de razón, que yo era una de esas personas. Así es, para ellos soy un ser mágico, y por eso esos hombres de negro que hacen que tenga pesadillas y escalofríos, venían tan a menudo a casa para hacerme las dichosas pruebas. Yo me río, y me lo intento tomar con naturalidad. No soy escéptica, pero en este caso, pasa toda tu vida con unos padres que te digan que haces magia cuando no sabes ni hacer un triste truco de cartas y sabrás lo que digo.
Era rara, y no había más. Mis padres podían intentar ocultarlo todo lo que quisieran, pero la realidad asomaba por mi ventana todos los días cuando no podía salir siquiera a la calle.
Ámbar, cuatro años atrás....
“Eran ellos. Venían otra vez esos hombres de negro con los que era inútil intentar hablar, o siquiera verles los ojos. Todavía no comprendía por qué venían, o seguían viniendo, no quería, me daban miedo.
En un abrir y cerrar de ojos, entraron los cuatro en mi habitación, como siempre les recordaba, sus trajes negros, sus gabardinas largas, sus botas brillantes y sus guantes de cuero negro.
Uno de ellos me miró, y me entró un escalofrío;
— Hola Ámbar, ya sabes el procedimiento. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos — comentó con la misma voz monótona de siempre.
Nunca había conversado con ellos, y ese día no iba a romper el silencio. Así que asintiendo levemente me tumbé en la cama esperando a que todo pasase lo más rápido posible. Odiaba las agujas y que me sacaran sangre; así que intentaba no mirar cómo lo hacían. Desviando mi mirada, encontré a uno de ellos sacando de una maleta una carpeta llena de imágenes que las sabía de memoria, dibujos extraños de los que siempre me pedían explicación y yo solo veía humo y cosas sinsentido. Algo metálico y brillante en el dorso de la maleta me hizo volver a mirar con atención; se trataba de una placa donde resaltaban unas siglas metálicas: ENA.
Nunca me había fijado en ello. Tragando con dificultad, dirigí la mirada al hombre que estaba ya terminando de llenar el botecito con mi sangre.
— ¿Qué?... — me callé cuando vi que mi voz sonaba demasiado aguda. Aclarándome la garganta intenté sonar lo más tranquila posible. — ¿Qué significa ENA?
El hombre terminó y me quitó la vía, después sin alterarse se levantó para meter la sangre en la centrifugadora. Si alguien me había oído, la verdad es que lo disimulaban muy bien. A veces, me daba la sensación de que no existía para ellos. Pasaron unos segundos más, segundos que me parecieron minutos y el chico que estaba con el portátil metiendo datos dirigió su mirada hacia mí. Aunque no pudiera verle los ojos, me quedé congelada.
— No es de tu incumbencia — sentenció, volviendo a escribir en el portátil.”
Ámbar, actualidad.
Ese día le recordaba a la perfección. Desde que se fueron hasta bien entrada la noche, no pude parar de llorar. Necesitaba que alguien me contara que pasaba conmigo, quienes eran esos tipos; ya no era una niña, y no me podían decir cuatro tonterías.
Recuerdo que mi madre vino por la noche a mi habitación, suplicándome que comiera y que dejara de llorar. Enfundándome de valor la pregunté directamente cual era el significado de esas siglas. “¿Quiénes son esos hombres? ¿Qué significa ENA? ¿Qué SOY, mamá?” Tres preguntas, una contestada por ahora.
Tuvimos una conversación bastante larga, de la que solo pude sacar entre excusas mal hechas e historias inventadas lo que significaba ENA: Expertos en Anomalías. Recuerdo también perfectamente que me quedé alucinada; siempre puedes pensar que estás loca, que tienes algún problema, y otra que te lo confirmen. Nunca supe si alegrarme por mi descubrimiento o saltar por el balcón para acabar con la majadería de vida que tenía y lo que me faltaba por vivir.
Pero, después de casi cinco años, aquí sigo.
No sé como he aguantado, pero aquí estoy.
Viva.
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Día 1826
Blueberry Cotton,
Condado de Skotady Bird, 16 de Junio.
Cuatro hombres vestidos de negro atravesaban con marcha impasible el límite de Blueberry Cotton. Eran casi las 5 de la madrugada y a esa hora solo quedaban cuatro borrachos intentando sostenerse y otros durmiendo por el suelo. El aire era apacible, pero aún así, hacía que los farolillos y las banderillas, colgadas de las farolas y postes de la luz, repiquetearan ferozmente. A lo lejos sonaba algún tipo de música rancia proveniente de un coche con altavoces y gente rodeándolo como si estuvieran rindiendo tributo. Ellos tenían una misión en particular, y lo sabían. Su paso era firme, y arruinaban todo lo que pasaba por sus pies; unas pobres flores de decoración que yacían ingeniosamente en las aceras, y otras que adornaban el pasto de las orillas, fueron pisoteadas sin contemplación. La casa de los González se divisaba a lo lejos de la calle, era la única que tenía todas las luces encendidas. Mientras se dirigían con seguridad, un borracho bastante maloliente y desaliñado les interrumpió el paso. — ¡Ey! ¡Los hombres de negro! — empezó a reírse a carcajadas, aunque más bien sonaba como el berrinche de un cerdo. Se puso serio al momento y extendiendo su mano con la cerveza. — ¿Queréis un poco? Es sin alcohol... — no pudo continuar la frase porque le empezó a dar otro ataque de risa. Sin mediar ni una palabra uno de los hombres de negro miró al que estaba más apartado del grupo y haciendo un gesto con la cabeza indicó a los demás que siguieran su curso. No debían llamar la atención; nadie tenía que saber de su aparición en ese pueblucho. El borracho, les siguió con la mirada viendo como 3 de ellos se alejaban por la calle peatonal, casi a oscuras por la débil luz emitida por las farolas, y contando lentamente se dio cuenta de que faltaba uno. Volviéndose rápidamente se quedó extrañado de que no hubiera nadie y rascándose la barriga dio otro trago a la cerveza. — Jodidos, se creerán que están en Matrix. — Una pena que no tengas la opción de tener una vida virtual — aclaró una voz fuerte y rota de forma monótona. El borracho dio un traspié sorprendido y se cayó al suelo; el botellín se hizo añicos y le cortó ligeramente la palma de la mano. Mirando al frente se encontró con unas botas grandes negras que casi eran tapadas por una gabardina demasiado larga. El hombre de negro se agachó hasta fijar su mirada en él, aunque sabía perfectamente que no le podía ver los ojos a través de sus estupendas gafas negras, como el carbón. — Gracias por hacer mi trabajo más sencillo. — ¿Qué? Oye no me toques pu.. ¡Arg! Un sonido hueco allanó la acera acompañado de un cráneo machacado contra el duro pavimento.
Llegaron a la casa a la vez que el cuarto miembro les alcanzaba. Eran veloces, inteligentes, serenos... si les viera cualquier otra persona incluso pensarían que no son de este mundo. Uno de ellos se adelantó al porche y llamó cuatro veces con un guante de cuero negro dando golpes secos a la puerta de madera robusta. A los pocos segundos les abrió una mujer guapa, de ojos castaños, que dejaba ver unas arrugas de preocupación surcando su frente. Mirando hacia abajo les invitó a entrar. — Pasad, bienvenidos a nuestra casa, somos Eva y Bren González. Los hombres permanecían de pie en fila, impasibles, mirando a los padres. — Esperemos que no sea una broma, — empezó a decir uno con esa misma voz, sin un atisbo de emoción. — No nos suelen gustar mucho. — ¡No, claro que no! — se apresuró a decir Eva con los ojos llorosos. — Bien — contestó con semblante tranquilo el que llevaba una especie de maletín. — Tendremos que hacerle una prueba a su hija para saber si sufre anomalías. Ambos abrazados asintieron lentamente. — Tan solo tiene 5 años... — comenzó a decir el padre. — Si nos han llamado es porque conocían nuestra existencia, por tanto, me ahorraré el hecho de explicar más allá de lo estrictamente profesional. — atajó otro haciendo caso omiso a las caras tristes y deprimidas de los padres. — Sí — se aclaró la garganta Bren, — Está arriba en su cuarto, es el único que tiene la puerta cerrada.
Una niña con grandes ojos amberinos jugaba con unas muñecas de plástico en la cama. Tenía mucho sueño, y no había sido el mejor de sus cumpleaños, no entendía por qué sus padres no la habían regalado nada y tampoco le dejaron probar la tarta tan rica que hacía su mamá. Jugaba distraída sin saber todo lo que la venía encima.
Cuatro hombres irrumpieron en la habitación, la niña sorprendida dejó caer las muñecas en el mullido colchón y se quedó observando a esos extraños hombres con sumo interés. Dos de los hombres se miraron confusos, como esperando otra reacción más propia de una niña tan pequeña. Uno, el que tenía más pinta de líder, avanzó hasta tocar con las rodillas la cama. Ámbar le miró a los ojos y este pudo ver como cambiaban de color, volviéndose más oscuros.
— ¿Cómo te llamas?
— Ámbar — respondió claramente la niña.
— Ámbar, bonito nombre, — se sentó a su lado en la cama, — vamos a hacerte unas preguntas y a ponerte unas pegatinas en la cabeza.
La niña asintió. Esa noche fue larga, la preguntaron qué veía en ciertas diapositivas, le hicieron un test de inteligencia adecuado a su edad, le sacaron sangre para analizarla y finalmente la dieron una pastilla sedante, para calcular sus pulsaciones en los sueños. Eran rápidos, eficientes en su trabajo. En menos de tres horas, Ámbar yacía completamente dormida en la cama abrazada a una muñeca. Uno de ellos, estaba analizando la sangre gracias a una pequeña centrifugadora que traía en su maletín negro, por supuesto. Mientras uno recogía las fotografías y diapositivas, otro quitaba con cuidado los parches de la cara y del pecho de la niña; todo iba con total normalidad.
El líder estaba escribiendo un informe y crujiéndose los dedos de ambas manos, les habían mentido: esa niña no tenía nada especial. Y eso tendría consecuencias, especialmente desagradables para los impostores. Dando la orden de que podían retirarse y que él mismo se ocuparía de la estafa, los otros 3 salieron de la habitación cerrando la puerta lentamente.
Pocos segundos después, la ventana se abrió y las cortinas empezaron a ondearse con un viento frío e impetuoso. El hombre no se inmutó, pero dirigió con suma atención la vista hacia la niña, que se elevaba de la cama unos 4 centímetros. Asombrado, pero con total calma, se dirigió al portátil donde estaba terminando el informe y negando con la vista lo borró. Tenía que redactar con urgencia uno nuevo y enviarlo cuanto antes a la oficina: esa niña era más que apta.
ÁMBAR [Actualidad]
Tamborileaba las uñas en el escritorio con un compás inaccesible. Estaba nerviosa, mucho, e intentaba distraerme con los cuadros que tenía en la habitación, incluso contando los libros que se acumulaban de polvo en mis estanterías; pero era inútil, y como no vinieran pronto los Men In Black, me iba a dar un lapsus. Me levanté y miré el calendario que colgaba en una pared tristemente pegado con celo y que amenazaba con caerse en breve. Conté los días mentalmente, habían pasado exactamente cuatro meses desde la última visita de esos hombres, por lo que hoy tenían que venir a volverme a hacer pruebas otra vez.
Seguro que los del pueblo cuando les ven piensan que mis padres trafican o tienen trapicheos extraños.
— Ay — resoplé aburrida. Si al menos supieran la verdad. Desde que soy niña les recuerdo en mi habitación haciéndome pruebas raras psicológicas, creo que para ver si tenía aptitudes extrasensoriales. Yo me les imaginaba a los cuatro en su casa riéndose a más no poder pensando que éramos una panda de chalados que habíamos comido demasiadas plantas medicinales.
Mi vida era de locos, mis padres eran demasiado estrictos en cuanto a mi libertad; nunca me dejaban salir con amigos, ni ir al cine, ni salir a la calle sola. Entendía que se preocuparan por mi salud y bienestar, pero no quería aguantar las burlas continuas de mis compañeros de clase riéndose de mí porque mis padres aún me acompañaban a la escuela como una niña pequeña. He pasado parte de niñez y adolescencia recluida en casa, mi salvación eran los libros, las películas y las series que podía comprar o ver por Internet. Y hasta hace poco, también lo era la música, me gustaba ponerla tan alta que mi cabeza desconectara y lo único que pudiese hacer era sentirla. Mi alegría duró poco, más o menos hasta que mis adorables vecinos les dijeron a mis padres que mi música les molestaba. Mis padres, buenos hombres, prefirieron quitarme los altavoces y la cadena de música para complacer a sus vecinos, antes que llegar a malas con alguien que podía ser un futuro cliente. Quitando mi monótona y aburrida vida, mis padres no eran malas personas, me trataban siempre bien, con mucho cariño y me cuidaban en exceso; espero que pronto se den cuenta que igual están un poquito mal de la cabeza y que a mis catorce años puedo salir perfectamente a la calle y cruzar un paso de peatones yo solita.
Solo me reconfortaba la idea de que en dos años podía conseguir un trabajo remunerado e irme de casa para empezar a vivir.
— Muy lejos — susurré mientras me abrazaba. Donde esos hombres no pudiesen encontrarme, donde nunca más volviera a verles.
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Día 1826
Subway Center,
Condado de Skotady Bird, 16 de Junio.
Cientos de papeles se arrugaban y acababan siendo bolas rugosas almacenadas dentro de unas papeleras de plástico que, inevitablemente, resultaban desbordadas. Era demasiado temprano como para que cualquier oficina estuviese abierta, menos Subway Center, cuyos empleados se turnaban para estar siempre en pleno funcionamiento.
Esa mañana en la oficina, había un escándalo y un desorden mayor de lo habitual; los empleados perfectamente trajeados, se movían de un lado a otro, redactando informes, consultando en sus dispositivos electrónicos y haciendo llamadas con una rapidez admirable. Hacía unas horas que los ENA, expertos en anomalías, habían sido destinados a un tranquilo pueblo sureño situado en el sureste del Condado. Todo esto había sido desencadenado por una llamada telefónica de esa misma noche, muy agitada, sobre el caso de una niña que literalmente flotaba en el aire.
El gerente Waterson, se acarició las sientes con pausada lentitud mientras miraba la pantalla de su ordenador. A sus 55 años, exmilitar del Gobierno, había perdido la forma física que antiguamente poseía su cuerpo, quizá por el consumo excesivo de donuts y su afición al tabaco. Sus subordinados estaban de acuerdo en que eso era el detonante de su mal humor constante. Una mano femenina le sacó de su ensoñación, sorprendiéndole y girando la cabeza con avidez se dio cuenta que se trataba de su secretaria Anderson.
Esta, bajó los ojos a modo de disculpa.
— Señor Waterson, los resultados acaban de llegar — alegó con tranquilidad mirando el reloj dorado que posaba en su delgada muñeca.
— ¿Y bien? — preguntó él con sumo nerviosismo. Le gustaban las cosas claras y sin demasiados rodeos.
— No les he mirado, — aclaró con sinceridad la mujer mirándole con sus dos ojos oscuros — se les he enviado a su correo personal y me he tomado la libertad de imprimírseles.
Con una sonrisa un poco forzada, abrió una carpeta de tono marrón ante la atenta mirada de su jefe, y sacando de ella otra de tono similar, la soltó sobre su mesa. El señor Waterson se giró hacia la mesa y levantó levemente una mano dando por entendido que la conversación había finalizado; quería leer los informes con tranquilidad. No se percató de la dura mirada que la señorita Anderson posó en él, antes de dirigirse a su despacho, quien no entendía por qué ese hombre la trataba sin un atisbo de cariño, a pesar de los 6 años que llevaban trabajando juntos.
Andrew Waterson era un oficial que llevaba varios años en uno de los puestos más altos de esa oficina central; su cometido no era otro que encontrar posibles casos de personas con taras psicológicas o físicas, fuera de lo normal. Aquellos candidatos que sirvieran, según los informes que los ENA proporcionaban, eran trasladados a unas instalaciones de las que él no tenía mucha idea. Solo se dedicaba a reportar los casos de interés a su superior, el señor Wallace, un hombre paliducho con cara de pocos amigos.
El oficial volvió a fijarse en la primera hoja de los informes y respirando lentamente se acarició otra vez las sienes con poco tacto.
Al cabo de media hora, Waterson cerró la carpeta y se dirigió a su despacho que se encontraba en la tercera planta de la oficina. Era el momento de hacer una llamada a Wallace; había encontrado a una persona realmente interesante.
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Día 1825
Condado de Skotady Bird, 15 de Junio.
El cielo de Blueberry Cotton se teñía de rojo para dar paso al crepúsculo. El buen tiempo se había adueñado de ese pueblo, el cual solía ser tranquilo y apacible, más ahora, en plenas fiestas estivales solo se escuchaba el bullicio de las personas en la feria, chiquillos vociferando y risas por doquier, acompañados de una música country ensordecedora.
Ese día era especial para la familia González; estaban de celebración por el cumpleaños de su hija pequeña, Ámbar, quien era reconocida en todo el pueblo por sus ojos, a los que hacía honor su nombre: naranja claro que, dependiendo de las circunstancias, se tornaba amarronado o con pequeños destellos amarillentos. Los González ejercían medicina alternativa, y poseían varios terrenos donde cultivaban sus plantas medicinales; aún así vivían humildemente en una casita pequeña de dos pisos de ladrillo negruzco disimulado por desmesurados y salvajes bejucos.
La señora González, Eva, estaba decorando la tarta casera que con tanto esmero había estado preparando todo el día. Le faltaba poner unos pétalos de núrmel, flores silvestres anaranjadas, que había recogido en el campo esa mañana. Su marido, Bren, entró en la cocina con una sonrisa que irradiaba completa felicidad y abrazando por la cintura a Eva la dio un beso casto en la cabeza.
— Cariño te ha quedado estupenda — comentó evaluando la tarta que tenía ante sus ojos, — ¿voy a buscar a la pequeña?
Eva agradecida se echó hacia atrás apoyando su cabeza en el hombro de Bren. Miró su creación y suspiró, a su hija le iba a encantar y eso le hacía muy dichosa.
— Sí, ve a buscarla mientras pongo los...
— ¿Pétalos de núrmel? — inquirió Bren con una sonrisa burlona.
— ¡Sí! Y oye — le dio un pellizco en el brazo, — a Ámbar le encantan a sí que menos sonrisillas tontas.
— ¿Has visto? Aún me atontas mujer — se defendió estoicamente y su boca volvió a torcerse en una medio sonrisa al ver como su mujer ponía los ojos en blanco. Salió de la cocina en busca de su hija y empezó a subir las escaleras que llevaban al segundo piso donde se encontraban las habitaciones.
— ¡Ámbar! ¿Dónde andas, renacuaja? — cantó mientras silbaba la melodía de “Happy Birthday”. Él pensaba que todo el mundo debería celebrar su cumpleaños y ser feliz al menos ese día.
Al no obtener respuesta intuyó que la pequeña se habría dormido, aunque le pareció algo raro teniendo en cuenta el escándalo que se oía por todo el pueblo y retumbaba en las paredes de la casa.
— ¿Ámbar?— Preguntó mientras abría con cuidado la puerta de su habitación.
No había mucha iluminación; La escasa y rojiza luz que dejaba traspasar una cortina, suavemente ondeada por la brisa de primavera, proyectaba una sombra en el suelo. Bren miró hacia arriba hasta toparse con una niña flotando en el aire con los ojos en blanco.
Un grito asoló la casa. Después de unos segundos se unió a él otro más agudo. El silencio se adueñó de la casa de los González mientras los feriantes anunciaban a los ganadores de un sorteo ante la atenta mirada de los adultos y el griterío de niños que se divertían jugando, aprovechando que nadie les vigilaba.
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