Tumgik
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BAGDAD 1978
(TEXTO COMPLETO INCLUYENDO LA TERCERA PARTE)
    He pasado tanto tiempo agonizando que no me había percatado de que ya estaba muerto. La muerte es solo un cambio de estado cuyo destino es el olvido de los demás. Al principio te recuerdan, hasta te añoran, pero poco a poco van rehaciendo sus vidas hasta que solo te conviertes en una foto perdida en un álbum. A veces, en fechas señaladas, hablan de ti y comentan aquel episodio ocurrido hace tanto tiempo, en el que aun se sentían cosas, tristes o alegres. Estoy muerto. No me ha dado tiempo a asumirlo y sin embargo empiezo a sentir un gran alivio.
     Todo empezó en Bagdad. Me ganaba la vida como reportero free lance y mis conocimientos de la lengua árabe me dieron una gran ventaja en esta profesión. En la España de 1978  ya era raro encontrar periodistas que pudieran defenderse en un inglés correcto. Que además hablaran árabe era prácticamente imposible. Y si había un asunto internacional que levantara pasiones, ese era el del conflicto entre el mundo árabe e Israel. El dos de noviembre de 1978 no podía estar en mejor lugar que en Bagdad.
     La Liga Árabe celebraba una cumbre para oponerse a los planes de Sadat, que buscaba lograr la paz con Israel por separado. Desde la revolución  de 1952, que llevó al poder a Nasser,  Egipto lideró la lucha política y militar de los árabes contra el estado de Israel, fracasando en todas ellas. Incluso Sadat, el ahora maldito, planificó y llevó a cabo la única de las guerras contra Israel en la que, aunque perdieron, los árabes ganaron. Fue la guerra del Yom Kippur, la fiesta de la expiación judía, en la que los ejércitos egipcios y sirios consiguieron sorprender a los israelíes y adentrarse en su territorio por primera vez. Era el seis de octubre de 1973 y los árabes consiguieron recuperar el orgullo perdido en 25 años de derrotas. Al menos ahora Israel tenía que tomarles en serio. La necesidad de paz que tenían un Egipto exhausto y un Israel rodeado de enemigos, animaron a ambos a aceptar en Camp David unos acuerdos que podrían llevar a la firma de la paz. Pero Sadat tuvo que pagar con el desprecio de sus antiguos aliados.
     Acababa de hablar por teléfono con Joaquín Perea, el redactor jefe de internacional de El Pais, con quien había cerrado un acuerdo poco antes de salir hacia Bagdad. La noticia que le trascribí no era muy larga. Apenas daba para una columna, pero era más que suficiente. Me quedaban unas pocas horas antes de tomar el vuelo hacia El Cairo, en donde al día siguiente iba a entrevistar al general Abdel Gamassi, que había sido cesado hacía apenas unas semanas como ministro de defensa. Gamassi era un obstáculo para el rais en su camino a la paz con Israel y decidió quitárselo de en medio. No había entrevistado a nadie tan importante en toda mi vida y estaba muy excitado. Podía ser algo muy jugoso si lo hacía bien, así que decidí aprovechar ese tiempo para pasear por el centro de Bagdad y tomarme un té en alguna de las terrazas de la calle Al-Mansur.
     Cualquiera que haya pasado apenas unas horas en alguna ciudad árabe sabrá que sus habitantes viven el tiempo de otra manera. No es que la vida sea más tranquila, no. La ciudad árabe es el ejemplo más evidente de entropía que se pueda encontrar en el planeta Tierra. El orden establecido es el caos. Las callejuelas de la medina son un laberinto indescifrable solo accesible a los iniciados. Sus habitantes van de un lado a otro en un aparente desorden, solo interrumpido por la llamada del muecín a una de las cinco oraciones diarias. Y sin embargo, este caos ficticio esconde un ritmo lento,  pausado. Todo lleva su tiempo y sus rituales. Desde la comida, muy elaborada,  hasta el comercio, donde el arte del regateo es algo obligado. Aquí no hay necesidad de llenar el tiempo. Uno puede estar horas sentado en un café sin hacer nada y sin sentir que está procrastinando.  Y eso es lo que me disponía a hacer en esas horas que me quedaban de estancia en Bagdad. Tan solo estar. Y ver pasar a la gente. Y hacer balance de mi vida.
     Al igual que una ciudad árabe yo también había llevado una existencia caótica, aunque no me arrepentía de ello.  En cierto modo yo la había elegido y también la había disfrutado. Pero había llegado el momento de echar el ancla al abrigo de un  puerto seguro, al menos si no quería perder definitivamente a mi esposa y, con ella, a mis dos hijos. Candela era una mujer extraordinaria, con unas enormes ganas de disfrutar de la vida. Era puro hedonismo. Yo también lo era, hasta el extremo de no querer asumir mi parte de responsabilidad cuando quedó embarazada. Sí, nos casamos, y como Dios manda. Pero desde entonces buscaba cualquier excusa para alejarme de ellos; era reportero y tenía que ganar dinero para pagar la casa, la comida y tantas cosas. Bien sabía yo que podía ganarme la vida de cualquier otra manera, pues no me faltaban recursos. Tenía pánico de esa vida, la que había amargado la existencia a mi padre, llena de sueños frustrados. Sin embargo, era consciente de que mi egoísmo había hundido los sueños de Candela. Su luz, su fuego, se estaban apagando por mi culpa y no era justo. Había tomado una decisión. No quería perderla, iba a estar a su lado.
     Había conocido a José Oneto dos años atrás, en una de esas reuniones festivas en las que políticos y periodistas buscan contemporizar, y desde hacía algunos meses me animaba a entrar en Cambio 16, en un puesto atractivo y mucho más tranquilo que todo lo que había conocido yo antes. Hasta entonces lo había rechazado,
-Gracias, Pepe. Ya sabes que yo soy poco de redacción. Se me caería el techo encima
A lo que él siempre contestaba,  -Sé que en algún momento dirás que sí. La aventura también cansa.
     No, la aventura no me había cansado, pero ahora tenía otras prioridades y había llegado el momento de decir sí. Además, la entrevista a Gamassi podía darme muchos puntos y quién sabe, podría ser el inicio de la carrera hacia la élite del periodismo. ¡Gamassi!. Se me había pasado el tiempo volando. Debía encaminarme ya hacia el aeropuerto si no quería perder el vuelo.
     Guardaba yo un mal recuerdo del aeropuerto de Bagdad. Hacía apenas unos meses cubría el viaje oficial que los reyes de España hacían a Iraq, para entrevistarse con el presidente de la república Ahmad Hassan Al-Bakr. El avión que trasladaba a la prensa llegó dos horas antes que el de los reyes y sin embargo no pudimos cubrir la recepción por el bloqueo y los malos tratos recibidos por el personal del aeropuerto, supongo que nada casual. Las dictaduras y la libertad de información nunca han sido buenas compañeras. En España eso lo sabíamos bien. Era un aeropuerto pequeño, viejo e incómodo, recuerdo del dominio británico desde el final de la primera guerra mundial. Pero Inglaterra había dejado un mal recuerdo entre los iraquíes y ahora era Francia la amiga fiel. Y francés era el capital que estaba construyendo el nuevo aeropuerto internacional y para cuya inauguración aún faltaban meses de trabajo. Así que me tuve que conformar con el viejo aeropuerto.
     Afortunadamente no tuve que esperar mucho tiempo para subir al avión. Tampoco era un último modelo. Se trataba de un boing 707 de comienzos de los 60 con los que el gobierno de Nasser había modernizado la flota. Era un modelo fiable, pero no me quitaba el pánico que tenía a volar. Alguien me dijo que eso era síntoma de inteligencia, pero en esos momentos hubiera preferido ser un idiota. O en realidad sí lo era ¡Hacerme reportero con esos miedos!  En otras ocasiones solía engañar al miedo con unos cuantos tragos de whiskie, pero estaba tan absorto con la entrevista a Gamassi que se me olvidó emborracharme. Había dos filas de asientos a cada lado del pasillo y a mí me tocó el último de la última fila. El de la ventanilla. Tuve que sortear las piernas de un tipo extraordinariamente alto y ancho. No mediría menos de dos metros diez y le calculo un peso de 130 kilos. Iba a ser un vuelo inolvidable. A mi lado, que apenas llego al metro sesenta, parecía Gulliver en Lilliput.
     El avión iba lleno y no tuve ocasión de cambiarme de sitio. Me entretuve en observar a los viajeros. Casi todos eran árabes. Sirios, iraquíes, egipcios, libaneses y algún que otro palestino. Había también algunos occidentales, casi todos europeos. Y tres individuos a medio camino entre oriente y occidente que llevaban en la cara el sello del Mossad. No habíamos despegado aún y ya estaba deseando aterrizar. El avión comenzó a moverse lentamente hacia atrás. Miré al techo, quizás para encontrar algo en lo qué fijar mi atención, pero no hallé nada de interés. Por el pasillo cruzó una azafata que me sonrió al toparse con mi mirada. Tenía unos bellos ojos oscuros que contrastaban con su elegante uniforme azul. Uno de los chicos de Sión volvió la cabeza, quizás para comprobar que la azafata tenía todo en su sitio. Era una cara difícil de olvidar. Tenía porte de galán francés, a lo Belmondo, y una mirada que helaba. Nada bueno podía pasar con ese personaje a bordo. Se trataba de Michael Harari, uno de los agentes más eficaces del Mossad. Hacía apenas dos años que había saltado a las portadas de la prensa con el asunto de Entebbe. Pero no todas las intervenciones de Harari habían salido bien. En 1973 intervino en el asesinato de un camarero marroquí en Noruega, al confundirle con uno de los terroristas que organizó la matanza de Munich en los juegos olímpicos del 72. No sé qué podía hacer ese individuo en el mismo avión en el que viajaba yo. Quizás fuese un regalo de Begin a Sadat. Un regalo envenenado.
     Mientras tanto el avión se encaminaba lentamente hacia la pista de despegue. Por la ventanilla podía ver cómo el coche guía dirigía al boeing por el camino correcto. Unos mecánicos comprobaban el estado del tren de aterrizaje de un avión de la Lufthansa. El sol comenzaba ya a ocultarse por el horizonte. La azafata volvió a pasar y debió verme una cara un tanto desencajada porque me preguntó, en un inglés de Harvard, si me encontraba bien. Con la mirada le decía que me sacara de allí, pero farfullé algo en algún idioma y se fue, dejándome otra sonrisa.  Los diez minutos que tardó el avión en llegar a la pista de despegue fueron interminables, a pesar de las coquetas miradas que me regalaba la azafata de ojos oscuros y uniforme azul, mientras nos explicaba qué debíamos hacer en caso de accidente. ¿Realmente alguien cree que se puede hacer algo en caso de accidente a diez mil metros de altura? Quizás sea por ese empeño religioso en asegurar la salvación de todos. A mí que me dejen en paz con la salvación. Yo lo que quiero es salir de aquí.
     El avión se pone en posición en la cabecera de pista. El mando de gases empieza a accionarse lentamente hasta alcanzar la máxima potencia, la misma que alcanza mi presión arterial. El ruido de los motores se me clava en la nuca. Estoy apretando con fuerza el brazo del gigantón que hay a mi lado, pero no me dice nada. Seguramente ni se ha dado cuenta. Comienza la carrera del despegue, el avión acelerando hasta que el morro comienza a levantarse. Cierro los ojos y sin darme cuenta rezo. ¡Pero si yo no creo¡ ¿Por qué esta vez el pánico ha inundado mi mente? ¿Por qué me da tanto miedo perder a Candela? ¿Por qué deseo estar más que nunca con mis hijos? ¿Por qué tengo tanto miedo a perder la vida?
     Por fin el avión alcanza la altura necesaria y pone rumbo a El Cairo. Se encienden las señales que indican que uno ya puede desabrocharse el cinturón de seguridad y fumar. El gigantón saca un paquete de Camel y me ofrece un pitillo. Yo no suelo fumar y me molesta que se haga en sitios cerrados, pero esta vez agradezco el gesto. Noto que la tensión se va disipando. Y sonrío. No sé cómo he podido perder los nervios de esa manera tan irracional. Pero ya pasó. Ahora puedo mirar por la ventanilla sin miedo y disfrutar de la altura. ¡Qué pequeño e insignificante se ve todo cuando estás en lo más alto¡ Así deben vernos los que manejan los hilos del teatro de marionetas. Con qué facilidad disponen de la vida de los demás. No es de extrañar que algunos se rebelen violentamente. Y no digo que lo apruebe, simplemente que no me sorprende. Recuerdo…
     Mi mente estalló en mil pensamientos. Por mi cabeza pasó una infinidad de imágenes, datos, informaciones a una velocidad muy superior a la que llevaba el avión. Ella se dirigía por el pasillo hacia el servicio situado justo detrás de mí. Al principio su cara me resultaba familiar, pero tardé un par de segundos en reconocerla. Hacía apenas unos meses un comando formado por palestinos y libaneses secuestró dos autobuses y un taxi en la carretera costera de Tel Aviv. Su objetivo era tomar la Kneset en la capital israelí y protestar por el acercamiento de Egipto a Israel. Pero el resultado fue una masacre con decenas de víctimas. Entre ellos una de las líderes del comando, Dalal Mughrabi, una atractiva palestina, de apenas 20 años, nacida y criada en el campo de Sabra. Pocos días después se organizó un homenaje a la ya mártir y heroína en Gaza, al que yo asistí como corresponsal. El acto culminó con el comunicado leído por Rashida Mughrabi, hermana mayor de Dalal, que juró vengarse de sionistas y traidores. Y Rashida estaba allí, en el avión, pasando a mi lado.
     Mi pánico se había desvanecido. Salió toda la fuerza del reportero que llevaba dentro, porque era plenamente consciente de que me encontraba en el epicentro de la noticia. No sabía si saldría con vida de allí. Pero, en ese momento, eso había pasado a ser una preocupación menor. En mi mente empecé a ordenar todo: Camp David, Michael Harari, Rashida Mughrabi. Intenté no perder detalle de los movimientos de todos los pasajeros porque sabía que, en breve, algo iba a pasar.
     Llevábamos ya una hora y veinte minutos de vuelo y apenas nos quedaban treinta para llegar a El Cairo. Algo me decía que esa noche no dormiría allí. Dos hombres corpulentos, de aspecto palestino, se levantaron llevando cada uno una pistola y una granada. Uno se dirigió hacia la cabina de tripulación, mientras que el segundo nos ordenaba a todos, en árabe y en un pulido inglés, que nos quedáramos quietos en nuestros asientos, asegurándonos que nada nos iba a ocurrir. También ellos se empeñaban en tranquilizarnos con la salvación, aunque dadas las circunstancias era más una burla que otra cosa. Y a mi lado, con la única separación del gigante, estaba ella, Rashida, empuñando un revolver, pequeño pero letal. La tenía tan cerca que podía oler su miedo y su odio. Y era este último el que dominaba. En sus ojos se leía la determinación de acabar con todos, incluso si hacía falta consigo misma. Ella también quería ser una mártir, como Dalal y se llevaría por delante a todos esos sionistas y traidores. En aquel momento el 707 se había convertido en un enorme féretro.
     El avión dio un giro hacia la izquierda. Poníamos rumbo sur, hacia el interior de África. No sabía cuál podía ser nuestro destino, pero estaba claro que no era El Cairo. Noté sobre mi brazo un peso enorme, algo comenzó a presionarme con fuerza, con mucha fuerza. Era la mano del gigantón. Levanté la vista hasta cruzarme con su mirada. Sus ojos estaban acuosos y me pedían un gesto de afecto, algo que le hiciera salir de ese agujero. Le sonreí mientras le daba unos golpecitos en la mano, para engañarle diciendo que todo iba a salir bien. Respiró profundamente aliviado y cerró los ojos. Rashida volvió la vista hacia nosotros para asegurarse de que no fuéramos a cometer ninguna tontería y al mirarme se quedó pensativa durante unas décimas de segundo, como diciéndome: “yo a ti te conozco, te he visto en algún sitio”.  A alguien le entró un ataque de pánico y se crearon  unos momentos de mucha tensión. Los dos secuestradores del pasillo se pusieron muy nerviosos, gritando a todos que se callaran y en un momento temí que a alguien se le escapara un disparo. No solo a los palestinos. Me fijé en la facción Mossad. Parecía que iban a tomar parte en el juego, pero luego decidieron que no era el momento. Salió el tercer terrorista y puso orden. Sin  duda era el jefe del comando, el que tenía más experiencia.
     Durante unos cuarenta y cinco minutos todo estuvo en calma. No habíamos variado  el rumbo y suponía que debíamos de estar entre Libia, Chad y Sudán, en pleno desierto. No podía ver nada a través de la ventana porque era de noche. Hacía tiempo que había dejado de ver luces de poblaciones. Por dónde íbamos no había mucha civilización. Y entonces ocurrió todo de repente. Los tres supuestos miembros del Mossad saltaron hacia los terroristas, sin duda con la intención de reducirlos. Al verse sorprendidos ambos levantaron el arma que llevaban con la intención de disparar. Al del fondo no le dio tiempo, ya que el agente israelí se tiró, con todo su peso, sobre él. Pero Rashida sí disparó. Dos veces. La primera bala alcanzó a Harari antes de que este pudiera conseguir su objetivo. La segunda impactó en una ventanilla, haciéndola añicos. El avión se descontroló y un gran número de objetos comenzó a dirigirse violentamente hacia la ventana, como si se tratara de una aspiradora gigante. Incluso el pasajero más cercano a la ventana fue succionado por ella en cuestión de segundos, sin que nadie pudiera hacer nada. El avión se despresurizó bruscamente, las mascarillas de oxígeno se soltaron y el pánico se adueñó del avión. El jefe del comando volvió a salir de la cabina. Ahora había cuatro pistolas dispuestas a ser disparadas. Y había cinco personas que empezaban a sentir los síntomas de la apnea, por la falta de oxígeno en el avión. La vista comenzaba a nublarse. Pero antes de perder el conocimiento Rashida decidió cumplir con su objetivo. Una lluvia de balas barrió el avión en toda su longitud, hasta que estalló y se partió en dos. Mi mitad caía libremente por el espacio, mientras yo, sin soltar la mascarilla de oxígeno, me acurruqué junto al gigantón a esperar el final.
David Balfour
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¡Gamassi!. Se me había pasado el tiempo volando. Debía encaminarme ya hacia el aeropuerto si no quería perder el vuelo.
     Guardaba yo un mal recuerdo del aeropuerto de Bagdad. Hacía apenas unos meses cubría el viaje oficial que los reyes de España hacían a Iraq, para entrevistarse con el presidente de la república Ahmad Hassan Al-Bakr. El avión que trasladaba a la prensa llegó dos horas antes que el de los reyes y sin embargo no pudimos cubrir la recepción por el bloqueo y los malos tratos recibidos por el personal del aeropuerto, supongo que nada casual. Las dictaduras y la libertad de información nunca han sido buenas compañeras. En España eso lo sabíamos bien. Era un aeropuerto pequeño, viejo e incómodo, recuerdo del dominio británico desde el final de la primera guerra mundial. Pero Inglaterra había dejado un mal recuerdo entre los iraquíes y ahora era Francia la amiga fiel. Y francés era el capital que estaba construyendo el nuevo aeropuerto internacional y para cuya inauguración aún faltaban meses de trabajo. Así que me tuve que conformar con el viejo aeropuerto.
     Afortunadamente no tuve que esperar mucho tiempo para subir al avión. Tampoco era un último modelo. Se trataba de un boing 707 de comienzos de los 60 con los que el gobierno de Nasser había modernizado la flota. Era un modelo fiable, pero no me quitaba el pánico que tenía a volar. Alguien me dijo que eso era síntoma de inteligencia, pero en esos momentos hubiera preferido ser un idiota. O en realidad sí lo era ¡Hacerme reportero con esos miedos!  En otras ocasiones solía engañar al miedo con unos cuantos tragos de whiskie, pero estaba tan absorto con la entrevista a Gamassi que se me olvidó emborracharme. Había dos filas de asientos a cada lado del pasillo y a mí me tocó el último de la última fila. El de la ventanilla. Tuve que sortear las piernas de un tipo extraordinariamente alto y ancho. No mediría menos de dos metros diez y le calculo un peso de 130 kilos. Iba a ser un vuelo inolvidable. A mi lado, que apenas llego al metro sesenta, parecía Gulliver en Lilliput.
     El avión iba lleno y no tuve ocasión de cambiarme de sitio. Me entretuve en observar a los viajeros. Casi todos eran árabes. Sirios, iraquíes, egipcios, libaneses y algún que otro palestino. Había también algunos occidentales, casi todos europeos. Y tres individuos a medio camino entre oriente y occidente que llevaban en la cara el sello del Mossad. No habíamos despegado aún y ya estaba deseando aterrizar. El avión comenzó a moverse lentamente hacia atrás. Miré al techo, quizás para encontrar algo en lo qué fijar mi atención, pero no hallé nada de interés. Por el pasillo cruzó una azafata que me sonrió al toparse con mi mirada. Tenía unos bellos ojos oscuros que contrastaban con su elegante uniforme azul. Uno de los chicos de Sión volvió la cabeza, quizás para comprobar que la azafata tenía todo en su sitio. Era una cara difícil de olvidar. Tenía porte de galán francés, a lo Belmondo, y una mirada que helaba. Nada bueno podía pasar con ese personaje a bordo. Se trataba de Michael Harari, uno de los agentes más eficaces del Mossad. Hacía apenas dos años que había saltado a las portadas de la prensa con el asunto de Entebbe. Pero no todas las intervenciones de Harari habían salido bien. En 1973 intervino en el asesinato de un camarero marroquí en Noruega, al confundirle con uno de los terroristas que organizó la matanza de Munich en los juegos olímpicos del 72. No sé qué podía hacer ese individuo en el mismo avión en el que viajaba yo. Quizás fuese un regalo de Begin a Sadat. Un regalo envenenado.
     Mientras tanto el avión se encaminaba lentamente hacia la pista de despegue. Por la ventanilla podía ver cómo el coche guía dirigía al boeing por el camino correcto. Unos mecánicos comprobaban el estado del tren de aterrizaje de un avión de la Lufthansa. El sol comenzaba ya a ocultarse por el horizonte. La azafata volvió a pasar y debió verme una cara un tanto desencajada porque me preguntó, en un inglés de Harvard, si me encontraba bien. Con la mirada le decía que me sacara de allí, pero farfullé algo en algún idioma y se fue, dejándome otra sonrisa.  Los diez minutos que tardó el avión en llegar a la pista de despegue fueron interminables, a pesar de las coquetas miradas que me regalaba la azafata de ojos oscuros y uniforme azul, mientras nos explicaba qué debíamos hacer en caso de accidente. ¿Realmente alguien cree que se puede hacer algo en caso de accidente a diez mil metros de altura? Quizás sea por ese empeño religioso en asegurar la salvación de todos. A mí que me dejen en paz con la salvación. Yo lo que quiero es salir de aquí.
     El avión se pone en posición en la cabecera de pista. El mando de gases empieza a accionarse lentamente hasta alcanzar la máxima potencia, la misma que alcanza mi presión arterial. El ruido de los motores se me clava en la nuca. Estoy apretando con fuerza el brazo del gigantón que hay a mi lado, pero no me dice nada. Seguramente ni se ha dado cuenta. Comienza la carrera del despegue, el avión acelerando hasta que el morro comienza a levantarse. Cierro los ojos y sin darme cuenta rezo. ¡Pero si yo no creo¡ ¿Por qué esta vez el pánico ha inundado mi mente? ¿Por qué me da tanto miedo perder a Candela? ¿Por qué deseo estar más que nunca con mis hijos? ¿Por qué tengo tanto miedo a perder la vida?
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BAGDAD 1978
He pasado tanto tiempo agonizando que no me había percatado de que ya estaba muerto. La muerte es solo un cambio de estado cuyo destino es el olvido de los demás. Al principio te recuerdan, hasta te añoran, pero poco a poco van rehaciendo sus vidas hasta que solo te conviertes en una foto perdida en un álbum. A veces, en fechas señaladas, hablan de ti y comentan aquel episodio ocurrido hace tanto tiempo, en el que aun se sentían cosas, tristes o alegres. Estoy muerto. No me ha dado tiempo a asumirlo y sin embargo empiezo a sentir un gran alivio.
     Todo empezó en Bagdad. Me ganaba la vida como reportero free lance y mis conocimientos de la lengua árabe me dieron una gran ventaja en esta profesión. En la España de 1978  ya era raro encontrar periodistas que pudieran defenderse en un inglés correcto. Que además hablaran árabe era prácticamente imposible. Y si había un asunto internacional que levantara pasiones, ese era el del conflicto entre el mundo árabe e Israel. El dos de noviembre de 1978 no podía estar en mejor lugar que en Bagdad.
     La Liga Árabe celebraba una cumbre para oponerse a los planes de Sadat, que buscaba lograr la paz con Israel por separado. Desde la revolución  de 1952, que llevó al poder a Nasser,  Egipto lideró la lucha política y militar de los árabes contra el estado de Israel, fracasando en todas ellas. Incluso Sadat, el ahora maldito, planificó y llevó a cabo la única de las guerras contra Israel en la que, aunque perdieron, los árabes ganaron. Fue la guerra del Yom Kippur, la fiesta de la expiación judía, en la que los ejércitos egipcios y sirios consiguieron sorprender a los israelíes y adentrarse en su territorio por primera vez. Era el seis de octubre de 1973 y los árabes consiguieron recuperar el orgullo perdido en 25 años de derrotas. Al menos ahora Israel tenía que tomarles en serio. La necesidad de paz que tenían un Egipto exhausto y un Israel rodeado de enemigos, animaron a ambos a aceptar en Camp David unos acuerdos que podrían llevar a la firma de la paz. Pero Sadat tuvo que pagar con el desprecio de sus antiguos aliados.
     Acababa de hablar por teléfono con Joaquín Perea, el redactor jefe de internacional de El Pais, con quien había cerrado un acuerdo poco antes de salir hacia Bagdad. La noticia que le trascribí no era muy larga. Apenas daba para una columna, pero era más que suficiente. Me quedaban unas pocas horas antes de tomar el vuelo hacia El Cairo, en donde al día siguiente iba a entrevistar al general Abdel Gamassi, que había sido cesado hacía apenas unas semanas como ministro de defensa. Gamassi era un obstáculo para el rais en su camino a la paz con Israel y decidió quitárselo de en medio. No había entrevistado a nadie tan importante en toda mi vida y estaba muy excitado. Podía ser algo muy jugoso si lo hacía bien, así que decidí aprovechar ese tiempo para pasear por el centro de Bagdad y tomarme un té en alguna de las terrazas de la calle Al-Mansur.
     Cualquiera que haya pasado apenas unas horas en alguna ciudad árabe sabrá que sus habitantes viven el tiempo de otra manera. No es que la vida sea más tranquila, no. La ciudad árabe es el ejemplo más evidente de entropía que se pueda encontrar en el planeta Tierra. El orden establecido es el caos. Las callejuelas de la medina son un laberinto indescifrable solo accesible a los iniciados. Sus habitantes van de un lado a otro en un aparente desorden, solo interrumpido por la llamada del muecín a una de las cinco oraciones diarias. Y sin embargo, este caos ficticio esconde un ritmo lento,  pausado. Todo lleva su tiempo y sus rituales. Desde la comida, muy elaborada,  hasta el comercio, donde el arte del regateo es algo obligado. Aquí no hay necesidad de llenar el tiempo. Uno puede estar horas sentado en un café sin hacer nada y sin sentir que está procrastinando.  Y eso es lo que me disponía a hacer en esas horas que me quedaban de estancia en Bagdad. Tan solo estar. Y ver pasar a la gente. Y hacer balance de mi vida.
     Al igual que una ciudad árabe yo también había llevado una existencia caótica, aunque no me arrepentía de ello.  En cierto modo yo la había elegido y también la había disfrutado. Pero había llegado el momento de echar el ancla al abrigo de un  puerto seguro, al menos si no quería perder definitivamente a mi esposa y, con ella, a mis dos hijos. Candela era una mujer extraordinaria, con unas enormes ganas de disfrutar de la vida. Era puro hedonismo. Yo también lo era, hasta el extremo de no querer asumir mi parte de responsabilidad cuando quedó embarazada. Sí, nos casamos, y como Dios manda. Pero desde entonces buscaba cualquier excusa para alejarme de ellos; era reportero y tenía que ganar dinero para pagar la casa, la comida y tantas cosas. Bien sabía yo que podía ganarme la vida de cualquier otra manera, pues no me faltaban recursos. Tenía pánico de esa vida, la que había amargado la existencia a mi padre, llena de sueños frustrados. Sin embargo, era consciente de que mi egoísmo había hundido los sueños de Candela. Su luz, su fuego, se estaban apagando por mi culpa y no era justo. Había tomado una decisión. No quería perderla, iba a estar a su lado.
     Había conocido a José Oneto dos años atrás, en una de esas reuniones festivas en las que políticos y periodistas buscan contemporizar, y desde hacía algunos meses me animaba a entrar en Cambio 16, en un puesto atractivo y mucho más tranquilo que todo lo que había conocido yo antes. Hasta entonces lo había rechazado,
-Gracias, Pepe. Ya sabes que yo soy poco de redacción. Se me caería el techo encima
A lo que él siempre contestaba, 
-Sé que en algún momento dirás que sí. La aventura también cansa.
     No, la aventura no me había cansado, pero ahora tenía otras prioridades y había llegado el momento de decir sí. Además, la entrevista a Gamassi podía darme muchos puntos y quién sabe, podría ser el inicio de la carrera hacia la élite del periodismo. CONTINUARÁ
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Bolonia, la mejor playa del mundo
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La ciudad encantada
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Calatañazor
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MI CATRIONA
    Tenía que hacerlo. Todos en la pandilla lo habían conseguido, mejor o peor, y yo no podía ser menos. El miedo me había dominado durante los dos últimos veranos. No iba a permitir que pasara también en este. Es cierto que estaba solo y si lo conseguía seguramente nadie me iba a creer. Pero los mayores retos son los que se plantean ante uno mismo, y eso es algo muy íntimo. Que me creyeran o no era lo de menos.
    La cuesta de la Gravera era la más empinada de todas las del pueblo. Y la más larga. Eran unos setenta metros con una pequeña curva al final, con un piso poco firme, de arena y gravilla. Con una bici un poco decente, y sin pisar los frenos, podías alcanzar los 50 km por hora al llegar a la curva. Mi bici era bastante buena. Y la leche que me di también lo fue.
    Torres del Arroyo es un pueblecito malagueño de la Serranía, a cuarenta minutos de Ronda y a una eternidad de la playa. Sí, había una piscina pública donde podías aliviar el sofocante calor que hacía en agosto. Y también había una poza natural, adonde mi padre me tenía prohibido ir porque decían que allí se había ahogado un veraneante. Yo siempre creí que era un simple bulo, un mito de esos que a fuerza de repetirlo se acaba convirtiendo en verdad. Pero el caso es que mi padre no me dejaba ir. Mi padre era militar y en 1970 eso era algo serio. Así que, salvo alguna excursión a Estepona, el resto de agosto era pandilla, piscina y bicicleta. No era mal plan para un chaval de quince años, pero con un poco más de playa habría estado mejor.
    Me dolió. Mucho. Por un momento pensé que me había matado. También pensé que si no me había matado, mi padre se encargaría de hacerlo. Lloré. No era muy propenso a las lágrimas, no porque pensara que los hombres no deben llorar, sino porque no sentía necesidad de hacerlo. Me dolía mucho y estaba asustado. Y entonces la vi. A aquella hora y en aquel lugar perdido no debería estar. Pero estaba. Quizás por eso me resultó más irreal. Quizás por eso pensé que ya había subido al cielo y ella era el ángel que venía a recogerme. Me habló. Sin duda era la lengua de los ángeles. Oh my God¡ Are you ok? Nunca había visto nada tan bello. Mari Mar me gustaba, si. Pero eso, solo me gustaba. Ella era diferente. Podría estar mirándola toda una vida y me sabría a poco. Su pelo era rojo. Quizás tirando a naranja. Solo en el cielo es posible un pelo con ese color. Los ojos eran más difíciles de definir. Entre azul y verde, sin ser ni azul ni verde. Para un niño de quince años una mujer de veinte entra ya en territorio adulto. Ella los tenía, pero yo quería traspasar la frontera.
    Ella sonreía mientras se acercaba y me decía cosas que no entendía, aunque yo entendía lo que quería. Me imaginaba que salía de un campo de batalla, malherido. La sangre que brotaba de mi rodilla, de mi brazo y de mi nariz así lo atestiguaba. Yo era el héroe y ella mi amada que venía a consolarme, quizás a despedirse de mi ante mi pronta muerte valerosa. No hizo falta imaginarme más historias porque el resto fue real. Quizás lo único real de toda mi vida. Me ayudó a levantarme. Don’t cry kid.  Me envolvió con sus brazos y puso su mano sobre mi nuca. Sus dedos empezaron a jugar entre mi pelo. Injuries make us stronger. Sentía su pecho en mi cuerpo y sentía que la sangre me hervía, que se agolpaba en mis poros para salir a presión. You’ll be fine soon. Perdí la noción del tiempo y del espacio. Sentía calor y paz y el dolor de mis heridas no me disgustaba. La abracé con todas mis fuerzas. Con las fuerzas de un héroe. Don’t be frightened. Me separó dulcemente mientras seguía sonriendo. Sin duda era el ángel más bello del cielo y yo el muerto más afortunado de la tierra.
    Lo que pasó a continuación, hasta el día de hoy, cuarenta y dos años después, no tiene mayor interés. En los pueblos las noticias vuelan y así, aparecieron corriendo mis padres, mi hermana mayor y algunos curiosos. Estaba dispuesto a enfrentarme con mi padre, el capitán, por lo que tensé los músculos de la cara para recibir el tortazo. En lugar de eso recibí un abrazo y consuelo y con ello una gran decepción. He recorrido Inglaterra y Escocia muchas veces en su busca. Indagué en toda la Serranía, pero parece que tan solo estaba allí, de paso. O quizás solo para ayudarme a entrar en un mundo que desconocía.
   Durante esos cuarenta y dos años he abrazado a muchas mujeres para seguir adentrándome en ese mundo que un día conocí. Pero ha sido en vano. O quizás he sido un  afortunado al que le ha sido dado descubrir un misterio oculto a los demás. El caso es que ese caluroso día de agosto de 1970 me sentí un David Balfour viviendo una aventura en las Highlands, al final de la cual me encontraba con Catriona. Mi Catriona.
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EL COLECCIONISTA DE TESOROS
    Me encontré con John Silver a los treinta años. Una edad excelente para hacerlo. De hecho, cualquier edad lo es. A pesar de lo que pudiera parecer, La isla del tesoro no es un libro solo para niños o adolescentes. Cuando Stevenson comenzó a escribir esta novela (de iniciación, de aventuras, de acción, de amistad, de suspense, de historia…) lo hizo como divertimento para su hijastro Lloyd Osbourne, que por aquel entonces tenía trece años. Tanto él como Thomas Stevenson, padre de Robert Louis, disfrutaron mucho con las historias de piratas en la casa de Braemar aquel verano algo fresco de 1881 (“Creía contar con un muchacho: resultó que había dos entre mi público” escribió en la revista The Idler en agosto de 1894). Y también Stevenson, que imaginaba ser el mismísimo capitán Flint cuando dibujaba aquel mapa del tesoro que aparece en todas las ediciones que existen de su novela.
    El cocinero de a bordo (The sea cook) fue el primer título que Stevenson dio a su aventura de piratas cuando se publicó por entregas semanales en la revista infantil Young Folks. Tras quince días intensos, a razón de un capítulo diario, Stevenson volvió a enfermar y como él mismo confiesa “Mi boca se quedó seca, no había ni una palabra de La isla del tesoro en mi pecho…”. En Davos, donde se fue a recuperar ese invierno, volvió a tomar el ritmo y en unos días acabó la novela. La publicación en la revista no tuvo mucho éxito. Pero Stevenson creía en su novela y envió el manuscrito a los editores Cassell and Company, de Londres. Se publicó como libro en 1883. Aún se pueden encontrar algunos ejemplares de esta edición en Nueva York, Londres o Edimburgo.
  En las siguientes décadas, hasta 1925, editoriales londinenses y neoyorquinas publicaron no menos de 10 obras completas de Stevenson que incluyeran La isla del tesoro. La primera gran colección se publicó en Edimburgo en 1894, el mismo año de la muerte de Stevenson, por su entrañable amigo el editor Sidney Colvin. Pero la más extensa, y en mi opinión la más interesante, es la publicada por Heinemann en 1923. Constaba de 35 volúmenes y  es conocida como Tusítala Edition. Muchos de estos volúmenes están introducidos por las dos personas más cercanas a R.L.S.: Fanny, su mujer y  su hijastro Lloyd.
    En 1996 mi mujer y yo decidimos ir de luna de miel a Escocia. Queríamos conocer la tierra de Stevenson y sus lugares más emblemáticos. Con poco equipaje y cargados de ilusión llegamos a Edimburgo el sábado 21 de septiembre. Es fácil imaginar la mirada de Stevenson sobre su ciudad natal. Sus calles y edificios conservan en gran medida aquel aspecto que tenían hace 150 años. Incluso sigue existiendo el número 17 de Heriot Row, donde Stevenson pasó su infancia.  Al perderse por las callejas y patios aledaños a la famosa Royal Mile uno comprende las palabras de Stevenson: “¡Afortunados los pasajeros que se sacuden de encima el polvo de Edimburgo..! Y sin embargo la gente se encariña con el lugar; vayan donde vayan no encuentran otra ciudad tan distinguida” Y fue deambulando por una de esas callejas cuando nos topamos con el Museo de los escritores, una pequeña y modesta galería en la que la ciudad rinde homenaje a los tres históricos escritores escoceses: Robert Burns, Walter Scott y Robert Louis Stevenson. Numerosas fotos, principalmente de su estancia en Samoa y algunos objetos personales (unas botas, una pluma o la partida de nacimiento del escritor) para delicia de mitómanos.
Stevenson no era un modelo de patriota nacionalista y quizás sea esa la razón de no encontrar tantos vestigios de él en Escocia como de Burns, el poeta nacional, o de Scott. Stevenson tenía alma republicana, lo que le hacía detestar a la monarquía británica. Tampoco participaba del espíritu religioso tan extendido en el Edimburgo presbiterano de la época. El era más bien apátrida y quizás por eso (y en parte también por su mala salud, poco apta para la dureza del clima escocés) pasó gran parte de su vida alejado de su tierra natal. Pero Stevenson amaba Escocia y en ella situó el escenario de algunas de sus más célebres obras. Tras los pasos de una de ellas partimos tres días después de llegar. Secuestrado es la gran novela escocesa de Stevenson, y uno puede leerla como introducción para conocer las Tierra Altas. En Queensferry, en la orilla sur del estuario del rio Forth (para los escoceses The Firth of Forth) nos llevamos la primera gran sorpresa. Junto al Forth Road Bridge se encuentra aún la posada de Hawes. Allí tiene lugar uno de los pasajes fundamentales de la novela, el secuestro de David Balfour. Y en una de sus habitaciones Stevenson escribió gran parte de la historia. O al menos eso nos conto uno de los camareros. En el menú pueden encontrarse platos tan sugerentes como Balfour burguer o chicken treasure nuggets. Es un lugar tranquilo, con excelentes vistas al fiordo. Una base perfecta para conocer todos los alrededores. Y un lugar muy recomendable para quien quiera transportarse a las novelas de Stevenson.
Pasear entre brezos en las altas tierras escocesas es una experiencia singular. No se puede decir que se escuche el silencio, porque el constante ulular del viento no lo permite. Pero sí transmite una extraña sensación de soledad. Sin duda lo que sentían David y Alan mientras se escondían de los casacas rojas. A veces un valle rompe la monotonía del paisaje. En uno de ellos encontramos la pequeña ciudad de Braemar. “Allí hacía mucho viento y llovía con la misma intensidad; mi clima nativo era más cruel que la ingratitud humana”, escribía Stevenson de ese agosto de 1881. En septiembre de 1996 parecía que no había dejado de llover y el viento seguía soplando con fuerza. Tuvimos que esperar varias horas hasta que un claro de nubes nos permitió tomar algunas fotos de La casa de la difunta Señorita Mcgregor, en donde RLS escribió La isla del tesoro. El lugar desde luego no invitaba a quedarse y se comprende bien porqué la familia Stevenson pasó esas semanas en completa reclusión dentro de la casa. He leído en alguna revista que Braemar es el punto más frío de toda Gran Bretaña. Y para hacerlo aún más duro nos atrevimos a probar allí el haggis, especie de morcilla hecha con corazón e hígado de cordero, aderezado con whisky.
Tras recorrer la costa oeste, desde Ullapool hasta la isla de Mull, comprobando la crudeza de la costa en la que estuvo a punto de hundirse el Covenant, el bergantín en el que iba secuestrado David Balfour, decidimos poner rumbo de nuevo a Edimburgo. La aventura tocaba a su fin, pero antes el destino nos iba a deparar una última sorpresa. Nuestro afán de escudriñar  todos los rincones de esta maravillosa ciudad fue recompensado con el descubrimiento de excelentes librerías de viejo con auténticos tesoros escondidos. Compré todo lo que era capaz de incluir en mi equipaje. Mis dos adquisiciones más preciadas fueron una primera edición de St. Yves, una de las dos novelas inacabadas de Stevenson (la otra es El Weir de Hermiston), y un ejemplar de La isla del tesoro en la colección Tusítala. Aún sigue marcado a lápiz el precio que pagué, 5 libras.
    En las primeras páginas de este volumen hay un prefacio de Lloyd Osbourne titulado Stevenson at thirty-two. Se trata de una de las trece introducciones que escribió para estas obras completas, en las que hace un retrato de Stevenson a diferentes edades, y muestra el enorme afecto y admiración que sentía por su padrastro, pero sobre todo amigo. También encontramos en este volumen una nota de Fanny Stevenson y el ya mencionado artículo del propio Stevenson My first book: Treasure Island. Como curiosidad, mencionar que en las introducciones de padrastro e hijastro ambos reivindican la autoría del mapa que dio pié a la creación de la novela. Stevenson da mucha importancia a este mapa. Cuando el editor Cassell le comunica que ha perdido el mapa original, que le entregó con el manuscrito de la novela, Stevenson se lleva un gran disgusto: “En el mapa estaba implícita la mayor parte de la trama”. De hecho, el segundo mapa que tuvo que hacer Stevenson, a partir de la historia ya escrita, nunca fue de su agrado, nunca fue su Isla del Tesoro, sino una copia incompleta a partir del original. Como se ve, un mapa con muchas controversias. Al fin y al cabo, no deja de ser el mapa del tesoro.
        Hace 20 años que entablé amistad con Long John y con Jim. Desde entonces un afán por poseer todo lo que lleva el sello R.L.S. se ha apoderado de mi. Sé que no soy el único. Conozco a algunos que sienten ese impulso. El mismo que debieron sentir los piratas (y algunos caballeros, médicos y capitanes de barco) al desear capturar, poseer y enterrar sus codiciados tesoros. Con ellos comparto mares, anhelos, aventuras, páginas. Como ellos me lanzo al abordaje sobre los galeones en busca de botín. Galeones que tornan velas, trinquetes y mesanas por estanterías cargadas de los tesoros más deseados, mis  libros.
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