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Valentin Sécher. Metabarón.
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Virginia Huneeus deletrea el mito
Haciendo que la literatura entable una seria conversación con otras disciplinas artísticas, Virginia Huneeus escribe Ardenza (1990), cuya impronta de eco toscano deviene, además de estilo, envolvente atmósfera capaz de ensamblar diversas dimensiones de un desarrollo misterioso donde la coherencia no se extravía. “Ardenza emerge desnuda del mar. Goterones salados resbalan desde su larga cabellera negra al nácar de su piel. Luego se envuelve en una túnica roja. Como empujada por corrientes submarinas, sube por las rocas hasta el pinar que rodea la mansión del viejo conde Barberini”. Así comienza el siempre sinuoso relato, dueño de una sensualidad que parece nacer de cada poro de la diosa etrusca que coprotagoniza y agoniza en la historia. El breve, bello e inteligente volumen, ilustrado por la propia autora, desliza algunos pasajes de la compleja relación entre la inalcanzable figura femenina y Ludovico, joven barítono que, apenas verla, quedó para siempre “atado a sus ojos de fondo de mar”. El vínculo es amoroso, aunque, sobre todo, símbolo de una mirada de él ante un punzante espejo, porque el músico tiene por amante ocasional y terrena a Ocarina, quien le reprocha, con mayúsculas que de vez en cuando se dejan caer en las páginas, su condición de “ARTISTA SIN OBRA”. Sin embargo, el emplazado está escribiendo una ópera, y no cualquiera, sino una que se funde y confunde con su vida y la de los demás personajes. El trabajo narrativo, focalizado en el Nuevo Mundo a pesar de proceder de todo el orbe, permite a Huneeus forjar descripciones de trasfondo crítico. “El olor a incienso revive aquella mezcla de miedo, exaltación y culpabilidad que en este continente parece rodear lo sagrado”, se lee en el texto. Pleno de alegorías, el libro muestra a Ardenza llorando la muerte de Ludovico, quien resucitará al parir al fin su opera prima. Y en ese efímero instante de gloria, el novel compositor divisa en el terciopelo de las butacas a la conmovida etrusca, a quien oye susurrar “grazie”, justo antes de desaparecer y morir. La artista plástica y escritora no se detiene, desde luego, a explicar el lazo entre ambos hechos, pues es el lector quien debe colegir que cuando la humanidad realiza sus facultades creadoras no hay dios que pueda seguir subsistiendo en sus pensamientos. Con todo, el Epílogo depara aún notables ironías. Tras invocar a su fallecida amada, una voz le contesta: “Le hablas a alguien inexistente. Te arrodillas frente a tu propia imagen, magnificada mil veces por la soledad del desierto”. Luego decide ir a contar sus penas a un monje, quien resulta perfecto contrapunto de la imagen sacerdotal, de la liturgia y del ritual de la confesión. “Sin necesidad de explicarle nada, captó mi desamparo. Arrugando los ojos con picardía, como mi abuela toscana, escarbó en sus bolsillos hasta encontrar un chocolate. Y luego de pasármelo junto con un café con ron, me ayudó a describirle mi último descalabro. Sus carcajadas terminaron por contagiarme y derretir mis tensiones”, reseña el músico, quien poco antes se ha entregado a la rubia cazatalentos de una trasnacional de arte-de-vanguardia, cuya “sonrisa de cosquilleo en el clítoris clavó en mí sus hipnóticos ojos verde-dólar”. Se hace difícil seguir la trama sin recordar a otro Ludovico, Ariosto, responsable de los 46 cantos de Orlando furioso, donde una esquiva Angélica desaparece ante sus seguidores. Con data de 1532 para su versión definitiva, intercala épocas y lugares, además de ensamblar líneas mitológicas e históricas. Algo semejante ocurre en Ardenza. Aunque vertida en prosa, cada idea es la cuidada cadencia que danza urdiendo el mito en cuanto empalme de imaginación y realidad, donde la coexistencia de tiempos y espacios disímiles tiene su correlato en un vocabulario en el cual, con Beethoven o rockeando, conviven castillo y boliche. Ya se sabe quién escribió Ardenza, pero aún no quiénes la cantarán.
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Señalética y señal ética
Camino por una vereda y en plena intersección de la avenida diviso un paso de cebra y pienso qué tipo de sociedad es esa en la que se debe advertir a un automovilista que conduzca con precaución y reduzca la velocidad. En efecto, la presencia de esas rayas en el asfalto más bien parece indicar que en ausencia de las mismas hay visado para manejar el vehículo sin resguardos en un cruce. El asunto sube de tono apenas constato la disposición de un cartel metálico ubicado en la mitad de la misma marca peatonal y sobre cuya superficie amarilla aparece, con trazo negro, el esquema de un hombre y de unas líneas bajo sus pies, avisando que justo allí existe lo que ya he observado: un paso de cebra. En efecto, la presencia de ese segundo nivel de señalética, notificando que allí también se encuentra el primero, más bien parece indicar que en ausencia de aquel el individuo que va en un coche no tiene por qué darse por enterado de que las blancas paralelas que tiñen el suelo constituyen el paso de cebra sin el cual él tampoco se sentiría obligado a desacelerar y maniobrar con cautela. El asunto sube de tono apenas constato la disposición de decenas de luces que remarcan todo el contorno del cartel metálico que anuncia la presencia de un paso de cebra allí donde hay… un paso de cebra. En efecto, la presencia de ese tercer nivel de señalética, notificando que allí también se encuentra el segundo anunciando el primero, más bien parece indicar que en ausencia de aquel un conductor no tiene por qué darse por enterado de la realidad de los otros dos. Esta es la parte de la historia en que irrumpen en mi imaginación miles de adultos repudiando mi pensamiento y diciendo que yo debería agradecer, como ellos, la existencia de esos símbolos, sin los cuales no tendríamos cómo frenar la muerte de tantos niños causada por esa estupidez motorizada. ¿Será que cuando todas las esquinas del mundo cuenten con la señalética de la señalética de la señalética habremos abolido la muerte por atropello o colisión? ¿Y si mejor hacemos frente a la organización de la estupidez? Seguramente eso hiera sentimientos, porque el diagnóstico psicológico respectivo incluye también a los peatones. Los códigos no son neutros, sino indicios de una cultura punitiva, o sea, capaz de situar, junto a las naturales, otras formas de morir. Considerar como artefactos pedagógicos las metaseñales es una trampa que está a la base del problema. ¿O acaso de verdad alguien cree que explicarlo todo permite acercar al individuo a la comprensión de la realidad? La mitología relativa a los efectos de las estrategias docentes puede alimentar alguna vanidad, pero no hay evidencia que permita a la pizarra y sus rituales adyacentes competir con el juego como espacio privilegiado del aprendizaje. Sin embargo, los mismos que pretenden salvar la vida de los infantes por medio de las señales son quienes hacen algo peor que los presuntos profesores. A estos podemos reprochar el acto de reforzar, a través de las calificaciones, la penalización del proceso lectivo: con una señal sancionan la incapacidad de repetir -y no de crear- la señal. Pero si ese mecanismo funciona es porque en casa, igual que cuando se esclaviza a otros animales vía reflejo condicionado, se castiga o premia a los pequeños según las señales obtenidas tras las señales dadas. ¿Y en qué consiste ese castigo? En privarlos del juego, la mejor fuente de aprendizaje que iba quedando. Con el mundo cubierto de señales, ¿cómo ver el mundo? Con explicaciones para cada problema, ¿cómo desarrollar la inteligencia? ¿Condicionando a mero estímulo externo el acto de aprender, cómo arribar a una señal ética?
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Puño y letra: Giulio Carlo Argan

El arquitecto ya no tiende hacia la “construcción del espacio”, sino a la “fenomenización del espacio”. En ambos casos hemos usado la palabra “espacio”, pero con significados diferentes. En el primer caso no es realmente la extensión ilimitada de la creación, sino la representación que de ella se da la mente humana. En el segundo caso la palabra designa la extensión ilimitada del mundo, con toda la serie de hechos que tiene lugar en ella, y que encuentra su fenomenización en la obra de arte en general y en la obra arquitectónica en particular. El concepto del espacio arquitectónico desde el Barroco a nuestros días (1966).
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La musa: Camila Roeschmann
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Gaceta de estética. Año 7, número 167. Del 12 al 25 de noviembre de 2018. Distribución gratuita.
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Louise Abbéma. Sarah Bernhardt cazando con sabuesos (1897).
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Los mutilados de La colmena
Cuando Camilo José Cela ofrece al comisario general de Investigación y Vigilancia sus servicios de delator, la Guerra Civil Española ya contaba cientos de miles de muertos y lisiados. A ese tétrico destinatario plantea “poder prestar datos sobre personas y conductas, que pudieran ser de utilidad”. En la carta, fechada el 30 de marzo de 1938 y recibida el 4 de abril, añade que, “si a juicio de V.E. soy más necesario en cualquier otro lugar, acato con todo entusiasmo y con toda disciplina su decisión”. La propuesta no encuentra eco, aunque el frustrado postulante -que en 1955, al publicar La catira, integrará el equipo de lavado de imagen del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez-, tendría pronto una nueva oportunidad para promover otras mutilaciones en la Península: las de revistas y folletines, sobre los que ejerce como censor del régimen desde 1943. Su fichaje como inquisidor oficial no impide que, ese mismo año, los escasos ejemplares disponibles de la segunda edición de su novela La familia de Pascual Duarte (1942) sean retirados de circulación. Ya entonces, para eludir las tijeras que caerían sobre el descarnado relato, el autor toma distancia de los hechos acudiendo a la figura de un manuscrito hallado que simplemente será transcrito. Pero con La colmena el cercenamiento es sistemático. Presentada a la censura el 7 de enero de 1946, la obra cumbre de Cela no pasa la prueba de sus inquisidores, Leopoldo Panero y Andrés de Lucas Casla, por lo que la pieza solo verá la luz en 1951, en Argentina, a costa de castrar también páginas bajo los filtros del régimen de Juan Domingo Perón. “Desde los solares de la Plaza de Toros, incómodo refugio de las parejas pobres y llenas de conformidad, como los amantes del Antiguo Testamento, se oyen -viejos, renqueantes, desvencijados, con la carrocería destornillada y los frenos ásperos y violentos- los tranvías que pasan, no muy lejanos, camino de las cocheras”, dice el bello folio 49 del manuscrito original, correspondiente al Capítulo IV, del que el autor sustituye la objetada analogía por la ambigua fórmula “como los amantes de los tiempos antiguos”, tal cual queda en la versión definitiva. Antes y después hay carillas completas censuradas, además de tachaduras donde el escritor se esmera en hacer imposible el reconocimiento del texto. Con todo, la artillería que recibe el Capítulo V termina siendo la más intensa en lo que respecta a prohibiciones. Así, por ejemplo, desaparece el extenso pasaje del folio 66, en que Julita, una joven prostituta, lleva en su cuaderno la cuenta exacta de las veces que se ha acostado con dos de sus clientes en los últimos meses, imaginando en cuántas ocasiones había hecho lo propio su madre antes de concebirla. Poco más adelante, el fajo primitivo acusa un nuevo desahucio, aunque en esta oportunidad es Cela quien se anticipa a la censura. “La criada lo espera de pie en el medio de la habitación, completamente desnuda. Tiene los muslos amplios y un ligero hilito de vello que le llega hasta el ombligo”, señala el párrafo suprimido en el folio 70. La invocación al lenguaje soez o a la imagen grosera son ardides baratos de una prohibición que solo recae sobre el retrato de la realidad, sea esta la prostitución adolescente o el doble estándar clerical. Pero el futuro Nobel prefiere publicar. En nombre de la posteridad, opta por la mutilada genialidad de la obra y olvida la implacable belleza de su proceso creativo.
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El filósofo y el poeta
“El ritmo y la armonía son lo que más penetra en el interior del alma y la afecta más vigorosamente”, afirma Platón en la República (401d), para reforzar así la importancia de la educación musical y, sobre todo, para subrayar, por analogía, la idea de que la única poesía admisible como tal sería aquella que inculque las virtudes, aun cuando, advierte, los versos que marchen en sentido opuesto “produzcan alguna clase de placer” en los jóvenes (390a). El filósofo, desde luego, pretende erigirse en guardián de la poética, pero, con miras a ejercer tal jurisdicción, debe redefinirla, limitándola a la función pedagógica; en otros términos, solo instrumentalizándola puede proclamar que esté dentro de su ámbito de competencia. Sin embargo, incluso en caso de conceder algún valor a ese acto de prestidigitación tautoheterológica, sucede que la educación es un discurso construido en base al pasado, y cuyo único recurso disponible para exigir legitimidad es ese fantasma al que habitualmente se alude bajo el nombre de futuro. Ese procedimiento platónico tiene por resultado la idea de que la poesía constituye algo así como lo que fue y lo que será: todo menos existencia, o, si se quiere, una existencia que debe su existencia a dos inexistencias. Aristóteles intenta esquivar la trampa verbal tendida por su maestro, concediendo otro estatus a la poesía. Ella entraña placer por sí misma, punto que la desmarca del papel estrictamente didáctico que da forma, por ejemplo, a la retórica. Dado que “el poeta debe proporcionar ese placer que de conmiseración y temor mediante la imitación procede, es claro que esto precisamente habrá de ser lo que en los actos de la trama se ingiera”, explica el Estagirita al abordar en la Poética el punto respecto de una pieza trágica (1453b). El goce no consiste en la referencia que haga la obra a hechos exógenos; la poesía es, en cuanto tal, la belleza, y solo hay delectación en el presente que ella constituye. Por otra parte, empero, el pensador meteco imputa cierto papel filosófico a la poesía. “Cosas hay que, vistas, nos desagradan, pero nos agrada contemplar sus representaciones y tanto más cuando más exactas sean”, porque, agrega, “no solamente a los filósofos les resulta superlativamente agradable aprender, sino igualmente a todos los demás hombres, aunque participen estos de tal placer por breve tiempo” (1448b). Esto no significa que la belleza asome como verdad porque reproduzca los hechos a los que se refiere, pues en esa situación Aristóteles encontraría mejor esa verdad en el texto retórico. Lo que la idea de exactitud quiere subrayar ahí es el grado de correspondencia que se alcanza entre el desarrollo de los hechos a los que dice remitirse y el modo en que se resuelve la metáfora con la que los sustituye. He aquí un matiz frente a Platón, pues mientras en este la poesía está supeditada a la educación, en su discípulo la función de la misma queda sujeta al nivel de aprendizaje y razonamiento que en cada cual pueda sobrevenir con ella. Y la diferencia entre educar y aprender es la que media entre el principio pasivo y el activo. El problema es que, por ese camino, se sortea la tautoheterología y la poesía se libra de rendir cuentas sobre sus temas, pero no se sortea con Aristóteles la circunstancia de que la misma permanezca subordinada a los efectos que puede producir entre quienes la oyen. Que la filosofía se haga cargo de su eterna contradicción: la de definir una cosa por otra. Si la poesía es goce per se, no adelanta mucho la Poética a la República trocando lo que fue por lo que será. El presente -la poesía- es al placer lo que el pasado al dolor y el futuro a la insensibilidad. La brecha entre filósofo y poeta es la misma que media entre verdad y realidad.
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Puño y letra: Arnold Schönberg
Llegó a estar claro para mí que la obra de arte es, como cualquier otro organismo completo, tan homogénea en su composición que en cada pequeño detalle revela su esencia más íntima y verdadera. Al separar cualquier parte del cuerpo humano, siempre brota lo mismo: sangre. Al escuchar un verso de un poema, un compás de una composición, estamos en disposición de comprender el todo. El estilo y la idea (1950).
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La musa: Cony Bustamante
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Gaceta de estética. Año 7, número 166. Del 29 de octubre al 11 de noviembre de 2018. Distribución gratuita.
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Alexandra Ekster. Dieppe (1912-1913).
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Satie, el edificador imaginario
En 1925, cuando Erik Satie murió y sus cercanos entraron por primera vez a la habitación que el músico ocupaba en Arcueil desde fines del Siglo XIX, encontraron, entre otras cosas, partituras de piezas notables, desconocidas o inconclusas; el retrato que de él hiciera Suzanne Baladon y cartas de la época de ese amor; un centenar de paraguas, muchos de ellos sin usar, y una colección de dibujos nacidos de su puño, varios de los cuales daban forma a edificios inspirados en el Medioevo. Quienes se habían familiarizado con su personalidad comprendieron solo entonces que era él quien encargaba en los matutinos una serie de anónimos avisos en los que simulaba transar tan majestuosas como inexistentes construcciones. Aunque habituados a ese insobornable sentido del humor, el asunto no deja de sorprender a los miembros de su círculo, pues la gente suele asociar la excentricidad a los adinerados y no a quienes llevan una vida de dificultades económicas. Despreciado por el Conservatorio de París, el autor de las Gimnopedias (1888) se gana la vida como pianista de cabaret en los emblemáticos Le Chat Noir, Le Divan Japonais y L’Arberge du Clou, donde traba amistad con Debussy. Casi sin transición, en 1891 se convierte en compositor oficial y maestro de capilla de la Orden de los Rosacruces liderada por el ocultista Joséphin Péladin. El creador se gana rápidamente el apodo de EsotErik Satie, si bien lo críptico en él es más bien una eterna sátira. Fundador, a fines de 1893, de la Iglesia Metropolitana de Arte de Cristo el Guía, será su único integrante, del mismo modo en que más tarde se va a consagrar como exclusivo redactor de un sinnúmero de peculiares columnas que pueblan publicaciones periódicas de la época. En su habitual sección Memorias de un amnésico, por ejemplo, escribe: “La inteligencia de los animales es indiscutible. Pero, ¿qué propone el hombre para mejorar el estado mental de estos resignados conciudadanos?”. Líneas más adelante, el propio intelectual ofrece una respuesta de plena vigencia en la actualidad. “Pocos animales gozan del adiestramiento humano. El perro, la mula, el caballo, el asno, el papagayo, el merlo y cualquier otro, son los únicos animales que reciben algún tipo de instrucción. Ahora, esta es la mejor educación. Comparen, se los ruego, esta instrucción con aquella regalada a los universitarios recientemente licenciados, y verán que es nula y que no puede extender ni facilitar los conocimientos que la bestia ha adquirido por sus trabajos” (Revue Musicale S.I.M., número 2 de 1914). Ya un par de años antes, en el mismo apartado, las emprende contra el cinismo de sus tiempos. “En medio de los preciados monumentos del pensamiento humano que la modestia de mi fortuna me hizo elegir para compartir mi vida, hablaré de un magnífico falso Rembrandt”, escribe, poco antes de añadir que piezas como esa solo palidecen en su cuarto al lado de “un falso manuscrito de Beethoven -sublime sinfonía apócrifa maestra- comprado piadosamente por mí, hace diez años, creo” (Revue Musicale S.I.M., números 7 y 8 de 1912). ¿Un paraguas para mantenerse a salvo de la lluvia de críticas de la academia? Sí; o, quizá, un centenar. Pero en ese humor hay algo más. Crítico del pentagrama como lo sería Federico García Lorca, el francés es consciente de que en la partitura la música no salta hacia el intérprete como la obra pictórica desde la tela hacia quien la contempla. Por eso desarrolla las indicaciones de carácter, anotaciones que flanquean los compases con expresiones que orientan la ejecución. “Casi invisible. Como un ruiseñor con dolor de muelas”, o “toque con la mano izquierda estas notas, con la derecha las siguientes, y las que restan… ¡con la nariz!”, son algunas de las instrucciones. El humor instala allí una complicidad impermeable a toda transacción de la obra. Es Erik Satie, edificador imaginario, imaginación edificante.
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Entre libro y periódico
Cuando los papiros de la Ilíada comienzan a circular en Atenas, el Ágora ya no es exactamente un centro sacro de reminiscencia micénica, sino el lugar donde la ciudadanía se reúne a discutir los asuntos públicos. De hecho, tal condición es explícita en la obra desde sus más antiguos cantos, en los que Aquiles reúne a la hueste en asamblea para deliberar sobre la ira divina (I, 53 y ss.). Desde luego, decir que el libro es hijo tardío del debate social resulta una obviedad, pero no en esta cultura, donde las más bienintencionadas voces de alarma en torno a la baja progresiva de la lectoría están en lo correcto al advertir que en ello late uno de los síntomas del nivel de embrutecimiento que las élites promueven entre las masas, al tiempo que incurren en un error de proporciones al dar por supuesto que ese artefacto compaginado tiene propiedades mágicas que enriquecen el acervo y la inteligencia del individuo. Con ese criterio, por cierto, cabría concluir lo peor sobre la humanidad que precede a la publicación de obras escritas, incluidos los creadores de los primeros libros. Ese enfoque olvida demasiado pronto que leer significa comprender, y esa omisión deviene círculo vicioso, pues termina situando a quienes se preocupan honestamente por el problema en la misma línea argumental que la erigida por quienes patrocinan ese avatar: la del consumo. En efecto, los principales estudios en la materia trazan cuadros relativos al número de horas que cada país dedica a pasar los ojos por el libro, o cuántos volúmenes acaba al año determinada población. No está de más recordar que quienes lucran con el libro acuden a las mismas cifras para exigir al erario fiscal subvenciones con las cuales seguir generando utilidades. Bajo ese pretexto, millones de ejemplares empiezan a descansar en estanterías que nadie visita; así ocurre en las universidades. La aparente paradoja, en virtud de la cual la lectoría cae violentamente en sociedades que se jactan de haber universalizado la alfabetización, no hace sino confirmar el punto, porque la palabra -igual que el libro- no es más que un artefacto. Lo mismo ocurre con la escuela, que significaba ocio, pero ha sido convertida en un campo de concentración, ajeno al despliegue de ideas. El problema sigue focalizado en el debate, y la convocatoria de Aquiles proporciona una pista importante. Leer es deliberar. En la Antigüedad, el texto, por teórico que fuese, se vincula al acto de encarar lo concreto, lo contingente. Sin embargo, llega un momento en que en el aparato legible pasa de herramienta de la discusión a relevo de ella. Ya se trate de un diario o de una revista, el impreso noticioso fue insumo y huella del foro, cuando lo hubo. Por eso llama tanto la atención que las investigaciones comparativas disocien la lectoría de libros de la referida a la prensa escrita. Desde su masificación, hace cinco siglos, el periódico había sido soporte clave de la obra contenida en el libro. Por aquel desfilaron poemas, cuentos, capítulos de novelas y artículos de divulgación científica y filosófica mucho antes que sus autores soñaran con verlos en un tomo. El periódico puso el libro en situación, jerarquizando su mensaje en la escena social y ubicándolo en el mismo plano contextual que el resto del flujo de un tabloide: el noticioso. Si se quiere hacer un análisis que sirva para recuperar lectores de libros, hay que tomar nota de ello. No se trata, pues, de sustituir la atención sobre la caída en el tiraje de un artefacto por el de otro, sino de constatar que ambos descensos tienen lugar después de ser abolida la histórica relación entre ambos. Y he aquí, de nuevo, el Ágora. Es imposible recuperar la capacidad lectora sin restituir, primero, la facultad social de deliberar.
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Puño y letra: Karl Marx
Es sabido que la mitología griega fue no solamente el arsenal del arte griego, sino también su tierra nutricia. La idea de la naturaleza y de las relaciones sociales que está en la base de la fantasía griega, y, por lo tanto, del [arte] griego, ¿es posible con los self-actors, las locomotoras y el telégrafo eléctrico? ¿A qué queda reducido Vulcano al lado de Roberts et Co., Júpiter al lado del pararrayos y Hermes frente al Crédit mobilier? Toda mitología somete, domina, moldea las fuerzas de la naturaleza en la imaginación y mediante la imaginación y desaparece por lo tanto cuando esas fuerzas resultan realmente dominadas. ¿En qué se convierte Fama frente a Printinghouse square? El arte griego tiene como supuesto la mitología griega, es decir, la naturaleza y las formas sociales ya modeladas a través de la fantasía popular de una manera inconscientemente artística. Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador, 1857-1858).
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La musa: Paloma Hidalgo
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