Tumgik
#Dama con rebozo
erickdlr-14911 · 3 years
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La venus de las pieles (I)
Me hallaba en amable compañía.
Cerca de una imponente chimenea renacentista estaba sentada frente a mí Venus, ella misma; no una demi-mondaine cualquiera que, adoptando ese nombre, hiciese la guerra, cual mademoiselle Cleopatra, al sexo opuesto, sino la propia Venus, la auténtica diosa del amor.
Estaba sentada en una butaca y había encendido un enorme fuego, que crepitaba. El resplandor de la llamas rojas lamía su pálido rostro de ojos blancos y también, de vez en cuando, sus pies, cuando trataba de calentarlo.
A pesar de sus muertos ojos de piedra, la cabeza de Venus era maravillosa, pero todo lo que yo veía de ella era eso. La divina había envuelto su cuerpo de mármol en un gran abrigo de pieles y, tiritando como una gata, se había arrebujado en él.
-No os entiendo, madame -exclamaba yo-, verdaderamente ya no hace frío, llevamos dos semanas de magnífica primavera. Sin duda estáis nerviosa.
-Muchas gracias por vuestra primavera -decía ella con su grave voz de piedra y a continuación estornudaba divinamente dos veces seguidas-, verdaderamente no puedo soportarlo y estoy empezando a comprender...
-¿Qué, madame?
-Estoy empezando a creer en lo increíble y a comprender lo incomprensible. De repente comprendo la virtud de las mujeres germánicas, así como la filosofía alemana, y ya no me asombro de que vosotros los hombres del Norte no sepáis amar y ni siquiera tengáis la menor noción de lo que es el amor.
-Permitidme, madame -replicaba yo empezando a enojarme-, realmente no os he dado ningún motivo.
-Bueno, vos, no -la divina estornudaba por tercera vez y se encogía de hombros con una gracia inimitable-, a cambio he sido siempre complaciente con vos e incluso vengo a visitaros de cuando en cuando, aunque siempre me constipo enseguida, a pesar de las muchas pieles con que me abrigo. ¿Aún os acordaís de nuestro primer encuentro?
-¿Cómo podría olvidarlo? -decía yo-. En aquella ocasión teníais abundantes rizos morenos, unos ojos castaños y unos labios rojos;pero os he reconocido enseguida por el perfil y por esa palidez marmórea de vuestro rostro... Llevabais entonces un chaquetón de terciopelo azul violeta, ribeteado con pieles de marta cebellina.  
-Sí, estabais completamente enamorado de aquel traje y mostrabais muchos deseos de aprender.
-Vos me enseñasteis lo que es el amor, el jovial culto que le rendíais hizo que yo olvidase dos mil años de historia.
-¡Y qué ejemplarmente fiel os fui!
-Bueno, en cuanto a fidelidad...
-¡Desagradecido!
-No voy a haceros ningún reproche. Sois una mujer divina , pero una mujer, y, como todas, cruel en el amor.
-Llamáis cruel -replicaba con viveza la diosa del amor- a lo que en realidad constituye la sustancia de la sensualidad, la sustancia del amor jovial, a lo que es la naturaleza de la hembra, que consiste en entregarse cuando ama y en amar todo aquello que le gusta.
-¿Hay, para el amante, crueldad mayor que la infidelidad de la amada?
-¡Ay! -replicaba ella-, nosotras somos fieles mientras amamos, pero lo que vosotros nos exigís es fidelidad sin amor y entrega sin placer. ¿quién es, pues , cruel, la mujer o el varón...? Aquí en el Norte dais demasiada importancia y seriedad al amor. Hablaís de deberes, cuando sólo debería hablarse de placeres.
-Sí, madame. pero a cambio nuestros sentimientos son muy respetables y virtuosos y nuestras relaciones, muy duraderas.
-Y, no obstante, sentís esa nostalgia permanentemente viva, siempre insatisfecha, del paganismo sin rebozo -me interrumpía ella-. Pero a vosotros los modernos, a vosotros los hijos de la reflexión, os incomoda el amor entendido como goce supremo, os incomoda la divina jovialidad. Ese amor os trae desgracias. Os hacéis vulgares en cuanto queréis mostraros naturales.La naturaleza se os presenta como algo hostil; a los risueños dioses de Grecia nos habéis convertido en diablos, y a mí, como a todas las diosas, a mí me habéis transformado en una diablesa. Lo único que sabéis hacer es o bien desterrarme y maldecirme o bien inmolaros como víctimas ante mi altar, poseídos por una locura propia de bacantes; y si uno de vosotros ha tenido alguna vez la osadía de besar mis rojos labios, peregrina descalzo y con hábito de penitente a Roma y aguarda con paciencia a que florezca su seco bastón, mientras bajo mis pies brotan a todas horas rosas, violetas y mirtos, cuyo perfume no percibís; seguid, pues, envueltos en vuestras nieblas nórdicas, en vuestos inciensos cristianos; dejadnos a los paganos reposar bajo las ruinas, bajo la lava, no nos desenterréis, para vosotros no fue construida Pompeya, para vosotros no fueron construidos nuestros baños, nuestras villas, nuestros templos. ¡Vosotros no necesitan dioses! ¡En vuestro mundo nosotros nos aterimos de frío!
La hermosa dama de mármol  tosía y apretaba aún más alrededor de sus hombros  las oscuras pieles de marta cebellina que ribeteaban su abrigo.
-Os agradezco esa lección de clasicismo que acabáis de darme -replicaba yo-. pero lo que no podéis negar es que tanto en vuestro jovial y soleado mundo como en el nuestro, envuelto en brumas, el varón y la mujer son enemigos por naturaleza, y que el amor los une por breve tiempo, haciendo de ellos un único ser, capaz de un único pensar, un único sentir, un único desear, para luego desunirlos todavía más; y quien entonces no es capaz de imponer su yugo..., pero eso lo sabéis  vos mejor que yo..., quien entonces no es capaz de imponer su yugo, sentirá pronto en su nuca el pie del otro...
-De ordinario es el varón el que siente sobre sí el pie de la hembra -exclamaba burlona y arrogante doña Venus-, y eso sí que lo sabéis vos mejor que yo.
-Sin duda, y justo por ello no me hago ilusiones.
-O sea, que ahora sois mi exclavo sin ilusiones y yo, a cambio, os pisoteare sin piedad.
-¡Madame!
-¡Aún no me conocéis! Sí, soy cruel..., ya que tanto os gusta esa palabra...; ¿y es que no tengo derecho a serlo? El varón es el que desea, la hembra es la deseada, ésa es su única pero decisiva ventaja; merced a la pasión del varón la naturaleza lo ha entregado a la mujer, y la que no sabe convertir al varón, en su súbdito, en su esclavo, incluso en su juguete, y que no sabe a la postre traicionarlo entre risas, no es una mujer inteligente.
-Esos principios vuestros, madame...-objetaba yo indignado.
-Estos principios míos- respondía ella con sarcasmo. mientras sus hermosos pies jugaban con las oscuras pieles-, estos principios míos se basan en una experiencia milenaria. Cuando más fácilmente se entregue la hembra, tanto más pronto se volverá fríos y dominador el varón; pero cuanto más cruel y desleal sea ella, cuanto más lo maltrate, cuanto más despiadadamente juegue con él, cuanto menos compasión muestre, tanto más excitará la sensualidad del hombre y más amada y adorada será por él. Así ha sido siempre, desde los tiempos de Helena y Dalila hasta los de Catalina II y Lola Montes.
-No puedo negarlo -decía yo-, nada hay que pueda excitar tanto al varón como la estampa de una déspota bella, voluptuosa y cruel, que, arrogante y desconsiderada, cambia de favoritos como le viene en gana...
-Y que además va envuelta en un abrigo de pieles -exclamaba la diosa.
-¿Por qué decís eso?
-Es que conozco vuestras preferencias.
-¿Sabéis -la interrumpia yo-. sabéis que, desde que no nos vemos, os  habéis vuelto muy coqueta?
-¿Puedo preguntar en que sentido?
-En el sentido de que es imposible que haya para vuestro blanco cuerpo un fondo más esplendido que esas pieles oscuras, que os...
La diosa se echaba a reir.
-Estáis soñando -exclamaba-, ¡despertaos!
Venus ponía su mano de mármol en mi hombro.
-¡Vamos, despertaos! -volvía a retumbar su voz con su tono más grave.
Yo abría dificultosamente los ojos.
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conlaintencionde · 2 years
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42/52 RETO DE ESCRITURA
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Esa señora que ves ahí, vestida con falda con el ruedo que besa sus zapatos para disimular las rodillas cubiertas de costras; las mangas de su blusa esconden las cicatrices en sus muñecas; marcas de suicidas a los cuales ella abrazó. En el cuello porta un rebozo como soga , y en su pecho, destella una mancha de la sangre derramada, insignia mortal. Sus largos mechones entierran su mirada opaca y en su rostro, un orificio sin labios emite un silbido que anuncia su presencia. 
No te puedo decir el color de atuendo, ni de su calzado, porque su figura se confunde con las sombras; sin embargo, en algún momento todos nos hemos abrazado a su regazo, para contarle en secreto la causa de nuestro dolor. 
Esa dama es mi dueña y mi tutora. A su lado, me siento protegida. Porque, con los años he aprendido a comportarme en sociedad, sin la monserga de justificar el idilio que nos une. Por supuesto, que no siempre fue así, en algún tiempo, a todo el que quisiera escucharme le hablaba de mi ama, y aunque algunos me escuchaban, descubrí que a la larga mi letanía era un fastidio. Así que, opté por el mutismo y, el peso acumulado de mi congoja me fue hundiendo cada vez más profundo. Tan pequeña fui, que deseé desaparecer: confieso que lo intenté y no lo conseguí.
La fuerza de la naturaleza me embarneció y de nueva cuenta miré por la ventana el paso de las nubes, el color de los capullos, el parloteo de los loros y los rayos del sol. 
Las palabras, de tanto estar guardadas, tardaron en recuperar su elasticidad y soltura. De mi boca salieron tímidas para después migrar en cascadas de fuego y cenizas. Ideas con alma de alfabeto: quemantes y perversas. Al cabo, ellas, de tanto usarlas, me regalaron la mesura y un poco de cordura. 
Fue así, que encontré a mi doppelgänger. Somos dos entidades que cohabitan un cuerpo. Una manifiesta su infierno y maldad; y la otra sonríe, mientras cumple con las etiquetas sociales. ¿Cómo distinguir a cada una?
Solo sé, que yo le llamo, mi madre y mi confidente. Quizá tú le nombres como la Señora Tristeza. 
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charrovirtual · 2 years
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Se esmeran en preservar las tradiciones mexicanas
Se esmeran en preservar las tradiciones mexicanas
REALIZAN PASARELA “REBOZO” Se llevó a cabo en el Centro Cultural Vito Alessio Robles Hilda Soria Publicado: 12 septiembre, 2022  Jorge Jiménez, agradeció a nombre de Unión de Asociaciones de Charros del Estado de Coahuila, su participación a las damas. Hilda Soria / EL DIARIO Como un homenaje a las mujeres mexicanas que con dedicación han sabido preservar y transmitir el legado cultural de…
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objiowillian · 2 years
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#objio #viejosabio #willianobjio
«BESOS DE POESÍAS»
Los besos del poeta suelen ser vertidos
en trozos de papel blanquecino
teñido de ternuras descritas en letras
dulces y amargas.
Por qué el poeta suele ser un soñador
que habita como preso en cárceles
de realidades donde es acosado
por sus fantasías de perfecta armonía
El poeta fácilmente
olvida las formas de pago
por qué su trabajó es de ilusiones
y estas no reditúan salario alguno.
Pero sí preguntas por el sabor
de sus besos,
¡tendría que decirte qué aún las rosas
envidiarían su rico aroma
a sencillez y ternuras!
Por qué de Profundo amor está Cincelada
su alma romántica.
Por falta de tiempo Sus labios olvidaron
las delicias de la vida cotidiana
y sus goces abrumadores.
Porque el poeta es un filósofo entendido,
con un concepto Claro que divide,
lo necesario de lo pueril que se necesita,
para vivir en su mundo de sueños forjados.
El tiempo dedicado a leer,
aguzo sus sentidos y sus manos,
que antes fueron toscas y fuertes,
dejaron los arduos trabajos
para esgrimir una pluma de fuente
Qué regularmente queda inmersa
en tinta de amores.
Tinta que es capaz de besar
los labios primorosos de su musa
sin haberla visto nunca
pero al describirla
te hará sentir qué ellos
fueron hechos como divinos amantes
desde el mismo principio de los siglos
El poeta huye de lo banal,
porque él es Tímido y algo escurridizo.
Porque él simplemente es un poeta
y nunca será un colibrí enamoradizo
Ni amante de aquellas flores tocadas
Por sueños furtivos que antes fueron ajenos,
aunque Sí le podría encandilar el rebozo,
de alguna dama otoñal con aroma primaveral.
Pues un poeta idealiza la pureza
de su consentida para ser solo tocada
por sus dedos de artista.
El poeta suele creer que el amor
puede ser construido con erotismo
Y la sensualidad contenida en la profundidad
de su tímido pecho de escritor.
Corazón y pecho, qué una vez abierto
a una dama le será inevitable
su total entrega, qué es definitiva
Por qué ella será su musa eterna,
aun cuando surjan algunos problemas,
de menor índole, que no estorben su pluma,
y jamás hagan derramar su tinta.
Pero si por desgracia sucediera,
con la tinta aún tibia de su pluma
pondrá el punto Y coma de esa disputa.
Qué él sabrá dirimir con un marcado
besó entre las suaves almohadas
de su lecho cara a cara
con la mujer que ama.
Objiowillianbautista
mayo 12/2020🇩🇴
Charles Baudelaire
poeta francés
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hipertexto · 3 years
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EXTRACTOS DE  “AVENTURARSE PERDIENDO” POR MARÍA DE ZAYAS
 la muerte no deja a los mortales los gustos cumplidos.
Quedaron avisados que al recogerse el día [y] descoger la noche el negro manto (luto bien merecido por el rubicundo señor de Delfos, que por dar a los indios los alegres días daba a nuestro hemisferio con su ausencia abscuras sombras)
de don Juan y él de las de Matilde, a quien sacrificaba sus deseos. Venía la hermosa dama de noguerado y plata; acompañábala don Alonso, galán, de negro, porque salió así Nise, saya entera de terciopelo liso, sembrada de botones de oro; traíala de la mano don Miguel, también de negro, porque aunque miraba bien a Filis, no se atrevió a sacar sus colores, temiendo a don Lope por haber salido como ella de verde, creyendo que sería dueño de sus deseos. Habiendo don Juan mostrado en su gala un desengaño a Lisis de su amor, viendo a Lisarda favorecida hasta en las colores; la cual dispuesta a disimular, se comió los suspiros y ahogó las lágrimas, dando lugar a los ojos para ver el donaire y destreza con que dieron fin a la airosa máscara, con tan intrincadas vueltas y graciosos laberintos, lazos y cruzados, que quisieran que durara un siglo. 
(Empieza la novela)
...hasta que el Sol va a bañarse  al mar de las playas indias...
...Bien conozco que me canso sufriendo penas en balde;  que lágrimas en ausencia cuestan mucho y poco valen...
...¡Matadme, penas, matadme!  Pues por lo menos dirán: «Murió, pero sin mudarse»...
llegué a quitarle el rebozo, y apenas lo hice cuando, sacando una daga, me dio un golpe tan cruel por el corazón que me obligó el dolor a dar voces....Deseaba yo, noble Fabio, hallar para dueño un hombre de su talle y gallardía, y traíame tan fuera de mí esta imaginación que le pintaba en ella y después razonaba con él, de suerte que a pocos lances me hallé enamorada, sin saber de quién. Y me puedes creer que si fue Narciso moreno, Narciso era el que vi. Perdí con estos pensamientos el sueño y la comida, y tras esto el color de mi rostro, dando lugar a la mayor tristeza que en mi vida tuve; tanto, que casi todos reparaban en mi mudanza. ¿Quién vio, Fabio, amar una sombra?...  no amaba sino una sombra y fantasía... Yo adoro lo que no veo, y no veo lo que adoro;... 
La herida del corazón vierte sangre, mas no muero:  la muerte con gusto espero  por acabar mi pasión.
...
Amar el día, aborrecer el día,  llamar la noche y despreciarla luego, temer el fuego y acercarse al fuego,
le di la posesión de mi alma y cuerpo, pareciéndome que así le tendría más seguro.
como un hombre no tiene más de un cuerpo y un alma, aunque tenga muchos deseos no puede acudir a lo uno sin hacer falta a lo otro
---
Y pareciéndonos que el breve del Papa estaba seguro, fiándonos en la palabra dada antes de la profesión, di orden de haber la llave de la puerta falsa por donde salió don Felis para ir a Flandes, la cual le di a mi amante, hallándose más glorioso que con un reino. ¡Oh caso atroz y riguroso, pues todas o las más noches entraba a dormir conmigo! Esto era fácil, por haber una celda que yo había labrado de aquella parte. 
el amor hace los campos ciudades y las chozas palacios.
Partiose, al fin, don Felis, y quedé como el que ha perdido el juicio, porque ni podía llorar ni hablar, ni oír los consuelos que me daban doña Guiomar y su madre, que me decían mil cosas y consuelos para embelesarme. 
no hay más ciertos astrólogos que los amantes.
soñaba que recebía una carta suya y una caja que parecía traer algunas joyas, y, yéndola43 a abrir, hallé dentro la cabeza de mi esposo.
e nos contó cómo era querido de una dama, y que la46 aborrecía con las mismas, veras que la amaba, gloriándose de las sinrazones con que la pagaba mil ternezas. ¿Quién pensara,47 Fabio, que esto despertara mi cuidado, no para amarle, sino para mirarle con más atención que fuera justo? De mirar su gallardía renació en mí un poco de deseo (celio)
¡Ay de mi, que cuando considero las estratagemas con que los hombres rinden las mujeres digo que todos son traidores; y el amor, guerra y batalla campal, donde el amor combate a sangre y fuego al honor, alcaide de la fortaleza del alma.
¿qué no hará una mujer celosa? 
Y si tú le quisieras menos de lo que le has querido, o no lo mostraras por lo menos, ni estuvieras tan quejosa ni él hubiera sido tan ingrato...e imagino que si tuviera mujer propia, a puros rigores y desdenes la matara, por no poder sufrir estar siempre en una misma parte ni gozar una misma cosa.
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mackerly-monspop · 7 years
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Manzanas
 Link Wattpad: https://www.wattpad.com/495506002-%E2%80%A2one-shots%E2%80%A2-coco-manzanas
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— Las manzanas se ven tan bien
—Como el cielo nocturno con estrellas titilando
— O como los campos llenos de flores distintas entre si
— O como los tejidos coloridos de mamá
— O como...
— Felipe, Oscar ¡Ya callense! — Imelda se sobó las sienes buscando algo de paciencia a su alrededor, esas charlas de los menores podían ser interminables. ¿Por qué tenía que llevar a sus hermanos cada vez que iba al mandado? Ah cierto, por temor a la bota de su madre estampada contra alguna parte de su cuerpo.
— Lo sentimos —dijo Felipe
—Mucho Imelda —completó la oración un apenado Oscar de unos 10 años—
Suspiró rendida mientras veía los puestos de frutas a su lado izquierdo.
— Olvidenlo, Mamá quería manzanas y un poco de pinole —cambio de tema buscando con la mirada el segundo producto mencionado, y sus hermanos entrecerraron los ojos para también ayudarle en la búsqueda a su hermana mayor—
Vio un puesto en la esquina que tenia manzanas agradables a la vista, también desprendían un olor envolvente, Imelda estaba segura de comprar ahí.
— Vamos — dijo mirando de reojo a los gemelos que de inmediato la siguieron—
Imelda pidió un kilo de manzanas mientras se acomodaba el rebozo entre los hombros, pero la encargada le extendió una bolsa diciéndole que las tomará a su gusto.
Cuando estiró el brazo para tomar la primer manzana, se topó con una mano, aparentemente masculina y con una bonita piel canela, debajo de la suya. No sólo ella se había fijado en ese fruto.
Dio un respingo por el contacto y levantó la vista, sólo para sentir que el aire se le iba. No podía creer que aquellas famosas mariposas en el estómago, de las que todo el mundo hablaba pero ella catalogaba como tonterías, estaba sintiendolas ahora mismo. Tan impredecibles.
Un joven, alto y esbelto, portando un traje de charro café sencillo, pero no por eso menos hermoso,con una melena negra y lo que más le llamó la atención. Su mirada. Esa mirada de ojos achocolatados que desprendían ternura y tranquilidad aún cuando este estaba sorprendido, un joven con esta descripción estaba parado delante de ella.
Rematando la impresión que le dio, con una sonrisa.
— Oh perdona— alejó su mano de la de ella pero sin borrar su sonrisa — Tomala
— ¿Qué? — por un momento Imelda se olvido de lo que estaba haciendo—
— La manzana—respondió simpáticamente—
— Ah, pero como crees, tú la viste primero
— Sí, pero ya sabes, las damas primero —se encogió de hombros y cerrando los ojos dio un leve asentamiento de cabeza—
— Imelda sonrojada por la cortesía del joven  empezó a llenar su bolsa— Gracias
— No es nada —la miró unos segundos con sus labios cerrados formando una sonrisa y luego voltea hacia la señora del puesto— Oiga Doña Chuy nada más le tomó una manzana, están bien jugosas que me ayudan para continuar toda la tarde con la cantada. En cuanto gane las primeras monedas de hoy le pago.
— Oh Hector no te preocupes, tú puedes tomar cuántas quieras, tu voz junto con la de tu amigo, para está plaza es un deleite —la mujer hizo un ademán con la mano caída y chibeandose—
— Gracias Doña Chuy —exclamó Hector y salió corriendo hacia el kiosco donde su amigo ya lo esperaba para empezar a tocar—
— <<Hector...>> Pensó Imelda siguiendo con la mirada al que al parecer era músico—
— Muchacha ya dejé de papalotear, son 6 pesos —hablo la mujer divertida de ver como Hector tenía una nueva admiradora—
Sin caerle en gracia ese comentario, Imelda pago y continuó su camino. Afortunadamente no tardo en conseguir pinole, echo todo a su bolsa de yutil lista para irse a su casa.
Pero un pequeño tirón de su falda la hizo bajar la mirada.
— ¿Podemos darle de comer a las palomas? — inquirió Felipe con voz dulce—
— Por favor — y le acompaño Oscar, ambos hermanos se juntaron hombro con hombro y colocaron sus manos en forma de suplica—
— No porque...
En ese momento un grito de mariachi llamó su atención, levantó la vista sólo para ver a Hector listo para cantar tan enérgico, y a otro tipo acompañandolo con la guitarra y guiñandoles el ojo coquetamente a las chicas ya alrededor escuchándolos.
— Señoras y señores,buenas tardes buenas noches, buenas tardes buenas noches señoritas y señores...
<<La voz de Hector es tan hermosa y...>>
— ¿Hermana?
— Tal vez un rato —Oscar y Felipe voltearon a verse victoriosos con una gran sonrisa en el rostro e Imelda les dio una bolsa de arroz que en instantes compró, una bolsa de un kilo de arroz para cada uno—
Sus hermanos estaban a un lado del kiosco jugando, mientras que Imelda se acercaba más hacia las escaleras donde los músicos tocaban, quería ver nuevamente de cerca a Hector. Ella tenía una sonrisa, pero sin mostrar sus dientes, una mirada enternecida era la que se podía observar en ella cuando Hector cantaba sólo, ya que su otro compañero se llevaba más partes de la canción para interpretar, pero Imelda sólo estaba ahí por el joven con pequeña barba en  el mentón.
[...]
Las canciones habían concluido, y toda la gente de los alrededores se estaba ya llendo. Muchas muchachitas rodearon al de barba partida emocionadas, este sólo respondía con actitudes coquetas. Hector sonrió divertido por su amigo y se sentó en el penúltimo escalón recargándose un poco en el barandal pintado de verde bandera.
Carraspeo un poco la garganta y se giró para ver  un puesto en específico, que lástima que ya estaba cerrado, se le antojaba una...
— ¿Manzana?
Al escuchar esa voz, volteó nuevamente al frente para ver ahí a la muchacha con la que rozo su mano, ella tenía extendido el brazo frente a él y en efecto, le ofrecía una manzana, su chal carmesí colgaba con delicadeza por sus brazos y una pequeña sonrisa se podía distinguir en sus labios. Atrás de ella también vio a dos pequeños niños que lo miraban curiosos.
— Claro, muchas gracias de verdad —sonrió agradecido y le dio una mordida mientras cerraba sus ojos, deleitándose con el jugo que se deslizaba por su garganta—
En lo que Hector mantuvo cerrados sus ojos, Imelda les hizo una seña a sus hermanos de que fueran a jugar arriba en el kiosco, ellos obedecieron sin chistar y cuando subían los escalones intercambiaban miradas confusas por la actitud de su hermana.
Hector abrió los ojos, y por tener la boca llena sólo le pudo hacer una seña a Imelda de que se sentará a su lado. Ella asintió y tomó asiento.
Cuando Hector acabo ese bocado hablo.
— Vi que nos escuchaste cantar, pero nunca te había visto antes. Qué opinas ¿Cantamos bien? ¿Te gustó?
— Claro, sus voces se mezclan bien >>pero la verdad, la tuya me cautivo<< tenían a toda la plaza escuchándolos con atención—
—Muchas gracias, me alegra escuchar eso —Hector sonrió y por un momento la mirada de Imelda y la de él se fundieron—
— La primer canción nunca la habia escuchado antes, y me gusto mucho ¿De quien es?
—Una chispa en los ojos de Hector apareció— Mía
— ¿Cómo, hablas en serio?
— Claro, yo la escribí —dijo orgulloso sacando el pecho y dándole otra mordida a la manzana pero casi se ahoga con un pedazo mal masticado—
— Pues en ese caso, tienes mucho talento —  e Imelda sonrió sinceramente causando una sensación extraña en el pobre Hector que estaba terminando de recuperarse —
— Soy Hector —extendió su mano sonriendo de lado y haciendo que se le marcará un hoyuelo, de los dos que tenía y que a Imelda le encantaron —
— Imelda, un gusto
Estrecharon sus manos mirándose a los ojos y una conexión surgió ahí.
Pues Hector se ofreció a acompañarla a su casa esa tarde-noche, con un Ernesto alzando una ceja extrañado, viendo como su amigo mostraba interés en una chica,Hector  no era como Ernesto para andar coqueteando con cualquiera.
Durante el camino, Imelda le contó que también cantaba y sus hermanos le ayudaron, diciéndole a Hector lo mucho que su hermana amaba cantar y lo bien que lo hacía.
— ¡No desafina nadititita!—exclamó Oscar—
Fue así como quedaron de verse en la plaza al día siguiente, sin saber que la música (y unas manzanas) los habían acercado al amor de su vida.
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Valio la pena dormir 3 horas hoy para poder escribir esto <3 y es que cuando la inspiración llega no hay de desaprovecharla.
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the4heretics · 8 years
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La Legion de Dios-6
Viciosos y Maliciosos
La noche era oscura y fría. Los siete hijos del averno se posaron frente a las grandes puertas cubiertas por el fuego. El sonido de las almas en pena resonaba por el bosque entero. Los siete permanecieron en total silencio durante un instante. Luego, la voz de Orgullo irrumpió en el bosque. –Padre no estará contento- Envidia se sumó a la conversación, pero solo para iniciar una discusión. –Si hubieran hecho lo que  dije, esto no habría pasado- su hermano estaba a punto de responder cuando una voz grave y furiosa hablo. –Si ambos hubieran hecho su trabajo esto no habría pasado. ¡Ahora cierren la boca y abran la puerta!-  y así lo hicieron.
   Las voces resonaban en la cafetería. Los exorcistas bromeaban de aquí para allá. Edward Wickersham y Andrew Grayson caminaban por los largos pasillos del instituto. –Esta es la biblioteca- explico Edward. El joven junto a el parecía asombrado cada vez que cruzaban uno de los pasillos. –Este es el laboratorio de ciencias- Edward entre abrió la puerta y ambos miraron dentro. -¿Qué hacen ahí?- pregunto Andrew curioso. –Es donde te harán estudios y ver de done proviene tu poder- era la voz de Mikael Clawford. –Soy Mikael el director de este instituto- extendió al mano hacia Andrew y ambos se dieron un fuerte apretón. –Continuemos- dijo Edward. Ambos continuaron el recorrido por los largos pasillos, hasta escuchar el sonido estruendoso de los golem.
Rápidamente, los pasillos se inundaron de gente corriendo de un lado a otro. Edward y Andrew hicieron lo mismo hasta llegar al gran salón. -¿Ahora qué ocurre?- pregunto Edward. –No sabemos, nunca antes habían gritado de esta forma- respondió el director del instituto. Edward se acercó y tomo al golem, su ojo comenzó a brillar. -¿Qué ves?- era la voz de Elizabeth Clawford. –Es el hospital psiquiátrico Bedlam-.
   El hospital de Bedlam encerraba a los maniacos más peligrosos de Ruttenburg. –Si te transformas en uno de los guardias podremos entrar- dijo Orgullo. Su hermana pensó que era una buena idea, de hecho era la única manera en la que podrían entrar sin ser detectados. Se acercaron a la puerta e inmediatamente uno de los guardias se puso alerta. -¿Quiénes son?- pregunto tajante. –Vienen a hacer una visita- dijo Envidia que portaba el cuerpo de un humano en uniforme. Sin estar muy seguro, el hombre abrió la puerta dejándolos entrar en la sala.
Orgullo se dirigió hacia una joven de no más de 25 años que se encontraba detrás de una ventanilla cuidando el mostrador. –Disculpe bella dama- dijo el joven. La joven pareció reconocerle porque de inmediato su rostro se ruborizo. -¿No es usted el famoso actor de teatro Alexander Pierce?- el rostro de Orgullo se ilumino de pronto. –Pero por supuesto que soy yo- dijo soltando una risa. -¿En qué puedo ayudarle?- dijo la joven. El joven se le quedo mirando. –Podrías ayudarme aceptando una invitación para cenar- el rostro de la joven palideció. Iba a responder cuando la voz de Envidia interrumpió:
– ¡No estamos aquí para eso!- dijo furiosa.
-Cierto, será en otra ocasión entonces- dijo su hermano con la cabeza gacha.
-Estamos buscando a un paciente- dijo Envidia.
La joven se acomodó los anteojos y abrió una pequeña libreta. -¿Cuál es el nombre del paciente?- pregunto.
-Se llama Robert Berdella- el rostro de la joven detrás de la ventanilla palideció y sus ojos se vieron aterrados.
-Se encuentra en el segundo piso. En la habitación 1207- dijo la joven.
-Le agradezco su precioso tiempo hermosa dama- dijo Orgullo y se alejó de la ventanilla.
               Orgullo sentía las miradas de los pacientes posándose sobre él. Se deleitaba con cada una de ellas. La habitación 1207 era custodiada por dos guardias y un médico. En caso de que el paciente tuviera una ataque psicótico los guardias debían sostenerle y el medico aplicar un calmante. –Abra la puerta- dijo Envidia. -¿Quién ha dado la orden?- pregunto tajante uno de los guardias. Orgullo se acercó al hombre y lo miro fijamente en los ojos. Acto seguido el hombre desenfundo su arma y disparó contra su compañero y el médico. Abrió la puerta, dentro de la habitación un hombre se encontraba sentado con una camisa de mangas largas que se amarraban en su espalda, dejando sus brazos inmóviles. –Comenzaba a pensar que no llegarían- dijo el hombre. Su voz era áspera y sonaba aún más rasposa detrás del bozal que cubría su boca. –Lo siento- comenzó Orgullo –Tuvimos algunos retrasos-. El hombre se puso en y se acercó a su hermano. –Desátame- dijo y dio media vuelta. Las mangas estaban sujetas con un candado que fue hecho pedazos cuando Envidia disparo. –Debemos irnos, los guardias vienen- dijo Orgullo.
                   La cafetería permaneció en un silencio incomodo durante unos instantes. Edward Wickersham se había concentrado en la visión del golem. -¡Que ocurre en el psiquiátrico!- salto Elizabeth rompiendo el silencio total. –Creo que es el actor de teatro que vimos hace unas semanas- el joven soltó al golem y le permitió seguir aleteando por la sala. –Debemos irnos ahora-orden el joven exorcista y dejo la sala rápidamente. Le siguieron sus compañeros, uno detrás del otro.
               Una vez en el centro de la ciudad, la gente corría de un lado a otro aterrorizada. Elizabeth detuvo a una mujer que pasaba junto a ella. -¿Qué está ocurriendo?- le pregunto a esta. Edward sintió una incomodidad inusual al estar cerca de aquella mujer. –Ha ocurrido un ataque al hospital psiquiátrico- dijo la mujer con una voz temblorosa. Elizabeth le soltó y la mujer siguió corriendo con temor. –Hay algo extraño en esa mujer- dijo Edward. Había algo en el aura de la dama, algo que hacía que el joven exorcista se estremeciera por dentro. Despejo su mente y se concentró en llegar al hospital que se encontraba a tan solo unas cuadras de distancia.
               La calle se encontraba vacía y solitaria. Parecía un pueblo fantasma. Los jóvenes se posaron frente a la entrada del hospital. -¿Escuchan eso?- dijo Jasper. Se disponía a acercarse a la puerta cuando escucho el ruido de un cristal rompiéndose. Los exorcistas miraron hacia arriba y vieron tres figuras saltando por la ventana, cayendo justo frente a ellos. –Oh vaya, realmente esto es inesperado- dijo un hombre vestido en traje. –Sabía que era tu esencia la que sentí ese día en el teatro- dijo Edward. Anthony Hallward se disponía a atacar cuando de pronto sintió un dolor punzante recorriendo su pecho. –Amigos- dijo con voz ahogada. Los exorcistas giraron la cabeza y vieron como el cuerpo de su amigo caía sin fuerzas frente a ellos. –No pueden hacer una sola cosa bien- dijo una voz que sonaba familiar a los oídos de Elizabeth. Una mujer.
               La mujer se llevaba un rebozo alrededor del cuello y aunque su rostro lo cubría una capucha, Edward vio que el rojo de sus labios resaltaba con la luz del sol. –Son todos tuyos- dijo la mujer y detrás de ella, un hombre obeso apareció. Comenzó corriendo a toda prisa hacia los exorcistas. Faust corrió hacia el hombre, lo tomo del brazo y lo dejo tendido en el suelo. Miro a Elizabeth y esta le soltó un guiño. El hombre comenzó a ponerse en pie de nuevo. Edward comenzaba a acercarse, cuando  frente a él se posó una figura corpulenta desprendiendo humo del cuerpo. Tomo al joven del cuello y dejo soltar un bufido de aire caliente. Edward vio como los ojos del hombre se encendían en fuego; fue azotado brutalmente contra el suelo y ahí permaneció. -¡Padre los quieres vivos!- era la voz de Envidia. -¡Ipamis! ¡Buenos para nada no pueden seguir una simple orden!- su hermano se acercó a ella irradiando un calor extremo de su cuerpo. –Ten cuidado como hablas- dijo con una voz grave e intimidante. –Esiasch, deberíamos irnos- dijo Lujuria. Las bestias se alejaron con dirección al banco de Ruttenburg.
Cuando los vicios entraron en la sala, fue Ira quien se acercó a la ventanilla. Un hombre anciano y malhumorado le atendió sin apartar la vista de las monedas que sostenía entre sus arrugadas manos. -¿Qué quiere?- pregunto en un tono de fastidio. –Vengo a hacer un retiro- dijo Ira. El anciano levanto la vista y sonrió de oreja a oreja. –Oh pero si están todos aquí. Que alegría- dijo en un tono sarcástico. –Oh pero, ¿Y Pereza?- pregunto curioso. –Ese no mueve ni un dedo para nada- respondió Orgullo. El anciano hizo una seña a uno de sus empleados y este se acercó con una expresión de fastidio en el rostro. –Cuida mi dinero- le indico el hombre.
El sol comenzaba a esconderse por detrás de las nubes. A lo lejos, en un pequeño callejón sin salida, Orgullo observo una sombra tendida en el suelo. –Es Pereza- dijo. Los vicios se acercaron al hombre. Este tenía el cabello crespo y aceitoso. –No se moverá para acompañarnos, debemos cargarlo- dijo Gula. –Orgullo, tómalo de los pies y yo lo sujetare de los brazos- con un gesto de asco cruzándole el rostro, el vicio se acercó a Pereza y le tomo de los pies, tratando de no regurgitar. Los vicios siguieron el camino hacia el bosque, donde las puertas del infierno serian abiertas por los siete hijos del Averno.
-Nate River-
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thephantomcorp · 5 years
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La china Hilaria II
Dicen, que pueblo chico infierno grande, y por Aguascalientes en la época en que era “muy chico”, corrían los chismes, convirtiéndose en un “verdadero infierno”, pues lo que sucedía en un extremo se regaba como pólvora y en tanto que se los cuento, todo el pueblo conocía la hablilla. Por lo que se ganó el mote de “Lenguascalientes”. Y así una historia se iba formando según se platicaba, gracias al ingenio, maledicencia y fantasía del cuentista, por lo que había varias versiones de una misma leyenda.
Así paso con la famosa China Hilaria, una mujer muy castiza que vivía en el Barrio de Triana (Del Encino) por los años de 1860 y por ser coqueta y “entrona”, se corrieron varias interpretaciones sobre su persona. Se cuenta que en el Barrio de Triana existió una pulquería muy famosa, allá como a mediados del siglo pasado y la que duró muchos años. Se llamaba “Pulquería de las Chinas…” Era atendida por tres hermanas, Andrea, Micaela e Hilaria las que además de hermosas eran mujeres de “pelo en pecho”, no se dejaban de nadie y como la Adelita, “hasta el mismo coronel las respetaba”, pues el famoso bandido Juan Chávez, al que hicieron coronel los conservadores, les guardaba sus frijolitos al grado que callaba a sus asistentes cuando decían alguna mala palabra frente a las chinas, quienes lucían hermosas cabelleras rizadas.
Contaba Don José Ramírez Palos que la pulquería ubicada en el corazón del barrio era muy frecuentada, no solamente por los trianeros, sino también por muchos otros parroquianos del pueblo “pero los clientes más asiduos, eran los veteranos de las guerras de Reforma e Intervención, que en muy amigable camaradería, se contaban sus hazañas bajo los frescos emparrados que sombreaban el patio de la pulquería, y así, sin rencores , rememoraban hechos y contaban sabrosísimas anécdotas”.
La “Pulquería de las Chinas” era frecuentada, como muchas otras, por el famoso bandido Juan Chávez, el terror de Aguascalientes, así como por sus ayudantes los capitanes: “Bueyes Pintos”, “El Chato Góngora” y Pantaleón “El Cuate”, los que varios escándalos cometieron en esa “emborrachaduría”, solapados por las tres hermanas, que según las malas lenguas, también fueron sus mujeres. Ellas, dice Ramírez Palos, estaban perfectamente identificadas con sus “hombres”, los emulaban admirablemente, pues cuando ellos andaban en sus correrías, ellas no desperdiciaban ocasión para desvalijar a los transeúntes que se aventuraban por los lugares donde tenían establecido su hato. Para llevar a cabo con seguro éxito sus atracos, las chinas se vestían de hombre y después de haber amarrado a sus victimas, para mejor robarlas, se cambiaban de indumentaria, vistiendo sus elegantes trajes femeninos. Estaban acostumbradas a las más duras faenas, a las labores propias de los hombres, pero al vestirse de mujeres, eran verdaderas y afectuosas damas.
Dice la leyenda que en la mañana del sábado de gloria del año de 1892, después de que las chinas acompañadas de sus guitarras, cantaban las mañanitas al “abrirse la gloria”, como era costumbre, reunían a un grupo de sus amigos “los asiduos asistentes” a la pulquería y les obsequiaban las “catrinas” de la casa, mientras ellos referían el relato de sus hazañas. Al calor de los pulques, las historias eran cada vez más interesantes. “El maestro Braulio”, que había militado durante la guerra del 47 a las órdenes del general Miñón y en la de Reforma, en las filas conservadoras, las del aguerrido Miramón; contaba como las mujeres de Aguascalientes dieron pruebas de un altísimo patriotismo, negándose a prestar sus servicios al odiado invasor y muchas veces matando a los soldados gringos que se aventuraban a internarse por las tortuosas callejas de nuestro barrio. Anacleto, también contó sus aventuras ante la admiración de los invitados al jolgorio, los que se mostraban atentos al escuchar tales hazañas.
Por allá en un rincón se encontraba Blas, el que “chupando”, observaba a los relatores. Era un hombre de no malos bigotes, que tenía dos personalidades bien definidas. En su juicio era muy serio, hasta hosco y de pocas palabras. Pero, con copas encima, era agradable, gran cuentero, quien tenía mucha sal para aderezar sus historias, así como sus “chistes”.
En una libreta que llamaba “chistera”, anotaba sus cuentos y podía estar horas y horas deleitando a la concurrencia con sus simpáticas chanzas. Después de pedir permiso a Hilaria, la que fuera mujer de Pantaleón “El Cuate”, y tener la venia de la China Hilaria para relatar la historia, dijo: Como todos ustedes saben, mi amigo Pantaleón fue uno de los ayudantes del coronel Juan Chávez y por lo mismo estaba acostumbrado a “rebalsar de lo lindo y gastar hasta alazanas, para darle gusto a su preciosa, la China Hilaria, que portaba los más finos rebozos que se vendían en la Feria de San Juan y que con mucha gracia lucía en las fiestas de San Marcos, donde era la envidia de las meras catrinas por sus bellos zagalejos de legítimo castor cubiertos de lentejuela de oro, sus ricos hilos de coral que valían harto dinero y más que por sus galas, por el donaire con que las llevaba y la hermosura de los veinte años”.
Y continuó hablando Blas: Cuando mataron al coronel Juan Chávez el 15 de febrero de 1869, Pantaleón se “agorzomó mucho, porque comprendió que ya no podía darse la vida a que estaba acostumbrado; y sólo el pensar que tendría que trabajar, lo ponía muy triste y además se le hacía muy cuesta arriba pensar que su buena moza, ‘ora la China, ya no podría portar sus buenos rebozos de bolita ni sus franelas de castor; y más que todo esto, le atormentaba la idea de que ya no podría garbear en fandangos y cantinas como en sus buenos tiempos, cuando cerraba el lugar y obsequiaba, con su dinero, a los clientes”.
Al pensar en trabajar, a Pantaleón se le enchinaba el cuerpo pero ya era imposible seguir su vida de aventurero y asaltador de caminos, pues ya su jefe se había “quebrado”. Como todos sus ayudantes y su propia viuda, sabían que Juan Chávez había ocultado su tesoro en una cueva del Cerro de los Gallos. El ” Cuate ” Pantaleón que conocía este lugar palmo a palmo decidió buscar la fortuna que había acumulado Juan Chávez, durante sus asaltos, ya que a él también le pertenecía por haber sido uno de sus “compinches”.
Pantaleón salió de madrugada rumbo al Cerro de los Gallos, volteaba para todos lados para estar seguro que nadie lo seguía y así casi corriendo llego a la falda del cerro. Mirando al suelo recorrió todas las cuevas, los vericuetos del lugar y hasta movía los árboles para ver si encontraba el tesoro de Juan Chávez, pero nada. “Muerto de cansancio”, casi al anochecer se sentó en una piedra para descansar y sin saber como, se quedó dormido. Estando en el más profundo sueño, “el cuate”, escuchó una voz que salía de las cuevas, era tan de ultratumba que se despabiló y paro la oreja.
Aquella voz claramente le decía que el famoso tesoro de Juan Chávez no existía, que era inútil que lo buscara, pero que el podía hacerlo inmensamente rico para poder seguir su vida de desorden y derroche. A cambio sólo le pedía que le diera trabajo todos los días por aburrirse mucho, y que el día que no pudiera hacerlo, tenía que entregarle su alma.
En aquel momento Pantaleón comprendió que el que le ofrecía el trato, no era más que el demonio. Se quedó pensando unos minutos, sabía que de no aceptar, se moriría de hambre por no saber trabajar y sobre todo, perdería a la China Hilaria, la que pobre, no lo seguiría. Y por eso, aceptó el pacto con el diablo. En un charco de agua Pantaleón se mojó la cara así como el cabello y brincando bajo del cerro se encontró que los bolsillos los tenía repletos de oro lo que le dio una gran satisfacción. Llegó a su casa y le dijo a su mujer que era muy rico, que había encontrado el tesoro de Juan Chávez, el que tanto habían buscado… que su porvenir estaba asegurado.
Hilaria no estaba muy convencida, pero como era ambiciosa, se sintió feliz de ser una potentada. Habló con sus hermanas de cerrar la pulquería y dedicarse a pasear, lo que no aceptaron por ser para ellas la pulquería una diversión. Estando Pantaleón desayunando, le dijo la sirvienta que lo buscaba un señor, al recibirlo, se dio cuenta que iba Satanás por el trabajo que le había ofrecido. Pantaleón, sin inmutarse, le dijo que deseaba le comprara una hacienda cerca de la cantera, en donde toda la vida había tenido la ilusión de tener una propiedad. Por la tarde, se presentó aquel hombre con los documentos para que Pantaleón firmara el recibo que lo acreditaba como dueño de esa propiedad. Y así todos los días por la mañana se presentaba aquel agente de negocios para recibir las instrucciones de Pantaleón el que, ya no sabía que hacer.
Le pidió que hiciera un acotamiento en toda su propiedad lo que pensó llevaría mucho tiempo, pero, al día siguiente, estaba terminado. Le pidió sembrara flores. Después, sembrar varias huertas de guayaba, durazno, etc. Mas tarde le pidió construir grandes presas, que hiciera canales de irrigación. Y así inventaba cada día cosas lógicas y hasta absurdas pero todo le concedía; en el acto, el menor de sus deseos era cumplido por el demonio que deseaba llevarse su alma.
El pobre – rico- Pantaleón se veía triste, aquel hombre simpático y dicharachero se había convertido en taciturno, callado, su cara empezó a palidecer y hasta el pelo se le caía a manojos; nada le causaba encanto ni atractivo y hasta se le quitó el hambre. A la China Hilaria, que lo conocía tanto “como si lo acabara de desensillar” le preocupó el triste estado de su marido, al que veía acabado. Una noche vio inquieto a Pantaleón, y aquel hombre tan valiente, “muy matón y de a caballo”, acabó llorando como un niño. Zarandeándolo, lo obligó a que le dijera qué pasaba y el “cuate” le dijo que lo del tesoro de Juan Chávez era mentira, le contó el pacto que había hecho con el diablo, lo que lo tenía temblando de miedo y amarillo como limón pasado.
La China lo escuchó con todo detenimiento y cuando terminó, ella soltó una sonora carcajada que se escuchó hasta la esquina de su casa. ¿Por qué no te confiaste de mí y me platicaste, antes, el trato que hiciste con el demonio?. Duérmete, le dijo, desde mañana yo me encargaré de darle trabajo a ese indecente. Trabajará toda su vida o nos dejará en paz para siempre. Pensando Pantaleón que su mujer se había vuelto loca, no pegó los ojos en toda la noche furioso de ver a Hilaria dormida como un tronco, seguramente le había comprendido su problema .
A la mañana siguiente llegó el “hombre” a la casa de Pantaleón. La china lo recibió diciendo que su marido estaba enfermo y que ella se encargaría del trabajo por el que iba, que la esperara un momento. Entro Hilaria a su pieza, sacó del buró una tijeras y se cortó un largo chino de su cabello, y con él en su mano le dijo al diablo: “Dice mi marido que mientras el se alivia y le puede ordenar lo que desea, desenrede este cabello, hasta que quede completamente liso. El diablo tomó el cabello pensando que Pantaleón había perdido el juicio. “Dígale que dentro de un rato estaré de regreso”. Riéndose se fue el diablo y riéndose se quedó Hilaria.
En la esquina Satanás comenzó a tratar de convertir en un alambre el ensortijado pelo, pero fue inútil ; duro varias horas y no pudo. Regreso a la casa para decirle a la señora que regresaría al día siguiente, con el pelo desenrollado. Pasaron varios días y el hombre aquel no regresaba. Pantaleón se sentía mas tranquilo pero al pensar que el día menos pensado se presentaría nuevamente a pedir trabajo, le entraba un gran desasosiego que lo hacía temblar. Después de varios años, un día se encontraban Pantaleón y la China en la Hacienda, sentados con los pies dentro del arroyo, cuando vieron al diablo sentado en una piedra tratando de desenrollar el pelo. De pronto les gritó : “!Ya mero termino….¡” .Pero la China mostrándole su enorme cabellera contestó : “Dese prisa, que todavía le faltan muchos mechones que desenchinar” .
Al ver Satanás la espesa y larga cabellera de Hilaria, aventó el chino que le había dado la esposa de Pantaleón, gritándoles: “¡ Me doy por vencido, aquí se acabó nuestro trato ¡”. Pantaleón y la China se abrazaron bailando de gusto, eran ricos y se habían quitando al diablo de encima. Pero como no estaban acostumbrados a trabajar, poco a poco se quedaron en la inopia. Pantaleón se murió y la China continuó con su pulquería . Pero al conocer la historia los trianeros, y saber la audacia de la mujer, cuando alguien se pasa de listo le dicen : “Este parece hijo de la China Hilaria”. La China Hilaria se puso en jarras y le dijo a Blas : “Te deje contar mi historia pero no para que me “choties”. Paga tus copas y lárgate de la pulquería”. La leyenda se ha difundido oralmente, y aquí quedo escrita. Muchas gentes la conocen. Y la frase “Hijo de la China Hilaria”, es aun más conocida, sin saber de donde proviene, aunque es de suponerse que se da por hecho que un hijo de aquella sagaz mujer ha de ser enredoso y trapacero y como ella misma, capaz de engañar al mismo diablo.
FUENTE: http://bit.ly/1exnrod
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elyoquenoencuentro · 6 years
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“Mar, mar, enemigo” Guillermo Cabrera Infante
En oleadas sucesivas, como una continuación de las olas formadas en el mar, le llegó la brisa, fresca, húmeda, evanescente, y con ella vino el rumor del mar y el picante olor a salitre: todo le llegaba del mar, hasta la espera. Y ella odiaba al mar, porque sabía que le era hostil. El mar debe ser una mujer, pensó.
—Sólo una mujer puede ser tan dura con las mujeres y tan blanda con los hombres —dijo y recordó que alguien dijo que al mar debía llamársele la mar porque también lo afectaba la luna; no podía recordar quién lo dijo: —Pero debe ser una mujer —dijo.
Más que nada lo odiaba por la misma razón que se maldice al cartero que pasa de largo: porque el mar era un medio de comunicación entre ella y él y ahora le negaba toda noticia. El dijo: «Mira al mar. Míralo siempre y sabrás si vuelvo o no. El te dirá», pero él no había contado con el mar, de donde el mar era un mensajero sin saberlo. Nadie contaba con él y todos querían que fuese el recadero perfecto. Se despachaban embarcaciones, se echaban botellas llenas de mensajes, se tendían cables, y todos querían que las noticias llegaran pronto y sin novedad y con precisión al punto de destino. Y ahora ese hombre, ese marino misterioso, envuelto en sombras, ocupado en raros trajines, que utilizaba el mar y la noche como cómplices, no decía más que «Mira al mar: él te dirá» y dejaba el resto (la improbabilidad, el error, la mala fortuna) al azar, y esta mujer odiaba al mar porque el mar, siempre sin saberlo, demoraba en decir que sí o que no.
Se recostaba a una de las delgadas varas de ocu je que servían de columnas al soportal, parada allí, cuello y espalda envueltos en un rebozo negro, mirando a la distante y extensa llanura del mar, las blancas y móviles costras de espuma como algodoneros florecidos sembrados por error en un campo de espartillo iluminado por la luna,- buscando con los ojos inútilmente el punto luminoso, la señal.
La mujer (que no es de ahí, que no vive en ese lugar, que ha llegado al atardecer en una camioneta silenciosa como la noche) es todavía joven pero ya ha pasado los años de la primera juventud y guarda la serena belleza de la mujer que sabe que sus años de frenesí y ajetreo, los años para malgastar han pasado. Sabe que son los años de la sonrisa, no de la risa; los años del reverso, de las sombras, del eco: más que el tiempo de la guerra, el de la paz; el tiempo de la tregua con la vida. La mujer aunque ha nacido en el país, ha vivido tanto tiempo en el extranjero que hay que considerarla una extranjera. Habla y viste como extranjera, no una extranjera de un lugar determinado, sino de cualquier parte, o mejor de ninguna parte.
La otra mujer (que tampoco es de ahí y que también ha llegado sin ruido, es tan silenciosa que su compañera a veces comienza a buscarla en su memoria, porque cree que la ha dejado olvidada en el camino o en el lugar de donde vino), porque hay otra mujer dentro de la casa, no es una mujer, sino algo remoto, y desvaído, algo de otra época y otra civilización enquistado en aquella casucha, ajena a lo que la rodea y sin embargo alerta: parece dormitar y siempre se la ve presente en todo, participando en el menor suceso con una prisa detenida, o más bien: disparándose lentamente, llegando siempre al objetivo en el momento preciso, pero haciendo ver como si desde el principio de la acción ésta sería inútil porque llegaría demasiado tarde. Era una india y se vestía como india: con un amplio sayo de una sarga de un gris indefinido, sus grandes y sucios pies calzados en unos huaraches estropeados por el uso y penetrados de ese molesto y repelente olor que despide el cuero mojado, y sus negros cabellos peinados en una trenza de la nuca a la cadera. Era una india y se sentaba como las indias: acurrucada, su cuerpo recogido sobre sí mismo en un taburete ridiculamente pequeño, que está arrumbado en uno de los rincones de la casa. Era una india y sabía (no era presentimiento sino conocimiento) que la espera era inútil. Era una india y parecía una india.
La casa, porque de alguna manera hay que llamarla, era un bohío. Menos que eso: una choza abandonada, construida de yaguas y con techo de guano y en la que el único detalle importante es ese portal de varas de ocuje (¿traídas desde lejos, por un raro capricho del constructor, o encontradas en la playa, varadas, como náufragos?) que da al mar: un lujo inútil en aquella región y que le confiere la inquietante apariencia de una casa de playa construida por indigentes, quizá el hogar de carboneros de la Ciénaga o la cabaña de un pescador, y no tiene más que una espaciosa habitación de piso de tierra y sin ventanas, con una puerta al frente y otra detrás, las dos sin hojas, no sólo para permitir la ventilación sino para dar salida a una casita casi de juguete, también de guano y yaguas, que es el retrete, construidas ambas en una elevación de la costa que le sirve de protección y de atalaya, medio confundidas entre la profusión de caletas y la grava oscura sembrada de hicacos y salvia marina, y un poco detrás las canas, las palmas canas secas y amarillosas y la yana, dura, recia, las pocas que quedan, las que no talaron los carboneros, resisten al sol y al mar y al viento; más allá, al otro extremo de la playa, de arenas prietas, está el estero y dentro la impenetrable vegetación de los mangles, extendiéndose, como una gangrena verde, de las arenas negras del playazo a las mansas aguas sepias, coloreadas por el tanino: el manglar, dilatado, misterioso y fascinante, un monstruo vegetal que usa zancos para cruzar el agua.
Lo conoció cuando un día del colegio las llevaron al circo (entonces ella no tenía más de dieciséis años) y él trabajaba en él, no de estrella principal, ni siquiera de segunda figura, sino que era uno de los seis cuidadores que salían con los elefantes, y era el más insignificante de ellos, casi enano entre los seis elefantes y los cinco americanos enfundados en amplios monos azules, pero se distinguía por ser el que mejor gobernaba su elefante, blandiendo el bastón de hierro y pegando duro sobre la trompa, el pobre animal hurtando su costrosa corpulencia, temeroso de los golpes. El no era más que eso: un cuidador, un tarugo, uno (el menos significado) entre todos los que salían a la pista, pero ella lo vio y no miró más a los trapecistas, ni al domador de leones, ni al jinete español y su alazán, que tanto le gustaban. El también la vio a ella.
En el circo no eran sólo los animales los que le temían y cuando propinó una terrible paliza al que tenía a su cuidado, lo despidieron. El amenazó de muerte al domador de elefantes, pero al mes el circo marchó a la Elorida, y sus amenazas no sabían nadar.
Volvió a trabajar como chofer (porque tenía el inexplicable atractivo de los gigolós para las damas ricas) para una viuda adinerada, que trataba de esa manera de justificar el dinero que le daba, aunque sus manos pocas veces las puso en el timón. Como se veía bien en su uniforme azul pizarra, pronto visitaba por las noches el cuarto de la sirvienta y también entraba en el cuartuco junto a la cocina a morderle la oreja a la negra cocinera, en ambos lados furtivamente, porque la señora siempre estaba mirando a través de las persianas para las ventanas de la habitación sobre el garaje, hasta que la luz de allá se apagaba o hasta que Chani apagaba la luz de acá. Y por encima de estas turbias aventuras, o más bien: echándolas a un lado, estaban las vueltas al colegio, para ver de lejos a Elorencia, que acudía al portón enrejado a verlo pasar en su máquina —esas veces sin uniforme. Y él sabía que aquella estampa de la niña estrujando su cara contra los barrotes de hierro, le ponía algo ajeno dentro, no honradez ni pureza, porque esas palabras no entraban en sus planes, sino algo nuevo, diferente, no sentido hasta ahora, un objeto tangible pero impalpable que se colaba dentro, desplazando sus entrañas y poniendo en su lugar una nada que se desbordaba por cada hoyo del cuerpo, inagotablemente: algo como una enfermedad, como una gripe del alma, un estado de sensualidad y fiebre que desde el principio él no pudo o no quiso diagnosticar como amor.
¿Y la niña? Bien, aunque la piel de la niñez la dejó en diciembre, en el circo, como algo que ya no necesitaba. Sentía que todo cambiaba, que el colegio no era más un hogar, sino una casa, casi una prisión, y veía los hierros del portón no como antes, sino como barrotes que aprisionaban su carne, y el mismo portón no era una entrada sino la salida a un mundo que la llamaba, a una vida que le pertenecía y sin embargo le estaba prohibida, como el monte para un pájaro enjaulado.
El pájaro escapó. Primero fueron salidas breves, vueltas a la manzana cuando ya había sonado la queda, después se extendieron al barrio y al centro de la ciudad, por último ella se quedó toda la noche fuera y al amanecer, cuando regresaba a su cama, se encontró una comitiva de espera, con la superiora al frente. Oyó adjetivos que nunca había oído y que jamás olvidaría, y después de una semana de confesiones, arrepentimiento y padrenuestros, vinieron a buscarla de su casa, por lo que ella, que creía que el perdón religioso lo arreglaba todo, encontró inútiles, con rencor, los ejercicios de purgatorio a que la habían sometido. Fue enviada por la familia a una finca lejana de la que ella había oído hablar como de algo remoto e inaccesible que asociaba con Constantinopla, y mantenida allí como en cuarentena. Pero su mal no era de la calidad efímera de las epidemias, sino una enfermedad crónica, incurable, que había hecho de su cuerpo campo de cultivo.
Chani (el hombre se llamaba Chani Picahia) encontró el escondite y la rescató o la raptó y le contó cómo había tenido que robar a la señora dinero y el auto, que pronto convertiría también en dinero, y cómo escaparían en una goleta anclada en un puerto de la costa sur. Él no habló de cambiar aquella vez pero, por si tratara de hacerlo, ella le dijo; «No me digas nada de cambiar o cosa parecida. No te quiero reformado, sino formado como estás. Quizá te quiero porque eres el reverso de la medalla del bien. Porque eres justamente lo contrario a todas esas prédicas que me han metido en la cabeza a la fuerza, sin dejarme decir si las quería o no, si las necesitaba o sobraban.» Él respondió que estaba bien, que eso lo hacía todo más fácil, pero que, sobre todo, no quería discursos.
Así comenzó. Y continuó por espacio de diez a quince años, durante los cuales el hombre participó en confusas, riesgosas aventuras, y la mujer, siempre junto a él a veces, le ayudó. Como ahora.
Dijo: «Éste es un gran golpe. No puede fallar.» Lo había madurado desde el principio. «Será un doble juego perfecto. Claro que los riesgos serán dobles también. Pero lo tengo todo tan bien planeado. Qué va; no puede fallar.» Y le dio a ella sus instrucciones: vendría a la isla, al cuartel de la ciénaga, como ellos le llamaban al bohío; porque no sabía el camino vendría con la india, alquilaría un carro, preferiblemente un pisicorre, y esperaría su señal en la noche o la madrugada, seguidamente, si todo salía bien, traerían el cargamento a la capital, donde lo venderían. Con ese dinero se marcharía bien lejos, a ponerlo en algún nuevo negocio no mucho más limpio, pero sí más productivo y menos peligroso. Habló también de lo que debía hacer si no veía la señal: «Oye, Flor, si a las tres no hay candela, te vas a escape, y esperas un día o dos en Aguada. Si no regreso en ese tiempo vuelves a la capital o vas a casa de los viejos, como quieras. Si no sabes más de mí, puedes imaginar lo más heroico, lo más espectacular, lo más literario. Que será todo lo contrario.» Y la besó larga y fuertemente, tanto que aún le duele. Después, ya yéndose, fue que dijo lo del mar.
Ahora, diez, quince años después, se ve de regreso a la isla, que ha sido siempre el accidente geográfico que más ha aborrecido, una porción de tierra más o menos limitada, rodeada de agua por todas partes, menos por arriba, excepto cuando llovía: una roca miserable, un escollo, una balsa inmóvil, una astilla del naufragio de la tierra firme aislada por el mar, una jaula de agua: una prisión. Ahora frente al mar, hosco, iluminado por una luna irreal e inútil y por eso oscuro, engañoso, con leves rizos en la superficie y dentro sólido, un bloque, no estático como la tierra sino una mole que avanza y se retira incesantemente siempre agresivo y sin embargo tranquilo, manso, acostado, con un rumor de gatos que roncan, un ronroneo que invita peligrosamente a tenderse y dormir, confiado, sabiendo que tiene a la tierra a su merced y que siempre que ataque saldrá vencedor, laso, reposante en su lecho, pero atento, vigilante y presto a saltar y golpear: el mar es un gallo negro de crestas blancas de espuelas de olas, enfuriado y pasivo a la vez: es un cuervo de alas de agua y de la negrura de su plumaje entresalen blancos plumones: es un caballo-loco, negro y salvaje, que atado sin embargo cabalga con furia dentro de un hoyo, sus dispersas crines blancas al viento, la boca babeando blanca espuma, el belfo que arrastra con ruido de resaca los guijarros de la orilla, bufando locamente mientras con tenacidad piafa, sus cascos golpeando obstinadamente la arena de la playa: cuervo de malagüero, gallo negro y caballo-loco, adversarios, rivales, enemigos de aquella mujer que, también con hostilidad, lo espía confiando salir triunfante porque conoce sus secretos y porque aguardar para ella es una segunda naturaleza y porque a la larga ha aprendido que su hombre es un vencedor, no un guerrero medieval ni un caballero andante, sino un contrario agazapado, traidor pero, hasta hoy, siempre ganador.
Pero algo dentro de ella susurra: El mar no es un elefante.
Se vuelve, atraviesa el portal y penetra en la casa, con paso largo y suelto, pero según traspasa la puerta, se detiene, parada en seco porque en el suelo y a la poca luz del quinqué ha visto una mancha oscura, un nudo de pelos, una axila, la sombra de una mano, y supo al tiempo que la veía que era una araña. Siente que las piernas le flaquean a pesar de que todo su cuerpo está rígido por la sorpresa y el miedo. Trata a la vez de llamar, de correr afuera, de aplastarla con el pie, pero está fascinada por aquella pequeña alimaña que ahora está segura que la mira desde su minúscula cabeza barbada.
No la vio saltar pero sintió el leve golpe en un seno y se dio cuenta que la araña había caído justamente encima del rebozo y aunque no se atrevía a mirar, por sobre el párpado inferior, por debajo de la rosada y difusa línea de la boca podía distinguir la mancha más negra como estampada en la tela negra y, cuando trató de llamar a la india, de su boca no salió más que un «¡ Aa!», que era mitad ah y mitad ay. Pero la india, un instante antes de dar el salto la araña, se había disparado hacia la puerta, una mano, la derecha, en alto y la otra levantando el extremo de su larga y ancha enagua, cubriendo en tres pasos la distancia que la separaba de la puerta, los labios apretados y sus ojos fijos en la araña, toda su cara estirada como una flecha que indicara el bicho, la nariz y la barbilla formando las aristas convergentes, ella veloz e infalible como saeta que no yerra, arrancó decididamente la araña de la tela, en su cara (ya una flecha encajada, en reposo) una mezcla de disgusto y placer, y la aplastó contra la pared.
La mujer al fin pudo hablar:
—¿No te mordió?
—No más en la mano niña. Pero...
—Vaya. Qué suerte.
—Dejó su figa en las cachazas. ¿Ya usté niña?
—Nada más el susto. Anastasia —dijo la mujer.
—No estaba de Dios —dijo la india.
—Gracias a ti.
—Yo no hice na niña. No estaba de Dios no más.
—Son unos animales repugnantes —dijo la mujer.
—Tienen que vivir niña. Son como los cristianos, niña, que pa vivir unos tienen que matar a otros —dijo la india, hablando palabra a palabra.
«¿Por qué tendrá que hablar tan despacio?», pensó irritada Florencia, la mujer, y dijo: —Gracias de todas formas.
—De nada niña. No estaba de... —comenzó la india, pero la mujer, volviendo la espalda, saliendo al portal, cortó:
—Bueno, ya ya ya ya.
—Como mande, niña —dijo la india.
«Tenía que salir», tenía que salir a respirar aire puro, a bañarse en la brisa del mar, a que el salitre le quitara el miedo y el hedor, «si no, me ahogaba».
—Es mejor encarar al mar —dijo, detenida en el portal, mirando a un punto imposible entre el mar y el cielo. De seguida recordó el incidente de la araña y pensó que le debía a aquella mujer, a quien nunca había considerado una mujer, un gran favor, y se sintió encadenada a ella.
—La gratitud es la peor forma de servidumbre —dijo y se dijo que debía encontrar la manera de devolver aquel favor con uno mayor, no por la india sino por ella.
Una hora, una o dos: ella diría diez, antes había visto salir la luna, una luna mal hecha, chafada por los bordes como una canica estropeada, que emergió de entre unos rabos de nubes por sobre el horizonte; luego aquella caricatura de la luna logró desprenderse de los harapos de nube y brillar con intensidad, alumbrando el mar y la costa, y la mujer había pensado que una luna tan luminosa lo hacía todo más difícil. Ahora la luna se había ocultado y la mujer se sintió más tranquila.
Arriba, los puntos luminosos de las estrellas cobraron brillantez y abundaron, y la mujer pensó con agrado que el cielo era un espejo que reflejaba una ciudad lejana. Desde los mapas del cielo del atlas, los hermosos mapas negros con la línea del reloj de arena dibujados en ellos, vistos en la niñez cuando estudiaba geografía universal, de la voz cómicamente aflautada de Sor Circuncisión, llegaba a este mapa del cielo dibujado en el cielo, la lección:
«etcétera. Las más brillantes se llaman de primera magnitud, las que siguen a éstas en resplandor, de segunda magnitud, y así se conviene en que hay estrellas de cuarta, de quinta magnitudes, etcétera. El tamaño que para nosotros tiene una estrella depende no sólo de su volumen real, sino sobre todo de la distancia. Son estrellas de primera magnitud: Sirio, que es la estrella más brillante, Arturo, Vega, Aldebarán, Antares, etcétera: de segunda; las de la constelación de la Osa Mayor o Carro de David; de tercera; las de la Osa Menor, etcétera. Aquí encontramos la estrella Polar, que marca el Norte siempre, y que, por tanto, sirve para la orientación. El firmamento está plagado de soles, satélites, planetas, etcétera, mayores y menores que nuestros familiares Sol, Marte, etcétera, pero sólo la Tierra ha sido escogida por el Sumo Creador, Dios, para habitación del hombre, perros, caballos, etcétera y los demás animales de la Creación. El firmamento es brillante, pero su brillo, como la vanidad humana, es cosa efímera, pues el día del Juicio Final, lo ha dicho el Apóstol San Juan en su Apocalipsis, todas las estrellas se han de apagar».
—Esa de ahí es Sirio. Aquélla es la constelación de Orion. Osa Mayor, Can Menor, Osa Menor, Can Mayor. ¿Se apagará también la hermosa Betelgeuse, mi buena e ignorante Sor etcétera?
«La estrella Polar que marca el Norte, siempre sirve para orientarse», pensó.
Sus ojos descendieron desde el brillante punto solitario hasta la raya que marcaba el horizonte y sin notarlo se halló buscando en la inerte masa oscura que tenía delante, extendida a izquierda y derecha de los ojos, un indicio, una señal.
Llamó fuertemente:
—¡Anastasia, ven acá!
La india se acercó presurosa y callada, sólo su enagua produjo algún sonido al rozar el marco de la puerta.
—Mande, niña —dijo.
La mujer, de espaldas, andando hacia la playa, habló:
—Acompáñame.
Echaron a caminar hasta la orilla del mar, la india detrás de Florencia, cumpliendo aquel acuerdo tácito que convertía a la primera en criada y guardaespaldas de la última. Descendieron el ribazo, sembrado aquí y allá de hicacos y salvia marina y caminaron sobre los guijarros sueltos de más abajo. Oyen aletear, muy cerca del agua, un pájaro que vuela rápido a lo largo de la costa y se pierde entre el rurnor de la resaca. La arena es muy suelta al principio y los pies de las dos mujeres se hunden suavemente, haciendo la marcha titubeante y lenta; luego, más próximo al mar, el agua la solidifica y los zapatos van dejando una huella bien impresa y efímera, porque la próxima ola, más larga, cubrirá de agua el molde de la huella y después la borrará. La mujer siente que un menudo roción moja su cara, los pequeños puntos salobres picando en su labio como leves mordidas, y la brisa le despeja la frente, llevando hacia atrás su cabellera y, como lo considera un regalo del mar, se aparta de su lado y vuelve a caminar sobre la arena suelta, casi en las faldas del ribazo. Siempre en fila, vadearon cuidadosamente algunos charcos dejados por la marea en su retirada y recorrieron la desolada playa una y otra vez, la mujer delante, oteando con obstinación al mar, la india detrás caminando lentamente, mirando al suelo, el andar pausado, quedo, la cabeza gacha, su enagua y su pelo tan negros que dejan su cetrino rostro suspendido, en toda ella un misterioso aire de caminar dormida o más bien; indiferente a todo.
Al cabo, la mujer se detuvo y llamó:
—¡Anastasia, ven acá!
La india se adelantó hasta ella, escurridiza, silenciosa, como resbala una gota de aceite sobre la mano mojada.
—Mande niña —dijo.
La mujer aguardó para mandar, como si esperase que la otra mujer acomodara sus ojos al cuarto oscuro de la noche.
—Anastasia, ¿qué ves?
La india se quedó callada.
—¿Puedes ver tú la señal?
No tenía que esperar para contestar, pero se demoró mucho en hacerlo, quizá dando tiempo para que la respuesta fuese acatada, quizá porque era india, pero nunca porque guardase la esperanza de ver la señal.
—Nada niña. Ni asomo.
La mujer no tuvo que decirle a la india que volviesen a la casa.
—¿Por qué no pasa adentro? Aquí se va jelar —dijo la india, como la viese sentada mucho rato en la tierra apisonada del portal, mirando a lo lejos.
—Estoy bien aquí.
—Al menos le traigo en qué sentarse.
—No te molestes —dijo la mujer.
—No es nenguna —dijo la india.
—Como quieras.
—Es que habrán bichos por ahí —dijo la india.
—Está bien. Trae un taburete —dijo la mujer.
—Le trairé un taurete.
En este momento, la mujer sentada en un viejo taburete de cuero, su cabeza recostada contra uno de los postes, mira al mar y a las estrellas, tratando de encontrar la contraparte de alguna de ellas en el mar. La oscuridad y el esfuerzo le forman puntos luminosos que ella ve brillar con sorpresa repetidamente, hasta que pestañeando logra borrarlos, como a engañosos puntos de tiza en la pizarra del mar. Arriba pasa graznando con sonido de tijeras de podar, una lechuza. La oscuridad se hace tan extrema, ahora que la india por orden suya ha apagado el quinqué, que los oídos le zumban y siente que se va a desmayar. La negrura le entra por los huecos de la cara como un líquido baboso. Piensa que ya es de madrugada y por primera vez tiene sueño. Sosegadamente, adormilada por el distante rumor del mar, soñando que está despierta, duerme.
Despierta sobresaltada y mira al cielo. Una lluvia de estrellas cae sobre el mar. Todas las estrellas se desprenden y caen, una a una, y bajan flotando, sin prisa, luminosas como bengalas, y luego quedan ardiendo sobre el mar, soltando un humo blanco y espeso, y permanecen como puntos de luz, como señales acordadas. Una se disparó hacia arriba como el cohete de auxilio de un buque que se hunde. Del cielo siguieron cayendo las estrellas, hasta que la concha de arriba quedó a oscuras y la comba de abajo se sumió en una oscuridad aún mayor, después que la última señal se apagó.
Sintió que en la oscuridad alguien le echaba encima una manta y un calor confortable la hundió más en el hueco del sueño.
La india la tocó suavemente por un hombro y la mujer entreabrió los ojos y vio que ya era de día. La india ensayaba muy cerca de su cara lo que a duras penas podía llamarse una sonrisa. Tenía dientes amarillos y cariados.
—Buen día niña —dijo.
—¿Qué hora es, Anastasia?
—-Temprano niña.
—No debiste haberme dejado dormir —dijo la mujer, con reproche.
—Usté dormía y yo miraba niña. No podía con el sueño.
—¿Viste algo? —preguntó la mujer.
—No más que el fegofato de los pejes.
La india entró en la casa y luego regresó con una vasija de esmalte en las manos.
—Hice café pa usté niña.
—¿Y este jarro? —preguntó, desconfiada, la mujer.
—Lo traje niña.
—No quiero ese café.
—Tómelo no más niña. Verá que le hace bien —dijo la india.
—No quiero, te he dicho.
La india se encimó más sobre la mujer y trató de ponerle el vaso en las manos.
—Está limpio niña —dijo.
La mujer tomó el vaso en sus manos y lo arrojó lejos. La india no dijo nada.
—Te dije que no quería —dijo la mujer, fuera de sí.
—Usté manda niña —dijo la india.
Florencia echó a un lado la fra2ada y se dirigió a la playa. Cuando descendía el ribazo vio a la india recoger el jarro del suelo y limpiarlo en la falda.
Caminó por la playa mirando alternativamente al mar y a la sinuosa línea de costa que marcaban las olas. El crujido de sus pies oprimiendo con fuerza la arena, hizo que una cayama, que daba breves saltos en la arena emprendiera el vuelo a lo largo de la playa hasta perderse en el bosque de mangles, a lo lejos. Se detuvo frente al mar: estaba liso y cubierto de un gris plomizo hasta la mitad, de ahí en adelante tenía una suave coloración azul cobalto, con manchas blancas que se levantaban y desaparecían y, a veces, corrían de izquierda a derecha, saltando, como marsopas de espuma. Par algún lado, el sol, que ahora brillaba fuerte, hacía reverberar el cielo sin nubes. Siguió su camino, que era incierto e inútil.
Cerca del ribazo, entre una profusión de chinas pelonas batidas por las olas, encontró una botella verde llena de agua hasta la mitad. Sin saber por qué, se vio llorando frente al mar.
Cuando regresó halló a la india agachada sobre un plantío de hicacos, comiéndolos despaciosamente.
—Nos vamos —le dijo.
—Sí niña —dijo la india.
Detuvo la camioneta junto a la casa.
—Anoche soñé con una lluvia de estrellas, Anastasia —dijo la mujer, aferrando con sus manos el timón—. El cielo se quedó sin ninguna y luego una de ellas quiso regresar al lugar de donde había venido.
—Es un sueño raro niña.
Miró al mar por última vez y lo sintió tan hostil como cuando había llegado el día anterior, al atardecer, y pensó que nada se parece tanto al alba como el ocaso.
—Sí, fue un sueño raro. ¿Qué querrá decir, Anastasia?
—No sé niña.
Se miró las manos y las vio ajenas y hostiles como el mar. Ahora sabía que no tendría que buscar más nada en el mar.
—Dime, Anastasia, ¿es buena o mala suerte? —preguntó la mujer.
—No puedo decirle niña —dijo la india.
Ella miró a la india, a sus ojos amarillos como las cuencas de los ojos de las aves disecadas.
—Pero tu gente... sabe —dijo la mujer.
—No saben niña. Mi gente no sueña con estrellas que llueven.
—Tú sabes —dijo con reticencia la mujer.
—No sé niña. Se lo juro.
La mujer comprendió que nunca sabría nada de aquella otra mujer.
—Fue un sueño raro, Anastasia -—dijo.
—Sí niña —dijo la india
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jose-a-perez · 6 years
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La larva (1910) por Rubén Darío (1867-1916) Como se hablase de Benvenuto Cellini y alguien sonriera de la afirmación que hace el gran artífice en su Vida, de haber visto una vez una salamandra, Isaac Codomano dijo: -No sonriáis. Yo os juro que he visto, como os estoy viendo a vosotros, si no una salamandra, una larva o una ampusa. Os contaré el caso en pocas palabras. Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la llegada de los conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes. En una familia pobre, que habitaba en la vecindad de mi casa, ocurrió, por ejemplo, que el espectro de un coronel peninsular se apareció a un joven y le reveló un tesoro enterrado en el patio. El joven murió de la visita extraordinaria, pero la familia quedó rica, como lo son hoy mismo los descendientes. Aparecióse un obispo a otro obispo, para indicarle un lugar en que se encontraba un documento perdido en los archivos de la catedral. El diablo se llevó a una mujer por una ventana, en cierta casa que tengo bien presente. Mi abuela me aseguró la existencia nocturna y pavorosa de un fraile sin cabeza y de una mano peluda y enorme que se aparecía sola, como una infernal araña. Todo eso lo aprendí de oídas, de niño. Pero lo que yo vi, lo que yo palpé, fue a los quince años; lo que yo vi y palpé del mundo de las sombras y de los arcanos tenebrosos. En aquella ciudad, semejante a ciertas ciudades españolas de provincias, cerraban todos los vecinos las puertas a las ocho, y a más tardar, a las nueve de la noche. Las calles quedaban solitarias y silenciosas. No se oía más ruido que el de las lechuzas anidadas en los aleros, o el ladrido de los perros en la lejanía de los alrededores. Quien saliese en busca de un médico, de un sacerdote, o para otra urgencia nocturna, tenía que ir por las calles mal empedradas y llenas de baches, alumbrado a penas por los faroles a petróleo que daban su luz escasa colocados en sendos postes. Algunas veces se oían ecos de músicas o de cantos. Eran las serenatas a la manera española, las arias y romanzas que decían, acompañadas por la guitarra, ternezas románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio cantor, de pocos posibles, hasta el cuarteto, septuor, y aun orquesta completa y un piano, que tal o cual señorete adinerado hacía soñar bajo las ventanas de la dama de sus deseos. Yo tenía quince años, una ansia grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más ambicionaba era poder salir a la calle, e ir con la gente de una de esas serenatas. Pero ¿cómo hacerlo? La tía abuela que me cuidó desde mi niñez, una vez rezado el rosario, tenía cuidado de recorrer toda la casa, cerrar bien todas las puertas, llevarse las llaves y dejarme bien acostado bajo el pabellón de mi cama. Mas un día supe que por la noche había una serenata. Más aún: uno de mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta, cuyos encantos me pintaba con las más tentadoras palabras. Todas las horas que precedieron a la noche las pasé inquieto, no sin pensar y preparar mi plan de evasión. Así, cuando se fueron las visitas de mi tía abuela -entre ellas un cura y dos licenciados- que llegaban a conversar de política o a jugar el tute o al tresillo, y una vez rezada las oraciones y todo el mundo acostado, no pensé sino en poner en práctica mi proyecto de robar una llave a la venerable señora. Pasadas como tres horas, ello me costó poco pues sabía en dónde dejaba las llaves, y además, dormía como un bienaventurado. Dueño de la que buscaba, y sabiendo a qué puerta correspondía, logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos, comenzaban a oírse los acordes de violines, flautas y violoncelos. Me consideré un hombre. Guiado por la melodía, llegue pronto al punto donde se daba la serenata. Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza y licores. Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero A la luz de la pálida luna, y luego Recuerdas cuando la aurora... Entro en tanto detalles para que veáis cómo se me ha quedado fijo en la memoria cuanto ocurrió esa noche para mí extraordinaria. De las ventanas de aquella Dulcinea, se resolvió ir a las de otras. Pasamos por la plaza de la Catedral. Y entonces...He dicho que tenía quince años, era en el trópico, en mí despertaban imperiosas todas las ansias de la adolescencia... Y en la prisión de mi casa, donde no salía sino para ir al colegio, y con aquella vigilancia, y con aquellas costumbres primitivas... Ignoraba, pues, todos los misterios. Así, ¡cuál no sería mi gozo cuando, al pasar por la plaza de la Catedral, tras la serenata, vi, sentada en una acera, arropada en su rebozo, como entregada al sueño, a una mujer! Me detuve. ¿Joven? ¿Vieja? ¿Mendiga? ¿Loca? ¡Qué me importaba! Yo iba en busca de la soñada revelación, de la aventurera anhelada. Los de la serenata se alejaban. La claridad de los faroles de la plaza llegaba escasamente. Me acerqué. Hablé; no diré que con palabras dulces, mas con palabras ardientes y urgidas. Como no obtuviese respuesta, me incliné y toqué la espalda de aquella mujer que ni quería contestarme y hacía lo posible por que no viese su rostro. Fui insinuante y altivo. Y cuando ya creía lograda la victoria, aquella figura se volvió hacia mí, descubrió su cara, y ¡oh espanto de los espantos! aquella cara estaba viscosa y deshecha; un ojo colgaba sobre la mejilla huesona y saniosa; llegó a mí como un relente de putrefacción. De la boca horrible salió como una risa ronca; y luego aquella «cosa», haciendo la más macabra de las muecas, produjo un ruido que se podría indicar así: -¡Kgggggg!... Con el cabello erizado, di un gran salto, lancé un gran grito. Llamé. Cuando llegaron algunos de la serenata, la «cosa» había desaparecido. Os doy mi palabra de honor, concluyó Isaac Codomano, que lo que os he contado es completamente cierto.
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Las Tablas (Panamá). La tradición de la pollera lleva aparejado un negocio en auge: el de arreglar a las mujeres que lo visten, una labor que requiere de personal experto en peinado, maquillaje y joyería para hacer resaltar uno de los vestidos más bellos del mundo y atuendo típico femenino de Panamá.
Este traje típico es el resultado de técnicas y orfebrería europeas y del lejano oriente, y prueba de la herencia española en la cultura de Panamá. Desde hace 15 años se le rinde homenaje en el llamado Desfile de las Mil Polleras en la localidad de Las Tablas, en la provincia de Los Santos, y celebrado este sábado.
Pero el atuendo sufre variantes por los excesos y mal usos, por lo que un grupo de personas se empeñan a asesorar a niñas y adultas en la colocación del traje típico y sus accesorios como los tembleques, adornos que se fijan en ambos lados de la cabeza, y joyas como peinetas, collares, brazaletes, zarcillos, anillos y hebillas para los zapatos.
Como si se tratara de una carrera, Jessica Díaz de Ruiz, dueña de una empresa de alquiler de polleras, trataba el sábado de atender lo más rápido posible a más de una docena de mujeres, un proceso que puede tomar hasta 3 horas cada una incluyendo el peinado, maquillaje, colocar cada joya y ajustar las distintas piezas de la prenda folclórica.
Mientras ataviaba a una joven contó a Efe que el negocio ha sido rentable y que permite tener ingresos en cada ocasión que se realiza un evento folclórico en el país, desde desfiles, carnavales, fiestas patronales y concursos, entre otros.
De Ruiz, que cuenta con una colección de 25 polleras de gala confeccionadas en distintas técnicas de talco, punto de cruz, zurcido y calado, señaló que conseguirlas es una tarea compleja, dado que tiene que recorrer diferentes sectores de Los Santos, un poblado a más de 200 kilómetros de la capital panameña, conocido por ser la “cuna del folclore” y por tener las variedades más bellas del atuendo.
“Al viajar se supervisa la confección que realizan las artesanas de los diseños y los colores que son bordados en el traje, toda la indumentaria puede tomar entre un año a dos en terminarse”, indicó la empresaria.
El vestido de gala, compuesto por una fina camisa con encajes de preciosos diseños, dos enaguas y un elegante faldón elaborado, en el caso de las originales hechas a mano, puede oscilar entre 7.000 y 12.000 dólares.
También está la opción de la “montuna santeña”, una pollera menos elaborada con faldas de brillantes, y “las regionales”, con variantes típicas de cada una de las 10 provincias panameñas.
El vestido femenino también se acompaña de lujosas prendas de oro, accesorios como la pajuela y las peinetas, que en con conjunto pueden llegar a costar hasta 15.000 dólares, y adicionalmente se le puede acompañar con paños o rebozos, abanicos, pañuelos y monederos.
“Hay personas que no portan adecuadamente el vestuario, pero actividades como el Desfile de Las Mil Polleras trata de retomar las tradiciones culturales”, mencionó De Ruiz.
Al terminar de colocarle el último detalle del traje, Ariana Lyma-Young, la titular de la Dirección Nacional de Patrimonio Histórico de Panamá, dijo a Efe que por el costo excesivo que tiene una pollera, de hasta 50.000 dólares, es más fácil alquilarlas, lo que puede costar alrededor de los 1.000 dólares.
Ana Lisa Hincapié, otra engalanada con la pollera en el desfile de este año, confesó a Efe, que llevar este vestido es difícil por el peso y el cuidado que se debe tener para no estropearlo al bailar, pero sostiene que vale el esfuerzo porque rinde honor a un icono de la cultura, tradición, costumbre y a la mujer panameña.
Por su parte, el folclorista José Oreste Cano comentó que ahora los jóvenes se interesan más en confeccionar polleras, y hay cursos que permiten elaborar correctamente el vestido, un arte que se convierte en un sustento para vivir.
El Desfile de las Mil Polleras se efectuó este sábado en Las Tablas y reunió a más de 15.000 damas ataviadas con el traje típico, que bailaron al ritmo de los tambores y el pregonar de las décimas.
En el evento participaron conjuntos musicales típicos de instituciones gubernamentales y de la empresa privada, y se escenificaron diferentes bailes y danzas de las diversas regiones del país, entre ellas las de “diablicos” (hombres con máscaras de animales y con vistosos vestidos), de distintos sitios del territorio centroamericano.
El arte de vestir a mujeres empolleradas, negocio en auge en Panamá #DescifrandoLaNoticia #Panamá #Cultura Las Tablas (Panamá). La tradición de la pollera lleva aparejado un negocio en auge: el de arreglar a las mujeres que lo visten, una labor que requiere de personal experto en peinado, maquillaje y joyería para hacer resaltar uno de los vestidos más bellos del mundo y atuendo típico femenino de Panamá.
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charrovirtual · 5 years
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Actividades de las damas charras del Pedregal
LAS DAMAS DEL PEDREGAL 
VISITARON A LAS MARIPOSAS MONARCA, PREPARANDO SU DESAYUNO DEL REBOZO
Preparándose para su Desayuno del Rebozo dedicado al Estado de Michoacán, visitaron Tlalpujahua y el Santuario Chincua, de las Mariposas Monarca, con el apoyo de la Secretaría de Turismo del Estado.
También visitaron “La Casa de Santa Claus”, la tienda más importante de Navidad, con el trabajo de los…
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thatsbutterbaby · 1 year
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Juan Rodríguez Juárez - Dama con rebozo
Museo Nacional de Historia (Mexico)
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