Tumgik
#PedroMartí
neptunoyyo · 3 years
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Los esperantes
Espero sentado en una silla no demasiado cómoda y con una resaca punzante y sudorosa instalada en mi cabeza. La resaca duele e intento distraerme mirando y pensando. Justo delante de mí vista una pared amarillenta, eso veo, y pienso que seguramente antes fue blanca, eso se nota. El dolor me impide concentrarme y me impide distraerme. No hay reloj en la pared, observo; mejor, pienso, así no veo pasar los segundos, no los escucho haciendo tic y tac a cada paso. Y no funciona, el pinchazo sigue atravesando mi cerebro por dentro y todo mi tiempo me rodea por fuera, delante de mis narices, vacío. Los segundos agobian y yo solo quiero que se me pase este puto dolor de cabeza.
Veo a mi alrededor, seis sillas metálicas con el asiento forrado de una tela roja, suave y llena de lamparones; todas con su persona encima, en círculo, rodeando una pequeña mesa baja de metacrilato, rayada y vacía. Pienso que aquello parece una sala de reuniones de alcohólicos anónimos, aunque nunca haya estado en una. Sí, las he visto en las películas, y siempre son como esta sala. Todo dando la sensación de ser de segunda mano, todo tratando de aprovechar su segunda oportunidad, todo limpio y reparado; y a la vez gastado, manchado y rayado. Las sillas, la mesa, la pared, la gente. Casi todos bien peinados, pero cubiertos de ropa ajada, de otra década. Caras llenas de arrugas y desperfectos, cicatrices y marcas. Sonrisas amarillas y desordenadas, casi ninguna boca con la dentadura completa. Miro a mi alrededor y veo una sala de reuniones de alcohólicos anónimos rodeándome por todas partes. Pero pienso que no es posible. Bebo bastante y me ha dado algunos problemas, sin embargo, estoy muy lejos de tener problemas con el alcohol.
Mientras mi cerebro se retuerce de dolor dentro de mi cráneo yo miro a los esperantes. Pienso en cómo se les notan todos los años en la cara y las manos, ahí acumulados. Como si llevaran toda su vida puesta encima. Me alivia no conocer a ninguno. Me tranquiliza no ver entre esas caras la de un viejo amigo del colegio. No soporto encontrarme al antiguo guaperas de la clase, ahora calvo, gordo y viejo. Siempre tengo que fingir alegría mientras esa cara rechoncha y esas canas me echan encima todos los años que han pasado, de golpe. Y yo que me creía joven, me veo sepultado de pronto por todo el tiempo que pasó sin que me diese ni cuenta.
La chica de enfrente, le veo la cara y son 50 años de cara, como poco, aunque estoy seguro de que es más joven, se nota que está estropeada. Pero claro, no es lo mismo la oficina que el bar, no es lo mismo la cerveza que el agua y tampoco es lo mismo el día que la noche. Y así hay vidas vacías casi, pulcras y ordenadas, como un catálogo de Ikea; y las hay llenas, sucias y desordenadas. No es lo mismo tener dentro del cerebro una agenda que un enorme garabato. Yo tengo un garabato con un punzón clavado y regusto a cerveza de ayer y tabaco. Y claro, eso al final se te tiene que notar en la cara.
A pesar de todo soy el que mejor aspecto tiene, aunque eso carezca de importancia. Estoy esperando en el mismo sitio que ellos, sentado en la misma silla de mierda y rodeado de las mismas paredes amarillentas, así que buscar las diferencias es sólo un juego. Parezco el más joven. Mi dentadura amarilla todavía conserva todas sus piezas. Es la diferencia más notable pero también la más difícil de encontrar; necesitas que esas bocas sonrían. Lo demás es más tenue, pero si observas con atención lo ves. La cara menos arrugada, las manos más suaves, más pelo en la cabeza, más grasa en las mejillas.
Todos tienen las cabezas sumergidas en la pantalla del teléfono, como debajo del agua, escapando de la superficie. La alternativa es mirar a la gente que tienes alrededor, resulta demasiado violento, mejor mirar hacia arriba o hacia abajo. Cuando entré, ninguno emergió de su móvil. Saludé y ni siquiera parecían escucharme. Un “hola” que llega amortiguado por toneladas de agua. A decir verdad, tengo dudas de si uno de ellos, un hombre de unos 40 años, gordo y con restos de salsa de tomate en las comisuras de los labios, respondió a mi saludo, emitió una especie de gruñido. Al principio pensaba que era su forma de decir “hola”, pero creo que en realidad eran reflujos, gruñó varias veces más mientras esperábamos.
También hay hilo musical. Canciones nuevas que suenan a viejo. Canciones de centro de rehabilitación, no de discoteca. Ahí sí que he estado alguna vez, en un centro, aunque sólo de visita. Son lugares de lo más triste, ni siquiera se puede fumar, ni al aire libre. A decir verdad, no recuerdo si había música en aquel sitio, fue hace muchos años. Lo que está claro es que ésta sería la apropiada, es difícil encontrar canciones que no hablen de alcohol y drogas o no den ganas de consumirlos. En este lugar lo han conseguido, aunque dan ganas de cortarse las venas para ver un brazo chorreando sangre mientras suena “Sufre mamón” de hombres G. A Tarantino le gustaría la escena, seguro. Pero la vida no es una película, generalmente es algo más aburrido, normalmente te tragas la rabia y con ella te tragas también la canción de mierda y todo lo que te quepa en la boca.
Toda esa música vacía flotando en ese tiempo vacío con toda esa gente vacía. Yo lleno de vísceras y vacío. Yo con un pinchazo en la cabeza. Yo con la ansiedad en la boca del estómago. Un globo que se llena de nada y cada vez ocupa más. Si sigue creciendo en mi pecho, mi culo se va a despegar de la silla y me voy a quedar pegado al techo como los globos de helio cuando el niño se cansa y lo suelta.
Necesito distraerme. No tengo batería en el teléfono. Casi mejor. Me quedo mirando fijamente por la ventana. Creo que la señora que tengo enfrente piensa que la miro a ella, parece incomoda, amaga con levantar la mirada, pero no se atreve. Me da igual, juro que mi único interés es la ventana. Los cristales están sucios, son como un filtro mostrándome el paisaje con un aspecto más vintage. Al principio me gusta, aunque al poco rato me dan ganas de abrir la ventana. Abrir la ventana, sacar la cabeza y encenderme un cigarro. Pero no puedo, la cabeza estaría fuera pero los pies dentro, y mientras una parte del cuerpo siga en el terreno de juego debes respetar el reglamento, o serás expulsado. Así que ya que tengo la boca abierta me trago mis ganas de fumar y la cabeza sigue doliendo y el globo sigue creciendo en el pecho.
Al otro lado del cristal se ve la fachada de una iglesia, gris, grande y quieta. Con la virgen de pie, en posición de rezar, cubierta con su manto de piedra, con la cabeza agachada y mirando a un lado. Como evitando ver hacia el edificio que tiene enfrente. Todos esos años allí parada, sin escapatoria, rodeada de ventanas llenas de fracasados trabajando, consumiendo, descansando y esperando. Apuesto a que antes sí miraba hacía aquí, pero muy poco a poco, sin que la gente se diese cuenta, ha ido girando la cabeza. Seguramente haya perdido la fe en la humanidad.
A veces me quedo tan absorto que me olvido de donde estoy, como recién despertado, como si me acabaran de soltar en el mundo. Dejo la virgen y la ventana y vuelvo a mirar a mi alrededor, a la sala, a los esperantes. Por un momento creo de verdad que aquello es una sala de reuniones de alcohólicos anónimos. Puede que sea realmente así y no me haya dado cuenta hasta ahora. Esa gente, esa virgen, esa música, ese sitio y ese olor a resaca. Todos los indicios apuntan en la misma dirección.
No recuerdo haberme inscrito en AA, pero últimamente mis recuerdos no son muy fiables, no puedo asegurar no haberlo hecho estando borracho, nunca se sabe. Quizás un agente infiltrado, en el taburete de al lado en la barra del bar. Bebe cerveza sin alcohol, pero tú no lo sabes, piensas que es de los tuyos. Cuando te quieres dar cuenta estás en aquella sala dispuesto a recibir ayuda.
Creo que tengo que levantarme y hablar.
“Buenas tardes. Mi nombre es... ¿Jackson? – No sé si en alcohólicos anónimos la gente usa su verdadero nombre- he vuelto a beber anoche. Vengo con mi pinchazo en la cabeza y mi ansiedad en el pecho y sólo quiero otra cerveza para que se me pase”
No lo hago porque se abre la puerta y entra una mujer vestida de enfermera. Ella tiene mejor aspecto que los esperantes. No creo que haya enfermeras en las reuniones de alcohólicos. Lo bueno es que, si hay enfermera, hay médico. Es posible que me puedan ayudar con mis dolores. Quizás ella diga mi nombre y yo me levante. Iríamos juntos a una sala blanca, no amarilla. Después un doctor me pincha algo que me hace sentir bien, me quedo dormido y tranquilo, por fin.
Cuando entra la enfermera todos levantan la cabeza, la mayoría sonríen, como fingiendo que todo va bien, pero tienen miedo. Todos con ojos de niño mirando hacia arriba, deseando no escuchar su nombre. Mejor esperar un rato más, es lo más seguro. La enfermera llama a María Galdós, la señora de al lado se levanta, resopla y mira a los demás como si pidiera ayuda. “El doctor Santiaguez le espera”. Todos suspiran aliviados y vuelven al buceo en sus pantallas. Yo pierdo la esperanza de que en aquel sitio hagan que se me pase el dolor de cabeza y la ansiedad, allí van a hacerme aún más daño, seguro. Después de una sala de espera, casi nunca te espera nada bueno. Así que pienso en levantarme e irme porque la ansiedad sigue creciéndome dentro y me noto casi lleno. Miro la cartera y tengo un euro y medio, me quedan dos cigarros en la cajeta y creo que la mejor opción es salir pitando de este lugar y beber y fumar un poco. Desinflar el globo y matar el dolor de cabeza.
El doctor Santiaguez cobra la limpieza más revisión a 30€, ni si quiera te hace factura. En los demás sitios mínimo pagas 60 pavos. De todas formas, no he venido por eso. Simplemente la cita la reservé hace un año, cuando aún tenía planes para mí y mis dientes. En este momento ni si quiera le encuentro demasiado sentido a ir al dentista. Mi vida es ahora un garabato, hasta hace poco daba gusto leerla, pero últimamente me he dedicado a emborronarlo todo y eso no tiene vuelta de hoja. Un garabato no va al dentista.
Así que me levanto y me voy. El recepcionista me verá salir, me preguntará por qué me marcho sin ver al doctor. A mí me gustaría explicarle la verdad. Que tengo una flecha atravesándome el cerebro y un globo lleno de vacío creciéndome entre las costillas. Que, si sigo aquí, rodeado de paredes amarillas y gente de segunda mano; esperando sin fumar, sin cerveza y con toda esa música asquerosa, al final el globo se va a hinchar más y más, tanto que casi seguro acabe reventando dentro del pecho y todo se llene de sangre y trocitos de mi piel y de mis huesos. Sería una escena muy desagradable, lo mejor es evitarla.
Me voy sin decir nada. Fingiendo tener la cabeza metida en la pantalla negra de mi teléfono apagado mientras paso por delante del chico de recepción, como sí no escuchase la voz que sale de detrás del mostrador, simplemente intentando no explotar.
-Pedro Martí
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neptunoyyo · 3 years
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Los uniformados
Odio los centros comerciales, me gustan tan poco que no he pisado uno desde que me largaron de aquella empresa. Ese era feísimo, una mole de hormigón y cristal en un polígono en medio de la nada, un fastuoso templo al comercio. Te parecerá una locura, pero estoy seguro de que, dentro de unos siglos, nuestros descendientes, confundirán sus ruinas con la tumba de un importante rey. Y casi mejor, esa versión de los hechos nos deja, sin duda, en mejor lugar que la realidad.
Aquel sitio me ponía enfermo, odiaba tener que pasarme el día entero allí metido, rodeado de todo aquel decorado perfecto y artificial, lleno de aire acondicionado, de la luz blanca de los focos, los maniquís de los escaparates, todo falso, incluso las plantas. Y no sabes lo que me jodía lo de las plantas, las ponían en las zonas de descanso, ¿sabes?, esos sitios en los centros comerciales modernos, con sillones y mesas bajas, llenos de maridos aburridos esperando a sus esposas. Pues en este centro comercial estaba decorado con plantas, eran verdes y frondosas, tenían un aspecto excelente. Pero cuando te acercabas lo suficiente se notaba que eran de plástico, y claro, a mí eso me sacaba de quicio. No había nada real allí dentro, un puto decorado. Y yo no podía evitar sentirme como una iguana en un terrario, como Thruman. Con lo poco que les hubiese costado comprar cuatro plantas de las de verdad e introducir algo de vida en ese mundo de plástico. Pero claro, las plantas de verdad producen oxígeno y podrían contaminar aquel entorno de aire acondicionado puro. Lo más parecido a un ser vivo allí dentro eran los clientes, pero el problema es que eran clientes, sólo compran y consumen, van a eso. Y yo no podía evitar ver el centro comercial como una enorme máquina. Por un lado, entra una persona y por el otro, unas horas después, sale un cliente. Y eso es una mierda porque las personas, cuando se enfadan, tiran piedras y queman contenedores, los clientes sólo ponen hojas de reclamaciones. Y con hojas de reclamaciones no vamos a cambiar el mundo, eso está claro, sólo es más burocracia para darle de comer a la bestia. Seguro que por eso hay tantos centros comerciales, y por eso yo los odio tanto. Y bueno, eso sin hablar del curro en sí, que era una mierda también. Podría estar el día entero contándote todas las cosas que odiaba de trabajar allí. Por ejemplo, lo del descanso, creo que eso era lo que más me tocaba los cojones. Resulta que le llaman descanso, pero yo lo tenía que hacer siempre a las 10:30, aunque a esa hora nunca estaba cansado porque entraba a las 9. Aún encima no nos dejaban salir a fumar nunca, ni un piti rápido, ni dos caladas para matar el ansia. Nada tío, ni siquiera, aunque la tienda estuviese vacía. Entonces claro, ya me veías a mí, todos los putos días, a las 10:30, descansando y fumando, aunque no me apeteciese una mierda ni fumar ni descansar. Mi jefe me explicaba que tenía que ser así porque eso era lo mejor para la tienda, o lo más eficiente, algo así. Y yo me preguntaba si me decía eso porque se creía que a mí me parecía más importante el bien de la tienda que el mío propio; que le jodan a la tienda, está claro. El caso es que al final me tenía que joder, como siempre. Y luego estaban los clientes, algunos eran majos, lo reconozco. Pero a otros daban ganas de partirles la cara. No sé qué coño se creían, unos me trataban con un desprecio de la hostia, como si fuera su sirviente. Otros me ignoraban, se comportaban como si yo no estuviese allí, a veces llegaban a hablar de mi delante de mis narices, como si fuese yo un animal y no les entendiese. El caso es que aquello era difícil de aguantar a veces, y tú me conoces, sabes que tengo la mano suelta. Además, que cojones, un puñetazo no es tan grave. Nadie se muere de una hostia y más de uno se lo merecía por joderme en el trabajo, eso no se hace, bastante putada es ya tener que trabajar. Pero no di ni una sola hostia en tres años, tres años encerrado en un centro comercial, hablando cada día con cientos de gilipollas diferentes y nada, todo paz. Si vieneses por aquella época a la tienda, a comprar un destornillador o un taladro, hubieses flipado conmigo. Me encontrarías allí plantado, con una gran sonrisa debajo de la nariz, con la camisa metida por dentro y bien peinado, los pulmones llenos de aire acondicionado y dispuesto a ayudarte en lo que necesitases. Podrías hasta insultarme y sólo recibirías de vuelta palabras amables y asesoramiento sobre cualquier producto de nuestro amplísimo catálogo. Pero ese no era yo, tú lo sabes, ese no era yo,
aunque en la plaquita que llevaba clavada en el pecho pusiera mi nombre. A más de un gilipollas yo le hubiese partido la cara en medio de la tienda. Pero, si yo aguanté todo eso durante 3 años, 3 años metido en aquel centro comercial, con todos sus clientes gilipollas y sus descansos absurdos, fue porque el tema tenía truco, pero truco de verdad, magia. No te estoy hablando de pasta, el sueldo era normal, 1.100, estaba guay pero no lo suficiente como para aguantar toda esa mierda. Te hablo de algo increíble de verdad. Pero tú te lo tienes que creer, aunque sea increíble, porque soy tu amigo, y porque te juro por todo lo que más quiero que lo que te cuento es cierto. Y es que aquel uniforme era especial, pero especial de verdad, como en las películas. El uniforme lo hacía todo y yo nada, literalmente. Me lo ponía cada mañana y él tomaba el control. Yo desconectaba completamente mientras él utilizaba mis brazos y mis piernas para conducir al trabajo, para reponer los pasillos y recorrer la tienda. El uniforme hablaba por mi boca con los clientes y les convencía por mí de que necesitaban aquel maravilloso cortacésped, yo no sabría hacer algo así. Me metía dentro de aquella camisa y esos pantalones y el resto sucedía sólo, así de simple y así de raro. Pero te juro que es verdad. Era una sensación extraña al principio, mi cuerpo se mueve y habla, pero no puedo hacer nada, lo veo todo desde dentro, como un espectador viendo otra vida en su propio cuerpo. Pero en cuanto me acostumbré me pareció cojonudo, eso reducía mi trabajo a rellenar el uniforme para darle consistencia y forma humana, nada más. Y por eso aguanté tanto tiempo, porque aquella camisa y aquel pantalón se tragaban por mí al jefe, los descansos, el centro comercial y los clientes estúpidos. Todo me seguía pareciendo una mierda, pero dentro de aquella ropa era lo suficientemente bueno como para no darme ganas de cortarme las venas. Y hoy en día te puedes dar con un canto en los dientes si encuentras algo así. Pero aquella mañana las cosas se fueron de madre, y la culpa fue del uniforme, que hizo algo que nunca debería haber hecho. Se metió en mi vida y me creo problemas. Yo creía que teníamos un pacto tácito, le cedía el control de mi cuerpo 8 horas, y él sólo podía usarlo para hacer un buen trabajo en la tienda, y estaba bien, todos contentos. Pero aquel día se pasó. El director me felicitó y salí en el periódico, sin foto por fortuna, cuatro líneas. Y no me gustó nada, el uniforme invadió mi espacio personal, la noticia hablaba de mí, no de él. Y aún encima, aparte de joderme a mí, jodió a aquel pobre tío, eso era lo peor. Aquella mañana yo regresaba a la tienda con mis compañeros después del descanso forzado. Estábamos llegando a la entrada cuando vi la escena, un pobre hombre forcejando con Tino, el de seguridad; yo me llevaba genial con Tino, pero aquel hombre sólo era un pobre hombre. Tino acabó en el suelo y el tío consiguió huir, llevaba en la mano un taladro robado y corría hacía nosotros. Cuando llegó a nuestra altura, el puto uniforme, porque yo nunca haría algo así, va y estira el brazo para agarrar al pobre hombre de la capucha de su sudadera y con la pierna le pone la zancadilla para que caiga al suelo. El tío acabó con una brecha en la cabeza y detenido. Yo me sentía como una mierda y estaba furioso con el uniforme, lo que había hecho iba en contra de todo lo que yo siempre había creído. Aún encima los clientes que había cerca en ese momento empezaron a aplaudirme, como si fuese yo un héroe. Todo el mundo se enteró en la tienda, me felicitaban y me pedían que les contase la peripecia, fue un día horrible. Pero cuando exploté fue a la mañana siguiente, cuando me enseñaron el periódico y, por si fuera poco, pegaron la noticia en el corcho de la oficina. “El empleado de una conocida tienda de bricolaje, ubicada en el centro comercial Marimierda City, detiene a un ladrón que había logrado escabullirse de la seguridad del establecimiento…” No podía ser cierto, primero porque se me atribuía un supuesto acto heroico, que para mí era despreciable,
y que yo en realidad no había hecho; yo sólo observaba el espectáculo indignado, desde primera fila. Y segundo, porque ese tío no era un ladrón, era un pobre hombre. No se puede llamar ladrón a una persona que va a robar con el único plan de coger el taladro y salir corriendo por un centro comercial lleno de seguratas. Un ladrón sabría que tiene que ponerse la capucha antes de emprender la huida, o directamente no llevar capucha. Porque mientras corres, la capucha ondea y cualquier gilipollas como yo puede agarrarte de ella y joderte la huida. El plan de aquel tío no era fruto del ingenio de un ladrón profesional, era producto del hambre de un pobre hombre. Y yo eso lo tengo clarísimo. Pero para los clientes, para el director, para el periódico y para la policía, aquel hombre sólo era una rata, mierda que meter debajo de la alfombra. Estoy seguro de que todo el mundo le echó el ojo nada más entrar, porque era distinto, se le veía distinto; en su cara, en su ropa, en sus manos, en su manera de moverse, en su olor…todo indicaba que no era cliente, eso se nota. Para ellos, ese hombre nunca debería haber entrado en un centro comercial, allí molestaba, si se hubiera quedado en su casa siendo pobre nada de esto hubiese pasado. Me sentía como una mierda y sabía que tenía que hacer algo, tenía que compensar de alguna manera lo sucedido si quería dejar de sentirme como un capullo fascista. Pensé en intentar buscar al tío, pedirle perdón, pagarle la multa y regalarle un taladro. Pero sería muy difícil encontrarle, además, esto ya era mucho más grande que ese tío y yo, había salido en el periódico y había recibido aplausos, así que lo desestimé. Y entonces lo entendí, el periódico, las felicitaciones, el aplauso de todos esos cerdos satisfechos, encantados de ver como cogía mi escoba y devolvía la mierda bajo la alfombra, de donde nunca debió salir. Y me di cuenta de que ese era el problema, para ellos solo son mierda, no los respetan, no los quieren ver, apartan la mirada cuando se los cruzan en la calle, no quieren ayudarles, simplemente preferirían que no existiesen. El pobre uniformado es tolerable, el pobre en chándal no, así de fácil. Y entonces lo tuve claro, supe lo que tenía que hacer, sólo había que levantar la alfombra y sacar la mierda. Y el uniforme me iba a ayudar. Por eso me colé el viernes por la tarde en el almacén. Pedí permiso para aparcar el coche unos minutos en la parcela de detrás de la tienda, es habitual que los empleados lo hagamos cuando compramos algo voluminoso para no tener que cargarlo a través de todo el parking. Dije que tenía que meter en el coche un cortacésped que había comprado para mi tía y no me pusieron ningún problema. Allí no había nadie de seguridad por que los únicos que accedíamos éramos los empleados, sólo había dos cámaras de vigilancia. Pero eso me daba igual, cuando viesen las imágenes sería demasiado tarde, si todo salía bien. Así que robé todos los uniformes del almacén, 200, los tenían ahí para darle a los nuevos empleados, o sustituir los rotos o gastados. Y con el coche cargado me metí de lleno debajo de la alfombra. Recorrí la ciudad repartiendo camisas y pantalones. Primero se los di a los yonkis que se chutan en la Plaza de la Constitución, les encantó el color verde de la camisa y lo dura que era la tela; me invitaron a sentarme con ellos a beber una litrona y me explicaron que esa ropa podía resistir todas sus caídas y revolcones, que a nadie le gusta ir con la ropa rota por ahí, por muy yonki que sea. Después fui hasta el poblado de Navia, dicen que nadie se atreve a entrar allí, ni la policía; pero yo creo que el problema es la actitud. Llegué cargado de uniformes de regalo y los gitanos me recibieron con los brazos abiertos; los polis llegan por allí haciendo ruido con sus sirenas, cara de mala ostia, la porra en la mano, y aún se extrañan de que los gitanos les reciban con hostilidad. El patriarca me invitó a cenar con su familia y me agradeció el regalo, dijo que era muy buen género. Sólo me quedaban 20 uniformes y me fui a la herrería, con las putas, y se los di
todos a ellas. También les gustó el detalle, pero me dijeron que no era la ropa más adecuada para su trabajo. A pesar de ello me invitaron a una paja, que rechacé, y después a tomarme una copa con ellas, cosa que acepté encantado; y bebí mientras las escuchaba quejarse sobre sus clientes, como hago yo, y me pregunté cuántos serían comunes, cuantos serían atendidos por ellas sólo unas horas después de haber sido atendidos por mí. Voy a comprar un taladro, después a que me la chupen y por último a casa, con mi mujer y mis hijos. Terminé el reparto y me acosté, cansado y nervioso, esperando que llegase la mañana siguiente, deseoso de que sonase el despertador para ir a la tienda. Pero cuando llegó la mañana, el plan que la noche anterior creía brillante, ahora, acechado por su inminencia, me parecía una locura que no podía funcionar, sentía que había hecho el ridículo. Las horas pasaban y nadie aparecía por la tienda, nos fuimos al descanso y no pasaba nada, volvimos y todo seguía normal. Hasta las 11. Cuando ya me veía humillado por el fracaso de mi plan, cuando solo esperaba ser despedido por robar los uniformes sin saber dar ninguna explicación de por qué lo había hecho, cuando pensaba que simplemente lo que pasaba es que estaba loco; dieron las 11, y llegaron todos esos pobres hombres para rescatarme de la locura. Fue precioso, mis compañeros y yo trabajábamos con normalidad y los clientes compraban con normalidad, cuando toda esa gente pobre y ajada, uniformada con la camisa y el pantalón de la empresa, irrumpió en la tienda dominada por su ropa. La casualidad quiso en ese preciso momento sonase en el hilo musical “show must go on”. Todos esas putas, yonkis y gitanos, parecían ahora un pequeño ejército en caótica formación, avanzando imparable hacía el interior de la tienda al ritmo de la mítica canción de Queen. La escena adquirió tintes de lo más épicos, era digna de un cuadro de Velázquez. Entraron decididos ante la estupefacción de todo el mundo y empezaron a reponer mercancía, ordenar pasillos e intentar atender a los clientes, que escapaban perseguidos por aquella pobre gente que corría tras ellos, exhibiendo sus sonrisas incompletas y amarillas y ofreciéndoles su ayuda. La situación se volvió incontrolable, cada vez llegaban más yonkis, putas y gitanos uniformados, los clientes huían y la seguridad, desbordada, trataba de expulsar a los intrusos que se negaban a irse sin trabajar. El director estaba acojonado, se sentía acorralado y se encerró en su despacho a llorar, como Hitler en el bunker, pero en vez de matarse acabó llamando a la policía; me hubiera encantado ver cómo les explicaba lo que estaba pasando. La poli, al principio, no sabía cómo actuar, miraban perplejos una situación a la que nunca se habían enfrentado, pero ante tanta duda acabaron actuando como casi siempre, expulsando a porrazos de la tienda a toda esa gente que sólo quería trabajar. Al día siguiente, cuando me vieron robando los uniformes gracias a las grabaciones de las cámaras de seguridad, me despidieron, obviamente. Pero mereció la pena. El cristo de aquella mañana fue tal que salimos en la portada del periódico. La empresa cambió los uniformes de toda España y la tienda cambió de ubicación. Han pasado 5 años y aún siguen apareciendo por el local, que ahora es una conocida cadena de ropa; putas, yonkis y gitanos, con el uniforme sucio y desgastado, reclamando trabajo. Supongo que todo lo que pasó compensa de sobra el episodio de la detención del pobre hombre, desde luego yo ya me siento tranquilo. Y eso a pesar de que no hice nada, como la otra vez, se encargaron de todo los uniformes, como siempre.
-Pedro Martí
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