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Drive my car, el sol brilla incluso de noche
“Los que sobreviven, siguen pensando en la muerte de una forma u otra. Así será siempre y tenemos que vivir con eso”. Debemos aprender a reconciliarnos con la muerte. Duele, pero no tiene por qué doler para siempre.
Drive my Car (2021) es una película japonesa dirigida por Ryūsuke Hamaguchi. Basada en un cuento homónimo de Haruki Murakami, la obra formó parte de la competencia oficial del último festival de Cannes, donde recogió críticas positivas y se llevó el reconocimiento a mejor guión.
La película gira en torno a Yūsuke Kafuku, un reconocido actor y director de teatro, quien en un intento por retomar cierta normalidad en su vida luego de una dolorosa tragedia personal, decide montar la obra “Tío Vania” de Chéjov en un festival de teatro en Hiroshima. Allí, la organización le asigna un chofer personal durante su estadía. A regañadientes, Kafuku acepta. Así conoce a Misaki, una introvertida joven que lo acompañará en todos su trayectos por la ciudad. Entre largos viajes en auto con hermosas vistas a las costas de Hiroshima, ambos personajes comenzarán a compenetrarse y a convertirse en confidentes sinceros de sus secretos y dolores más íntimos.
El título de la obra refiere a la acción que une inicialmente a estos dos personajes. Desde el principio queda claro que Kafuku tiene una relación especial con su vehículo: es su lugar seguro. Pero no solo eso, también es su espacio de trabajo. Cuando Kafuku conduce, también practica sus textos. Por lo mismo, el personaje cuida muchísimo su auto, además de tenerlo impecable y en excelentes condiciones pese a ser un modelo viejo, demuestra cierta reticencia a que otras personas lo conduzcan, incluso su esposa. Esto nos permite entender fácilmente la psicología del personaje: un tipo con todos los aspectos de su vida ordenados y bajo control que no permite que nada altere el orden de las cosas. Nada, ni siquiera la infidelidad de su esposa, ya que la entiende como parte natural de su relación e incluso como inspiración artística. Kafuku, aparentemente, es un hombre imperturbable y de pocas palabras, no se abre mucho con el resto. Sin embargo, logra buena química con Misaki, su chofer, quien pese a ser tanto o más reservada que él, lo entiende. ¿Cómo lo entiende? En primera instancia, a través de algo tan simple como el aspecto de su auto: al ver un vehículo tan bien cuidado, quiere cuidarlo ella también.
Si bien la aparición de Misaki es la que otorga el real sentido al título de la película, su incorporación en la trama es suave y cautelosa, igual que su forma de conducir. Ambos personajes, obviamente, no se hablan mucho al principio, se acompañan en silencio. A medida que pasan los días, los protagonistas comienzan a sincerarse y a abrir su corazón, de esa forma conocemos el pasado de Misaki y entendemos que tanto ella como Kafuku tienen una historia en común: una relación cercana con la muerte. Es aquí donde surgen los momentos más bellos y sinceros de la película, y en la conexión que se va desarrollando recae gran parte del peso emocional de la obra.
La película tiene un tempo delicioso. El montaje presenta un ritmo bastante ameno y orgánico. Los acontecimientos ocurren de forma muy natural e incluso, sin ser todos realmente relevantes para la trama, nutren de muchísima humanidad a los personajes y entregan momentos maravillosos. Este ritmo de la película tiene mucha relación con un diálogo de Kafuku en la escena de la cena al referirse a los dotes de conducción de Misaki: “acelera y desacelera con tanta suavidad que casi no me doy cuenta”. El montaje opera de forma similar a este texto, lo que se observa por ejemplo, en el empalme de planos de viajes en carretera. Se entiende que, como la relación de los protagonistas se construye mayoritariamente entre los traslados en auto, el exceso de elipsis podría eliminar momentos muy enriquecedores. El director entiende que es necesario ver el trayecto, pero este no tiene por qué ser tedioso para el espectador. El montaje permite apreciar un maravilloso trabajo fotográfico que entrega increíbles vistas de las costas de Hiroshima sin caer en la excesiva contemplación. Mientras observamos el generoso paisaje urbano en el que se desplaza el automóvil rojo, la relación de Kafuku y Misaki se va enriqueciendo y logramos ser testigos de una hermosa comunicación que va evolucionando y adquiriendo códigos propios.
La película es preciosa, mas no perfecta. Mi único reparo recae en algunas escenas donde el diálogo queda corto en relación a la atmósfera construida, pocos alcanzan una poética realmente memorable. Me quedo con la sensación de que muchos textos se adaptaron tal cual del cuento original, pasando por alto que el cine tiene lenguaje propio. Culpo de esto último al latero de Murakami.
Gracias por leer.
#drive my car#ryusuke hamaguchi#hidetoshi nishijima#reika nishimura#toko miura#cannes#haruki murakami
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Ray & Liz, un escupo en la cara
Se dice que hay películas tan intensas que te dan un puñetazo en la cara. La expresión me complica un poco, porque por lo general se usa para hablar de obras distintas o ajenas a la regla. Como si se diera por sentado que el cine siempre tuviera que hacerte un cariñito o como si todas las películas tuvieran que ser siempre buena onda con finales felices (ya sabemos de dónde viene esa mala costumbre). ¿Y si efectivamente el cine tiene que abofetearte? ¿Qué sentido tiene ver películas que no te revuelven las entrañas? Quizás no necesitamos tanta vibra positiva ni tantas correcciones morales. En esta ocasión, les traigo una película que más que una bofetada, es un verdadero escupitajo de rabia en la cara.
Dirigida por el fotógrafo británico Richard Billingham y basada en su historia personal, Ray & Liz (2018) narra la historia de una familia con profundos problemas económicos que sobrevive a duras penas en un pequeño barrio obrero de Birmingham en plena era de Margaret Thatcher. Los Billingham son un grupo humano complejo y poco convencional que mantiene una dinámica de relaciones interpersonales caracterizada por la violencia en todas sus formas, siendo quizás la más presente la violencia simbólica. Si Humberto Maturana hubiese visto esta película probablemente querría sacarse los ojos luego de ver cómo se comportan sus “seres humanos esencialmente amorosos”.
Ray & Liz, ópera prima del director, toma elementos de Todd Solondz y de Lynne Ramsay en forma y fondo respectivamente. Son 107 minutos de reflexión profunda e insistente sobre la condición humana, la pobreza y el paso del tiempo. Es una película que explora cómo la violencia estructural del sistema en el cuál están inmersos los personajes decanta en una evidente y constante violencia física, verbal y psicológica. En otras reseñas de internet, he visto repetido el concepto de “decadencia” para referirse a la vida de los personajes de la película. Siempre he pensado que el término guarda una camuflada carga moral y una no tan camuflada carga de clase. Es cosa de detenerse a reflexionar en qué lugares o qué personas hacen uso del concepto y hacia quién o quiénes hacen referencia cuando lo usan. Tratar de decadente a alguien es como decretar de forma inmediata una hegemonía moral sobre el otro, como si automáticamente al decirlo dejo de serlo o doy por sentado que la persona a la que me refiero está por debajo de mí. Referirse a los personajes de Ray & Liz como decadentes solo porque no se apegan a las pautas morales convencionales es transitar en terreno pantanoso, porque quizás la decadencia nos espera a todos a la vuelta de la esquina.
En cuanto al apartado técnico la película está muy bien trabajada, se nota mucho que el director es fotógrafo. Plano a plano se construye una obra visualmente claustrofóbica y hasta sinestésica. Pocas películas logran hacer que trabajen otros sentidos más allá de la vista y el oído, Ray & Liz es una película que puedes oler. Por otro lado, la diégesis musical está muy bien pensada. En la película suenan pocas canciones pero aparecen en momentos muy importantes, como cuando empieza a sonar muy fuerte Happy House de Siouxsie and The Banshees en una escena donde irónicamente lo que menos se evidencia es felicidad. La película presenta muchísimos recursos alegóricos que se repiten constantemente: los insectos, que incluso con el paso de los años y con varios cambios de casa, nunca los abandonan; o los líquidos que rebalsan las tazas y los vasos como metáfora de que los personajes siempre están al límite de todo, con el dinero, la paciencia y su existencia misma.
Es difícil llegar a dar con la película considerando que no fue hecha por ningún/a autor/a de renombre y además tiene un título poco llamativo, casi de una buddy movie. Pero quizás en la simpleza está el acierto, lo rimbombante y rebuscado no siempre es sinónimo de calidad o complejidad. La película es mucho más profunda que la austeridad de su título. Está disponible en Mubi, como casi todo lo que recomiendo.
Gracias por leer.
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Succession, los cuicos son un asco
A raíz de todo lo que ha ocurrido los últimos días en nuestro país, me permito repetir lo que a estas alturas ya debiese ser una máxima para todos: no están los tiempos para tibiezas ni complacencias. Radicalizar posturas y estilos de vida en concordancia con los principios políticos de cada uno a estas alturas se convierte en una necesidad casi vital. El enemigo, históricamente, siempre ha sido el mismo y no podemos permitirnos olvidarlo. Los nombres cambian, los apellidos se repiten. Succession (2018), encarna esta premisa a la perfección.

La historia gira en torno a la poderosa familia Roy, dueña del conglomerado de medios y entretenimiento más grande del mundo. La serie toma su nombre a partir de la premisa instalada en el primer capítulo, en el cual Logan Roy (Brian Cox), el patriarca de la familia, parece estar pronto a retirarse y por tanto, debe escoger a su sucesor. Lo más lógico es que deba decantarse por alguno de sus herederos directos, sus cuatro hijos. Sin embargo, todos y cada uno de ellos representan distintas disfuncionalidades y sociopatías características de una familia que siempre lo ha tenido todo excepto amor, por ende, son esencialmente incompatibles para suceder a su padre como a él le gustaría. De todas formas, estos personajes orbitan en torno a Logan Roy como todo buen cuico que se precie de tal: no son nada sin el apoyo financiero de sus papás. La única que logra distanciarse de esta relación parasitaria es Shiv (Sarah Snook), quien pese a ser claramente la más apta para continuar con el negocio familiar, el solo hecho de ser mujer impide que su misógino padre se fije en ella más que como una pieza adicional de su tablero que puede manipular a su antojo y conveniencia.

Succession nos muestra una narrativa hermética, muy fiel a la vida endogámica característica de la burguesía. En ese sentido, la historia solo nos muestra lo que sucede con los integrantes de la familia Roy, en ningún momento se abre para mostrarnos a los personajes secundarios. Es un universo pequeño, no hay muchos nombres para aprenderse.
Considerando que los problemas de los personajes son muy del primer mundo, es difícil encariñarse con alguno de ellos, y quizás sea en ese aspecto donde radica el encanto de la serie: no pretender buscar conexión alguna con el espectador. A los Roy es difícil quererlos, muy por el contrario, es bastante fácil odiarlos. A medida que avanza la serie, más animadversión sentimos hacia ellos, nos complace ver su miseria humana y nos satisface verlos caer. Sin embargo, hay un personaje que nunca cae y que no nos permite ver ni un ápice de debilidad en su persona: Logan Roy.

“Money Wins.” Logan Roy
Es imposible no sacar a colación al personaje más siniestramente gravitante de la serie. Me quedo corto buscando adjetivos que permitan representar de forma fidedigna lo despreciable que es este caballero. Su figura, responde a la clásica imagen del patriarca-sostenedor con actitudes reprochables que nadie cuestiona. Un personaje que con su sola presencia deja en silencio a los asistentes mirando hacia el suelo. Logan Roy es un personaje del que todos dependen económica y emocionalmente y a quien deben complacer constantemente en todos y cada uno de sus deseos y obsesiones, entre los cuales están sus abominables “juegos”. Esta dependencia parasitaria de los personajes hacia el patriarca es en primera instancia una relación clara de interés, pero por sobre todo una relación marcada por el miedo. A Logan Roy se le perdona todo, que le grite a sus hijos, que los humille e incluso que los golpee. Sus asesores hacen la vista gorda a sus comentarios racistas y misóginos. Es un patán. Y si bien me queda claro que es una serie de ficción que roza la exageración, no puedo evitar pensar si en ese mundo tan desconocido para mí, será común la normalización de estas actitudes por costumbre, miedo o conveniencia.
Capítulo a capítulo, Succession se encarga de dejarnos claro que el dinero siempre gana y que los que tienen plata hacen lo que quieren. Hay un poco de Logan Roy en cada uno de sus descendientes. Sus traumas y experiencias tortuosas no los convierten precisamente en víctimas, ya que en cuanto se les presenta la oportunidad abusan de su poder y le ponen el zapato encima a quienes se crucen en su camino. La serie nos muestra sin pudor cómo este grupo de zánganos se desenvuelve en un mundo donde no hay pautas éticas ni morales y donde a todo se le puede poner un precio, Logan Roy se encarga de recordarlo cada vez que puede. Tanto herederos como asesores son un verdadero nido de serpientes capaces de hacer cualquier cosa por mantener su estatus, complacer a Logan Roy y querer sacar un pedacito de la torta. Es curioso el hecho de que a medida que más avanza la serie, más nos vamos dando cuenta del poder real que tiene el imperio Roy y la influencia que tiene su figura en la sociedad.
Creo que la serie, más allá de ser un producto cultural destinado al entretenimiento, merece un análisis político riguroso. Succession es importante porque toca temas que nos interpelan de forma directa. La influencia de los medios en la agenda noticiosa, la corrupción de las altas esferas y la impunidad con la que viven los poderosos. Succession es un triste recordatorio de que el dinero siempre gana, y de que mientras existan los Martincitos Larraín y los Kendall Roy, seguiremos apretando el puño de impotencia. Seguiremos juntando rabia.
Succession cuenta a la fecha con dos temporadas y hace poco salió el trailer de la tercera. La puedes ver por HBO Max.
Gracias por leer.
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The Fountain, o por qué dejar de rendir pleitesía a la industria cinematográfica de Hollywood
Uno de los mejores descubrimientos que hice en cuarentena fue encontrar Mubi, un servicio de streaming de películas y cortometrajes que se presenta como una excelente alternativa frente la avasalladora industria hollywoodense. Lo interesante de Mubi, es que se nota que sus programadores son gente que de verdad sabe de cine, y eso se puede ver a través de la diversidad de contenido que entrega: películas iraníes, chinas, colombianas, húngaras, senegalesas o del país que se te ocurra. Así es amigos míos, haberse tragado completo el catálogo de Netflix no necesariamente te hace un conocedor del séptimo arte.
Gracias a Mubi, he podido ver joyitas como Pickpocket (1997) o Still Life (2006) del ídolo Jia Zhangke o los documentales del foco brasileño como Estoy esperando que llegue el carnaval (2019), Indianara (2019) o Dile a ella que me viste llorar (2019), hermosas piezas audiovisuales que probablemente no podría ver en otro lado.
Sin embargo, con amargura escribo esta reseña. Después de muchos buenos momentos en la plataforma, Mubi me falló. Me encontraba revisando el catálogo para matar una aburrida tarde de sábado y me sorprendí con la última actualización: la película del día era The Fountain (2006), de Darren Aronosfky. A decir verdad, el cine de Aronofsky dejó de parecerme interesante después del bodrio de Noé (2014), pero The Fountain es una película a la cual, hasta ahora, le guardaba mucho cariño. Recuerdo que cuando la vi por primera vez me voló la cabeza. Claro, era un adolescente fácil de impresionar, en aquella época recién empezaba a incursionar en el mundo del cine y cualquier película con guiños metafísicos o que me hiciera sentir un poco más inteligente era un lujo para mí. A raíz de esos recuerdos y de la nostalgia característica de la cuarentena, decidí ponerle play. Resulta que The Fountain envejeció realmente mal, y después de terminar de verla con la cara transfigurada, recordé nuevamente por qué decidí dejar de consumir tanto cine hollywoodense. The Fountain no es una película intelectual en lo absoluto y de metafísico tiene bien poco. A continuación, una muy buena razón para dejar de rendir pleitesía a los gringos, a su industria y a sus premios.

The Fountain, protagonizada por Hugh Jackman y Rachel Weisz, transcurre en tres líneas temporales distintas: la conquista española en América, el presente del siglo XXI y el mundo del futuro. Cada época tiene su propio viaje y su búsqueda correspondiente, nada que no se haya visto antes. En el pasado, el viaje del héroe consiste en encontrar la localización del árbol de la vida para la reina de España, quien es perseguida por el Inquisidor. En el presente, nuestro querido Wolverine encarna a un científico que busca desesperadamente la forma de hacer desaparecer tumores a través de experimentos con monos para salvar a su esposa, cuya vida se apaga lentamente producto de una neoplasia maligna alojada en su cabeza. Mientras que en el futuro, Jackman personifica a una especie de viajero espacial que medita en una burbuja a los pies de un agonizante árbol de la vida mientras se enfrenta a sus vidas pasadas. Las tres líneas temporales presentan el viaje y la búsqueda como un fin en sí mismo. En el pasado es la eterna juventud, en el presente es la sanación y posterior resurrección y en el futuro es la salvación, o más bien, el reinicio: empezar todo de nuevo. En el viaje de los protagonistas se entrecruzan distintos conceptos que no se alcanzan a desarrollar completamente, probablemente por el metraje de la película: el amor, la enfermedad y la muerte.
Si bien la idea es interesante, el director opta por la trivialidad. Los conceptos antes descritos son pinceladas superficiales que no logran desarrollarse como corresponde. Un proyecto ambicioso que se hunde en su propia pretensión. La obra se centra demasiado en la línea temporal del presente y deja de lado muchos conceptos planteados en otros momentos de la película. Se convierte a ratos en un drama romántico con tintes de fantasía. Y no esto no tendría por qué ser un problema, pero se hace demasiado evidente que el objetivo del director era hacer de The Fountain una obra mucho más trascendental.
Por ejemplo, la película propone una pugna entre la ciencia y la espiritualidad que no es explotada lo suficiente. Hugh Jackman encarna al positivista acérrimo y Rachel Weisz representa el misticismo. Mientras el primero intenta encontrar una cura para los tumores cerebrales, Weisz se interesa en la cosmovisión Maya y en el origen del universo. Él ve la salvación en la ciencia y ella en la espiritualidad, ambos conceptos se presentan de forma somera a través de un par de diálogos y una que otra escena, pero pudo ser mucho más. Ciencia vs. espiritualidad: un duelo opacado por el “amor”, y lo pongo entre comillas porque de amor tampoco hay mucho. Las interpretaciones de los actores son correctas, pero son una pareja con muy poca química. En el presente Jackman, cada vez que puede, le comenta a sus colegas que la razón de su búsqueda desesperada es precisamente la enfermedad de su mujer, pero hay poquísimas escenas donde se les ve compartir como una pareja feliz. Salvo tal vez la escena de la tina, la pareja apenas y se demuestra cariño. ¿De dónde viene realmente ese amor del que tanto se llenan la boca?
En cuanto al apartado técnico, la película no tiene mucho para ofrecer tampoco, salvo un popurrí de efectos especiales que son más espectáculo que contenido. La fotografía no tiene nada del otro mundo, la propuesta se escuda en la puesta en escena, es una fotografía de escuela: correcta, más no deslumbrante. La película muestra momentos de drama y tensión interesantes, como las frustraciones y momentos de crisis internas del Jackman del presente, pero no alcanza con eso. El guión es débil, generoso en el mal sentido. No deja mucho a la imaginación ni menos a la interpretación. Nos encontramos una vez más con un cine que no permite que el espectador complete lo que falta, se le da todo en bandeja, estética y narrativamente. Los personajes dicen lo que hacen y hacen lo que dicen.

Por lo demás, la película tiene momentos bastante ridículos. Por ejemplo, en la línea del pasado los conquistadores españoles hablan en inglés. La reina le pregunta al héroe si liberará a España de la esclavitud. ¿De qué esclavitud hablan estos patudos? A ratos pareciera ser un lavado de imagen de los colonizadores. Los humaniza, los libera de la carga moral de buscar fama y riqueza. No, según The Fountain los conquistadores son buenos, se hacen amigos de los pueblos originarios, trabajan en conjunto para encontrar el árbol de la vida que los llevará al paraíso prometido. Las patitas.
Mal por Aronofsky. La verdad es que si quisiera una visión interesante sobre estos temas me vería de nuevo Evangelion. O leería a Maturana. Mi resumen: pretenciosa y sobrevalorada. Envejeció muy mal en comparación con otras películas del director. Leí una crítica por ahí que la consideraba una película terapéutica, lo que me hizo pensar: ¿puede ser el cine terapéutico? No tengo la respuesta, así que los leo.
Gracias por pasar.
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Lee Chang-dong, devastadoramente real
Imagina que un día despiertas convertido en un edificio viejo. De pronto, una enorme bola de derribo se acerca a toda velocidad. Una y otra vez, la bola impacta contra ti hasta hacerte pedazos, hasta dejarte en ruinas. Observar y digerir la obra del surcoreano Lee Chag-dong es una experiencia bastante similar.
Con apenas 6 películas en su haber, este profesor de lenguaje, novelista y cineasta es un referente obligatorio para toda persona que guste del drama bien crudo. Lee Chang-dong, que además incursionó previamente en teatro, se presenta ante el mundo como un artista total de la narrativa. Con una obra que abarca temas como la soledad, el abandono y por sobre todo, la incomprensión; mostrando la ruina del ser humano de manera descarnada. Estos son los intereses de Lee Chang-dong, el director de la devastación y la indiferencia social. No son etiquetas agradables para presentar una película, probablemente prefieran mirar hacia el lado y ver otra cosa. Como cuando en la micro se sube el loco que vende parchecuritas a exponer su desgracia y se levanta la polera para mostrar sus heridas mal cicatrizadas. El surcoreano quiere que mires, que no corras la vista. Es duro hablar de estos temas, pero alguien tiene que hacerlo. Alguien tiene que hablar de las cosas que habla Lee Chang-dong.
Peppermint Candy (1999)
Su cine nos muestra el lado más alienado de Corea del Sur a través de protagonistas con una psique evidentemente deteriorada. Personajes que viven en una caída libre constante, cuya relación con el resto está entrampada en su propia tozudez y enajenación progresiva. Individuos que no logran cumplir con las expectativas morales de la gente que los rodea. Seres humanos que no terminan de entender cuál es su lugar en el mundo. Son juzgados tanto en el espacio público como privado. Transitan en el barroquismo del cuarto chico, pero no lo habitan. No son de aquí ni son de allá. Mantienen relaciones familiares complejas, disfuncionales o desarticuladas. Son personajes extremadamente complicados de los que nadie quiere hacerse cargo, o más bien, nadie puede.
¿Será un llamado de atención respecto a nuestro comportamiento como sociedad frente a este tipo de personas? Lee Chang-dong nos obliga a mirar con atención cómo sus personajes intentan encontrar un lugar en el mundo mientras son ignorados o mirados en menos por sus pares. Lo interesante es que el director no recae en la sensiblería gratuita ni en la hipérbole sentimental. Sus películas no son ejercicios de empatía ni de autocompasión. Para eso está el 90% del catálogo de Netflix.
Poetry (2010)
En el cine de Chang-dong abundan escenas donde se celebran reuniones o eventos sociales en torno a una mesa con comida y cerveza donde los protagonistas no se sienten del todo cómodos. Se hace evidente que no pertenecen a ese lugar y que, por lo general, están en contra de su genuina voluntad. Esos desajustes sociales son los que terminan por hacer que los personajes tengan que abandonar toda esperanza de comprensión tanto en el núcleo familiar como en su entorno social y se dispongan a vagar por la ciudad. Los protagonistas deambulan a la deriva. Cruzan puentes, caminan por líneas de tren, se dejan llevar por el río. Incomprendidos y abandonados, algunos derechamente abatidos. Se entregan a las circunstancias, toman lo que encuentran para sentirse algo mejor. Esto se puede apreciar claramente en Burning (2018), película basada en un cuento de Murakami donde el protagonista parece no tener muy claro qué hacer con su vida. Un personaje con una identidad difusa, del cual solo sabemos tres cosas: le gusta leer a Faulkner, debe hacerse cargo de la granja de su padre y está sin trabajo. Un tipo solitario que acepta sin miramientos todos los ofrecimientos que se le van poniendo por delante. Ese camino errante también lo observamos en Secret Sunshine (2007), donde la protagonista (o lo que queda de ella después de los primeros cuarenta minutos de película) sobrelleva su congoja a duras penas mientras se desplaza en una ciudad ajena como un cuerpo sin alma que va dejando a su paso una estela de pelambres en torno a su tragedia personal. Una acusación directa y explícita del director hacia la cultura del cahuín.
Secret Sunshine (2007)
¿Y dónde va a parar tanta pena? ¿Alguien logra poner el hombro ante tanta angustia? La respuesta es no. Nadie puede. Es un cine sin confesores. Los personajes secundarios son apenas pequeños satélites que orbitan en torno a los protagonistas que, salvo algunas excepciones como en Oasis (2002), apenas logran incidir en sus vidas. Sin embargo, si bien no hay confesores, sí hay confesionarios. Los karaokes, por ejemplo, se presentan como verdaderos muros de los lamentos. Una suerte de templos nocturnos donde los personajes expulsan sus demonios y se liberan un poco para a la mañana siguiente, volver al camino trashumante. Recordemos que el concepto de karaoke coreano dista mucho del imaginario que tenemos acá. El karaoke oriental es un ejercicio sumamente íntimo, con salas cerradas. Un acto privado.
Oasis (2002)
Pese a todo lo anteriormente expuesto, es importante destacar que Lee Chang-dong no hace cine victimizante ni lastimero. Sus personajes no son nobles ni santos. No son perfectos ni buscan serlo. Odian, gritan y hacen daño, como todos. En Secret Sunshine (2007), por ejemplo, la actriz principal no solo reniega de dios, sino que emprende un camino personal para vengarse de él, para “devolverle” el daño. Entendiendo que hacerle daño a dios, -desde la hermenéutica, si se quiere-, es lo mismo que dañar al prójimo. Otro ejemplo similar vemos en Poetry (2010) cuando la señora con alzheimer chantajea al abuelo con discapacidad motriz por dinero. En ese sentido, los personajes de Chang-dong están insertos en la complejidad intrínseca de las relaciones interpersonales asimétricas. Si me miran con desprecio, yo también lo haré.
La sociedad en la que están insertos los personajes se presenta apática y poco solidaria. Mientras los protagonistas avanzan contra viento y marea para conseguir sus objetivos, sus vidas se van volviendo cada vez más caóticas y se van quedando cada vez más solos. De esa forma, nos hacemos cómplices de su miseria. Observamos su inútil lucha por conseguir un poco de paz a la vez que la desolación los carcome lentamente. Nos convertimos así en voyeuristas de la debacle humana, en turistas de la ruina espiritual.
En su obra es frecuente encontrar escenas donde los personajes miran hacia arriba en actitud casi carmínica, como si buscasen explicaciones celestiales para su desdicha. En Poetry (2010) la abuela Mi-ja extiende su cuerpo para tratar de sacar la pelota de bádminton atrapada en las ramas de un árbol mientras la policía intenta dialogar con ella. Momento en el cual nos convertimos en la copa del árbol y en los guardianes del objeto que la señora necesita. En Peppermint Candy (1999) Yongho observa el tren que pasa sobre el río Han como una metáfora del paso del tiempo y de la vida misma. Su mirada se pierde en el cielo buscando un último destello de razón. Finalmente, en Secret Sunshine (2007), Shin-ae levanta la vista hacia el cielo con rabia confrontando a un dios que no conforme con desbaratar su vida por completo, la ha abandonado. A mi parecer, la mirada hacia arriba en el cine es casi lo mismo que mirar a cámara, solo que sin romper la cuarta pared. Si bien el ejercicio cinematográfico es un acto fisiológicamente horizontal, las películas se consumen en realidad de forma vertical. El cine se ve desde arriba, como si fuese un tablero de juego de mesa. Pienso en Dogville (2003), Synecdoche, New York (2008) o incluso en el video de Bye Bye Bye de los *NSYNC (2000). En ese sentido, pareciera que la mirada perdida de los personajes se dirige indirectamente hacia el espectador. Como buscando complicidad.
Burning (2018)
Están más que invitad@s a revisar la obra de Lee Chang-dong. Como leí por ahí, el cine de las criaturas fallidas y maltrechas. Dramas devastadoramente reales que nos obligan a ver lo que de cualquier otra forma probablemente no haríamos. Recomendación personal para partir: Peppermint Candy (1999) y Oasis (2002). Ambas disponibles desde siempre y para siempre en Torrent.
Gracias por leer.
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Wong Kar-wai, amar a destiempo
A raíz de la retrospectiva “World of Wong Kar-wai” presentada por Janus Films (de la cual también se hará parte MUBI el próximo año), me dispuse a hacer un re-visionado de la filmografía de este caballero al que le profeso un profundo respeto y un enorme cariño. Es amor puro lo que siento por la obra de Wong Kar-wai. Amor en el sentido más estricto de la palabra. En un principio, el visionado iba a ser un ejercicio personal, pero cuando iba por la mitad me entraron unas ganas monstruosas de escribir, de dedicarle unas palabras a una persona que sin saberlo, y a kilómetros de distancia, ha hecho mucho por mí. Sepan perdonar la siguiente digresión.
Quienes no conocen la obra del director hongkonés, bendito sea. No hay nada más lindo que ver una película de Wong Kar-wai por primera vez. Para quienes ya lo conocen, sabrán que a pesar de que toda su filmografía gira en torno al amor, en su obra no hay parejas felices. Las parejas nunca se encuentran en los momentos correspondientes, de ahí viene el título de esta humilde reseña, la melancolía del amor a destiempo.
In the Mood for Love (2000)
No hay que confundir la ausencia de felicidad en las parejas con la ausencia de pasión, porque de eso sobra en todos y cada uno de los personajes que aparecen en sus películas, desde los protagonistas hasta los secundarios. Los amantes de Kar-wai son seres intensos. A pesar de amar a destiempo, de no ser siempre correspondidos o de tener enroques afectivos, todos viven apasionadamente. Aman como si fuese el último día de su existencia y lloran para confirmar que en el dolor también hay vida. Todos sus personajes quieren amar y ser amados, cada uno a su manera y a su tiempo. Todos quieren compañía y compasión. ¿Y acaso no es eso lo que queremos todos en nuestros peores días? Cuando el mundo se nos viene encima, dice la Lucía Berlín “¿Qué no haríamos por un abrazo y un poquito de compasión?”
A Wong Kar-wai se le reconoce principalmente por el valor estético de su obra. Su trabajo fotográfico, su puesta en escena y el placer que produce su imaginario visual. La reflexión y el goce estético siempre son importantes en el ejercicio cinematográfico, sin embargo, lo realmente bello de su filmografía es la dimensión poética que construye a través del mundo interior de sus personajes. Hay diálogos y situaciones que te dejan con dolor de guata.
Los personajes de Wong Kar-wai son sinceros y valientes. Porque para amar de verdad hay que tener valor. No es azaroso que a los amantes de In the Mood for Love (2000) no les veamos nunca el rostro. Son el claro ejemplo del amor cobarde y de la traición. Los valientes, en cambio, no se ocultan. Son sinceros, saben lo que quieren y harán todo por obtenerlo. Pacientemente, los personajes esperan su oportunidad para poder ser felices. In the Mood for Love (Con ánimo de amar) bien podría ser el nombre de toda la filmografía de Kar-Wai. Los personajes buscan y buscan, aunque no siempre encuentran. Claro ejemplo de esa honestidad y valentía se refleja en el personaje de Baby de Fallen Angels (1995), que en un McDonald’s completamente desocupado, se sienta al lado de un desconocido para evadir la soledad de la noche. Otro ejemplo es la dolorosa y sincera decisión final de los hermanos gángsters de As Tears Go By (1988) o la frase de Tony Leung reconociendo sus intenciones amorosas en 2046 (2004): “En el amor no puedes usar sustitutos.”
En la obra de Kar-Wai existen dos tipos de personajes: los que aman (o quieren amar) y los que solo buscan compañía. Tristemente, siempre los primeros se enamoran de los segundos. Pienso en el amor no correspondido de la Michelle Reis en Fallen Angels (1995), en el autoengaño del policía 223 en Chungking Express (1994), en la desesperación de la Carina Lau en Days of Being Wild (1990) y como no, en la ingenuidad del Señor Chow en In the Mood for Love (2000).
Fallen Angels (1995)
Me quiero detener, por ahora, en los personajes que se niegan a amar. No es que lo hagan por carecer de sentimientos, muy por el contrario. Por lo general son personajes que alguna vez amaron con intensidad y no han sido capaces de rehacer su vida después de sus respectivos quiebres. Son personajes que a partir de experiencias dolorosas, se cerraron y se niegan a volver a pasar por situaciones similares. “¿Por qué eres tan atenta conmigo? No podrás complacerme toda la vida.” Le dice Leslie Cheung a una desesperada Carina Lau en Days of Being Wild (1990) luego de reconocerle que hasta que muera, nunca sabrá quién ha sido la persona a quien más ha amado. Carina Lau le recrimina en varias ocasiones su falta de afecto y evidencia su inseguridad cuando Maggie Cheung, que interpreta el papel de la ex, aparece de sorpresa en el departamento para llevarse sus cosas. Como diría Violeta Parra, nadie quiere prenda con dueño.
En las películas de Wong Kar-wai, se hace evidente la falta de comunicación entre algunos personajes. No siempre se comunican de forma explícita, algunos intentan que el otro descifre su mundo a través de códigos y enigmas. Lo podemos ver con la canción 1818 del wurlitzer de Fallen Angels (1995), un código del protagonista para que su ayudante se acuerde de él y pueda lidiar de mejor forma con la despedida. O la importancia del número 2046 para el personaje del escritor en la película homónima. Mismo número que tiene la habitación donde se producen los encuentros del Sr. Chow y la Sra. Chan en In the Mood for Love (2000). Y obviamente, el código 1224-1225 (nochebuena y navidad respectivamente) relacionado a la necesidad de calor humano en noches frías en 2046 (2004). Esa aparente falta de comunicación humana también la vemos en el Tony Leung que le habla a los objetos de la casa en Chungking Express (1994) o que comparte sus secretos con el orificio de un árbol en In The Mood for Love (2000). También se hace evidente con el policía 223 de Chungking que busca que su perro le hable para poder compartir su pena. Sin ir más lejos, los personajes se expresan mayoritariamente en off. Le hablan al espectador, somos sus confesores. Pero pocas veces le exponen a sus parejas lo que nosotros, que adoptamos el rol del árbol, sabemos.
El amor a destiempo también se evidencia a nivel estético. Lo vemos en un tipo de plano que se repite en casi toda la obra de Kar-wai, en el que hay un personaje inmóvil esperando algo o a alguien con la mirada perdida fuera del encuadre mientras un otro le presta compañía realizando otra actividad, desde bailar o moverse frenéticamente hasta estar literalmente desparramado sobre un mesón. El epítome del amor a destiempo aparece en 2046 (2004) con la androide que se fatiga en viajes largos y expresa sus emociones con horas e incluso días de diferencia. Todo esto lo resume perfectamente Mr. Chow en la misma película: “El amor requiere el momento oportuno, no es bueno conocer a la persona indicada ni antes ni después.” La disincronía se hace explícita.
Pero esa disincronía no siempre es mala. A pesar de que los personajes no siempre están en el mismo tempo amoroso, siempre se hacen compañía. Y aquí comienzo a relatar el segundo punto de las relaciones de los personajes de la obra de Wong Kar-wai: la soledad y la compañía.
As Tears Go By (1988)
La amistad sin intención romántica, por ejemplo, es sumamente importante para el viaje interior de los personajes. Claro ejemplo es la amistad que le proporciona Chen Chang al dolido Tony Leung en Happy Together (1997), siendo esta una relación mucho más fuerte y enriquecedora que la de la pareja misma, a mi parecer. Los personajes se acompañan en sus soledades y decepciones amorosas respectivas. Clarísimo ejemplo es el de los protagonistas de In the Mood for Love (2000), el del policía 223 con la mujer de la peluca rubia en Chungking Express (1994), el mudo y la Michelle Reiss andando en moto en Fallen Angels (1995) y el vigilante con la Maggie Cheung en Days of Being Wild (1990): “Si vamos a ser infelices, al menos seamos infelices juntos”. La intención de todos estos personajes es poner el hombro, contener e incluso intentar sanar, no buscar una oportunidad. No tienen dobles intenciones. Son hermosos ejemplos de empatía. De hecho, en la obra de Kar-wai es recurrente ver cabezas apoyadas en hombros, ya sea en habitaciones o en taxis, y es que a veces solo necesitamos un descanso ante tanta pena, necesitamos un poquito de contención para poder seguir adelante. Nadie puede aguantar tanta lluvia sin techo.
De todas formas, esa compañía en muchas ocasiones no es más que una evasión de la realidad, la distracción del dolor que inunda sus corazones. El proceso de negación post ruptura se hace evidente en la filmografía de Kar-wai. El policía 223 de Chungking Express (1994) se autoimpone un tiempo de 30 días para que su novia vuelva con él, mientras tanto, se compra piñas en conserva que expiran en la fecha límite establecida. Al mismo tiempo, Tony Leung se niega a abrir la carta que le dejó su ex pareja porque intuye con qué se va a encontrar. Otro ejemplo es la señora Chang de In the Mood for Love (2000) que rehuye constantemente de las invitaciones de sus vecinos para hacer vida social porque sería aceptar y reconocer su soledad, por eso se inventa la excusa de ir a comprar fideos todas las noches.
Son personajes complejos que no quieren ser dejados atrás. Por eso Baby en Fallen Angels (1995) se tiñe el pelo o llena de mordiscos al personaje del asesino, en sus propias palabras, para que no la olvide. La persistencia de la memoria, ya sea gozosa o dolorosa, es un tema recurrente en la filmografía del hongkonés. Independiente de los problemas de comunicación, los personajes de Kar-wai son ante todo sinceros. Nunca mienten, son fieles a sus ideas y a sus pasiones. Expresan lo que sienten (directa o indirectamente), evaden, sí, pero no se reprimen.
Chungking Express (1994)
Algo que me llama mucho la atención, es cómo un director de un país tan lejano y con una cultura tan distinta a la nuestra pudo ser capaz de entender tan bien el romance y el sentimentalismo del bolero. Es extraño que un hongkonés pueda entender tan bien la melancolía latinoamericana. La música en la filmografía de Kar-wai es un elemento sumamente importante tanto a nivel diegético como extradiegético. Los personajes escuchan la música que aparece, son ellos quienes deciden qué poner y en qué momento. Ellos, al igual que nosotros, acompañan sus penas y alegrías con sus melodías favoritas. Inolvidable es la Faye Wong de Chungking Express (1994) poniendo California Dreamin’ en todos los lugares que visita, el wurlitzer con la canción nº1818 de Fallen Angels (1995) o el casero de 2046 (2004) que pone opera a todo volumen para que los vecinos no escuchen cómo reta a sus hijas.
Los encuentros y desencuentros de los personajes ocurren en lugares relativamente similares a lo largo de toda la filmografía descrita: habitaciones pequeñas y calurosas, restaurantes de comida rápida, bares y salas de mahjong. Es en interiores o lugares cerrados donde los personajes se encuentran y se aman. En exteriores, en cambio, como si cayeran en cuenta de la realidad, los personajes suelen tener momentos mucho más melancólicos: caminatas nocturnas en silencio o despedidas bajo lluvias torrenciales. Es recurrente, también, el habitar espacios abandonados o espacios que alguna vez fueron de otra persona y resignificarlos. Ejemplos hay por montón: la Faye Wong cambiando los objetos de la casa del Tony Leung en Chungking Express (1994), la Maggie Cheung ordenando la casa de su primo en As Tears go By (1988), Zed quedándose con la pieza de Yuddy en Days of Being Wild (1990), la relación de socios que no se conocen pero que cohabitan el mismo espacio a destiempo en Fallen Angels (1995) y cómo no, la habitación 2046, el lugar donde surge “el ánimo de amar” del Sr. Chow y la Sra. Chang en In the mood for love (2000).
Days of Being Wild (1990)
Los objetos son igual de importantes que los lugares y muchas veces tienen un conexión y un guiño entre obras, como el personaje que se queda mudo por comer una lata de piña vencida en Fallen Angels (1995). Mismo alimento que el policía 223 compra obsesivamente para convencerse de que su amor aún no está muerto.
El visionado cronológico de la filmografía de Kar-wai me hizo caer en cuenta que la forma en que el director aborda las relaciones va cambiando en función de la edad de los protagonistas. Los personajes van creciendo y comienzan a ser más prudentes con sus emociones. Sus relaciones se van tornando mucho más maduras, y por ende, las rupturas son mucho más dolorosas. El desamor es distinto en el matrimonio. Puede que esa sea la razón de que In the mood for Love (2000) sea su película más famosa. Sin ir más lejos, en esta película los personajes hablan más entre ellos, puede que sea la película con menos narración en off. La comunicación es mucho más fluida.
2046 (2004)
En conclusión, la obra de Kar-wai nos presenta personajes que se plantan frente a la vida con sinceridad, valentía y melancolía, sufren pérdidas amorosas, aman a destiempo, buscan compañía, ríen, aman y lloran para confirmar su existencia. Todo esto acompañado de una visualidad altamente estilizada, boleritos sentimentales y una narrativa fragmentada que nos permite observar detalladamente el mundo de cada uno de los personajes presentados. La obra de Kar-wai es para verla una y otra vez.
En todo caso, todo esto mamotreto sobre el desamor lo puedo resumir con el bolerito del Nat King Cole:
“Siempre que te pregunto, que cuándo, cómo y dónde, tú siempre me respondes: quizás, quizás, quizás.”
Gracias por leer.
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