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Los valores, en la cancha
Fui jugador de rugby durante poco menos de 9 años. Desde los 11 hasta los 19 me la pasé entrenando 2 o 3 veces por semana, jugando sábados y domingos y formando parte del estrato social que rodea al deporte. Si bien no era lo único que hacía, puedo decir que una buena parte de mi adolescencia estuvo influenciada por tocatas, tardes en el club, prácticas, partidos, terceros tiempos, viajes de gira y salidas grupales. Pude ver y vivir entre las luces y las sombras que el ambiente proyecta.
Hoy, desde mi experiencia pasada y la distancia actual me propongo evaluar o al menos reflexionar sobre las variables que conducen a que, otra vez, estemos lamentando un episodio violento protagonizado por rugbiers. En este caso, el asesinato a golpes de Fernando Báez Sosa por 11 jugadores de Arsenal de Zárate en Villa Gesell.
El ambiente conformado por quienes juegan, presencian, disfrutan y se fanatizan por el rugby se jacta — y siempre se jactó — de profesar valores que orientan a sus practicantes hacia un modelo de sujeto moral e ideológico “bien”, osea, ideal o deseado. La caballerosidad, la lealtad, el respeto inobjetable a la autoridad, la disciplina, la entrega y la distinción entre rival y enemigo son, en líneas generales, algunas de las máximas conductuales que propone el deporte como dispositivo formador. En contrapartida, es curioso y ya toca lo absurdo que cada tanto volvamos al papel de sociedad indignada por una ¿novedad? que pone a los rugbiers en primera plana. Los contenidos de estas noticias -cada vez más recurrentes- suelen describir hechos con palabras como abuso/violación grupal, mandíbula rota, golpe a traición, jóvenes alcoholizados, golpeado en el piso, patada fatal en la cabeza, muerto.
Es curioso, sí, pero también es digno de análisis que superen los sesgos propios de amantes y detractores de este “modelo de valores” que el deporte dice alimentar.
La cancha de rugby es sin dudas el espacio en donde se demuestra que la dualidad bestia-caballero puede convivir dentro del jugador. La vehemencia con que se embiste, se tacklea o se limpia al rival de un ruck queda momentáneamente obsoleta al presenciar la postura, el decoro y la suavidad gestual con que el capitán del equipo, que es el único autorizado a hacerlo, se acerca al árbitro para consultarlo por una decisión o una falta sancionada. Suena el silbato, guinda en el aire y vuelve la batalla física. Al finalizar el partido, lo primero que hay que hacer es saludar al rival. Luego habrá tiempo de festejar.
Minutos después, quienes se golpeaban, se derribaban y hasta se mordían en alguna jugada escondida bajo 6 o 7 cuerpos, se sientan en una mesa a compartir comida, bebida y alguna que otra impresión sobre el partido. Este momento es tal vez el más resaltado a la hora de esgrimir qué tanto se aprende de compañerismo y respeto en el rugby. Claro, “la gilada”, compuesta por quienes no practican el deporte, verá maravillada cómo los 40 salvajes que 20 minutos antes se trituraban las costillas por un pedazo de cuero inflado, ahora se pasan porciones de pizza y sirven cerveza amablemente en los vasos de los de camiseta de otro color.
Quizá este partido haya sido parte de un encuentro entre clubes de distintas provincias o países, contexto en el que la tradición del deporte dicta una práctica noble y solidaria; durante estos intercambios, los jugadores locales alojan en sus casas a los visitantes. Recuerdo haber recibido más de una vez a 2 o 3 jugadores durante un fin de semana, y que otros compañeros prestaran su casa para albergar a 5 o hasta 6. Una vez venían de Neuquén, otra de Tucumán, otra de La Plata y otra de Australia. También fui alojado en casas de rivales durante giras a otras provincias. Haciendo un paréntesis sobre este aspecto en particular, podemos subrayar que la posibilidad de recibir, alimentar y transportar a tanta gente “por amor al juego” queda reservada a familias con una posición socioeconómica privilegiada. ¿Por qué aclarar esto? Porque la cuestión de clases tiene un lugar preponderante a la hora de considerar el entorno del rugbier. No voy a detenerme ahora sobre esto.
Hasta acá he descrito algunas de las prácticas que un amante del rugby usaría como argumento si se le preguntase por qué cree que su deporte es mejor que otros en lo respectivo a valores y conductas. No obstante, no puedo ponerme en la piel de cada jugador, entrenador, dirigente ni de cada madre o padre que decide poner una guinda en las manos de su hijo. Simplemente me guío por cómo aparece el sentido común cuando se habla de esto, y por mis propias convicciones pasadas acerca de cómo el deporte contribuía a mi formación humana.
Cuando hablo de “la gilada” que asiste a un tercer tiempo y se maravilla ante esta dualidad de la violencia reglamentada y la cortesía obligatoria, estoy intentando representar en una situación concreta la forma en que el rugby muestra al común de la gente las credenciales que avalan la fama de la que se jacta. También podría hacer referencia a la imagen de Los Pumas llorando con el himno en los mundiales antes de presenciar el haka bestial de los All Blacks, o podría hablar de la función social del deporte en las cárceles y para los chicos con la autoestima dañada por la selectividad de ámbitos altamente competitivos como el fútbol, el tenis, etc.
Hay cosas (actitudes, costumbres, conductas) que se ven, que están instaladas en clave de sentido común y que no se discuten. Hasta ahí las luces. Pero hay otras que subyacen, y creo que abordando estas últimas podemos acercarnos algo a las causas de los desastres.
La puesta en evidencia del machismo como germen de la violencia y la agresión está, en buena hora, ocupando un lugar central en el debate social de la actualidad. Si atendemos a esto desde el contexto ideológico del rugby, advertiremos que el macho se construye no sólo desde una supuesta superioridad con respecto a la mujer, sino a partir de una serie de valoraciones que inscriben a la masculinidad en la necesidad de prevalecer por la aptitud física, en la posibilidad de derrotar al otro, en la convicción de que nadie puede pasarte por encima. En otras palabras, la ley del más fuerte es la que prima. Por decantación, gran parte de lo que tiene que ver con la sensibilidad, la solidaridad afectiva y la aceptación de la vulnerabilidad emocional se asocian a lo femenino y son, en consecuencia, “cosas de putos”. Y el rugby no es para putos, diría más de uno.
Si hago un repaso rápido por el contenido de anécdotas, experiencias y recuerdos de mi paso como jugador, me encuentro con que la fama o el prestigio de un rugbier entre sus pares puede medirse evaluando algunos factores principales que gozan de igual jerarquía. Primero, como en cualquier deporte, su habilidad para el juego y la importancia de su rendimiento para el éxito del equipo. Segundo, se tiene en cuenta cuántas veces y cómo ha resultado victorioso en peleas y escenarios violentos; mientras más daño hayan sufrido los contrincantes, más se respeta al agresor. Tercero, la mayor o menor frecuencia de actividad en su vida sexual o amorosa, ¡y que no vaya a ser con hombres, por Dios!
De yapa también podría incluirse la fama atribuida por cuántos kilos levanta en el gimnasio (créanme, se habla mucho de eso).
No obstante, lo anecdótico de festejar y reproducir estas cualidades pasa a ser cuestionable (si es que no lo es aún)cuando se ponen a prueba entre los mismos integrantes de un equipo. Que algún jugador o ex jugador de rugby me niegue haber presenciado, protagonizado, sufrido o escuchado hablar de los famosos bautismos, rituales y juegos puertas adentro de vestuarios, micros de gira y habitaciones con el pasar de los años. Desde golpizas e inocentes rapadas contra la voluntad del sometido, pasando por el vivo que refriega el pene por la cara del que se durmió o fue atado de brazos por el resto, hasta símiles violaciones con objetos fálicos a modo de castigo.
Una pintoresca selección de pruebas, retos y desafíos que no revisten mayor gracia que resaltar la virilidad tóxica; ver quien se la aguanta más, comprobar quién la tiene más grande. Si te quejas, te rehúsas o llorás, sos puto. Si te la bancas, bienvenido, te aceptamos. Y todo con el aval de la gente “responsable”: llámese padres, entrenadores o dirigentes.
No me resulta extraño pensar que desde la falta de límites para hacer este tipo de cosas empiece a construirse una especie de impunidad para extrapolar el daño a personas ajenas a la camada. A aquellos y aquellas que no comparten los mismos códigos. Ejemplos sobran: el pobre anciano tackleado en la vereda por el imbécil del SIC, la joven que denunció a un grupo de rugbiers por difundir fotos íntimas y fue amenazada por uno de ellos, el caso del violador Rodrigo Eguillor, etc.
Las mujeres, un objeto, los débiles, una burla, los agredidos y reventados, que aprendan, que les crezcan huevos. En fin, cosas de hombres. Valores que defininen la condición del macho fuerte, notable, superior.
Pero no sólo el machismo y la homofobia son variables que definen a la violencia como una porción latente de la personalidad del rugbier. En los primeros párrafos mencioné que quienes defienden las máximas del rugby lo hacen en virtud de una superioridad moral e ideológica. El “buen gusto”, la lealtad, el decoro y la caballerosidad aparecen como banderas que enaltecen la práctica del deporte por su calidad de formación humana. Toda actividad que escape a estas prácticas, a las de gente bien, trae exclusión y señalamiento. Dentro o fuera de una cancha de rugby. El futbolista que discute al árbitro es un “negro de mierda”, el basquetbolista que saca ventaja de una distracción del rival en una jugada es un “grasa”. Ellos nunca entenderían los valores de un deporte de caballeros, y eso me permite etiquetarlos con adjetivos racistas y elitistas.
Este afán rebuscado por distinguirse del resto cae, en muchos casos, en la reproducción de un odio de clase claro y profundo. “Mirá, los negros estos no se saben el himno, por eso no cantan ni se emocionan”, “¿lo escuchaste hablar? y qué querés, si seguro ni terminó la primaria el villero este”. No digo que sean expresiones o pensamientos característicos de rugbiers o personas allegadas al rugby exclusivamente, pero sí son frecuentes en las bocas de las clases medias altas y de las élites que representan, guste o no, el grueso que compone la concurrencia del deporte en cuestión. A esta altura muchos se preguntarán qué tienen que ver estas teorías con el hecho de que 11 imbéciles maten a patadas a un chico por un trago volcado en una camisa. Es muy probable que poco de lo mencionado en este texto haya formado parte de la cadena de acciones conscientes que terminaron con la vida del pobre Báez Sosa. Y tampoco es cuestión de generalizar y afirmar que todos los que alguna vez tocamos una guinda de rugby o gozamos de cierto privilegio económico somos violentos, machistas, homofóbicos, clasistas y asesinos.
No es el deporte. El juego en sí es maravilloso. Requiere de una capacidad técnica y estratégica muy difícil de desarrollar, admite personas de todas las contexturas físicas y premia por el esfuerzo y por la constancia más que por la virtud. Es pionero y modelo en la utilización de la tecnología como asistente regulatorio. Su dinámica de golpe y contacto extremo se explica por la necesidad de avanzar con una pelota que sólo puede retroceder, y sus reglas están en constante cambio para cuidar la seguridad de los jugadores, con penalizaciones cada vez más severas para los despiadados.
La respuesta a la pregunta de por qué todos los meses tenemos que enterarnos de un acto violento o abusivo cometido por estos cabezas súper entrenados no puede encontrarse atacando al deporte. El flagelo que los hace creerse superiores y avanzar contra el resto tiene un significado político con origen en la masculinidad tóxica, y es el de considerar al otro como inferior y probar que pueden más que él. Si, además, le agregamos una cuota de clasismo y homofobia, el odio se multiplica. Si sos negro o puto o maricón y me molestas, voy a demostrarte que soy superior, que puedo pasarte por encima y que no podes contra mí. El mismo odio se expresa con las mujeres en clave de objetivación y cosificación: vos obedeces porque acá mando yo, el macho fuerte. Ni hablar cuando estos embates son avalados y potenciados por la manada.
Hasta las últimas consecuencias.
Año tras año siguen apareciendo denuncias de mujeres abusadas y violadas por rugbiers, videos de manadas masacrando víctimas indefensas en el piso y toda esta clase de desenlaces horribles y nadie hace nada. Ninguno de los que tiene la posibilidad -y la responsabilidad- de replantear la matriz cultural, ideológica y política desde la que se transmiten los “valores del rugby” hace nada, salvo contadas excepciones. Por el contrario, la reacción inmediata suele ser mirar para otro lado o encubrir:
La UAR y el club se desentienden con un comunicado en Twitter omitiendo la palabra asesinato y repudiando profundamente “hechos de violencia física”.
Mientras tanto, los 10 asesinos se niegan a declarar ante la justicia. Cuando lo hacen, deciden apuntar hacia el amigo que, según las conclusiones de la fiscalia, no participó de la pelea.
A fin de cuentas: ¿Cuándo y dónde se miden los valores?¿Qué valores pesan más? ¿Que opinión tendrían las familias bien si los 11 asesinos de Fernando hubieran sido pibes del conurbano que no terminaron la secundaria? ¿Y los diarios? ¿Por qué los clubes se desentienden de las acciones que cometen sus formados? ¿Cuál es la figura del árbitro fuera de las canchas?
Pareciera que hay una negación rotunda por cuestionar cómo se construye el imaginario del chico bien que juega al rugby y qué consecuencias pudiera tener para la sociedad que integra. Los aplaudidos valores del deporte están tan bien vendidos, tan pegados en las frentes altas de quienes los profesan que para ellos forman parte de un terreno intocable, indiscutible. Al mismo tiempo, los ideales y las prácticas tóxicas y destructivas que están igualmente enquistadas en la costumbre y la tradición rugbier se mantienen bajo la llave de la ejecución íntima de cada familia bien, plantel, camada o club, y reprimidas por víctimas, cómplices y victimarios. La cultura de la violencia en negación obstinada.
Hasta que una noche, cuando se hagan las 5 am, si no hay levante, de alguna forma hay que sobresalir. Un tropiezo que vuelque un trago en la camisa del Gordo es la excusa perfecta. Estamos todos borrachos, y somos una bocha. Vamos afuera, que ahí no nos para nadie. En ese momento somos uno solo, todos juntos hasta el final.
“Se hicieron los guapos adentro, a ver cómo les va afuera”.
Al final de todo, cadáver de por medio, pareciera que los valores sólo cuentan en la cancha.
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