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¡Muchas omisiones para mi gusto!
Nombre: ¡Muchos extranjeros para mi gusto! Mexicanos, chilenos e irlandeses en la construcción de California, 1848-1880
Autor: Fernando Purcell
País: Chile
Editorial: Fondo de Cultura Económica
Género: Historia
Año: 2016
Hoy en día, el tema de la migración se ha puesto tan de moda, con periodistas, académicos, sociólogos, etc., que tal vez incluso ha sobrepasado a la desigualdad económica como el Zeitgeist que más domina la imaginación del intelectual contemporáneo. Hace diez años, se hablaba mucho de los universitarios, los pingüinos y los endeudados; hoy se habla de los migrantes, los refugiados y los indocumentados. Sin importar que el eje siempre va cambiando (recordando que antes de la desigualdad estaba la democratización), la manera en que se manifiesta es siempre igual: la izquierda lanza marchas bulliciosas, la televisión lanza “investigaciones” melancólicas, y los académicos lanzan libros que intentan ser rebuscados y populares a la vez. Y es en cada rama de cada una de estas olas cíclicas donde se forjan nuevas generaciones de voceros y líderes. En política, la época de la transición produjo a Eduardo Frei Ruiz-Tagle; en el mundo mediático: Patricio Bañados; en el mundo “pop académico”: Tomás Moulian, con su Chile Actual: anatomía de un mito. Una generación más tarde, la desigualdad produjo a Gabriel Boric, Camila Vallejo y Eugenio Tironi, con Radiografía de una Derrota y Por qué no me quieren. 
No obstante, aunque en los últimos años ya han llegado millones de peruanos, ecuatorianos, colombianos, venezolanos y haitianos, en la sociedad chilena todavía falta denominar a alguien como el gran pastor, expositor e intérprete de ellos. Y ese vacío representa una gran oportunidad para mucha gente emprendedora, titulada y carismática. Es de esa tierra fértil que viene el libro que analizaremos aquí: ¡Muchos extranjeros para mi gusto! Mexicanos, chilenos e irlandeses en la construcción de California, 1848-1880 por Fernando Purcell. Un intento de aprovechar la moda política en que vivimos, llena de alabanzas por todo lo extranjero, y condenaciones casi religiosas de todo lo doméstico y nacional—lo que el difunto filósofo francés Guillaume Faye llamaba “xenofilia”.
De lo bélico a lo brillante
El libro parte en 1848 por dos razones claves. Primero, fue el dos de febrero de ese año que la Guerra México-Americana acabó, con el Tratado de Guadalupe Hidalgo dando formalmente dominio a los EE. UU. en lo que ahora es conocido como “California”. Segundo, fue el año en que ahí se descubrió oro, iniciando la fiebre del oro más famosa en la historia mundial. Tal noticia dio la vuelta al globo, y en los años siguientes, alrededor de 300.000 personas de cada rincón de la Tierra llegaron a California, cada una afanando ser millonaria—entre ellos, mexicanos, chilenos e irlandeses. Por mucho tiempo California era nada más que un desierto poco poblado, pero con este descubrimiento se transformó rápidamente en una colmena creciente y cosmopolita. Purcell cita al historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna, quien visitó la metrópolis californiana de San Francisco en ese periodo, describiéndola como: 
… una aglomeración de ciudades, una Babilonia de todos los pueblos; en las calles se oían todas las lenguas modernas, de la China a San Petersburgo, de Noruega a las islas de Sandwich. Se veían los trajes de todas las naciones i habían sastres para cada gusto; los chinos con su pantalón de paño negro ceñido, su blusa azul, i su trenza hasta la rodilla; el mejicano con su sarape o frazada, el chileno con su poncho, el parisiense con su blusa, el irlandés con su frac roto i su sombrero de felpa abollado; el yankee, supremo en todo, con su camisola de franela colorada, bota fuerte i el pantalón atado a la cintura. (56) 
Sin embargo, el enfoque de esta crónica abandona analizar la meta de sus protagonistas: encontrar oro y enriquecerse, y el eje pasa a ser los choques raciales y culturales adentro de este poligloto nuevo, la gran mayoría de ellos violentos. Gran parte de la primera mitad de este libro se dedica a resumir diferentes peleas, disturbios, tiroteos y matanzas entre, primariamente, chilenos y angloamericanos o mexicanos y angloamericanos, pero de vez en cuando también entre angloamericanos y otros grupos de extranjeros, e incluso entre diferentes grupos de inmigrantes. Todo esto se hace de una manera muy detallada, y citando fuentes tan particulares como diarios locales de la época, lo cual habla bien de Purcell y sus talentos como historiador.
Es en la segunda mitad, cuando el libro se torna más teórico, que pierde bastante de su gracia—y su validez.  
El problema más grande, y presente durante toda la obra, es que el autor, aunque sea chileno, tiene una vista muy “de afuera” cuando se trata de hispanos, pretendiendo que hay pocas diferencias entre ellos. Para Purcell—e irónicamente, para los angloamericanos “racistas” que él desprecia—mexicanos, chilenos y otros pueblos hispanohablantes, son todos latinos, hispanos, de raza española, etc. Esta identidad amplia y morena está contrapuesta a los angloamericanos blancos, los irlandeses en proceso de “blanqueamiento” y asiáticos (hablaremos de estos dos últimos grupos luego). Por lo tanto, Purcell dedica mucho de su libro a hablar de la solidaridad entre hispanohablantes y sus problemas colectivos con los blancos nativos. Y aunque sí habla de conflictos entre irlandeses y angloamericanos, franceses y angloamericanos, asiáticos y varios otros grupos, se habla de violencia entre mexicanos y chilenos brevemente—y nunca habla de ningún otro enfrentamiento entre otros tipos de hispanos.  
De lo que sí habla es sobre intentos geopolíticos en el siglo XIX de unir toda Latinoamérica—una digresión sorprendente, considerando que tales intentos nunca sacaron nada en limpio, y que no tuvieron nada que ver con California, donde este libro está ambientado. Es más, nunca llegaron a ningún lado porque aparte de su lengua materna, las naciones de Latinoamérica no tienen mucho en común. Aunque es fácil encontrar europeos que piensan que Uruguay y El Salvador son intercambiables, o estadounidenses que imaginan que cada persona al sur del río Bravo come tacos y escucha reguetón, cada persona entre Punta Arenas y Chihuahua sabe que aquello no es cierto en lo más mínimo. Pero, a pesar de todo esto, Purcell narra su historia como si hubiese una gran etnia homogénea y sin matices, y por ello, el libro a veces tiene un tono más foráneo que chileno. 
Los peruanos
Este interés que Purcell tiene en presentar una historia de panhispanismo pacífico también logra explicar lo que tal vez es la ausencia más grande del libro: los peruanos. Cuando compré el libro, me sorprendió que no eran nombrados en el título, pero imaginé que el libro tendría una sección, o por lo menos un capítulo, dedicado a ellos. Pensé eso porque incluso historiadores estadounidenses—es decir, angloamericanos blancos que suelen tener dificultades en diferenciar entre nacionalidades hispanas—siempre mencionan que, de los migrantes latinoamericanos durante la fiebre del oro, la gran mayoría eran mexicanos—específicamente sonorenses [un detalle que Purcell sí nota (25-32)], pero que había otros dos grupos notables: chilenos y peruanos. La razón de esto es fácil de entender: la noticia del descubrimiento del oro en California viajó por barco, y en esos tiempos, antes del canal de Panamá, cuando todo pasaba por el estrecho de Magallanes, había dos puertos en el sur del océano Pacífico con importancia internacional: Lima y Valparaíso. Es decir, las noticias del oro llegaron a Chile y Perú antes que al resto del mundo. Incluso resúmenes muy básicos en inglés mencionan esto [Por ejemplo: history.com, PBS (el canal de televisión público en los EE. UU.) y el sitio de web de la universidad de California menciona peruanos específicamente.] ¡Además, existen libros—en inglés—sobre este tema que son citados en el libro de Purcell!
No obstante, para Purcell, hablar de peruanos presenta un gran problema, por causa de su historia bélica con Chile. Sólo nueve años antes de que su libro empezara, Chile y Perú estaban peleando la Guerra de la Confederación; por otro lado, la Guerra del Pacífico partió antes que su libro terminara. La primera guerra nunca es mencionada, y la segunda sólo brevemente para hacer notar que los chilenos en California mandaron dinero a su patria para apoyarla, y que “grupos de mexicanos, siguiendo la tradición de tres décadas, se unieron a los chilenos y participaron en celebraciones callejeras en San Francisco después de las victorias cruciales chilenas de 1881” (197-198). Increíblemente, la actuación de los peruanos en California durante la guerra no es mencionada, ni tampoco cómo se relacionaron los peruanos con los chilenos (o con los mexicanos) a lo largo de este periodo. Encuentro difícil imaginar que las relaciones eran buenas, y, por lo tanto, si uno quisiera presentar una historia de panhispanismo enfrentando racismo angloamericano, tendría mucho sentido omitirlas. 
Los irlandeses
Sin duda, ningún libro puede hablar de cada detalle de un evento o periodo, pero esta omisión peruana requiere explicación, especialmente considerando la cantidad de espacio que se dedica a los irlandeses. De hecho, cuando son presentados al lector, la razón de su inclusión en esta narrativa no es obvia. A diferencia de los mexicanos y chilenos, los irlandeses ya sabían inglés; y la mayoría de los que llegaron a California, no llegaron ahí directamente desde su patria: se habían ido de ahí años atrás, y ya estaban viviendo en el extranjero, como en otras partes de Norteamérica—el caso de más del cuarenta por ciento de ellos (90)—y Australia. Finalmente, los irlandeses no sólo estaban buscando oro y gloria, muchos estaban (o ya habían) escapando del hambre o la persecución política/religiosa de los británicos.
Con raíces y situaciones tan diferentes a las de los mexicanos y los chilenos, ¿para qué incluirlos en este libro (tomando en cuenta que no es un libro sobre la migración de esa época en general)? La respuesta la encontramos en el último tercio del libro: los irlandeses son una herramienta útil para criticar la lógica de “racismo”. El argumento—muy común en los EE. UU.—es el siguiente: “Cuando los irlandeses llegaron a Norteamérica en medio del siglo XIX, había prejuicio y discriminación en contra de ellos. Hoy, son considerados blancos y nos parece raro que anteriormente la gente pensaba mal de ellos. Por lo tanto, todo perjuicio actual es una estupidez, y con el tiempo, va a pasar.”
Purcell incluye a los irlandeses en su libro para avanzar este argumento, yuxtapuesto con los mexicanos y chilenos. En el capítulo final, se detalla el gran rol que los irlandeses jugaron en organizar y violentar en contra de la presencia asiática (y china, en particular) en los EE. UU. (y California, en particular). El autor lamenta que, al componer la vanguardia del movimiento anti-asiático, los irlandeses “ganaron” el estatus de blanco, lo cual es presentado como beneficioso aunque malvado. Mientras tanto, los mexicanos y chilenos siguieron quedando fuera de la órbita alba. 
Y eso es todo. La osamenta del libro es bastante básica: se descubrió oro en California, un montón de gente llegó para enriquecerse, entre ellos había mexicanos, chilenos e irlandeses, los tres grupos enfrentaron discriminación. Después de un tiempo esa discriminación disminuyó para los irlandeses, pero no para los otros dos grupos. La meta moral del libro es que la discriminación es mala y que en los EE. UU. hay discriminación en contra de gente hispana. No es sorprendente que el libro haya sido publicado en 2016, y que el autor haya hablado mal del presidente Donald Trump y denunciado al pueblo estadounidense como racista desde las páginas de La Tercera.  
Encima de esta lección banal hay muchas notas de pie y anécdotas, pero más que nada, hay omisiones.
Chinos
La historia del conflicto entre blancos y asiáticos en la costa pacífica de los Estados Unidos es interesante, sin duda. Especialmente considerando que hoy, los asiáticos en los EE. UU. son más educados, más ricos, y menos delincuentes que los blancos, lo cual no es el caso con la población hispana. El enfoque que Purcell da a los principios de este conflicto es válido, y también es interesante que los irlandeses configuraran una fuerza poderosa en ello. Pero el libro nunca habla de cómo se llevaron los mexicanos y los chilenos con los asiáticos. De los tres grupos que protagonizan este tomo, solo uno tiene detallado su relación con este otro grupo racial. Esta ausencia es aún más absurda cuando se considera que en la década de 1870, una ola de migración china llegó a la costa pacífica de México, y que ese país también tuvo dificultades integrándolos. Mientras tanto, Chile terminó con su primera gran población china gracias a la Guerra del Pacífico, cuando esclavos chinos en Perú terminaron siendo liberados por el ejército chileno. Pero nada de esto es mencionado en ¡Muchos extranjeros para mi gusto!, ni siquiera brevemente. 
Irlandeses chilenos
Durante la Guerra México-Americana, un grupo de soldados irlandeses en el ejército estadounidense decidieron que como los mexicanos eran católicos, y ellos eran católicos, deberían pelear juntos en contra de los protestantes (es decir, los yanquis). E hicieron precisamente eso, cambiaron de campamento en nombre de solidaridad religiosa. Son recordados como los “San Patricios”, y Purcell habla de ellos brevemente, lamentando que en general, ese tipo de sentimiento religioso-unificador no era común entre los irlandeses y los hispanos. Por qué esto pasó tan poco es interesante, sin duda, y que Purcell preste atención a esta pregunta es sumamente válido. Lo que no entiendo es el porqué de, si menciona los San Patricios, no menciona ninguna de las muchas raíces chileno-irlandesas. Chile es, y me imagino que en esos tiempos también era, el país más irlandés de América Latina, y bastantes de las figuras más importantes en la historia de Chile eran irlandeses: Benjamín Vicuña Mackenna, Patricio Lynch y Bernardo O’Higgins, entre otros. Me pregunto si en California en el siglo XIX, los chilenos alguna vez hicieron notar este dato a sus vecinos irlandeses. O si algunos de los irlandeses lo sabían, y cuando conocieron chilenos por primera vez, exclamaron, “¡Mira amigo, tu gran libertador O’Higgins era de mi isla!” Tal vez nada de esto pasó, y a nadie le importó, pero eso igual sería un detalle interesante. Sin embargo, sorprendentemente, nada de esto termina siendo mencionado.
El mestizaje y los mestizajes 
Ya hablé un poco de como Purcell no hace mucha distinción entre mexicanos y chilenos, agrupando a los dos juntos como hispanos/latinos, pero este tema merece un enfoque extra, porque, genéticamente, mexicanos y chilenos no tienen mucho en común. Si fuera a México para tomar una encuesta, y preguntara sólo, “¿Los mexicanos y los chilenos, físicamente, se parecen entre sí?” La gran mayoría de las respuestas serían “no”. Sería igual al revés, y sería igual si la encuesta fuera hecha en el siglo XIX. En los dos países, se puede encontrar ciudadanos con casi cada variación de mezcla imaginable, pero ni siquiera los mestizos de los dos países se parecen mucho. Hay tanta diferencia entre un araucano y un azteca como la hay entre un ruso y un italiano. Y las diferencias entre los diferentes indios del nuevo mundo, y los diferentes niveles de mestizaje en cada país, siempre han sido tomados en cuenta—y considerado consecuente—por historiadores y sociólogos tanto chilenos (como Nicolás Palacios) como extranjeros (como Lothrop Stoddard). Purcell enfatiza mucho que los angloamericanos no podrían notar la diferencia entre los dos pueblos, y no creo que esté mintiendo. Pero hablar de eso es sólo hablar de una perspectiva, y Purcell deja que esa perspectiva sea percibida como un dato factual, sin compararla a ninguna perspectiva latina, chilena o mexicana.  
Es cierto que no podemos confirmar la mezcla racial de los latinoamericanos que llegaron a California en esos años. Y también es cierto que, para bastantes estadounidenses, diferenciar entre los diferentes fenotipos en América Latina es difícil. Pero igual sería difícil argumentar que todos los mexicanos y todos los chilenos que llegaron eran indios o mestizos morenos. En términos matemáticos, la probabilidad de que llegaran por lo menos algunos blancos y harnizos está casi garantizada. Y si tomamos en serio lo que Purcell dice sobre el racismo y la violencia, quedan las preguntas:¿Cómo les fue a los hispanos blancos? ¿Eran finalmente aceptados por la mayoría angloamericana como los irlandeses? ¿Intentaron distanciarse de sus compatriotas morenos? ¿Terminó siendo que no solamente se trataba de ser blanco para ser integrado, sino de ser blanco y anglohablante? Al respecto de lo último, Purcell habla brevemente de los inmigrantes franceses que llegaron a California, y concluye que:
“… el nacionalismo y el chauvinismo, y no la discriminación racial, fueron los elementos principales que provocaron las luchas entre franceses y angloamericanos. La alianza establecida entre franceses y latinoamericanos fue esporádica, en particular porque las fuentes de discriminación contra estos grupos eran diferentes, lo que justifica que los franceses siguieran una estrategia distinta tras la fiebre del oro, distanciándose progresivamente de mexicanos y chilenos, con quienes en realidad tenían muy poco en común.” (138)
Nota también que, en los conflictos entre los franceses y los nativos blancos, los irlandeses en general se pusieron al lado de los angloamericanos. Como mucho de lo que Purcell nos cuenta, me imagino que esto es verdad—pero está lejos de ser el cuento completo. Hoy en día, tanto como los irlandeses, los franceses de los EE. UU. son considerados totalmente integrados y blancos (a diferencia de  los quebequenses de Canadá), pero cómo pasó eso, o cómo empezó a pasar eso, son cosas que Purcell deja colgadas.
Historiadores estadounidenses han implicado que los chilenos que llegaron no eran muy europeos, e incluso han notado específicamente la presencia de “rotos”. Uno de ellos los describe como, “… vagabundos sin tierra que trabajaban de vez en cuando y robaban a menudo, demostrando que eran salteadores de caminos feroces, y excelentes guerrilleros… peleadores desenfrenados y vengativos, a estos gánsteres harapientos les importo poco sus propias vidas y nada las vidas de otros.” También, Purcell escribe que,  
“… la mayoría de quienes viajaron a California pertenecía a los estratos populares o ‘bajo pueblo’, como se los denominaba entonces, tal como las listas de pasaportes, contratos de trabajo y los reportes de las autoridades diplomáticas chilenas en California dejaron en claro. El cónsul chileno en San Francisco señaló enfáticamente en 1851 que la gran mayoría de sus compatriotas en California pertenecía a ‘la clase inferior de la población de Chile’.” (36)
Pero, a la misma vez hay que tomar en cuenta que los chilenos que llegaron a California eran los chilenos de antes de la Pacificación de la Araucanía y la Guerra del Pacífico—dos fuentes muy grandes del mestizaje chileno. Sin tomarlo en cuenta, Purcell nota la presencia de chilenos blancos en Norteamérica cuando menciona:
“… el argentino Ramón Gil Navarro apuntó en su diario que estaba plenamente consciente de la hostilidad contra los chilenos, por lo que entre los angloamericanos se hacía pasar por francés y procuraba hablar solo en ese idioma, mientras se encontraba en las minas.” (135)
Bueno, Pancho Villa no habría podido “pasar por francés”. Pero quizás un chileno si, especialmente uno con un apellido francés, como por ejemplo, “Bachelet” o “Pinochet”.
La variación racial de México también debe ser notada. El estado mexicano de Sonora, por estar en el extremo noroeste del país y por lo tanto, lejos de los dos núcleos de indios—el azteca del centro y el maya del sur—es uno de los estados más blancos del país. Un estudio genético reciente notó que el promedio sonorense era 62 % europeo, 36 % indio y 2 % negro. Esto es bastante diferente del resto del país, tanto que incluso en el estado de Chihuahua al lado de Sonora, el promedio es 50 % europeo, 38 % indio y 12 % negro. Promedios del típico mexicano muestran entre 40 % y 45 % europeo, 5 % o menos negro y entre 50 % y 60 % indio. Promedios del sur de México invariablemente muestran una súper-mayoría de sangre india. Es decir, en el contexto mexicano, los sonorenses son bastante blancos, y si el promedio del estado es 62 % blanco, es muy probable que haya gente que sea 85 % blanco, y, por lo tanto, sin duda algunos llegaron a California. ¿Ellos también intentaron “pasar por franceses”? ¿Lo lograron? ¿Cómo terminaron? No dice…  
Todas estas preguntas son interesantes—no las lanzo retóricamente, pero Purcell logra evitar que surjan.
Chilenismo
Finalmente, Purcell termina contándonos muy poco de los chilenos que quedaron en California. Se habla bastante de cuántos llegaron—tres o cuatro mil (33)—cuándo llegaron, dónde llegaron, y cómo les fue, pero no hay una conclusión muy clara. En general, les fue mal, y muchos terminaron regresando a Chile. Pero qué pasó con los que quedaron se pierde cuando el eje del libro se gira al “blanqueamiento” de los irlandeses y los problemas con los asiáticos. Dudo mucho que todos regresaron a Chile, pero después de 235 páginas de este libro lleno de notas de pie, no se podría decir si los que nunca regresaron terminaron absorbidos por el crisol cultural de su nuevo país, si se fueron a México, o si aún hay una comunidad pequeña de chilenos-californianos con museo y todo en algún lugar. Esta elipsis en vez de dar un fin claro, empeora por causa de que el libro termina en el año 1880, dejando totalmente sin análisis el impacto que tuvo el año 1891 (cuando los EE. UU. y Chile casi entraron en una guerra) en los chilenos en Norteamérica. ¿La discriminación que sufrieron se agudizó? ¿Empezaron a decir que eran argentinos para evitar problemas? ¿Tal vez ya se habían integrado lo suficiente y nada en sus vidas cambió? Concedo que ningún libro puede cubrir infinitamente tal temática, sin embargo, escribir un libro sobre chilenos en los EE. UU. y terminarlo en medio de la Guerra del Pacífico y una década antes que ocurrieran los hechos que casi dieron inicio a una guerra entre los dos países me parece una decisión editorial imposiblemente extraña. La crónica también omite la década de 1850-1860, en la cual ocurren dos revoluciones dentro de Chile, la de 1851 y la de 1859. En cada país, cuando un conflicto interno se acaba, los perdedores se fugan. Como se sabía que ya había chilenos en California, gente involucrada con estas causas separatistas ¿se fueron hacia allá cuando perdieron en Chile? Y si es así, luego ¿se involucraron con la erupción separatista que posteriormente subsumió los EE. UU.? No se sabe, porque una vez más, nada de esto se menciona en este libro anímico.
En resumen
Lo que une a todas estas omisiones es que representan preguntas cuyas respuestas tienen una posibilidad alta de interrumpir o contradecir la narrativa bastante explícita que el libro propone desde su primera hasta su última página: se descubrió oro en California, mucha gente llegó para enriquecerse, entre ellos había mexicanos, chilenos e irlandeses, los tres grupos enfrentaron discriminación Después de un tiempo, esa discriminación disminuyó para los irlandeses, pero no para los otros dos grupos. La discriminación es mala y existe en contra de hispanos en los EE. UU. Detalles que no se conjugan del todo con este cuento son desechados. Un efecto secundario de esto es que el libro no termina siendo muy chileno, pues para conformarse con su meta, se deshace de matices de la identidad chilena, la historia chilena, y las perspectivas que chilenos tienen (y han tenido) sobre el resto del mundo. Mira a los chilenos simplemente como una especie más de “otros” en un contexto estadounidense. Debido a ello, si no lo supieras, no adivinarías que el libro fue escrito por un chileno, sino por un norteamericano y luego traducido al castellano. Lo cual no es inherentemente malo, pero es lamentable ya que fue escrito por un chileno, y publicado por el Fondo de Cultura Económica (FCE). El propósito de tal institución, desde siempre, es subsidiar lo chileno, porque cultura, perspectivas, y productos extranjeros no son algo que falte—especialmente estadounidenses. Es una buena meta, y con el Internet, vale la pena ahora más que nunca. Es irónico, entonces, que, en el caso de este libro, el FCE terminó ayudando a lanzar una crónica analizando chilenos como extranjeros—extranjeros en los EE. UU.—y desde una perspectiva extranjera. La voz del narrador es una voz que imita académicos izquierdistas del mundo occidental, igual que el Costanera Center imita malls norteamericanos, y cantantes de reguetón imitan grupos puertorriqueños. Y tanto en investigaciones históricas como en arquitectura y en música, no nos falta influencia foránea que carece de sutileza y maestría. En el futuro, espero, que el FCE apoye proyectos típicamente chilenos, o por lo menos, más completos. 
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