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¿Quién nos contará esta historia?
Por Jesús Izquierdo Martín
           Recuerdo una de aquellas manifestaciones derivadas de la gran estafa de 2008, de esa gran mentira a partir de la cual se nos ocurrió pensar que el capitalismo podía moralizarse, que, en el futuro, este mundo de depredación podía impregnarse de una ética donde el beneficio se atemperara a un ideario de solidaridad con responsabilidad pública. A fin de cuentas, así lo había planteado el economista estadounidense James K. Galbraith en momentos de rabia. Aquello podía reconstruirse sobre nuevas bases. Pero casi nada de ocurrió. Era, en el sentido más negativo del término, demasiado utópico, algo fuera de lugar para aquella gramática cargada de enunciados graves: una empresa no era una ONG. Ese fue el último dictamen.
           En esa manifestación de 2012, una de tantas de aquel reivindicativo año, me topé con un grupo de mujeres que compartían idéntica camiseta, negra, con el logo de YouTube impreso en su anverso, un logo que extendía su mensaje en una composición muy original: algo como “YouTube Derechos Sociales y Políticos”. Lo interpreté como un acto de denuncia, como una queja contra la erosión de derechos en una crisis que arreciaba con una fuerza inusitada. Me acerqué a ellas, interesado en la singularidad con la que expresaban su cólera. Era demasiado vistosa. Les comuniqué que trabajaba en la universidad, que codirigía con unos buenos amigos un programa de radio en el Círculo de Bellas Artes. Quería saber de ellas, del motivo de aquella prenda. Sin embargo, su respuesta me dejó perplejo: te lo vamos a contar -me increparon-, pero no vas a ser tú quien narre esta historia. Esa fue su condición, toda una declaración de principios. Tragué saliva, escuché y me volví a casa reconociendo que algo había pasado, que aquel encuentro me había revelado una pérdida.
           Había perdido, ni más ni menos, la autoridad -o el autoritarismo, ¿quién sabe?- para contar la vida de los otros. Mi licencia académica para narrar un determinado pasado había sido contestada por ciudadanas que probablemente estaban cansadas de su exclusión de una disciplina cada vez más debilitada, incapaz de hacer frente al arrebato de una sociedad civil crecientemente pluralista, abierta a la discusión, al diálogo, al comentario sobre el pasado, el presente o el futuro. Lo pienso ahora y creo que probablemente sea este un camino sin retorno, una vez que hemos socavado los centros de enunciación que ostentaban -o detentaban- el monopolio de la palabra sobre la Ética, la Estética o la Verdad, con grandes mayúsculas. El pueblo -ese denostado colectivo- había retornado para recuperar un espacio que la modernidad quiso arrebatar al subalterno, acusándolo, en primer término, de tener “mal gusto”. Una batalla emprendida y perdida por los expertos para acopiar un discurso cada día más exclusivo, elitista y despreciativo hacia otras formas de conocimiento. Y, por consiguiente, más distanciado de las inquietudes y debates de la sociedad,
           Hay que reconocer que una parte de la historiografía profesional ha cambiado sus elevadas pretensiones distintivas, ha tornado más inclusiva, más abierta a la participación de los ciudadanos. Son aquellos que no conciben la narración del pasado como algo ajeno a la colaboración activa de los demás. Decía Friedrich Nietzsche que no existen los hechos, que solo existen las interpretaciones. Y las interpretaciones se permean a quienes exceden el reducido marco del profesional. Con todo, hay una mayoría de académicos encastillados en su universo disciplinar. Una disciplina que continúa implosionando hacia su interior, como si el mundo girase exclusivamente en torno a ella, por y para ella. Es como un bucle que vuelve, una vez tras otra, a un colectivo que se distancia de esos públicos más extensos a los que solo considera como la parte pasiva, oyente, lectora y no participativa en la construcción y difusión del conocimiento histórico
           El historiador Robert Kelley (Universidad de California, Santa Bárbara) afirmaba en 1978 que la historia pública era aquello que implicaba “al trabajo de los historiadores y del método histórico fuera de la academia”. Era esto, pero era algo más. Era, en cierto sentido, una forma de humanizarnos, de saber que los relatos escapan del control profesional. Que la historia que contaban nuestros abuelos o la que narraban los ancianos de pueblos y ciudades tenía valor, tenía verdad. Se narraba desde la legitimidad de quienes entendían que formaban parte, de alguna u otra forma, del relato narrado. Era lo que aquellas mujeres participantes en la manifestación me habían objetado: su experiencia no podía ser reducida a un archivo para que el profesional de la historia le diera cuerpo y sentido. Era algo más.
           Mis palabras no son una renuncia a la actividad del historiador. Son solo la aceptación de una actitud más cooperativa con los demás, más anclada en la idea de que el pasado no puede quedar en manos de unos pocos. Y es que vivimos en una cultura cada día más post-disciplinar. No es fácil apostar por un talante más inclinado a escuchar al otro, al obrero, a las mujeres, a los miembros de la comunidad LGTB, a los subalternos del mundo colonizado; a todos los que han tenido experiencias personales o colectivas. Implica atender a los que denuncian los epistemicidios, a aquellos que se niegan a ser tratados como personas subsidiarias, inacabadas, imperfectas… Convertir la historia en un saber académico es solo una forma de negar las posibilidades de comprender el pasado en sus distintas formas, en sus diferentes matices, desde una memoria imperfecta, desde un conocimiento atravesado de pertenencias; desde, en suma, la incompletitud que somos.
           Algún día tendremos que contar historias sobre este presente que acontece. En algún momento aparecerán testimonios, experiencias personales o colectivas de este hoy que sucede casi de forma permanente. Y la historia profesional, a veces tan corroída de ensimismamiento, tan obsesionada en la objetividad, el método, la teoría -restos todos de aquel cientificista siglo XIX - pretenderá volver a ser marchamo de Verdad. De una única verdad. Y, si se descuidan, los ciudadanos regresaran al espacio de la exclusión, al rincón de lo insustancial. Retornarán a ese lugar propio de sociedades normalizadas: serán convertidos en meros datos que incorporar a los relatos contados por otros; simples archivos pasivos, tristes sombras de activismo. Instrumentos del anticuario.
Ahora bien, ese momento es eludible si asumimos, como aquellas mujeres de la manifestación de 2012, que la historia es pública, no solo porque la protagonizan pueblos, comunidades o personas, aquellos que pueden ser actores de este transcurrir del que todos formamos parte. También porque, como aquellas mismas mujeres, todo ciudadano es un activo relator de lo que ha sucedido, con sus detalles, con sus contrastes, con su incongruencia e irracionalidad. Desde la razón, pero también desde la pasión. Es lo que nos hace humanos, demasiado humanos.
           Hay que ser combativo contra la soberbia que convierte a unos cuantos en soberanos de un saber excluyente. Y es que hay una ausencia de maravillosa humildad en unas ciencias que, cierto, nos han hecho crecer en este mundo tecnológico, pero siguen enarbolando su reticencia a la poética creativa, hacia la imaginación interpretativa. Resulta intolerable esa constante sospecha que convierte los enunciados de los ciudadanos en meras opiniones al tiempo que hace del saber experto un conocimiento verdadero. Como si alguien pudiera ver el mundo desde ninguna parte. Más nos valdría aceptar que siempre existirá un lugar para lo literario en nuestras “creaciones” sobre el pasado, incluso para el pasado del COVID-19. Y cuando se desate la tormenta interpretativa, no pretendamos el consenso imposible. Si nos queremos pluralistas, seamos coherentes con nuestra diversidad, incluso bajo la tentación de delegar en el experto que antes nos cobijaba. Aunque solo sea porque así habremos salvado, de otra manera, esta maldita pandemia. Contándonos.
Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.
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Podcast Sociología en pandemia
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Listado de entradas. Pincha en el título para acceder:
Conferencia: nuevos retos de la sociedad digital en pandemia, por Gaspar Brändle (UMU)
Sociología y Covid-19. Entrevistas a Andrés Pedreño y Marta Latorre (UMU).
Ese pasado que nos extraña, por Jesús Izquierdo (UAM).
Podcast: una microsociología de la pandemia, por Andrés Pedreño y Miguel Ángel Sánchez (UMU).
Barro bajo nuestros pies, por Jesús Izquierdo (UAM).
Pero, ¿de qué pasta estamos hechos? Rebrotes, miedo y responsabilidad, por Jesús Izquierdo Martín (UAM).
Los territorios rurales y la crisis sanitaria en España, por Andrés Pedreño y Miguel Ángel Sánchez (UMU).
El regreso de Fu Manchú: chinos y racismo en la España del Covid-19, por Jesús Izquierdo (UAM).
Volver a casa, pero sin hogar, por Jesús Izquierdo (UAM).
Desiertos de comida en Chile. Las Zonas Rojas que mantienen obesos a los pobres en plena pandemia, por Gricel Labbé y Pedro Palma (Observatorio CiTé).
De la conmoción a la conmemoración, por Jordi Moreras y David Moral (URV).
Imperio sin colonialismo. Espejo del Narciso español, por Jesús Izquierdo (UAM).
De vueltas con la cuestión social, por Andrés Pedreño (UMU).
Entre epifanías y conspiraciones: pulsión de muerte, por Andrés Pedreño (UMU).
Cómo ha operado el darwinismo social en la crisis sanitaria: sociología de los recortes y de un procedimiento administrativo, por Andrés Pedreño (UMU).
Soterrar el dolor, aventar la indignidad, por Jesús Izquierdo (UAM).
¿De qué enfermó y murió Chieko? Una enseñanza universal en ‘Cuentos de Tokio’ de Yasujiro Ozu (1953) para tiempos de pandemia, por Andrés Pedreño (UMU).
Carroñeros del despojo. Tiempo de balcones, banderas y crespones, por Jesús Izquierdo (UAM).
El mundo de la economía y el mundo de la vida. Pensando la reconstrucción III, por Francisco Torres (UV).
El momento marxiano de la crisis sanitaria, por Andrés Pedreño (UMU).
Demasiado tarde, demasiado poco y por las razones equivocadas, por Tomaso Ferrando (UAntwerp) y Alagie Jinkang (UNIPA).
La situación del empleo en Argentina durante el aislamiento preventivo y obligatorio por la pandemia COVID-19. Encuesta a delegados y delegadas sindicales, por el Equipo de Estudios sobre Sindicalismo, Conflicto y Territorio (CEIL-Conicet).
Sociología del Trabajo durante la crisis sanitaria: apuntes y observaciones desde el confinamiento, por las estudiantes de Sociología del Trabajo del Grado de Sociología (UMU).
Predecir el pasado: viejo cinismo para nuevos profetas, por Jesús Izquierdo (UAM).
Pánico global y horizonte aleatorio, por Álvaro García Linera*.
¿Será posible hacer etnografía en tiempos de ‘nueva normalidad’?, por Damián Martínez (EKUT).
Modelos sociales de vejez y coronavirus, por Gustavo Solórzano (UMU).
Fragmentos y apuntes: democracia y COVID-19, por Andrés Pedreño (UMU).
El mercado, el estado y la sociedad. Pensando la reconstrucción II, por Francisco Torres (UV).
En defensa de la intimidad, por Javier Cortijo (UMU).
¿Aceleración de la digitalización social tras el confinamiento? (compilación de artículos).
¿Una nueva normalidad para los jóvenes?, por Isabel Cutillas y Miguel Ángel Sánchez (UMU).
[Podcast] ¿Y si para entender la crisis del Covid-19 volvemos a los clásicos de la Sociología?, por el grupo de investigación EnClave Sociológica (UMU).
Recordar en la “nueva” normalidad, por Jesús Izquierdo (UAM).
De extranjeros y habitantes en tiempos de pandemia, por Sandra Gil y Carolina Rosas (CONICET).
Transporte público y movilidad urbana en el proceso de desescalada del Covid-19. Reflexiones y criterios para una nueva normalidad, segura, sostenible e inclusiva, por Jose Francisco Cid.
Confinadxs en la sociedad digital: alguna paradoja y varios retos colectivos, por Gaspar Brändle (UMU).
¿Dónde surge la resistencia?, por Maura Benegiamo (FMSH-UNITS).
Pensando la reconstrucción, por Francisco Torres (UV).
Metáfora bélica del capital, economía de guerra, moral productiva, y encarnizamiento Covid-19, por Santiago Martínez-Magadalena (UPNA).
Aplauso a las ocho: movilización ritual y contagio emocional, por Marta Latorre y Miguel Ángel Sánchez (UMU).
Y todo esto, ¿nos dejará huella?, por Félix Crespo (Hospital Los Arcos - Centro Psicoanalítico de Madrid).
¿La Bolsa o la vida?, por Antonio J. Ramírez (UMU).
Los carroñeros del agua, por María Giménez (UMU).
Trabajar con los otros, por Andrés Pedreño (UMU).
Vivir la distopía, por Jesús Izquierdo (UAM).
Se hizo viral, por Héctor Romero (UNED).
Los estudiantes de Sociología analizan la pandemia.
Memento mori, por Victoria Aragón (UMU).
Bruno Latour te invita a responder a un cuestionario sobre el escenario post-Covid19
El coronavirus va a pasar, pero el estrés me va a matar, por Fulgencio Villescas (UMU).
Brasil: cólera-morbo, coronavirus y gobierno mórbido, por Lúcio Verçoza (UFAL, Brasil).
Las personas esenciales, por José Ibarra (CCOO).
Contra la ampliación de la miseria en los barrios condenados, por Miguel Ángel Alzamora (UMU).
La soledad de los moribundos, por Andrés Pedreño (UMU).
¿Quién se acuerda de los trabajadores españoles de la logística en la Holanda del Covid-19?, por Colectivo enHolanda (VV.AA.)
El discurso y la muerte, por Pedro Fernández (UMU).
Thanks, Juan, for this food, por Elena Gadea (UMU).
Momentos de efervescencia, por Juan Manuel Zaragoza (UMU).
Los/las jornaleras agrícolas, aún más precarios durante la crisis del Covid-19, por Luis Rodríguez-Calles (U. P. Comillas).
Solidarios, egoístas y chivatos, por Andrés Pedreño (UMU).
(Vídeo) Coronavirus y cuarentena: la crisis entre pasado, presente y futuro, por Gennaro Avallone (UNISA).
Secaos bien el pelo, por Isabel Cutillas (UMU).
El tiempo encerrado, por Marta Latorre (UMU).
¿Y si le llevamos la contraria a Nielsen?, por Gaspar Brändle (UMU). 
El tiempo de espera en estado de alarma, por Natalia Moraes (UMU).
Protejámonos del virus del autoritarismo, por Antonio J. Ramírez (UMU).
Covid-19: desvelando el espejismo del dualismo cartesiano, por Yoan Molinero (CSIC).
San Mateo y el coronavirus, por Elena Gadea (UMU).
Es el Estado, amigos, por Carlos de Castro (UAM).
La vida cotidiana bajo el encierro online, por Miguel Á. Sánchez (UMU).
Cuarentenas en la Italia del Barroco, por Pedro García Pilán (UV).
22 de marzo, día mundial del agua: el derecho humano al agua en estado de alarma sanitaria, por María Giménez (UMU).
Cómo vivir juntos (y con el Covid-19), por Andrés Pedreño (UMU).
(Vídeo) El Espíritu del 20, por Antonio J. Ramírez (UMU).
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Conferencia: nuevos retos de la sociedad digital en pandemia. Gaspar Brändle
Mañana tendrá lugar esta interesante charla, impartida por Gaspar Brändle, profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Murcia, en la que compartirá sus reflexiones sobre el fenómeno de la digitalización de la vida social en tiempos de pandemia. El evento, que tendrá lugar a través de la plataforma Zoom a las 19:00h y será de acceso abierto, forma parte de la XII programación cultural de #CartagenaPiensa. 
Enlace a la conferencia:
https://www.cartagena.es/detalle_noticias.asp?id=60944
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Sociología y Covid-19. Entrevistas a Marta Latorre y Andrés Pedreño en Onda Regional
Intervenciones de los profesores del Departamento de Sociología de la Universidad de Murcia Marta Latorre y Andrés Pedreño en Onda Regional. Dos miradas desde la sociología sobre los efectos políticos, sociales y culturales de la pandemia.
Enlace a la entrevista a Marta Latorre Catalán:
https://www.orm.es/informativos/noticias-2020/la-contraportada-34-ha-emergido-el-fenomeno-social-internacional-de-la-desconfianza-y-el-anti-cientifismo-34/
Enlace a la entrevista a Andrés Pedreño Cánovas:
https://www.orm.es/informativos/tarde-abierta-entrando-en-profundidades-andres-pedreno/
"Es lamentable engaño creer que los humanos simplemente fallecen" (T. W. Adorno).
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Ese pasado que nos extraña
Por Jesús Izquierdo Martín          
Si hoy en día el pasado cobra tantos sentidos entre los ciudadanos es porque el tiempo histórico –frente al tiempo sagrado- se ha colado de forma rotunda en nuestras vidas. Cierto es: hace algunos siglos que el cambio histórico es concebido como un artificio humano en el que Dios resulta prescindible. Pero ahora la pandemia incide con rotundidad en nuestro discurrir en el tiempo, no solo desde nuestra finitud, enfermedad, sufrimiento y muerte, sino también como detonante de la infinita producción de lecturas extrañas o familiares de lo sucedido. Leer el pasado como lugar extraño fue una de las más incisivas aportaciones del geógrafo e historiador -mucho más que un disciplinado profesional- David Lowenthal (1923-2018). En su libro de 1985, el estadounidense reflexionaba sobre las interpretaciones familiares o extrañas que hacemos sobre el pretérito, poniendo como ejemplo, aquellas sociedades como la británica, más centrada en la tradición, o la norteamericana, más volcada en la novedad. O lo que es lo mismo, Lowenthal diferenciaba entre culturas del tiempo para las que el pasado era un lugar familiar que se incrustaba en el presente a través de la costumbre–por ejemplo, el Renacimiento-, y otra para la cual el pretérito era esencialmente un lugar extraño que había que eludir. Lo hizo la Ilustración en relación con las culturas anteriores a las que tildaba peyorativamente de oscuras o populares.
Nuestra confrontación con el pasado siempre tiene ese doble filo: lo conocemos no solo para saber de dónde venimos, sino también para reconocer lo que ya no somos. Y nuestra experiencia en torno al Covid-19 no ha dejado de estar caracterizada por esa duplicidad. Lo que ocurre es que el lado extraño parece haber cobrado más peso en estos días de segunda oleada, como si el pasado se hubiera erigido en un reflejo en el que ya es difícil reconocernos. Cierto es: hay una pasta vieja –neoliberal, consumista, individualista- que nos sigue dando forma, que nos vincula a un pretérito reciente. De ahí procede esta ausencia de responsabilidad con lo colectivo de la que ya hemos hablado en alguna ocasión. Nuestro ombligo antes que el de ellos. Su mirada después de la nuestra.
Pero también hay una serie de experiencias nuevas que han quebrado viejas expectativas y nos han revelado lo extraño. Para empezar, la experiencia ante el virus, una vez marchitada la ilusión de su pronta desaparición tras el optimismo del momento estival y vacacional, nos reclama que este ser ni-vivo-ni-muerto ha venido para quedarse entre nosotros y que su “propósito” es permanecer aquí sine die. La nueva oleada marca el rastro de la persistencia del Covid-19 y nos ha abofeteado con la imagen de que, pese al lenguaje belicista y victorioso de nuestras autoridades -contenido de nuevo en el discurso presidencial del recién inaugurado estado de alarma-, somos humanos, demasiado humanos. Y, para terminar, se ha desparramado entre los españoles una gran cantidad de prácticas novedosas que nos hacen dudar incluso de si hubo un pretérito antes de que aquellas explosionaran y se convirtieran en hábitos. Por ejemplo, si existió un antes y un después en la aparición de la sospecha cotidiana hacia el vecino o hacia la compañera de trabajo o hacia el joven de turno, potenciales amenazas contra nuestras aturdidas vidas.
El pasado torna extraño. Y lo actual trueca familiar. No es lugar para desplegar ejemplos. Ahora bien, sin ir más lejos, el otro día asistí a una de esas nuevas experiencias que paradójicamente hacen del pretérito algo ajeno porque nos van familiarizando con un presente que cada vez incordia menos. Un supermercado, una hora punta para no hacer la compra semanal, un joven con ganas de estornudar y mascarilla rigurosamente colocada y, finalmente, un estornudo sobre uno de los estantes de congelados. La reacción ante el estornudo de dos señoras ya entradas en años fue vigorosa: vocearon e insultaron al productor del aerosol sin saber si había exhalado sus emanaciones porque no le cabía otra o porque estaba enfadado con el mundo. El caso es que finalmente llamaron al guardia de seguridad y este expulsó al emisor de gases con una violencia que nadie contestó, como si aquel individuo fuera culpable de algún pecado original. No es, desde luego, la única experiencia de esa cada vez más presente sensación de amenaza y de sospecha que esta segunda oleada incrementa. Lo relevante es que cada día crece la percepción de que es una actitud convencional.
Esta sensación, sentida, de que las cosas no son como antes o de que algo ha cambiado en nuestras vidas puede inclinarnos a pensar históricamente, esto es, a explicar retroactivamente lo sucedido, lo que ya no logramos dar por descontado. Es lo que produce una experiencia que, asumida como nueva, genera extrañamiento, distanciamiento hacia el pasado. En el momento de las vanguardias artísticas, el extrañamiento se entendió como pretensión estrictamente estética. El formalismo ruso, con Víktor Shlovski a la cabeza, figuró el extrañamiento como una interpretación de lo real que desestabilizaba los contextos habituales.
Ahora bien, la particularidad del extrañamiento es que también nos obliga a sacar los pies de nuestros tiestos, a pensar que si algo cambia es porque todo muda, incluidas nuestras más arraigadas convicciones… o, si se mira desde otro ángulo, que no hay esencias en nuestras conductas. Abrirse a la infinitud, vivir la vida como imperfección, reivindicar la historicidad del conocimiento. Todos estos efectos son los que provoca el extrañamiento: el pasado se vuelve extraño y, por consiguiente, el presente y el futuro pueden no ser ya predecibles. Humanos, demasiado humanos: imperfectos que nunca se completan. Genera vértigo, pero si no somos la conclusión de nada –del progreso, de la civilización, del dominio de la Naturaleza, de una tradición de continuo mejoramiento-, entonces cabrá la posibilidad de que podamos pensar el futuro de otra forma; quizá de recuperar el pensamiento y el activismo utópico, tan denostado en nuestros días de zozobra. Soñar, como decía aquel, no cuesta nada.
Pero el extrañamiento, puede tener una faz terrible. Y es que puede conducirnos a sacar los pies del tiesto, pero para sembrarlos en otro mayor, con la profundidad requerida para enraizar el pensamiento más esencialista. En cierto sentido es lo que nos está sucediendo, porque en nuestras conciencias estamos anclando la novedad como si ya fuera algo cotidiano: la sospecha de ver constantemente forasteros en nuestra propia calle, el desprecio al ajeno por su mirada y piel, la vanagloria de quien desea salvarse a costa del prójimo,... todas estas conductas que entierran su novedad bajo toneladas de desmemoria y desconocimiento. Es como si aquellas personas mayores del supermercado que mencionamos o los convecinos desconfiados o los compañeros recelosos se hubieran conjurado para señalar que lo extraño es familiar, que la mascarilla sanitaria se ha incrustado en nuestros rostros hasta hacerse cotidiana y que nuestra mala cara es expresión de lo habitual.  Normalidad sobre normalidad.
Cualquier día de estos caminaremos por la calle sin saludar, mirando hacia el suelo y nos descubriremos cargados de odio hacia la/el paseante que viene de frente, tras considerar que hay en sus maneras algo que queda fuera de la normalidad. Ellos serán ahora los extraños. Nosotros seremos portadores de tradición en vena, como si siempre hubiéramos caminado en el mismo sentido y en la misma dirección, sin recordar o sin saber que este presente nuestro está vomitando nuestra actual monstruosidad: nos está arrinconando en una mezquina ética de la sospecha, hacia el vecino, hacia el amigo, hacia el familiar, en suma, hacia el otro. El pasado puede ser aquel lugar extraño que desamarra nuestros vínculos con el siempre-fuimos, pero, hoy en día, más parece el espejo en el que reflejar lo que, al parecer, siempre-seremos. Nos hemos familiarizado tanto con esta manera diaria de funcionar que estamos creando costumbre, como si lo que nos ocurre no tuviera principio, como si aquel marzo de 2020 no hubiera existido.
  Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.
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Podcast: Una microsociología de la pandemia
Conversación entre Andrés Pedreño, profesor titular de sociología, y Miguel Ángel Sánchez, investigador predoctoral en sociología, en el marco de la asignatura Teoría Sociológica Contemporánea del Grado en Sociología de la Universidad de Murcia. 
Un análisis de la pandemia desde la teoría de los rituales de interacción y los trabajos de dos autores pertenecientes a la tradición de la microsociología, Randall Collins y Erving Goffman.
https://www.ivoox.com/microsociologias-2-randall-collins-covid-19-una-entrevista-audios-mp3_rf_58045587_1.html
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Barro bajo nuestros pies
Por Jesús Izquierdo Martín
La realidad actual, de retoñada pandemia y desesperanza, incita a repensar temas tan cruciales como el tiempo y su vivencia, la temporalidad. Fue el historiador alemán Reinhart Koselleck (1923-2006) quien acuñó dos categorías analíticas para abordar el tiempo histórico, esto es, la aparición de una temporalidad en la que los hombres eran culturalmente conscientes de la mutación y el carácter irrepetible de los acontecimientos. Las dos categorías son: espacio de experiencia y horizonte de expectativa. Lo que venía a sostener el alemán es que las expectativas sobre el futuro se mantienen constantes mientras se repitan las experiencias pasadas. Si experimento que mis representantes políticos dedican sus esfuerzos presentes a proteger la salud pública, entonces mi expectativa será que la sanidad está garantizada, en principio, para el conjunto de los ciudadanos. Ni más ni menos. Ahora bien, ante experiencias nuevas, expectativas cambiantes. Y en este contexto de cambio nos encontramos.
La sensibilidad de Koselleck le hacía renegar de cualquier naturalización de las categorías. Para él se trataban de herramientas temporal y especialmente germinadas con el objetivo de dar sentido a la explicación del cambio histórico. El alemán también incidió en la idea de que las experiencias constantes adquirían esa calidad porque los actores las vivían culturalmente de esa manera: antes de la aparición de la modernidad (en los albores del siglo XVI), el mundo cristiano se hospedó en la comprensión de que no existía una serie irreversible de acontecimientos únicos (esto es, históricos); todo lo que había era una serie reversible de eventos idénticos. El patrón cultural entendía el tiempo como tiempo de la Iglesia, según un modelo meta-histórico. Las experiencias contrarias a la gran expectativa, el Juicio Final, eran mundanas y escasas. Se suspendía así el devenir y, conforme a esta configuración, los hombres actuaban con la esperanza de un salvífico Apocalipsis.
Por el contrario, la modernidad emergió de una ruptura de la ligazón entre el pasado y el futuro debido a la aparición de experiencias irrepetibles y sorpresivas para quienes hasta entonces creyeron que el mundo estaba contenido en la palabra divina de los textos bíblicos. La reforma protestante, la revolución francesa, el descubrimiento de América o la revolución científica asomaron como eventos antes no experimentados, sin acomodo plausible en los escritos sagrados. El futuro se transformó en un tiempo distinto al pasado, cargado de incertidumbre. Y nos obligó a buscar nuevos sentidos para las vidas personales y colectivas, bajo la sombra de una temporalidad inmanente y de una historia que ahora se desarrollaba a través del tiempo.
Así parece que operamos en esta modernidad líquida de la que hablaba el sociólogo polaco Zymund Bauman. Una modernidad donde el cambio –de todo lo imaginable- es la sangre que corre por nuestras venas. Buscamos, sin embargo, certezas. Nos empeñamos en reconocer a expertos que den seguridad a nuestros futuros o nos enfrascamos en depositar nuestra confianza en políticos profesionales que hagan efectivos los criterios y enunciados de aquellos expertos. Y es que, de alguna forma, nos urge la necesidad de algo parecido a una escatología, de una suerte de teología que prediga el destino de la comunidad humana. Seguimos siendo, pese a todo, algo pre-modernos.
No convivimos bien con la incertidumbre, con la contingencia. Y en estos días de zozobra, lo estamos notando. Pocos habían previsto la llegada de lo que hemos convenido en denominar, casi como si tuviera una existencia objetiva, la “segunda oleada” del Covid-19. Tras el arribo de la (supuesta) nueva normalidad, nos tumbamos a mirarnos el ombligo acompañados de nuestros representantes políticos y de una gran parte de nuestros expertos, sin considerar la terrible experiencia sufrida por los exhaustos sanitarios. Se podría afirmar que no compartimos su experiencia insólita porque –entre otras cosas- nadie nos ha regalado con campañas públicas que ilustren aquel horror. La mayoría no hemos estado ante el rostro lúgubre de la enfermedad y la muerte. Al parecer, la parca solo se nos aparece cuando agarramos un paquete de cigarrillos “decorado” con impresiones de cuerpos devastados por la nicotina o por las innumerables sustancias cancerígenas que cada pitillo incorpora.
Aquella experiencia de tragedia fue socialmente edulcorada y de inmediato rehicimos nuestra normalidad a secas –nada hubo de nuevo a partir de junio-. A muchos de nosotros no nos tocó “el gordo” del virus. Nos volcamos en vivir la existencia reedificando el vínculo entre experiencias y expectativas, como si el Covid-19 no hubiera acontecido, como si el futuro volviera a ser prometedor. Y, de repente, ha aparecido una nueva experiencia del espanto, un giro de tuerca para la turbación, la evocación de nuestra propia finitud, el detonador del extrañamiento, el impulso para sacar los pies del tiesto. Los datos de contagio, de defunción, de demanda de camas UCI para enfermos del coronavirus han certificado la persistencia –inesperada para muchos- del Covid-19. Pero en esta ocasión generan descompostura. Ahora nuestras expectativas se quiebran porque además hemos experimentando el deterioro de nuestras instituciones. La lucha por las migas políticas se ha convertido en el centro de la acción de nuestros representantes –no de todos, también es verdad-. Las decisiones en favor de la vida de los demás han pasado a un segundo plano en el combate por el poder. Son pocos los que ahora confían en que las autoridades vayan a sacarnos del atolladero en el que estamos metidos, en parte por nuestra propia irresponsabilidad como hedonistas faltos de proyección pública.
Ahora bien, no son todos los afectados. Miro por la ventana de mi habitación y observo, ondulando por el viento de estos días, dos banderas con crespón negro, de esas que animaron las caceroladas del largo confinamiento. Son los restos de aquel desenfreno desatado por la derecha para derribar –como fuera- el gobierno de coalición cuya inoperancia, según los promotores del ruido a golpe seco, nos había conducido a tanta muerte y desolación. Pero aquellos restos ahora representan algo más: son huellas de una vieja certidumbre. Es el símbolo, envejecido pero actual, de una derecha que, pese a la experiencia novedosa de este nuevo rebrote del virus, no ha abandonado sus expectativas de abatir un gobierno al que no reconoce legitimidad alguna.  Para esta derecha de abollada cazuela y cuchara de palo, las experiencias y las expectativas siguen unidas, como si habitaran aquel mundo pre-moderno donde pasado y futuro se adosan con el pegamento de la historia sagrada. Para eso son católicos, apostólicos y (Dios no lo quiera) romanos.
Por el contrario, hay una patente ruptura de significados en aquellos aplausos que muchos ciudadanos dedicamos a nuestros sanitarios hasta el último día de confinamiento. No aplaudimos, me parece a mí, porque en esta segunda oleada nuestras expectativas también se han visto afectadas en este mar de incertidumbre donde incluso los sanitarios han pasado a un segundo plano, como si su ardua labor ya no fuera suficiente para salvarnos. La nueva oleada está siendo socialmente más devastadora para nuestra confianza en el futuro, como si se tratara de un sunami que hubiera arrastrado las expectativas que albergábamos. El escepticismo se incrementa si bien no en su forma creativa, en su lógica de apertura a preguntas que planteen maneras sugestivas de estar en el mundo, aunque sus propuestas sean precarias. El escepticismo que enraíza hoy en día es uno para el cual no caben propuestas utópicas; todo lo contrario. Abona una suerte de distopía que no termina de pasar, que arraiga la sensación de que ni siquiera la ansiada vacuna tiene ya sentido. Creímos ser los dueños de la verdad; eso nos mostró la modernidad con su confianza en el progreso, el método y el cientificismo. Pero ya no hay manera de reedificar los viejos centros de enunciación.
Nos hemos vuelto algo más modernos pues, si seguimos el planteamiento de Koselleck, las experiencias y las expectativas se han disociado un poco más. No obstante, también hemos cruzado el umbral de la propia modernidad dando pasos hacia una humanidad que no oculta su imperfección, su dependencia de lo finito. Ahora nos vemos sobresaltados por la congoja de que nuestros pies no pisan sobre suelo firme. Pero nos queda un pequeño consuelo: susurrarnos, por ahora en voz muy baja y en un tono pre-invernal, el imperativo carpe diem.
Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.
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Pero, ¿de qué pasta estamos hechos? Rebrotes, miedo y responsabilidad
Por Jesús Izquierdo Martín
Durante las últimas décadas del siglo precedente tuvo lugar un intenso debate, alojado principalmente en la ciencia política y en el mundo angloparlante, entre liberales, republicanos y comunitaristas sobre las posibles soluciones a la crisis de los bienes públicos y, más concretamente, sobre la persistencia de los valores cívicos en las democracias liberales. La discusión se centró en el recurso social que podía evitar la omnipresencia del “free-rider”, esto es, del gorrón que aprovecha los bienes colectivos sin aportar nada en su producción y mantenimiento, un comportamiento que ahonda las dificultades para conservar el Estado de bienestar actual. Si los liberales defendían la posibilidad de modificar la conducta depredadora del individuo egoísta a partir de la aplicación de normas –incentivos selectivos positivos y negativos-, los republicanos y comunitaristas defendían la existencia de una comunidad finalista o una comunidad constitutiva, respectivamente, que podía generar, con las condiciones precisas, subjetividades inherentemente comprometidas con lo colectivo.
Años de hegemonía del pensamiento y prácticas neoliberales, sin embargo, parecen haber relegado el debate, afianzando una noción de sociedad que se piensa como agregado de individuos interesados, para la cual el éxito o el fracaso personal dependen de las decisiones de cada uno, nunca de sus condiciones socio-históricas. El rico es un individuo exitoso; el pobre un individuo fracasado. Pero aclaremos: no es que detrás de esta concepción neoliberal no haya comunidad, como sostiene la propia teoría liberal. Está presente. Lo que ocurre es que dicha comunidad conforma sujetos sin que estos la reconozcan y, a su vez, esta misma comunidad genera comportamientos poco solidarios con lo colectivo.  A fin de cuentas, ir-por-libre es un valor que recibe reconocimiento dentro de un determinado grupo. Que se lo digan a Margaret Thatcher o a Donald Reagan. O si quieren material más específico a Friedrich von Hayek o Milton Friedman, entre otros muchos.
El pensamiento neoliberal se ha naturalizado en los últimos años hasta el punto de adquirir la pátina del sentido común: somos -nos creemos ser- individuos que se adicionan voluntariamente para formar sociedades. Sumarnos solo depende de nuestros intereses y deseos. No hay fundamentos macros, solo micro conductas, diría mi colega y amigo Leopoldo Moscoso. Nada de lenguajes comunes verbales o prácticos. Y España no escapa a esta noción “sumatoria” de lo social. Un ejemplo: nuestro comportamiento con respecto al Covid-19 y los rebrotes de estos últimos meses se puede vincular al ideal individualista, pese a que no dejemos de apelar a una comunidad nacional o a una feligresía católica. En realidad, nos conducimos como si estuviéramos en una enorme comunidad de vecinos; ahora bien, somos vecinos, pero tenemos poco sentido de comunidad. Si no nos afecta un determinado asunto, pues que se fastidie el perjudicado. Es su problema. No hay demasiado sentido de responsabilidad colectiva por aquello que le ocurra a los demás.
Es una conducta que paradójicamente nos hermana y nos relaciona con el resto de lo humano tal y como lo concebimos en nuestros tiempos. En cierto sentido, esta jauría depredadora en la que nos hemos convertido procede de la moderna construcción de las clases medias, iniciada durante el desarrollismo franquista, cuando se abrió la posibilidad de reconocernos como consumistas de segunda vivienda y automóviles, mientras los españoles se apasionaban con aquellas suecas seductoras que dejaban ver sus anheladas carnes en playas multitudinarias. Los ochenta y noventa alimentaron el regusto por esa ciudadanía que pensaba más en El Corte Inglés y Galerías Preciados que en los movimientos sociales, progresivamente sofocados bajo la húmeda mancha del consumo y el disfrute. Y finalmente el siglo XXI certificó la creencia de que tener era mucho más relevante que ser; que a los españoles les unía no solo la tortilla de patata y el gazpacho, sino también la idea europeísta de una ciudadanía centrada en comprar y vender.
Lamentablemente somos más esto que otra cosa. Y disfrutamos con ello porque, para nosotros, como para otros ciudadanos modernos, el consumo individual es el orgasmo del ego. El acto de consumir sublima nuestro individualismo mientras dura la “elección” de la compraventa para luego decaer en espera de otra oportunidad de volver a elegir y saciar nuestra obsesiva necesidad de objetos y servicios. Nos encanta ese bullicio de mercancías que, a menudo, despreciamos segundos después de haberlas adquirido. Es más, a ese contento espasmódico hay que sumar la formidable ventaja de que este no exige responsabilidad alguna. Es una irresponsabilidad que se extiende también en nuestra relación con los conciudadanos. La hemos transformado en parte de nuestra convivencia cotidiana, salvo unos pocos altruistas en retirada. Por ello la acción frente al Covid-19 está marcada más por el miedo a la autoridad y a la norma (y al virus) que por la responsabilidad cívica hacia el otro. La acción solidaria es secundaria. Los rebrotes pueden tener muchas explicaciones, pero una de ellas es la forma de coexistir con –no en- lo colectivo. Hay numerosos amplificadores de esta conducta. Y no son solo jóvenes haciendo botellón, en fiestas o en conciertos.
Y así hemos llegado hasta aquí. Un colectivo atrapado en el mito antropológico liberal que no logra ser desafiado por nuestras tradiciones comunitarias, ni siquiera la católica, tan vengativa ella, tan cercana al poder por muy cruel que este sea, en este país donde uno puede asistir a una ceremonia eclesiástica de prédicas compasivas para luego descerrajar los insultos –y las acciones- más infames contra el ausente. Un individualismo de batalla que también se resiste al trasfondo colectivo de la vieja noción de vecindad, tan arraigada en el mundo pre-moderno y para la cual ser vecino era algo más que un mero registro administrativo. Y del mismo modo, esta lógica individualista ha deglutido la idea colectivista de la crítica socialista al capitalismo. Tómese, por ejemplo, el espíritu y la práctica anarquistas, tanto en su vertiente andaluza como catalana, que algunos –sabemos quiénes- solo equiparan con el desorden sin atender al hecho de que también producían subjetividades solidarias y responsables con lo común. Violentos, sí, pero con una violencia que tiene explicación –e incluso justificación- si se considera la espantosa desigualdad de clases en esa España donde burguesía, nobleza y clero miraban siempre hacia otro lado. Pongámonos en aquel pellejo, nosotros, ciudadanos que solo imaginamos una vía legítima para solucionar problemas, el diálogo, mientras nuestras vidas familiares y públicas están repletas de una violencia no tan sibilina y nuestra convivencia se construye mayoritariamente con material de discriminación.
Aquella pasta anarquista fue arrasada, primero por los comunistas y su reacción anti-revolucionaria durante la guerra de 1936; y luego por ese franquismo genocida de memorias que dejó aquella ausencia ácrata sin prácticamente presencia, hasta tal punto de dificultar en extremo la refundación de la CNT durante la transición a la democracia. Y haciendo sombra a los viejos movimientos sociales, incluso a los surgidos a partir de la gran estafa de 2008, ha ido enraizándose ese ánimo tan nuestro de ir por libre y, si se da el caso, ahora que vienen duras, protegernos con eso que algunos denominan bozales –mascarillas- ya no solo del virus sino también del Estado normativo. No sé si tengo algo de razón. Quizá uno ya esté embobado tras escuchar noticias que insisten en la acusación de que los rebrotes son responsabilidad del gobierno central y/o de los gobiernos autonómicos. Es cierto, la tienen y no se puede negar. Y encima, como comprobamos en la Comunidad de Madrid, nos confunden. Pero de esta catástrofe, segunda parte, no pueden escaquearse los ciudadanos, aquellos pésimos ciudadanos que no son pocos. Esos que se llenan la boca de referentes nacionales y protegen la vida de los suyos, solo la de los suyos, sin atender al resto de quienes, supuestamente, formamos parte también de aquellos referentes. Hacia los demás, es el miedo a la autoridad lo que les conduce; como antaño. Responsabilidades, las menos.
La solidaridad no parece pues la pasta de la que estamos hechos. Es otro el material que nos une y con una argamasa que se volatiliza en cuanto se tocan nuestros intereses o emociones. Somos moldeables porque la publicidad del mercado nos hace así. Y el pegamento que une nuestras piezas es en realidad una normatividad que viene aplicada desde nuestro afuera constitutivo. Leyes, decretos, administración…; en fin, Estado y amenaza o coacción para que hagamos o dejemos de practicar alguna de las actividades que pueden transformar los brotes de hoy en un renovado confinamiento. Lo más sorprendente –según mi argumento- es que los manifestantes que se “agregaron” en agosto en la Plaza de Colón y que denunciaron la supuesta farsa del Covid-19, exaltando su libertad individual por encima de cualquier compromiso colectivo, son los más congruentes con la identidad catastrófica que nos aglutina –y asola-. No ocultan en sí mismos lo que otros solo señalan en los demás. Así funcionamos en esta gran no-comunidad de vecinos, según la veleta de nuestros beneficios siempre que podamos eludir el castigo de la autoridad. Nos-otros, extrañamente, sin el otro. Sin responsabilidad. Yo mismo.
Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.
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Los territorios rurales y la crisis sanitaria en España
Por Andrés Pedreño y Miguel Á. Sánchez*
La crisis vírica ha puesto de manifiesto un buen número de contradicciones relativas a los territorios de la ruralidad española. En esta columna nos referiremos a dos tipos-ideales de ruralidad, los cuales a su vez representan los dos extremos de la polarización fragmentada que caracteriza al mundo rural español.
Por un lado, la ruralidad del interior y de la montaña, la cual sufre desde los años 60 un importante declive demográfico y la ausencia de dinámicas de desarrollo que la doten de soporte material, pero que, paradójicamente, se ha visto revalorizada socio-ecológicamente en la actual crisis sanitaria por dos motivos. El primero, la baja densidad demográfica característica de este territorio, que ha imposibilitado la circulación del virus y ha actuado de colchón protector de las regiones más pobladas. El segundo, y en relación con lo anterior, es que la población española a la hora de optar por definir sus destinos vacacionales en el actual contexto restrictivo dada la amenaza vírica está privilegiando estos territorios rurales por sus características de baja densidad poblacional y alto valor ecológico, paisajístico y de calidad de vida. Es decir, la ruralidad más abandonada por las políticas públicas, la más desatendida en cuanto a servicios e infraestructuras, sin embargo, en la actual crisis sanitaria se revela como un territorio esencial y estratégico.
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Imagen 1. Fuentecantos (Soria). Fuente: RTVE.
Una parte de esta ruralidad forma parte de lo que en los últimos años se ha definido como “España vacía” o, más recientemente, “España vaciada”. Ambas son fórmulas válidas para alertar sobre el abandono de estos territorios rurales, pero que sin embargo no da cuenta de varios procesos importantes: es una ruralidad que siempre tuvo una baja densidad demográfica y de ahí su valor ecológico; es una ruralidad dominada por los grandes centros metropolitanos donde se concentra la actividad económica, la cual ha extraído precisamente de esa ruralidad la fuerza de trabajo requerida para sus procesos de acumulación; y finalmente, es una ruralidad que dese hace unas décadas experimenta una cierta revitalización demográfica por el asentamiento de familias de origen inmigrante extranjero. De tal forma que los problemas de fondo de esta ruralidad tienen que ver con la desigualdad social y territorial que caracteriza a la geografía española. Quizás con la actual crisis sanitaria ha llegado el momento de reconocer el valor de calidad que estos territorios tienen y su función estratégica para la ecología-vida, de tal forma que se sustituya la lógica depredadora de sus recursos por una política de reconocimiento y dotación de servicios y derechos a esta población rural.
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Imagen 2. Protestas en Madrid de la Plataforma España Vaciada en marzo de 2019. Fuente: El Mundo.
En el otro extremo de la polarización fragmentada de la ruralidad española, están los territorios de la agricultura intensiva de exportación, fundamentalmente localizada en la vertiente mediterráneo-atlántico. Son territorios insertos de forma periférica dentro de las cadenas globales agrícolas y que concentran mucha mano de obra inmigrante extranjera para las tareas de recolección de las cosechas. Estos trabajadores fueron considerados “esenciales” durante el estado de alarma sanitaria por la pandemia de la COVID-19, lo cual posibilitó una visibilización de la precariedad y desafiliación de estos trabajadores. Al tiempo, se puso de relieve una problemática de salud pública ya que las condiciones precarias y de desafiliación que experimentan como trabajadores y trabajadoras del campo –especialmente las que tienen que ver con el transporte colectivo a los lugares de trabajo y el alojamiento en infraviviendas o asentamientos masificados– les imposibilitan estructural y subjetivamente el cuidado de sí mismos, lo que les ha empujado a protagonizar numerosos brotes víricos por toda la geografía estatal una vez finalizado el periodo de confinamiento. Según el Ministerio de Sanidad, a fecha de 23 de julio del presente, “el segundo grupo de brotes más frecuente son aquellos que ocurren en el ámbito laboral (alrededor del 27% del total), entre ellos, los brotes relacionados con trabajadores del sector hortofrutícola en situaciones de vulnerabilidad social son los más frecuentes, con al menos 27 brotes identificados y más de 410 casos”.
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Imagen 3.  Trabajadores agrícolas migrantes en Lleida (Cataluña). Fuente: El País.
Esto ha puesto de relieve un problema de reconocimiento y una lógica de desprecio. De tal forma que “la nueva normalidad” se está viendo salpicada de un buen número de “luchas por el reconocimiento” protagonizadas por los asalariados inmigrantes con reivindicaciones que abarcan desde el reconocimiento de sus derechos laborales (subida del SMI y otros), habitacionales (alojamientos dignos) hasta el reconocimiento de la residencia legal en el país mediante un proceso de regularización extraordinaria. Su visibilización como trabajadores “esenciales”, y el contraste con su existencia desafiliada y precaria, les ha posibilitado un proceso de acumulación de capital simbólico con el que desarrollar estas luchas por el reconocimiento. Una lucha por el reconocimiento que interpela por igual al empresariado agrícola y las distintas administraciones públicas locales, regionales y estatales implicadas.
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Imagen 4.  Cartel de la convocatoria de la manifestación de la Asociación de Trabajadores Inmigrantes Marroquíes (ATIM). Fuente: ATIM.
Esta problemática que la crisis sanitaria ha hecho emerger amargamente, permite preguntarnos sobre la caracterización sociológica de esos márgenes de las cadenas globales agrícolas que conforman el trabajo desafiliado en las exitosas y competitivas regiones agroexportadoras de la vertiente mediterráneo-atlántico española. Son figuras sociales expulsadas del centro de la economía y sociedad agroexportadora, pero forman parte del funcionamiento normal de esas esferas. De tal forma que lo que se aprecia desde estos límites intersticiales de las cadenas globales agrícolas es un conjunto de elementos y rasgos específicos de una lógica organizativa de “empujar gente fuera” (Saskia Sassen) que está continuamente poblando sus márgenes de expulsados. No es solamente la decisión de un individuo, una empresa o un gobierno, por muy poderosos que puedan ser, lo que condiciona esas expulsiones, sino “un conjunto mayor de elementos, condiciones y dinámicas que se refuerzan mutuamente” y que Saskia Sassen propone denominar “formación predatoria”. Entendidas las cadenas globales agrícolas como una formación predatoria nos permite entender sus efectos no solamente en los asentamientos informales de Lepe y Almería o en las furgonetas de las ETTs que llevan jornaleros al campo, sino también captar cómo muchos de esos trabajadores inmigrante que hoy subsisten en los campos españoles vienen de una larga historia de expulsiones que hunde sus raíces en la misma historia de los países de los cuales un día emigraron. La expulsión es una sistematicidad constitutiva de la nueva economía global agroalimentaria.
En definitiva, la crisis sanitaria de la COVID-19 ha hecho emerger la contradictoria realidad de la ruralidad española, cada vez más polarizada y fragmentada. Sin embargo, la sociedad hoy tiene más razones que antes de esa crisis para cambiar de rumbo y solucionar las desigualdades rurales que se han puesto de manifiesto.
*Artículo publicado originalmente en la web del Observatorio CITé (Chile): https://www.observatoriocite.cl/2020/08/05/territorios-rurales-y-la-crisis-sanitaria-en-espana/
Andrés Pedreño es Profesor Titular de sociología en la Universidad de Murcia y Miguel Á. Sánchez es investigador predoctoral en sociología en la misma universidad.
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Conversatorio virtual: Desigualdades, protesta social y crisis de ruralidad
https://www.clacso.org/actividad/conversatorio-virtual-desigualdades-protesta-social-y-crisis-en-la-ruralidad/
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El regreso de Fu Manchú: chinos y racismo en la España del Covid-19
Por Jesús Izquierdo Martín
Hay secuelas de esta desoladora pandemia que parecen pasar desapercibidas, como si no existieran en nuestro imaginario colectivo, como si no formaran parte de nuestra cultura política. Sin embargo, están ahí, dando sentido a una gran parte de las vidas que llenan este país tan familiar como extraño. Algunas merecen nuestro respeto porque retroalimentan vínculos de solidaridad, reciprocidades que parecen imposibles en las modernas sociedades liberales. Otras, sin embargo, resultan, cuando menos, condenables. Y uno de estos corolarios ha sido la reactivación del racismo; un racismo que se despliega sobre grupos humanos con los que creamos distancias porque la crisis nos ha unido, pero, paradójicamente, con el pegamento que emplea como materia prima la exclusión del otro, el distinto, el diferente: “moros”, “gitanos”, “sudacas”, “negros” y, en este inmediato presente, “chinos”.
De los primeros nunca hemos sabido modificar una actitud que está profundamente arraigada desde que acuñamos la idea de “reconquista”, una idea que solo pretendía legitimar la vinculación entre la vieja dinastía visigoda y la nueva monarquía conquistadora. El franquismo fue incluso más allá al aplicar el estigma del “otro moro” incluso a los muertos rifeños que le dieron los primeros éxitos tras el fracaso del golpe de Estado de 1936. Véase el documental del director marroquí Driss Deiback, Los perdedores (2006). Sus imágenes remiten, entre otras cosas, a la incapacidad de la dictadura para enterrar a aquellos muertos rifeños conservando sus pautas culturales. Quedaron así, como pruebas mortuorias de vidas despreciadas, esos cementerios desparramados por la península, restos mal inhumados de otros vencidos en la guerra que, se supone, habían triunfado junto a sus colonizadores nacional-católicos.
De los gitanos, mejor ni hablar. Pueden seguir levantando asociaciones que combatan las contraposiciones estereotípicas que de ellos hemos edificado. Ahora bien, la sombra del árbol de la intolerancia no las deja crecer. Un gitano ha sido, es y será un segundón, pese al flamenco y Camarón. Apelar al nicaragüense Eleazar Blandón, el temporero devastado este verano por un golpe de calor en los campos murcianos y abandonado por sus patronos hasta la muerte en un centro de salud, no es más que volver a dar cuenta de nuestra tenacidad por construir un otro pseudo-humano más cercano al mundo de las cosas inmundas que al universo de los ciudadanos respetados. Pero, descuiden, no nos veremos afectados. Moneda de bajo valor en el mercado de la España grande y libre. Y de los hombres y mujeres de “color”, lo más suave es señalar que continúan siendo una de esas pieles en las que reflejamos nuestra distinción, como alteridad negativa que deslinda la frontera entre el nosotros y la geografía imaginada más allá del Estrecho de Gibraltar -o del Sahara, si se me apura-; un espacio conjeturado como hábitat natural de arcanas tribus que solo sangran pobreza y muerte, donde son inimaginables estructuras políticas complejas como los antiguos imperios de Mali, Kanem, Gran Zimbabue o el Imperio de Ghana. O los reinos de Aksum y del Congo. A nosotros solo nos corresponde pensar que los incontestables restos arqueológicos de aquellos entramados políticos tienen que ser europeos, porque Europa siempre fue, es y será referente del progreso. Morimos como ellos, pero sus muertes no tienen comparación con nuestra vida, la vida del verdadero español, la de los Abascales, los Casados y la de esta clase media que hace de carne de cañón de los distraídos ricos, quienes seguramente ni se asomaron a los balcones ni aporrearon cacerolas. Estaban más bien dedicados a curiosear el mundo desde ningún lugar, sin temer que algún “despreciable” ocupara su espacio de privilegio. Los “otros” sencillamente no han contado, cuentan o contarán. Nunca lo han hecho, no lo hacen ni lo harán.
Pero en esta crisis sanitaria el rostro de la negatividad ha sido ocupado por esa construcción subjetiva a la que nos remitimos con desdén como “el chino”. La investigadora en la Universidad Autónoma de Madrid, Núria Canalda Moreno, ha estudiado bien este fenómeno, esta evidencia que ha demostrado la necesidad española –y occidental, que se lo digan a Donald Trump- de hallar un culpable para una pandemia en la que desde el principio perdimos el control. Nos da igual que detrás de ese “rostro de ojos rasgados” se esconda un singapurense, un tailandés o un coreano; tampoco nos importa que su origen sea transnacional, que proceda de territorios de Asia pero que por nacimiento y crianza sean españoles, de segunda, tercera o cuarta generación. Ellos mismos han acuñado un concepto, “chiñol”, para identificar su identidad en España. Pero aquí, entre nosotros, son simplemente chinos, el rostro de la enfermedad. No escuchamos su acento andaluz, extremeño o gallego, una entonación procedente de vidas compartidas como conciudadanos; no apreciamos que puedan ser señeros en la cultura y la economía de este país. Son solo eso: chinos. No asumimos que hayan gestado un movimiento de contestación al racismo inculpatorio, enarbolando la campaña #NoSoyUnVirus, o que fueran los primeros en cerrar sus tiendas en una lógica de responsabilidad que fue de inmediato calificada como una asunción de culpabilidad. O que en nuestras universidades reclamaran a las autoridades una y otra vez el uso de mascarillas, mientras profesores y estudiantes los mirábamos con una mezcla de sorna e incredibilidad. Repito: simplemente son chinos y, ya lo sabemos, el virus no solo tiene rasgos raciales, también tiene nacionalidad.
Esta doble identificación del virus –racial y nacional- se ha incrustado bien en la identidad de los españoles. No estamos, en esto, al margen de otros lugares donde este proceso ha calado con intensidad. No se trata de citar países. Pero nosotros hemos sublimado esa identidad negativa en un momento de pandemia en el que necesitábamos rehacer nuestra condición colectiva. Aquí el estereotipo ha funcionado con mayor intensidad quizá porque carecemos de tradición en la convivencia con lo asiático. Y además ya no teníamos suficiente con los arquetipos catalán y vasco para levantar nuestra españolidad. Para poner rostro al virus no alcanzaba ni un Valentí Almirall ni un Sabino Arana, aunque seguro que alguno de los abanderados y “cacerolones” esté sintiendo la tentación de hacerlo durante el rebrotar del virus. Era más fácil no bajarse del carro de la ignorancia e identificar el rostro del virus en ese ya sospechoso “asiático” que no se deja ver, a escondidas en su “tienda de chinos”, entre baratijas y pantallas de vídeo cuarteadas en programas de televisión y cámaras de vigilancia. Ponerle rostro nacional a un virus no es difícil cuando se conoce el lugar de procedencia. Tampoco es complicarlo racializarlo: solo requiere reducir a una única etnia las 56 existentes en China y luego extender ese único grupo humano a todo aquel sujeto que proceda del Extremo Oriente. El acto de estereotipación es sencillo y logramos poner cara a un ser no vivo. Ni más ni menos.
Más complejo resulta buscar en una comunidad nacional –la china- intenciones para contaminar a los demás, al menos para quien esto firma. Pero una vez dibujado el rostro, adjudicamos propósitos y, por lo tanto, responsabilidad. Y así nos exculpamos al tiempo que nos incluimos en un colectivo sufriente y victimizado. No somos responsables de la ineficiencia de la gestión de la crisis del Covid-19. Solo hay uno y tiene un rostro bien perfilado. Simplemente es la faz de un chino. Lo chino abarca así toda la barbarie o, planteado en otros términos, todo lo azaroso que los modernos europeos creímos haber controlado dentro de nuestras fronteras. Porque el concepto de barbarie siempre ha ido de la mano de las ideas de albur y de horda. Chinos, chinos y más chinos.
Pese a lo que diga la teoría liberal, las identidades no se constituyen voluntariamente; más bien son resultado de procesos supra-intencionales o sub-intencionales de reconocimiento grupal. Es más; necesitamos identidad para operar intencionalmente y siempre vienen asentidas por los demás. La identidad grupal requiere además de una alteridad, la constitución del otro en el que reflejar lo que creemos no ser; y lo peor es que generalmente también necesita de la construcción de una subalternidad: un otro distinto pero situado debajo de nuestra humanidad. El sociólogo Alessandro Pizzorno o la filósofa Gayatri Spivak, entre otros, han venido reflexionando sobre este asunto desde hace décadas. Son resultados socio-históricos. Pero, como otras edificaciones del tiempo, las naturalizamos, instituyéndolas como verdades trascendentes. Este es el origen de la asignación de un rostro chino para un virus sin vida, sin nación, sin raza que, sin embargo, da sentido a las vidas de estos españoles temerosos que buscan en los confines del mundo la cara de la enfermedad. Parece, como me recordaba mi amigo y escritor Alfons Cervera, el retorno de aquel personaje maligno que aparecía en los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín (1941-1976); ese Fu Manchú asiático y conspirador que tanto exotismo y orientalismo desplegaron en la España franquista. Aquel número 1083, editado en 1973, El regreso de Fu Manchú, parece así renacido, como un espectro que pone viejo rostro a una nueva maldad: el asiático Covid-19. Y nos exculpa.
Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.
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Nace la revista Sociología del Deporte
La revista inicia su actividad recogiendo en su primer número nueve contribuciones inéditas de sociología del deporte que analizan de forma coyuntural el fenómeno deportivo en el contexto de la crisis epidemiológica mundial provocada por la COVID-19. En el citado contexto, el equipo editorial no podía quedar ajeno a la necesidad de analizar y dar respuesta a las principales vicisitudes y preocupaciones que dibujan el actual escenario del deporte, haciendo una llamada y, a su vez, invitando directamente a miembros de su equipo editorial nacional e internacional, para animar el debate sobre el deporte en el escenario en el que nos encontramos.
Número actual:
Vol. 1 Núm. 1 (2020): Número Especial sobre Deporte y COVID-19
https://www.upo.es/revistas/index.php/sociologiadeldeporte/index
Twitter:
https://twitter.com/Sociologia_Dep
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Volver a casa, pero sin hogar
Por Jesús Izquierdo Martín
Hace tres años, el escritor Alejandro López Andrada se hacía una pregunta que quizá hoy resulte todavía más pertinente: ¿No seremos más pobres en el plano cultural, y menos humanos, cuando a nuestro alrededor no existan ya, por desgracia, estas personas con el corazón curtido por la lluvia y el silbo feliz del aire en las charnecas? La cuestión incordia, porque mientras el autor se refiere un tiempo -un pasado rural muerto en el hoy-, lo habitual en estos días de pandemia es más bien apuntar a un espacio hacia el que huir, un territorio en el que encontrar el aislamiento que las ciudades ya no garantizan. Vidas atemorizadas por un virus encorsetado en mascarillas que nos compele a desplazarnos a lugares extraños: lo rural, nuevamente, como referente de pureza incontaminada. El viejo mito de la ciudad. Detrás del mito, sin embargo, un desastre social y cultural que ha sido denunciado en una literatura magistral que abarca un amplio espectro generacional, desde Andrés Berlanga (La gaznápira, 1984) a Alejandro López Andrada (El viento derruido, 2017), pasando por Julio Llamazares (La lluvia amarilla, 1988), Emilio Gancedo (Palabras mayores, 2015), Sergio del Molino (La España Vacía, 2016), Marc Badal (Vidas a la intemperie, 2017), Virginia Mendoza (Quién te cerrará los ojos, 2017) o Rafael Navarro de Castro (La tierra desnuda, 2017).
Estos textos se aproximan desde distintos frentes al Gran Trauma que ha producido el abandono de los espacios rurales en España, alentando una suerte de ensoñación de las experiencias comunitarias del antaño. Se acercan desde el testimonio ajeno o personal a esa desconocida Laponia occidental, exponiendo la abusiva y creciente desertización de sus recursos sociales y demográficos. Y lo hacen no solo para denunciar los déficit institucionales existentes en una democracia donde los intereses rurales han ido enmudeciendo, sino también para hacer presente un pasado de experiencias colectivas y vecinales; formas culturales de estar en el mundo que pueden servir para remover nuestras maneras de confrontar la ciudadanía, cada vez más ensimismada en el consumo irresponsable y en la mirada individualista de un capitalismo obsesionado por la idea de progreso tecnológico que no mira –ni ve- los desajustes sociales y medioambientales que nos asolan.
Hay, además, dos veredas más que transitar en estas narrativas. La primera tiene que ver con la capacidad de la literatura para yuxtaponerse, en sus relatos sobre el pasado, a la propia historiografía. La literatura desafía a la disciplina histórica porque le obliga a pensar en la tradición literaria que la historia siempre tuvo pero que abandonó en favor de un cientificismo encaprichado con los datos y su renuencia a la narración por considerarla un foco de contaminación subjetivista que anima el sesgo y la maleabilidad. Paradójicamente, sin embargo, la narración forma parte del relato histórico. Ni el más ingenuo de los historiadores deja de estar atrapado en formas lingüísticas que proceden de sus tradiciones culturales y socio-históricas. Y es que el historiador no está subido en una atalaya desde la cual divisar el pasado “desde ninguna parte”. Su mirada delata su presente, aunque no pueda vaciarla de pasado.
La segunda vereda nos sitúa ante la existencia misma de esa casa a la que pretendemos retornar o regresar, como si nos estuviera esperando para abrazar y reducir la ansiedad que traemos clavada en cuerpos y almas. Es la nostálgica ilusión del confortable hogar perdido. Y se ancla en una mitología o si se prefiere en la melancolía del urbanita que, de repente, cuestiona su presente porque este ya no merece el enorme sacrificio con el que liquidamos la cultura precedente, la rural incluida. Una cultura que, como toda la cultura popular occidental, fue liquidada por esa modernidad que no cejó en su empeño por combatir todo lo que no fuera progreso técnico, ya en los límites de la vieja Europa, ya en los territorios colonizados donde legitimó su depredación.
El universo rural español fue principalmente horadado por el desarrollismo modernizador del segundo franquismo, ese régimen que enarboló como bandera justificadora una reforma agraria técnica sustentada en la “revolución verde” pero perpetrada bajo una dictadura en la cual no había espacio para la negociación con los afectados. Mi padre trabajó en ello durante años, pensando siempre que aquella reforma era lo que España necesitaba, con su colonización, con su concentración parcelaria o con una homogeneización agraria que devastó cultivos y culturas autóctonas. Una reforma sobre la que luego se fondeó la agricultura subvencionada de la PAC y que hoy nos nutre a todos como alimenta a nuestras cabezas de ganado. Todos comemos. Eso sí, lo mismo y sin lo mismo: sabor. De ecologismo, que hable el Mar Menor.
Aquello fue una verdadera acometida cultural realizada con todos los medios al alcance del régimen; pero sobre todo fue un embate cultural aplicado con palabras, con los conceptos con los que cobra sentido lo real.  Porque la realidad no se autodenomina; más bien se nombra a través de palabras cambiantes que dan significado a nuestros actos. Y existen muchas palabras relacionadas con aquella embestida. Ahora bien, hay un cambio conceptual que siempre llamó mi atención –y la de mi padre-: la sustitución del apelativo campesino por la categoría agricultor. El primero fue un concepto que, como otros, dio sentido a quien habitaba y trabajaba en el campo; lo empleó el franquismo nacional-católico como sinónimo de “hombre prístino”. Campesinos hubo y muchos en la agricultura tradicional hasta que llegó el gran cambio; y entonces aparecieron los agricultores, los empresarios modernizadores. Y en su hegemonía convirtieron a los demás pobladores del agro en carne de éxodo rural y, junto a los ciudadanos, los estigmatizaron como paletos. No busquen campesinos en el campo actual; sencillamente nos los encontrarán.
Es cierto, hay urbanitas de hambre neo-bucólica que los rastrean e incluso dicen encontrarlos. Sin embargo, los habitantes del campo no se reconocen en semejante concepto: se des-identificaron con él, algunos para convertirse en empresarios; los más para emigrar a las ciudades donde organizaron sus vidas, al principio, desde las barriadas que finalmente fueron digeridas en las entrañas urbanas. Es la nostalgia y el miedo los que alimentan hoy esa necesidad de recobrar el mundo devastado. Ahora más. La crisis sanitaria y su precaria salida han idealizado el espacio rural como un universo aséptico al que precipitarse. Ahora bien, sin valorar apenas la cultura que allí habitó. Nos alimentamos del mito de un territorio bucólico sin rastros de sufrimiento; el campo español no padeció; tampoco sus mujeres, hombres o niños. Para algunos urbanitas ha sido su destino durante el confinamiento; para otros lo está siendo ahora. Pero nada queda de aquella geografía imaginaria que lo separaba de la ciudad y encerraba culturas distintas. Lo subsumimos en nuestras fronteras urbanas, dejando sin sentido sus palabras, sus signos, sus símbolos. Volver a los pueblos no es regresar al viejo hogar. No nos engañemos: es demasiado tarde para reencontrarnos con aquellos campesinos.
Nos queda, con todo, el reconocimiento, no solo del dolor por la tragedia padecida durante esta pandemia, con sus nuevas víctimas y con algunos victimarios que ya darán cuenta de su cínica actitud. Pero nos resta, además, advertir el sufrimiento soportado en aquellos lugares a los que vamos a refugiar nuestro temor urbano. Aquellos pueblos donde habitan los espectros de campesinos, jornaleros, yunteros, hortelanos y un largo etcétera, en los que no pensamos porque no caben en la memoria encandilada. No son dignos de entrar en la retahíla de nuestros orígenes, como tampoco atendemos a nuestras raíces de emigrantes, a nuestras tradiciones de obreros asamblearios, de luchadores del movimiento vecinal y otro largo etcétera. En la ciudad muy pocos saben; en el campo pocos recuerdan. Y es que la memoria y la historia también son eso: un pasado conocido y recordado que nos señala, aunque sea desde el mito, no solo de dónde venimos, sino también lo que ya no somos. Volvemos a casa angustiados, escapando; y retornamos allí porque de algún modo somos herederos de aquel mundo ya perdido. En todo caso, hemos extraviado el hogar en el que anidaban palabras ahora extrañas. Y es que, parafraseando a Ramón J. Sender, España ha escrito el último movimiento del viejo réquiem por el campesino español.
Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.
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Desiertos de comida en Chile. Las Zonas Rojas que mantienen obesos a los pobres en plena pandemia
Por Gricel Labbé y Pedro Palma 
Chile potencia agroalimentaria y desiertos de comidas
El auge económico experimentado por Chile durante el siglo XX tiene sus orígenes en la exportación del cobre, pero también en la producción de alimentos, industria que reportó más ingresos que el primero. Son más de 190 países que reciben exportaciones alimentarias desde Chile (Ifan, 2017)[1].
Pero la bonanza económica, así como los alimentos premium no llegan a todos, las desigualdades son abismantes y una de las variables que refleja esta desigualdad tiene que ver con el índice de obesidad, el cuál es más alto en la población de menos recursos.
Las diferencias se reflejan a nivel país con una diferencia de hasta un 21,2% entre las comunidades de bajos y altos ingresos; los pobres en Chile son más obsesos y propensos a enfermedades que otros grupos sociales.
La explicación a esta situación puede estar dada por el alto costo de vida, ya que impide acceder a alimentos de mejor calidad nutricional o más sanos. Es importante destacar que el 70% de los trabajadores en Chile gana menos de 550.000 pesos chilenos (el equivalente a 690 dólares norteamericanos) (Durán and Kremerman, 2015)[2].
Esta realidad, en la que se contrastan altos costos de vida y bajos sueldos fue una de las chispas que encendió el Estallido Social del 18 de octubre de 2019. La revuelta social explotó a 30 años desde la implementación del modelo neoliberal más brutal que ha existido en la Región.
El modelo neoliberal generó, entre otros, el actual escenario de segregación y desigualdad de las ciudades chilenas. Esta afirmación se basa en tres argumentos: 1) expulsó a los pobres de la ciudad hacia la periferia, 2) consolidó 2 millones de viviendas de bajísimos estándares (36 m2-55 m2) en lugares sin equipamientos ni servicios, y, 3) a través del mercado, entregó a los residentes de estos territorios, prestaciones sociales de mala calidad y cobertura, exacerbando problemas sociales así como enfermedades psicosociales, cardiovasculares, diabetes, obesidad, etc.
La pandemia del hambre en zonas rojas
En Chile el acceso a los alimentos esta dado principalmente por cadenas de supermercados, mercadillos y tiendas de abarrotes. Sin embargo, en las periferias no existen supermercados, restaurantes, deliverys, tiendas, ni empresas privadas en general. La negativa de instalarse o prestar servicios a un área por parte de empresas públicas o privadas, aludiendo a la peligrosidad del área, tacha a un territorio como ‘Zona Roja’ (Labbé, 2018)[3].
Un tipo particular de exclusión y expresión de las Zonas Rojas corresponde a los ‘Desiertos de comida’, concepto que surge en el Reino Unido (Beaumont et al., 1995)[4] y se expandió hacia países anglosajones. Este concepto hace alusión a vastos territorios que carecen de establecimientos de alimentación como supermercados, o que presentan una oferta poco saludable para la población.
Según estudios enmarcados en la geografía de la salud, existe una relación entre la oferta alimentaría a la cual accede la población de estas zonas desfavorecidas y las enfermedades producidas por el consumo de comida no saludable, ya que generalmente en estos sectores existe una amplia oferta catalogada como “informal” de productos no saludables como los denominados coloquialmente “carritos de comida chatarra”[5].
Si bien en estos sectores surgen de forma generalizada los llamados “mercadillos” -puestos itinerantes de comercio que venden hortalizas, abarrotes, etc., a granel- estos no están presentes todos los días en los barrios, ni tampoco a todas las horas, además de presentar una menor cantidad y variedad de productos.
Por otro lado, las tiendas de abarrotes (pequeños locales comerciales) que están en los barrios realizan ventas de forma minorista y muy particionada (ejemplo: una taza de azúcar) por ende venden los productos a precios más elevados, debido a la cadena de intermediarios existentes que permiten el abastecimiento de estos locales. Por tanto, no es extraño que los residentes de las ‘Zonas Rojas’ elijan productos más altos en calorías como carbohidratos, ya que duran más, rinden más, son más económicos y son más accesibles.
Respecto a los precios de los alimentos, aquellos productos que tienen mayor aporte nutricional son más elevados, y son posibles de encontrar en las grandes tiendas ubicados en los sectores de mayor opulencia de la ciudad (alejados de los barrios marginales).
Una investigación realizada por el Ministerio de Salud de Chile estableció que un 27,1% de los chilenos —aquellos que pertenecen a los dos segmentos socioeconómicos más bajos— no tienen los ingresos suficientes para costear una alimentación saludable (Verdugo, 2019)[6].
Tanto el abastecimiento como las fuentes laborales se han visto comprometidas con la pandemia por COVID-19, considerando que 2,5 millones de personas trabajan informalmente. Por tanto, tras 4 meses de medidas que restringen la movilidad, han comenzado las protestas sociales que claman por el “hambre”, “solidaridad”, “humanidad” (Figura 1).
Figura 1. Hambre en la Plaza de la Dignidad[7].
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Fuente: colectivo artístico Deligth (2020).
Frente al ruego de hambre que ha emergido desde los sectores más populares del país, ha surgido una contra respuesta por parte de los grupos más acomodados, quienes cuestionan la veracidad de la petición al ver que quienes demandan serían personas con “sobrepeso” (Figura 2). Sin embargo, al cuestionar la necesidad de alimentación pasan por alto el contexto de violencia estructural que hizo que los pobres en Chile hoy sean obesos: vivir en una ‘Zona Roja’ sin acceso a alimentación saludable, sin equipamientos deportivos, con pautas de consumo de baja categoría, e incluso sin educación de calidad.    
Figura 2. Tira cómica referente al cuestionamiento del hambre por parte de los sectores acomodados del país[8].
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Fuente: Damivago (2020)
Si bien la realidad actual ha vislumbrado las disputas socioespaciales y así como un fuerte clasismo arraigado en la sociedad chilena, también hemos podido observar las estrategias a las que recurren los residentes de estas geografías desfavorecidas, creando frentes de autogestión y apoyo mutuo.
Existen variados mecanismos de cooperación no formales, tales como: los almacenes colaborativos, ‘comprando juntos’, ollas comunes, o comedores populares, entre otros, quienes a través de la organización buscan suplir el acceso a comida “saludable” y nacen como respuestas más estables y permanentes de los sectores populares para sobrevivir (Hardy, 1986)[9]. Estas iniciativas se han diseminado rápidamente por el territorio pandémico (Figura 3).
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Fuente: Elaboración propia (2020).
Finalmente, nos gustaría resaltar que la pandemia agudizó las consecuencias de los vacíos alimentarios al dejar sin sustento a una gran cantidad de residentes y restringiendo aún más las fuentes de abastecimiento. Las Zonas Rojas a través de sus muros invisibles, levantados por el Estado e instituciones privados, mantienen en una paradoja constante a los pobres chilenos: gordos e insatisfechos alimentariamente.
A su vez la pandemia vino a develar el clasismo arraigado en los sectores más acomodados, que se evidencia en el discurso de la elección individual de los pobres respecto a su alimentación y consecuente salud, pero que pasa por alto la existencia de estas expresiones espaciales denominadas ´Desiertos de comida’.
Pero también, emerge la autogestión en los territorios más asolados por la pandemia, la cual estuvo adormecida 30 años, y que podría ser una respuesta no-capitalista al modelo que los excluyó de todo, incluso de una alimentación saludable.
Referencias:
[1] Ifan (2017) ¿Es Chile una potencia alimentaria? Available at http://ifan.cl/es-chile-una-potencia-alimentaria/ (accessed 23 may 2020)
[2] Durán, G and Kremerman, M (2015) Los verdaderos sueldos en Chile. Panorama actual del valor del trabajo usando la Encuesta NESI. Available at http://www.fundacionsol.cl/wp-content/uploads/2015/06/Verdaderos-Salarios-2015.pdf (accessed 23 may 2020)
[3] Labbé, G (2018) “Vivir en un hipergueto”. Abandono estatal, retracción institucional generalizada y problemas sociales asociados en la población Santo Tomás, La Pintana. Tesis inédita para optar al grado de magister. Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales, Pontificia Universidad Católica de Chile.
[4] Beaumont, J, Lang, T, Leather, S and Mucklow, C (1995) Report from the policy sub-group to the Nutrition Task Force Low Income Project Team of the Department of Health. Watford: Institute of Grocery Distribution
[5] Tipo de comercio ambulante que vende comida al paso.
[6] Verdugo, R (2019) Desigualdad alimentaria. Available at https://radio.uchile.cl/2019/02/21/desigualdad-alimentaria-estudio-revela-que-los-pobres-son-mas-obesos-que-los-ricos/ (accessed 23 may 2020)
[7] La figura 1 muestra la proyección por parte del colectivo artístico Deligth en edificio contiguo a Plaza de la Dignidad (centro de las protestas desde el 18-O) a comienzos del peak de la pandemia por COVID-19 en Chile.
[8] La Figura 2 es una tira cómica que muestra como un padre (estereotipo de un individuo que pertenece al estrato socioeconómico alto) se mofa de una persona pobre (con sobrepeso) que demanda alimentación al gobierno. En la bolsa del padre, aparece escrito (supermercado saludable”, mientras que, en la bolsa de la persona pobre, aparece escrito “pan”, “fideos” y “arroz” (base de carbohidrato).
[9] Hardy C (1986) Hambre + Dignidad = Ollas comunes. Programa de Economía del Trabajo. Santiago: Colección experiencias populares.
Gricel Labbé es geógrafa, magíster en Desarrollo urbano y directora de la ONG Observatorio CITé (Santiago, Chile). 
Pedro Palma también es es geógrafo, magíster en Desarrollo urbano, miembro de la ONG Observatorio CITé y académico del Dpto. de Geografía de la Universidad de Chile.
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De la conmoción a la conmemoración
Por Jordi Moreras y David Moral 
Un indicativo de los tiempos confusos en los que vivimos es el hecho de que las instituciones sociales inviertan sus roles y responsabilidades. En tiempos ordinarios, la gestión de los decesos es responsabilidad de las empresas de servicios funerarios. Pero en una situación de muerte colectiva como la que estamos viviendo, en la que las defunciones se han multiplicado como efecto de una situación extraordinaria, son las instituciones públicas las que asumen la gestión de los difuntos, tanto de su recuento como de la articulación de su recuerdo. En este sentido, la muerte colectiva se convierte en un problema público, tal como Joseph R. Gusfield afirmaba en su clásico estudio La cultura de los problemas públicos (1981), ya que se genera un proceso social de reclamación de responsabilidad respecto a lo ocurrido, que fundamentalmente es exigible a las instituciones públicas. Y en este escenario trágico provocado por la pandemia, todas las instituciones públicas, en sus diferentes niveles, se han visto interpeladas e impulsadas a salir al paso de todas las dudas planteadas con respecto a una gestión que, siendo muy benévolos, deberíamos de calificar como francamente mejorable.
Ante una futura rendición de cuentas en sede institucional, y como forma de distanciarse del terreno minado de la arena mediática, en las últimas semanas hemos sido espectadores de la organización, por parte de las instituciones públicas, de ceremonias en recuerdo a las víctimas del Covid-19 y en homenaje a los trabajadores de servicios esenciales que han mantenido a raya la epidemia a coste de su propia salud y de tragarse sus propias lágrimas, por lo que podemos sentenciar que la conmemoración ha sucedido a la conmoción.
Los poderes públicos han actuado según el protocolo que suele seguirse ante situaciones excepcionales (accidentes, atentados terroristas) y de emergencia (desastres naturales), que conllevan el trágico resultado de numerosas pérdidas humanas. Para la práctica política, lo excepcional implica respuestas del mismo nivel como forma de evidenciar el componente extraordinario e imprevisible de lo sucedido y, de paso, abrir la puerta hacia el descargo de responsabilidades. La socióloga francesa Gaëlle Clavandier (La mort collective, 2004) ha estudiado las respuestas de las instituciones públicas ante las catástrofes y su análisis nos permite interpretar la articulación de estas conmemoraciones al ajustarse a su análisis.
Según ella, en la respuesta a estas emergencias se suceden cuatro momentos: una primera fase de conmoción ante lo sucedido (en este caso, ante lo que va sucediendo en tiempo presente), que abruma y descoloca; esta es seguida por otra fase de racionalización en la que impera la gestión burocrática de la respuesta. En esta, que es crítica con la acción política de las instituciones, se pone a prueba su capacidad de respuesta presente (lo que la interroga acerca de su incapacidad para prevenir en el pasado). Una actuación que suele definirse en clave de activación de los recursos disponibles (aquellos que son apropiados a una situación de normalidad, pero que por definición se encuentran sobrepasados ante este escenario excepcional). En esta fase es cuando se concentra todo el debate político y social, en el que se juzga la madurez de los equipos de gobierno, en un tono áspero y violento, ya que la tragedia se encuentra bien presente, siendo terreno abonado para el oportunismo político, para el desmarque y para cosechar la sombra de la sospecha, tal como se ha prodigado en nuestra sociedad.
Esta cacofonía de acusaciones que reclaman responsabilidades a las instituciones, y que da paso a la tercera fase, condiciona e interfiere la gestión llevada a cabo. La forma de aplacar este ruido político y mediático es apelar al silencio que acompaña toda sentida conmemoración de lo ocurrido, y a pronunciar el recuerdo de las víctimas. Y es así como esta tercera fase de remembranza de las víctimas y de homenaje a los trabajadores esenciales, la que ha servido para acallar, aunque sea temporalmente la suma de críticas y sospechas.
Hemos analizado, y seguiremos analizando, este tipo de ceremonias y de homenajes que se han realizado en el conjunto del territorio español con motivo de la epidemia del Covid-19, ya que son muy reveladoras de cómo se articulan las respuestas políticas ante lo impredecible. Ayuntamientos, gobiernos autonómicos y gobierno central han diseñado sus propios homenajes siguiendo dos premisas fundamentales: por un lado, y como es propio de toda ceremonia que conmemora el recuerdo de los difuntos, el acto se piensa más para los vivos que para los muertos; por otro, en tanto que acto propuesto, convocado y organizado desde los poderes públicos, siempre contienen un implícito uso político. Suele decirse que, en política, no se da ninguna puntada sin hilo, y estos actos son un buen ejemplo de ello.
En este sentido, resultaría evidente que mezclar en un mismo acto el recuerdo y el homenaje podría parecer contradictorio, si no fuera porque es preciso rendir cuentas de lo sucedido (por ejemplo, en las celebraciones en municipios, la referencia a la gestión de la pandemia en las residencias geriátricas ha sido una constante) y porque se constituye como el primer paso de cara a superar lo sucedido (y por lo tanto tiene sentido homenajear a aquellos que se dejaron la piel cuidando a otros, y que probablemente lo tengan que volver a hacer en un futuro no muy lejano). Estos actos también quieren proyectar un mensaje de esperanza de cara al futuro, asegurando que como sociedad saldremos reforzados de esta crisis, aunque no se pueda tener certeza alguna de que ello vaya a ser así, ni se concreten compromisos en este sentido.
Es por ello por lo que se valora la importancia de la articulación de simbologías convertidas en es un hecho notable en estos actos, reforzando el carácter catártico de estas ceremonias. Como suele ser habitual, el recuerdo de la tragedia es instrumentalizado como una llamada a la unidad de la sociedad, y una implícita apelación a recuperar la confianza perdida en las instituciones. En conexión con los lemas que ha repetido machaconamente el gobierno español (#EsteVirusLoParamosUnidos o #SalimosMásFuertes), la ceremonia del pasado 16 de julio en el Palacio Real, supuso establecer un primer cierre temporal de cara a esa “nueva normalidad” que se nos propone, y que habrá que ver si los diferentes brotes que han ido reproduciéndose en toda España nos hacen desandar el camino y volver a la “vieja anormalidad”.
Y porque estas ceremonias cumplen también con el cometido de abordar la última de las cuatro citadas fases que, en términos oficiales, se describe como de memoria. Sin embargo, y desde un planteamiento políticamente incorrecto se podría denominar el inicio del proceso social de superación y olvido respecto a lo sucedido. Clavandier señala que los gobiernos no pueden mantener permanentemente el recuerdo de lo sucedido, pues es necesario volver a la normalidad y cerrar progresivamente el duelo social que provocó la tragedia. En este sentido, que se planteen iniciativas para fijar la memoria en torno a alguna especie de monumento conmemorativo (ya se han presentado las primeras iniciativas en este sentido), no se contradice con esa voluntad de querer pasar página. La muerte colectiva no puede estar contaminando permanentemente la vida social, es por ello por lo que se limita su recuerdo a una dimensión temporal o espacial. Esta situación abre sustantivos interrogantes en el caso que nos ocupa; por ejemplo, qué día será determinado como efeméride de la pandemia: ¿el día en falleció la primera persona por Covid-19, la fecha del homenaje civil del 16 de julio o, dependiendo de su evolución futura, será en una fecha futura? ¿la efeméride tendrá lugar en un espacio especialmente dispuesto para el recuerdo, como fue el caso del Bosque del Recuerdo en el Retiro para las víctimas del 11M?
Por todo lo argumentado podemos concluir que las ceremonias conmemorativas sirven principalmente tanto como ejercicio de reconstrucción oficial de lo sucedido, como para anticipar la forma en la que debe ser establecida esa memoria colectiva que, como bien dijo Maurice Halbwachs, parte del presente para reconstruir el pasado. Todo ello supone, pues, una apropiación desde el poder de cualquier otra forma de memoria social. Estas ceremonias que pretenden cerrar el duelo social administrativa y ritualmente (y al mismo tiempo diluir la cuestión de la rendición de responsabilidades), difícilmente pueden servir para superar la experiencia del dolor vivido por aquellos que han perdido a sus allegados, sin siquiera haberse podido despedir de ellos. Hay duelos que siguen suspendidos, y no habrá ceremonias con cuidada escenografía o hasthags pegadizos que puedan resolverlos.
De todo esto surge un nuevo aprendizaje a añadir a esa cruel pedagogía de la pandemia de la que habla Boaventura de Sousa Santos. Si bien en este mundo incierto viviremos con conmoción nuevas catástrofes difíciles de prevenir, será mucho más previsible que se repitan las mismas formas de conmemorar lo sucedido. Porque es así como el poder político sigue pensando que puede aplacar el efecto desestabilizador de la catástrofe, y transformarlo en su beneficio para seguir gestionando el bien público. Lo que habría que recordarles es que su gestión ha sido catastrófica, y que no puede ser maquillada detrás del duelo social.
Jordi Moreras y David Moral son profesores e investigadores en la Universidad Rovira I Virgili.  
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