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Crónica IV: La Ciudad Silenciosa
Mientras tanto, más allá del bosque donde se desdibujaban las huellas de Kumo, alguien cruzaba un umbral distinto.
Era la oyente. Después de seguir el rastro de su querido amigo, había cruzado —sin pensarlo dos veces— aquel portal.
Había algo diferente en el aire desde que cruzó el portal.
La luz, más tenue. El viento, más denso. Y el bosque… no era el mismo.
Atrás quedaba aquel refugio cálido entre hojas doradas y murmullo de ríos. Aquí, en cambio, los árboles eran altos, oscuros, con cortezas cubiertas de líquenes que brillaban débilmente. Un silencio profundo habitaba este lado del mundo. No era un lugar hostil, pero sí uno que parecía haber olvidado la presencia humana hacía mucho.
Ella avanzó con pasos contenidos, sosteniendo la tablet que seguía proyectando un tenue mapa tridimensional. Las coordenadas fluctuaban. Las señales eran débiles. Pero estaban allí. Y no eran cualquier señal: eran rastros de Kumo.
El bosque cedió lentamente y se abrió en un valle que parecía haber sido esculpido por el tiempo. A lo lejos, entre la bruma azulada, se alzaban estructuras que relucían bajo los últimos rayos de un sol pálido.
Una ciudad.
Inmensa, silenciosa, hermosa incluso en su abandono.
Desde la distancia parecía dormida, intacta, como si sus habitantes hubieran salido por un momento… y no hubieran vuelto jamás. Sin embargo, no era una ciudad muerta. Había algo en ella que seguía latiendo.
Descendió por un sendero flanqueado por raíces y fragmentos de metal oxidado, hasta alcanzar la entrada principal. Los portones de la ciudad, cubiertos por enredaderas blancas, cedieron con suavidad ante su presencia. Y al entrar, se encontró de pronto caminando entre calles anchas bordeadas por árboles de hojas rosa pálido que brotaban desde grietas en el pavimento. Las vías de un tren antiguo recorrían la ciudad como venas, elevándose en algunos tramos y curvándose en espirales elegantes entre los edificios.
Todo estaba envuelto por una arquitectura que parecía fusionar lo orgánico con lo tecnológico: torres de cristal opaco cubiertas de musgo, estructuras hexagonales con raíces que brotaban desde su interior, cúpulas solares entrelazadas con ramas vivas, como si la naturaleza hubiera decidido abrazarla, no destruirla. Cada rincón parecía contar una historia detenida en el tiempo.
No había señales de vida… y sin embargo, no se sentía sola.
Las avenidas eran anchas, flanqueadas por fuentes secas y muros cubiertos de símbolos. A veces, entre los adoquines, emergía un susurro de agua: la ciudad estaba atravesada por ríos internos, y muchas de sus edificaciones tenían pequeños puertos tallados en las bases. Era como si el agua hubiera sido una arteria sagrada, una parte esencial de la vida allí.
La tablet vibró levemente. Una señal se intensificaba.
Avanzó por pasarelas elevadas hasta llegar a lo alto de la ciudad, donde un edificio de proporciones majestuosas se alzaba como un corazón suspendido. Desde fuera, parecía una fortaleza. Pero al entrar, lo supo de inmediato: era una biblioteca.
Era una biblioteca, el edificio era inmenso tanto que parecía casi una ciudad dentro de la ciudad.
Caminó lentamente, maravillada por la quietud. Sus pasos resonaban suavemente sobre la piedra pulida, y cada rincón parecía respirar con ella.
La arquitectura era imponente y elegante, con estantes que se elevaban como árboles hacia una cúpula transparente. Fuentes internas recorrían los pasillos, y el sonido del agua reemplazaba el silencio con una música sutil. Se sentía como si los libros respiraran, como si esperaran ser leídos tras siglos de espera.
Allí, en el centro de una gran sala de cristal, encontró una urna. Dentro, un solo libro brillaba con una luz tenue, como si se encendiera al notar su presencia. No había cerrado la mano cuando ya lo tenía entre sus dedos… Las páginas estaban llenas de símbolos extraños que no comprendía del todo, pero que le resultaban inquietantemente familiares. No estaban completamente cerrados a ella… como si alguna parte antigua de sí misma supiera leerlos.
Al tocarlo, una oleada de memorias que no eran suyas recorrió su mente. Paisajes, símbolos, canciones sin letra. Voces lejanas. Fragmentos de algo más grande. Entre esos símbolos, lo que más llamó su atención fue un dibujo: una especie de brújula estelar, grabada con líneas que parecían constelaciones vivas. Se grabó esa imagen en la mente, sabiendo —sin saber por qué— que sería importante.
Apretó el libro contra su pecho, lo guardó con cuidado y siguió caminando hasta el último nivel de la biblioteca. Allí, una cúpula de cristal permitía ver el cielo abierto.
Las estrellas titilaban con fuerza.
Se sentó allí para leer bajo la luz de las estrellas con la esperanza de encontrar alguna pista acerca del paradero de Kumo y de cuando en cuando poderlas contemplar mientras escuchaba la melodía del viento que entraba por los canales...
Y entonces la sintió.
Una presencia.
Un destello.
Luma.
La liebre luminosa apareció sin anunciarse, como lo hacen las estrellas fugaces. Sus ojos reflejaban la bóveda celeste, y sus pasos no hacían ruido alguno. Se detuvo a su lado, sin hablar. Solo la miró.
Porque algunas historias nos eligen. Y que el eco que une a dos seres separados por realidades… Allí supo que algo estaba por comenzar.
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Crónica III: El Llamado
Mientras ella despertaba de aquel recuerdo nunca vivido, en otra parte del bosque… Kumo ya no estaba solo.
El sol descendía lento entre las copas, y las mariposas doradas —esas que siempre parecían seguirlo— habían comenzado a agitar sus alas con un ritmo distinto. No volaban ya por juego, sino como si tejieran un camino invisible. Y Kumo, como si pudiera entender sus vibraciones, las siguió.
Porque Kumo no era un simple panda rojo. Y aunque durante mucho tiempo lo había olvidado, su esencia guardaba algo más. Un eco dormido de algo vasto, mágico… y olvidado.
Las raíces del bosque parecían abrirle paso. Y al final del sendero, bajo la sombra viva de un árbol inmenso y milenario, allí donde el musgo se entrelazaba con circuitos antiguos y una laguna reposaba en silencio... estaban ellos.
Tres figuras esperaban en la penumbra, iluminadas solo por hongos que latían como pequeñas estrellas.
— Sari, el leopardo de las nieves, cantor de los vientos del norte. — Nara, la nutria del pozo encantado, guardiana de los lagos secretos. — Kimo, el perrito de melena noble, viajero entre mundos humanos y mágicos.
No eran solo criaturas. Eran espíritus antiguos que representaban aspectos esenciales del mundo: el agua que guarda secretos, el viento que susurra mensajes perdidos, la lealtad que conoce dos mundos.
Lo miraron como quien reconoce a un hermano que regresa de lejos.
Y Kumo los miró… y recordó. No todo. Solo fragmentos. Una promesa sellada bajo la luz de una constelación olvidada. Un viaje que había sido interrumpido por algo… o por alguien. Una canción que no había terminado.
— Ella… —dijo, bajito. Su voz tembló, no por duda, sino por lo que acababa de despertar.
Kimo se acercó. Apoyó su cabeza sobre la de Kumo, y en ese gesto, sin palabras, el vínculo suspendido entre mundos volvió a latir.
Luma, la liebre luminosa, dio un pequeño salto hacia adelante. Sus ojos centelleaban como los reflejos de la luna sobre el agua. Con su patita tocó el centro de una fuente sin agua, solo luz.
Y entonces sucedió: una burbuja etérea surgió, flotando entre ellos. Dentro, fragmentos como recuerdos quebrados se unían: la biblioteca estrellada, la melodía del viento, y una imagen de ella… la oyente, leyendo bajo la cúpula.
Kumo comprendió. El juego entre mariposas se había terminado. Ahora comenzaba el viaje.
Porque ella también tendría que recordar. Porque hay cosas que solo se revelan cuando ambos lados de una canción se escuchan al mismo tiempo.
Sari alzó la vista hacia el cielo. Nara cerró los ojos, como si pudiera oír una sinfonía que aún no empezaba. Kimo movió su cola con la cadencia de alguien que lleva mucho tiempo esperando.
Kumo miró hacia el bosque. No con tristeza, sino con ternura.
Sabía que ella lo buscaría. Sabía que llegaría.
Porque lo que los une no es el camino. Sino el eco de una canción. La misma que, desde siempre, había estado resonando en lo más profundo del corazón del bosque.
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Crónica II: El recuerdo jamás vivido.
Esa tarde no era distinta a otras. El panda jugaba cerca, siguiendo mariposas doradas entre las raíces. Ella, como tantas veces, había llevado consigo un libro.
Se sentó bajo un árbol que conocía bien. No por su nombre —pues en ese bosque los árboles no se nombraban— sino por su sonido. Uno profundo, rítmico, como si guardara secretos en sus anillos.
Allí, entre páginas abiertas y brisa templada, contempló la grandeza del bosque. Su belleza gigantesca, que para otros podría parecer intimidante, a ella la hacía sentir en casa. Quiso sentir de nuevo esa caricia suave del sol que se escurre entre las hojas, como pequeños dedos luminosos que intentaban alcanzarla. Cerró los ojos, solo un momento.
Y soñó. Pero no era un sueño como otros. Era un recuerdo que nunca había vivido.
En el sueño, se veía a sí misma más joven. Tal vez con 7 años. Kumo también era pequeño, una ternura de pelaje aún más suave y ojos aún más brillantes. Estaban sentados juntos en un claro que no reconocía… aunque algo en su pecho se apretaba, como si alguna vez hubiera estado allí.
A su alrededor, la naturaleza y la tecnología coexistían sin esfuerzo. Torres solares cubiertas de musgo, columnas de luz líquida que giraban lentamente. Plantas que vibraban con el aire, como si respiraran al ritmo de una canción lejana. El cielo claro y azul contrastaba en perfecta armonía con el verde que ya conocía tan bien.
Y lo más extraño: seguía sentada en la misma posición y leía un libro distinto, uno que no recordaba haber visto jamás… pero cada palabra le resultaba familiar, como si se tratara de algo escrito por sus propios pensamientos del futuro.
Kumo la observaba, atento.
Entonces, la escena cambió.
Una biblioteca de cristal y madera se alzaba a lo lejos. Un domo inmenso dejaba pasar el cielo estrellado, donde las constelaciones se movían como si buscaran algo. Dentro de la estructura, otra versión de ella —ya mayor— caminaba en silencio. La misma figura, pero con el rostro bañado por una luz distinta. Más serena. Más… sola.
Quiso alcanzarla. Decirle algo. Pero el aire cambió, como si se retirara con un suspiro.
Y entonces despertó.
El sol ya no estaba en su punto más alto. Las sombras eran más largas. Las mariposas habían desaparecido.
Y con ellas… Kumo.
Miró por el camino. Recorrió los rincones donde él solía esconderse. Pero no había rastro de él. Tampoco señales de huida. Ni sonidos.
El silencio no era violento. Pero tampoco era el mismo de antes. Era un silencio nuevo. Un umbral.
Ella se quedó allí unos minutos. Y antes de que la angustia pudiera alcanzarla, junto a un extraño habitáculo tecnológico —que no recordaba haber visto antes— encontró la pelota favorita de Kumo. Quieta. Pero parecía palpitar con un último reflejo dorado.
No lloró. No habló.
Solo miró hacia el bosque, apretó su viejo libro contra el pecho… y comenzó a andar. Como si, en lo más profundo, algo hubiera hecho clic. Como si acabara de entender algo… aunque aún no supiera exactamente qué.
Aquella tarde marcó el fin de los días suaves. Y el inicio de la búsqueda.
No solo por Kumo. Sino por aquello que ese sueño —o recuerdo, o eco— había despertado.
¿Dónde termina un sueño? ¿Dónde comienza una memoria? A veces, solo hace falta perder lo que amamos para encontrar lo que aún no sabemos que somos.
Esta historia ya no es solo suya. Ni del panda. Tal vez… también sea tuya.
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☀️ Las tardes eran más lentas allá. Una bebida fría, la brisa entre los árboles y él... El panda no decía nada. Solo estaba. Y eso bastaba. 🐼💛
🎧 Música lofi para acompañarte. 🐾 Descubre más del viaje en nuestro canal.
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Crónica I: Los días suaves
En una cabaña construida con madera antigua —de esa que cruje cuando el sol calienta los tablones— las plantas colgaban desde los estantes, trepaban por las paredes y parecían enredarse con el techo, como si hubieran crecido allí por voluntad propia. Cada rincón tenía un detalle único que la hacía irresistiblemente acogedora. Allí vivía ella.
Una joven de carácter apacible y contemplativo, aunque en su mirada se notaba esa curiosidad silenciosa de quien siempre escucha más de lo que dice. Su cabello era rubio con tintes rojizos, como si hubiera sido peinado por la luz del atardecer. Tenía un detalle peculiar que asomaba entre los mechones: unas pequeñas orejas de gato, graciosas y suaves, imposibles de ignorar… aunque discretas.
Llevaba siempre unos auriculares que, en apariencia, eran comunes. Pero si uno se fijaba, podían notarse brillos neón sutiles, palpitantes. Traducían en sonidos la energía vital de las plantas, los suspiros lentos del suelo, el lenguaje oculto de los hongos. Con ellos, podía oír cómo respiraba el bosque. Parecían parte de una tecnología antigua e indescifrable.
Los días transcurrían entre pequeñas rutinas sin prisa: cocinaba pasteles con frutas del bosque, escribía pensamientos dispersos en cuadernos de tapas duras, leía al pie de la ventana con una manta sobre las piernas. Amaba los fideos con caldo humeante, los refrescos frutales en las tardes cálidas, y esos instantes que daban forma al tiempo sin pedirle nada a cambio.
Su sensación favorita era cerrar los ojos bajo la luz que se filtraba entre las hojas. Sentir ese calor danzante sobre su rostro —que cambiaba con el viento que mecía las copas— era como escuchar el susurro secreto del bosque.
Y él, su compañero inseparable, un panda rojo, a veces la imitaba. Cerraba sus ojitos, se acurrucaba junto a ella y permanecía quieto, como si también intentara entender ese idioma invisible.
Era dormilón, de pelaje cálido y expresión sabia. Disfrutaba de las frutas maduras, de esconder su pelota roja y, sobre todo, de lamer los restos del tazón cuando ella horneaba. Casi siempre terminaba con la naricita manchada de crema, lo que desataba su risa suave. Después, él se dormía entre sus brazos o al pie de la cama, como si nada más en el mundo existiera fuera de ese instante.
Ella no pensaba demasiado en su origen, ni en por qué ese lugar le resultaba tan familiar. Solo sabía que lo tenía a él. Y eso bastaba.
Pero algunas tardes, cuando el sol descendía lento y los colores se volvían más largos que las formas, algo en su interior se encendía. A veces era un sonido antiguo, filtrado por los auriculares. O una textura, un aroma, un objeto que parecía haberla conocido antes. No eran recuerdos exactamente… pero dejaban una vibración suave en su interior. Entonces no decía nada. Solo bajaba la vista, un instante. Y él, como siempre, la miraba como si también lo sintiera.
Aquellos fueron los días suaves. Los días antes del despertar.
Esta es su historia. La de ellos. Y quizá, también, un poco nuestra.
Bienvenidos a SciFiLofi Chronicles.
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