Tumgik
earnj · 11 months
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earnj · 2 years
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Aurora O'Neill - 2050 - La gran guerra (teaser corto)
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Corría un frío 5 de noviembre; salía de un bazar chino en el centro de Barcelona, pero antes miraba y remiraba unos móviles que había en ambos lados de un mostrador ovalado, en medio de la entrada de la tienda. De entre dispositivos, me fijé en uno que costaba 75€, el cual no podía ver con detalle al encontrarse demasiado arriba. También había un móvil para niños, con forma redonda, y con al parecer una funda de silicona azul, con orejitas. Ahí dentro el paso del tiempo se había detenido; todo seguía igual que antes del desastre.
—¿Le puedo ayudar en algo?
—No, no, voy mirando, gracias.
El dependiente había clavado sus ojos en mí; iba y venía, del mostrador al final del pasillo colindante. Me observaba disimuladamente, unas veces de reojo, otras veces a través de los pocos espacios que dejaba entre extraños cachivaches decorativos asiáticos situados con pulcritud y miramiento a través de interminables estanterías llenas; parecía que soportaran el peso del mundo. Mientras él me perseguía con la mirada, yo seguía observando aquel móvil de 75€; era relativamente barato, pero lo suficientemente elegante para mí, y además, de romper el cristal del mostrador y robarlo, no pondría en peligro la economía de nadie, sería sólo… otro efecto colateral debido al desastre. Aproveché el único momento en el que el dependiente apartó por unos segundos su mirada de mí, y con un fuerte codazo «crashh» hice trizas el fino cristal.
—¡Oiga!, ¡¡oiga!!, ¡¿pero qué está haciendo?!— No lo sabía ni yo, era presa del pánico, del miedo y de la incertidumbre de no saber qué pasará mañana, a mí o a mis seres queridos. Lo único que sabía era que debía sobrevivir. Cogí el móvil y empecé a correr hacía la calle, antes de que hicieran sonar la alarma, la puerta se cerrara y me quedara encerrada dentro de la tienda, esperando con una sonrisa de oreja a oreja a la escasa policía que aún no había sido comprada por el sistema. Me escabullí por los pelos, dejando un rastro de gotas de sangre y quedándome trabada por unos segundos entre aquella puerta corredera de cristal, hasta que el empleado de la tienda llegó a mí para forcejear, con ánimos de que le devolviese lo que me iba a llevar entre pérfidas intenciones, pero sin éxito en su propósito. Con mí cuerpo entre la tienda y la calle, y la puerta corredera presionando mí tórax, le asesté un puñetazo en la barbilla para seguidamente él caer al suelo y liberarme con un fuerte empujón. La alarma empezó a sonar a la vez que me alejaba cada vez más y más de la escena del crimen, corriendo a través de la larga avenida, esquivando los coches que se habían quedado paralizados en medio de ésta, para finalmente detenerme delante de un edificio a medio construir; sólo una imponente estructura de hormigón se alzaba de entre las construcciones colindantes. En la planta baja de ésta había gente calentándose delante de hogueras improvisadas, con tableros de madera y cartones de las tiendas próximas. En mis ojos se dibujaba un escenario tétrico; una ligera bruma recorría los bajos de aquel edificio a medio construir, embadurnando el lugar con un cierto halo de melancolía, de todo lo que una vez fue, hasta que de repente y durante aquella noche todo colapsara, y el letargo del caos llegara a su fin. Había gente irrumpiendo en una desdeñada tienda de comestibles, de la cuál sus puertas habían sido reventadas con fulgor, para hacerse con el pan, y la poca leche que ya en ese momento quedaba en ella. Busqué refugio en una de las estancias del edificio, dónde la luz de las hogueras cercanas iluminara mis manos, y abrí la caja de lo que había robado. Le di la vuelta, y con un seco «¡joder!» lo arrojé con rabia al suelo.
—Ellos, ¿verdad?
Desde la oscuridad una voz grave se engendró. Sobresaltada, de repente me giré; parecía ser un hombre de unos 60 años, con la coronilla calva, mientras el pelo que la rodeaba lucía largo y rizado, de tonalidades castañas, lleno de canas. No pude ver bien su rostro; estaba todo demasiado oscuro, aunque llevaba puesto un largo abrigo de cazador en color verde militar, parecía de lana.
—¿Qué? — Pregunté en un tono borde, no entendía a qué venía eso de ‘’ellos’’. El hombre sonrió disimuladamente, con soberbia.
—Los que controlan el cotarro, los de arriba de los de arriba. ¿Ahora? — Quedé mirándole con desconfianza por unos instantes, pensativa.
—¿Y usted es?
—Ohh, verzeihung, verzeihung, disculpe a éste humilde servidor. Debí presentarme, antes de nada. Mi nombre es August, Sir August Hanlager, a su servicio señorita.
Seguí mirándole por unos instantes más; hablaba raro, con un cierto acento… alemán, ¿tal vez?, y parecía ser una caricatura de alguien normal.
—¿Es usted alemán?
—No, no señorita, soy danés, nacido en Faaborg, a las orillas del Mar Báltico, descendiente de madre irlandesa y padre alemán, y criado en Düsseldorf, Alemania. ¿Y usted, fräulein?
—Aurora O’Neill, irlandesa crecida en España.— Respondí a la pregunta con cautela, ese tal August parecía estar bastante ido, cuando de repente…
—Ohh, ¡¡Ich glaub’ ich spinne!! — Se puso a gritar, eufórico. Tuve que girar mí cabeza por un momento, disimuladamente, así evitando que varias partículas de sus babas aterrizasen en ella. Varias personas de la hoguera colindante se asomaron para ver qué estaba ocurriendo.
—¡Entonces también es usted de sangre irlandesa! — Le miré, y con una sonrisa forzada, asentí. Pasaron unos minutos, en los cuales un incómodo silencio se apoderó de la situación, mientras August se fumaba un cigarrillo contemplando con una perceptible melancolía en sus ojos aquél bélico escenario, apoyado en una pilastra de hormigón.
—¿Cómo sabe lo de la disidencia controlada, y todo eso? — Decidí poner final al ya por aquel momento largo silencio; tenía curiosidad por saber ciertas cosas.
—Bueno, verá señorita; cuándo usted ha girado el móvil que, por las heridas aún abiertas en su codo imagino que lo habrá robado, éste tenía una pegatina verde en su parte trasera, ¿cierto? — Asentí con la cabeza, centrando toda mí atención en la causa.
—Todos los dispositivos electrónicos fabricados desde el 2040 en adelante la traen.
—¿Y eso qué significa?
—Que ‘’ellos’’ «haciendo un gesto con la mano por encima de su cabeza, esquematizando algo etéreo, algo que no puede verse» tienen total control sobre éstos.
Quedé atolondrada ante tal explicación; no había entendido ni la mitad.
—¿No podría resumirlo un poquito…?
—Que pueden desactivarlos cuándo deseen.
—¿Y usted cómo sabe todo eso? — Pregunté con indiscreción.
—Soy informatiker, señorita.
Desvié mí mirada para seguidamente observar el cielo. Espesas nubes cubrían la luna, y las calles eran sólo iluminadas por contadas farolas halógenas, destartaladas por el paso del tiempo, que habían resistido cómo veteranos de guerra al gran desastre. La luz de las hogueras resplandecía ante los gigantescos paneles verticales de hormigón del edificio a medio construir bajo el que me encontraba, proyectando sombras fantasmales a través de las pilastras y los anchos pasillos de la construcción; todo parecía tan sombrío. August seguía fumando cigarrillo tras cigarrillo, sin tregua para sus pulmones. Exhalaba el humo lentamente, saboreando cada una de las partículas de oxígeno infectadas por químicos varios, como si cada cigarrillo fuese el último en la Tierra. El frío aire soplaba con moderación, pero sin descanso. Me aparté con disimulo de la nube tóxica que envolvía a August; siempre había odiado los químicos, en general.
—Fräulein, venga conmigo, debemos calentarnos, la noche será fría.— Justo después de terminar su sexto cigarrillo, habiendo quemado así dos años de su vida delante mío, lo arrojó al suelo aún incandescente, engordando el montón de éstos pisoteados a su lado. Arqueé la ceja; eso de ‘’debemos calentarnos’’ me sonó mal, no sé por qué. Me acompañó a la parte trasera de la edificación, en la que se hallaba un grupo de personas rodeando una gran fogata, riendo y bebiendo lo que parecía ser... ¿alcohol?, seguramente. Para ser algo parecido al fin de la civilización, reían demasiado. Me acerqué con cautelo, tímidamente; precisamente ese no era el mejor escenario para superar mí fobia social. Empecé a vagar sin rumbo por detrás de los ilustres asistentes al gran botellón. Las sombras habían sido por siempre mis aliadas, mientras un sentimiento de insignificancia se apoderaba de mí, y desde un rincón, quedé atónita observando la fogata. Era tan bella, tan pura, ¿cómo algo tan destructivo podía ser a la vez sinónimo de vida? …tan yo. De repente alguien se echó atrás, tropezando conmigo y echándome parte la botella de bebida encima.
—¡Ahhh!, perdona tía, no te había visto. ¿De dónde sales? — Me miré; mí chupa de cuero acabó toda mojada, al igual que mí pelo. No respondí, esa maldita noche iba de mal en peor.
—¿Te he mojado? — Levanté la mirada, y la miré con recelo, se hallaba de espaldas al fuego. No pude verle bien el rostro, pero su larga melena le rozaba la cintura. Ella sí pudo verme el mío. Supongo que pensó: «otra rara más», o algo por el estilo. Me tocó la chupa, y seguidamente el cabello.
—Estás toda mojada. Ven, ponte delante del fuego, hace frío.
—No, si estoy bien, no... no pasa nada. — Cogió mí mano, y llevándola casi a su cintura, me arrastró hacía delante del todo, hacia la hoguera, con un indiscreto movimiento de caderas, confirmando mis sospechas: iba borracha cómo una cuba. Delante de la hoguera se estaba demasiado a gusto, a pesar de estar quieta cómo una estaca y sin saber realmente dónde diablos ponerme, ni cómo había acabado allí esa extraña noche del fin de la civilización, después de haberme decidido a planear y cometer el hurto del siglo. Reían hablando de temas mundanos a mis oídos, mientras bebían alcohol barato, haciendo correr la botella de vodka de punta a punta de hoguera; el fuego resplandecía sobre el cristal, creando una mágica ilusión a ojos de todos los asistentes, al ver surcar esa botella luminiscente a través de horizontes de sombras y oscuridad.
—¿Estás mejor? — Su pregunta rompió mí estado de trance. Seguía jugueteando con mí cabello, comprobando que ya estuviera seco. Me giré para asentir, y entonces pude verle bien el rostro, pero en lo único que me fijé fue en sus ojos; eran azules y salvajes cómo el atlántico irlandés. Por unos instantes volví al pasado, a mí infancia; sus ojos transmitían tanta belleza, brillando cómo dos cuarzos azules y relajantes reflejando la luz de fuego. Ella seguía riendo y debatiendo sobre demás cosas a mí juicio «mundanas», con la botella de vodka en una mano, y su otra mano sin darse cuenta sobre mí cabello. August, apoyado contra la pilastra de hormigón colindante, observaba la situación con otro cigarrillo en la boca. Con ambas manos metidas en los bolsillos delanteros de su chaqueta de cazador, se fumaba los cigarrillos con una destreza increíble, manteniéndolos en todo momento en el lado derecho de su boca, hasta que éstos se convertían en nada y finalmente los escupía, precipitándolos al suelo a medio metro de él.
—¿Habéis notado eso?
—¿El qué?, ¿el colocón que llevas? — Un grupo de chicos empezaron a reír desde la otra punta de hoguera, al oír la voz alcoholizada de la chica de los ojos azules. Yo no veía nada; el humo del fuego lo nublaba todo, sólo oía reír a la gente, mientras inconscientemente mí cabeza se echaba atrás, buscando los dedos de la chica de la que aún no conocía su rostro.
—¡No, imbécil! El suelo acaba de temblar, algo ha temblado aquí debajo...— Y en eso, otra voz repleta de una perceptible embriaguez replicó con un tosco sarcasmo; —«Buff», a mí me tiemblan hasta las ideas.
De repente, las agradables caricias en mí cabello se pausaron, las risas cesaron, y la botella de vodka dejó de dibujar con sus reflejos abstractas figuras en el aire, mientras un atronador silencio se apoderaba de la situación, de nuevo. El viento seguía soplando cada vez con más y más fuerza, haciendo que la larga melena de la chica de los ojos salvajes y azules acariciara mis labios, produciéndome unas agradables cosquillas en ellos. Sólo se oía el ruido de una botella de plástico arrastrada por el viento, viajando avenida abajo, mancillando el silencio con su estruendosa sinfonía. Había hojas secas por todas partes y por todos los rincones imaginables; debajo y entre los coches que habían quedado inmovilizados en medio de la enorme avenida, en las paradas de bus, amontonándose contra las marquesinas de éstas, y en cualquier lugar del enorme edificio de hormigón a medio construir bajo el que me encontraba. Las hojas bailaban al son de las rachas de viento, rodeando las farolas con titubeantes remolinos, mientras éstas se zarandeaban emanando unos crujidos extraños, como si sus estructuras tubulares de acero estuvieran dolidas al percibir que su final se encontraba cada vez más y más cerca. Su final, y el de todo lo conocido hasta el momento... el suelo empezó a temblar, mientras el asfalto se deformaba y la imponente estructura de hormigón encima nuestro mostraba las primeras grietas de alerta; todo iba a venirse abajo en cuestión de unos pocos minutos.
—¡Todos fuera!, ¡¡todos fuera!!, ¡hay que salir de aquí! — Empezamos a correr, a desperdigarnos, a perdernos ante el inminente caos. La chica de los ojos azules me cogió de la muñeca, sin decir nada, sin palabras estúpidas e innecesarias de por medio, para guiarme corriendo hasta un lugar seguro. Yo no dije nada, no opuse resistencia alguna, simplemente hice caso a mí intuición. Corrimos a través de la gran avenida mientras todo temblaba, mientras los balcones y las marquesinas se venían abajo, mientras los árboles, que durante años se habían dedicado a buscarle las vergüenzas al pavimento contiguo levantándolo con sus crecientes raíces en busca de su libertad arrebatada, ahora eran sacudidos con rabia por éste. Debíamos avanzar rápido, pero a la vez lo suficientemente despacio cómo para no dejarnos una pierna en las grietas, por momentos engordándose, que desgarraban el asfalto cómo si de un lienzo de color negro se tratara. El agua de las cañerías reventadas empezaba a brotar, a colmar cada una de las grietas que se encontraba en medio de su camino, a correr velozmente avenida abajo, mojándonos; esa maldita agua tan fría que hizo que en aquellos momentos no notara siquiera mis pies.
«¡¡PUMM!!» Y un fuerte pitido me invade; parece que la cabeza vaya a explotarme. Dejo de ver, no veo nada, todo se ha vuelto blanco, de repente todo es llano. Sólo percibo ausencia de color, sólo noto mis pómulos mojados, sólo siento tristeza y dolor; no puede ser esto el final, no puede ser así y ahora, me niego.
—¡Ayuda!, ¡Socorro!, ¡que alguien me ayude, por favor!, ¡se está muriendo!
La chica de los ojos azules se quedó conmigo, pidiendo ayuda por mí; sujetándome la cabeza mientras ésta me sangraba por detrás, para que el torrente creciente de agua que ya por aquel momento inundaba la avenida no me asfixiara. El agua tiraba de mí cabello, y de mí alma, queriendo arrebatármela, pero yo no iba a entregársela tan fácilmente. Las gotas de sangre emanaban de la brecha que yacía en mí cabeza, coloreándolo todo a nuestro alrededor con tonalidades de oscuridad. Y desde el centro de esa enorme avenida me limité a tentar al destino; edificios de más de 15 plantas de altura se desmoronaban sin tregua, dejando interminables montañas de escombros donde una vez cielo y tierra se habían unido.
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earnj · 3 years
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earnj · 3 years
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earnj · 3 years
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earnj · 3 years
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