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En Boca nuestra
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enbocanuestra-blog · 6 years ago
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De penales y penosos
Dicen que cuando juega Boca de local, los dioses del Socio Adherente tiran una moneda al aire para ver si uno podrá conseguir o no su derecho a la popular. En una doble racha positiva, pude volver a la Bombonera y el xeneize consiguió un triunfo. O algo parecido a eso.
Primero lo primero. Ingresé, por primera vez, al complejo entramado de los trapitos y estacionamientos en días de partido. Un poco fastidiado por la caminata, la espera y el tiempo perdido en volver a casa las últimas veces, decidí ir en bicicleta. No tengo auto, pero aun así me corrió el impuesto al cómodo. Pensé mucho dónde dejarla, evalué la posibilidad de atarla en lugares de visibilidad y tránsito, pero no confío ni en los supuestos proveedores de seguridad pública. Así que busqué estacionamientos, y terminé estacionando en un garaje a pocas cuadras del Parque Lezama. Por disposición del gobierno municipal, todo estacionamiento debe tener lugar para albergar bicicletas, y el precio para la estadía nunca puede ser superior al costo de dos viajes mínimos de colectivo, que equivale hoy en día a una suma cercana a los $40 en total. Ni bien consulté en dicho estacionamiento, vino la contra pregunta “¿vas a la cancha?”, código implícito para saber si correspondía cobrarse el sobreprecio, tal vez. Ingenuo y honesto, este cronista dijo la verdad. El valor, pagado por anticipado, y luego de una intensa y amable negociación, fue acordado en unos módicos 100 pesitos. Poco, al lado de los $300 que cobraban por coche, aunque algo elevado considerando el precio que correspondía a atar una bicicleta a un tubo de PVC en un rincón sucio de un estacionamiento. Si lo consideramos en función de la diferencia de tiempo invertido en volver, valió cada centavo.
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Cuartos de final de Copa de la Superliga, sólo público local. Esta vez les adherentes teníamos que ir a nuestro rincón, en la tercera bandeja sur. En mis 30 años y los 22 que pasaron desde la primera vez, fui a platea baja, platea preferencial, al lado de la doce, arriba de la doce, platea alta, pero nunca había ido a una tercera bandeja. Llegué sobre la hora así que quedaban pocos espacios –esta vez la cancha parecía repleta-, y me ubiqué en un hueco inesperado delante de un paraavalancha. La inclinación de la tercera bandeja me sorprendió en su verticalidad, aunque la visión del campo era mucho mejor que la popular baja de en frente, donde había visto los últimos dos partidos.
Algunos datos de la composición de ese hábitat del adherente. No hay banderas de ningún tipo (ese privilegio que tiene la barra, las agrupaciones, y otros actores minoritarios del club), y tampoco emisarios de La Doce que regulen el nivel de aliento que despliega la parcialidad allí ubicada. La composición social parece más inclinada hacia una clase media porteña, y con una notable mayoría (notable aún en la ya notable normalidad del fútbol masculino) de varones. Apenas tenía una o dos mujeres en mi campo visual, más otras dos o tres que pasaron cerca en su momento. Desde el otro lado de la cancha, el mando de la barrabrava xeneize también imponía su línea sobre la tercera bandeja poblada de adherentes.
En cuanto al trámite futbolístico, podría decirse que hubo más pasiones que fútbol en juego. Con la presión y el contexto de una llave eliminatoria, partido de vuelta luego de un empate en cero en Liniers, Boca contaba con la localía como valor, aunque con el fantasma del gol de visitante. Con el doble cero en el partido de ida, un gol en la propia valla podría tornarse irremontable, sobre todo para la escasa generación de juego del equipo de Alfaro.
Sin embargo, el episodio que tomó protagonismo en la previa, en el partido mismo y en todos los análisis posteriores, tuvo que ver con la actuación de Mauro Zárate. Y cuando digo actuación, no me refiero a su desempeño futbolístico -bastante olvidable, por cierto-, sino a sus gestos hacia la hinchada, su performance tribunera. Para algún desprevenido: Boca – Vélez, cuartos de final, vuelta: penales. En el tren de las primeras veces, esta fue mi primera definición por penales vivida desde dentro de la cancha.
La actitud de Zárate podría haber sido la del silencio: típica escena en la que un jugador le convierte un tanto a su ex equipo y lo celebra en silencio, o hasta pide perdón. Algo aburrido y desangelado, por cierto. El player n°19 eligió el extremo opuesto: un agite tribunero en contra del equipo rival, en una supuesta revancha por los malos tratos de la parcialidad fortinera para con él, luego de firmar para el club de la ribera. Un gesto de chiquitaje que se encolumna directamente con las expresiones, gestos y actitudes encarnadas por jugadores como Tévez o Benedetto y con la impunidad del presidente Daniel Angelici. Gestos que no hacen al fútbol que uno quiere. El corolario: la celebración del pase del “equipo grande”, como reivindicación coyuntural de un simple contratado de la desigual distribución económica que históricamente ha caracterizado a la vida de los clubes de la Argentina.
No mucho más para comentar: la jornada pasó al olvido prácticamente en instantes en función de otras preocupaciones importantes. Podría discurrir largamente sobre los grupos de socios en Facebook (llegué ahí buscando información de los ingresos al estadio), donde la mínima expresión de disenso es caracterizada como “anti Boca”, con una demostración de talibanismo termil (si se me permite el neologismo) difícil de imitar. Pero eso exigiría algo más parecido a un trabajo antropológico…
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enbocanuestra-blog · 6 years ago
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Gastro-border adherente: volver a la cancha
Volver a la cancha después de muchos años aporta una perspectiva del ir a la cancha, que es radicalmente diferente a la del ya naturalizado hincha. Las previas, las entradas, la distribución en los distintos sectores de la popular, las relaciones de poder al interior de la popular, el control, los hinchas que no miran el partido sino la hinchada, los que se la pasan conversando como si no hubieran 15 mil personas alrededor, como si fuese un café, la salida, los carritos. Ir a la cancha es mucho más de lo que recordamos cuando dejamos de ir por un tiempo.
Volví a ir a la cancha de Boca después de, aproximadamente, cinco años. Por vicisitudes de la regularidad laboral y la bancarización, me hice socio *adherente* (un invento de dudosa honestidad de la actual dirigencia xeneize) y comencé a tener un acceso a entradas que no había tenido casi nunca. Las últimas veces, al menos de local (hubo un tiempo que fue hermoso, y podías ir de visitante), tuve que aliarme con el eje del mal para poder ingresar: comprar reventa o directamente pagar tributo a la barrabrava para entrar (lo más curioso fue cuando con mi amigo D. –hincha de River, infiltrado- pagamos para ser mano de obra entrando los bombos de la 12 a la cancha), o entrar con el favor de un periodista partidario de los más mainstream y obscenos que entrega la TV hoy en día, entre otras. También tuve intentos fallidos, como aquella noche de neblina y humo de bengala contra un equipo si mal no recuerdo brasilero, en una de las llaves finales de la última copa que ganamos, con Román Riquelme en cancha. Esa vez nos habían vendido entradas falsas.
Esta vez fue diferente. Bueno, cada vez lo es. En la previa, llovía. Mucho llovía. El partido anterior había llovido mucho también y el campo de juego no demostraba suficiente capacidad de drenaje. El día pedía fiaca en el hogar, casi que se sentía cierto rumor popular que rezaba “ojalá se suspenda”. Yo lo pensé. Pero ya había sacado la entrada, un privilegio (pongámosle) circunstancial, así que la decisión estaba tomada.
Nos encontramos en la misma esquina que la última vez con P., mi colega que es habitué de la Bombonera. La esperé con una lata de birra por terminar y otra que abrí cuando empezamos a caminar. Estábamos sobre la hora así que entramos rapidito y el partido arrancó minutos después.
La lluvia había hecho mermar de manera notable –al menos para uno que miraba desde adentro- la concurrencia. Se notó en las avalanchas, en los espacios para ir y venir al baño y la fila misma del baño. Como entramos justo, quedamos un poco más abajo que la última vez, sin paraavalanchas y con menos perspectiva del campo. Igual, se podía ver bien. Vimos bien de cerquita el gol del equipo visitante, con un error de concepto notable del arquero nuestro que terminó con la pelotita encontrando sin resistencia la red y escondiéndose –para nosotros- tras los carteles de publicidad. La parcialidad visitante (qué rico el vocabulario del periodismo deportivo, ¿no cierto?) había copado el pequeño lugar que se le asignó y hacía coreografías raras para estas pampas.
Me molesta, no es un secreto, la dinámica de las hinchadas argentinas, o al menos la de sus equipos “grandes” (en historia y también en presupuesto, en desarrollos empresariales, en vínculos con la rosca política, etcétera). No me voy a explayar aquí sobre los negocios espurios y las prácticas fascistas de La Doce, al que suscriben buena parte de los hinchas “civiles”, que también veneran a ese famoso jugador N°12. Personalmente me gusta ver los partidos en la cancha, me gusta cantar y alentar al equipo. Prefiero esquivar los cánticos homófobos y violentos, aunque a veces el ímpetu popular derriba los filtros. Sobre algunas cuestiones por el estilo hablábamos con P. entre controles y vallas, en la entrada. Le comenté de la existencia de una agrupación bostera antifascista, como ocurre en muchos otros clubes (fundamentalmente a partir de la difusión de la experiencia alemana del St. Pauli FC), lo que inmediatamente relacionó con los cantitos de la cancha. “Yo los canto igual”, me dijo. Luego hizo algún comentario sobre los hinchas varones, a lo que le repliqué con confusos argumentos sobre la masculinidad hegemónica, los chabones en manada, el ritual profundamente patriarcal de ir a la cancha y alentar. Mis diálogos con ella son lo más cercano que tengo de disputar el conservadurismo de una hincha de Boca, aunque sea solo una.
Decía que me gusta mirar los partidos en la cancha, y también alentar. Pero son dos actividades que no se sostienen juntas, no pueden sostenerse juntas los 90 minutos. Me prendo a la marea azulyoro en los momentos de mayor pasión o algarabía: el post-gol (propio o del contrario), las demostraciones de actitud (más de atacar el arco que de atacar las piernas del oponente), las adversidades. Pero el resto del tiempo miro con atención: generalmente con los brazos cruzados y estirando el cogote para buscar una mejor perspectiva del sector donde está el juego. Eso es toda una herejía en un sistema de hinchadas que hinchan por sí mismas o se arrogan (más allá de la literalidad, de sus cargos, sueldos y vínculos con la dirigencia) un lugar de jefatura total del club (“La Doce quiere que Boca ponga huevo…”), donde hay parte de esas hinchadas que se encargan de ¿supervisar? que se esté alentando, que se cuide a ver a quién se insulta (leí luego que habían trompeado a uno que insultó al 9 favorito de la hinchada), en suma, donde se impone una manera única de poder habitar el espacio de la popular.
A lo lejos adiviné, más por la reacción de la hinchada que por la propia visión, el empate y el agónico triunfo de la mano del ídolo devenido operador político del oficialismo del club (y del país). El jugador del pueblo que apoya al hambreador del pueblo. En fin: celebración, algarabía, fiesta popular. Fue mi primer final épico, si mal no recuerdo: gol sobre la hora, para ganar el partido.
La vuelta a casa tiene también su rutina peculiar: las inmediaciones con postas regulares de patys, choris, bondiola, panchos, birra, con una movilidad de precios mayor a la que sufrió el país en los últimos años. Imposible hacer un estudio de mercado para decidir, así que pifié un poco en la cerveza (pagué un poco más por ansioso), pero recuperé en el morfi. Si bien me esperaba comida en casa, no podía negarme al ritual gastro-border pospartido. El diferencial: además de la criolla, lechuga y tomate, aderezos y chimichurri, se podían agregar berenjenas en escabeche. Único.
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