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primera parte (a) falta b
1.
Le pregunto cómo se dice cabeza y él me dice que "glava".
Le pido que lo repita, si puede, y el lo dice otra vez: "glava". "Gla-va", ¿ves?
Qué lenguaje tan extraño. Se atasca entre la lengua y los dientes, avanza arduamente por la garganta como si cada palabra supusiera un acto heroico.
Le pregunto cómo se dice boca y él me dice que "usta".
La ventana está entreabierta y los sonidos de la ciudad son intrusos extranjeros, balbuceos indistinguibles, sin significado. Le pregunto cómo se dice "mano" y él me dice que "ruka"; apresa la mía con las suyas, me dice que "prsti" son dedos y que "noga" es pie. Esta vez no le pido que repita y él no me pide que lo haga con él. En su lugar avanza sus dedos por mi cuerpo, diciéndome cómo se nombran sus partes en su lengua, pidiéndome, a su paso, que se las diga yo en la mía.
Le pregunto cómo se dice "espalda" y él me dice que "nazad", yo la toco. Su piel fue la que quedó menos damnificada por aquella barbaridad.
-Don't think about that- dice él, adivinándome el pensamiento. Yo le hago caso y le abrazo otra vez.
Le pregunto cómo se dice pelea y él me dice que se dice "borba". Me dice que él no suele meterse en borbas, que él no es así, vuelve a decirme que esa vez sintió que lo tenía que hacer. Se justifica aunque yo no le haya pedido nunca que lo haga. Le pregunto cómo se dice "corazón". ¿"Srce", "corazón" y "heart" son la misma cosa? No lo sé. ¿En qué estás pensando?, dice, y yo no digo nada.
-You're very beautiful-replico, tras un silencio. Él mirando al techo y nuestros pies desnudos rozándose bajo la sábana. Ese “you’re” me suena banal, falso. Me veo obligada a añadir algo más para darle sentido a mis palabras, le digo que me parece increíble que desde ese amasijo de carne y sangre pueda haber salido su nariz, su mentón, su cara. Me aturrullo, balbuceo, pierdo el ritmo.
"Expresar" viene de "presionar". Presionar de dentro afuera. Tengo dentro demasiadas cosas que decir y quieren salir todas a la vez, sin orden en el sinsentido. Las palabras se resisten al placer.
Él me sonríe bajo las sábanas con su recién estrenada boca y me dice que le sigue pareciendo increíble que le recogiera entonces.
Le pregunto cómo se dice "hogar" y me dice que se dice "kuci", pero su cabeza está lejos cuando me contesta. Mi teléfono comienza a vibrar, mis pies se sorprenden de lo frío que está el suelo, lo rebusco en el fondo de mi bolso: no tiene batería apenas.
-Who is?-inquiere él, desperezándose.
Ignoro la pila de notificaciones atrasadas y reviso de quién es la última llamada.
-Nervermind- replico, y en este caso es verdad. Apago el teléfono y vuelvo a la cama, con él.
2.
Me dice que no importa quién llamaba. Tal vez debería encender de nuevo mi teléfono móvil, ¿qué hora será? Me desperezo, trato de levantarme, y entonces su mano me frena por la espalda, reteniéndome en la cama.
Qué curioso me ha parecido siempre el roce de la mano de Carmen, por esa unión tan extraña entre dulzura y firmeza que no suele transmitir su cuerpo, ni su mirada. Recuerdo sentirlo por primera vez en el suelo de aquella estación de metro, cogiéndome la mano, “are you alright?”, “what's your name?”; su tacto en la ambulancia y la forma que tenía de asirme cuando íbamos en el taxi del hospital a casa, como si ya hubiera algo entre nosotros y no fuéramos completos desconocidos. Su forma de tocarme -aunque fuera solamente mano junto a mano- no era violenta, pero me resultaba irrechazable. Quería que siguiera, que se aventurara más allá de mi muñeca, sin saber aún quién era ella, sin ni siquiera haberla visto una sola vez . Ansiaba su contacto las primeras noches de tal forma que incluso el dolor preciso del cambio de vendas, agua oxigenada, vetadine, se convertía en un precio justo a pagar por esos pequeños roces, mano con mano, mejilla con yema, piel con piel.
- Where are you going?-inquiere. Le explico que voy a hacer la cena.
Aquellos días de enfermedad y roces pensé mucho en lo que suponía ser tocado por otro, en privado, tan distinto a cuando te roza alguien en la calle por accidente, tan distinto a otros contactos cotidianos, fríos y utilitarios... qué sé yo. ¿De verdad ella quería tocarme, o sólo me estaba curando y yo estaba inventando todo lo demás? Cuando le dije que allí en Serbia era médico, ella no se lo creía al principio, a pesar de que llevaba tres días curando mis heridas siguiendo mis precisas indicaciones. Fue uno de nuestros primeros ensayos con la palabra, unos días después de la paliza, apenas podía abrir los ojos atrapados por las moraduras y las vendas. Yo me sentí avergonzado entonces, ¿qué imagen estaba dando de mí? Y entonces silencio de nuevo: paz. Solo roces de manos e instrucciones mecánicas, intercambios fugaces.
A veces la escuchaba hablar con otros por teléfono. Me preguntaba por qué se quedaba a mi lado, si no tenía sitios a los que ir, pero no decía nada por miedo a que recordara y se fuera de repente. La escucho ahora hablar en la habitación, mientras saco los ingredientes de la nevera. Me concentro en la luz de la nevera enmarcando los contornos de la cocina. Observo el juego de luces de los halógenos y las botellas: la oscuridad deja huellas, la luz, no. Cuelga. Viene a la cocina, enciende la luz, me pregunta qué voy a preparar.
-Risotto.-replico- Do you like it?
Ella sonríe y se sienta en la encimera en un gesto infantil que en otras circunstancias encontraría detestable.
- I love it.-confiesa. Me doy cuenta de cuantas cosas básicas de ella aún no sé, como cuál es su comida favorita. Se la pregunto. "Risotto", afirma. Nos reímos. No importa que nada sea verdad aquí: la hemos abolido.
A veces pienso: “ojalá los ojos de Dios para verte como te ve él”, y una voz en mi cabeza replica, "no, no".
-Tell me something about your childhood- me pide, sobre la mesa puesta.
-Let’s see… what else is there to tell you?- finjo dudar mientras ella toma asiento junto a mí. Siempre ponemos los platos enfrentados sobre la mesa y luego ella mueve el suyo para sentarse a mi lado.
Hablamos mucho de la infancia, de las nuestras y las ajenas. Nos gusta porque es un espacio común más allá de los matices intraducibles. Hablamos de nosotros y de los niños de la historia, de Anna Frank y las caritas pequeñas en noticiarios y anuncios publicitarios, del niño del guetto de Varsovia y de otros imaginados por nosotros, de las fotografías de artistas y mandatarios cuando aún no habían crecido, cuando todavía no eran ellos mismos.
Ella se sienta a mi lado y sube su pierna izquierda sobre mi pierna derecha. Nos miramos: estamos demasiado cerca para hacerlo bien. Sonreímos. Pone su mano sobre la mía y se hace el silencio, una noche más.
3.
Estoy a punto de dormirme. Lo reviso en silencio, cuando sé que él no me mira de vuelta.
Siempre se duerme un poco antes que yo, que me quedo unos minutos leyendo cuando acabamos de conversar. Rastreo en su piel las marcas de violencia o placer y las registro por encima de las páginas, las intuyo bajo las sábanas.
Le pregunté cómo se dice "te quiero" antes de que se durmiera, y él me dijo que "volim te".
-Volim te.-susurro mientras apago la luz, y creo que sonríe, ¿está realmente dormido? Regulo mi respiración, pienso en lo que vamos a hacer mañana, la próxima semana, para tranquilizarme. Me estoy acostumbrando a ver nuestro futuro en duermevela.
Y entonces la sorpresa. Me zarandea, me despierta, me pregunta si estoy bien. Yo esta vez tan apenas me altero. La sorpresa ya ni siquiera es tal: se está convirtiendo en costumbre
-I'm ok, I'm ok.-sostengo. Enciendo la luz, su rostro sudado, una máscara de agua. Le acaricio el pelo, le cojo las manos, me incorporo con él.
-I'm sorry. I'm sorry.-se disculpa, abandonando la habitación.
Un portazo, la puerta del baño. Sé lo que va a decirme cuando vuelva. "Tenías mala cara, parecía que estabas en una pesadilla." Mentira. "No sabía si te encontrabas bien". Mentira.
-Are you alright? -inquiero- are you alright?
Es como si cada noche emulásemos esa primera vez. Reinicio diario de una maniobra de rescate.
La primera vez fue cuando sólo llevábamos en esta casa tres días: entonces fue sincero. Me despertaba a altas horas de la madrugada, febril, tembloroso, diciendo cosas incomprensibles en serbio y una sola pregunta en inglés, "are you still alive?", "are you still alive?", una pregunta que yo solía traducir en mi cabeza como "¿estás viva aunque estés dormida?" O "¿estás viva aunque no me toques, no me hables?" Yo nunca sabía qué decir. Alternaba “are you alright?” O “It’s ok, it’s ok” tantas veces que se perdía el sentido de las palabras o él se tranquilizaba.
Vuelve del cuarto del baño. Su cuerpo musculado aún lleno de cardenales y la mirada fija en el suelo helado. Enero no es la mejor época para visitar Madrid. Se mete en la cama con impaciencia y algo de violencia. Lo de siempre: se disculpa, acumula pretextos. Ya llevo quince días aquí y aún no he llegado a conocer a ninguno de sus demonios. Yo le tranquilizo y le digo que me da igual. Lo cierto es que ahora mismo así es. Sólo quiero que termine de justificarse para poder apagar la luz y volver a hablar la lengua del silencio y la piel.
4.
Sigo sorprendiéndome de verla cada mañana. Siempre me duermo algo más tarde y me levanto algo más pronto que ella: eso me da el privilegio de observarla cuando ella no sabe que la estoy mirando. Me lo debe por todos esos días en los que ella me examinaba y yo no la podía ver. Reviso el teléfono móvil por rutina: sé que no va a haber nada. Compré este teléfono en España y el verdadero sigue al fondo de la maleta, bajo la cama. Lleva tres semanas sin salir de allí dentro. Carmen lleva dos semanas en esta casa. Yo llevo una semana viéndola amanecer. Ella arruga la nariz se despereza, rodeo su vientre con mi brazo, termina de despertarse: me sonríe. Sus sonrisas son una cosa extraña: surgen de repente, sin avisar. A veces es asombroso que las cosas broten.
-Knock, knock.-digo, rozando con mi dedo la punta de su nariz.
-Hmmmmm.-replica, metiendo la cara entre las sábanas.
Cuando me quitó las vendas no la reconocí. No se parecía a la imagen de ella que existía en mi mente. "My name is Carmen", dijo la primera noche, y yo me imaginé piel morena, voluptuosidad, ópera, España. Tuve pistas de que no sería así: su voz demasiado baja, era abrupta por los lados, delgada, incluso frágil. Las desoí todas. Me sorprendió ese cuerpo delgado, no tan moreno como esperaba, el pelo negro y corto sobre una cara suave.
-Should I make tea?- se ofrece, pero sus palabras no significan eso: ambos los sabemos. Cuando me dice "¿quieres que haga tal o cual cosa?" lo que en realidad hace es pedirme que lo haga yo. Mordisco en el hombro, me levanto, voy a la cocina, le preparo el té.
Tenía miedo de que mirarnos supusiera cambiar algo. De que el lenguaje de los imágenes no funcionara como el de las manos, o la piel. Pero funcionó. Diríase, incluso: mejoró las cosas. Le dio otra dimensión al deseo, al placer. La oigo levantarse, meterse al baño, salir, esperarme en el sofá de nuestro modesto salón, arropada con una manta. Llevo las tazas a la mesa y no intercambiamos palabra.
-Yesterday you didn't told me anything about your childhood.-decido no corregir su gramática porque está demasiado bonita.- So...?
-It wasn't really interesting.-y es cierto. Mi infancia no fue especialmente dramática, o interesante. --Have I told you about the “suteren”?
5.
Infancia se dice “detinjstvo”, él ya me lo dijo una vez.
Me dice que tenían ese espacio llamado "suteren" en la casa de sus abuelos. Veo una casa de campo sobre una llanura desierta, pero aún no sé a qué se refiere. Me dice que no hay una palabra exacta para definirlo en inglés, o eso cree, is there a word in spanish? Es algo así como un sótano, describe, un sótano en una casa grande en la montaña al que entras desde un lateral de la casa, sin escaleras, ¿lo entiendo? Como una planta baja o algo así. Busco la palabra desesperada, en español o en inglés, pero no encuentro nada.
Me dice que, a diferencia de un sótano, se suele utilizar para algo más que para guardar cosas: se cocina y se come ahí a veces, especialmente en verano. Duda: siente que no se está expresando claramente. Qué distintas han sido para nosotros las cosas, a veces
-Do you understand? Is there a word in spanish?
-Nothing comes to my mind. - le digo, a mi pesar. No se me ocurre nada. Me gustaría añadir algo más, pero no sé cómo expresarlo en inglés, y él ya está hablando de nuevo.
Me dice que recuerda las vacaciones de verano ahí, cuando aún estaba en primaria y pasaba con ellos todos los veranos con sus abuelos. Una vez me contó que tuvo una infancia feliz, a pesar de la crisis, de la guerra. “Después de comer, mi abuelo solía traer un melón muy grande, lo comíamos con las manos, sin platos, a pesar de que teníamos abajo desplegada toda la vajilla y habíamos comido como personas civilizadas", dice.
-I don’t know why I remember that so clear. I guess it was a really happy moment. Yo callo esperando a que continúe. No nos hemos movido del sofá.
Suena el timbre.
-Are you waiting for someone?-inquiero, insegura. Sé que sólo llevaba una semana o así viviendo en este piso cuando yo le rescaté de la pelea. Sé que estaba solo. Sigo teniendo miedo de que repente algo aparezca entre nosotros, rompa esta iglesia de dos.
Me dice que no y pide que conteste yo, "cartero comercial", suspiro aliviada. Vuelvo al salón. Contemplo nuestros afiches: té, libros, mando de televisión, la ausencia de teléfonos cerca. Accesorios modestos de nuestra religión privada, más modesta aún. Ni siquiera hemos establecido del todo los rituales. Ni siquiera el espacio del piso ha llegado a ser del todo un lugar de culto. Nuestra oración es el silencio. Según nuestro ritual, no pregunta nada, yo me siento en su regazo y le pido que siga contándome.
6.
Cuando estás de acuerdo en algo en español dices "sí", cuando no lo estás dices "no". Cuando estás de acuerdo con algo en Serbio dices "da", cuando no lo estás dices "ne".
"Da", dice ella, "ne", le contesto yo. Los dos de rodillas sobre la cama. Me empuja.
-¡Sí, sí, sí!-digo.- ¡Sí, sí, sí!-reitero cuando se me echa encima, reitero.
Me daba miedo nunca llegar a conocerla por no poder conocer las palabras que usaba diariamente: no sé nada de español. Me daba miedo desde el mismo momento en el que abrí los ojos y, de repente, éramos dos personas en todos los sentidos de la palabra. Ella está encima de mí.
Cuando ves a alguien en español dices, "Hola, ¿Qué tal?" Y esa persona te dice "Bien, y tú?
-Hola qué tal.-digo desde el salón.
-¿Bien y tu?-contesta desde la cocina.
-Mel.
-Mal.- corrige.
Yo nunca la corrijo con el inglés. A veces peleamos con elementos de nuestro lenguaje que ya no tienen significado. Ella me dice "srce" y yo digo "viernes, jueves". Ella dice "da" y yo digo "sí". Nos vamos conociendo.
Una vez me preguntó si creía que había elementos intraducibles en nuestras palabras. Yo le dije que no lo sabía, pero no quería pensar en ello. No había nada intraducible en esta casa, y con eso era suficiente. Mi abuelo me dijo que, si algo te gusta demasiado, no le pongas nombre.
Esa noche bebemos vino rosado , hemos alquilado la última película de Godard, y bebemos vino rosado,y confieso, no sé por qué, "I'm not supposed to be here", no debería estar aquí. Es cierto. Ella se ríe, está borracha. Dice "yo tampoco". Yo decido no preguntar igualmente.
7.
Una actividad que nos une es ver la televisión. Contemplar atemorizados los fragmentos de realidad entre luces y títulos en inglés del canal internacional.
Nos dejábamos seducir por el horror: guerra, terrorismo, cifras, gente, números, muerte. Nos encogíamos bajo la manta y nos mirábamos sin hablar.
Apenas salíamos de casa, y decíamos cosas como "cuánto dolor innecesario".
Él me preguntaba, “¿se sufrió mucho en España, con la dictadura, con la guerra?" Y yo hablaba sin saber realmente, sin controlar demasiado las palabras de esa lengua común, el inglés, y sin saber si tenía derecho a tomar la palabra de mis antepasados.
-I don't know, I don't know.-decía siempre al final, para hacerle ver que había terminado.
A él, en cambio, le encantaba hablar de Serbia. Me hablaba de su familia, de su pasado, de su abuelo. "Mi abuelo fue un partisano", decía. “Vivió muchos años en una isla, una prisión, se llamaba goli otok.” “¿Como un campo de concentración?”, “como un campo de concentración.”
Añadía a veces cosas como "echo de menos la comunidad revolucionara" o incluso "no me importaría estar en guerra". Yo me horrorizaba. Le decía “no puedes echar de menos algo que nunca viviste”, pero él seguía, "al menos él -”él” era siempre su abuelo- tenía un lugar al que pertenecer". Yo le señalaba, obnubilada, "¿y el dolor, y la muerte?" Y él contestaba "ahora también hay dolor y muerte".
"Sí, pero lejos".
"Dolor es igual".
Yo callaba. Él también. A veces bebíamos mucho vino delante de la tele. Litros. Como digo, no salíamos nunca apenas. Sospechábamos que el exterior era peligroso o que si abríamos la puerta principal iba a escaparse algo demasiado importante. Hacía frío. Enero no se terminaba de acabar.
Cada vez le quería más, pero no me parecía justo decir "i love you", en inglés y decírselo en serbio me daba vergüenza.
- Volim te.- ensayaba a veces ante el espejo- Volim te.- pero no se lo decía nunca.
Decía a veces cosas como "la globalización es un cáncer", me hablaba de cómo la economía serbia se había hundido al entrar en el capitalismo. Yo no sabía si eso era lo que ahí pensaba cualquiera. Se quejaba del mundo internacional, de la frialdad de los números, de la multitud de imágenes, del inglés, de la multitud de “ídolos amontonados” de nuestra civilización. Nunca le señalaba que esa era la lengua en la que nosotros hacíamos el amor.
8.
Me pregunta sobre mi infancia y yo le hablo del abuelo. Le hablo del suteren y de cómo nos comíamos el melón como los partisanos bajo los atentos ojos de mi abuelo. Mi abuela, mi abuelo y yo. Mis padres, ausentes casi siempre. Le digo que a veces pienso que he heredado el gen partisano del mismo modo que la gente hereda el color de ojos o el tono de la piel. Una pequeña revolución en la sangre.
Me pregunta si está vivo y le digo que no. Me pregunta si murió hace mucho y le digo que murió en 2007. Le explico que luchó en la segunda guerra mundial, como partisano, contra los alemanes, le digo que eso no fue lo peor que le sucedió, o al menos él decía que no lo fue, le hablo de goli otok.
- It was an island in the adriatic sea, "goli otok"-digo-. The naked island, the barren island.
Mi abuelo decía que muchos de sus compañeros se suicidaron tirándose por los barrancos, y las rocas, que les hacían correr descalzos al llegar y les escupían en la boca. Que ahí nada significaba nada, pero "finally he survived", y fue un profesor de biología, e inició una familia, se casó.
"Porodica", le digo. "The word for family is “porodica”.
Veo el rostro de mi abuelo, cuando era más mayor, contándome que, de vez en cuando, la policía secreta pasaba por su casa para comprobar sus opiniones y él tenía que mentir, tragarse sus palabras, o al menos así lo hizo hasta que Tito murió. Hasta que murió, él seguía teniendo la impresión de vivir en un campo de concentración más grande, do you get it?
Me dice que sí.
-How was he like? -añade.
Le veo. Su cuerpo pequeño y no muy alto, redondeado por la vejez y lleno de arrugas. Olía a colonia de hombre y a arena el huerto. De niño me levantaba por encima de los hombros y yo entonces lo sentía gigante. Mi abuela nos observaba desde el quicio de la puerta negando con la cabeza. Se llamaba Blagoje, pero yo no quería que él ocupara un nombre. Para mí era "el abuelo", deda. Me explicaba el mundo desde el suteren, las pasiones, las guerras.
Confundí el mundo con la ilusión de mundo que me enseñó él. Cuando entré al mundo real, sus fórmulas no funcionaban. Ni siquiera funcionaron con mis padres. Era como si mi voz fuera siempre demasiado alta, o demasiado baja, o no llegara lo suficientemente lejos. Cuanto más tenía que cruzar, más inadecuada me parecía. Prefiero ver la tele con Carmen que hablar del mundo porque cuando le explico lo que pienso siento que no termina de comprenderme. Cuando vemos la televisión en el sofá, al menos nos unen las imágenes, las piernas entrelazadas y alguna mirada de tristeza.
9.
(Aunque nunca me lo dice, sé que sus pesadillas son distintas cada noche. Nunca hablamos de ellas por la mañana. Cuando él estaba herido y febril, se las achacaba a su estado. No sé qué pensar del que él siga visitándolas. Es uno de esos impulsos de saber que no sé concretar en términos exactos, por mucho que lo intente. )DUDA DE SI ELIMINAR
En algún momento de esa semana surge la pregunta. Al principio es transparente, inocente. La pregunta surge una sobremesa en la cama. Hace frío y él está leyendo un libro en cirílico, yo busco en mi tablet una película para que la veamos juntos.
Me acaricia con descuido el pelo sobre la nuca con su mano libre, y creo que sus dedos trazan o un infinito o un signo de interrogación.
Hago un resumen mental de lo que sé: él, una noche de sábado, en el suelo del metro, carne y sangre. Yo llamando a la ambulancia, no cogiendo el vuelo. Él en urgencias, yo llevándole a una casa de la que apenas se sabía la dirección. Él, Predrag, de Serbia, estará aquí tres meses. Una petición muda: que alguien me cuide, por favor. Yo tomando el testigo, nadie haciendo preguntas. Su tel��fono que nunca suena, el mío que siempre suena, demasiado. Sus manos de repente me parecen duras. Su cerebro, mónada. Abro los labios aunque todavía no sé de qué quiero hablar.
-Why did you leave Serbia?- inquiero, él se tensa. No sé de dónde han surgido esos cinco términos. Antes de que hable, sé que no va a responder.
10.
-Why did you leave Serbia?, pregunta una tarde en la que estamos sin hacer nada en la cama.
-Why did you leave Serbia?, insiste, uno de los primeros días fuera de casa, cuando estábamos dudando de si cenar fuera o volver a casa.
-Why did you leave Serbia?-un día que está frustrada y se le quema la comida en el fogón.
-Why did you leave Serbia, why did you leave Serbia?-tantas veces, y de súbito han pasado dos semanas desde que abrí los ojos.
11.
Le pregunto cómo se dice “azul” y me dice que
Las tenemos azules, rojas, verdes y amarillas. Vienen en cajas de veinte bombillas entrelazadas por un cable transparente. Tenemos tres de cada color.
- Where do you wanna put the red ones?
Me dice que las rojas irán en la habitación. Yo elijo el salón: las verdes. El baño, azul. La cocina, amarilla.
Toda la mañana probando combinaciones, cinta aislante, su nuca lenta inclinándose, comprobando que todo quede a la perfección. Mi impaciencia por terminar de una vez. Se da la vuelta. Sonríe. Dice, “now it feels like home”, ahora esto parece un hogar. Coincido. Digo cosas como “da”, “ne”, “I’m happy”, incluso “I love you”. Le beso fuerte aunque tengo los labios hinchados y los pezones en carne viva.
-I love you too.-dice, cogiéndome la mejilla.
Le digo que haré chocolate caliente. Cojo la cazuela sin cuidado, dejando las demás en equilibrio precario: y qué si se caen. Vierto los elementos, enciendo el fuego, le doy vueltas con la cuchara de madera. No le escucho cruzar la puerta y cogerme por la espalda.
-Agh!
-Are you alright?
Muevo el dedo enérgicamente, lo meto bajo el agua helada, are you alright?
-It’s ok.-replico. Hago una mueca para demostrar que todo está bien. Él me revuelve el pelo y se centra en el chocolate. Dice “I’m sorry”. Digo “nevermind”. Lo nuestro parece una canción. La casa tiene ahora el aspecto de una película de (¿). Hay un disco de Lana del Rey puesto en su teléfono móvil. Repito “now it feels like home” porque me parece muy necesario.
12.
Examinar las manchas, una a una, sin piedad. En una clase de meditación me dijeron: “no te importe el dolor, cuida la trasparencia”. No se me daba bien la meditacion. Quería que se me diera bien, pero no funcionaba. Contar las heridas en el espejo del baño bajo la luz del fluorescente y el reflejo azulado de las luces de navidad. Las compramos de oferta porque la navidad ya se había terminado. Le dan a la casa un aspecto sagrado, brillante y también un poco triste. Contar las marcas de la piel, algunas antiguas, otras fruto de la pelea, otras hechas por Carmen. Siempre he odiado mi cuerpo, o más bien su piel. Me ha parecido insuficiente por mucho que lo cuidara o mucho que otra persona me dijera que estaba bien. Años y años corriendo a vestirme nada más terminar el acto sexual, teniendo cuidado en los vestuarios del gimnasio. No soporto las heridas, los pelos súbitos, los lunares. Hundiría las uñas para arrancarlos. Me parecen signos de algo que no sé expresar. Pistas. Señales. Los detesto.
La oigo servir otros vasos de vino en la cocina a pesar de que ninguno de los dos los necesitamos. Estamos celebrando que por fin hemos decorado la casa. Descorcha la botella, la escucho: tiene una forma dulce de ser fuerte. Con ella mostrar mis marcas nunca fue un problema porque me recogió cuando tenía más zonas estropeadas que piel lisa: hay cierta garantía de que ella puede soportarme.
Salgo del baño. Ella me espera sin darle al play. Estamos viendo Fuego Camina conmigo porque ella quería prepararse para la nueva temporada de Twin Peaks y porque quería volver a David Bowie vivir. Yo apenas le presto atención: bebo mi copa de vino de un trago y me dejo reposar sobre el sofá. Es rosado. El blanco se ha debido terminar.
-Now it feels like home.-reitero.
Ella me pregunta cómo era mi casa en Serbia, no la casa de mis abuelos o de mis padres, la mía propia, justo antes de venir aquí. Le hablo del piso. Le digo que era blanco y grande y que la cocina el salón y el estudio era sólo una habitación con separaciones provisionales. También una habitación doble. Y un baño. Ella no para de trastear con la tirita que se ha puesto en el dedo.
-Do you have someone?
Es una forma extraña de preguntar si compartía mi vida con alguien, preguntarme si la “tenía”. Callo un instante. Ahora David Bowie está vivo en pantalla. Se mueve mucho, vestido de blanco.
- I had a fiancee.-confieso, y creo que la palabra “prometida” también es una palabra extraña.
Ella no dice nada. Los ojos perdidos en el esparadrapo y sus labios hinchados entreabiertos. Me obligo a preguntar “are you alright?” antes de ir a la cocina a por otro vaso. Escucho un “why did you leave Serbia?” desde la cocina.
13.
A pesar de todo le quería. Lo descubrí cuando me molestó un silencio por primera vez. Esa incesante necesidad de saber qué sentía, qué pensaba. Si no hubiéramos vivido en la misma casa me hubiera vuelto loca. O le hubiera querido menos. No lo sé.
Mi teléfono sigue sonando, yo no lo cojo nunca. Las preguntas se acumulan ante mi monolítica ausencia de respuesta. Mi vida, regida por nuestro mutismo compartido. Él cocina, yo finjo limpiar la encimera sólo para ver cómo hiende el cuchillo en las verduras. Prepararle una taza de té incluso antes de que sepa que la quiere. Escribirle notas aunque sea innecesario porque rara vez nos separan más de seis metros. Cuidar que se observen los horarios de nuestra iglesia de dos. Y, sobre todo, jugar a los futuros. “Qué vamos a hacer” en la boca, todo el rato. Yo también lo tengo en la cabeza, incluso cuando no decimos nada. Busco estratégicamente el hueco libre de piel entre las capas de ropa de invierno y me esfuerzo en juntarlo con el mío, carne con carne, mientras leemos o vemos la televisión.
A veces La Pregunta me viene a la cabeza. No es la primera vez que me sucede algo parecido: un deseo potente que lo arroya todo y yo trato de reducir en palabras, siempre equivocándome. Le pregunto “why did you leave Serbia?”, pero no es eso lo que me remueve las entrañas. Quisiera, en su lugar, decirle “déjame entrar ahí dentro” o, “¿te importo? ¿realmente me quieres?” o incluso, “¿quién eres? ¿Eres peligroso?”
Le pregunto cómo se dice televisión y me dice que “televizor”.
Le pregunto cómo se dice Iglesia y me dice que “crkva”.
Le pregunto cómo se dice Pregunta y me dice que “pitanje”. Nunca se cansa de dar respuestas, lo considera natural. Yo, en cambio, no ceso de preguntarme de dónde viene este deseo de nombrar que me asalta todo el rato..
La duda de si es peligroso me empezó a obsesionar desde la mañana pasada. Abrí los ojos y él estaba mirando fijamente el cuello.No se dio cuenta de que me desperté. Yo sí vi sus ojos.
Fingí dormir un poco más y repasé las cosas que sabía y no sabía de él. No parecía tener nadie esperándole, ¿había hecho algo malo?. No parecía tener obligaciones en España, ¿simples vacaciones? Pero he mentido. O me he equivocado. El “¿es peligroso?” no me preocupa. La mayor parte del tiempo es un juego. Algo que lo hace todo más interesante. No me preocupa ni la mitad del quién eres ni una tercera parte del “¿te importo?” Él siempre va a tener algo de ese muñeco vendado cuyas heridas yo remendaba: mi memoria lo guarda como un afiche más, parecido a un realista muñeco de vudú. No puede hacerme daño. No podría. Sólo si falta. Su ausencia es lo único que podría dañarme.
14.
La segunda cosa que más hacemos es ver fotografías. Las compramos en mercadillos, las encontramos en revistas, las buscamos en internet. Nos gustaban las de ancianos y las de niños. Las de ancianos porque nos gustaba jugar a adivinar cómo había sido su vida. Las de niños, porque nos gustaba pensar cómo iban a ser. Parecía que de alguna manera misteriosa ambos grupos se mantenían más o menos siempre iguales, fuera cual fuera la cultura, el contexto, el mundo: compartían cierta manera de mirar a la cámara, o de no hacerlo. Los adultos que a veces se colaban en las fotos eran mucho más diferentes. Los niños a veces ni siquiera sabían hablar.
-Do you think they’re still in love?-me pregunta Carmen. Sostenemos una foto en blanco de dos ancianos caminando por la calle Andrassy de Budapest. Yo la he reconocido, he estado ahí mil veces. Ella, no. No le digo donde es para no cortar su imaginación, y ella me habla de cómo se conocieron probablemente.
-Maybe his name is Predrag too.-aventura.
-Maybe.
Dice que cuando nos cansemos de esta casa nosotros también daremos paseos todo el rato. Andaremos hasta que nos hagamos viejos, dice, romperemos cien pares de zapatos. Me muestro de acuerdo cogiéndole por la mejilla. Sueño que sea verdad.
Dibujamos futuros posibles como quien garabatea sobre el papel que sabe poco importante. Donde iremos de viaje, donde pondremos nuestra colección de fotos, si iremos o no a la exposición temporal del Reina Sofía. Apenas salimos de la cama: no estás del todo curado, dice ella, yo obedezco. No deja de quitarse la tirita todo el rato y la quemadura no se le acaba de curar. Le digo que seguro que es mala enferma y sólo se ríe. Hemos decorado la casa con pequeñas lucecitas de navidad que encontramos de oferta en una tienda asiática. Rojas en el cuarto, verdes en el salón, azules en la cocina: es el único adorno. Las encendemos por la noche y antes de dormir tengo que ir apretando todos sus pequeños interruptores para que se haga la oscuridad. Tengo algunas fotografías, pero no las he sacado de la maleta. Ella ha puesto algunos libros en los estantes y me lee algunos pasajes en inglés a veces.
Fotografías de niño, ¿te gustaba jugar a las cartas cuando eras un niño? ¿Te gustaba el fútbol? ¿Te comías toda la comida del plato? Invocamos universales. Cambiamos recuerdos comunes. Generamos nuestra pequeña colección de ídolos que dicen todo eso de lo que nosotros no sabemos hablar.
15.
-Da.
-Sí.
-Ne.
-No.
-¿Hola qué tal?
-Bien, ¿tú?
-Jueves, viernes, lunes.
Y un beso.
16
Hemos cenado en la cama y ella insiste todo el rato en que me levante a por el postre y en que cambie la lista de reproducción que suena en mi teléfono móvil. Cuando vuelvo ella mira el suyo con preocupación.
-There has been another attack.-dice. Yo me siento a su lado y le pregunto dónde ha sido.
-Paris. In the Louvre.
Le pregunto si ha muerto mucha gente y me dice que cree que nadie. Yo me encojo de hombros: no veo ninguna novedad. Dejo sobre la mesa dos manzanas y una tableta de chocolate.
-Aren’t you afraid?-inquiere.
-I don’t think so.-replico, y creo que es verdad. No tengo miedo, nunca he sido una persona miedosa. Me pregunta si no estoy triste y le digo que no sé. Nos quedamos en silencio.
-It must be terrible.-no ha dejado de mirar la pantalla del teléfono en todo el rato. Perder a tu familia. Dejar tu casa. Perder tus raíces. Ser estigmatizado. Perder todo lo que quisiste. Tener que ser otra persona. Sigue dando ejemplos. Carmen no para de hablar.-I don’t think I’ll be able to stand it.
- We all have lost something important.-afirmo.
Le digo que en un mundo de grandes movimientos todos perdemos la patria, acojamos o seamos desplazados. Que en un mundo en el que no hay distancias ni identidades fijas todos estamos perdidos de alguna manera u otra. Ella enarca una ceja, me mira con escepticismo: creo que está enfadada. Dice que no entiende cómo puedo ser capaz de comparar una cosa con otra. Añade que soy eurocéntrico,superficial. Yo me levanto y llevo las cosas a la cocina. No ha probado el chocolate. No ha tocado las manzanas.
17.
Tuve una infancia de loca. O más bien una adolescencia. Llenaba de gritos el espacio entre la bañera y la superficie del agua cuando ni mi madre ni mi hermana estaban ahí para oírme.
Pasaba días sin comer y semanas obsesionadas con cierto alimento.
A veces no iba a clase durante días y me sentaba en un banco entre mi casa y el instituto a ver como toda esa gente pasaba con una rapidez incomprensible.
Gastaba gran parte de mis energías en fingir que nada me importaba nada.
Me daban ataques. De repente sentía que las cosas estaban fuera de sitio, que todo se estaba doblando más allá de sus límites, y yo no podía hacer nada. Que dejaba de tener dominio sobre las cosas y que las cosas empezaban a tener dominio sobre mí. Sentía que no podía escapar de algo que era demasiado fuerte. Gritaba. Respiraba fuerte. Me desmayaba, incluso. Alguien venía ayudarle: las que mejor lo hacían eran mi hermana, mi abuela, y mi profesora de literatura de segundo de la ESO. Mi madre prefería pensar que no me pasaba nada. Mi abuelo se ponía tan nervioso que a él también le tenían que tranquilizar.
Con el tiempo, aprendí a dominarme: ahora ya no me pasa casi nunca. Ni siquiera necesito un lavabo con bañera. Pero esa puerta sigue ahí, en alguna parte de mi cabeza. Cuando amenaza con entreabrirse yo tengo que correr a cerrarla de un portazo. A veces amenaza con abrirse cuando veo las noticias.
Dominar las puertas es dominar los verbos “cerrar” y “abrir”. Abrirla sólo lo justo para que no se revienten los goznes pero que no pase nada. Es todo un arte. No sé si Predrag tendrá su propia puerta en la cabeza.
18.
Aquella mañana me levanto algo antes de lo normal: he tenido otra pesadilla. Soñé que estaba atrapado en un tren, en la nieve, y que algo horrible se acercaba hacia nosotros. Todo el mundo se levanta y huye del vagón menos yo, que no puedo moverme. Tengo algo pegado a las paredes del estómago que amenaza con moverse de repente y convertirme en un hombre desmayado al lado de un charco de vómito. Tampoco puedo gritar, o hablar, en mis sueños casi nunca puedo pronunciar palabra. Un hombre cojo abre la puerta del vagón, “vamos, chico”, “chico, vamos”. Trato de explicarle que no puedo moverme. La gente corre por la nieve hendiendo sus piernas de los tobillos al muslo, tropezando.
- Necesito ayuda.-le digo con un hilo de voz.- No puedo llegar tarde. Orzsi y yo nos casamos el veinte de julio. Veinte del siete del dos mil diecisiete. Nunca nos vamos a olvidar.
Él se tensa: algo que le he dicho le ha molestado, yo insisto “¿me ayuda, me ayuda?” aunque no puedo superar del volumen del susurro. Él se aleja como puede con ayuda de su bastón, me mira con recelo. “Estamos en el cuarenta y seis, chico”, declara finalmente. Cierra la puerta del vagón sin aclararme si es 1946 o 2046 a lo que se refiere.
Vuelvo al cuarto: estás completamente curado, dice. Yo no puedo más que dudarlo: no sabe nada. Abandono de nuevo la habitación con la excusa de hacer un poco de té.
19.
Él no está, dijo que se iba al baño. Reviso las marcas de su ausencia sobre la sábana aún calientes: vuelve. Le veo cambiarse de ropa delante de mí, reviso su cuerpo: casi inmaculado. Si hay cicatrices no hablan de vulnerabilidad, sino de dureza. Entonces se lo digo.
-Estás completamente curado.
-What?
-I mean, you’re completely cured.-repito en inglés. No sé cómo me he podido haber equivocado.
Abro la ventana. Enero está terminando. El cumpleaños de mi hermana fue hace dos días y no la felicité. Me entra angustia repentina, busco el móvil, pero no lo encuentro.
-What are you doing?
-I’m searching for my phone.-explico.
-Since when is it important?-inquiere, dejando las tazas en la mesilla de noche. Su pregunta me molesta un poco y decido ignorarla. Sigo buscando sin éxito y me meto de nuevo a la cama.- Are you alright?
Asiento poco convencida. No toco mi taza. En su lugar afirmo:
-January has ended.
-Yes, it is.
-I pick you up in January 7th.-le recuerdo.
-That’s right.
Ese intercambio tan banal me pone nerviosa. Cuando hablamos así en inglés me siento como un personaje de televisión descontextualizado. Mi vida, un reality show. Él adivina que algo me molesta y desiste de añadir nada: lo agradezco. Cojo mi taza, me la bebo en sorbos pequeños. Él lee. Le observo por encima del hombro: no va a decir nada. Al terminar un capítulo dejo mi taza vacía en la mesa y repito:
-Why did you leave Serbia?
20.
Vuelvo al cuarto y ella está rebuscando, ¿estaba tratando de encontrar mi maleta? La escondí muy al fondo de la maleta, para evitar que la encontrara. Trato de no alarmarme. Me dice que busca su teléfono móvil y no sé si puedo creérmelo: a ella no le importa su teléfono móvil. No usa su teléfono móvil. Puede pasar perfectamente sin él. Me meto en la cama y finjo leer. No puedo concentrarme en las letras, mi mente es una red llena de agujeros.
Dice, “enero está terminando”. Le digo que es cierto: es veintiocho. Me dice que me recogió el siete. Le digo que es verdad. Esta conversación me está poniendo nervioso. Siento que estoy pasando una especie de prueba, ¿qué espera de mí? ¿En qué está pensando? Ella...
-Why did you leave Serbia?-pregunta al final. Chasqueo la lengua con fastidio: es eso. Jebati. Sí que estaba buscando algo en el cuarto. Carmen hace un mohín triste cuando ve mi forma de mirarla. Se levanta, va al baño. Yo cierro el libro y lo arrojo a los pies de la cama.
-I’m sorry.-dice cuando vuelve. Es frágil así apoyada contra la puerta: me ablando.
-I can’t tell you.-replico.-You’ll hate me.
Ella me asegura que no podría odiarme jamás. Sé que en el momento que lo dice no es mentira. Le digo que vayamos a desayunar fuera para huir del ambiente viciado del dormitorio. Ella accede sin preguntar. Siento algo parecido al pasar con éxito un control de aeropuerto.
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21.
Los mercadillos parecen hechos para que nosotros los miremos. Multitud de objetos del pasado amontonándose, siempre un poco incomprensibles para nosotros. Y la historia: desde que Predrag está aquí, siento que la historia está para abusar de ella. Hacerla que navegue con nosotros hacia un punto común.
Él hace preguntas todo el rato, “¿de qué año es esto?” “¿Qué significa?” “Who was?” “When…?”
Yo le repito mecánicamente todo lo que sé. Me esfuerzo en volcar todos mis conocimientos en sus orejas. Mi urgencia es tan que a veces me aturrullo.
-Emm... welll... I don’t know.
En esos momentos él me revuelve el pelo, dice “nevermind” y me parece que la historia ya ha cumplido su papel.
Hago planes todo el tiempo: redistribuyo la ciudad en fragmentos que visitar, lugares por los que pasear. Los repaso mentalmente antes de dormir, ajustando los retrasos: apenas salimos de casa.
-Today we’ve to go to the Retiro, and the Cristal Castle, and...
-Ok, ok, ok.-accede sin prestarme demasiada atención.
A veces él también contribuye. Esta mañana, por ejemplo, en el metro, dice “you should visit Serbia in Christmas”. Me habla de los aspectos paganos bajo la capa de cristianismo ortodoxo, de badnjak, del fuego, del sabor del Cesnika, de la quema. No comprendo todas sus palabras pero entiendo su intención, y eso es lo importante. Repite “you should visit Serbia in Christmas” y yo estoy ya pensando en todos los mercadillos por los que pasaremos desde que se tenga que ir hasta la próxima navidad.
22.
A veces creo que está tan obsesionada con el pasado y con el futuro que es incapaz de mirar a su presente. Está ahí, apenas dos pasos por delante, pero yo sé que su cabeza está mucho más lejos y que no presta atención a lo que está pasando a su alrededor. Siento deseos de zarandearla y gritarle “¿no ves?”, “¿no ves?” ¡Mira, jebati, mira! Supongo que no se puede jugar a ver lo extraordinario en cualquier parte si llevas toda la vida viviendo en el mismo sitio. ¿Ha vivido ella siempre aquí? No se lo he preguntado. No le he preguntado demasiadas cosas.
- Carmen? Carmen, wait up!-le pido. Hay mucha gente en la avenida y siento que la voy a perder.- Carmen!
De repente, no está. Lucho contra un montón de cuerpos fofos que se interrumpen en mi camino mientras me doy cuenta de que hoy tampoco he cogido mi teléfono móvil. Murmuro “Carmen, Carmen, Carmen” como si fuera un mantra que me permitiera encontrarla a pesar de que no lo oiga nadie, ni siquiera yo. Todo hace demasiado ruido. Pitidos, voces, llantas, asfalto. El asfalto es una cosa bastante cruel: no permite dejar huella. No me deja que la rastree.
-Carmen? Carmen?
Desorientado, se me ocurre entonces que hay algo en nuestra situación que hace que ella juegue con ventaja. Esa, pienso mientras trato de orientarme, podría ser su casa, su ventana. En cualquier momento ella podría sacar un juego de llaves, decir “goodbye!” e introducirse en una escalera, subirse a una vida de la que yo no formo parte y desaparecer.
-Carmen, Carmen?-repito angustiado, ya sin moverme, mi metro parado en la avenida.
Y entonces me coge la mano. Su presencia me rescata. Está aquí. Está ahora. Como para confirmarlo, añade en un susurro junto a mi cuello.
-I’m just here. I’m just here.
23.
- Who was Tirso de Molina?
Sus demandas de conocimiento son imparables: nunca se cansa, y no parece sorprenderse de que yo pueda darle todas las respuestas. No cuestiona su verdad, tal vez porque no es lo realmente importante. Cuando las palabras se repiten, quiere saber por qué. Trata siempre de saber qué significa cada cosa, qué significa exactamente “duque” y qué significa exactamente “de”, qué palabras son nombres comunes y cuales son nombres propios.
- Who was Jacinto Benavente?-inquiere, pero entonces ya no le estoy prestando atención: le he visto. A lo lejos. Se acerca a nosotros en la marabunta. Él me ha visto a mí también: ya no puedo fingir que no estoy aquí.-Carmen?-reitera, y le digo que “un dramaturgo, o algo así”. Tal vez decida no acercarse, me digo. Nunca fue muy amable. No sobrevive mucho tiempo ese “tal vez”: se acerca a saludarme, va solo. Me saluda antes de que tenga tiempo de tener un plan.
- ¡Carmen! ¿Qué haces aquí?
- Hola, Felix...
- Te escribí un mensaje hace unos días.-su mano en mi hombro, con total naturalidad. Nos hemos parado, también Predrag- Preguntándote qué tal y eso, ¿no deberías estar en las Américas?
- Yo...
Todo es sencillo en realidad. Sonrío algo más de la cuenta. Él me abraza, me besa las dos mejillas. Balbuceo una excusa que él acepta enseguida. Digo cosas como “retraso, familia, enfermedad, volveré a irme pronto” en un orden que él considera aceptable. Mira a veces a Predrag por encima del hombro, pero no les presento. No íbamos dados de la mano, por suerte.
-Who was him?
Hay una diferencia radical entre este “who was” y otros, y tal vez esa sea la razón de que ahora no sepa responder.
24.
“I’m not supposed to be here”, había dicho. Yo no me lo había tomado en serio en aquel momento: acababa de declararle que yo tampoco. Creía que su “no debería estar aquí” era simplemente paralelo a mi confesión a medias de culpabilidad. Otro juego de los nuestros en el que las palabras no tenían su significado habitual. Todos somos culpables de algo. Incluso los niños, desde el momento que empiezan a llorar. Pero la siento tensarse a mi lado en cuanto entramos en la plaza. La veo como reacciona, con él, ¿oculta algo realmente?
Soy un ser cobarde: no me atrevo a preguntarle. Se me escapó un “who was” al que ella no dijo nada: tal vez sea mejor. Sería injusto, yo tampoco accedería a hablar en el caso contrario, tampoco la miro, no quiero encontrar más incógnitas en su rostro. En su lugar, le agarro la mano con fuerza: el fantasma de ella desapareciendo en cualquier esquina hoy está más vivo que nunca. Llegamos al café sin intercambiar palabra, pero esta vez nuestro silencio no es cómodo, sino que está vacío de comunicación. Murmullo que voy a pedir aunque lo lógico sería que lo hiciera ella.
25.
- Who was him?-reitera.
- A friend.-afirmo, pero sé que no es decir nada. No hemos intercambiado palabra hasta llegar al café. What are your favourite places of Madrid?-intento cambiar de tema.- Have you decided yet?
La última vez que le pregunté por sus lugares favoritos de Madrid él me dijo que el único que conocía realmente era nuestra casa, y ahora es un poco menos cierto. Él me presiona la mano con fuerza innecesaria.
- So you aren’t gonna tell me.
Tiene el ceño fruncido, no me mira, ¿por qué es tan importante quién fuera ese chico? ¿Tiene celos? Ensayo en mi cabeza, “are you jealous?” y “why are you mad at me?” pero no lo pronuncio en voz alta.
Se aleja hacia la barra a pedir y me sorprendo de verlo interactuar a lo lejos con otros seres humanos. Me sorprende, por así decirlo, verlo caminar entre las personas. Es eso lo que le sucede. Somos seres radicalmente privados, el uno para el otro. No estamos acostumbrados al espacio compartido con los demás.
“Por eso no ha notado tu incomodidad”, me digo. “Por eso piensa que en esos abrazos puede haber algo que temer.”
Los dos removemos el café en silencio, aunque él no se echa azúcar y su acto no tiene sentido. Reviso nuestro reflejo en el cristal de la ventana: una pareja en silencio, cuatro ojos perdidos sin encontrarse, ¿qué parecemos? ¿Una pareja cansada, mal avenida, escandalosamente acabada? La idea de que nuestra relación no sobreviva al vistazo de unos terceros, de que otros puedan juzgarnos sin permiso, de forma automática incluso, me punza tanto como el que Predrag no sea capaz de interpretar mis reacciones con otras personas. Nadie nos comprende. Tal vez tampoco me comprenda él.
- I just wanna go home.-pido antes de que el café se haya terminado.
26.
- We would like two soy capuccinos.-ordeno.
- Sure.
Aprovecho la distancia del establecimiento para observarla desde lejos. Está incómoda, meditabunda, inquieta, ¿qué esconde? ¿Realmente “no debería estar aquí? ¿Por qué ese hombre se ha sorprendido tanto de verla? ¿He oído bien la palabra “América”? El camarero me explica que puedo sentarme a esperar pero yo finjo no entenderle. Su inglés es deficiente, de cualquier forma. Según me acerco con las tazas a la mesa me doy cuenta de algunos detalles que nunca había visto. La curva de alerta de sus hombros, las pupilas huidizas, ¿también es así en casa? Remuevo mi café para que se mezcle la espuma con el contenido mientras busco una excusa para seguir paseando, quizá incluso cenar fuera. Quiero más de ella fuera de casa: quiero verla como la ven otros, algo en esa idea me tienta, y no solo meramente por afán investigador: me parece excitante. Ella permanece callada todo el tiempo en el que yo estoy meditando, ¿en qué piensa? Me queda medio café para inventar una excusa para estar más tiempo fuera. Entonces ella interrumpe el silencio y pide:
- I just wanna go home.
-Why?-inquiero.
No dice nada. Sólo repite que quiere ir a casa varias veces. Se aturrulla como cuando no encuentra las palabras, aunque en este momento no hablamos de nada complicado. Yo insisto, pero ella no responde. Ni siquiera volvemos caminando, sino en un metro que se me hace interminable. Cuando llegamos, la casa no parece del todo casa. Mientras ella está en el baño voy encendiendo todas las ristras de luces de navidad. Le digo un “now it feels like home” al televisor apagado.
27.
Hay algo inquietante en una persona apoyada en el quicio de una puerta, sin terminar a entrar. Dentro-fuera, Dentro, pero fuera. Marcando la habitación o pidiendo permiso para entrar: también hay algo extraño en estar en uno de ellos.
-The wound in your finger.-su voz desde el marco de la puerta de la cocina.- Is it ok?
Termino de lavar la fruta, la pongo en el único recipiente grande que tenemos: La loza está descascarillada.
-I’m alright.-replico, metiendo la fruta en la nevera. Paso hacia el salón por el estrecho hueco que hay entre el marco y él. Mi habitación de infancia estaba alineada con el pasillo, y desde mi puerta podía ver las entradas al resto de las habitaciones. La puerta de la cocina, enfrentada. Teníamos una casa pequeña con una puerta que conectaba con la casa de mis abuelos. Eso me fascinaba. Un umbral y estás en otro sitio. Como vivir en una casa en la frontera. Como exactamente el segundo en el que se cambia de mes, o de año.
-Time is out of joint. -los dos sentados en la mesa, frente a frente, separados por una cena. “El tiempo está fuera de quicio.” El agua se ha derramado, yo la observo impávida desparramarse sobre la mesa. Violar los límites del vaso. Él se apresura a recogerla con algo de papel de cocina.
- What?
Le digo que es una cita de Hamlet. Él apenas me mira, termina de recoger, vuelve a echarme agua. Cruza la puerta de la cocina muchas veces en el siguiente rato. Me pregunto si no seré yo misma quien estará desquiciándose.
28.
Le pregunto si su quemadura del dedo está bien porque el silencio me resulta insoportable.
-The wound in your finger, is it ok?
-I’m alright.- y no sé exactamente qué significa su forma de replicar.
Apenas hemos intercambiado palabra desde el incidente en el café. Trato de censurar mis preguntas bajo intentos permanentes de entablar conversación, pero descubro que ni tan siquiera hay tantos temas de los que hablar. Balbuceo. Dudo de la misma manera que cuando ella tiene problemas con el inglés. Digo “hola que tal” cuando paso por su lado y ella no responde nada. Mientras ella hace la cena, deshago un ticket en mil pedazos para comprobar su persistencia. El lenguaje sí se destruye. Ni rastro de palabras bonitas o sufijos cariñosos: nada.
Cenamos en silencio: ha calentado una crema de verduras de brick y ha troceado algunas frutas de forma interrogar. No le gusta cocinar, ni nada que implique prestar atención a su propio cuerpo. Le digo que podemos ir a ver la nueva película de Jim Jarmusch esta semana. Ella no termina de escucharme. Me pregunta cómo se dice “sopa” y le digo que se dice “supa”, pero no es sopa lo que estamos tomando. Tira el agua y no hace nada por recogerla. Espera a que yo lo haga, imperturbable, observándome ir y venir con la balleta. Primero, no dice nada. Cuando creo que va a hablar, cita a Hamlet. Algunas frases son peor que el silencio,
29.
Esa noche me toma por sorpresa cuando me despierta. Está gritando y al principio pienso que sucede algo terrible en la casa. Luego comprendo que esta vez él también estaba dormido, que se ha despertado súbitamente.
-It’s ok, it’s ok.- repito: mi mantra.
Él no calla: vocifera sin articular palabra, o al menos eso creo. Propaga la voz ante la ausencia de algo concreto que decir. Encendemos la luz y por alguna extraña razón él abre la ventana. Yo trato de que se tape para que al menos no pase frío, pero no soy capaz de explicarme, sólo de manotear.
-I don’t understand.-confieso.- I don’t understand.
Él sigue moviéndose erráticamente, como un animal encerrado en el cuarto. En algún momento sus gestos comienzan a tener un sentido: se viste.
- Where are you going? Where are you going? It’s half past four.- le señalo la hora como si para él eso fuera a suponer una información relevante, aunque su estado parece alejado de cualquier noción numérica racional.- I don’t understand- repito, y es cierto: no comprendo nada de lo que está sucediendo.- I don’t understand, I...
Termina de atarse los zapatos y me mira muy seriamente.
- No, you don’t.
Después se va al baño, se lava la cara. Lo ha dicho como si su “no entiendes” fuera acompañado de un “por supuesto”. Lo escucho beber agua, lavarse, mear. Ya son casi las cinco.
Antes de salir para en la puerta de nuestro dormitorio. La luz de la mesilla de noche apenas llega a iluminarle. Me dice que no le siga, que no me preocupe, “I just need some fresh air”. Cierra la puerta de casa y yo me pregunto qué clase de aire es ese cuya necesidad te hace levantarte así en medio de la madrugada.
30.
A mi abuelo le hacían sufrir los niños que torturaban insectos, y por eso me prefería a mí antes que a mis primos mayores. No se trataba tanto de una cuestión moral como de algo fisiológico: cuando las partes de uno de sus cuerpecitos no estaban en su lugar correcto; se alteraba, si encontrábamos un animal muerto volviendo a casa, se le revolvía el estómago. Decía que no soportaba ver a las cosas agitarse. El movimiento nefasto del cuerpo de una lombriz, la persistencia de la polilla contra el cristal, el temblor inexplicable de un roedor asustado. Si se metía un insecto en casa, o un sapo pequeño, tenía que expulsarlo mi abuela, pero nadie nunca le hubiéramos acusado nunca de no ser lo suficientemente hombre.
Mis primos no sabían nada de esto, o fingían no hacerlo. Eran dos años más mayores que yo. Ahora una mariquita diseccionada, un sapo empalado, un ratón que cada vez tiene menos cola a golpe de tijera, gusanos a medias y ranas con el estómago preñado de un petardo a punto de explotar.
Llenaron un tarro de cristal de alas de mariposa fuera de su sitio. Les quitaban sólo una y contemplaban sus inútiles intentos de volar con la restante. Yo nunca supe cómo participar en sus juegos. Tengo la mano manchada de mi propia sangre y no hay ningún bar en el que entrar.
31.
Entra en el cuarto. Está húmedo, ha caído una fina lluvia. Se quita la chaqueta, la deja en el suelo y veo las heridas de su mano derecha, la carne del nudillo vencida sobre la piel: ha vuelto a estropearse.
-I’m sorry.
Se desviste, se mete a la cama. Le pido que me deje curarle el nudillo y él niega tres veces con la cabeza: no, no, no. No hace falta, estoy bien, durmamos. La forma mecánica en la que lo repite me hace dudar si estamos jugando a nuestros juegos de palabras. Me abraza con la luz apagada, are you mad at me?, yo me lo pregunto a mí misma, --¿estoy enfadada? ¿Cómo podría estarlo?--, reparto pequeños rastros de besos sobre su cuello y su mejilla derecha, “it’s ok, it’s ok”. Su vientre sabe a pétalos mojados. Su sexo a muro de cemento. Callada, trato de explicarle que no pasa nada. Trato de darle lo que no se puede dar.
32.
-Are you mad at me?
No responde, me besa en silencio, yo me repito, are you mad at me?, nada, no se queja, no exige explicación, sólo me besa y yo recuerdo esos primeros días bajo las sábanas, tomo el control, la obligo a girarse y trato de no escuchar su “it’s ok”.
33.
Tenía la sospecha de que aquello que nos hacía daño era lo que nos permitía estar juntos, y que eso que nos permitía estar juntos, era a la vez lo que nos separaba.
Él en el baño, yo en la cama y entre nosotros una distancia que no se mide en metros. El agua corre y yo abro la ventana estableciendo una conversación muda entre interior y exterior. No nos sucedía esto las primeras veces que nos acostábamos.
Nos comportábamos como si las palabras no nos merecieran y a nosotros eso nos diera completamente igual. Ahora, todo es arduo. Se encarama a la cama, tira del edredón demasiado pesado. Esa sed que siempre llega a los sitios antes que yo ya está en la cama con él, pidiéndole un abrazo. Yo estoy quieta, cuerpo contra la pared. Gusanos de luz entran en tres filas rectas por la persiana. Algún pájaro ya ha comenzado a cantar.
34.
Me dice que va a poner su nombre en el buzón. Para qué. Porque esta noche pedí algo por internet. El qué. Nada importante. El qué. Un libro, qué más da.
Me dice que si quiere que ponga el mío debajo. Le digo que no espero cartas. Ella se encoge de hombros y se esfuerza en cortar un rectángulo perfecto de papel. Lo hace como si fuera una cosa muy importante. Lo pienso un poco mejor.
-Do it.
-What?
-Write my name down.
-Ok.
Selecciona cuatro pedazos de celo pequeños. Ha escrito nuestros nombres con un bolígrafo verde. Predrag. Carmen. El espacio es pequeño, están pegados. Si fuéramos nombres, podríamos unirnos como se unen las palabras. Baja trotando al buzón, deja la puerta de casa entre abierta. Cuando vuelve se queda apoyada en el marco de la puerta, como si no terminara de decidirse a entrar. Yo dejo sobre la mesa el libro que estoy leyendo y le miro interrogante.
-Are we alright?
-I don’t know.-confieso.
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segunda parte
1.
Me parecía que sus rasgos ya no eran los mismos, o más bien que de la suma de todos ellos no salía él.
Nos observo: él en el sofá del salón, lee. Yo sentada en la mesa redonda, me pinto las uñas color rojo sangre.
El título del libro está escrito en cirílico, así que no puedo saber qué pone. Aprieta los bordes con fuerza y apenas pasa de página. Siento que no lee, que sólo está fingiendo posar los ojos sobre las letras. Oigo su no-gritar.
La ventana está entreabierta, la primavera ha comenzado y hemos recuperado la brisa tras meses con las ventanas cerradas. Mece la cortina blanca, que a veces toca sus pies.
Me levanto sin esperar a que se sequen del todo las uñas y cojo a tientas una revista del cajón de debajo de la televisión. Aún no ha pasado de página. Le pregunto cómo se dice brisa y él me dice que "poveratac".
2.
-Do you wanna go to bed?
Estamos viendo un documental en televisión. Va sobre la prostitución y el tráfico de sustancias en un barrio de los suburbios de Bilbao. Quiero preguntarle cosas sobre lo que aparece en pantalla: los subtítulos son pobres, no comprendo nada. No sé por qué le he preguntado si tenía sueño.
-I don't think so.- replica. Por supuesto que no. Sólo son las once y ella siempre se acuesta más tarde.
Me dice que podemos poner otra cosa. O que me puedo ir a dormir yo.
-I'll wait. - replico. Error otra vez. Parece que le diga que espero, aunque a disgusto. Yo realmente quiero saber qué tienen que decir sobre esas mujeres de carnes curtidas, los trapicheos en las esquinas, los niños que parodian la violencia en los patios de las casas. De verdad quiero saberlo. Quiero saberlo todo.- I'm really interested.- aseguro con vehemencia innecesaria.
Ella se tensa, despega el pequeño espacio compartido por nuestros brazos en el sofá.
-I don't feel like going bed right now.-repite, y yo entiendo que sus palabras significan algo más ahora. Resoplo, sintiéndome frustrado: no quería acostarme con ella. No es eso lo que estaba buscando ahora. Ni siquiera quería ir a la cama en realidad. Sólo estaba entendiendo las cosas a medias y me sentía estúpido e impotente. Yo...
-I didn't mean to...-empiezo a explicarme, pero no termino la frase.
En silencio, seguimos viendo el documental. Aparecen unos policías. Aparece un parque sucio. Aparecen dos mujeres que se ríen: una no tiene todos los dientes, la otra lleva aros en las orejas de tamaño de pulseras. Sus bocas se mueven de forma furiosa. Ni siquiera hay subtítulos todo el rato.
-There's a thing with language there, in Bilbao.-me informa ella. Yo asiento, ya me lo comentó una vez. Estaba leyendo un libro sobre el tema hace un par de semanas y hablamos de los conflictos territoriales de ese sitio del que no recuerdo el nombre, también de Albania. No estábamos de acuerdo.
Una de las dos putas se levanta, la sigue la cámara, nos lleva por unas escaleras a una calle llena de suciedad y tuberías. Hay una figura apoyada en la pared, su carne recortada contra la luz de una farola, y la puta se aproxima a ella. La luz artificial hace remolinos sobre su carne, que parece extrañamente dúctil; la cámara está muy cerca, se tambalea, muestra cómo la licra aprieta su hombro, no respeta la piel.
- Well, I'm going to bed.- digo mientras me levanto y me dirijo a nuestro cuarto.
Ella chasquea la lengua, no responde. No va a venir en mucho rato. Tal vez en toda la noche.
3.
-Do you wanna go to bed?-dice.
Vemos un capítulo de Equipo de Investigación sobre prostitución y drogas en el País Vasco. Yo creía que le interesaba, lo había puesto por él. Le digo que no creo que me vaya a dormir tan pronto.
-We can change the channel.-le ofrezco, aunque sé que en el resto de emisoras no hay nada. Hace más de una semana que no vemos una película juntos.- Or you can go now, I'll be there in a while.
-I'll wait.-asegura de forma demasiado tajante. De súbito, soy consciente de nuestras pieles rozándose a través de jersey y tela. Recuerdo la pared del techo del cuarto. Recuerdo su cara. El ansia de las última veces.
Le digo que no creo que quiera ir con él a la cama ahora, y espero que él entienda a lo que me refiero.
Nos quedamos callados mirando la pantalla. Yo busco excusas para hablar todo el rato, para sacar un tema del que podamos conversar. Algo que me recuerde que él es él. Pero no hay niños, ni calles, ni nada. Sólo dos mujeres hablando de pillar crack en euskera.
Me repite que se va a la cama. Yo le observo levantarse, sus músculos estirarse. Su vigor me da miedo. Quiero decir algo pero no me sale nada. En silencio, me digo que iré a la cama cuando él ya duerma.
Él se va y dejo la televisión encendida como seña, pero me pongo a leer. La situación me recuerda a esas noches de verano en las que mi madre y mi hermana se iban a dormir antes y yo me quedaba viendo cualquier programa hasta tarde con el señor A. Como signo. Como excusa. Mientras leo, maldigo calladamente al televisor.
4.
Desde hace un par de días ella ha comenzado a escribir. Eso es algo nuevo en nuestra rutina. Cuando se acababa de mudar y desperdigó sus posesiones por el cuarto sacó dos cuadernos: uno pequeño y ostentoso, recubierto de una filigrana al estilo de Mucha y uno negro y sobrio, tamaño folio. A veces garabatea algo en el pequeño: un verso que le gusta, alguna idea, palabras que le enseño. Nunca había usado el cuaderno negro. Escribe con ahínco desde anteayer. Cuando nos levantamos ella no lee, escribe, y frecuentemente se le enfría el té sobre la mesilla de noche. Su cuerpo se coloca de tal forma que no puedo ver las letras, a pesar de que no entendería nada si lo hiciera y ella debería saberlo.
He ensayado varias veces cómo preguntarle sobre ello, are you working on something?, en cómo introducir la duda con naturalidad, what are you writing?, pero, incluso en mi cabeza, las preguntas me hacen parecer un intruso. Me arrepiento desde hace dos semanas de haberle contado por qué me fui de Serbia. O de no haberle contado lo suficiente. "I think I killed a man", dije. Jebati. Qué idiota, ¿qué pensará ella? No me ha preguntado nada, no lo hizo entonces y creo que no lo hará. ¿Debería sacar el tema?
Me levanto de la cama. Me ofrezco a calentarle de nuevo el té, ella asiente y sonríe con calidez. Está muy guapa. Tal vez si me consagro a la normalidad, todo vuelva a ser como antes. Meto su tazón al microondas, espero treinta segundos. Pienso en que tal vez podría cocinar hoy y buscar una buena película que ver juntos. No, mejor aún: un director. Un director del que iniciar un ciclo, uno que tenga muchas películas y nos permita no tener que pensar en lo que vamos a ver, ¿Jim Jarmusch?, ¿David Lynch? Seguro que dice que ya lo ha visto todo. Vuelvo al cuarto, sigue escribiendo, se muerde el labio. Dejo sobre la mesilla, cierro la ventana. Ella no se inmuta y yo me siento inquieto.
-I'm gonna buy some stuff.-le informo. Asiente. Me visto de forma deliberadamente lenta junto a ella. No me mira. Antes siempre atendía a mi piel: ¿estaba bien? ¿Me había recuperado? Ahora solo escribe.
Cojo la bolsa del supermercado y ya estoy escaleras abajo.
5.
Querido Predrag,
Hace mucho que no escribo una carta. Antes lo hacía bastante, al menos para lo que suele escribirse la gente hoy en día. Mandaba postales a amigos desde mis lugares de vacaciones. Alguna carta a escritores. Unas pocas de amor. Me parecía algo romántico, como de otra época. Seguro que tú lo entiendes: en eso somos iguales.
No sé por qué dejé de hacerlo exactamente. Tal vez me hice mayor. Empecé a sentir que ya no estaba en edad de escribir cartas. Era demasiado joven o demasiado vieja, según se mirara. No sé si ahora he crecido o soy más infantil que antes, pero estoy haciéndolo otra vez. Tú estás en la cocina, a dos metros de mí, preparando algo. Quizás es estúpido escribirte una carta, no lo sé.
Ni siquiera sé si la voy a enviar realmente. Estoy escribiendo en español, me acabo de dar cuenta. No vas a poder leerlo. Supongo que lo traduciré más tarde, si me decido a dártela. En cualquier caso, escribo por dos razones. La primera es para explicarte eso que me has estado preguntando últimamente. La segunda para explicarte por qué ya no puede ser todo como antes. Ambas están mezcladas: lo que voy a hacer es contarte una historia y dejar que tú mismo saques tus conclusiones.
Me mudé a Madrid cuando tenía diecinueve años. Vine aquí para estudiar Historia en la universidad: era buena estudiante, podía pedir una beca y quería alejarme de mi familia en Castilla. Ellas consintieron muy rápido: querían alejarse de mí también, iba a ser bueno para todo el mundo. La gente suele empezar la universidad con dieciocho años, pero yo perdí un año cuando era pequeña. No fui una niña fácil.
Recuerdo estar en la estación, mirar la dirección de mi nuevo piso en el móvil. Nadie esperándome. Sabía que mi madre iba a llamarme totalmente desquiciada para ver si había llegado bien. Luego se dirigiría a mí en un tono pasivo-agresivo un rato y cuando colgara no volvería a saber de ella en meses. Tal vez mi abuela me llamaba en unos días, era una mujer de ritmos lentos. Probablemente yo no se lo cogería simplemente para no enfrentarme a la situación de no tener nada que decir.
Llevaba dos maletas y una mochila porque me había propuesto no volver a casa para nada. Las arrastraba penosamente por el suelo de Atocha porque no había sabido encontrar el ascensor. A la salida del metro resultó que en mi parada no había escaleras mecánicas y un desconocido tuvo que ayudarme a subirlas a pulso. Las dejamos junto a un banco y yo me senté unos minutos a descansar, él se fue. Mi vida en dos maletas y una mochila vieja, compactada, mínima, inimportante. No lloré porque soy orgullosa hasta en soledad. Imposible volver, imposible quejarse.
No tengo un recuerdo claro del camino, pero supongo que llegué enseguida al que sería mi piso durante cinco años. Vivía con una chica que estaba casi siempre tumbada y triste en su habitación, aunque eso no lo averigüé en cuanto llegué. También teníamos un gato que destrozaba todas las cosas que podía.
Propongo que saltemos un poco. Propongo que lleguemos al primer Él.
6.
Según desciendo me doy cuenta de que sé que es lo que me inquieta su actitud. No es que escriba. Es que escribe como yo lo hacía cuando tenía doce años. También era primavera, creo, y yo estaba muy enfadado con mi padre. No recuerdo qué me había hecho concretamente esa vez, pero sí sé que yo estaba harto. Sé que le escribí algo sobre sus gritos, sobre cómo nos trataba a mí, a mi madre, a mis abuelos. Le hablé de mí. Dije cosas como "siempre tengo miedo a decepcionarte" o "no sé qué nos ha pasado" con un tono engolado, como si fuera una persona más adulta, un igual para él. Le hablé del suteren, de las noches de Junio con los abuelos tomando melón a pesar de que la abuela decía todo el rato que "no nos iba a sentar bien". Le preguntaba insistentemente, "¿por qué no quieres participar?" O "parece que hayas perdido la capacidad de sorprenderte por nada".
Mi padre. Siempre una sombra amenazadora de la calma familiar, un elemento que hacía que las conversaciones fueran algo menos ágiles, más complicadas. No me atreví a darle la carta directamente, sólo la dejé sobre la mesa del salón. Desapareció a los días y yo no me atreví a preguntar nada. ¿La leyó? ¿O la rescató mi madre? Yo tan nervioso, ansioso de respuesta pero temiendo que llegase. A veces pienso que mi yo infantil no es mi yo. Se ha perdido. No está en ninguna parte. Pero veo algo de él en ella, de esa parte de mí que escribió una carta durante días para después abandonarla sobre la mesa del salón. Veo el tono de una confesión, de una súplica. Veo una incertidumbre.
7.
El primer Él se llamaba Miguel. Tenía los ojos muy azules y estaba tan jodido como yo. Lo conocí en la universidad y desde el primer momento tuve la sensación de que ya conocía esa piel. Era un chico difícil: en cuanto tomamos algo de confianza, tras tres meses de conocernos y casi uno de noviazgo, desató sus males dejó poco a poco caer sus envolturas. Dejamos de salir a cenar, ver películas o ir a exposiciones. Nos encerrábamos en su cuarto, crecíamos sin luz. Cada noche con él era como subir una ardua montaña que había que bajar de nuevo a la mañana siguiente. Algunas de las personas que había conocido en Madrid comenzaron a preguntarme por qué perdía mi tiempo con él, "valía mucho más", "me merecía algo mejor". Ya sabes. Nunca me han gustado esa clase de comentarios, pero creo que resumen mejor nuestra situación de lo que podría hacer yo con todas y cada una de las palabras. La razón por la que te estoy contando esto es la misma por la que me quedaba con él: me gustaba cuidarle. Me gustaba tener algo que cuidar.
Es algo que descubrí cuando era todavía una niña. Una niña pequeña. Estaba en el parque del pueblo, con mis abuelos. Mi abuelo me zarandeaba tan fuerte en el columpio que me mareaba y tenía las sandalias llenas de arena, pero era feliz. Olor a sudor y hierro y arena en los zapatos: eso eran los sábados.
Me gustaban las manos de mi abuelo esperándome con cada ida y venida del columpio. Pero en un momento dado dejaron de estar ahí: no estaban para recibirme, en una palabra. No fue un momento peligroso, era uno de esos columpios con arnés de los que los niños pequeños no pueden salir ellos solos, pero recuerdo la ingravidez, el balancearme sin amparo. Él debía haberse parado a hablar con alguien. Recuerdo que en ese momento me asusté de forma irracional: sentí que no tenía nada a lo que agarrarme. Que me desbordaba de mí misma si no encontraba unas manos que me sujetaran en el ir y venir del columpio. Supongo que lo pensé de forma mucho menos sofisticada, era una niña pequeña, claro, pero me acuerdo de la ansiedad, y es la misma que he sentido desde entonces. Una especie de no estar segura de si yo soy yo.
Al principio, que me miraran era suficiente para paliarlo. Me gustaba ser una niña guapa. Me gustaba ser una niña lista. La admiración ajena me confirmaba que yo estaba ahí. Por ejemplo, mi abuelo me admiraba, sé que es feo ponerlo por escrito, pero me quería más que a mi hermana mayor, o incluso que a mi abuela y a mi madre. Me trataba con más cariño que a ellas y estaba pendiente de cada pequeño detalle. De pequeña era una niña de salud muy débil, delgaducha, de apetitos exquisitos, y él estaba siempre sacrificando mil cosas hermosas en la mesa de la cocina para que yo pudiera sobrevivir. Cuando mi madre, mi hermana y yo nos mudamos con el señor A dejamos de verlo tanto, mi abuela venía más de visita, pero él siempre ha sido un hombre muy independiente. No sé cuando exactamente entró la sensualidad en la ecuación. Debía rondar los catorce años. Descubrí que estar en la cabeza de alguien de esa manera me hacía sentirme excepcionalmente tranquila.
Por eso seguía con Miguel. Nuestros pasados y futuros estaban siempre sentados a la mesa, nuestra vida era cada vez más monótona, él era cada vez más lamentable. Pero tenía algo que cuidar, algo de lo que ocuparme, ¿sabes? Mi relación con él no terminó en el momento en el que dejó de ser interesante o en el que él se reveló como imperfecto, sino cuando la degradación de nuestra situación fue tal que lo que encontraba en sus ojos ya me daba igual.
He repetido ese esquema muchas veces, con muchos hombres como él. He seducido, me he hecho objeto, he cuidado. A veces he cobrado mi sueldo en moratones. Siempre en infinita decepción. O desasosiego o una paz agria que no me permitía encontrarme en alguna parte. Pero propongo que saltemos de nuevo, más adelante. Los detalles como estos no te interesan, son obscenos. Vayamos a hace dos años, al último él.
8.
Sigue escribiendo. Apenas hablamos. Antes me preguntaba todo el rato "¿por qué te fuiste de Serbia?", "¿por qué te fuiste?" Ahora parece que no quiera saber nada de mí. ¿Fue porque le dije que había matado a un hombre? No sé si es justo quejarme. Las cosas se han suavizado, ella sonríe más, hemos vuelto a tocarnos. Anoche nos acostamos otra vez. Desde el día en que confesé apenas lo habíamos hecho. Pero me ofende su falta de curiosidad. Le dije "creo que maté a un hombre", ¿de verdad no tiene nada que preguntar? Su insistencia anterior, el deseo de saberlo todo de mí, ¿dónde está ahora?
Y ella, ahora ella es una duda. Yo estoy cocinando. Casi siempre cocino yo ahora. También limpio, no me importa: necesito algo que hacer para distraerme. Ella fundamentalmente escribe, aunque a veces también lee o está simplemente tumbada, boca arriba. Mira su teléfono móvil todo el rato, suspira más. Ahora está duchándose, yo estoy preparando pesto. La última vez que lo hice ella me dijo que su madre siempre lo preparaba de lata. Le propondré que vayamos al cine esta tarde, o a hacer algo, cualquier cosa. No soporto estar en casa encerrado con ella más tiempo. Ha salido de la ducha, escucho el secador de pelo. Dejo los espaguettis y el pesto en la nevera, voy al baño y me apoyo contra el quicio de la puerta.
-Let's go to the movies this noon.
-What do you wanna see?
Reconozco que realmente no he mirado la cartelera y le digo que no me importa, que sólo me apetece salir. No hay entusiasmo en su gesto, pero concede:
-Ok.
Yo me quedo mirándola un rato. Ella no parece incómoda, sigue secándose el pelo con ayuda de un cepillo, sin decir nada. No se me ocurre ningún tema de conversación, así que me voy. La escucho guardar el secador, ir a la cocina, poner los platos en la mesa.
-Carmen.
-Yes?
-What are you writing? Are you working on something?
Ella duda un momento, carraspea.
-Kind of.
Sé que no va a añadir nada más. Le digo que voy a comprarle algo de pan y ella sonríe de forma excesivamente dulce. Al principio yo no entendía por qué ella quería comer pan a todas horas y estaba siempre tomándole el pelo. Su sonrisa inocente y falsa me desagrada como un exabrupto. Nada más bajar la escalera y girar la esquina le doy un golpe al contenedor de plásticos. Me insulta su vibrante color amarillo: lo golpeo otra vez. Busco la sombra de una herida sobre mi piel: le doy otro más. "Los dedos, pequeños instrumentos para llamar a Dios", dice una voz femenina que no puedo identificar dentro de mi cabeza.
Fuera de ella, una voz dice algo. Se ríe. Es un vagabundo que Carmen y yo hemos visto algunas veces. Le digo en una mezcla de inglés y serbio que es un gilipollas. Él no entiende nada, se ríe más: yo levanto el puño. Creo que ya puedo verlo, el golpe. El desorden de la carne, la falta de respeto de la sangre sobre la piel... respira. Respira. Bajo el brazo, me doy la vuelta y me dirijo hacia la panadería contando todas las baldosas del suelo en una búsqueda exacerbada de autocontrol.
9.
Como te he adelantado, vivía una vida desahuciada. No visitaba a mi familia: no me querían allí. No era del todo buena haciendo amistades sólidas, en parte por mi costumbre de jugar siempre a la seducción o al entregarme a alguien como si no existiera nada más. Mi vida no tenía casa ni reposo, sólo pequeñas repisas en las que me apoyaba a veces hasta que me dejaba caer. Estaba acabando ya la carrera. Mi media no era mala, pero tampoco era excepcional. No sabía qué hacer conmigo misma. No quería volver a Castilla después, pero tampoco estaba segura de querer seguir estudiando....
No sabía si
Aquel invierno decoré mi cuarto de hojas y tallos secos en los espacios en los que no había estanterías con libros. Parecía que hacía taxonomía en mi pared y que no había nada vivo en la habitación. Las sábanas y las cortinas eran blancas, pero nunca había la luz suficiente. Mi compañera seguía durmiendo la mayor parte del tiempo y mis relaciones turbulentas habían quemado la mayor parte de mis puentes. Pensé que era el momento de marcharme de aquí: todo estaba agotado. Pensé, por ejemplo, en seguir estudiando en Barcelona. Tal vez en Granada, Zaragoza, Valencia, ciudades menos frías, más pequeñas. Suponía que mi madre estaría de acuerdo: cambiábamos cheques y whatsapps eficientemente. Estaba decidido: había encontrado un máster en Crítica de la Cultura –o algo así—y mi marcha era inminente.
Entonces apareció Él, el último Él antes que tú.
Se introdujo de forma lenta: al principio ni siquiera me percaté. Me regodeaba en su atención, claro está, pero eso no suponía ninguna novedad. Era atractivo, eso era innegable. Jugué sin darme cuenta, como hacía siempre: en mí ya era algo automático.
Era febrero, estábamos haciendo los exámenes del primer semestre. Yo vestía una camisa blanca --siempre que puedo, ya lo sabes, escojo colores claros—y me había puesto un pintalabios rojo y unas gotas de perfume de verbena para ganar algo de confianza. Estaba apoyada con la cabeza en una de las mesas de fuera de clase y uno de mis compañeros me mesaba los cabellos, yo miraba hacia las escaleras, distraída, ese examen lo llevaba muy bien. Él emergió desde el piso de abajo: primero la frente, lo reconocí enseguida. Tenía ya cierta edad, pero conservaba todo el pelo de color negrísimo. Después, los ojos: me miró. Le aguanté la mirada tumbada sobre la mesa de madera mientras aparecían su boca, sus hombros, sus manos desde las escaleras. No aparté los ojos. Tampoco lo hizo él: se aproximó sin cesar de mirarme ni un solo momento. Llevaba consigo un maletín de cuero al final de su mano grande, movía los brazos con rigidez y decisión. Estaba cerca. Estaba frente a nosotros, y entonces dice, “venga, arriba”, pero no me lo dice a mí, sino a uno de mis compañeros que estaba repantingado sobre el asiento. Me mira de reojo después de pronunciar esas palabras. Yo entonces decido que quiero tenerle. O más bien, que quiero que él me tenga.
Corrección del examen, ven a mi despacho, encuentro en la biblioteca. Cruce de miradas a la salida de la cafetería. Saludo tímido en seminario voluntario. Visita sorpresa en Abril, “¿querrías ser mi director en el trabajo final?”. La promesa asociada: tendremos que trabajar juntos lo que queda del curso, probablemente en verano. Yo sonreía todo el camino que separaba la universidad de mi casa y compraba botellas de vino o soda para mí y mi compañera. Los vestidos: vestirse y peinarse con cuidado, incluso para ir a la universidad. Las excusas flotando para vernos cada día, y las miradas. Tiene mujer e hijas, pero yo, como siempre que juego, estoy un poco loca. Loca y egoísta. Un día es viernes y hemos tenido una tutoría por la tarde, “¿quieres tomar algo? ¿Quieres buscar ese libro del que te hablé, en mi casa?” Su familia no está en casa, están con sus suegros. El matrimonio no va del todo bien, creo. Un beso, seis, cien. La vuelta a casa en el último metro. Contárselo a mi siempre dormida compañera con una excitación a la que no sabe responder. Bailar con el gato, pedir una pizza: esa noche no apetece cocinar. Pensar con falso pudor: qué infantil, qué niña, si Él, tan serio me viera ahora; pero reír ante la idea porque sé que de alguna manera me quiere.
10.
Escucho la voz de Carmen agitada desde las escaleras. Habla a intervalos en su español siseante y deduzco que está hablando por teléfono. Su tono tiene una urgencia que nunca le he visto emplear delante de mí. Giro la llave con cuidado, tratando de no hacer demasiado ruido: una parte de mí, no sé por qué, desea verla fuera de sí.
Atravieso el umbral de la puerta con cuidado, dejo en la mesa baja de la entrada la barra de pan. El salón está hecho un desastre. Su cuaderno negro abierto sobre el sofá y un bolígrafo en el suelo. Cerveza a medias y un plato de aceitunas a medio comer. Ella habla agitadamente desde nuestro dormitorio: me acerco. Está de espaldas, mirando por la ventana, gesticula, sus hombros se agitan, está llorando.
La observo en silencio hasta que ella se da la vuelta y me ve. Su cara es irreconocible desde el dolor. Me hace un gesto y me expulsa del cuarto. Cierra la puerta. Yo me siento en el sofá y me como el resto de las aceitunas.
Unos minutos después calla. Silencio. Debe haber colgado, pero todavía no sale de nuestro cuarto. Me esfuerzo y creo que la escucho sollozar.
-My grandad is dead.-afirma desde el quicio de la puerta del baño. Se ha lavado la cara. Me levanto para abrazarla, pero entonces prosigue.-I have to go to my hometown. Now. Tomorrow.
11.
Le digo que me tengo que ir mañana y él se para. Es sólo un segundo, pero lo siento. Una suerte de rencor. Un rechazo hacia mí.
No tengo tiempo para esas cosas. Espero un abrazo que no llega unos segundos más y me meto al cuarto. Tengo que preparar una bolsa. Tengo que...
-Carmen?-escucho su voz en el salón. Me pregunta que si quiero comer algo. Yo opto por no responder.
-Carmen?-insiste, cuando la maleta ya está hecha y yo ya he escuchado como cocina, como pone música, cómo prepara la mesa.
-Carmen?-levantándose cuando salgo del cuarto y dejo la bolsa en la entrada, lista.- Are you leaving right now?
Le digo que no. Me iré mañana. Tengo que buscar billete. Estoy en shock.
No me pregunta nada y es mejor. No sabría qué responder.
No se ofrece a acompañarme. No sabe qué decir para consolarme. Yo detesto la idea de tener que pasar la noche con él, en casa. Detesto la idea de tener que darle explicaciones y a la vez la de que no me pregunte nada.
-Carmen? -he cogido las llaves de casa y estoy poniéndome la chaqueta. No me lo pregunta, pero quiere saber a dónde voy. No se ofrece a acompañarme y yo le detesto por ello.
-I need to be alone.-le digo, en lugar de explicarle que tengo que imprimir el billete. Cierro la puerta con fuerza detrás de mí y me quedo unos segundos en el recibidor, esperando. No le escucho moverse en el interior de casa.
12.
Lo mismo que detesté durante toda vida es precisamente lo que echo de menos ahora: la tranquilidad de los números, la claridad de los términos previamente definidos, el carácter categórico de las cosas que no tienen ni resto ni sobra y que por ello son perfectamente intercambiables.
Estar juntos justo antes de que tengas que coger el tren en un silencio que no está vacío de significado, sino lleno de vacío. La mesa es azul, tu camiseta es amarilla, encuentro a ese contraste agradable. Pienso en decirlo, decir "looks nice". Lo siento banal antes de decirlo en voz alta, lo callo. Hay bossa nova de fondo, el aire de la terraza te revuelve el pelo, llevas esas gafas redondas que hacen que no pueda ver tu mirada y tan nervioso me ponen. Todo en ti parece hoy impenetrable.
-I wanna be in the station at 11 o'clock.-dices, y es como si no dijeras nada.- I don't wanna be late.
Yo asiento, bebo de un trago mi zumo. Aún son las diez y media y la estación está bien comunicada. Pienso en preguntarte si vas a darme lo que has estado escribiendo. Preguntarte "¿por qué te vas?" de una forma tan franca que tengas que contestarme algo más que "motivos familiares". Explicarte las cosas que he estado pensando por las noches, volver a contarte la historia de una forma algo más extensa que "I think I killed a man."
Me distrae mi propio reflejo en tus gafas impenetrables. Te pregunto si está rico el zumo. Sonríes y acaricias tu mano con la mía. Casi como antes. Me muevo a la silla inmediatamente a tu lado y te abrazo. Hueles a lavanda, como siempre, me abrazas de vuelta, fuerte, fuerte, fuerte. Uno. Dos. Tres. Un abrazo largo, respiración contenida cuello con cuello. Casi tan claro como los números.
-I'm gonna miss you.
-Me too.-convienes, y el momento se ha terminado.
Nos separamos. Te rascas el ojo bajo las gafas, ¿lágrimas, tal vez? No puedo verlo. Yo también siento un dolor entre la mejilla y la pupila. Te remuevo el pelo de forma más violenta de la que querría hacerlo, como se palmean la espalda los amigos o un padre de familia jalea a su perro faldero. Igual que mi padre hacía conmigo las escasas veces en las que acudía a darme las buenas noches.
De repente, ya estamos de pie. Pagas, pago. La sencillez de dividir para dos, una operación sin resto.
13.
Me dice que me va a echar de menos y le digo que yo también lo voy a hacer. Me sorprendo descubriendo que es verdad.
Era como si las palabras fueran semillas de plantas de distinta estación: las suyas de invierno, las mías más bien otoñales. Su lenguaje tenía algo de perenne que me resultaba inalcanzable en mi futilidad. Desde luego, eran completamente intraducibles, o al menos las palabras sólo eran transplantables de forma superficial: podías mover el tallo, los frutos, las flores, pero no las raíces.
Una vez, cuando todavía era una niña, rompí sin querer la muñeca de goma eva de una de mis compañeras de clase. Lo hice sin querer, lo juro. Quise jurárselo a ella, no intenté ocultárselo o justificarme. Sólo quería que ella supiese cuánto lo sentía, que estaba completamente desolada, que yo sabía como ella lo que significaba estar dos semanas haciendo en clase de manualidades una muñeca de gomaeva para regalársela a mi madre por navidad. Se lo dije delante de la profesora para que no hubiera disculpa o subterfugio: quería ser castigada. La profesora no se enfadó demasiado, dijo que se podía arreglar. La niña tampoco lo hizo: es posible que no le interesaran tanto como a mí las manualidades, o que tuviera otro regalo para su madre, o que no le importara no hacerle un regalo. No querían que me siguiera justificando, pero yo no podía parar de hablar, y cuanto más lo hacía más sentía que lo que les ofrecía no tenía nada que ver con lo que yo tenía dentro. Mi desazón permanecía privada por mucho que intentara explicarla. No era capaz de transmitir mi mensaje: tenía la boca llena de tierra. Es una sensación parecida a la que tengo aquí, con él.
Le pregunto cómo se dice flor y me dice que "cvet".
-I've never bought you flowers.-dice. Sonrío.
-Neither do I.
Le digo que tal vez le traiga algunas desde Castilla. Intento bromear diciendo que al menos le traeré cardos y berzas, pero no encuentro las palabras en inglés, me pongo nerviosa, titubeo. Mi tren sale a las once y media, son menos diez y ya estamos en la estación, ¿otro café? Vale, por qué no. Nos sentamos en una mesa de plástico y nos traen el café en vasos de plástico con cucharilla de plástico y un montón de sobres individuales de azúcar. Estamos en silencio. Busco un motivo que le de una excusa para irse ya, pero no se me ocurre nada.
-I'll wait you with flowers at home.-me interrumpe.- And they won't be the dead ones. I think I'll do some gardening. So you gotta tell me when you'll be back. To be ready, I mean.
Trata de sonreír y le sale una cosa torcida y forzada. Lo cierto es que puedo verlo, me lo imagino perfectamente tratando de llenar de flores las repisas de las ventanas esperando a que yo vuelva.
Hay algo en todo esto que me parece terriblemente triste. Me alegro de seguir con las gafas de sol puestas, incluso en el interior de la estación.
14.
He estado pensando últimamente que esa melancolía tiene algo que ver con lo irreparable de las cosas, entendiendo “cosas” en un sentido lato, expandido, una definición amplia en la que también entran los momentos, las personas; algo que tiene que ver con que las cosas sean exactamente como son y no de otra forma, y de nuestra peculiar manera de afrontar eso. Pienso en ti y en mí y en todos esos momentos desaprovechados de una u otra manera, tal vez por inconsciencia, tal vez de forma deliberada, y siento algo que tiene que ver con la tristeza, pero que no es solamente eso, que es melancolía, o culpa, pero que va más allá, y que no tiene que ver con lo necesario o el deber –tendría que haber hecho tal o cual cosa, no hice lo suficiente, habría que haberlo hecho de alguna otra manera– sino con precisamente lo opcional, lo inmotivado, lo que no-tiene-por-qué-ser-así, con el placer. Esas pequeñas diferencias que hacen que una experiencia sea más consciente, más brillante, que dé más gusto, quizá sólo porque la vivimos juntos, quizá por nuestra propia actitud hacia la misma, que la hizo ser lo que fue. Ese cuidar de los cuerpos, el uno del del otro, que no se centraban en lo que necesitaban, sino en lo que querían, en lo que podían, en esos pequeños vicios y virtudes que nos hacían quienes éramos y que iban más allá del hecho del hecho de meramente ser, que cuidaban precisamente los detalles, lo no-necesario, lo que nos daba gusto, lo que...
Tal vez fuera otra clase de necesidad, ahora que lo pienso, tal vez fueran necesidades infinitamente más pequeñas que el hecho de vivir, dormir, comer, pero necesarias al fin y al cabo, de otra manera: pienso en la pequeña necesidad de una mano de calentarse, de un picor de desaparecer, tan ínfima, tan nimia que cuando se produce no hablamos de alivio, sino de placer. ¿Era eso a lo que llamábamos amor? ¿O tal vez al alivio de una necesidad más grande, pero por grande mucho más profunda, no mencionada, invisible? Creo que el sentimiento de melancolía del que hablo tiene, también algo que ver con la finitud, con el hecho de que estemos condenados de ser aquí, nosotros, tú, yo, ahora y no de otra manera, y hacernos cargo de eso, juntos o separados. Puede ser que compartir esa carga, tratar de aliviar esa infinita tristeza de no poder ser de todas las formas, o incluso de no poder ser meramente de otra manera sea lo que nos hacía unirnos, tratar de, cuidando los límites concisos del otro, trascender, asumir tu vulnerabilidad como una apertura preciosa que me permitía, a veces, dejar de ser yo, entrar en ti, una trascendencia mínima de yo-a-tú, que por su corto alcance y su fragilidad era particularmente preciosa. Me lamento de tantos instantes desaprovechados, de tantos momentos tirados de estar ahí, contigo, por haber estado físicamente en otro lugar, o haber estado en otra cosa y no plenamente sumergido en ese momento –juntos--, en ese lugar compartido que nuestras manos entrelazadas parecían limitar. Esa fuga continua, que todos practicamos, dirigiendo nuestros pensamientos a algún lugar distinto al aquí --que algunos patéticamente tratan de justificar hablando de “planificar” o de “soñar”-- me resulta admisible en soledad, o al menos puedo vivir con ella, pero me parece criminal cuando ya no era un yo, conmigo, sino un nosotros: mi evadirme a veces no era un vuelo, era una profanación.
Supongo que debe ser algo así lo que se siente cuando alguien cercano a ti muere o enferma, cuando alguien se va y no va a volver, cuando una comunidad o un espacio se destruye, con la caída de una época, de un evento, de una civilización: yo siento eso ahora contigo, ¿dónde estás? Supongo que por eso parecen tan tristes los lugares consagrados a la espera, aeropuertos, salas de médico, ascensores; porque están vacíos de vivencias y llenos de expectativas de momentos que nunca se saben si llegaron o no. Veo unos cafés medio vacíos en una mesa del aeropuerto y pienso en mi estupidez planteando un mañana en lugar de diciéndote todas esas cosas que te tenía que decir, en esa paranoia colectiva que hacía que nadie ahí pensara en ese momento, sino en lo que venía después. ¿Alguna vez, si no es en el amor o en el éxtasis, lo hacemos? Pensar en el ahora mismo, me refiero. Pensarlo desde la realidad de sabernos limitados, finitos, fútiles, desde la singularidad que nos configura, que nos hace a la vez maravillosos y prescindibles. Pensarnos desde el a-flor-de-piel que nunca va más allá, que no puede hacerlo. Es esa la melancolía de seta: no ser capaces, demasiado a menudo, de aprovechar el único posible regalo que puede hacernos el mundo, que podemos darnos entre nosotros. Esa es la auténtica tristeza.
15.
Después, todo sucedió muy rápidamente, “¿no querrías seguir en esta universidad?”, dice él, y yo pienso: por qué no. Puedes hacer el máster aquí. Puedo hacer que te den la beca del grupo para que te doctores, y estés cuatro años más. Es una buena beca, un buen sueldo, dice, yo le creo pero finjo dudar. Digo cosas como “no sé si es lo que realmente quiero” o “¿qué va a ser de nosotros, qué hay de tu mujer?” aunque algo en la situación me resulta totalmente irresistible. Que la relación sea prohibida hace que la degradación llegue mucho más lentamente, que todo se alargue mucho más tiempo. Eso no significa que haya paz. Tiene una hija de cinco años y otra de siete. Yo miro a menudo sus fotografías. Lo agrego a Facebook. Miro obsesivamente sus fotografías familiares, o con compañeros de promoción que me sacan veinte, veinticinco años. En el verano nos habíamos mandado alguna carta, y lo volvemos a hacer en vacaciones de navidad. Yo vuelvo al pueblo porque mi abuelo está enfermo, algo mayor. Le explico orgullosa a mi madre que estoy saliendo con un profesor titular de la universidad, y veo en sus ojos que lo reprueba pero que no es capaz de encontrar las palabras que explican por qué. Mis postales van siempre en sobres azules y llamativos para que no puedan pasar desapercibidas: quiero que sea un secreto a voces.
Hasta entonces, había conseguido separar el amor de lo universitario bastante exitosamente. El primer Él, Miguel, fue el único compañero de clase con el que salí en mis años estudiando en Madrid, y todos mis compañeros estaban de mi parte en lo que a nosotros respectaba. Me gustaba que fuera un espacio seguro, algo mínimamente permanente en el sinfín de cambios en los que solía moverme. Eso se desbarató. Hubo rumores. Él y su mujer rompieron en marzo, y él vino a dar las clases del máster con ojeras y sin cambiarse de camisa varias veces. No quiso verme las dos semanas que siguieron a la ruptura y yo sufrí como no me creía capaz de hacerlo. La espera ansiosa anuló la voluntad férrea que usualmente me caracterizaba Iba a estudiar todas las mañanas a la universidad, como solía, pero en lugar de permanecer en la biblioteca daba paseos por el campus todo el rato. Comía con mis compañeros sin ingerir apenas nada, adelgacé. Jugaba con otra amiga a prácticas esotéricas –el péndulo, lectura de mano, lo que fuera—preguntándole en privado qué iba a ser de mí y de él.
Me llamó dieciséis días después de su ruptura. Estaba borracho. Vino a mi casa, no era la primera vez. No paraba de repetir: “soy un hombre de cincuenta y seis años”, “soy un hombre de cincuenta y seis años”.
A él le gustaba mi colección de plantas muertas y taxonomía de esquejes.
Yo le esperaba ansiosa: en cierto modo, ese era nuestro gran momento, ¿verdad? Hablaba más alto de lo usual. Nosotros siempre nos hablábamos a susurros. Me dijo “he encontrado una solución” y yo supe que...
16.
Cuando llego a casa hay una carta sobre la mesa baja del salón. Algo dentro del pecho me da un bote, dejo las cosas rápidamente en el suelo, cierro la puerta. Estúpidamente pierdo todo el tiempo que he ganado con mi brusquedad bebiendo un vaso de agua y sin terminar de creer que ella haya decidido darme lo que escribía: lo había esperado, sí, pero con la esperanza del iluso, no con la del que cree que lo que desea va a hacerse realidad. Me siento en el sofá, respiro hondo tres veces. Abro la carta sin mirar el sobre. El español me golpea como un insulto. Es una carta para mí, pero no la ha escrito ella. Debe haberla cogido la última vez que bajó al buzón, se olvidó de decirme nada. Golpeo la mesa con el puño alegrándome de que esté hecha de un conglomerado plástico en el que mi puño no puede hacer mella. La golpeo dos veces más sin preocuparme de leer lo que pone.
17.
Me obligo a mirar por la ventanilla durante la última media hora de viaje para ser consciente, progresivamente, de que nos estamos acercando.
El paisaje de secano. El sol que parece perpendicular, colores brillantes, y, sin embargo hay algo que enturbia lo que podría tener de bonito un lugar como éste.
Creo que ese algo soy yo.
El tren se detiene, hemos llegado, apenas dos horas de viaje. Llevo solo una bolsa de viaje con un par de mudas y una bolsa de aseo.
No espero a nadie en la estación: no van a venir a buscarme, eso ya lo sé. De venir alguien hubiera sido él, y ya no puede hacerlo.
Tiene sentido que no vengan, me digo. Me sé el camino perfectamente.
Rasco el fondo de mis bolsillos para encontrar algo de dinero para el autobús.
18.
Sueño con un tributo de barro. Me lo entrega un mano invisible, tiene el tamaño de un gato o de un perro pequeño, pero su forma es vagamente humana, todo lo humana que puede ser en su liquidez. Hay algo atractivo en su forma de derramarse en el suelo: ojalá yo pudiera hacer lo mismo alguna vez. Sin embargo, enseguida comprendo que sufre: alza su mano, desdibujada hacia mí, su boca se vence, abierta de forma inhumana, jadea con un gorgoteo, se diría que grita. Es un ser de barro, le cuesta lo indecible permanecer. Pronto no puedo aguantar la contemplación de su sufrimiento e intento pisarle: no lo quiero, ya no. Lo piso con fuerza con unas alpargatas blancas de hospital, lucho por deshacerlo, pero todo intento es inútil, es resiliente, dúctil, nunca se rompe, sólo se deforma bajo mi peso. Le piso la boca para que deje de gritar y escucho su voz amortiguada contra la suela de mis zapatos, uno de sus ojos se asoma por encima de la puntera, noto en el empeine la presencia, algo más persistente, de su nariz. Pequeñas salpicaduras de él por todas partes: no puedo más. Me giro, me voy corriendo, oigo su cuerpo arrastrarse. Sé que no debería girarme pero lo hago cuando me siento lo suficientemente a salvo: error. Se arrastra en mi dirección, alzando la mano hacia mí, y sin el ruido de mis pasos vuelvo a escuchar sus gemidos.
Entonces suena el timbre. Confuso, miro el reloj. Las ocho y media, ¿quién llama a estas horas en casa? En el camino de la cama a la puerta me da tiempo a hacer y responder las preguntas de rigor de cada mañana. ¿Dónde estoy? ¿Qué hago? Y hoy, adicional, ¿dónde está Carmen?
19.
No llevo llaves. Las perdí en el segundo año que vivía en Madrid, no sé dónde, y desde entonces no había vuelto. Tengo que insistir dos veces antes de que me abran la puerta.
- ¿Carmen?
- ¡Sí, abuela!
Me alegro: las cosas serán más fáciles que si solo estuviese mi madre, ¿habrá venido Amanda?
Cuatro pisos de escaleras para no tener que coger ese ascensor pequeño y destartalado.
Una vez Amanda, mi madre y yo nos quedamos atrapadas cuando los abuelos se acababan de mudar. Recuerdo la angustia y que ambas gritaban. Mi madre decía: "nos matamos, nos matamos". Mi hermana no paraba de llorar. Yo estaba muy quieta, callada, sosteniéndoles a cada una la mano con fuerza, pero soy la única que no ha vuelto a coger nunca más ese ascensor.
La puerta está abierta cuando llego. Entro: huele a guiso. Cortinas, sofá gastado; muebles repletos de fotografías, recuerdos y filatelia. Me saluda desde encima de la televisión una foto de nuestra primera comunión. Amanda esperó dos años para que pudiéramos hacerla juntas.
Me quedo parada en el centro del salón: parece como si no hubiera nadie en casa, aunque oigo a mi abuela trastear en la cocina.
- ¿Carmen? ¿Carmen? -grita desde dentro.
- ¡Sí! ¡Ya he llegado?
- ¿Carmen?
Cruzo el espacio que me separa la cocina, abro la puerta. Abrazos, "ay mi niña, mi niña", besos, lleva el cuchillo aún en la mano, me suelta un momento para dejarlo reposar, qué guapa estás, pero cuánto tiempo, qué delgada, a ver si comes un poco más.
Siento infinitas ganas de llorar, ¿es adecuado dar el pésame por la muerte de tu propio abuelo?
- ¿Y mamá?
Ella se gira, vuelve a los pucheros.
- Ha ido a comprar no sé qué cosa. Ahora volverá. Ahora vuelve, vamos, debe estar al caer. Le han dado día libre en el trabajo... ya sabes. Ahora está trabajando en donde Toñi, ¿te acuerdas de Toñi, del colmado? Se cogieron el local de al lado, el de Pili la panadera, y ahora es las dos cosas. Ya se sabe, los pueblos. Tu madre se cambió en cuanto pudo: odiaba limpiar pescado, bueno, a ti que te voy a contar. Por lo demás...
La escucho solo a medias. Hay algo extraño en su voz, una octava por encima de lo habitual. Repaso los objetos de la cocina: los cubiertos con el mango de plástico azul, las ollas gastadas, los trapitos bordados por la abuela. Busco rastros del abuelo en la cocina, aunque ese nunca fue su terreno, y encuentro su radio negra apoyada al lado del aceitero. Lo veo durmiéndose sobre ella y se me hace un nudo en la garganta.
- ¿Abuela?-la interrumpo con un hilo de voz. Sigue hablando, frenética.
-Abuela- insisto, un poco más alto-. Abuela, ¿va a venir Amanda? ¿Va a venir?
Ella para de moverse, agarra con fuerza el mango de la sartén. Está haciendo patatas fritas a cuadraditos, como me hacía el abuelo los fines de semana para lograr que yo comiera alguna cosa. Mi abuela me mira, yo miro a las patatas. Pasa un minuto.
- No, hija, no. Amanda no puede venir.Desvío mi mirada al suelo. - Pero tu madre seguro que está al caer. Anda, cógete algo de beber y siéntate en el salón.
20.
-Ninty days you go.
No digo nada. Nos hemos sentado en el sofá, se ha sentado sin que yo lo invite. Es extraño, si se piensa un momento, vivir en la casa de otra persona. Que lo indudablemente tuyo sea suyo, de alguna manera.
Apenas reconozco al hombre que me alquiló el piso hace algo más de dos meses. Es totalmente vulgar, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, rostro español, unos cuarenta. Me señala la carta sobre la mesa varias veces. No lo habría reconocido por la calle. Trata de explicarme algo en una mezcla poco eficiente entre inglés y español. Yo finjo escucharle, aunque lo cierto es que ya sé lo que quiere decirme: mi contrato se agota en diez días, era solo de tres meses. Intento, una vez más, intervenir, preguntarle por qué no un poco más de tiempo, renovarlo. No me escucha: parece alterarse. Al final, accedo, le estrecho la mano. Sabía que iba a echar de menos a Carmen, pero no sabía que esta iba a ser la primera causa.
Cuando se va, pongo algunas palabras en mi ordenador. Permiso de residencia, españa-serbia, noventa días por semestre. Ahora entiendo. Pienso, "ojalá hubiera escogido el tipo de piso barato con un dueño al que le importa el dinero y no las consecuencias", ¿debería llamar a Carmen? Saco el teléfono, lo desbloqueo, abro su número, lo miro. ¿Debería llamarla? No estoy seguro. Finalmente, lo dejo sobre la mesa bocabajo. Son sólo las once y media. Tengo al menos doce horas para desesperarme.
21.
Amanda. Siempre un poco más alta que yo, más grande. Desde que tengo memoria recogía los platos después de cada comida sin que nadie le dijera nada. Le gustaba ayudar en la cocina desde niña. Le gustaba, qué sé yo, bajar los domingos corriendo a comprar el pan a donde Pili. También le gustaba jugar a defenderme y a darme lecciones -al fin y al cabo, ella era la mayor-.
Fui yo la que compró nuestros primeros pintalabios. Leí en una revista de mi madre que el rojo oscuro estilizaba y lo escogí para ella: tenía la cara muy redonda. Uno rosa claro, de la misma marca -la más barata- para mí.
Nos pinté tratando con todas mis fuerzas de no salirme y salimos todo orgullosas, cogidas del brazo, a caminar por la plaza.
Cada una se movía de forma muy distinta: el suyo era un movimiento perezoso y lento, pero constante. Siempre haciendo tareas. El mío era puntual y explosivo: todo el tiempo tumbada, leyendo, haraganeando, pero de repente ¡plaf, correr a no sé dónde, entregar esa cosa en el último momento. Fingiendo dormir la siesta si venían visitas pero cruzando todos los límites en bicicleta si me apetecía, por ejemplo, una excursión un sábado por la tarde.
A veces, en mi primer piso en Madrid, me descubría imaginándome qué pensaría ella de mi vida. De las tazas acumulándose en la mesilla de noche por la desidia de llevarlas a la fregadera. De mi absoluta despreocupación por el olor a limpiamuebles, y del saltarme comidas, estudiar seis horas del tirón y luego salir por la noche después de dejar el baño encharcado por la ducha. De pequeña creíamos que viviríamos juntas de mayores "en la ciudad", que entonces para nosotras era "Guadalajara".
- No pienso hacerlo todo yo.- me decía ella.
Yo le prometía que haría las tareas más pesadas puntualmente: qué ingenuas. La ingenuidad propia de las niñas, y nosotras ni siquiera lo éramos tanto.
Mi hermana era consciente de mis fortalezas y buscaba igualarlas con dedicación y voluntad. Probablemente le vayan las cosas infinitamente mejor que a mí. Sé algo por las llamadas esporádicas de mis abuelos, incluso de mi madre. No hablo con ella desde hace seis años, cuando todo sucedió.
- ¿Quieres una cocacola, hija? ¿Unas aceitunas negras? - me ofrece la abuela desde la cocina. Yo estoy sentada en el sofá, con una revista de señoras abierta para disimular mi inquietud.
- No, gracias, abuela.
Gira el pomo de la puerta: ha llegado mi madre.
22.
Le dije a Carmen que llenaría la casa de flores para cuando volviera. Estoy comiendo una cantidad exagerada de arroz blanco directamente de la olla, en la cama. Cuando trabajaba en el hospital y volvía a casa a altas horas de la noche trataba de comportarme como si hubiera otra persona en la habitación juzgando silenciosamente mis indulgencias. Me ayudaba a mantener la cordura y ni siquiera me costaba demasiado hacer el ejercicio imponer a mi rutina una instancia superior. Termino la olla, el estómago lleno: me he acostumbrado a cocinar para dos. Le dije a Carmen que llenaría la casa de flores y eso voy a hacer. A mi madre le encantaba la jardinería, seguro que aún me acuerdo de algo.
Al llegar a la floristería, me doy cuenta de que no conozco los nombres de las plantas, ni tan siquiera en inglés. Me esfuerzo en hacerme entender con gestos. Quería plantar albahaca y hierbabuena, también comprar un aloe vera y algunas flores fáciles de mantener. Un cactus no: sería una declaración de guerra. Hablo en el lenguaje de los índices titubeantes y las cejas enarcadas, pero por suerte es mediodía y no hay muchos testigos dispuestos a exasperarse.
Me gusta el hombre de la tienda. Es calmado, moreno, rapado. Parece inmune a mis torpezas. Finalmente conseguimos entendernos y me llevo todas esas cosas, además de un pansy. No conozco su nombre en serbio, pero sé que me gusta.
Dejo las hierbas y el aloe en la repisa de la cocina y la flor en nuestro cuarto. Su tallo largo y su color emulan a una herida en el cristal. Me tumbo en la cama para contemplarla mientras desciende el sol. Una vez mi madre me dejó a cargo de una maceta como esta y también la puse en la ventana de mi habitación. La planta era raquítica y yo sentía que cada vez que crecía un milimetro tenía que luchar contra el cielo y no solo contra la gravedad. Me fui de campamentos ese verano, después de hacerla sobrevivir todo el invierno y nadie se acordó de la planta, ni tan siquiera mi madre: no entro en mi cuarto. Cuando llegué estaba casi muerta y no pude hacer nada para salvarla. Observo a ésta erguirse orgullosa entre los rascacielos y las nubes. Preciosa y frágil. Se salvará.
23.
Cierra la puerta lentamente a su espalda, una bolsa en la derecha, enorme. No dice nada y yo me quedo parada en el restringido espacio entre el sofá y la mesa baja.
Entra en el salón. Sus tacones suenan contra el suelo. Su cremallera golpea un par de veces la pared. Me mira sin sonreír, me observa de arriba a abajo sin dejar la bolsa en el suelo.
-Estás muy delgada.-puntualiza. Ella también.- Anda, ayúdame con esto.
- ¿Nines? ¿Ya has llegado?
- ¡Sí, ma!
- Estoy haciendo garbanzos con espinacas, para la Carmen. ¿Verdad que a la Carmen le gustaban mucho, hija?
- Sí, ma.- me mira con severidad, baja un poco la voz.- La abuela está grogui. Le hemos dado un calmante. Es mejor así, no aguantaría si no.
Quiero preguntarle cómo está ella, pero en su lugar digo.
- Y Amanda, ¿no va a venir?
Deja caer la bolsa sobre mis manos de tal forma que mis dedos se doblan por el peso repentino.
- Ah, no sé. Llámala tú si quieres. No se ha cambiado de teléfono.- Silencio. Dos, tres minutos. No le sostengo la mirada.- Voy a cambiarme.
Se va rápidamente del salón sin mirarme apenas. En eso he sido también siempre una rebelde: todas las mujeres de mi casa se cambian de ropa en cuanto llegan, se ponen camisetas anchas y batas. Yo nunca tengo ganas de hacerlo: a veces incluso me dejo los zapatos.
- Vas a mancharte, estás incómoda, vas a arrugar el vestido.-decían ellas siempre.
- ¡Dejad a la chica que haga lo que quiera!-intervenía mi abuelo.
- ¿Cuándo te vas?-inquiere mi madre ahora, desde la habitación. Escucho el caer de la ropa sobre la cama, los zapatos golpear el suelo. Su forma de tratarme me exaspera. Siento deseos de gritar, de contestarle mal, de decir "si eso, ya me voy".
- ¡Anda, ven a probar esto!
Saco parte del contenido de la bolsa antes de acercarme al puchero. Descubro al fondo del todo que mi madre ha comprado panecillos de olivas. En casa sólo me gustan a mí. Me escuece algo entre el párpado y la pupila. No doy las gracias y los llevo a la mesa del salón.
- ¿Y sigues con tu novio, el profesor? -mi abuela lleva una ensaladera en una mano, en otra un cazo. Mi madre la sigue con el puchero y el salvamanteles.
- Lo que sigue haciendo es sentarse mal. Te vas a joder la espalda.
- Está bien, ma.
- No, no está bien. Además tus pies molestan.
Hago hueco entre los vasos para que quepa todo. La mesa es muy pequeña. Casi no puedo creer que una vez llegáramos a comer hasta seis.
- Bueno, contéstame, ¿sigues con el profesor? Anda, échate un poco más. Tienes que comer.
- Lo dejamos. La cosa no funcionaba muy bien.-miento. No congeniábamos del todo.
- A veces congeniar es cosa de paciencia.-me recrimina mi madre,
- Bueno, aún duraron...
- Un año no es paciencia.-sentencia, y empieza a comer con furia, como si llevara mucho tiempo sin hacerlo y, a la vez, odiara tener que necesitarlo. Yo no tengo hambre. Tengo las tripas llenas de preguntas, "¿cómo fue?" "¿Sufrió?" Algunas más alegres, "me ha dicho la abuela que ya no limpias pescado", o incluso, "¿cómo le va a Amanda?" "¿Por qué no ha venido?" En su lugar:
- Ahora estoy saliendo con otro chico. Es serbio. Es médico.-informo. Me meto una patata cocida en la boca, no está del todo hecha. Soy consciente, de repente, del temblor del pulso de mi abuela.
- ¿Serbio? ¿Albano-kosovar?
- Vaya, te has dado prisa.
- ¿Y habla español, ese muchacho? ¿Trabaja aquí?
- Ya sabes que tu nieta nunca ha sido muy habladora.-corta mi madre.- No le hace falta contar demasiado.- ¿No vas a preguntar por la Amanda?
Sí, mamá, contesto en silencio. Iba a hacerlo hasta que has convertido una oportunidad en una recriminación. La abuela me mira elevando mucho las cejas, mi madre sigue mascando con fuerza, aunque se nota que ya no tiene hambre. Mi madre es un chacal, mi abuela un potrillo nervioso y bueno. Yo también soy un chacal. Digo:
- Estoy segura de que le va genial.- y, aunque lo digo honestamente, las palabras se enredan para mostrar un resentimiento que no tengo. ¿O sí? Mi hermana es la yegua mansa en la que todas las niñas quieren montarse. La vaca que da mucha leche. Yo, chacal al acecho. Felino infraalimentado.
Las cosas siempre han sido así
24.
Levantarme, hacer té, leer en la cama, como con ella.
Tomar la segunda taza de té de la tetera cuando termino. Ya no está del todo caliente.
Hacer ejercicio bastante antes de lo habitual y sin distracciones.
Darle un repaso a la casa, hacer la cama.
Aún son las once.
Preparar una cafetera, sentarme de nuevo a leer. Una hora.
Cocinar para mí pero hacer igualmente ración para dos.
Guardar una en un tupper para tener más tiempo mañana.
Calentar y tomarme el resto de la cafetera. Terminar Maestro y Margarita por cuarta vez. Pensar en escribirle a ella y comentárselo.
Son tres y media de la tarde.
No hay mucho más que hacer en casa. Tampoco nada para leer. Buscar en internet cuando abre la librería a la que solemos ir juntos: las cinco. Andar lentamente hacia allí perdiendo el tiempo. Llegar un cuarto de hora antes. Ellos, un cuarto de hora más tarde. Desesperar.
Entrar finalmente.
Comprar la biografía de Kafka en dos volúmenes en inglés: pesa. Dudar entre si volver a casa a dejarla, o llevarla toda la tarde. Preguntarme a dónde ir, en cualquier caso.
Son las seis. Demasiado pronto para una copa.
Probar a caminar un rato con ella: pesa. Me pesa aún más las horas que me quedan hasta la noche.
Buscar en internet si hay algún zoológico cerca para hacerle compañía a los leones.
25.
Mi madre. Siempre se las apañó para estar siempre donde no quería estar, empezando por mi padre. Mi hermana la adoraba, pero yo sabía desde pequeña que no quería ser como ella. Me esforcé. Ella nunca estudió, ni quiso. Yo me apliqué hasta la extenuación.
Decía que no le gustaba la ciudad y yo me mudé a la más grande que encontré.
Decía que adoraba el sol y yo no quería tomarlo nunca, aunque era mi hermana la de la piel sensible, la que se quemaba cuando íbamos a la playa.
Ahora la veo comer y no sé cómo acabé pareciéndome tanto a lo que detesto.
Había un punto ineludible, creo, que para empezar tenía que ver con la corporalidad: espalda pequeña, piel morena, clavículas marcadas, delgadez extrema, pómulos altos. Mi abuela también tiene esos rasgos, aunque suavizados por la edad.
Nos miro ahora, comemos en silencio las tres: nadie dudaría de que somos de la misma familia, nos caen igual los vestidos. Hay algo que va más allá del propio cuerpo, que lo desborda, al menos entre mi madre y yo. Algo que consigue sobrevivir al hecho de que ella se haya pasado veinte años limpiando pescado y leyendo revistas y yo diez estudiando como una loca y leyendo poemas.
Se puede ver, por ejemplo, en la forma en la que callamos. En cómo somos incapaces de congraciarnos con la gente, de tener amistades. En nuestra forma de llamar la atención cuando queremos, o resultar detestables. Nuestro rechazo a los paños calientes: nada se interpone entre nosotras y nuestra forma de temblar. En definitiva, en lo indomable. Esas pequeñas manías de loca de las que no sé escaparme y en las que ella puede verse sin problemas, aunque tienda a fingir que no las comprende.
Mi abuela nos empieza a hablar del nuevo cura del pueblo. Las dos estamos concentradas en nuestros tenedores. Cuando terminamos la ensalada, ella se levanta y ni mi madre ni yo nos ofrecemos a llevar el bol al fregadero: Amanda lo hubiera hecho sin dudar. En silencio, mano a mano, nos contemplamos mutuamente, nos medimos. Ella abre la boca, luego la cierra y a mí me parece extraordinariamente vulnerable. Reviso las comisuras de sus labios, las patas de gallo, los lugares de su cuerpo en los que se ha rendido la piel. Frunce el ceño y su frente es arruga, y sé que no es por el parloteo de mi abuela desde la otra habitación. Toma aire, vuelve a abrir la boca, suspira, contengo el aliento, y, finalmente:
-Haz el favor de sentarte en condiciones, que ya tienes veintiséis años.-dice.
26.
-Sassz sazs zazaza sa za.
No entiendo nada de lo que dice, pero no hace falta: comprendo sus gestos. La boca ligeramente torcida, la distensión de la mandíbula, la fuerza bruta que lo sostiene en pie, alzándose torcido contra la barra del bar, apretando con vigor y torpeza su copa de gin-tonic. Sonrío: conozco ese lenguaje. Lo conozco mejor que mi lengua materna. Tal vez sea mi lengua materna: nunca se debería ortografiar la lengua de la madre. Sigo sonriendo, quiero provocarle. Cuando sé que no aguanta más, finjo girarme, pero sé que me va a golpear. Lo llevo observando toda la noche.
Dejo que su puño impacte, permitirle que crea en la sorpresa. De niño solía hacer eso. Dejar que me pegaran primero. Me parecía fascinante, la presión de los nudillos contra mi propia piel. Dibujarme a mí mismo entre el ataúd, la ambulancia y la parada de autobús. Y luego devolver, devolver con fuerza. Pienso en el muñeco de barro, en pisarle la cara, en que me puedo meter en un lío muy serio, en llamar a Carmen, pero no me detengo: golpeo. Golpeo. Estoy moviéndome en otro registro ahora. He olvidado cómo funcionan las palabras, así que no puedo atender a razones.
27.
La primera casa que recuerdo estaba herida por la mitad.
Se trataba de dos pisos distintos en un cuarto piso sin ascensor, a las afueras del pueblo, que mi abuelo había conectado con una puerta y un pasillo en una obra bastante provisional.
Primero en un piso habían vivido mis bisabuelos, en el de enfrente mis abuelos: mi familia nunca tuvo el dinero suficiente para tener un chalet. Cuando mi bisabuela murió y el piso se quedó vacío, mi abuelo tuvo la buena previsión de no venderlo "no vaya a ser". O desconfianza, quizá. En cualquier caso, cuando mi madre se presentó de nuevo en casa, tras casi un año sin hablar con ellos, con una niña de dos años en la mano y mi yo de meses, resultó muy conveniente.
- Se gritaron durante horas.-apuntaba mi abuelo cuando rememoraba ese momento.- A mí no me importó demasiado, no te había conocido y quería tenerte en brazos y esas cosas.
- ¡Qué te iba a gustar a ti!-decía mi abuela, si lo oía.- Si estabas muy nervioso. Se te hacía la picha un lío, no sabías qué hacer con ellas.
Mi padre, desaparecido. Sólo recuerdo su cara por algunas fotografías. Mi madre las hubiera tirado todas, pero la abuela decía que era una pena, que en algunas Amanda y yo salíamos bastante bien. Ella, carne sonrosada; yo, ojos negros y grandes. Mi abuela pasaba todo el rato a casa y eso a mi madre la exasperaba, aunque le venía bien que se quedara con nosotras cuando tenía -o trataba de tener- un trabajo. Mis primeras posesiones, muñecos baratos comprados por mis abuelos en sábados afortunados. Los cubiertos con el mango de plástico azul, ya entonces; y el peine del baño de la abuela, que era mejor que el nuestro. El mejor sitio del mundo para jugar al escondite cuando venían nuestros primos y nos consideraban dignas de ser compañeras de juego y no algo a lo que tirar del pelo y golpear. No venían mucho porque su padre no se llevaba del todo bien con mi madre.
Mi tío siempre le preguntaba "¿y Joaquín?, y mi madre lo miraba como si fuera a tirarle un gato a la cara.
La bañera pasada de moda de peltre en la que yo me quedaba durante horas, helándome de frío mientras hacía iglús de espuma de jabón. Mi madre llamando furiosa a la puerta, "vas a coger frío", o totalmente exasperada cuando quería entrar a arreglarse y yo había bloqueado la puerta, en sábado por la tarde.
Los fines de semana por la tarde solía salir, y nosotras nos quedábamos con los abuelos. Por las noches, entraba por la puerta de nuestra casa, la oíamos. Dejaba las cosas, se ponía enseguida la ropa de casa y entraba en la casa de los abuelos por la puerta de en medio con una cautela innecesaria: siempre estábamos viendo la tele. Se sentaba entre nosotras y la abuela -mi abuelo se acostaba antes- y ponía una sonrisa pícara antes de romper a hablar.
-¡A ver qué vas a contar delante de tus niñas!-la interrumpía mi abuela al principio, aunque sólo para generar tensión.
-¡Mira, que estás hablando delante de tu madre!-cuando ya habíamos crecido, su advertencia más falsa todavía.
Rara vez los veíamos. Yo jugaba a imaginármelos o a imaginar dónde meterian sus cosas si se mudaban a esta casa. Les atribuía posesiones de lo más variopinto: balones de fútbol, trofeos de pesca, gigantescas colecciones de Mortadelos o un armario dedicado sólo a sombreros y corbatas. No venían a casa, o yo no me enteré nunca de eso. Mi madre ni siquiera los dejaba subir al rellano, y yo tenía que contentarme con otear por la ventana de la galería cómo eran sus coches, si mi abuela no me miraba.
Una vez al mes, generalmente en domingo, mi madre y mi abuela discutían. La discusión podía empezar en cualquier parte de las casas, pero se acababa desplazando al centro, mi madre en su lado del quicio, la abuela en el suyo, las dos gritándose. Si daba la casualidad de que mi hermana se había quedado en un lado y yo en el otro, una de dos tenía que salir al rellano del edificio y llamar al timbre de la otra casa para poder estar en el mismo lado que la otra.
Yo era consciente de que ese orden de las cosas era extraño, distinto al que se suponía que tenía que tener una familia. Por eso me alegré tanto cuando el señor A apareció. Ahora me arrepiento profundamente.
28.
Al estudiar las religiones en el colegio pensé que si, como dicen los panteístas, Dios fuera un único ser que está en todas las cosas, o que todas las cosas son Dios, de alguna manera; Dios sería un ser digno de la compasión más absoluta. Sadomasoquista, haciéndose daño a sí mismo permanentemente incluso cuando intenta amarse. Autodestruyéndose de una parte a otra de sí: aquí sus dedos-niños despedazan a sus partes insecto, ahí su extremidad abuelo dirige unas duras palabras a su apéndice nieto, allá tigre despedaza a mamífero pequeño, botas pisan hierbas frescas. No seria ni Verbo ni Palabra, sino un torrente de balbuceos que nunca acabaría para dar cuenta de todos los seres.
Qué hipótesis tan horrible, y sin embargo tranquilizadora al mismo tiempo. Dame algo para que el mundo lo devore, pido. Deja que algo me coma. Todo quedará en casa.
29.
- ¿Te acuerdas, abuela, cuando vivíamos todas en la casa grande y tú venías los domingos a nuestro lado para traernos chocolate caliente?
Me observa: está sentada solo a medias, alerta para cuando termine de subir el café.
-Sí.-dice, torciendo el gesto.- El Rubén siempre se levantaba muy pronto para traernos porras y churros. Decía que no nos los merecíamos porque luego ninguna íbamos a misa.-le tiembla el labio. Está a punto de romper a llorar.- Pobre de él. Pobre de él.
Se levanta corriendo a la cocina aunque el café aún no ha subido. Mi madre me observa desde el sofá con recriminación.
El ritmo lento de los pueblos. Tal vez las fotografías en tonos sepia me han influenciado demasiado. Ando con mi abuela del brazo, lentamente. Las señoras con carro de la compra y bolsas, niños corriendo libres por las calles, adultos fumando en la puerta del bar.
Si viviera aquí mucho tiempo, tendría que reaprender las palabras. Ajustar la cadencia de mis frases a un nuevo tipo de tiempo. Destruir algunas, aprender nuevas. Odiar las erres, amar las aes.
Nuestro viaje, una colección de saludos. Sé que mi abuela tiene ganas de llorar tras sus gafas negras y que algunas de las palabras que le lanzan hacen mella en su coraza de cristal tintado. Algunos le posan la mano en el hombro, otras le abrazan, muchas mujeres inician el intercambio con un grito. A mí, apenas me ven. Mi dolor es demasiado pequeño para prestarle atención, piensan. Mi fama es la de la mala mujer.
Sólo me llega a veces la recriminación,
-¿Y Amanda, no viene?
A la que yo no sé qué responder. No conozco el código. Tal vez no comprendo realmente la pregunta. Me limito a encogerme de hombros
30.
La página web de Ryanair me hace sentir de forma similar a los centros comerciales o a las calles céntricas en navidad. Mensajes cálidos y fríos a la vez que gritan "¡oferta!, "¡oferta!". Busco combinaciones para volver a Serbia mientras anuncios emergentes me saltan a la cara, a veces en un español incomprensible para mí. Estoy algo mareado: no distingo las letras con claridad. En la ventana de al lado tengo abierta mi cuenta corriente: no quiero mirarla demasiado. Ya sé con lo que me voy a encontrar. Probablemente sea buena cosa volver. ¿Invito a Carmen a acompañarme a Serbia a mi vuelta, de visita? Aún no le he dicho que tengo que volver a casa. Ella no me ha escrito para decirme que todo iba a bien. Yo le mandé un “I hope you're doing right” hace unas horas. No contestó. Su respuesta “(:”. Pensar durante horas si enviarlo o no, ¿la estoy agobiando?, y su respuesta “(:” Emoticono de sonrisa sostenido sobre palabras arruinadas. Enigma cotidiano, un nuevo tipo de jeroglífico.
Compro un billete de ida para ella
31.
- ¿Paramos donde Chiqui a comer algo?
Yo soy el copiloto, mi abuela va en la parte de atrás. Las tres vestimos de impoluto negro y nos dirigimos a ochenta kilómetros por hora hacia el tanatorio que compartimos con el otro pueblo.
Me callo mi "no tengo hambre" y un "¿es necesario?", pero ella los adivina igualmente.
- No hemos cenado nada y no vamos a andar comiendo ahí porque no hemos llevado nada para los demás. Además, vamos muy pronto. Y allí no nos encontraremos con nadie.
- Tienes razón, ma. Buena idea.-la sorprendo, me sorprendo a mí.
Coge un desvío de la carretera, conduce rápidamente, "vamos donde Chiqui, ma". Mi abuela: "¿donde Chiqui? Bien. Deberíamos haber comprado unas pastas para el velatorio". Llegamos en apenas diez minutos.
- No ha cambiado nada.-digo, y es verdad. Un cartel destartalado que quiso imitar a un diner americano una vez. Las mesas de plástico sucio por el uso, luces halógenas de tono blanquiazul. No hay nadie. Nunca fue muy popular.
- ¿Pedimos lo de siempre?
Desisto de recordarle a mi madre que hace mucho que no como carne. Ya me las apañaré, no quiero discutir más.
Chiqui viene, pedimos, "lo de siempre". Mi madre está, de alguna forma, contenta. Siempre le gustaron estos lugares. Yo los detesto, nunca los frecuento en mi vida adulta. Viene la comida: un bol enorme de patatas, otro igual de grande de aros de cebolla, tres hamburguesas. En mi familia siempre se escoge pollo y no ternera. Creo que es porque de niñas veníamos aquí muy a menudo y mi madre pensaba que era una cosa más sana.
Retiro discretamente el pollo de dentro del pan mientras mi madre habla con Él. El tonteo de siempre, aunque él ya es muy viejo. Me sorprende la crueldad de sus canas, sus manos agrietadas. No da el pésame. Tampoco pregunta por Amanda.
- Come, hija, come.-me recomienda mi abuela. Ella misma lo hace, con alegría y la boca abierta. Ha vuelto a tomarse otro calmante.- La noche va a ser muy larga.
La teoría es que veníamos aquí los viernes por la noche, a cenar las tres -mi madre, Amanda, yo-. Los viernes salía con nosotras, los sábados con sus amigos, los domingos la familia entera a pasear. Pero eso dejó de ser cierto enseguida. A veces mi madre llegaba de la pescadería y decía: "¿chicas, vamos al Chiqui a cenar?" Entusiasmo al principio por lo excepcional. Luego se convirtió en costumbre.
- Es muy barato. Comemos las tres por nada, y encima no hay que fregar después-se justificaba por lo menos una vez en cada trayecto.
Sin ninguna razón, una voz en mi cabeza le contesta “soy un hombre de cincuenta y seis años”. Alguna comida de domingo, también. A veces venía la abuela: las cuatro mujeres de la casa en un diner de carretera. Un Chiqui de unos cuarenta y cinco años flirtreando con mi madre, dándonos gratis un postre a mí y Amanda. Se creaba un ambiente extraño, esquizofrénico y divertido a la par. Agridulce, de algún modo. Algunas noches, si era ya muy tarde, personas extrañas entraban en el bar. Grupos de jóvenes peligrosos. Camioneros. Prostitutas, puteros. Mi madre fingía que no pasaba nada. En el colegio estudiábamos entonces la pirámide nutricional. Mi madre, a veces, compraba judías congeladas. El frío absurdo de las noches de enero en el camino que separaba al diner del coche. Pero las risas. La comida brillante, los estómagos llenos. No lo sé. Enseguida algo me empezó a parecer triste en ese lugar. Extraño. Liminal. Algo que me decía que esa extraña peregrinación semanal no era lo adecuado. A veces mamá bebía algo de cerveza de más y el coche se movía a trompicones por los baches de la entrada del parque. Pero las risas, incluso ahora. Dientes blancos restallando sobre luz blanca de neón, exhibiendo orgullosos los restos de carne. Siempre me las he apañado para encontrar lo agrio de lo dulce.
32.
Igual que cuando estaba haciendo la residencia, veo películas hasta que me duermo en el sofá. Me he obligado a cenar algo más elaborado que el arroz blanco y creo que he comido demasiado. Me duermo a medias de una película sobre la llegada de unos extraterrestes a la tierra que estuvo en los Óscar este año y que quería ver con Carmen. Sin recoger, quitándome únicamente los vaqueros, me arrastro a la cama y me duermo sin retirar las sábanas. El reloj de la mesilla dice "las 4 a.m." Nadie es feliz de madrugada.
Sueño que estoy en un motel de carretera con mi coche serbio, tratando de ponerle gasolina. Apenas queda en la estación, y voy cambiando el coche de grifo en grifo para tratar de rellenar el depósito lo máximo posible. La gasolinera está llena de moscas negras del tamaño de gomas de borrar. Estoy agitado y miro permanentemente al horizonte: hay una nube amenazadora y negra en forma de higo, y se ven restos de incendios en la montaña. Entro en la gasolinera, no hay nadie dentro para cobrarme y los estantes están semivacíos. Es el final del mundo, comprendo de repente. Cojo todos los alimentos que puedo meter en un carrito para llevarlos al coche y los tapo con una bolsa para que las moscas no se posen sobre ellos. En el último momento me entra un remilgo y saco la cartera para dejar algo de dinero en el mostrador. La abro y está llena de sangre coagulada. No hay dinero, sólo tarjetas de crédito y sangre.
Salgo. Mi coche tiene un barniz siseante de moscas. Si abro el maletero para meter la comida, se van a meter dentro del coche. Si abro la puerta para meterme, también lo harán. En mi inmovilidad, moscas nuevas vienen y se posan sobre mi piel. Me sacudo con un grito y abro la puerta del coche, vuelco la comida en el asiento, me meto, arranco. La llave no hace contacto. Muchas moscas se han metido en mi maniobra, y sospecho que algunas más se han introducido por el tubo de escapo. Abro la boca para gritar, y entonces ellas se meten. Quiero gritar pero no puedo. Tengo la boca llena de moscas.
Despierto. Son las siete y media, la almohada está sudada y no tengo ningún nuevo mensaje.
33.
Nunca había estado en un tanatorio. El féretro cerrado, pero yo me negué siquiera a acercarme. Está lleno de gentes del pueblo que vienen por mi abuelo, por mi abuela. Algunos quieren demostrar claramente por quién están aquí, que mi madre, o yo, o las dos, no somos merecedoras de ningún tipo de pena. Qué mezquinos, en esta situación. Me los imagino volviendo en su coche, diciendo "la Amanda es la única que vale de todas, por eso no viene" y me hierve la sangre. Supero mis remilgos y me siento lo más cerca posible del féretro, tratando de disimular mi incomodidad con vigilia y honda tristeza. Trato, con todas mis fuerzas, de pensar en otra cosa, en cualquier cosa menos en el cuerpo ahí tendido de mi abuelo.
Viene alguno de los novios de mi madre, pero son los menos. Me pregunto si alguna de esas señoras descolocadas, que no saben muy bien qué decirnos, será la madre de mi padre. O incluso la madre del señor A. "A esa la reconocería", pienso. La ví un par de veces, aunque hace más de diez años de eso.
Cuando se ha ido todo el mundo, mi abuela se sienta a mi lado. Mi madre sigue charlando con alguien unos metros más adelante, una mujer mayor.
- Vámonos.-exige ella, y aunque no le he pedido ninguna explicación, prosigue- Todo esto es una tontería. Al abuelo no le hubiera gustado. Hubiera dicho "vaya tres tontas, a las dos de la mañana y ahí".
Yo asiento, dejo que coja mi mano entre las suyas.
- No creo en nada de esto, ya lo sabes. Él sí que creía. Pero yo no puedo creer en un Dios que permita que pasen cosas como estas.
El aire del tanatorio es a la vez pesado y ligero. No tiene ser, parece que carezca de sustancia. Mi abuela tiembla a mi lado, se recuesta contra mí. Mi madre sigue hablando con esa señora que no sé quién es..
- Fue de repente, ¿no?
- Mientras dormía. No se murió, sólo se durmió más profundamente. Una muerte sin conciencia, sin testigos, no es muerte. Él se durmió en paz.
Silencio. Dos, tres minutos. Ella está demasiado cansada para darse cuenta. De alguna manera, me pasa lo mismo. Aquí el reloj solo finge dar la hora.
- Una cosa...
- ¿Sí?
- ¿Por qué Amanda no ha venido?
- Ya lo sabes.-no se incorpora. Lo agradezco, así no podemos mirarnos.- Dijo que si venías tú no venía ella.
Silencio, otra vez.
- También dijo que el abuelo hubiera preferido que estuvieras tú. Pero a todo el mundo le hemos dicho que en Londres no le daban permiso.
- Vámonos a casa -intervengo, levantándome.- Estamos haciendo el tonto.
34.
La pesadilla me levanta dos horas antes de que suene el despertador. Intento dormirme sin éxito, pero el estar dando vueltas en la cama me recuerda demasiado a esas noches de adolescencia en las que no era capaz de dormir. Desisto a las siete y media. Abro las ventanas y pongo la cafetera mientras ojeo las noticias en mi teléfono móvil. El día va a ser largo. Al menos todas las plantas siguen vivas. El aire fresco entrando por la ventana me da la idea de hacer algo de deporte fuera de casa. Correr por la dehesa, estirar al aire libro. Me visto mientras el café termina de subir, pero luego apenas tomo una taza: tengo ganas de acelerar, ir rápido a alguna parte.
La dehesa está desierta por la mañana. Me envuelven las voces de los árboles, pero no estoy exactamente donde estoy: no soy capaz de disfrutar la naturaleza, la brisa o todas esas cosas encantadoras que supuestamente debería ser capaz de disfrutar. Aún tengo moscas en la boca y solo soy capaz de pensar en qué estará haciendo Carmen. Si el espacio se introduce en mis pensamientos, lo hace solo para molestar: me pica el sol en los ojos, ¿estará bien?; me hacen daño algunas piedras en el suelo, ¿se habrá encontrado con alguien del pasado?; se cruza algún insecto en mi camino, ¿cuando va a volver?; y entonces caigo.
Siempre fui un niño aprensivo. Nadie entendía por qué escogía medicina, pero yo averigué pronto que lo que me daba miedo no era ni la sangre, ni la carne ni las vísceras, sino su forma de desgarrarse. Lo que implica el momento en el que un tejido se deshace: ahí reside la crueldad. Por eso podía atender a mis pacientes -en mí no había crueldad alguna, solo deseo de reparación- pero no soportaba las películas de serie B. No soporto sentir cómo en mi rodilla se abre una herida. No quiero mirarlo. Qué ridículo, un hombre adulto tirado en el suelo. Tengo que dejar de hacer tonterías. Tengo que volver a casa.
35.
Le toco el hombro a mi madre. La mujer, madre de una de mis amigas me infancia, me ignora deliberadamente. En un instante de furia irracional y cansancio quiero gritarle "¡tu hija hacía comer petardos a los sapos para verlos explotar!", pero me controlo. Mi madre hace un gesto de comprensión, me pasa su bolso discretamente.
- Nos vamos, abuela.
- Menos mal, hija. A tu abuelo le hubiera parecido bien.
- Voy a acercar el coche, ma me ha dado las llaves.
Hace algo de frío. Apenas hay coches aparcados, así que encuentro el nuestro con facilidad. Nunca he conocido otro que no sea este, primero de mi abuelo, luego de mi madre, ¿se habrá comprado Amanda un coche caro con su sueldo de enfermera?
Un coche sin luces se para en la fila perpendicular a la mía. Yo estoy demasiado cansada para alterarme, pero me meto aprisa, meto la llave, enciendo las luces delanteras.
- No me lo puedo creer. No me lo puedo creer.- murmullo. Salgo del coche y cierro la puerta con fuerza.- ¿Qué cojones haces aquí?
El señor A me observa de arriba a abajo. Iluminado a medias por las luces de mi coche veo que no ha envejecido mal. Unos cincuenta años, traje, todo el pelo. Un resto de elegancia.
- Hola, Carmen.
- Haz el favor de marcharte.
- Yo..
- ¡Que te vayas, y que te jodan!
He gritado: espero que dentro no me haya oído nadie, espero que mi madre no se entere de nada. Me giro tratando de ocultar el nerviosismo, abro, temblorosa, la puerta del coche. El señor A no se mueve, mira mis movimientos con esa tranquilidad tan suya. Noto su mirada examinándome de arriba a abajo.
- Eres idéntica a tu madre.- sentencia.
No sé a qué se refiere exactamente, pero no me importa. Arranco, maniobro para acercarme a la puerta. Él vuelve a entrar en su coche. Tengo que esperar cinco minutos largos a que salgan mi madre y mi abuela.
36.
Agua y gasa, vetadine, tiritas. Segunda vez en veinticuatro horas. Me sirvo un vaso de vino tinto: he comprado una botella de camino y ya me he bebido la mitad.
-¿Qué celebramos?-pregunto al espacio vacío del sofá. No se me ocurre nada. Me sirvo otro vaso. No tengo ganas de comer nada.
Reviso mi móvil, una vez más, para ver si ha llegado un mensaje. Nada. 22 de Abril, dice. Mi vuelo es el 3 de Mayo, pero 22 de Abril es una fecha que me dice algo. No se me ocurre qué.
Comienzo a escribirle otro mensaje a Carmen. Dice algo así como "gracias por pasar de mí". Demasiado agresivo. "¿Estás bien? Estoy preocupado." Demasiado arrastrado. Me sirvo otro vaso, ¿y llamarla, para ver como está? No. Me aterroriza la idea de un malentendido telefónico en inglés. En general, me causa algo de ansiedad hablar por teléfono. Cuando mi familia u Orzsi me llamaban en fechas importantes tenía que mentalizarme durante varios tonos antes de poder descolgar.
Entonces lo recuerdo: Orzsi. Hoy es el cumpleaños de Orzsi. ¿Debería felicitarla?
Escribo otro mensaje para Carmen: "tienes que decirme cuando vuelves..." Deprimente. Termino la botella de vino. Escribo otro mensaje para Orzsi. Escribo un escueto "felicidades". Añado en un segundo texto que la echo de menos. Descubro en ese mismo instante que es verdad.
37.
Hay una relación evidente entre el mundo de las palabras y el mundo de las cosas, o al menos eso parece al principio. Eso es una mesa. Eso es una silla. Eso es un libro, eso es un árbol. No. No puedes llamar a las cosas como quieras. No tiene sentido, ¿entiendes? Cada cosa tiene su palabra, la buena. Algunas cosas tienen dos palabras, claro. Algunas palabras tienen dos cosas. Pero, en general, está clara la relación, ¿lo ves?
No. Esta noche no lo veo. Escucho el monólogo incesante de mi abuela en el asiento de atrás, totalmente ida, sin necesidad de nadie que la escuche. No hace falta que sus palabras refieran a nada para que siga funcionando. No hace falta, de alguna forma, ni que sean comprendidas por nadie: la posibilidad de que así sea parece más que suficiente para que continúe su monólogo. Los árboles a nuestro paso podrían seguir siendo sin que nadie los llamase "árboles". Los carteles, vacíos en las carreteras. Y entonces qué. Qué del lenguaje. Qué de las cosas claras. Qué estoy diciendo, estoy medio dormida, son las tres y media. No he respondido su mensaje, pero ya es un poco tarde, ¿Predrag? Mi abuela dice mi nombre varias veces y a mí me cuesta darme cuenta de que me está llamando. Murmuro algo para fingir que sigo escuchándola. Tal vez les iría mejor a ambos mundos si se separaran. Los objetos libres de la necesidad de sentido, los cuerpos sin presiones intangibles que los obligaran a ir a ninguna parte. Las palabras por fin totalmente dueñas de su capacidad de dar significado, sin tener que arrastrar a una materia demasiado persistente en sus necesidades.
A pesar del cansancio, acompaño a mi abuela a acostarse cuando llegamos a casa. La tapo, "¿no quieres dormir conmigo?", "vale, abuela". Noto desde el salón la aprobación de mi madre. Apago la luz. Ella:
- Era un buen hombre.
- El mejor.
- Buenas noches.
- ... buenas noches.
Tal vez sería mejor, pero entonces, ¿qué lloraría al abuelo?
38.
He dormido una siesta de varias horas. Soñé con un cenagal -¿por qué esa obsesión con el barro?- y me desperté con sabor de arena en la boca. La luz de mi móvil me avisa de que tengo un mensaje, ¿será Carmen? No. No es ella. Primero, la decepción. Es una llamada perdida y un mensaje del mismo número que dice. "Predrag, da li este?"
Qué estúpido. No he firmado. Me compré un móvil nuevo y tiré el anterior cuando vine aquí. Comienzo a escribir un sí. Escribo y borro varias veces. Me duele la cabeza. No sé por qué pero pulso el botón de "llamar".
39.
Al abuelo nunca le gustó el señor A. Mamá decía que era porque no quería que dejáramos de ser vecinos conectados por una herida de cemento. Yo lo creía también. Cuando el señor A apareció, a mí me pareció maravilloso. No sé exactamente dónde lo conoció mi madre, pero ahora, en retrospectiva, veo que era muy bella, muy joven.
De niña me gustaba fantasear sobre ese primer encuentro. A Amanda también le gustaba él, pero a ella le gustaba todo el mundo y no tenía imaginación para jugar. Mi caso era diferente. Me fijaba, por ejemplo, en su reloj, un reloj grande, con una correa de cuero que ajustaba siempre antes de mirar qué hora era. Me gustaba que en casa hubiera flores y que, tras meses paseando religiosamente cada sábado con mi madre, a veces nos sacara a mí y Amanda a cenar, y que no fuéramos a la cantina de Chiqui, sino a auténticos restaurantes, o a hamburgueserías parecidas en todo, pero con un aire multinacional. Los regalos, alguna muñeca tardía, los pañuelos de seda. Mi hermana tenía ya quince años, yo trece. Ya hacía uno que usábamos pintalabios, pero mi madre nos aderezaba con cuidado cuando íbamos a salir los cuatro. Le decía a Amanda: cuida de tu hermana, y a mí "no seas tan arisca, anda".
Cuando cumplí catorce años, él me regaló Las edades de Lulú. Decía que ya tenía edad para leer libros de mayores, que mi madre le había comentado "la manía que tenía de leer." Nos llevó a comer helado a las tres y pidió el mío con el cucurucho recubierto de chocolate en lugar de barquillo a secas. El cumpleaños de mi hermana había sido un mes antes y no había hecho ninguna de esas cosas, solo trajo profiteroles. Mi hermana no se quejó, nunca se quejaba de nada. Mi madre lo justificó mil veces diciendo que yo era una niña muy difícil y que "conmigo hacía falta un extra."
- No va a salir bien la cosa, no me da buena espina ese hombre.-mi abuelo, cuando Amanda y yo cenábamos con ellos una noche en la que ambos se habían ido al cine.
- No está la cosa para quejarse.-mi abuela, siempre práctica- Es funcionario. Con un poco de suerte tu hija podrá dejar de lavar pescado y nosotros podremos vender estos dos pisos y mudarnos a uno con un ascensor.
Sucedió tres meses más tarde. Todas nuestras posesiones, en cajitas con etiquetar ordenadas en el suelo de un camión, el anuncio de la inmobiliaria, el nuevo piso de los abuelos. El apartamento del señor A era muy grande, pero Amanda y yo teníamos que compartir habitación. Sé que mi madre tenía miedo de que me enfadara, siempre he sido muy independiente, pero yo estaba encantada. La vida junto al señor A se me antojaba más cercana a lo que una vida debía ser, a las vidas que había visto en mis compañeras de clase, una vida sin remiendos, horarios extraños, cenas grasientas en una cantina en la carretera. Más aún: una vida mejor que esa, en una casa con estanterías, libros, vinos, sofá de cuero, clase, y el señor A. Un hombre que entonces me pareció fuerte, alto, elegante. Tenía también los ojos azules. Ahora, desde la distancia, puedo ver que era más bien feo, que sus ojos eran saltones, sus dientes amarillos, la nuez demasiado echada para adelante. Pero entonces era más joven, yo una niña, y encima veía la adoración -¿o tal vez era alivio?- en los ojos de mi madre.
Encontraba, a su vez, un antídoto para esa melancolía que me sobrevenía a veces, días enteros, especialmente en domingo, en los que no quería salir bajo ninguna circunstancia de mi habitación, en los que disfrutaba haciéndome daño con malos pensamientos, durmiendo poco, no comiendo nada. Mi madre decía que "estaba adolescente", y eso me enfurecía más aún. Nada de eso sucedía cuando vivíamos con el señor A. Algo en su presencia, en su forma de mirarme, hacía que encontrara las fuerzas para tratar de ser mejor. Ducharme y vestirme todos los días, salir a hacer todas las comidas, mantener mi cuarto más o menos ordenado. No hubiera soportado que él descubriera que usualmente dejaba bragas y calcetines usados detrás de la puerta, por desidia, durante días o semanas. No podía competir en modales con mi hermana, claro, pero tenía mis bazas. Podía hablar con él de algunos libros que leía. Vestirme como se vestía mi madre. Y, sobre todo, podía quedarme con él viendo alguna película por las noches, yo leyendo, él mirando fijamente el televisor, mi hermana y mi madre durmiendo.
- Me quedo aquí para no molestar a mi hermana con la luz.-me excusé en alguna ocasión.
- Claro, es natural.-concedió él. Sonrió con esa sonrisa suya, que ahora llamaría "sapil", pero que entonces se me antojaba la ventana a una vida mejor.
40.
Me reconforta saber que sigo recordando su número de memoria: hoy, tener en la cabeza el número de alguien parece una prueba inequívoca de cariño, sino de amor.
Una voz en un agradable serbio me advierte que va a ser una llamada internacional. Aún no me sé el número de Carmen.
-¿Predrag?
Escuchar mi nombre en la entonación correcta aflora me provoca algo extraño. El "Pre-drak" que pronuncia Carmen me pertenece. Es mi marca en este mundo. El “Predrag” de Orszi tiene otra relación conmigo: de alguna forma, yo le pertenezco a él.
-¿Predrag?-repite, ante mi silencio demasiado largo.-¿Predrag, da li este?
- Da, da.- Soy yo. Estoy aquí. Y, aunque ya sé la respuesta, me veo obligado a añadir un “¿estás enfadada?
Escucho su risa entrecortarse a través del teléfono. No sé si es la distancia o simplemente es la forma en la que puede salir ahora.
-Bio sam zabrinut.
Una vez, cuando ella estaba haciendo un viaje largo por la Costa Azul con unas amigas hicimos videollamada. Ya llevábamos un tiempo sin estar del todo bien aquel verano. No sé si alguna vez estuvimos del todo bien. Consideré intolerable cómo la distancia física evidenciaba nuestra distancia vital. Esta vez no siento esto. Siento que incluso el silencio habla mi idioma. Apenas siento el dolor de la rodilla.
Le pregunto a ella y a su silencio comprensivo si está bien. Me dice que ahora estoy mejor.
41.
-Brujas chismosas. -dice mi madre entre dientes. Mi abuela, ella y yo encabezamos la comitiva tras el féretro. Y tú, ¿tenías que hacer la risión? -añade, dirigiéndose a mí.
-El abuelo decía que me quedaba bien en blanco.-me defiendo.- Le hubiera gustado más así.
-Ya, sí, bueno. Total, como no te vas a quedar para aguantarles... A mí me da igual, que te quede claro. Pero a la abuela no. Ella es la que se lo va a tener que tragar.
-Pero aún tardarás en irte, ¿no?-interviene ella.- El próximo domingo es domingo de ramos. Aunque sea para entonces, ¿verdad? Bajará la Amanda. ¡A ver si os apañáis de una vez!
Me muerdo el labio, no digo nada. Aún tengo en las fosas nasales el olor dulzón del incienso de palio y la imagen del féretro cerrado junto al altar. Los tres comentarios de mi madre:
- No has llorado ni una sola vez. Valiente nieta.
- A nuestro entierro no vendrá tanta gente. Al de la abuela, al de Amanda, tal vez. Al tuyo y al mío, no.
Y,
- Ayer vi su coche en el tanatorio.
Un comentario con cierta expectativa, incluso desazón, ¿de verdad me lo estaba preguntando.
-Antes, cuando el muerto no tenía dinero para el nicho, se lo enterraba en una sábana y se le llevaba en caja prestada.-me informa mi abuela, aún en su estado de humor extraño fruto de los tranquilizantes.- A mí no me parecía del todo mal. Pero estaba un poco feo eso de tirarle la arena en la cara. Claro que nosotros hemos alquilado un nicho. Y antes se llevaba a los muertos a hombros, a pulso, de camino al cementerio. Ahora ya ves, en coche. Y no en un coche cualquiera. Primera y última vez que tu abuelo monta en Mercedes.
-Mamá...
-¡Anda, cállate, Nines! ¿No soy yo la viuda? ¿No voy a poder decir lo que me venga en gana?
42.
Carmen y yo teníamos pendiente subir a la terraza del Círculo de Bellas Artes, pero siempre se interponían las circunstancias. A veces yo pensaba que ella no quería que subiéramos allí por alguna razón. La forma en la que siempre aparecía algo mejor que hacer me hacía pensar que tal vez ella no quería que fuéramos aquí.
Mi lista de cosas que hacer ha tomado un cariz trágico. Mi vuelo sale en dos semanas. Carmen no ha contestado a mi mensaje: subo.
Pido algo en el bar y me paseo por la terraza en la medida que me lo permiten los cuerpos de los otros. Sus voces incomprensibles, con algun toque de inglés, me rodean mientras contemplo la ciudad. Repaso los edificios que parecen importantes, en muchos de ellos no he estado, o tal vez confundo sus figuras recortadas contra la luz artificial. Me doy cuenta de que no me gustan, que las detesto. Son frías. Arrogantes. Su proximidad no presupone ninguna clase de cercanía: sólo comparten el espacio. "Me alegro de que mi abuelo no haya estado aquí para ver España", pienso, soy consciente por primera vez. Hubiera sido una decepción. No sé si hay alguna comunidad escondida en alguna parte, pero no es en Madrid. O al menos no que yo la conozca.
43.
-Mamá.
Todo ha terminado y mi abuela está hablando con otras señoras, siento a mi lado el calor tibio de mi madre. A pesar de los años, podría reconocer en cualquier parte esa tibieza.
-¿Sí?
-Él vino ayer. Hablé con él. -noto como se tensa-. Es la primera vez que hablo con él desde entonces.-aclaro.- Le dije que se largara de ahí. Que se fuera. Y que le jodieran, también.
Ella se relaja y se aprieta los ojos por debajo de las gafas, abrazándose. ¿De verdad pensó que yo...? Me duele. ¿Es que no lo entiende? No digo nada. Trago saliva. Otra vez ese dolor de pupilas. Ella se aclara la garganta, busca una palabra. Mis oídos están entrenados para lo que quiero oír, pero mi cerebro* está acostumbrado a la decepción. Duda. Finalmente,
-Hiciste bien, hija. Hiciste bien.- y, aunque no es La Palabra adecuada, encuentro en su sentencia una cierta paz.
44.
Hago una foto desde la azotea. Se la envío, pero antes de que le de tiempo a cargarse le doy a cancelar. Se la envío a Orzsi. Me responde enseguida que ojalá pudiera estar aquí.
45.
-Ni una palabra.
Dos coches amarillos aparcados en frente del escaparate. Ella café, yo zumo de piña. Aún no bebo café delante de mi madre.
-Ni una palabra, ¿entiendes?
Yo no levanto la vista, ni siquiera miro sus ojos en el reflejo del cristal. Tengo catorce años y siento infinita vergüenza.
-Nunca más diremos su nombre, ¿entiendes? Si te preguntan, tú no sabes nada. Líos de mayores. Hazte la tonta. Eso se te da bien.
No la miré. No me atrevía a preguntarle lo que parecían indicar sus acciones pero que no dejaban claro sus palabras. ¿La culpa era de él?
-La culpa es mía.-dijo entonces. Tampoco me atreví a decirle, "no, mamá, para nada" y darle un abrazo. Se abolieron los abrazos desde entonces, a pesar de que estuvimos tres años durmiendo las tres muy apretadas en el sofá-cama del nuevo piso de los abuelos. Durante esas noches en el borde de la cama -mi hermana Amanda ocupaba siempre el centro- pensaba "ojalá no hubiese callado", o me remontaba más atrás, "ojalá hubiese dicho", u "ojalá no hubiese hecho", a veces incluso "ojalá desnacer".
Para dormir jugaba a inventar habitaciones amplias en las que no había que compartir sofá. Construir cuartos en sueños para mí, para mi hermana, los personajes de mis libros, mis abuelos. Imaginaba la decoración, lo que se veía por la ventana. A veces también hacía habitaciones para él. Aposentos. Solo que no tenía del todo claro si eran lugares de horror -frías mazmorras sin ventana, lugares con goteras, deleznables espacios sin orden- o simples habitaciones en las que una podía salir y entrar libremente. No sabía cuál de ambas perspectivas me parecía más terrorífica.
46.
No encuentro en casa muchas pruebas de que una vez estuve aquí: no hay apenas fotografías, ni documentos, ni regalos, ni cartas. Tiene sentido: estábamos demasiado cerca para echarnos de menos. Otra cosa más a añadir a la lista de errores.
El último día de colegio la madre de uno de mis compañeros organizó un anuario con las fotografías de alumnos y profesores. Se pasó una hoja para que firmáramos y escribiéramos una dedicatoria, pero yo no lo hice. Nunca se me han dado bien esas cosas. Rara vez soy capaz de algo más que de un tímido "felicidades" en las tarjetas de cumpleaños. Ahora que soy adulto, sin embargo, me ha dado rabia. Ni siquiera un garabato que me recuerde que yo también existí ahi, entonces. Siento que esto mismo va a sucederme en unos años con Madrid, con Carmen. Escribo detrás de la entrada de cine de Moonlight "Carmen Y Predrag". No escribo la fecha porque ya lo pone en la propia entrada. La miro: no parece que salgamos nosotros de las palabras. Pruebo a sacar nuestra caja de fotos viejas, y valoro en escribir algunas de nuestras impresiones en la parte trasera: no. De alguna manera mi escritura revelaría lo falso. Las frases serían el fetiche de un recuerdo que ya no está. Destrozar objetos para salvarnos a nosotros. Te dejaré la colección: no me la quiero quedar.
47.
Mi abuela me hace prometer que me quedaré hasta el fin de semana.
“Es domingo de ramos”, dice.
“Va a venir Amanda.” añade. Y, por último:
“Puedes decirle que venga a tu novio nuevo, y lo conocemos.”
Pienso en Predrag solo en Madrid. Lo conozco lo suficiente como para saber que estará sintiendo mi ausencia. He sido desagradable. Ni siquiera le he mandado un mensaje. Salgo a la terraza y marco su número. No me lo coge. Pruebo media hora más tarde. No me lo coge.
43.
Maleta
Ropa
The vegetarian, poemario de William Carlos Williams, The Sellout. (Dejarle el resto de libros en inglés a Carmen), Lauta i oẑillkci, Knjizevni pogledi Isidore Sekulic
Libro de postres en español que me regaló.
Fotografía del abuelo tomándose el baño en una piscina pública, reproducción de la exposición de Escher, ¿Fotografías? ¿Repartir?
Cosas que hacer antes de irme
Imprimir tarjeta de embarque
Dar un paseo por el retiro
Dar un paseo por la dehesa.
Comprar algo de comida para regalar.
Buscar una versión bilingüe de poeta en Nueva York
Comprar un disco de música flamenca
Ir al rastro
Volver al reina sofía
Desayunar en el Lolina
Cenar en el senegalés.
44.
“Can’t talk right now.” me dice la pantalla. Estoy comiendo con mi abuela y mi madre. Ella no para de quejarse de que mire todo el rato el teléfono.
Ensayo una respuesta, dos, tres, no envío nada.
No sé por qué me molesta tanto que no pueda hablar ahora. Está bien si ha salido. Quizá esté viendo una película. Quizá esté dando un paseo.
“O tal vez no quiera saber nada de ti”, mi conciencia, con la voz de mi madre.
-Haz el favor de comer.-mi madre real, sobre la mesa.
Les digo que me voy a echar la siesta para que me dejen en paz.
45.
El cuadro se ha caído cuando llego a casa. Ella me explicó que uno de los cuadros del salón se ha dado la vuelta por la noche, pero que lo vamos a dejar así.
- Why so?- pregunté desde la cama. Casi lo puedo ver ahora: ella se acerca con el botiquín, se sienta a mi lado y me tapa mejor. Finjo quejarme. Los radiadores luchan sin éxito con el frío de febrero, pero yo me muero de ganas de salir de la cama y por la ventana entra un sol radiante.
-Everything is upside down here, don’t you think?- me besa en la comisura del labio que tengo íntegra. Yo no puedo más que coincidir. Un pequeño mundo al revés.
El mundo se ha caído del todo.
46.
Doy vueltas y vueltas en la cama, analizo las últimas semanas, los últimos mensajes.
Mi madre y mi abuela se van a dar un paseo y yo expando mis círculos a toda la casa: no puedo distraerme.
Espero sin éxito un mensaje que me diga que ahora puede hablar, pero no llega nada.
Que impropio en él. ¿Estará enfadado? ¿Estará con otra persona?
Las seis y cuarto. Salgo a pasear y dejo el móvil en casa. Seguro que cuando vuelva ya ha contestado. Los dieciséis días que mi profesor estuvo sin llamar hice eso todo el rato. Dejaba el teléfono horas castigado diciéndome a mí misma que cuando volviera a consultarlo, tendría un mensaje. Era lo que me permitía cortar el tiempo en una espera improductiva.
Cuando arregló mi beca en latinoamérica también lo hice así. Espacios de tiempo más extremos, una vez incluso un día entero. Veinticuatro horas, “seguro que incluso tiene que esperar a que le conteste”, me decía.
No hubo nada, nunca. No hay nada hoy al volver a casa.
Vacilo. Escribo y borro mil veces. Tal vez se haya olvidado del mensaje. Tal vez no quiera molestarme. Escribo:
Hi! Sorry I didn't write you before. Worst weekend ever. Can't wait to see you. I'll be there tomorrow at 13:30. See you there? I love you.
Vacilación justo antes de pulsar "enviar". ¿Le había dicho que lo quería alguna vez?
Le digo a mi abuela que me voy mañana y antes de que le de tiempo a quejarse ya estoy en la cocina, fregando los platos.
47.
El primer mensaje llegó a las diez de la noche, mientras escribía listas de tareas pendientes y esperaba a que se cocieran los tallarines. Cuando el teléfono vibró, pensé honestamente que sería cualquier otra persona, no ella. Tardé un instante en asociar "Carmen" a "exactamente lo que estaba esperando hasta hace unas horas". ¿Era su "siento no haber escrito antes suficiente"?
"No puedo esperar a verte." "No puedo esperar a verte." Trato de imaginármela diciéndolo, en su casa.
-Can't wait to see you.-le digo al agua hirviendo, que sigue borboteando, indiferente.- Can't wait to see you.
Dejo que el mensaje se marque como "leído". No respondo nada.
El segundo mensaje llega a la una de la mañana. Estaba a punto de dormirme. Leía con desidia el único de los libros suyos que no había leído, unas memorias de Patti Smith. Esta vez sí que estoy prevenido cuando el móvil suena.
I'm sorry for being such a pain in the neck... but are you gonna pick me up? Hope I don't wake you up. Love, Carmen.
Cierro la biografía y me dedico a contemplar las palabras en silencio. Su persistencia me asusta, me repele de alguna manera. No termino de creerme el "love". Por primera vez desde hace tiempo, tengo sueño. No ha sido muy respetuoso enviar este mensaje a la una de la mañana, sabe que me acuesto antes. Le doy la vuelta al teléfono sin contestar.
48.
Quiero escribir, "are you mad at me?", pero no me decido a hacerlo.
Son las ocho de la mañana. No he dormido nada. He estado pensando demasiado.
Había estado mal no contestarle a Predrag.
Había estado mal no enviarle la carta.
¿Ya son las cinco y media?
Había estado mal no hablar claramente con mi madre.
Debería haber hablado con Amanda.
¿Cuántos años más puede vivir la abuela?
Las sábanas se parecen a las mortajas.
Son las siete.
Que llegue la mañana, por favor.
Mi abuela está levantada, mi madre no. Hay café hecho, magdalenas esponjosas, caseras; y un montón de preguntas por su parte. Me pregunto si mi madre se levantará para despedirme. Sí, ¿no? Espero que lo haga. Ayer mi abuela se disgustó mucho. Mi madre no me recriminó nada, pero tampoco quiso quedarse en la mesa después de cenar. Dijo que estaba cansada.
No tengo la entereza como para entrar yo a despertarla y sé que no me lo perdonaría si me fuera sin despedirme. Me duele la cabeza, mucho.
-Buenos días.-gruñe mi madre, desde su cuarto.- Sale de la habitación, se enciende un cigarrillo, no me mira apenas.
-Nada, que está emperrada con irse hoy. Mira que dijo que se quedaría hasta domingo de ramos.
-Que haga lo que quiera, ma. Ya es mayor.
-Voy a volver pronto. Volveré cuando esté Amanda.-las interrumpo. Soy la primera sorprendida de mis palabras. Mi madre sonríe y hace una mueca a la vez: no me cree ni por un instante. Mi abuela, por el contrario, es todo esperanza.
Me siento terriblemente mal.
-Escríbela, anda. Así irá mejor. Ya verás como se alegra.
-¿Escribir, esta? Esta nunca le escribe nada a nadie.
-Voy a vestirme.-interrumpo, levantándome- No quiero perder al tren.
"Are you mad at me? Are you gonna pick me up?"
49.
Duermo sin pesadillas y cuando despierto hay un mensaje de Carmen que me pregunta si estoy enfadado y si le voy a ir a buscar. Me tomo el café y hago ejercicio antes de contestarle. No hay apenas nada de comida en casa, pero no me apetece salir.
Orszi me manda un mensaje. Me pregunta si puede decirle a mi madre que voy a ir pronto. Dudo un instante. Le contesto que sí. Después le mando a Carmen un “yes”.
Soy consciente de que la voy a ver en unas horas y siento que no lo comprendo del todo.
50.
No puedo tranquilizarme: nunca he sido capaz. Me aprieto la piel de alrededor de las uñas, me muerdo los carrillos por dentro: nunca jamás me lo perdonará, la piel.
El movimiento monótono y rápido de la vía por la ventana soy yo.
El dejar siempre las cosas detrás a gran velocidad soy yo.
Cualquier cosa que pueda decir para justificarme es baba insignificante. Hablar por no callar. Como una cría llorando sin poder decir qué le sucede, y que luego tira a la comida al suelo desde la trona. Soy un desastre, y también su causa eficiente.
Vibra mi teléfono. Dice "yes". Yes. Yes. Yes. Sinecdoque de mi incomprensión
51.
Cuando la expectativa es demasiado grande, los hechos no parecen del todo reales. Es una estación deprimente. Estoy sentado en el mismo banco en el que estuve sentado quince minutos después de que su tren se marchara. Miro al espacio vacío de la vía aunque no hay nada que mirar todavía. Lo miro muy fijamente y entonces,
-Hi.
-Hi.
Los veinte minutos ya han pasado. Nunca me ha gustado llegar tarde a los sitios. Ella ha bajado del tren cargada con una bolsa y una revista que no se llevó de Madrid. A pesar de que hace poco tiempo que se fue, verla moverse me hace pensar que había olvidado algo importante.
Me gustaría abrazarla, pero siento que hay demasiados impedimentos: la revista, la bolsa, sus gafas, opacas otra vez; la fina capa de sudor sobre mi cuerpo. Casi desearía volver a estar envuelto en para tener una excusa para la torpeza. Ella tampoco parece dispuesta a hacerlo. Sólo ha dicho "hi". Se muerde el labio con preocupación. Seguramente ha sido un viaje difícil para ella. Cuando leí su mensaje, no la creí en serio. Recuerdo cuando mi propio abuelo se murió y veo de nuevo su vulnerabilidad.
-Do you need help?-le ofrezco, señalándole la bolsa, pero refiriéndome a algo más. Ella levanta el mentón y me doy cuenta de que estaba a punto de decir algo.- What?-inquiero. Quiero que hable.-What?- insisto, ante su reiterado silencio.
-I'm sorry I didn't write you back.-dice, pero yo no puedo saber si de verdad lo siente tras esas gafas negras. Le digo que hablaremos de eso más tarde y le quito la bolsa de las manos.
52.
Distingo su contorno antes de bajar del tren. Dejo pasar a las personas de los asientos de atrás mientras lo observo.
Se ha recompuesto su gesto: es Predrag.
-Hi.
-Hi.
Tengo un pajarillo aleteando en el pecho. Me muero de ganas de abrazarle, pero no se ha levantado del banco. Inaccesible cincuenta centímetros por debajo de mí.
Hay silencio. Los cuerpos se mueven rápido a nuestro alrededor con el frenesí propio de una estación. Voz de megafonía, olor a desinfectante, calor.
Detrás de Predrag, una chica corre hacia otra y la abraza impulsándose con un pequeño salto, ¿por qué no habré hecho lo mismo? El contacto siempre había sido sencillo entre nosotros.
Bajo los ojos tratando de mirarle significativamente. Él me mira de vuelta. No sé si preguntarle "¿puedo abrazarte?" O "¿estamos bien?", pero respiro hondo para llenar de aire mis pulmones y preguntar algo, lo que sea.
-Do you need help? -me ofrece, levantándose y señalando mi bolsa.
Tal vez intuía lo que iba a preguntarle. Tal vez no quería escucharlo.
Ya a mi altura, veinte centímetros más alto, me pregunta qué iba a decir. Una vez, dos veces. Yo no sé qué decir. Me pesa mucho la bolsa de repente. Le digo "siento no haberte contestado antes".
Él me dice que no tiene importancia y me arrebata la bolsa de las manos. Nos vamos a casa.
53.
Ella no para de hablar ni un momento en el camino a casa. Hemos cogido el metro y tenido muy mala suerte con las conexiones, así que el trayecto se alarga más de lo deseable. El sonido reiterado de su boca chasqueando no deja sitio para el silencio ni siquiera cuando subimos o bajamos escaleras. Trato de seguirle el ritmo a sus anécdotas, pero siento que no me está contando lo realmente importante. Que, por ejemplo, no me está contando lo que escribía antes de irse de viaje. Que apenas me habla de lo que sintió en el entierro de su abuelo.
Hace unas semanas me hubiera encantado saber algunas de las cosas que cuenta: cómo era su pueblo, dónde cenaba cuando era una niña pequeña. Hoy sólo puedo concentrarme en esperar el silencio oportuno. Cada vez que para de hablar por una razón u otra, cuento hasta diez. Pienso: si cuento hasta diez y no ha dicho nada, le diré que me tengo que ir a Serbia. Le diré: me voy en una semana. Le diré: te he comprado un billete para que vengas a pasar unos días conmigo.
Siempre me quedo en el seis o en el siete. En la estación de Canal llego a contar hasta nueve, pero en el último momento, ella habla. La bolsa está llena de unos panes de picos que son tradicionales. Esa es una de las muchas cosas que me cuenta.
54.
Le pregunto cómo se dice entierro y me dice que se dice “sahrana”.
Ha estado taciturno en la vuelta a casa. La mitad del tiempo no estaba segura de si me estaba escuchando realmente.
Le pregunto qué vamos a comer y sólo me dice I don't know.
Dejo mi mochila a los pies de la cama. Noto algo diferente a mi alrededor, pero no sabría determinar qué es. Puede que haya movido algo de sitio.
Él pasa directamente a la cocina. Se ha descalzado al entrar. Yo, no. Ese pequeño gesto me hace pensar que tal vez esta siempre ha sido su casa que la mía. Él paga. Él la eligió. Él se descalza. Él puede llamarla "kuci" y saber lo que significa sin tener que pensarlo ni tan siquiera un momento.
Yo, no.
Es extraño lo que nos pasa con las casas. Siempre buscando una en la que quedarnos, pero sintiéndonos atrapados si nos vemos obligados a permanecer dentro de una de ellas. Así me sentía antes de irme. Así me sentí en mi pueblo. Ahora siento que no tengo todo el derecho a quedarme y tal vez eso tenga algo de sentido. Para él el grifo no se llama grifo, se llama de otra forma. Juntos lo llamamos "sink", pero no es el "sink" para ninguno de los dos. Sólo funciona cuando estamos juntos. Por eso nunca me ha gustado estar sola aquí.
55
Orzsi me manda un mensaje. Quiere saber cuando voy a volver exactamente. La nevera está semivacía, no he ido a comprar. Pienso en pedir que traigan algo de fuera, pero es algo que no hemos hecho nunca. Será mejor que salgamos.
-Do you wanna go out? There's not much to eat here.
Ella está sentada en el borde de la cama. No se ha quitado ni la chaqueta ni los zapatos y las gafas coronan su frente, retirándole el cabello hacia detrás. Murmura un asentimiento poco convencido. Me vuelve a mirar el móvil en el pantalón. La ventana está abierta, los sonidos de la ciudad son pequeños intrusos y el la habitación parece llena de impedimentos para hablar con seriedad. Llena de ruido. Sus gestos también son ruidos, vacilaciones. Entre nosotros ya no hay música, pero tampoco hay mensaje. No lo soporto.
-Why you didn't write me back?
56.
Me pregunta por qué no le contesté a su mensaje a pesar de que dijo que no importaba. No sé si su pregunta significa que no vamos a salir a comer.
Le digo que he estado ocupada y le pregunto que qué le pasa. Me dice que nada. Le digo que le pasa algo. Primer reproche. Segundo. Tercero. No deja de estar apoyado en el quicio de la puerta. No dejo de estar sentada en el borde de la cama. No pasa el tiempo. El silencio entre nuestras frases es insoportable.
No encuentro las palabras para expresarme, y cuando lo hago siento que no significan nada.
-"I'm sorry.", confieso varias veces. "I love you.", "I've missed you", añado a veces, pero suena totalmente falso. Postizo. Él lo siente también. No sé si tengo permiso para darle un abrazo y no me muevo para comprobarlo.
Él continúa haciendo preguntas. Qué estuve escribiendo antes de irme. Por qué no le he llamado. Por qué no le conté nada de mí. Por qué, por qué, por qué, why. Yo ataco con otros why de vuelta.
Cada "why" destroza una argumentación. Cada signo de interrogación destroza nuestro frágil lenguaje. Y yo no sé parar de hablar.
57.
La respuesta que quiero no es la respuesta a las preguntas que hago. Es igual. La escucho hablar y pienso: no significa nada. "I''m sorry" no significa nada. "I love you" no significa nada. Me sigue vibrando el teléfono en el bolsillo. Pitan coches en la calle. Carmen se calla. Deja de explicarse. Me mira con fastidio y se saca el teléfono móvil del bolsillo. Le escribe a alguien. Yo no quiero sacar el mío ahora mismo. Ella se concentra mucho en la pantalla y descubro que siento una total indiferencia hacia lo que pueda estar leyendo.
Abro la boca y digo, "I'm coming back home". Ella no reacciona al principio: tiene sentido. "Home" no significa nada. Digo "voy a volver a Serbia la semana que viene", y entonces alza las cejas con incredulidad.
No le digo que tengo un billete para ella también.
58.
Nuestra manta le queda pequeña, le asoman los pies por debajo y la espalda por arriba.
Tiene la piel muy suave y llena de lunares, la piel más pálida que he visto nunca: le beso la espalda tres veces. Apenas tiene heridas en ese lugar.
Él se gira para besarme y me atrae hacia dentro de la cama.
-I wish I could stay here forever.
Yo decido jugar y le digo que se puede quedar todo lo que quiera.
-I can't, in fact.
-Why so?
Murmura entre dientes algo de que su visado se acaba en abril. Yo no le doy mucha importancia: son finales de enero y todo va bien. Hoy hemos puesto unas cortinas nuevas y su rostro está comenzando a deshincharse. Me tumbo encima para calentarle y hundo mi nariz en su pelo como si me perteneciera.
59.
-When are you gonna leave?
Si en lugar de "cuando te vas" me hubiera preguntado "¿por qué no me lo dijiste?"tal vez hubieran sido distintas las cosas. Podría haber jugado al amor, por ejemplo. Decir "era una sorpresa, ¡vamos juntos!" O haber puesto tristeza en su pregunta, una tristeza enternecedora que me hubiera hecho recordar que teníamos una vida juntos. Pero es dura. Me pregunta que cuando me voy a ir con dureza. Se levanta de la cama y pasa a mi lado con dificultad, pero sin tocarme. No nos tocamos. No nos tocamos ni una sola vez. Tengo el impulso peregrino de cogerle del pelo, por la nuca, atraerla hacia mí y ordenarle que no se vaya. Ni siquiera a la cocina, no. No te muevas. Quédate, mírame. No ha esperado a saber cuando me voy.
La escucho pedir comida por teléfono. No escoge nada que me apetezca comer.
60.
Aún en silencio, los movimientos de nuestros cuerpos hablan de lo poco que nos entendemos.
Cuerpos que se chocan en los pasillos. Los dos tirando de la manta, por la noche, cada uno en un extremo de la cama. Querer la misma taza para tomar el té.
Desear usar el baño al mismo tiempo. Él se está duchando y a mí me chorrea la mascarilla en el pelo porque no me puedo aclarar. Querer a la vez entrar y salir de la cocina por el estrecho quicio de la puerta.
No nos encontramos, pero no paramos de tropezar.
61
¿Qué haremos con las fotografías que compramos? Esa primeras semanas cargadas de afiches, filatelia atea para crearnos un mundo propio en el que poder creer. Decenas de fotografías de niños o de cosas que nos hacían pensar en algo anterior a la incomprensión, a la guerra, a la barbarie. Miro nuestras favoritas: un niño semidesnudo suspendido en una piscina, un paisaje que hace pensar en desolación y guerra en el que un niño hace la voltereta, dos niñas pequeñas vestidas como mayores caminando de la mano en Roma, un cuadro de familia triste en la que los hijos tienen cara de un aburrimiento mortal y vivo en comparación a la frialdad ensayada de los padres. Las siento fragmentos de vida propia y no sólo representaciones de la vida ajena. De una vida de la que no sé si quiero desprenderme,
62
Está mirando las fotografías en el salón: yo también me he preguntado qué va a ser de ellas.
No quiero tener la carga de llevármelas conmigo, y estoy segura de que tampoco él, pero sentiría que traicionaba a sus habitantes si las tiro.
Cuando jugábamos a descifrar sus historias le pregunté si creía que alguna vez podríamos entender por completo a alguna de esas personas en al menos unos momentos de su existencia. Qué estaban pensando mientras eran fotografiados.
-Of course not!-se negó él de forma grave. Está el lenguaje, dijo. La crianza. La cultura, la época, las preocupaciones. Por mucho que investigaras, dijo, nunca entenderías nada.
Yo insistí un poco más, ¿y si investigaras lo suficiente? No, no entenderías nada. ¿Y si hablaras con alguno de ellos personalmente? No, no entenderías nada. ¿Y si compartieras mucho con esa persona? No, no, tampoco. ¿Y si lo compartieras todo?. "Then you'll be that person", entonces serías esa persona. Y añadió, riendo, “do you understand yourself?”
“Do you understand yourself?” ¿Te entiendes a ti misma? No lo sé.
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porque es a la vez una vida más pesada y más leve. Una vida más desnuda. Primal, en cierto modo inocente, en la que las palabras tienen un peso distinto y por lo que se puede hablar de las cosas de otra manera. Y hablar es pensar. Pensar es ver. Y me da la impresión de que las cosas desde aquí no pesan tanto. Por ejemplo pude decir, "I think I killed a man" y no podría decir “lim da sam ubio coveka”. En el primer caso las palabras me caben en la boca. En el segundo son ridículas, inconmesurables. Nunca jamás podré hablar de eso en serbio. Tal vez porque es la lengua de mis padres y en la cadencia de sus frases ya pesa la carga de su recriminación.
Ella se sienta a mi lado, en el sofá. Las fotografías en la mesa. El televisor, encendido y sin sonido, una canción sordomuda que nos acompaña.
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Es posible que le pidiéramos demasiado a las palabras.
Nuestros intentos de intercambiar historias y fragmentos de vida y experiencia, de compartirlos, de jugar con ellos, fueran nuestros o de cualquiera, tratando de generar una regla común.
Esperábamos que hablando, hablando, se abriera el cielo y apareciera una respuesta. Una respuesta-paseo por un parque que anochece. Una respuesta-fotografía por unos ojos blancos y negros que nos devuelven la mirada desde el fondo de una fotografía. Una respuesta-dolor compartido por una desgracia mundial, cataclísmica, retransmitida universalmente en el televisor. Una respuesta-poema ante un cuadro que lo es todo, ante unas palabras bien escogidas al final de una novela.
Una palabra que nos asegurara que estábamos hablando de las mismas cosas todo el tiempo. Que compartíamos algo más allá de la capacidad de hacer ruido sin cesar, todo el tiempo.
Then, you'll be that person, "entonces, serías esa persona".
Predrag recortado contra la luz del salón y yo sentándome a su lado. Indescifrable. Mónada.
Le pregunto cómo se dice muerte y me dice que “smrt".
Le pregunto cómo se dice "asesinato" y me dice que se dice “ubistvo".
Pienso en lo que me contó sobre ese hombre, en cómo no le pregunté nada, en cómo renuncié a saber. Pienso en los mensajes que no contesté, en las señales que ignoré, en él solo, allá en Serbia. Pienso en decirle "iré contigo", o "te visitaré", pero ni siquiera sé por qué ahora pienso esto. "Do you understand yourself?", "¿te entiendes a ti misma?" No lo sé.
Me siento a su lado. Le pregunto si va a estar bien y me abraza. Aunque los dos ya sabemos que ese lenguaje tampoco es sencillo, me dejo llevar esta vez. No pensar. No pensar.
65.
Me pregunta por ese hombre que maté. Me gustaría hablarle de él. De por qué pienso que pude matarlo. Testar hasta qué punto este lenguaje me permite tener una inocencia infantil. Una vez me dijeron que las relaciones entre dos personas para las que el inglés es la segunda lengua son más sencillas que si para uno de ambos es la lengua materna. Quizá sea por la diferencia de inocencia.
- I don't know, Carmen.
- You don't have to tell me if you don't want to. I just wanna know if you're gonna be alright.
La miro sorprendido. En sus ojos hay capas y capas de preocupación. Incluso una de tristeza. Trato de explicarle que mi conflicto es más bien una cosa interna. Si me acusaran de algo, sería de negligencia. Pero no logro calmar del todo esa desazón. En cierto modo, ese sentimiento en sus ojos me reconforta. La atraigo hacia a mí, la abrazo con fuerza. Lleva ya tres días en casa y es la primera vez.
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Desnudos en la cama, la ventana entreabierta, la flor.
Es un pensamiento. Qué elección la suya. Acabamos de separarnos. Tengo la tentación de acurrucarme a su lado como solía. Acariciar su piel, tal vez por última vez antes de que se vaya. Decirle, "al final me esperaste con flores".
¿Por qué trajo flores si se iba a marchar? ¿No veía que se iban a morir, que yo soy un desastre?
Me visto todo lo rápido que puedo, me levanto, cierro la ventana.
Soy consciente del peso que ya no tiene mi cuerpo sobre la cama y cómo él también es consciente de él. No digo nada del pensamiento. Me viene a la frase una frase de Frida Kahlo y se la digo a la habitación.
-I paint flowers so they don't die, "pinto las flores para que no mueran".
-What?-pregunta él desde la cama, no me ha oído. Yo me estoy calzando.
-Nevermind.
Su gesto ha sido hermoso. La flor es hermosa. No quiero meterla en una frase y someterla a la ley de las palabras, hacerla extraña a sí misma en un intento desesperado por salvarnos a nosotros de algo que no sé lo que es. Silencio. Silencio. Silencio.
67.
-Do you wanna come with me to The Retiro?
Estamos desnudos en la cama, o estábamos. Ella se ha vestido demasiado rápido, sin querer compartir esos momentos de estar sin hacer nada en la cama, nuestra forma de estar habitual en los inicios. Se viste como si el estar conmigo en la cama fuera para ella algo traumático o vergonzante.
-Ok. Let's go.-concede, y me alegro de que me de una excusa para vestirme con la misma rapidez.
Una vez salí con una chica con la que las cosas eran siempre así. Nos acostábamos, pero parecía detestar mis caricias si no eran sexuales. Tampoco le gustaba que la viera desnuda. Jamás le cogí la mano. Yo no entendía nada. Recuerdo que conocí a otra chica mientras salía con ella, pero no se lo dije inmediatamente. Ella estaba pasando por un mal momento entonces y tenía examenes, así que pensé que sería prudente no darle un disgusto entonces y esperar a que todo pasara. Por supuesto, todo lo que hicimos juntos tenía el tono apocalíptico de la última vez. El último helado juntos. El último desayuno. La última vez que te ayudo con matemáticas. Pero, a pesar de todo, no cambié de idea. Su resistencia al abrazo tuvo algo que ver.
Carmen ya está vestida. Me pregunta cómo se dice "paseo" y le digo que se dice voznja. Vamos a dar uno de los últimos, ¿qué habrá sido de Natali?
68.
Estamos sentados en el café Lolina, en el lugar junto a la puerta en el que solemos sentarnos. El hábito como una balsa común. Le toco la rodilla. No he tocado mi comida.
Me resulta extraño este vértigo que siento ahora con él. Se parece a cuando estás conociendo a alguien. Pero nosotros ya nos conocemos: hemos compartido cama, casa, situaciones.
A veces hay silencios y yo busco una excusa para que se rompan. Miro la tarta y le pregunto cómo se dice "zanahoria". Me dice que se dice "..." ¿De dónde viene ese anhelo de nombrar?
-Let's create a word.-propongo. Él enarca una ceja. Sonríe. Lleva la misma camiseta blanca con cuello de pico que llevaba cuando lo encontré en la calle. Lo recuerdo porque pensé que la sangre nunca se iba a ir de ahí, pero la lejía me sorprendió. Me pregunta que qué palabra quiero crear.
Una palabra universal, digo. Una palabra que sirva en todas partes para algo que pase en todos los sitios.
Sé que él tiene una idea en el mismo momento en el que le propongo el reto, pero finge. Mira hacia los lados. Se muerde el labio. Se encoje de hombros. Finalmente,
-What about one for the sound of the grass growing?
Una palabra para el sonido de la hierba creciendo. Lo voy a echar de menos. Lo voy a echar de menos de verdad. La consciencia de que se va me quita las ganas de jugar.
-So, you're leaving tomorrow, right?-interrumpo.
No sé si hay palabras lo suficientemente grandes como para expulsar a los fantasmas. Tal vez "Dios", o "amor" o "muerte". Pero yo ya sé decir todas esas palabras en serbio y no entiendo nada. También las muy pequeñas, "café", "caricia", "hogar". Y sigo sin entender nada.
69
Ella me pregunta si me voy mañana. Los últimos días han sido algo mejores. Nos hemos acostado. Hemos hablado de algunas cosas. Nunca de nada importante. Teníamos demasiado poco tiempo para construir la confianza. Ella me cuenta que una vez discutió con su hermana porque se acostó con su prometido. Me pregunta desafiante si creo que eso está bien. Yo me encojo de hombros y le recuerdo que tengo o tenía una prometida allá en Serbia.
Ella me pregunta si me espera. Yo le digo que no lo sé. Hubiera querido que me pidiera "quédate conmigo", o algo así. Al menos que se atreviera a un "¿me escribirás?" O "¿volverás a visitarme?
Pero no. Esta última mañana antes de partir he querido ir a desayunar con ella al café Lolina. Desayunamos juntos aquí varias veces cuando comenzamos a salir. Estamos en el sofá de cuero del fondo, escogí este asiento para tener la oportunidad de abrazarla. Pero todo su lenguaje me pide que me aleje. Me pregunta si me voy mañana como si me estuviera expulsando. El lenguaje de su piel es frío. Sus manos ya no son sus manos. Yo no encuentro las fuerzas para decirle que tengo un billete para ella
70.
Querría decirle que si puedo ir con él, I wanna go with you. Enséñame la primavera en serbia, show me the spring in Serbia. Discúlpame, I'm sorry. Me has hecho feliz, no me abandones. Probamos de nuevo. Estoy lejos de casa, tú también, y ahora ya entiendo por qué suceden las guerras. Vuelve a hablarme de esa palabra para la tristeza y hagámonos cargo de ella.
- Seta, was it the word for "sadness"?
Él asiente. “Seta”. Esa tristeza rara de la que me habló”
- "Ates" would be the word for the sound of the grass growing.-afirmo.
Estamos a escasos metros de casa. Veo el pensamiento en la ventana. Sé que él sonríe a mis espaldas. Me vuelvo y le digo que lo siento mucho. Le digo también que le voy a echar de menos, pero no me escucha porque me está abrazando demasiado fuerte.
71.
Su súbita ternura me sorprende. Esa disculpa casi infantil. Se parecía mucho a lo que estaba esperando. Estoy abrazándola con fuerza. Su pelo huele a lo que su pelo huele. Comienzo a contar del uno al diez interiormente, pero me distrae mi nudo en la garganta y lo hago de forma mucho más lenta.
-We should go back home.-puntualiza ella, separándose de mí. Trata de sonreír.- Kuci.
Yo la abrazo de nuevo invadido por la ternura. No digo nada. La sigo a casa. Me he quedado sin capacidad de decir más.
72.
Grandes explanadas blancas, voces de megafonía, ruedas siseando contra el mármol. Él y yo. La pantalla de salidas y llegadas. Mi mano derecha entrelazada contra su mano izquierda. Su mano derecha, maleta. Mi mano izquierda, huérfana.
-We're in time.
Romper el silencio. Las manos pegadas no son suficiente.
-We're.-confirma, y es cierto. No es tiempo lo que nos falta: el avión sale en hora y media.
Falta algo que hacer con él. Algo que de sentido a esos minutos y no sólo dirección, dirección a Serbia, ochocientos kilómetros por encima del Pirineo.
- ¿Me escribirás?
Me doy cuenta de que se lo he dicho en español. Se lo repito en inglés. Me dice que "por supuesto". Estamos en la fila de salidas, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? No termina de ponerse en la línea, como si no estuviera del todo decidido a marcharse. Lo está.
Queda tiempo, digo. Queda hora y media. Hora y media. De repente, tengo prisa por llenar ese tiempo de algo que le impida irse. Ochocientos treinta y nueve kilómetros. Orzsi. Serbia. Las tres palabras nublan mi capacidad de verle a él. No distingo del todo sus contornos, los ojos, los labios.
Pienso en decirle que tomemos un café pero desisto. Ya nos los hemos tomado todo.
Quiero decirle que voy a echarle de menos, pero creo que todas las palabras lo van a arruinar.
Dudo en si recordar lugares. Libros. Recuerdos. Conversaciones. Flechas que señalen a un lugar común que no sé traer a la palabra. Abrazos. Besos. Voz, es tan insuficiente la voz.
-I'm gonna miss you.-digo solamente. Ya está en la fila. Se va. –I said I'm gonna miss you.- repito.
Lugar insuficiente, el inglés. Tan general que traiciona todo el contenido. Sobrevuela, es frío, un avión que nunca termina de posarse. Un abrazo. Ni una lágrima, "debería irme ya", dice. No quiero perder el avión. Te escribiré. Yo también voy a echarte de menos. I'm gonna miss you no significa nada. Nada significa nada.
Le pregunto cómo se dice aeropuerto y me dice que "aerodrom". No sé por qué le he preguntado todas esas cosas.
73.
Teníamos días más y menos torpes. Algunos su inglés estaba más afilado. Algunos no hacía falta, nos entendíamos a la perfección sin apenas palabras. Otros eran terribles. El lenguaje, arruinado. Caras exageradas y gestos grandielocuentes para expresar un estado de ánimo, una demanda, una opinión. Balbuceos torpes, y entonces una advertencia, I'm gonna kiss you every time you can't find the words, voy a besarte cada vez que no tengas las palabras. Tu sonrisa, "al fin hemos encontrado una manera de callarnos mutuamente", "now we've a way to shut each other up". Pero aquí no sé. Besarte. El aeropuerto es un lugar demasiado tibio. Aquí sólo las salidas y llegadas significan algo. Las cifras, las fechas, los números. He visto tantas despedidas en aeropuertos que no me creo ninguna. Aquí no sabría llorar. Me has preguntado si te escribiré y no sé qué decirte. Aquí no sé nada. No puedo hablar. Imprimí tu billete, también. Facturé. Anoche no me preguntaste qué hacía en el ordenador, incluso aunque se estuviera enfriando la cena. Ya es tarde para decir nada, no llevas equipaje, pasaporte, maleta, pero juego a imaginarnos atravesando juntos el duty.free. Nunca hicimos ningún viaje. Tal vez podamos vernos en Francia o en Alemania. En Roma: siempre he querido ir.
-I'm gonna miss you-dices, interrumpiendo mi línea de pensamiento. "I'm gonna miss you” no significa nada. Te odio por haberlo dicho. Quiero besarte para meterte las palabras para dentro, pero no tengo fuerzas. Estoy cansado, goodbye, goodbye. Goodbye como happy birthday o merry christmas o cualquier otra palabra. Goodbye, goodbye, abrazos, avanza la fila, besos, no lágrimas, goodbye, goodbye, zbogom, adiós, adiós.
74.
Mi bisabuelo murió cuando tenía cuatro años y me dijeron que se había ido al cielo, volando a Canarias. La vecina murió un poco después y me lo dijeron igual, también una amiga de la abuela, y la madre de la niñera que nos atendía algunas mañanas.
Me lo dijeron incluso cuando la vecina de nuestro piso de sindicatos se tiró por la ventana y cayó cinco pisos, tirando parte de nuestra ropa de tender. “¿Al cielo?” “Sí, al cielo.”
Pregunté si podíamos ir a Canarias a verlos y me dijeron que a veces no llegan nunca. Se entretienen en el viaje, dicen.
Tardé unos años en comprender qué significa morir. Su avión está despegando ahora, lo veo en la pantalla de llegadas y salidas. No sé llorar. Tampoco sé si he comprendido ya las implicaciones de la palabra.
75. “Te estoy escribiendo. Sí. Es extraño, te estoy escribiendo. Le escribo en serbio y mi computadora está traduciendo todo en español. Espero que sea lo suficientemente preciso. Tres meses no son suficientes para aprender español. La verdad es que no lo he intentado. Lo que quería decir es que creo que la había amado de verdad. Te quería. Ja sam te voleo. Te amé cuando me salvaste esa noche en las calles, y te amé cuando me cuidaste, y no pude ver, no pude hacer nada más que quedarme quieto.
Yo realmente necesitaba eso. He sentido toda mi vida como si nadie pudiera cuidar de mí. He pensado a veces que realmente no quería ver nada más que el deseo de ver. Pero en esos días, realmente quería verte. Tú. Tú. No el deseo de ti, sino tú. ¿Qué salió mal? Todo salió mal cuando empezamos a caminar juntos, a hablar juntos, a vernos. Como iguales. Como ciudadanos, como personas. ¿No es extraño? Por lo general culpamos al lenguaje: decimos, oh, estamos todo el tiempo teniendo malentendidos. Joder ingles. Y era cierto, un poco. Pero no fue así. Cuando te gusta el pastel de zanahoria y lo sabes y no hay duda de que te gusta el pastel de zanahoria, no tienes problemas para decirlo. Incluso si usted no ha tenido las palabras apropiadas usted puede indicarlo con su dedo largo. El problema es cuando los camarera vienen a la mesa y realmente no sabes si quieres pastel de zanahoria o tarta de manzana. Tú comienza a murmurar, y de repente faltan palabras. También sucede cuando usted está hablando en su propio idioma, pero estamos mejor fingiendo que sabemos qué queremos o que la duda es inteligente.
Lo que estoy tratando de decir es que las cosas que no pudimos explicar el uno al otro fueron también las cosas que no pudimos explicarnos. Cuando todo estaba claro, tus manos suaves, mis ojos cerrados, pero también las risas, las primeras conversaciones, el lenguaje no era un problema. El lenguaje se convirtió en un problema en el momento en que necesitamos explicar cosas que no podíamos explicar. No puedo encontrarme en mis propias palabras. No puedo encontrarte cuando uso tu nombre en una oración. Especialmente en inglés, pero también en todos los idiomas hablados en el mundo. Y ese era el problema, creo. No puedo entenderme a mí mismo, así que no puedes entender las palabras que utilizo para hablar de mí mismo. Así que no voy a decir que te quiero. No sé lo que significa.”
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