Tumgik
#bécquer es mi inspiración en estas épocas
flash56-chase05 · 8 months
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Leyendas en carne y hueso
Había permanecido lloviendo por tanto tiempo que podía sentir la pesadez de sus ropas sobre sus hombros.
Los cascos de Lucero luchaban también contra el barro del camino, con una fuerza tal que él podía percibir el tirón de sus músculos bajo sus piernas.
España suspiró y palpó el cuello empapado del animal antes de alzar su rostro hacia el frente. Un resplandor violeta tuvo a bien aparecer en el firmamento, revelando ante sus ojos la silueta de una torre coronada por un cono de ladrillos, algo desgastados.
—Ya falta menos —musitó.
Las orejas moteadas de Lucero continuaron aplastadas sobre su cráneo. Y él no le culpaba; llevaban un tiempo que ni siquiera podía llegar a cuantificar detrás de la entrada a aquella torre, pero esta parecía estar huyendo de ellos.
Por suerte, no había forma de que aquello fuese cierto.
Y la silueta de la puerta no tardó en aparecer entre el manto de oscuridad.
Giró el cuello hacia sus espaldas, aguardando ver las figuras de su hermano e Irlanda a caballo, aunque no encontró ni rastro de ellos.
Arqueó una ceja y barrió sus alrededores.
Se le pasó por la cabeza que, quizá, se habían separado de él con tal de encontrar refugio. Quizá la torre no les había convencido.
O quizá había partido solo.
España sacudió su cabeza y devolvió sus ojos hacia el frente. Tras lograr quitarse los guantes, entrelazó sus dedos en las crines de Lucero y se bajó de su lomo con un simple salto. Sus botas se enterraron en el barro, y necesitó levantar excesivamente las rodillas con tal de recorrer la escasa distancia que lo separaba de la pieza de madera.
Más de cerca, fue capaz de percibir a la escasa luz las hendiduras de las tablas, las protuberancias que destacaban en ellas y el anillo de metal oxidado que colgaba en el centro.
Antes de siquiera darse cuenta, sus dedos rodearon la fría pieza y la hicieron contactar contra la superficie con un golpe seco.
El golpeteo de las gotas fue su única respuesta.
España resopló y apoyó su hombro en la superficie con tal de empujarla. La puerta cedió al cabo de unos tres intentos, aunque la fuerza que se había visto obligado a ejercer le hizo tropezarse y caer de costado sobre el colchón de hojas del interior, que crujió bajo su peso.
Él inspiró hondo y procuró incorporarse.
Sin embargo, en cuanto flexionó sus rodillas e intentó ponerse en pie, las suelas de sus botas se deslizaron y le hicieron caer de espaldas hacia la oscuridad en el centro de la estancia, pese a que sus brazos se habían agitado por alcanzar el tronco del árbol más próximo a él.
Sus dedos no habían hecho más que atravesar la corteza.
España cerró sus ojos con fuerza mientras apretaba sus labios, a la espera del impacto.
Y no los volvió a abrir hasta escuchar unos murmullos a sus alrededores.
Lo recibió entonces un cielo completamente negro, salvo por los pequeños puntos luminosos que volvían de un azul oscuro su contorno más inmediato. Permanecían desperdigadas, sin insinuar siquiera las siluetas que él se había acostumbrado a ver durante sus múltiples años de vida.
Tampoco había luna.
España apretó sus labios.
—Pobre de ti, pequeño, perdido en este pozo sin fondo. —Una voz femenina sus espaldas, extrañamente familiar, le hizo dar un respingo y erguirse hacia el muro de troncos que lo rodeaban. Una de sus manos se dirigió hacia su cinto, pese a que sus dedos no lograron siquiera trazar el mango de su espalda.
De algún modo, logró encontrar la fuerza para ponerse en pie.
Un coro de risas se filtró entre los crujidos de las hojas a su alrededor.
—Pobre de él, creyendo que podrá salvarse —mascullaron varias voces chillonas, en un tono jocoso—. No puede tocarnos; no puede alcanzarnos.
España barrió sus alrededores con sus ojos, pero ni así pudo encontrar la fuente del sonido.
Carraspeó con tal de tratar de despejar su garganta.
—¡¿Quiénes sois?! —A pesar de la fuerza que intentó proyectar en su voz, esta salió medio ahogada de su garganta—. ¡Mostraos!
Su respuesta vino dada por otra retahíla de carcajadas.
—¡Pobre de él, atrapado con seres cuya existencia ni siquiera cree! —entonaron las voces—. ¿Piensa que así puede librarse de nuestra presencia? —Otro coro de risas—. Es tan inocente.
España notó un hormigueo en su mejilla que le hizo dar un pequeño respingo y tragar saliva. Se giró sobre sus talones para volver a comprobar la fuente, y no pudo evitar detenerse en mitad del recorrido al percatarse de una silueta que emitía un tenue brillo en la distancia.
Avanzaba con lentitud, según percibió tras varios minutos de observación.
Y no era capaz de apartar sus ojos de ella.
Aquella sensación no hizo más que crecer en cuanto detectó los orbes avellana que lo miraban con gran intensidad, tan parecidos a la última vez que los había visto. La piel que los rodeaba tenía una palidez enfermiza, y en las cejas castañas en su cima destacaban pequeños mechones blancos, pero no podía importarle menos.
Los ojos de España escocieron cuando él se detuvo a unos cuantos pasos de su posición y pudo percatarse de la forma en la que sus labios se habían curvado.
—¿Pa...?
Una presión en su pecho hizo que el aire abandonase sus pulmones de una forma repentina.
La silueta soltó un suspiro, y España se dio cuenta de que su brazo derecho se había alzado. A su vez, sus dedos sostenían una empuñadura de madera con una fina hoja de metal que... Con una hoja que podía seguir hasta su pecho.
Él trató de inspirar hondo.
La inmensa presión se lo impidió.
Sus ojos se encontraron con los del hombre ante él, cuyo gesto se había endurecido.
—Y así es como tiene que ser —masculló, en un idioma que sonaba demasiado extraño en sus labios.
Él intentó que las palabras pasasen más allá de su garganta, pero le fue imposible.
Sus rodillas cedieron.
Y la figura del hombre se disolvió junto al mundo a su alrededor.
.
Inspiró hondo de una forma brusca.
Sus ojos se abrieron poco después, necesitando de varios parpadeos para acostumbrarse a la espesa oscuridad que lo rodeaba y percatarse del pequeño haz de luz anaranjado que provenía de uno de sus costados.
De inmediato, giró su cuello para encontrarse con una figura en un fino camisón sentada en el alféizar de la ventana, en cuyos manos sostenía un pequeño platillo plateado con una delgada vela. No miraba en su dirección, aunque un simple vistazo a los mechones anaranjados que se precipitaban por sus hombros le hizo estirar sus comisuras.
España, de una manera algo inconsciente, alzó una de sus temblorosas manos y la posó sobre su pecho. El camisón permanecía empapado, aunque la tela parecía intacta.
Soltó un pequeño suspiro de alivio, que hizo que la figura al lado de la ventana diese un pequeño respingo y dirigiese sus ojos esmeralda en su dirección.
—¿Cómo te encuentras? —musitó, con sus labios fruncidos.
España se permitió tomarse el tiempo para incorporarse y arrastrarse por el colchón hasta que sus piernas cayeron por el borde de la cama. A continuación, se encorvó y estiró sus comisuras.
—Dormir me sienta bien. —La carcajada que había intentado que acompañase a sus palabras murió en su garganta.
Las arrugas en el ceño de Irlanda aumentaron, aunque apenas duraron ante el lánguido suspiro que escapó de sus labios. Su rostro no tardó en regresar hacia la ventana.
España dio un pequeño bote para levantarse de la cama y recorrer la escasa distancia hasta llegar a su lado. Una vez que puso sus manos sobre el chal en sus hombros, se percató del ligero temblor que los sacudía, además de su corazón desbocado.
Él no tardó en depositar un beso en su coronilla, mojada, mientras sus ojos se desviaban hacia la ventana. A pesar de la bruma que acompañaba a la lluvia, podía detectar los haces de luz de las velas bajo los soportales.
Logró evitar tragar saliva.
—¿Qué ocurre? —murmulló él.
Notó cómo Irlanda inspiraba hondo bajo sus manos.
—Los muertos caminan esta noche por la tierra. Puedo… —Arrugó su nariz—. Puedo sentirlos.
España se permitió desviar sus ojos hacia el punto en que sus dedos peinaban unos cuantos mechones anaranjados.
—Eso dicen las leyendas —murmulló. Depositó otro pequeño beso en su coronilla antes de despegar sus manos de sus hombros. Tragó saliva para intentar luchar contra el prominente nudo en su garganta—. Voy… a encender la hoguera.
Irlanda giró ligeramente su cuello en su dirección y de inmediato extendió el brazo que sostenía la vela en su dirección.
—Llévatela contigo —musitó.
España negó con la cabeza.
—Los difuntos necesitan esa guía más que yo. —Se esforzó por mantener sus comisuras en su posición—. Me conozco mi casa.
Irlanda soltó un pequeño bufido antes de devolver sus ojos hacia la ventana. España se permitió beber de las vistas y cruzó el umbral de la puerta en dirección al pasillo, envuelto en un denso manto de oscuridad.
«No ha sido real», no paraba de repetirse en su mente.
Pero el escalofrío en su columna y la sensación punzante en su espalda eran difíciles de ignorar.
.
En mi defensa, diré que tenía que hacerlo. Por las fechas.
(Y tampoco iba a dejarlo programado para esta noche a las 24 horas).
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