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Neptuno y yo
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neptunoyyo · 2 years ago
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Ph. Zena Holloway
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neptunoyyo · 2 years ago
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Cuando despierto en las madrugadas después de una de esas pesadillas, lo único que me gustaría hacer es contarte lo sola que me siento. La música me acompaña los oídos pero todavía nada reconforta a mi corazón.
healygt
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neptunoyyo · 2 years ago
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“Whoever is completely and wholly an artist is to all eternity separated from the “real,” the actual.”
— Friedrich Nietzsche, On the Genealogy of Morality
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neptunoyyo · 2 years ago
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The Light for the lost
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neptunoyyo · 2 years ago
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“¡Oh, mi amor! Te extraño, me dueles en la piel, en la garganta, cada vez que respiro es como si el vacío me entrara en el pecho donde ya no estás.”
— Julio Cortázar
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neptunoyyo · 2 years ago
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Aunque estés lejos te contemplo
En un presente que nada puede destruir.
Aunque estés lejos te entregas a mí
Rodeas mi vida, eres mi paisaje.
Lou-Andreas Salomé
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neptunoyyo · 3 years ago
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¿Qué se hace en tiempos de pandemia?
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neptunoyyo · 4 years ago
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neptunoyyo · 4 years ago
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El poema de la pelota
¿Qué será hoy del chico que perdió su pelota?
¿Qué, qué puede hacer? Yo lo vi.
Rebotándola feliz por la calle, y luego
Feliz… ¡Allí va en el agua!
De nada vale decir: “Oh, hay otras pelotas”.
Una honda pena sacude, aprieta al chico.
Cuando se detiene rígido, tembloroso, mirando a lo largo
De todos sus jóvenes días el puerto donde
Desapareció su pelota. No me entrometería con él.
Ni diez centavos ni otra pelota tienen valor. Ahora
El siente la primera responsabilidad
En un mundo de posesiones. La gente se adueña de pelotas,
Las pelotas siempre se perderán muchachito.
Y nadie vuelve a comprar una pelota. El dinero es exterior.
El está aprendiendo, tan lejos de sus desesperados ojos,
La epistemología de lo perdido, cómo ponerse de pie.
Sabiendo lo que cada hombre debe saber algún día,
Y lo que la mayoría sabe desde hace tiempo, cómo ponerse de pie.
Y gradualmente la luz vuelve a la calle.
Se oye un silbato, la pelota se pierde de vista.
Pronto una parte de mí explotará en el profundo y oscuro
Piso del puerto… Estoy en todas partes.
Sufro y me muevo, mi mente y mi corazón se mueven;
Con todo lo que me mueve, debajo del agua o silbando.
No soy un muchachito.
-John Berryman
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neptunoyyo · 4 years ago
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EL HUÉSPED
Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.       Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.       No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.       Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. «Es completamente inofensivo» —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. «Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…“ No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.       No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.       Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.       Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.       La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.       En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.       Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo muchas veces que cuando estaba preparando la comida veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado       Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.       Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. «¡Allí está ya, Guadalupe!»; gritaba desesperada.       Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —Allí está, ya salió, está durmiendo, él, él,
él..       Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.       Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…       Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté dé la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.       Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.       Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.       Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.       Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. «Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.»       Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.       Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuándo Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.       — Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.       — Tendremos que hacer algo y pronto – me contestó.       — ¿Pero qué podemos hacer las dos solas? —Solas, es verdad, pero con un odio…       Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.       La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.       No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó
frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.       Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia…       Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.       Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.       Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…       Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.       Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.
-Amparo Dávila
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neptunoyyo · 4 years ago
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La piel de un indio no cuesta cara
—¿Piensas quedarte con él? —preguntó Dora a su marido. Miguel, en lugar de responder, se levantó de la perezosa donde tomaba el sol y haciendo bocina con las manos gritó hacia el jardín:        —¡Pancho!        Un muchacho que se entretenía sacando la yerba mala volteó la cabeza, se puso de pie y echó a correr. A los pocos segundos estuvo frente a ellos.        —A ver, Pancho, dile a la señora cuanto es ocho más ocho.        —Dieciséis.        —¿Y dieciocho más treinta?        —Cuarentaiocho.        —¿Y siete por siete?        Pancho pensó un momento.        —Cuarentainueve.        Miguel se volvió hacia su mujer:        —Eso se lo he enseñado ayer. Se lo hice repetir toda la tarde pero se le ha grabado para toda la vida.        Dora bostezó.        —Guárdalo entonces contigo. Te puede ser útil.        —Por supuesto. ¿No es verdad Pancho que trabajarás en mi taller?        —Sí, señor.        A Dora que se desperezaba:        —En Lima lo mandaré a la escuela nocturna. Algo podemos hacer por este muchacho. Me cae simpático.        —Me caigo de sueño —dijo Dora.        Miguel despidió a Pancho y volvió a extenderse en su perezosa. Todo el vallecito de Yangas se desplegaba ante su vista. El modesto río Chillón regaba huertos de manzanos y chacras de panllevar. Desde el techo de la casa se podía ver el mar, al fondo del valle, y los barcos surtos en el Callao.        —Es una suerte tener una casa acá —dijo Miguel—. Sólo a una hora de Lima. ¿No, Dora?        Pero ya Dora se había retirado a dormir la siesta. Miguel observó un rato a Pancho que merodeaba por el jardín persiguiendo mariposas, moscardones; miró el cielo, los cerros, las plantas cercanas y se quedó profundamente dormido.        Un griterío juvenil lo despertó. Mariella y Víctor, los hijos del presidente del club, entraban al jardín. Llevaba cada cual una escopeta de perdigones.        —Pancho, ¿Vienes con nosotros? —decían—. Vamos a cazar al cerro.        Pancho desde lejos, buscó la mirada de Miguel, esperando su aprobación.        —¡Anda no más! —gritó—, ¡y fíjate bien que estos muchachos no hagan barbaridades!        Los hijos del presidente salieron por el camino del cerro, escoltados por Pancho. Miguel se levantó, miró un momento las instalaciones del club que asomaban a lo lejos, tras un seto de jóvenes pinos, y fue a la cocina a servirse una cerveza. Cuando bebía el primer sorbo, sintió unas pisadas en la terraza.        —¿Hay alguien aquí? —preguntaba una voz.        Miguel salió: era el presidente del club.        —Estuvimos esperándolos en el almuerzo —dijo—. Hemos tenido cerca de sesenta personas.        Miguel se excusó:        —Usted sabe que Dora no se divierte mucho en las reuniones. Prefiere quedarse aquí leyendo.        —De todos modos —añadió el presidente— hay que alternar un poco con los demás socios. La unión hace la fuerza. ¿No saben acaso que celebramos el primer aniversario de nuestra institución? Además no se podrán quejar del elemento que he reunido en torno mío. Toda gente chic, de posición, de influencia. Tú, que eres un joven arquitecto...        Para cortar el discurso que se avecinaba, Miguel aludió a los chicos:        —Mariella y Víctor pasaron por acá. Iban al cerro. He hecho que Pancho los acompañe.        —¿Pancho?        —Un muchacho que me va a ayudar en mi oficina de Lima. Tiene sólo catorce años. Es del Cuzco.        —¡Que se diviertan, entonces!        Dora apareció en bata, despeinada, con un libro en la mano.        —Traigo buenas noticias para tu marido —dijo el presidente—. Ahora, durante el almuerzo, hemos decidido construir un nuevo bar, al lado de la piscina. Los socios quieren algo moderno, ¿Sabes? Hemos acordado que Miguel haga los planos. Pero tiene que darse prisa. En quince días necesitamos los bocetos.        —Los tendrán —dijo Dora.        —Gracias —dijo Miguel—. ¿No quiere servirse un trago?        —Por supuesto. Tengo además otros proyectos de más envergadura. Miguel tiene que ayudarnos. ¿No te molesta que hablemos de negocios en día domingo?        El presidente y Miguel se sentaron en la terraza a
conversar, mientras Dora recorría el jardín lentamente, bebía el sol, se dejaba despeinar por el viento.        —¿Dónde está Pancho? —preguntó.        —¡En el cerro! —gritó Miguel—. ¿Necesitas algo?        —No; pregunto solamente.        Dora continuó paseándose por el jardín, mirando los cerros, el esplendor dominical. Cuando regresó a la terraza, el presidente se levantaba.        —Acordado, ¿no es verdad? Pasa mañana por mi oficina. Tengo que ir ahora a ver a mis invitados. ¿Saben que habrá baile esta noche? Al menos pasarán un rato para tomarse un cóctel.        Miguel y Dora quedaron solos.        —Simpático tu tío —dijo Miguel—. Un poco hablador.        —Mientras te consiga contratos —comentó Dora.        —Gracias a él hemos conseguido este terreno casi regalado —Miguel miró a su alrededor—. ¡Pero habría que arreglar esta casa un poco mejor! Con los cuatro muebles que tenemos sólo está bien para venir a pasar el week-end.        Dora se había dejado caer en una perezosa y hojeaba nuevamente su libro. Miguel la contempló un momento.        —¿Has traído algún traje decente? Creo que debemos ir al club esta noche.        Dora le echó una mirada maliciosa:        —¿Algún proyecto entre manos?        Pero ya Miguel, encendiendo un cigarrillo, iba hacia el garaje para revisar su automóvil. Destapando el motor se puso a ajustar tornillos, sin motivo alguno, sólo por el placer de ocupar sus manos en algo. Cuando medía el aceite, Dora apareció a sus espaldas.        —¿Qué haces? He sentido un grito en el cerro.        Miguel volvió la cabeza. Dora estaba muy pálida. Se aprestaba a tranquilizarla, cuando se escuchó cuesta arriba el ruido de unas pisadas precipitadas. Luego unos gritos infantiles. De inmediato salieron al jardín. Alguien bajaba por el camino de pedregullo. Pronto Mariella y Víctor entraron sofocados.        —¡Pancho se ha caído! —decían—. Está tirado en el suelo y no se puede levantar.        —¡Está negro! —repetía Mariella. Miguel los miró. Los chicos estaban transformados: tenían rostros de adultos.        —¡Vamos allí! —dijo y abandonó la casa, guiado por los muchachos.        Comenzó a subir por la pendiente de piedras, orillada de cactus y de maleza.        —¿Dónde es? —preguntaba.        —¡Más arriba!        Durante un cuarto de hora siguió subiendo. Al fin llegó hasta los postes que traían la corriente eléctrica al club. Los muchachos se detuvieron.        —Allí está —dijeron, señalando al suelo.        Miguel se aproximó. Pancho estaba contorsionado, enredado en uno de los alambres que servían para sostener los postes. Estaba inmóvil, con la boca abierta y el rostro azul. Al volver la cara vio que los hijos del presidente seguían allí, espiando, asustados, el espectáculo.        —¡Fuera! —les gritó—. ¡Regresen al club ¡No quiero verlos por acá!        Los chicos se fueron a la carrera. Miguel se inclinó sobre el cuerpo de Pancho. Por momentos le parecía que respiraba. Miró el alambre ennegrecido, el poste, luego los cables de alta tensión que descendían del cerro y poniéndose de pie se lanzó hacia la casa.        Dora estaba en medio del jardín, con una margarita entre los dedos.        —¿Qué pasa?        —¿Dónde está la llave del depósito?        —Está colgada en la cocina. ¡Qué cara tienes!        Miguel hurgó entre los instrumentos de jardinería hasta encontrar la tijera de podar, que tenía mangos de madera.        —¿Qué le ha pasado a ese muchacho? —insistía Dora.        Pero ya Miguel había partido nuevamente a la carrera. Dora vio su figura saltando por la pañolería, cada vez más pequeña. Cuando desapareció en la falda del cerro, se encogió de hombros, aspiró la margarita y continuó deambulando por el jardín.        Miguel llegó ahogándose al lado de Pancho y con las tijeras cortó el alambre aislándolo del poste y volvió a cortar aislándolo de la tierra. Luego se inclinó sobre el muchacho y lo tocó por primera vez. Estaba rígido. No respiraba. El alambre le había quemado la ropa y se le había incrustado en la piel. En vano trató Miguel de arrancarlo. En vano miró también a su alrededor,
buscando ayuda. En ese momento, al lado de ese cuerpo inerte, supo lo que era la soledad.        Sentándose sobre él, trató de hacerle respiración artificial, como viera alguna vez en la playa, con los ahogados. Luego lo auscultó. Algo se escuchaba dentro de ese pecho, algo que podría ser muy bien la propia sangre de Miguel batiendo en sus tímpanos. Haciendo un esfuerzo, lo puso de pie y se lo echó al hombro. Antes de iniciar el descenso miró a su alrededor, tratando de identificar el lugar. Ese poste se encontraba dentro de los terrenos del club.        Dora se había sentado en la terraza. Cuando lo vio aparecer con el cuerpo del muchacho, se levantó.        —¿Se ha caído?        Miguel, sin responder, lo condujo al garaje y lo depositó en el asiento del automóvil. Dora lo seguía.        —Estás todo despeinado. Deberías lavarte la cara.        Miguel puso el carro en marcha.        —¿A dónde vas?        —¡A Canta! —gritó Miguel, destrozando, al arrancador, los tres únicos lirios que adornaban el jardín.        El médico de la Asistencia Pública de Canta miró al muchacho.        —Me trae usted un cadáver.        Luego lo palpó, lo observó con atención.        —¿Electrocutado, no?        —¿No se puede hacer algo? —insistió Miguel—. El accidente ha ocurrido hace cerca de una hora.        —No vale la pena. Probaremos, en fin, si usted lo quiere.        Primero le inyectó adrenalina en las venas. Luego le puso una inyección directa en el corazón.        —Inútil —dijo—. Mejor es que pase usted por la comisaría para que los agentes constaten la defunción.        Miguel salió de la Asistencia Pública y fue a la comisaría. Luego emprendió el retorno a la casa. Cuando llegó, atardecía.        Dora estaba vistiéndose para ir al club.        —Vino el presidente —dijo—. Está molesto porque Mariella ha vomitado. Han tenido que meterla a la cama. Dice que qué cosa ha pasado en el cerro con ese muchacho.        —¿Para qué te vistes? —preguntó Miguel—. No iremos al club esta noche. No irás tú en todo caso. Iré yo solo.        —Tú me has dicho que me arregle. A mí me da lo mismo.        —Pancho ha muerto electrocutado en los terrenos del club. No estoy de humor para fiestas.        —¿Muerto? —preguntó Dora—. Es una lástima. ¡Pobre muchacho!        Miguel se dirigió al baño para lavarse.        —Debe ser horrible morir así —continuó Dora—. ¿Piensas decírselo a mi tío?        —Naturalmente.        Miguel se puso una camisa limpia y se dirigió caminando al club. Antes de atravesar la verja se escuchaba ya la música de la orquesta. En el jardín había lagunas parejas bailando. Los hombres se habían puesto sombreritos de cartón pintado. Circulaban los mozos con azafates cargados de whisky, gin con gin y jugo de tomate.        Al penetrar al hall vio al presidente con un sombrero en forma de cucurucho y un vaso en la mano. Antes de que Miguel abriera la boca, ya lo había abordado.        —¿Qué diablos ha sucedido? Mis chicos están alborotados. A Mariella hemos tenido que acostarla.        —Pancho, mi muchacho, ha muerto electrocutado en los terrenos del club. Por un defecto de instalación, la corriente pasa de los cables a los alambres de sostén.        El presidente lo cogió precipitadamente del brazo y lo condujo a un rincón.        —¡Bonito aniversario! Habla más bajo que te pueden oír. ¿Estás seguro de lo que dices?        —Yo mismo lo he recogido y lo he llevado a la asistencia de Canta.        El presidente había palidecido.        —¡Imagínate que Mariella o que Víctor hubieran cogido el alambre! Te juro que yo...        —¿Qué cosa?        —No sé... Habría habido alguna carnicería…        —Le advierto que el muchacho tiene padre y madre. Viven cerca del Porvenir.        —Fíjate, vamos a tomarnos un trago y a conversar detenidamente del asunto. Estoy seguro de que las instalaciones están bien hechas. Puede haber sucedido otra cosa. En fin, tantas cosas suceden en los cerros. ¿No hay testigos?        —Yo soy el único testigo.        —¿Quieres un whisky?        —No. He venido sólo a decirle que a las diez de la noche regresaré a Lima con
Dora. Veré a los padres del muchacho para comunicarles lo ocurrido. Ellos verán después lo que hacen.        —Pero Miguel, estérate, tengo que enseñarte donde haremos el nuevo bar.        —¡Por lo menos quítese usted ese sombrero! Hasta luego.        Miguel atravesó el camino oscuro. Dora había encendido todas las luces de la casa. Sin haberse cambiado su traje de fiesta, escuchaba música en un tocadisco portátil.        —Estoy un poco nerviosa —dijo.        Miguel se sirvió, en silencio, una cerveza.        —Procura comer lo antes posible —dijo—. A las diez regresaremos a Lima.        —¿Por qué hoy? —preguntó Dora.        Miguel salió a la terraza, encendió un cigarrillo y se sentó en la penumbra, mientras Dora andaba por la cocina. A lo lejos, en medio de la sombra del valle, se divisaban las casitas iluminadas de los otros socios y las luces fluorescentes del club. A veces el viento traía compases de música, rumor de conversación o alguna risa estridente que rebotaba en los cerros.        Por el caminillo aparecieron los faros crecientes de un automóvil. Como un celaje, pasó delante de la casa y se perdió rumbo a la carretera. Miguel tuvo tiempo de advertirlo: era el carro del presidente.        —Acaba de pasar tu tío —dijo, entrando a la cocina. Dora comía desganadamente una ensalada.        —¿Adónde va?        —¡Qué sé yo!        —Debe estar preocupado por el accidente.        —Está más preocupado por su fiesta.        Dora lo miró:        —¿Estás verdaderamente molesto?        Miguel se encogió de hombros y fue al dormitorio para hacer las maletas. Más tarde fue al jardín y guardó en el depósito los objetos dispersos. Luego se sentó en el living, esperando que Dora se arreglara para la partida. Pasaban los minutos. Dora tarareaba frente al espejo. Volvió a sentirse el ruido de un automóvil. Miguel salió a la terraza. Era el carro del presidente que se detenía a cierta distancia de la casa: dos hombres bajaron de su interior y tomaron el camino del cerro. Luego el carro avanzó un poco más, hasta detenerse frente a la puerta.        —¿Viene alguien? —preguntó Dora, asomando a la terraza—. Ya estoy lista.        El presidente apareció en el jardín y avanzó hacia la terraza. Estaba sonriendo.        —He batido un récord de velocidad —dijo. Vengo de Canta. ¿Nos sentamos un rato?        —Partimos para Lima en este momento —dijo Miguel.        —Solamente cinco minutos —en seguida sacó unos papeles del bolsillo—. ¿Qué cuento es ese del muchacho electrocutado? Mira.        Miguel cogió los papeles. Uno era un certificado de defunción extendido por el médico de la Asistencia Pública de Canta. No aludía para nada el accidente. Declaraba que el muchacho había muerto de una “deficiencia cardiaca”. El otro era un parte policial redactado en los mismos términos.        Miguel devolvió los papeles.        —Esto me parece una infamia —dijo.        El presidente guardó los papeles.        —En estos asuntos lo que valen son las pruebas escritas —dijo—. No pretenderás además saber más que un médico. Parece que el muchacho tenía, en efecto, algo al corazón y que hizo demasiado ejercicio.        —El cerro está bastante alto —acotó Dora.        —Digan lo que digan esos papeles, yo estoy convencido de que Pancho ha muerto electrocutado. Y en los terrenos del club.        —Tú puedes pensar lo que quieras —añadió el presidente—. Pero oficialmente éste es un asunto ya archivado.        Miguel quedó silencioso.        —¿Por qué no vienen conmigo al club? La fiesta durará hasta media noche. Además, insisto en que veas el lugar donde construiremos el bar.        —¿Por qué no vamos un rato? —preguntó Dora.        —No. Partimos a Lima en este momento.        —De todas maneras, los espero.        El presidente se levantó. Miguel lo vio partir. Dora se acercó a él y le pasó un brazo por el hombro.        —No te hagas mala sangre —le susurró al oído—. A ver, pon cara de gente decente.        Miguel la miró: algo en sus rasgos le recordó el rostro del presidente. Detrás de su cabellera se veía la masa oscura del cerro. Arriba brillaba una
luz.        —¿Tiene pilas la linterna? —preguntó.        —¿Qué piensas hacer?        Miguel buscó la linterna: todavía alumbraba. Sin decir una palabra se encaminó por la pendiente riscosa. Trepaba entre cantos de grillos e infinitas estrellas. Pronto divisó la luz de un farol. Cerca del poste, dos hombres reparaban la instalación defectuosa. Los contempló un momento, en silencio, y luego emprendió el retorno.        Dora lo esperaba con un sobre en la mano.        —Fíjate. Mi tío mandó esto.        Miguel abrió el sobre. Había un cheque al portador por cinco mil soles y un papel con unas cuantas líneas: “La dirección del club ha hecho esta colecta para enterrar al muchacho. ¿Podrías entregarle la suma a su familia?”.        Miguel cogió el cheque con la punta de los dedos y cuando lo iba a rasgar, se contuvo. Dora lo miraba. Miguel guardó el cheque en el bolsillo y dándole la espalda a su mujer quedó mirando al valle de Yangas. Del accidente no quedaba ni un solo rastro, ni un alambre fuera de lugar, ni siquiera el eco de un grito.        —¿En qué piensas? —preguntó Dora—. ¿Regresamos a Lima o vamos al club?        —Vamos al club —suspiró Miguel.
- Julio Ramón Ribeyro
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neptunoyyo · 4 years ago
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Tragedia
María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga. Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo. Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos. Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante. ¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo? Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de asombro, por no poder comprender un gesto tan absurdo. Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.
- Vicente Huidobro
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neptunoyyo · 4 years ago
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Revolución
En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante.
Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la  vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo. De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama. Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba. Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.
- Slawomir Mrozek
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neptunoyyo · 4 years ago
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Los esperantes
Espero sentado en una silla no demasiado cómoda y con una resaca punzante y sudorosa instalada en mi cabeza. La resaca duele e intento distraerme mirando y pensando. Justo delante de mí vista una pared amarillenta, eso veo, y pienso que seguramente antes fue blanca, eso se nota. El dolor me impide concentrarme y me impide distraerme. No hay reloj en la pared, observo; mejor, pienso, así no veo pasar los segundos, no los escucho haciendo tic y tac a cada paso. Y no funciona, el pinchazo sigue atravesando mi cerebro por dentro y todo mi tiempo me rodea por fuera, delante de mis narices, vacío. Los segundos agobian y yo solo quiero que se me pase este puto dolor de cabeza.
Veo a mi alrededor, seis sillas metálicas con el asiento forrado de una tela roja, suave y llena de lamparones; todas con su persona encima, en círculo, rodeando una pequeña mesa baja de metacrilato, rayada y vacía. Pienso que aquello parece una sala de reuniones de alcohólicos anónimos, aunque nunca haya estado en una. Sí, las he visto en las películas, y siempre son como esta sala. Todo dando la sensación de ser de segunda mano, todo tratando de aprovechar su segunda oportunidad, todo limpio y reparado; y a la vez gastado, manchado y rayado. Las sillas, la mesa, la pared, la gente. Casi todos bien peinados, pero cubiertos de ropa ajada, de otra década. Caras llenas de arrugas y desperfectos, cicatrices y marcas. Sonrisas amarillas y desordenadas, casi ninguna boca con la dentadura completa. Miro a mi alrededor y veo una sala de reuniones de alcohólicos anónimos rodeándome por todas partes. Pero pienso que no es posible. Bebo bastante y me ha dado algunos problemas, sin embargo, estoy muy lejos de tener problemas con el alcohol.
Mientras mi cerebro se retuerce de dolor dentro de mi cráneo yo miro a los esperantes. Pienso en cómo se les notan todos los años en la cara y las manos, ahí acumulados. Como si llevaran toda su vida puesta encima. Me alivia no conocer a ninguno. Me tranquiliza no ver entre esas caras la de un viejo amigo del colegio. No soporto encontrarme al antiguo guaperas de la clase, ahora calvo, gordo y viejo. Siempre tengo que fingir alegría mientras esa cara rechoncha y esas canas me echan encima todos los años que han pasado, de golpe. Y yo que me creía joven, me veo sepultado de pronto por todo el tiempo que pasó sin que me diese ni cuenta.
La chica de enfrente, le veo la cara y son 50 años de cara, como poco, aunque estoy seguro de que es más joven, se nota que está estropeada. Pero claro, no es lo mismo la oficina que el bar, no es lo mismo la cerveza que el agua y tampoco es lo mismo el día que la noche. Y así hay vidas vacías casi, pulcras y ordenadas, como un catálogo de Ikea; y las hay llenas, sucias y desordenadas. No es lo mismo tener dentro del cerebro una agenda que un enorme garabato. Yo tengo un garabato con un punzón clavado y regusto a cerveza de ayer y tabaco. Y claro, eso al final se te tiene que notar en la cara.
A pesar de todo soy el que mejor aspecto tiene, aunque eso carezca de importancia. Estoy esperando en el mismo sitio que ellos, sentado en la misma silla de mierda y rodeado de las mismas paredes amarillentas, así que buscar las diferencias es sólo un juego. Parezco el más joven. Mi dentadura amarilla todavía conserva todas sus piezas. Es la diferencia más notable pero también la más difícil de encontrar; necesitas que esas bocas sonrían. Lo demás es más tenue, pero si observas con atención lo ves. La cara menos arrugada, las manos más suaves, más pelo en la cabeza, más grasa en las mejillas.
Todos tienen las cabezas sumergidas en la pantalla del teléfono, como debajo del agua, escapando de la superficie. La alternativa es mirar a la gente que tienes alrededor, resulta demasiado violento, mejor mirar hacia arriba o hacia abajo. Cuando entré, ninguno emergió de su móvil. Saludé y ni siquiera parecían escucharme. Un “hola” que llega amortiguado por toneladas de agua. A decir verdad, tengo dudas de si uno de ellos, un hombre de unos 40 años, gordo y con restos de salsa de tomate en las comisuras de los labios, respondió a mi saludo, emitió una especie de gruñido. Al principio pensaba que era su forma de decir “hola”, pero creo que en realidad eran reflujos, gruñó varias veces más mientras esperábamos.
También hay hilo musical. Canciones nuevas que suenan a viejo. Canciones de centro de rehabilitación, no de discoteca. Ahí sí que he estado alguna vez, en un centro, aunque sólo de visita. Son lugares de lo más triste, ni siquiera se puede fumar, ni al aire libre. A decir verdad, no recuerdo si había música en aquel sitio, fue hace muchos años. Lo que está claro es que ésta sería la apropiada, es difícil encontrar canciones que no hablen de alcohol y drogas o no den ganas de consumirlos. En este lugar lo han conseguido, aunque dan ganas de cortarse las venas para ver un brazo chorreando sangre mientras suena “Sufre mamón” de hombres G. A Tarantino le gustaría la escena, seguro. Pero la vida no es una película, generalmente es algo más aburrido, normalmente te tragas la rabia y con ella te tragas también la canción de mierda y todo lo que te quepa en la boca.
Toda esa música vacía flotando en ese tiempo vacío con toda esa gente vacía. Yo lleno de vísceras y vacío. Yo con un pinchazo en la cabeza. Yo con la ansiedad en la boca del estómago. Un globo que se llena de nada y cada vez ocupa más. Si sigue creciendo en mi pecho, mi culo se va a despegar de la silla y me voy a quedar pegado al techo como los globos de helio cuando el niño se cansa y lo suelta.
Necesito distraerme. No tengo batería en el teléfono. Casi mejor. Me quedo mirando fijamente por la ventana. Creo que la señora que tengo enfrente piensa que la miro a ella, parece incomoda, amaga con levantar la mirada, pero no se atreve. Me da igual, juro que mi único interés es la ventana. Los cristales están sucios, son como un filtro mostrándome el paisaje con un aspecto más vintage. Al principio me gusta, aunque al poco rato me dan ganas de abrir la ventana. Abrir la ventana, sacar la cabeza y encenderme un cigarro. Pero no puedo, la cabeza estaría fuera pero los pies dentro, y mientras una parte del cuerpo siga en el terreno de juego debes respetar el reglamento, o serás expulsado. Así que ya que tengo la boca abierta me trago mis ganas de fumar y la cabeza sigue doliendo y el globo sigue creciendo en el pecho.
Al otro lado del cristal se ve la fachada de una iglesia, gris, grande y quieta. Con la virgen de pie, en posición de rezar, cubierta con su manto de piedra, con la cabeza agachada y mirando a un lado. Como evitando ver hacia el edificio que tiene enfrente. Todos esos años allí parada, sin escapatoria, rodeada de ventanas llenas de fracasados trabajando, consumiendo, descansando y esperando. Apuesto a que antes sí miraba hacía aquí, pero muy poco a poco, sin que la gente se diese cuenta, ha ido girando la cabeza. Seguramente haya perdido la fe en la humanidad.
A veces me quedo tan absorto que me olvido de donde estoy, como recién despertado, como si me acabaran de soltar en el mundo. Dejo la virgen y la ventana y vuelvo a mirar a mi alrededor, a la sala, a los esperantes. Por un momento creo de verdad que aquello es una sala de reuniones de alcohólicos anónimos. Puede que sea realmente así y no me haya dado cuenta hasta ahora. Esa gente, esa virgen, esa música, ese sitio y ese olor a resaca. Todos los indicios apuntan en la misma dirección.
No recuerdo haberme inscrito en AA, pero últimamente mis recuerdos no son muy fiables, no puedo asegurar no haberlo hecho estando borracho, nunca se sabe. Quizás un agente infiltrado, en el taburete de al lado en la barra del bar. Bebe cerveza sin alcohol, pero tú no lo sabes, piensas que es de los tuyos. Cuando te quieres dar cuenta estás en aquella sala dispuesto a recibir ayuda.
Creo que tengo que levantarme y hablar.
“Buenas tardes. Mi nombre es... ¿Jackson? – No sé si en alcohólicos anónimos la gente usa su verdadero nombre- he vuelto a beber anoche. Vengo con mi pinchazo en la cabeza y mi ansiedad en el pecho y sólo quiero otra cerveza para que se me pase”
No lo hago porque se abre la puerta y entra una mujer vestida de enfermera. Ella tiene mejor aspecto que los esperantes. No creo que haya enfermeras en las reuniones de alcohólicos. Lo bueno es que, si hay enfermera, hay médico. Es posible que me puedan ayudar con mis dolores. Quizás ella diga mi nombre y yo me levante. Iríamos juntos a una sala blanca, no amarilla. Después un doctor me pincha algo que me hace sentir bien, me quedo dormido y tranquilo, por fin.
Cuando entra la enfermera todos levantan la cabeza, la mayoría sonríen, como fingiendo que todo va bien, pero tienen miedo. Todos con ojos de niño mirando hacia arriba, deseando no escuchar su nombre. Mejor esperar un rato más, es lo más seguro. La enfermera llama a María Galdós, la señora de al lado se levanta, resopla y mira a los demás como si pidiera ayuda. “El doctor Santiaguez le espera”. Todos suspiran aliviados y vuelven al buceo en sus pantallas. Yo pierdo la esperanza de que en aquel sitio hagan que se me pase el dolor de cabeza y la ansiedad, allí van a hacerme aún más daño, seguro. Después de una sala de espera, casi nunca te espera nada bueno. Así que pienso en levantarme e irme porque la ansiedad sigue creciéndome dentro y me noto casi lleno. Miro la cartera y tengo un euro y medio, me quedan dos cigarros en la cajeta y creo que la mejor opción es salir pitando de este lugar y beber y fumar un poco. Desinflar el globo y matar el dolor de cabeza.
El doctor Santiaguez cobra la limpieza más revisión a 30€, ni si quiera te hace factura. En los demás sitios mínimo pagas 60 pavos. De todas formas, no he venido por eso. Simplemente la cita la reservé hace un año, cuando aún tenía planes para mí y mis dientes. En este momento ni si quiera le encuentro demasiado sentido a ir al dentista. Mi vida es ahora un garabato, hasta hace poco daba gusto leerla, pero últimamente me he dedicado a emborronarlo todo y eso no tiene vuelta de hoja. Un garabato no va al dentista.
Así que me levanto y me voy. El recepcionista me verá salir, me preguntará por qué me marcho sin ver al doctor. A mí me gustaría explicarle la verdad. Que tengo una flecha atravesándome el cerebro y un globo lleno de vacío creciéndome entre las costillas. Que, si sigo aquí, rodeado de paredes amarillas y gente de segunda mano; esperando sin fumar, sin cerveza y con toda esa música asquerosa, al final el globo se va a hinchar más y más, tanto que casi seguro acabe reventando dentro del pecho y todo se llene de sangre y trocitos de mi piel y de mis huesos. Sería una escena muy desagradable, lo mejor es evitarla.
Me voy sin decir nada. Fingiendo tener la cabeza metida en la pantalla negra de mi teléfono apagado mientras paso por delante del chico de recepción, como sí no escuchase la voz que sale de detrás del mostrador, simplemente intentando no explotar.
-Pedro Martí
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neptunoyyo · 4 years ago
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Los uniformados
Odio los centros comerciales, me gustan tan poco que no he pisado uno desde que me largaron de aquella empresa. Ese era feísimo, una mole de hormigón y cristal en un polígono en medio de la nada, un fastuoso templo al comercio. Te parecerá una locura, pero estoy seguro de que, dentro de unos siglos, nuestros descendientes, confundirán sus ruinas con la tumba de un importante rey. Y casi mejor, esa versión de los hechos nos deja, sin duda, en mejor lugar que la realidad.
Aquel sitio me ponía enfermo, odiaba tener que pasarme el día entero allí metido, rodeado de todo aquel decorado perfecto y artificial, lleno de aire acondicionado, de la luz blanca de los focos, los maniquís de los escaparates, todo falso, incluso las plantas. Y no sabes lo que me jodía lo de las plantas, las ponían en las zonas de descanso, ¿sabes?, esos sitios en los centros comerciales modernos, con sillones y mesas bajas, llenos de maridos aburridos esperando a sus esposas. Pues en este centro comercial estaba decorado con plantas, eran verdes y frondosas, tenían un aspecto excelente. Pero cuando te acercabas lo suficiente se notaba que eran de plástico, y claro, a mí eso me sacaba de quicio. No había nada real allí dentro, un puto decorado. Y yo no podía evitar sentirme como una iguana en un terrario, como Thruman. Con lo poco que les hubiese costado comprar cuatro plantas de las de verdad e introducir algo de vida en ese mundo de plástico. Pero claro, las plantas de verdad producen oxígeno y podrían contaminar aquel entorno de aire acondicionado puro. Lo más parecido a un ser vivo allí dentro eran los clientes, pero el problema es que eran clientes, sólo compran y consumen, van a eso. Y yo no podía evitar ver el centro comercial como una enorme máquina. Por un lado, entra una persona y por el otro, unas horas después, sale un cliente. Y eso es una mierda porque las personas, cuando se enfadan, tiran piedras y queman contenedores, los clientes sólo ponen hojas de reclamaciones. Y con hojas de reclamaciones no vamos a cambiar el mundo, eso está claro, sólo es más burocracia para darle de comer a la bestia. Seguro que por eso hay tantos centros comerciales, y por eso yo los odio tanto. Y bueno, eso sin hablar del curro en sí, que era una mierda también. Podría estar el día entero contándote todas las cosas que odiaba de trabajar allí. Por ejemplo, lo del descanso, creo que eso era lo que más me tocaba los cojones. Resulta que le llaman descanso, pero yo lo tenía que hacer siempre a las 10:30, aunque a esa hora nunca estaba cansado porque entraba a las 9. Aún encima no nos dejaban salir a fumar nunca, ni un piti rápido, ni dos caladas para matar el ansia. Nada tío, ni siquiera, aunque la tienda estuviese vacía. Entonces claro, ya me veías a mí, todos los putos días, a las 10:30, descansando y fumando, aunque no me apeteciese una mierda ni fumar ni descansar. Mi jefe me explicaba que tenía que ser así porque eso era lo mejor para la tienda, o lo más eficiente, algo así. Y yo me preguntaba si me decía eso porque se creía que a mí me parecía más importante el bien de la tienda que el mío propio; que le jodan a la tienda, está claro. El caso es que al final me tenía que joder, como siempre. Y luego estaban los clientes, algunos eran majos, lo reconozco. Pero a otros daban ganas de partirles la cara. No sé qué coño se creían, unos me trataban con un desprecio de la hostia, como si fuera su sirviente. Otros me ignoraban, se comportaban como si yo no estuviese allí, a veces llegaban a hablar de mi delante de mis narices, como si fuese yo un animal y no les entendiese. El caso es que aquello era difícil de aguantar a veces, y tú me conoces, sabes que tengo la mano suelta. Además, que cojones, un puñetazo no es tan grave. Nadie se muere de una hostia y más de uno se lo merecía por joderme en el trabajo, eso no se hace, bastante putada es ya tener que trabajar. Pero no di ni una sola hostia en tres años, tres años encerrado en un centro comercial, hablando cada día con cientos de gilipollas diferentes y nada, todo paz. Si vieneses por aquella época a la tienda, a comprar un destornillador o un taladro, hubieses flipado conmigo. Me encontrarías allí plantado, con una gran sonrisa debajo de la nariz, con la camisa metida por dentro y bien peinado, los pulmones llenos de aire acondicionado y dispuesto a ayudarte en lo que necesitases. Podrías hasta insultarme y sólo recibirías de vuelta palabras amables y asesoramiento sobre cualquier producto de nuestro amplísimo catálogo. Pero ese no era yo, tú lo sabes, ese no era yo,
aunque en la plaquita que llevaba clavada en el pecho pusiera mi nombre. A más de un gilipollas yo le hubiese partido la cara en medio de la tienda. Pero, si yo aguanté todo eso durante 3 años, 3 años metido en aquel centro comercial, con todos sus clientes gilipollas y sus descansos absurdos, fue porque el tema tenía truco, pero truco de verdad, magia. No te estoy hablando de pasta, el sueldo era normal, 1.100, estaba guay pero no lo suficiente como para aguantar toda esa mierda. Te hablo de algo increíble de verdad. Pero tú te lo tienes que creer, aunque sea increíble, porque soy tu amigo, y porque te juro por todo lo que más quiero que lo que te cuento es cierto. Y es que aquel uniforme era especial, pero especial de verdad, como en las películas. El uniforme lo hacía todo y yo nada, literalmente. Me lo ponía cada mañana y él tomaba el control. Yo desconectaba completamente mientras él utilizaba mis brazos y mis piernas para conducir al trabajo, para reponer los pasillos y recorrer la tienda. El uniforme hablaba por mi boca con los clientes y les convencía por mí de que necesitaban aquel maravilloso cortacésped, yo no sabría hacer algo así. Me metía dentro de aquella camisa y esos pantalones y el resto sucedía sólo, así de simple y así de raro. Pero te juro que es verdad. Era una sensación extraña al principio, mi cuerpo se mueve y habla, pero no puedo hacer nada, lo veo todo desde dentro, como un espectador viendo otra vida en su propio cuerpo. Pero en cuanto me acostumbré me pareció cojonudo, eso reducía mi trabajo a rellenar el uniforme para darle consistencia y forma humana, nada más. Y por eso aguanté tanto tiempo, porque aquella camisa y aquel pantalón se tragaban por mí al jefe, los descansos, el centro comercial y los clientes estúpidos. Todo me seguía pareciendo una mierda, pero dentro de aquella ropa era lo suficientemente bueno como para no darme ganas de cortarme las venas. Y hoy en día te puedes dar con un canto en los dientes si encuentras algo así. Pero aquella mañana las cosas se fueron de madre, y la culpa fue del uniforme, que hizo algo que nunca debería haber hecho. Se metió en mi vida y me creo problemas. Yo creía que teníamos un pacto tácito, le cedía el control de mi cuerpo 8 horas, y él sólo podía usarlo para hacer un buen trabajo en la tienda, y estaba bien, todos contentos. Pero aquel día se pasó. El director me felicitó y salí en el periódico, sin foto por fortuna, cuatro líneas. Y no me gustó nada, el uniforme invadió mi espacio personal, la noticia hablaba de mí, no de él. Y aún encima, aparte de joderme a mí, jodió a aquel pobre tío, eso era lo peor. Aquella mañana yo regresaba a la tienda con mis compañeros después del descanso forzado. Estábamos llegando a la entrada cuando vi la escena, un pobre hombre forcejando con Tino, el de seguridad; yo me llevaba genial con Tino, pero aquel hombre sólo era un pobre hombre. Tino acabó en el suelo y el tío consiguió huir, llevaba en la mano un taladro robado y corría hacía nosotros. Cuando llegó a nuestra altura, el puto uniforme, porque yo nunca haría algo así, va y estira el brazo para agarrar al pobre hombre de la capucha de su sudadera y con la pierna le pone la zancadilla para que caiga al suelo. El tío acabó con una brecha en la cabeza y detenido. Yo me sentía como una mierda y estaba furioso con el uniforme, lo que había hecho iba en contra de todo lo que yo siempre había creído. Aún encima los clientes que había cerca en ese momento empezaron a aplaudirme, como si fuese yo un héroe. Todo el mundo se enteró en la tienda, me felicitaban y me pedían que les contase la peripecia, fue un día horrible. Pero cuando exploté fue a la mañana siguiente, cuando me enseñaron el periódico y, por si fuera poco, pegaron la noticia en el corcho de la oficina. “El empleado de una conocida tienda de bricolaje, ubicada en el centro comercial Marimierda City, detiene a un ladrón que había logrado escabullirse de la seguridad del establecimiento…” No podía ser cierto, primero porque se me atribuía un supuesto acto heroico, que para mí era despreciable,
y que yo en realidad no había hecho; yo sólo observaba el espectáculo indignado, desde primera fila. Y segundo, porque ese tío no era un ladrón, era un pobre hombre. No se puede llamar ladrón a una persona que va a robar con el único plan de coger el taladro y salir corriendo por un centro comercial lleno de seguratas. Un ladrón sabría que tiene que ponerse la capucha antes de emprender la huida, o directamente no llevar capucha. Porque mientras corres, la capucha ondea y cualquier gilipollas como yo puede agarrarte de ella y joderte la huida. El plan de aquel tío no era fruto del ingenio de un ladrón profesional, era producto del hambre de un pobre hombre. Y yo eso lo tengo clarísimo. Pero para los clientes, para el director, para el periódico y para la policía, aquel hombre sólo era una rata, mierda que meter debajo de la alfombra. Estoy seguro de que todo el mundo le echó el ojo nada más entrar, porque era distinto, se le veía distinto; en su cara, en su ropa, en sus manos, en su manera de moverse, en su olor…todo indicaba que no era cliente, eso se nota. Para ellos, ese hombre nunca debería haber entrado en un centro comercial, allí molestaba, si se hubiera quedado en su casa siendo pobre nada de esto hubiese pasado. Me sentía como una mierda y sabía que tenía que hacer algo, tenía que compensar de alguna manera lo sucedido si quería dejar de sentirme como un capullo fascista. Pensé en intentar buscar al tío, pedirle perdón, pagarle la multa y regalarle un taladro. Pero sería muy difícil encontrarle, además, esto ya era mucho más grande que ese tío y yo, había salido en el periódico y había recibido aplausos, así que lo desestimé. Y entonces lo entendí, el periódico, las felicitaciones, el aplauso de todos esos cerdos satisfechos, encantados de ver como cogía mi escoba y devolvía la mierda bajo la alfombra, de donde nunca debió salir. Y me di cuenta de que ese era el problema, para ellos solo son mierda, no los respetan, no los quieren ver, apartan la mirada cuando se los cruzan en la calle, no quieren ayudarles, simplemente preferirían que no existiesen. El pobre uniformado es tolerable, el pobre en chándal no, así de fácil. Y entonces lo tuve claro, supe lo que tenía que hacer, sólo había que levantar la alfombra y sacar la mierda. Y el uniforme me iba a ayudar. Por eso me colé el viernes por la tarde en el almacén. Pedí permiso para aparcar el coche unos minutos en la parcela de detrás de la tienda, es habitual que los empleados lo hagamos cuando compramos algo voluminoso para no tener que cargarlo a través de todo el parking. Dije que tenía que meter en el coche un cortacésped que había comprado para mi tía y no me pusieron ningún problema. Allí no había nadie de seguridad por que los únicos que accedíamos éramos los empleados, sólo había dos cámaras de vigilancia. Pero eso me daba igual, cuando viesen las imágenes sería demasiado tarde, si todo salía bien. Así que robé todos los uniformes del almacén, 200, los tenían ahí para darle a los nuevos empleados, o sustituir los rotos o gastados. Y con el coche cargado me metí de lleno debajo de la alfombra. Recorrí la ciudad repartiendo camisas y pantalones. Primero se los di a los yonkis que se chutan en la Plaza de la Constitución, les encantó el color verde de la camisa y lo dura que era la tela; me invitaron a sentarme con ellos a beber una litrona y me explicaron que esa ropa podía resistir todas sus caídas y revolcones, que a nadie le gusta ir con la ropa rota por ahí, por muy yonki que sea. Después fui hasta el poblado de Navia, dicen que nadie se atreve a entrar allí, ni la policía; pero yo creo que el problema es la actitud. Llegué cargado de uniformes de regalo y los gitanos me recibieron con los brazos abiertos; los polis llegan por allí haciendo ruido con sus sirenas, cara de mala ostia, la porra en la mano, y aún se extrañan de que los gitanos les reciban con hostilidad. El patriarca me invitó a cenar con su familia y me agradeció el regalo, dijo que era muy buen género. Sólo me quedaban 20 uniformes y me fui a la herrería, con las putas, y se los di
todos a ellas. También les gustó el detalle, pero me dijeron que no era la ropa más adecuada para su trabajo. A pesar de ello me invitaron a una paja, que rechacé, y después a tomarme una copa con ellas, cosa que acepté encantado; y bebí mientras las escuchaba quejarse sobre sus clientes, como hago yo, y me pregunté cuántos serían comunes, cuantos serían atendidos por ellas sólo unas horas después de haber sido atendidos por mí. Voy a comprar un taladro, después a que me la chupen y por último a casa, con mi mujer y mis hijos. Terminé el reparto y me acosté, cansado y nervioso, esperando que llegase la mañana siguiente, deseoso de que sonase el despertador para ir a la tienda. Pero cuando llegó la mañana, el plan que la noche anterior creía brillante, ahora, acechado por su inminencia, me parecía una locura que no podía funcionar, sentía que había hecho el ridículo. Las horas pasaban y nadie aparecía por la tienda, nos fuimos al descanso y no pasaba nada, volvimos y todo seguía normal. Hasta las 11. Cuando ya me veía humillado por el fracaso de mi plan, cuando solo esperaba ser despedido por robar los uniformes sin saber dar ninguna explicación de por qué lo había hecho, cuando pensaba que simplemente lo que pasaba es que estaba loco; dieron las 11, y llegaron todos esos pobres hombres para rescatarme de la locura. Fue precioso, mis compañeros y yo trabajábamos con normalidad y los clientes compraban con normalidad, cuando toda esa gente pobre y ajada, uniformada con la camisa y el pantalón de la empresa, irrumpió en la tienda dominada por su ropa. La casualidad quiso en ese preciso momento sonase en el hilo musical “show must go on”. Todos esas putas, yonkis y gitanos, parecían ahora un pequeño ejército en caótica formación, avanzando imparable hacía el interior de la tienda al ritmo de la mítica canción de Queen. La escena adquirió tintes de lo más épicos, era digna de un cuadro de Velázquez. Entraron decididos ante la estupefacción de todo el mundo y empezaron a reponer mercancía, ordenar pasillos e intentar atender a los clientes, que escapaban perseguidos por aquella pobre gente que corría tras ellos, exhibiendo sus sonrisas incompletas y amarillas y ofreciéndoles su ayuda. La situación se volvió incontrolable, cada vez llegaban más yonkis, putas y gitanos uniformados, los clientes huían y la seguridad, desbordada, trataba de expulsar a los intrusos que se negaban a irse sin trabajar. El director estaba acojonado, se sentía acorralado y se encerró en su despacho a llorar, como Hitler en el bunker, pero en vez de matarse acabó llamando a la policía; me hubiera encantado ver cómo les explicaba lo que estaba pasando. La poli, al principio, no sabía cómo actuar, miraban perplejos una situación a la que nunca se habían enfrentado, pero ante tanta duda acabaron actuando como casi siempre, expulsando a porrazos de la tienda a toda esa gente que sólo quería trabajar. Al día siguiente, cuando me vieron robando los uniformes gracias a las grabaciones de las cámaras de seguridad, me despidieron, obviamente. Pero mereció la pena. El cristo de aquella mañana fue tal que salimos en la portada del periódico. La empresa cambió los uniformes de toda España y la tienda cambió de ubicación. Han pasado 5 años y aún siguen apareciendo por el local, que ahora es una conocida cadena de ropa; putas, yonkis y gitanos, con el uniforme sucio y desgastado, reclamando trabajo. Supongo que todo lo que pasó compensa de sobra el episodio de la detención del pobre hombre, desde luego yo ya me siento tranquilo. Y eso a pesar de que no hice nada, como la otra vez, se encargaron de todo los uniformes, como siempre.
-Pedro Martí
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neptunoyyo · 4 years ago
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Insomnio
Paulov no permitía que los perros durmiesen. Les torturaba con semanas de sueño escaso, intermitente e irregular. Así descubrió que los canes entraban en un estado de agotamiento extremo, despiertos, pero al borde justo del sueño. En este punto los animales eran completamente manipulables. Era posible cambiar en ellos los comportamientos más arraigados. Tras el suficiente tiempo sin dormir, hasta el perro mentalmente más fuerte perdía toda voluntad, se volvía sumiso y dócil. No se nada más sobre Paulov. Esto lo sé porque me ayuda a explicar por que me he convertido en un trozo de mierda.
Padezco de insomnio. Duermo muy poco, muy mal y generalmente en una pésima postura. Normalmente mi sueño consiste en inesperadas siestas mientras veo la televisión, en el autobús e incluso en el trabajo, cosa que me ha traído muchos problemas. Por fortuna conservo el empleo. Rara vez duermo en la cama y casi nunca de noche.
De vez en cuando, después de semanas despierto, el insomnio me concede un descanso. Durante un par de días duermo de noche y en la cama. Si cuadran en fin de semana, puedo pasarme prácticamente el día entero durmiendo. Al principio agradecía esos breves periodos de paz, los entendía como una tregua para recuperar fuerzas y plantar batalla. Últimamente, empiezo a verlos como un elemento más de toda esta tortura. El enemigo invencible me permite descansar sólo cuando estoy al límite de mis fuerzas, para que me mantenga vivo, y poder seguir jugando. Supongo que es natural, mi gato a veces también lo hace; atrapa a una mosca entre sus patas y la maltrata hasta que es incapaz de volar, entonces la suelta en suelo para juguetear con su cuerpo vivo, con cuidado de no matarla de un zarpazo y acabar con la diversión de forma prematura.
Hoy es martes 16 de febrero, llevo sin dormir más de 15 minutos seguidos durante 37 días. Lo sé porque para alguien como yo es imprescindible tener colgado un calendario en la pared del salón, bien visible. Cada día sin dormir, un círculo; cada día de sueño, una cruz.
El tiempo y realidad empiezan a ponerse borrosos, blandos y pegajosos. Los minutos y los segundos pesan, los escombros del tiempo caen desordenados sobre mi y ni siquiera soy capaz de saber que hora será. Ahora son las tres de la mañana. Lo sé por que lo veo en el reloj, justo al lado del calendario, a la izquierda de la televisión. En mi estado nadie debería de tomarme en serio, pero sigo yendo a trabajar, entro a las 7. Me quedan cuatro horas para intentar dormir algo.
Hoy he tomado la pastilla que me recetó el médico, “es muy fuerte, ten cuidado”, dijo. No me ha hecho nada, ni si quiera después de dos cervezas. Me fumo un porro y me siento más relajado, ya no me importa no dormir. Siento como si mi cerebro hubiese encogido, ahora flota en un liquido dentro de mi cráneo. Quizás es lo que realmente está pasando.
Desde dentro de la televisión me hablan a mi. Es un chef, gordo, bigote, sonrisa y un traje blanco tan limpio que parece más de cirujano que de cocinero. Está revelando el secreto de su éxito, la oportunidad es única si no compras ahora esta sartén te arrepentirás el resto de tu vida. Aparece gente normal, como yo, dicen que es la mejor sartén que han usado nunca. El chef vuelve y cocina, nada se pega. Estoy casi convencido. De pronto el chef trata de rayar la sartén con un tenedor, es imposible, pienso, la va a destrozar, pero nada, intacta. Y aún hay más, un cuchillo, madre mía, no se atreverá, y se atreve, golpea la sartén con el cuchillo, arrastra el afiladísimo filo por todas partes, haciendo fuerza. Nada, la sartén sigue como nueva.
Estoy emocionado, me levantaría a aplaudir si no estuviese tan cansado. La voy a comprar. La pagaré a plazos, como el cuchillo de la semana pasada. Lo vendía el mismo chef, “más fuerte que el diamante”. Cortó con el un ladrillo incluso, lo juro, lo vi con mis propios ojos. Aquella vez ni me lo pensé, era caro, ochenta euros. Pero el precio de un cuchillo le importa muy poco a alguien que lo compra pensando en cortarse con él las venas. Ahora ese proyecto tendrá que esperar. Al menos hasta que reciba la sartén indestructible. Necesito saber si el cuchillo cortaladrillos es capaz de rayarla.
-Pedro Martí
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neptunoyyo · 4 years ago
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Mi expediente amoroso es una colección de principios. Un paisaje definitivamente inacabado que se extiende entre excavaciones inundadas, cimientos al aire libre y estructuras en ruina; una necrópolis interior que ha estado en obra negra desde que recuerdo. Cuando te conviertes en coleccionista de inicios también puedes corroborar, con precisión casi científica, la poca variabilidad que tienen los finales. Estoy condenada, particularmente, a la renuncia. Aunque, en realidad, no hay mucha diferencia, todas las historias terminan bastante parecido. Los conjuntos se intersectan más o menos igual y lo único que cambia es el punto de vista desde el que te toca ver: la renuncia es voluntaria, el consenso es la menos común de las opciones, y el abandono es una imposición. Tengo talento para empezar. Me gusta esa parte. Pero la salida de emergencia está siempre a la mano así que también me resulta relativamente fácil saltar al vacío cuando algo no me convence. Emprendo la huida hacia la nada a la menor provocación. Por eso esta vez no quiero preámbulos, intentaré evadir el comienzo, ya tengo demasiados. Estoy cansada de los preludios y el único momento al que podría volver con cierta seguridad es a aquel desenlace, a ese rompimiento que lo cambió todo en primer lugar, que me convirtió en una desertora, en una compiladora de historias irremediablemente truncas. Un buen día, sin previo aviso, desperté en el final. No me había levantado de la cama cuando, desde la puerta de la habitación, a punto de irse a dar clase, el Tordo(T) me dijo:
Ya no eres la misma de antes.
Estuve intentando entender qué quería decir con eso el resto del día y no pude salir de las sábanas. ¿En qué momento dejé de ser la que era?
Texto extraído del libro Conjunto Vacío de la autora Verónica Gerber Bicecci
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