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literaturaargentina · 10 years
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Ciego en la resolana - [relato, 1992] Héctor Tizón
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Ahora está el ciego otra vez sentado al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado campanario de la iglesia podía contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa. En eso consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo un aria en su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores, lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a saber cuándo había aprendido.
Enseguida del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación. Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego —horas, a veces—, tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de acuerdo con el ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas, quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose, vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría, ya el ciego estaba impaciente, y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas por las lágrimas gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz dulce: —¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín! Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las montañas.
Posdata
El borrador de este cuento —si lo es— data de unos veinte años atrás, y apenas si admitió un retoque. Siempre me han fascinado las mujeres jóvenes y gordas que cantan. Generalmente las mujeres que cantan son gordas. Las mujeres gordas me han parecido siempre tiernas e irresponsables. Además, las mujeres gordas siempre mueren jóvenes y son así las verdaderas heroínas románticas. En provincia no hay mujeres gordas que valgan la pena, porque en provincia no hay ópera. Pero estos personajes han sido mis vecinos y vivían al otro lado, donde el río hace una curva pronunciada. De niño, yo solía llevarle a la dama, de vez en cuando, una cesta con frutillas que le enviaba mi padre. Ella entonces me daba unos besos exagerados pero normales. Era húngara o algo así, o lo había sido. Su marido aún no estaba ciego. En realidad, nunca lo estuvo.
[de El gallo blanco, Buenos Aires, Alfaguara, 1992]
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literaturaargentina · 10 years
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El vestido de terciopelo - [cuento, 1959] Silvina Ocampo
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Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos abrieron la puerta y entramos, Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:
–¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras… Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un ampo de nieve –me tomó del mentón y agregó–:
–No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda; agregó–:
–¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.
Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó:
–Alcanza de mi cartera los alfileres.
–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.
La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.
La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!
–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.
–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora.
Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.
–¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.
–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio, y brillante.
–Se va a París, ¿no?
–Iré también a Italia.
–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.
La señora asintió dando un suspiro.
–Levante los dos brazos para que le pasemos primero las dos mangas –  dijo Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo.
Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía.  Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras, brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!
–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes–. ¿No le agrada, señora?
–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.
–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.
–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano, me atrae aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio.
Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del afilador, y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!
–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel.
¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.
La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:
–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
¡Qué risa!
[Publicado en La furia, Buenos Aires, Sur, 1959]
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"Escribimos para que nos dejen seguir leyendo tranquilos". César Aira, via @LeePorGusto 
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literaturaargentina · 10 years
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Ni un paso en falso [reseña de Historia de Roque Rey, de Ricardo Romero]
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por Fermín Rodríguez (vía @revistaenie)
Novela sobre la inquietud y lo inquietante, Historia de Roque Rey, de Ricardo Romero, atraviesa cuatro décadas de historia, desde que el personaje nace y abandona Paraná a fines de los años 50 hasta 2001, cuando desaparece a orillas de un delta que es menos geográfico que narrativo.
Abandonado primero por su padre y después por su madre, que lo deja al cuidado de sus tíos, Roque se dedicó a repetir a lo largo de cuarenta y tantos años de vida una escena original que insistirá a lo largo de su vida, entregándose a ese arte de la ausencia y del nunca estar del todo que constituye la errancia. Inmotivado, inminente, imperioso, à la Wakefield, el abandono lo recubre todo, según una vasta y errante coreografía de padres y madres que abandonan a sus hijos, hijos que abandonan a sus padres, amantes abandonados que a su vez desaparecen sin dejar rastros.
A diferencia del viaje de la generación beat estadounidense, el de Roque no responde a ningún espíritu aventurero, ni está guiado por ninguna búsqueda. Con la única certeza de no estar huyendo, parte por la necesidad imperiosa de moverse, por el impulso vacío de caminar, siguiendo el impulso irresistible que le transmiten un par de zapatos que hereda de su tío y que parecen tener vida propia, más allá de su voluntad y su deseo. Inhumanos, ominosos, los zapatos recuerdan a aquellos zapatos mágicos del cuento de Andersen que fuerzan a una joven a bailar sin parar. De hecho, en el reverso de las caminatas, Roque baila dionisíacamente, fuera de sí y del tiempo, desde sus días como parte de “Los Espectros”, un grupo de músicos tropicales que de adolescente lo iniciaron en la música y la danza.
A lo largo de la novela, los zapatos insisten, portadores de una ominosa compulsión a repetir experiencias ajenas que vienen del pasado y que recuerda mucho esa insistencia ciega e indestructible que Freud llamaba “pulsión de muerte”. De ahí a pasar a calzarse los zapatos de los muertos hay un paso que Roque, durante sus años de trabajo en la Morgue Judicial, no puede dejar de dar. Son los tiempos más oscuros de la dictadura, que Roque registra a través de los muertos de toda la ciudad que llegan a la morgue con los zapatos cargados de mensajes ominosos. Así, “de zapato en zapato, siguiendo los deseos de los muertos”, Roque se entrega como un zahorí a seguir los rastros de ese exceso de vida siniestro que lo toma por completo y lo arroja fuera de sí en caminatas compulsivas de muerto viviente.
Con el paso de los años, sin nada para decir pero cargado de experiencias para contar, los zapatos se convertirán para Roque casi en una poética, que comienza con ponerse en los zapatos de otro para poder narrar. Calzado en la tercera persona narrativa, RR –Ricardo Romero y Roque Rey– se divide para contar historias donde lo propio se vuelve ajeno y el protagonista es siempre otro, aunque se trate de su propia vida. A contrapié de las ficciones autobiográficas, que giran descalzas alrededor de la primera persona, escribir para RR es quitarse de encima el yo, un poco a la manera del que camina por una ciudad para poder perderse.
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'Se acabó la épica', de Matilde Michanié, documental sobre Néstor Sánchez (trailer)
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Tejedor teje mimbre - [relato, 1975] Antonio Di Benedetto
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Había una vez una biblioteca que era un hombre. Al pie de la biblioteca en una vigilia incesante el hombre se afanaba por el alma de los libros, y ponía alma en el alma de los libros. Este hombre era un sediciente tejedor de símbolos y había elegido el oficio de la literatura. Otro hombre había elegido el oficio de sillero. Se tropezaron en una siesta lenta y vacía, en una esquina del Cullum donde la calle Salta corta la calle Entre Ríos y se doran los panes de una panadería. Sobre la vereda de pulidas baldosas, dueño y servidor de manojos de mimbre y brazadas de larga totora, el arreglador de sillas trenzaba asientos y respaldo de unas que ya tenían crujido mucho en la rueda del mate. El escritor contuvo la caminata que hacía con un periodista apenas conocido y, tal vez sin necesidad, averiguó: ¿qué hace? El sillero desde su banqueta levantó una mirada que, ante la falta de información del forastero, venía a ser cruza de asombro y discreción respetuosa, luego describió su heredado oficio. Contó de los antiguos totorales de las lagunas de Huanacache de los pescadores indios muertos, y de las canoas que ellos urdían con la totora. Expuso su alternativa, el mimbre, y mentó la mimbrera, el mimbreral y la cestería. De pronto notó que estaba hablando demasiado y que los otros no correspondían a esa confianza, callaban como olvidados [de] él. El periodista apenas conocido meditaba. Consideraba que el escritor famoso, que todo sabía pensarlo, sin pensar había dado en el Cullum con un tejedor de sus símbolos, al menos de dos de ellos: el laberinto y la simetría. Porque el sillero con el mimbre finísimo y sus manos diestras, trazaba en el aire un laberinto y en las sillas, como resultado, componía un asiento que era un dibujo simétrico. Acaso el escritor meditaba que su propio laberinto estaba tejido no de mimbre de totora, sino de infinito y tiempo, y accedía a prudentes comparaciones, en las que por sencillez perdía ventaja frente al sillero.
[La Opinión, Buenos Aires, 13 de febrero de 1975. Rescatado en Cuentos completos, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006]
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"El viaje para mí equivale a la narración", entrevista a Sergio Chejfec X @ricardolladosa, Heraldo de Aragón, 29 de mayo de 2014
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El perseguidor de los objetos_Lecturas | Sergio Chejfec por Juan José Mendoza (Revista Ñ, 31/01/2015] En El punto vacilante, una compilación de ensayos del 2005, Sergio Chejfec se refería a una…
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La escritura en la era de la producción inmaterial, conferencia de Sergio Chejfec en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, 2014
Desde antes del romanticismo, el régimen estético literario estaba dominado por la importancia del manuscrito, entendido como fuente de verdad y garantía de originalidad. El original escrito sustentaba así su esencia aurática en su doble condición de soporte filológico veraz y realización plástica genuina. Con el manuscrito, la literatura se acerca más que nunca a la materialidad de la creación pictórica. Pero, ¿cómo repensar la escritura en la era de la revolución digital y la producción inmaterial? La posibilidad de una presencia aurática queda suspendida cuando el original deja de ser necesario. En su lugar, el latido insomne y perenne de la pantalla lucha por ofrecer nuevos registros a nuestros imaginarios literarios. Sergio Chejfec nos propone aquí un recorrido paralelo al de la pantalla digital y la hoja impresa; nos sugiere un paseo por las potencialidades de las «marcaciones librescas»: esos subrayados, anotaciones, dobleces, etc., que el lector realiza sobre los libros a modo de diálogo personal con el autor. Las marcas físicas de la lectura se convierten así en una forma alternativa de manuscrito, en una restitución simbólica de la materialidad aurática extraviada. Como diría Osvaldo Lamborghini en La causa justa: «No leía jamás pero sus subrayados eran perfectos».
[fuente: http://www.macba.cat/es/audio-sergio-chejfec-escritura-produccion-inmaterial]
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Sergio Chejfec | Foto: Francesc Fernández [fuente: http://revistadeletras.net/el-viaje-de-la-conciencia/]
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literaturaargentina · 10 years
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Algunos melancólicos, que suelen ser bastante creativos, creyeron ver dibujarse la silueta vengativa del antiguo Hotel Bristol en la nube negra causada por la explosión que redujo a escombros las torres del Bristol Center. Es que el hotel Bristol había estado en ese mismo lugar, en la belle époque de la ciudad, desplegando sus refinados esplendores. Lo cierto es que, de pronto, una nube estruendosa se irguió oscureciendo el cielo azul de noviembre, abrazando como un Godzila vengativo las tres torres inconclusas que parecieron más que nunca testimonios en puro cemento berreta —como la horrible Rambla nueva de La Perla— del odio que constructores inescrupulosos habían siempre manifestado por la ahora ciudad perdida. Por un instante, las tres torres parecieran resistir el viento huracanado, para desplomarse luego en un largo zumbido de cristales y de moscas. Cemento, cadáveres y cocinas; freezers, floreros y fotos enmarcadas cruzan rebotando el bulevar marítimo Patricio Peralta Ramos, se diseminan por la playa Popular, hacen burbujear el mar bajo su lluvia intempestiva. No se ve nada. Todo es polvo y remolinos de vidrio que reflejando el mar se clavan de punta en la arena de la playa. Luego, lentamente, cuando el polvo se asienta, vuelve la luz tibia, gris: queda un cráter —eso sí, en el cráter no encontraremos ninguna precisión de esfínter perfecto, más bien es pozo de bordes carcomidos, llenos de protuberancias viscosas, francamente incogible— que se ha tragado todo lo que alguna vez fue el Bristol Center, y es entonces cuando algunos creen percibir el fantasma del hotel Bristol que, saciado, se disuelve en los últimos jirones de humo negro contra un cielo que vuelve a ser azul.
Tulio Stella, La familia Fortuna. El país del fugu, 2001
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literaturaargentina · 10 years
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Tanta sangre que se llevó el río
Por su búsqueda de un estilo que permite entretejer las voces de los desplazados y marginados, Río de las congojas es una novela histórica diferente. Y también de las pocas que en la literatura argentina abordó la conquista y la colonización del Río de la Plata. Rescatada en la Serie del Recienvenido, dirigida por Ricardo Piglia, permite también volver a enfocar la figura de su autora, la singular Libertad Demitrópulos, una escritora de culto que renunció a la poesía por la narrativa pero no a un tono de fuerte lirismo experimental.
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Por Laura Galarza
“Hay que leer lo que no se ve en la superficie.” Así define Ricardo Piglia el espíritu de la Serie del Recienvenido, que dirige para la Editorial Fondo de Cultura Económica y que se convirtió en una especie de canon personal abierto a los lectores. “La serie intenta una pausa, un cambio de velocidad en la vorágine de circulación de libros en el mercado.” En este caso la elegida para ser rescatada es Río de las congojas, de Libertad Demitrópulos, una novela escrita en 1981 y que Piglia ubica junto con Zama, de Antonio Di Benedetto, y El entenado, de Juan José Saer, como las tres obras maestras que reconstruyen imaginariamente la conquista española del Río de la Plata.
Río de las congojas transcurre en Santa Fe, a orillas del río Paraná, donde se cuenta –anclada en diferentes voces– la historia de María Muratore, mestiza amante de Juan de Garay (“El hombre del brazo fuerte”), con quien viajará en la expedición que va a refundar Buenos Aires. María está casada –aunque bajo protesta– con el también mestizo Blas Acuña. (“¿De qué sirve la vida atada a un hombre que no amo?”) María es una mujer fuerte, con un pasado triste y que de algún modo representa a todos los excluidos que a Demitrópulos le interesa contar: huérfana, criada por un tutor que quiere desposarla, expulsada luego de la muerte de éste por sus hijas, se va de Asunción a vivir a Santa Fe y cae en la casa de la modista Isabel Descalzo, quien será –ella y su descendencia, hijos, nietos y bisnietos– quienes mantendrán vivo el mito de María Muratore. A su vez, Isabel termina casada con Blas Acuña, otra de las voces de la novela, que al momento de la narración ya es un abuelo que vive aferrado a “su muertecita”. La muertecita, que fuera el amor de su vida en el pasado, no es otra que María Muratore, a la que atesora enterrada en el fondo de su casa.
Libertad Demitrópulos nace en 1922 en Ledesma, Jujuy. Desde los 18 años trabaja como maestra hasta radicarse definitivamente en Buenos Aires, donde estudia Letras y conoce al poeta Joaquín Gianuzzi, con quien se casa y vive hasta la muerte de Demitrópulos, en 1998. Un año antes de morir– había sufrido ocho operaciones del corazón–, al recibir el premio Boris Vian por Río de las congojas, Demitrópulos se definió a sí misma como “una escritora solitaria”. Tiempo más tarde, en un documental sobre su vida emitido por Canal 7, Gianuzzi habla de su mujer con admiración: “Una personalidad fuerte, valiente, leal a sus convicciones que no abandonó jamás. No hacía política literaria, no tenía mucha prensa pero tenía un consenso de mucho respeto hacia su obra y hacia su persona”. Demitrópulos comienza por la poesía. Publica Muerte, animal y perfume en 1951 (el mismo año en que se casa con Gianuzzi) aunque será el primer y último libro de poesía que escriba. “No quería competir con él”, dijo Moira Gianuzzi, una de las dos hijas de ambos. Y el poeta lo recuerda de ese modo en el documental. “Ella lo decía un poco en broma, que era una forma de mantener la división del trabajo en el hogar, pero después la atrapó la narrativa.” Así es que luego vinieron las novelas Los comensales (1967), La flor de hierro (1978), Sabotaje en el álbum familiar (1984) y Un piano en Bahía Desolación (1994). También publica la biografía Eva Perón, inspirada en el trabajo que hace Demitrópulos en la escuela de Eva Perón (dicen quienes la conocieron que se hizo militante en los años ’40, cuando vio la explotación de los zafreros en el ingenio Ledesma), y una crónica, que en 1986 ya aborda el tema del narcotráfico: Quién pudiera llegar a Ma-Noa.
El mito que se cuenta en Río de las Congojas afirma que María Muratore muere peleando en batalla disfrazada de hombre. “En la mediamuerte de las guazbaras, cercándonos los indios y dándoles nosotros la guerra, se apersonaba la María al campamento, hombro a hombro con los varones; venía a darles fuerza y a preparar la pólvora. Juan de Garay voceaba con ánimo las órdenes, y nosotros, la tropa, íbamos ya corriendo entre las llamas, ya azuzando los caballos, cada uno en su mandamiento de las armas dadas, cargando la bocona y disparando sobre esa ola marrón hasta el fin de los alaridos.” Es –también– por este uso peculiar del lenguaje que a poco de empezar a leer Río de las congojas el lector entiende que está ante una novela histórica diferente. “En la literatura, se sabe, el efecto de verdad depende del lenguaje”, dice Piglia en el prólogo. Demitrópulos recrea la lengua entreverando el tono poético –al cual se ve que nunca renunció– con la historia y la memoria. “Ella suspira al recordar esas cosas de su patria y permite que se le humedezca la pizarra de sus ojos hasta nomás enturbiarlos (cosa que brillen); entonces va y saca del pecho uno de esos pañuelos como mariposas tan finos y delicados, con sus iniciales bordadas, seca la humedad de las pestañas para que no le moleste la contemplación de lo que a mí me está vedado.”
Otra de las particularidades de esta obra –que conjuga dimensión histórica con experiencia literaria– son los sucesivos cambios en los planos temporales. Sin embargo, estos tiempos parecen unidos por la memoria de la gente. “Lo que yo quiero es que el lector piense: ¿cómo, ésta no se había muerto?, en ese sentido sigo la idea de la novela de aventuras”, ha dicho Demitrópulos en relación con su estilo. Aunque también en este caso la memoria pareciera funcionar como metáfora del presente en que fue escrita la novela. Sobre el final hay un desaparecido que se lleva el río y “nadie podía explicar a dónde llevó su cuerpo la corriente”. Sumado al epígrafe del poeta griego Yannis Ritsos, que alude a la necesidad simbólico-cultural de que los pueblos entierren a sus muertos.
La historia que a Libertad Demitrópulos le interesa contar no es la de los libros de historia, sino aquella que se teje en los márgenes. “Al mestizo –decía Garay– tenerlo aislado; comida bordeando la escasez; dormir lo mínimo; ayuno riguroso; rezo suficiente; nada de cantar ni fumar ni holgar. Un día pasados muchos años –seguía diciendo–, en pago adjudicarle una poca de tierra, la más árida y seca, bien retirada de la plaza y del centro de la ciudad. Y si protestan quitársela. Si amenazan prenderlos. Si revolucionan, colgarlos.” Demitrópulos es una experiencia de lectura particular, una autora que hay que conocer. En estos tiempos donde aún buscamos afuera la razón de nuestra existencia como pueblo, Demitrópulos acierta al escribir: “El mestizaje no es únicamente un alboroto de sangre: también una distancia dentro del hombre, que lo obliga a avanzar, no sobre caminos, sobre temporalidades”.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-5528-2015-02-14.html
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En su octava novela, que cruza la ficción y el ensayo de tono nietzscheano, Gustavo Ferreyra reconstruye cien años en la historia de una familia signada por la locura y la tragedia
Ramiro Quintana, sobre La familia, de Gustavo Ferreyra. Reseña en lanacion.com, 13/02/2015
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El Pozo - [relato, 1935] Witold Gombrowicz
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El texto El pozo (Studnia), de solamente tres páginas, se publicó por primera vez en el diario Kurier Poranny (Correo de la mañana) en Varsovia, en 1935. No reapareció hasta 1973, después de la muerte de Witold Gombrowicz, en el volumen Varia, editado por el Instituto literario “Kultura” de París.
Naturalmente, Bikle no se casó con ese objetivo, pero cuando se casó su mujer puso en marcha los meses y los meses a su mujer. En vano suplicaba y ponía peros al asunto: los meses se servían de su mujer y su mujer de los meses. Antes de que se diera cuenta ya estaba de nueve meses y, haciendo oídos sordos a toda clase de persuasiones, dio a luz a un niño. Bikle, sin saber demasiado qué hacer, de tanta vergüenza se fue a un internado femenino y, colorado hasta las orejas, anunció:
-He tenido un niño.
-¡Ja, ja, ja! -gritaron las señoritas-. ¡Ha tenido un niño! ¡Ha dado a luz a un niño!
-¡Mentira! -bramó-. ¡No lo he tenido yo, lo ha tenido mi mujer!
-¡Ja, ja, ja! -estallaron en una carcajada las señoritas-. ¡Su mujer ha dado a luz a un niño!
-¡Cállense! -vociferó-. ¡Mi mujer no ha dado a luz, sino que lo ha tenido!
-¡Ja, ja, ja! -aullaban las señoritas doblándose y desternillándose-. ¡Su mujer ha tenido un niño! ¡Bikle con un niño, ja, ja, ja! -Y reventaron todas de risa como un solo hombre.
-Cálmense -dijo con cautela Bikle-, al fin y al cabo yo sólo soy el marido. ¿Y qué pasa si ahora hay un niño? Casi todas las personas tienen niños, no veo ninguna razón para reírse. ¿Acaso he cambiado? Yo soy yo, el niño es algo aparte, el niño es sólo un añadido-. Pero ya era demasiado tarde. Las señoritas habían salido volando a chismorrear por la ciudad.
En seguida vino también a ver a Bikle su jefe.
-Es una vergüenza, señor Bikle, ¿tan joven y ya con un niño? Bueno, bueno, yo no entro en sus razones -añadió relamiéndose con cara de viejo verde-, su mujercita, obviamente, no está mal, lo comprendo, pero usted aquí no durará mucho. No puedo tener en la empresa a un hombre con un niño, eso me pondría demasiado nervioso. Usted estará sentado en su despacho como si nada, pero ¿cómo puedo saber que justamente en ese momento el niño no se está emporcando o que no está babeando? No, no, muchas gracias, hasta da grima pensarlo-. Y se marchó asqueado. Una hermana vino corriendo a verlo y le armó un escándalo.
-¡Te felicito! -siseó-. ¡Me has convertido en tía! ¡Dijimos que no te meterías en mi vida! ¡Te recuerdo que tú y yo habíamos roto!
Se fue, pero acto seguido se presentó un amigo.
-¡Hola! -le dijo Bikle.
-Bueno, bueno -le respondió-, no te tomes tanta confianza. Yo con los padres no entro en confianza. Si eres papá, eres papá. Papá me puede comprar una corbata para Navidad, o un reloj, pero ya no hay trato de igual a igual.
Justo después llegó una amiga de su mujer:
-¿Qué tal tu mujer? ¿Da el pecho? ¿Tiene leche?
-No des el pecho -le dijo Bikle a su mujer con pesar-. Será mejor que lo haga una nodriza. Contrataron un ama de leche bien lechera; la nodriza daba de mamar al niño pegando gritos de vez en cuando. -Y tú -dijo Bikle con aire lúgubre a su mujer- deja tu leche en paz. No tienes vergüenza. -Y se fue a un bar. Pero en el bar no querían darle vodka.
-No, señor Bikle -le dijo el camarero intentando persuadirlo-, el vodka les sienta muy mal a los recién nacidos. -Bikle le dio un sopapo, a lo que el otro respondió-: ¡Cuchi cuchi, pupa nene no, caca!
-¡Nada de "pupa nene no", ahí va otro directo a la jeta! -se exaltó Bikle.
-¡Pupa nene no! -le respondió el camarero y le dio unos caramelos. Bikle salió del bar, pálido de cólera, y subió a un coche de punto.
-Ah, tendrá prisa para estar con su niño -dijo el cochero-. ¡Es digno de elogio! Yo también tengo un niño, deme la mano, colega, me llamo Pieter. Lo que pasa es que yo tengo siete-. Pero Bikle ya tenía otra cosa en la cabeza, una cosa mucho peor.
Subió a su apartamento, arrancó al niño del pecho sin mediar palabra y se lo llevó furtivamente por la escalera de servicio. En la calle empezaba a anochecer, soplaba un viento cálido y un trueno anunció la inminente tormenta; el tiempo se había vuelto desagradable. Se llevó al niño al río, al juncal, entre dos lunas, una brillando en el cielo y la otra centelleando en las olas, y cuando estaba a punto de tirar al niño, desde el agua asomaron las señoritas, que estaban tomando un baño, y estallaron en una carcajada, primero una, después la segunda, la tercera y finalmente todas juntas:
-¡Miren, Bikle con el niño! ¡Va con el niño al río! ¡A pasear! ¡Le muestra los paisajes! ¡Ja, ja, ja. ji, ji, ji. Bikle con el niño! ¡Con el niño! Ja, jaaa, jaja, ja, ja, ja, ja.
Breve sátira sobre la paternidad burguesa que lleva al infanticidio, El pozo alude al tema de “virgen con niño”.
El café y confitería Blikle existe desde 1896. Célebre por sus buñuelos y otras confituras, constituía un rincón chic de la Varsovia elegante en los años treinta.
“Blikle”, el nombre del protagonista, recuerda la confitería más famosa de la ciudad, el café Blikle, que Witold Gombrowicz eligió, probablemente, como un guiño a la cursilería ambiente que rodeaba, en su tiempo, la venida al mundo de un bebé, la incompatibilidad del amamantamiento con el mundo burgués snob y su concepción del niño como causa del alejamiento de las ocupaciones viriles.
No hay ningún pozo en el texto. En el título, podemos ver, precisamente, una alusión al infanticidio que cometían las madres campesinas en esa época, que se libraban de sus bebés arrojándolos a un pozo.
[información extraída de http://www.gombrowicz.net/Otros-cuentos.html]
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