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Este cuento es una invitación a mirar el mundo con ojos de niño: con calma, curiosidad y capacidad de asombro. Una ventana siempre abierta, una criatura invisible que aparece cuando se queja, y una misión sencilla pero mágica: *"encender los colores del mundo"*. Quizá la realidad sea más misteriosa de lo que pensamos, y solo haga falta detenerse a observar para descubrirla. Lee el cuento solo en: puroscuentos.com #PurosCuentos #RealismoMágico #SelecciónDelEditor
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En Pueblo sin pascua, la esperanza se ha esfumado de un lugar donde el viento hace sonar las campanas de una iglesia dormida y los muertos han dejado de asomarse en sueños. Entre santos polvorientos y rezos sin devoción, un anciano misterioso llega con la promesa de un huevo mágico que cumplirá el deseo más profundo de quien lo encuentre. Pronto, el pueblo entero se sumerge en una búsqueda tan frenética como reveladora, mientras Lucía, una niña con el don de escuchar la tierra, se encamina hacia un destino que transformará a todos a su alrededor. Con ecos de realismo mágico y la cadencia de un cuento oral, esta historia explora el reencuentro con lo sagrado y la fuerza de lo invisible. Es un relato que recuerda la importancia de creer, aunque no sepamos nombrar aquello en lo que creemos; un canto a la vida, la tierra y el milagro que habita en cada semilla… y en cada corazón que se atreve a latir con fe.
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CAPITULO II
Cuando nació.
No fui consciente de ningún sentimiento cuando nació mi primera hija. Recuerdo que constantemente las personas, sobre todo aquellas que ya habían sido padres, me preguntaban sobre mi sentir junto con una sonrisa inmutable, asintiendo con la cabeza esperando mi respuesta, ya la sabían, o al menos tenían la completa seguridad de que compartiríamos el mismo sentimiento de cuando alumbraron a su primer hijo. En toda la estancia en el hospital, nunca me detuve a pensar lo que sentía, no era importante, de igual forma ya lo estaba viviendo. Por no decepcionar, les devolvía la sonrisa y decía, Bien, alargando la palabra para no tener que agregar nada más, y esperando que se interrumpiera el momento con otra pregunta o con el preámbulo de alguna anécdota. Cómo te sientes no es una pregunta que deba hacerse a la ligera a menos que se espere una respuesta vacía. Cuánto tiempo necesita una persona para entender como se siente en primer lugar, para después compartirlo en una charla calmada, es decir claro, si esta está dispuesta a gritar sus sentimientos con el corazón en la mano a medio pasillo del hospital. Mi hija estaba detrás de la vitrina, dentro de la incubadora que le habían asignado para pasar los primeros momentos de su vida. Luego de que salimos del quirófano, acompañados por el ilustre pediatra que nos asignaron al azar, mismo que carecía cabalmente de tacto humano y gusto por su trabajo, parecía no tener alma, arrancada y dejada atrás por la ambición de sacar más monedas con cada procedimiento. Llegamos al cuarto de incubadoras, la colocaron en una diminuta camita protegida por una cajita transparente de plástico rígido. De alguna manera, con su bracito izquierdo se sujetó de una hendidura en la parte superior de la cuna, quedó colgada como un changuito, recostada con la mano hacía arriba agarrada con dos deditos que se enganchaban, sin soltarse, como si se aferrara a la vida de ahí en adelante. Nunca estuvo en peligro, fue un parto ligeramente prematuro pero normal y con excelente calificación. En ese momento supe que jamás la soltaría, imaginaba que se aferraba a mi dedo meñique, el de mi mano derecha.
Ver a un ser humano tan pequeño por primera vez, sabiendo que vino al mundo a causa mía y que sin dudas, llevaba tantas cosas de mi que ansiaba por descubrir, que con cada día me ayudarían a conocerme mejor y, sin darme cuenta, entendería a mis padres. No queda tiempo para ponerse a pensar en lo que se siente, por esa razón, muchas veces contesté que no sentía nada, que seguía siendo el mismo de ayer. Fue la mentira más grande que jamás se ha dicho. La analicé duramente mientras el pediatra limpiaba sus diminutas fosas nasales. No era lo que esperaba, mi cabeza estaba llena de fantasías y esperanzas imitadas. Quien estaba frente a mi era real, de carne y hueso, llena de sustancias babosas, sangre y residuos, con los ojos casi cerrados. Le noté rasgos que sin duda eran herencia de la mitad de su mamá. No me dejaban tocarla, me mantenían a distancia, si hubiera sido posible me hubieran amarrado en un rincón de la sala de parto. Como si los padres fuéramos ajenos a lo que estaba aconteciendo en ese momento, y el bebe fuera un producto valioso que había que conservar. Sentía que robaban una parte de mi, que pretendían ser los dueños de un pequeño ser humano descendiente de mi.
Felicitaciones, flores y chocolates, puros de fantasía y algunos reales, incluso uno de mis amigos llegó con un seis de coronas de contrabando. Las tomamos en la terraza de la habitación del hospital, sin hablar, sin pensar. Las visitas, el ruido, las mismas platicas una y otra ves, los incesantes llantos nos transportaron en un abrir y cerrar de ojos a cinco días después cuando el silencio nos envolvía en la casa nueva. Estábamos aislados muy al sur de la ciudad, las visitas terminaron. De pronto éramos solo los tres y el perro, que lleno de curiosidad olfateaba al aire para conocer al pequeño humano.
Pasaron dos meses y aún me sentía el mismo de siempre. Después de trabajar llegaba a la casa y sin lugar a dudas, allí estaban las dos, una concentrada en una serie de televisión que trataba sobre las aventuras cotidianas de una madre casi adolescente, y su hija que se comportaba como un adulto ejemplar, la otra preocupada por comer toda la leche que brotara con cada succión. Al ver la escena sentía paz, no solo de estar en casa, sino por saber que mi pulguita estaba protegida y bien alimentada. Me invadía un pensamiento que no dejaba de perturbarme, los primeros días de nacida no sabía comer, fuera la mamila o le ofrecieran el pecho, ella dejaba sus labios quietos tragando las miserables gotas que caían intermitentes. Cómo decirle lo que tenía que hacer si tenía un día de nacida, su madre también era nueva y en su rostro reflejaba el terror que tenía de que la bebe nunca aprendiera a comer. Nunca se sabe que esperar con el primer hijo, todo lo que hace parece tan normal. Me encontraba en completa paz contemplando en vivo la maternidad hasta que sentí como si me clavaran una puñalada con el metal más frío y se me congelara todo el cuerpo desde el estomago hasta la punta de los dedos, cuando la voz de mi mujer rompió el silencio, ¿Ya estás listo para irnos?, me preguntó mientras se levantaba de la mecedora al tiempo que cubría a la niña con una manta de franela. Ese día no era un día como cualquier otro. Mi mente se llenó de toda clase de preocupaciones, de recuerdos, de confusiones como si nunca se hubieran ido de allí. Un mes atrás abrí la puerta del consultorio del nuevo pediatra, el mismo que nos atendió a mi y a mis hermanos cuando éramos pequeños, estaba jadeando de venir apresurado por no llegar tan tarde a la primer cita de Romina, solo yo podría llegar tarde a todas las primeras ocasiones de la vida. Estaba acelerado y contento, tenía el pecho lleno de orgullo pues sería reconocido después de tantos años ya no como un niño, sino como un hombre trabajador y de familia. Aún tenía la mano sujetando la chapa con la puerta a medio abrir, ninguna mirada se centró sobre mi, todos veían hacia el piso, en silencio, estaba también mi hermana a quien le escurrían lagrimas teñidas del negro del rímel. Mi sonrisa se borró. Romina estaba jugando con sus manos llenándolas de baba mientras su madre la acariciaba. El doctor supo que las mujeres no tenían las fuerzas para hablar y rompió el silencio explicándome lo que había visto en Romina, palabras que me cambiarían para siempre. Aunque nunca antes lo había sentido, la sensación me fue familiar como si se tratar de un dejavú. Le decía a Bety y a Sofí, que le veo a Romina unos rasgos que me hacen ruido, me dijo, No me dejan tranquilo, probablemente no sea nada, pero me gustaría que los analizáramos un poco más. Se acercó a la pequeña tomándola de un pie con ambas manos, ¿Ves este dedito? Está más separado de lo normal, a su nariz le falta este huesito que todos tenemos, los ojos los noto ligeramente jalados y lo que más me llama la atención es su lengua, está más larga de lo normal, tiene macroglosia. Seguí cada palabra que salía de su boca y aún así no entendía nada, no tenía importancia para mi si algunas partes de su cuerpo no eran del todo perfectas, mi mente comenzó a divagar y dejé de prestar atención hasta que escuche tres palabras que me helaron el corazón, y me devolvieron súbitamente a la realidad, Síndrome de Down. Cómo podría ser posible, si cuando nació nadie nos había dicho nada, además yo la veía completamente normal, no notaba nada de lo que el doctor decía, incluso todos esos rasgos los podíamos ver en su mamá excepto por la lengua. Mi reacción inmediata fue de furia contra el pediatra por estar diciendo cosas de mi bebe. Las mujeres no paraban de llorar mientras él insistía en que deseaba estar equivocado pero que valía la pena revisar el caso. Nos mandó con la genetista que se encontraba en el piso de arriba, no nos sacó de ninguna duda. Estaba insegura para dar un diagnostico. Fue sumamente amable y al final nos mandó a casa con una probabilidad de 50/50. Al día siguiente enviamos por paquetería una muestra de sangre a México para que le realizaran un cariotipo, con eso tendríamos un diagnostico seguro. Un mes tardarían en enviar los resultados y no teníamos idea de lo que significarían esos treinta días bajo la penumbra.
Nunca me importó menos el mundo que durante ese mes. Cada día pensaba involuntariamente en lo mismo. Nuestros familiares recibieron la noticia como si los hubiésemos atado de manos frente al paredón, y fusilado. Llantos, abrazos grupales, palabras en busca de una justificación divina, momentos de muestra de una fuerza que se había extinguido después de la primer semana. Casi todos los días me venía a la mente un recuerdo en el que me encontraba de pie, bajo el sol abrazador en el patio de mi escuela secundaria, inmóvil, la vista perdida mirando al espectador, con los ojos ligeramente cerrados para ver. Observaba mi inocencia y no podía evitar pensar que a esa edad no tenía idea que dentro de unos años estaría donde estaba, que más tarde tendría que sufrir el mayor golpe de la vida, como si se tratara de una desgracia. Ese niño tímido con las manos metidas en las bolsas del pantalón, tenía que enfrentarse a sus peores miedos, estar dentro de una situación de la que no se puede salir y que tampoco se puede cambiar, algo que sería para siempre y que, se gastaría la única vida que se le había dado. Entendí que a mi no me estaba ocurriendo nada, que yo seguía siendo el mismo y que mis preocupaciones no eran por mi, sino por mi pequeña. La imaginaba de grande sin las mismas posibilidades que yo tuve, mi mayor terror y preocupación era que no podría formar una familia, que no podría hacer tantas cosas como ella quisiera. Era natural que me destruyera por dentro solo imaginarla, pues estaba visualizando su futuro como alguien que nunca podría ser feliz. Prometí tantas cosas a cambió de que no tuviera síndrome de Down, que sencillamente me estaba quedando sin vida. En mi desesperación propuse al cielo que se pasara la condición a mi cuerpo para que ella tuviera una vida normal. Yo era un completo ignorante.
Puso a Romina entre mis brazos mientras se abotonaba la blusa y me apuraba para irnos deprisa. Llegamos tarde, de cualquier forma como si se tratara de una parte imprescindible en el ritual para acudir al médico, nos pidieron que tomáramos asiento en la sala de espera. Después de unos minutos nos hicieron pasar al consultorio, luego de que una pareja con un bebe de brazos se despidieran de la doctora llenándola de todos los agradecimientos verbales que habían aprendido desde niños. Nos sentó sin dejar de mirarnos fijamente a los ojos, por instantes a los míos y en ratos a los de Beatriz. No recuerdo como fue, pero fue suave. Su rostro amable dejó escapar una lágrima en el largo silencio después de decirnos que los resultados habían sido positivos, Romina tenía una trisomía regular en el par número veintiuno. El tiempo se detuvo. La necesidad de saber todo acerca del tema se convierte en hambre feroz. No se trata de una enfermedad o una condición, no existen niveles, ni hay personas más graves que otras, es la configuración de su cuerpo entero. Todas las células que la formaban eran así, quitarle la trisomía sería igual que arrancarle la vida por completo. Días antes, entré en depresión pues extrañamente estaba completamente convencido de que Romina no tendría Síndrome de Down una vez que nos entregaran los resultados, me entristeció pensar que no íbamos a poder realizar todas las actividades que ya tenía planeadas para los dos a lo largo de su vida, mientras imaginaba que ella tenía un cromosoma extra y que yo, era su papá. Disfrutaba pensar que en su edad de adolescente ella prefería estar conmigo que salir con sus amigos, que de alguna manera tardaría más en abandonar el nido y que sería me pequeña por siempre. Con la hoja de resultados frente a mi, llena de gráficos con formas de manchas alargadas, no pude evitar esbozar una sonrisa discreta, un instante de felicidad en medio del dolor y la confusión. Me sentí egoísta. Me proyecté en el futuro como si el cielo hubiera escuchado mis plegarias y, lentamente todas mis células se transformaran agregándoles un cromosoma al tiempo que el cuerpo de Romina perdía uno. Mi cabello ya estaba cubierto de canas y me costaba trabajo hacer tantas cosas mientras veía a mi Romina bailando por el mundo en completa libertad. Pasaron tantas vidas y pensamientos en ese breve instante en el que la doctora nos explicaba como sería la vida en adelante, las diferentes terapias a las que tendría que acudir, los estudios que había que hacer y todas las citas con especialistas que tendríamos que agendar lo antes posible, que olvide notar que mi compañera de vida había derramado toda el agua del mundo a travez de sus ojos. La abrace con mi tosco brazo derecho, siempre he sido un poco torpe para enfrentar esos momentos.
Me enojé con Dios, con la iglesia y con toda viejita que dijo alguna vez que por algo pasan las cosas, o que Dios sabe por que las hace. Entendí que todo pasa al azar, que nada tiene que ver con Dios ni con lo que merece cada quien, mucho menos que Romina nos había elegido, aunque confieso que me gustaba mucho pensar que así había sido, pero mi hija no era más importante que aquella niña con cadenas de ADN similares, a la que su madre decidió abandonar en una gasolinera para nunca volver a saber de ella. Acaso ella eligió a una madre sin amor, o Dios decidió darle una lección de vida a esa pobre niña indefensa. No es así la vida. Las cosas simplemente pasan. Después de esa noticia me fui, cambié, me convertí en alguien más.
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After my daughter born, even after I whisper “mi pulguita”, they told me she have an extra chromosome.
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Así es ella.
Ella sabe todas las cosas, aún así, casi no habla con palabras. Su mirada y los movimientos que hace con las manos le son suficientes para expresar lo que siente, lo que ve y lo que no. Algunas veces, le pido que me entregue algo que trae apretado entre sus deditos, normalmente no me hace caso. Cuando consigue algo, por los medios que sean, le gusta conservarlo y se lo lleva lejos hasta que pierde el interés, entonces lo deja ahí, en el suelo. Me dijeron que fuera personalmente por ella el viernes a la salida de la escuela, se acercaba el día de padre. Cuando salió por la puerta mis pensamientos no estaban particularmente sobre algo. La vi salir más contenta que otros días, no lo esperaba, pero ella lo sabía. Sabía que tenía algo para mi, que lo que había hecho con tanto esmero durante las horas de escuela, era un regalo para mi, para su papá. No me había dado cuenta de nada, además de su sonrisa, me agaché para saludarla como todos los días, ella estaba preocupada por algo más. A manera de sorpresa, puso en mi mano una piedra decorada con pinturas por sus propias manos. No me dijo nada, no me busco con la mirada, no emitió ningún sonido, pude escuchar su silencio que me dijo especialmente, Esto es para ti, papá. Fue la primera vez. El primer día del padre a sus casi cuatro años que me dijo, sin hablar, que yo era su papá.
La trisomía veintiuno es la formación de un cromosoma extra en el par numero veintiuno, de ahí su nombre. No puedo pensar una forma de decirlo sin utilizar negativas a la información que conocemos. Tenemos tan metido que se trata de una condición, una enfermedad, un error, que me cuesta trabajo describirlo como lo que es, un hecho genético que ocurrió. Solo así, no es derivado de un mal cuidado, ni de la negligencia médica o paternal. Es parte de la vida, es como cuando un niño nace con el cabello negro o con el cabello rubio. Comúnmente se le conoce como Síndrome de Down. No me gusta llamarlo así. La gente utiliza la expresión “down” para ponerle como adjetivo a una persona que actúa de forma torpe, o que no entiende algo, algunas veces solo para denigrar u ofender a alguien. Ni si quiera me gusta llamarle síndrome, porque no lo es. Es solo una persona con un cromosoma extra. No se le llama de ninguna forma, sino por su nombre de pila, Pedro, Luis, Rosa, María, Romina. Es cierto que existen algunas complicaciones que pudieran derivarse de este cromosoma extra, pero también hay muchas virtudes y formas de ver la vida que muchos ya quisieran. Creo que es algo normal, simplemente hay que aceptar que todos somos diferentes individuos que formamos parte de una comunidad. No podemos pasarnos la vida clasificando personas, y esto va para todos los ámbitos, que si ellos son pobres, que si son morenos, que si son discapacitados, ciegos, viejos, mujeres, niños, etc. Todos somos parte de comunidades pequeñas, que a su vez, son parte de algo más grande y más grande, hasta llegar al planeta entero. Mi hija tiene un cromosoma extra en el par veintiuno de cada una de las células de todo su cuerpo, y ella es así, estoy seguro que no lo eligió, como tampoco yo elegí ser como soy. Nadie elegimos, solamente llegamos al mundo a formar parte de él, para hacer cosas, para gozar, para vivir en él, y este, a nadie le pertenece. Actualmente se habla de la inclusión. Hay lugares a donde acuden personas, que se describen con la característica de ser “incluyentes". Lo que significa que aceptan, que toleran, que autorizan a “personas con capacidades diferentes” a hacer uso del lugar del que se trate, en donde tienen el permiso de convivir con todas las demás personas etiquetadas como “normales”. Hablar de inclusión es hablar por defecto de clasificación, de división, de separación de personas de acuerdo a sus capacidades físicas o intelectuales, muchas veces de acuerdo al diagnostico de un experto. De manera que si yo no soy muy inteligente, pero carezco de un parte médico donde avale mi falta de inteligencia, puedo pertenecer al grupo de los “normales”, pero si me desplazo mediante una silla de ruedas por que mis piernas no se pueden mover, paso al grupo de las “personas con capacidades diferentes”, no importa si soy más inteligente que el 80% de la comunidad en la que vivo, ya cuento con una etiqueta que obstaculizará mi caminar aún más que lo que lo hacen mis inmovibles piernas. No es fácil entender que todas las personas son parte de un grupo, donde depende de cada uno si convive o no. Yo no lo entendía, ni si quiera puedo decir que me lo había cuestionado. Nunca me preocupe por alguien que no tuviera todas las facultades físicas o mentales que yo tengo. Cuando era pequeño tuve una compañera que usaba una silla de ruedas, sus piernas no se movían. Todos mis compañeros y yo compartíamos la misma inocencia, y la recibimos como a cualquier otra niña que hubiera llegado a clases en su primer día. Claro está que nos sorprendió la silla de ruedas, pero más que tenerle miedo o rechazo, nos entró la curiosidad de ver más de cerca esas grandes llantas que giraban con la fuerza de sus poderosos brazos. Ella era amiga de todos y a pesar de que hablaba un poco raro, nos platicaba y hasta recuerdo que nos paseaba sobre sus piernas. Fue admirada por todo el salón por la fuerza descomunal que poseían sus brazos. Acostumbrábamos a jugar vencidas con ella y, no hubo quien le ganara durante los años de la primaria, ni si quiera yo, que antes de su llegada, era el más fuerte del salón. Puedo decir que todos tuvimos una buena infancia en esa pequeña escuela. En ese tiempo, hace un poco más de veinte años, no recuerdo que se utilizara el término “inclusión”, no puedo saber de que manera acordaban con los padres su ingreso a la escuela, pues era muy pequeño. Lo que sí se es que fuimos un solo salón, un grupo de amigos, niños y niñas que crecimos durante seis años riendo, peleando y algunas veces llorando. No tengo ningún recuerdo de que Martha, en su silla de ruedas, perteneciera a otro grupo o que fuera parte de otra especie. Ella, como todos, tenía cualidades , defectos y características particulares que todos conocían.
Hace unas semanas, mi hija entró al preescolar a una nueva escuela. Nos gustó la pedagogía que adoptaron y creímos que se adaptaría muy bien a Romina. Lo que más me sorprendió desde el día que fuimos a conocerla, es que nunca nos hablaron de inclusión. Nosotros fuimos los que de una manera sugestiva tratábamos de marcar la “diferencia” de Romina con los otro niños. Mientras contábamos nuestros miedos a la directora, ella parecía no saber de que hablábamos, como si para ella mi hija fuera una niña más que estaba por inscribirse a mediados del ciclo escolar. De momento me causo confusión, y fue unas semanas más tarde que lo entendí. El segundo día de clases estaba nervioso por saber como le había ido, si le había gustado, si había logrado integrarse con sus compañeros. Me sentía ansioso por saber y frustrado porque el primer día no nos habían dicho nada. Mi pequeña aún no hablaba, así que solo me quedaba esperar que esta ves, la maestra me dijera el más mínimo detalle para saber que todo estaba bien. Mientras esperaba la salida de clases, de pie y con la mirada fija en la puerta, llegó una mujer a la que no había visto en muchos años, se trataba de una compañera de la preparatoria. De alguna manera me tranquilizó ver una cara familiar. Me preguntó por mi hija, sobre como le había ido en sus primeros días, no pude contestarle más que haciéndole saber mi frustración por no saber nada aún. Ella sonrió y me contó lo que su hija le platicó el día anterior sobre la mía. Ana me dijo que Romi es buena onda, que pega un poco, pero que es buena onda y que saluda mucho. Las palabras de una niña citadas por su madre me llenaron de felicidad, nunca nadie había dicho que mi hija era buena onda, la imagine saludando a todos los niños del salón una y otra vez, le gusta saludar, es una de sus pocas palabras, “oa”, dice mientras agita la palma de su mano. Fue hasta entonces que entendí que mi hija no está enferma, que cualquier persona la puede ver con mis ojos, tal cual es, con sus defectos y con todas las bondades que la vida le dio. Hay muchas cosas que le cuestan trabajo, también hay muchas cosas que para ella son fáciles. Como he dicho, ella es así, como ella. Si una niña pequeña pudo verla como alguien buena onda, sin clasificarla por su apariencia, o etiquetarla por ese cromosoma extra, todos deberían. No debo decirle a nadie, Ella es mi hija y tiene síndrome de down, simplemente debo decir, Ella es mi hija, y sonreír.
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